Capítulo 31

Os amo con un amor que creí perder con mis difuntos,

¡Os amo con cada aliento, sonrisa, lágrima, con toda mi vida!

Y, si Dios lo quiere, os amaré aún más profundamente después de muerto.

Elizabeth Barrett Browning,

Sonetos portugueses, 1847.

El Memphis aceleraba, presto a dar el salto.

—Nos equivocamos al suponer que al viajar entre estrellas dispondría de tecnología hiperlumínica —dijo Hutch.

—De acuerdo —dijo Alyx—, entonces es más lento de los que pensábamos. ¿Pero por qué es un problema? Pensé que todo lo que necesitábamos era que el chindi definiera su trayectoria, cosa que ya ha hecho. ¿Por qué no regresamos a su lado y sacamos a Tor de ahí? ¿Qué ha cambiado?

Nick cambiaba su mirada de Alyx a Hutch.

—Sigue acelerando —dijo Hutch—. Supusimos que lo haría durante unas horas más. Quizá aún algo más. Pero no durante varios días. Ya va a velocidad de crucero, pero se desplaza tan rápidamente que no podemos alcanzarlo, de modo que no podemos poner a nadie a bordo. O tampoco sacarlo.

Alyx se sentía enfadada, desesperada, engañada. Alguien había cambiado las reglas.

—¿Pero cómo es eso posible? —exigió—. Si su velocidad es menor a la de la luz, ¿cómo no podemos alcanzarlo? Quiero decir, comparado con nosotros, apenas está trotando. ¿No es así? ¿Qué estoy pasando por alto?

Hutch negó con la cabeza.

—Alyx —dijo— podemos recorrer la distancia entre dos puntos mucho más rápido que el chindi. Pero eso no quiere decir que seamos más rápidos. No en el uso común de la palabra.

Nick asentía, como si ya se lo hubiera imaginado.

—¿Y no podemos tomar un atajo y ponernos justo delante de Tor? —De Tor, no del chindi.

—Claro. Pero nc serviría de nada. Todo lo que podríamos hacer entonces es saludarle al verlo pasar. —Hutch miró a Nick, y los dos asintieran casi de forma imperceptible. Aquél era un momento especialmente molesto, se dijeron el uno al otro con ese asentimiento: debían mostrarse amables con Alyx, estaban en apuros y ella no estaba acostumbrada, le era difícil aceptar esa clase de malas noticias—. Nos equivocamos al prever lo que iba a ocurrir. Debimos darnos cuenta de que esa cosa no tiene tecnología hiperlumínica.

—¿Pero cómo podíamos haberlo sabido? —preguntó Alyx sin perder la calma.

—Por su sistema de propulsión. Si hubiéramos reparado en él, podríamos haber imaginado que una superluminar no tiene por qué emplear un campo de proyección de gravedad. Es como ponerle pedales a una lancha motora.

Alyx sentía que el mundo se le echaba encima. Tor estaba justo ahí, pero no podían llegar hasta él. ¿Cómo era posible? Observó el Venture, avanzando a unos cuantos cientos de metros de distancia. Brillante y reluciente bajo la luz del sol.

—Bueno —dijo Nick—, supongo que eso explica la peculiar trayectoria del chindi hacia la 97.

Ésa pizca extra de vitalidad que siempre conservaba Hutch parecía haberla abandonado. Aparentaba estar exhausta. Sin fuerzas.

—Nick, creo que tienes razón —dijo después de estar un largo rato callada, como si hubiera tenido que reflexionar sobre el comentario—. El destino de la trayectoria es el lugar donde estará 97 dentro de un par de cientos de años.

—¿Entonces qué podemos hacer? —preguntó Alyx.

Nick tenía apoyada su pierna frente a él. Intentó moverla. Ponerse más cómodo.

—Supongo que habrá algún modo de arreglar la situación —dijo.

—¿Qué hay del Longworth? —preguntó Alyx—. Puede que él sí sea suficientemente rápido.

—No. Estamos hablando de un cuarto de la velocidad de la luz. No tenemos nada que pueda acercarse siquiera a una velocidad semejante.

Alyx se negaba a aceptarlo.

—¿Por qué? —preguntó—. ¿Qué es lo que nos limita la velocidad? ¿Cómo de rápido podemos ir?

—Podemos llegar hasta punto cero tres. Quizá incluso algo más rápido en caso de ser necesario.

—¿Y por qué no podemos optimizarlo algo más? Quiero decir, todo lo que tendríamos que hacer es seguir acelerando durante varios días. Como el chindi. ¿No valdría así?

—Tenemos que hacerlo por etapas, si no queremos quemar los motores. De todas formas, el problema está en que agotaríamos el combustible antes de llegar a acercamos a esas velocidades. Es eso lo que nos limita a punto cero tres.

Amargamente, Alyx pensaba que al menos el chindi no se les escaparía de las manos. Se quedaría rondando por ahí durante muchísimo tiempo, pero parecía que tendrían que construir una nave especial para poder alcanzarlo.

—Se me ocurre algo —dijo Nick—. ¿Y si utilizásemos refuerzos?

—¿Qué quieres decir?

—¿Éstas naves pueden suministrarse combustible mutuamente durante el vuelo?

—Sí, siempre que fuera necesario.

—Perfecto. Supon entonces que regresamos junto con el Longworth hasta Otoño y volvemos a llenar allí nuestros depósitos. Luego saltamos justo enfrente de esa cosa. Aceleramos todo lo que podamos. Y cuando los depósitos estén medio vacíos, el Longworth nos traspasa el combustible que tenga. Eso, supongo, los dejaría sin energía de avance, pero nosotros podríamos seguir acelerando. ¿Crees que funcionaría?

Hutch negó con la cabeza.

—Son lo bastante grandes como para rellenar nuestros depósitos. Ahora estamos a punto cero seis —dijo—. Un cuarto de lo que necesitaríamos.

• • •

Hutch intentó calmarse. Debía relajarse. No iban a poder ayudar a Tor si se dejaban llevar por el pánico.

Si primera idea también había sido la de utilizar apoyo para repostar sobre la marcha. Le habían llegado noticias de que una segunda nave de la Academia no tardaría en llegar a la zona, y también estaba de camino una de la UNN. Pero incluso con cuatro naves para repostar en vuelo, ni siquiera llegarían a acercarse a la velocidad que necesitaban. Haría falta toda una flota para impulsar a alguien a la velocidad del chindi.

Y a Tor le quedaban tres días y seis horas. El Memphis iba a necesitar casi ese tiempo para volver a Géminis.

Cabía también la posibilidad de intentar abrirse paso hasta la inteligencia que estuviera detrás de los mandos del chindi, para reclutar su ayuda. Pero incluso pudiendo hacer algo así, tendrían que superar la barrera del lenguaje para poder transmitirle el problema que tenían. No tenían tiempo suficiente.

Piensa, Hutchins.

Debía ir poco a poco. ¿Tenían forma de comunicarse?

El chindi debía de ser consciente de que Tor estaba a bordo. Sus robots lo habían visto. En caso de saber que estaba en problemas, ¿no podría intentar ayudarlo de alguna forma?

Llamó a Bill.

—Llévanos de vuelta a la trayectoria del chindi. Quiero aparecer a dos horas frente a él.

¿Y qué haremos entonces? —preguntó Bill—. ¿Saludar al verlo pasar?

—Como mínimo, tendremos oportunidad de hablar con él. Y quizá, para entonces, se nos ocurra algo.

Hutch… —empezó a decir. Pero enseguida se interrumpió, cambiando de tema—. Diecisiete minutos para el salto.

Hutch negó con la cabeza. Hablar con el chindi era solo aparentar que no se habían rendido. Los Pacificadores sostenían que todo problema tenía una solución. Era un buen lema. No era cierto, pero sonaba muy bien.

—Hutch debe informarte que, a nuestra vuelta, apareceremos inmersos en lo que parece ser una nube de Oort[2] local.

—No importa. Hazlo. Cueste lo que cueste.

Las rocas estarán bastante dispersas. No habrá peligro real.

¿Qué señal de socorro podrían emplear que entendiera el chindi?

Dejó caer la cabeza, cerró los ojos y aguardó la ligera sensación de desorientación que solía acompañar al salto.

Habló del problema con Mogambo, pero este se limitó a comentar que Tor estaba condenado, y que cuanto antes reconocieran que así era, mejor sería para todos. No obstante, lo lamentaba.

Cuando al segundo día Hutch recibió un mensaje de Virgil, una simple comunicación en la que informaba que Tor era afortunado, pues si alguien podía rescatarlo esa era Hutch, aquello solo le inspiró un intenso rencor. Hutch ni siquiera sabía si la directora era consciente o no de las últimas complicaciones que habían tenido.

Se contuvo, deseando que hubiera acabado.

Hutch continuó perseverando en el único plan que parecía ofrecer un rayo de esperanza.

—Tenemos múltiples registros del chindi a bordo —dijo a Alyx y a Nick esa misma tarde—. Intentemos encontrar uno que contenga una señal de auxilio.

Entonces empezaron a rebuscar archivos de combates militares.

—El caos organizado —comentó Nick— parece ser la preocupación común a todas las especies inteligentes.

Finalmente, encontraron una nave en problemas en los registros.

Surcaba la noche sobre un mar tormentoso. Era imposible establecer su tamaño porque no había nada con que compararla. Pero el viento no dejaba de golpearla, y vendavales lluviosos la empujaban hacia el furioso océano. Sus luces brillaban con fuerza, y pudieron distinguir movimiento en su interior.

—Bill —dijo Hutch—, ¿hay señal de radio alguna en el registro?

Sí, así es.

Bill activó el audio. No era ninguna voz, sino más bien una serie sencilla de pitidos. Dos largos. Y uno corto.

Y de nuevo.

Y de nuevo. Entonces con una transmisión añadida. Probablemente de la ubicación.

Otra vez regresó a la señal original. Corto. Dos largos. Corto.

—¿Bill? —preguntó Hutch.

La señal será bastante simple de reproducir.

—Estaría bien añadir una imagen de Tor.

—¿Y el chindi podrá recibir una señal visual? —preguntó Nick—. Quizá solo sirva para complicarlo.

—No —dijo Hutch—. El equipo para recibir imágenes es bastante sencillo. Enviaremos la imagen. Puede que sea el único modo de hacerles entender el problema.

Aquélla noche, Hutch por fin pudo dormir. Tampoco es que pensara que tuvieran muchas posibilidades de éxito, pero al menos estaban haciendo algo.

Llegaron noticias de que McCarver, la nave de comunicación de la UNN, había llegado a Retiro, donde estaba ocupada tomando imágenes y entrevistando a Mogambo. Yurkiewicz enviaba la transmisión.

En ella Mogambo hablaba con Henry Claymoor, el orondo presentador del boletín científico de noticias del domingo de la UNN. Mogambo vestía una camisa ligera de color caqui y unos pantalones cortos, lo esperado para un físico metido a arqueólogo en tareas de trabajo, y llevaba también un sombrero algo aplastado, caído con gracia sobre un ojo. La imagen perfecta.

Galantemente concedía mérito a George Hockelmann y al Memphis, les primeros en llegar. Claro que cualquiera, daba a entender sin llegar a mencionarlo explícitamente, podía darse de bruces sin quererlo con un descubrimiento de tan gran escala.

No llegaba exactamente a faltar a la verdad de los hechos, pero lo enrolvía todo en un velo de sombras, y la impresión general de su discurso era que los novatos exploradores habían tenido un día afortunado y que merecían cierto endito, pero que ya había llegado el momento de estudiar seriamente las implicaciones derivadas de Retiro. Entonces dejó claro que haría falta alguien como él, el Profesor Mogambo, para encargarse de eso.

De haber estado vivo para ver las imágenes, a George le habría dado un ataque al corazón.

• • •

Todos a bordo del Memphis estaban igualmente ansiosos, pero Hutch sentía una presión más personal. Intentó distraerse jugando al ajedrez, resolviendo puzzles generados por ordenador, dándose atracones de comer. En la última noche, cuando ya no le quedaba nada por hacer, Alyx sugirió que usaran el holotanque para visitar, por ejemplo, un cabaret berlinés, o para vivir una aventura de Jack Hancock. Pero Hutch rehusó. La primera noche había empleado la tecnología de realidad virtual para asistir a un concierto de Mozart, que esperó sirviera para distraerla. Pero no le sirvió de mucho, aparte de para tener un par de horas de llorera.

Luego, no obstante, después que Alyx y Nick se retiraran por la noche, cambió de idea y volvió a probar. Quiso visitar el casco del Memphis. Durante un hipervuelo.

Después de rebuscar en su base de datos, el holotanque recreó con precisión el exterior de la nave y la luminosa neblina que la rodeaba desplazándose con suavidad. Hutch se sentó cerca del principal dispositivo de sensores situado en el casco, e hizo algo a lo que había estado resistiéndose: dio órdenes al sistema de recrear una imagen de Tor. La hizo aparecer junto a la proa de la neve, y que se aproximara lentamente hacia ella. Dispuso que vistiera la misma ropa que había llevado cuando habían estado ahí fuera, juntos, y tuvo que describirlas al ordenador.

—Camisa amarilla de cuello abierto. Pantalones blancos. Botas acherentes. Azules.

Apareció umbrío, irreal, esperando ser activado.

—La sonrisa no está bien —dijo.

Entonces cambió. Apareció menos tensa, y sus ojos menos vacíos.

—Así está mejor.

Se reclinó y se abrazó las rodillas. Tor estaba parado, mirando por encima del hombro de Hutch, hacia la bruma.

—¿Qué tal? —preguntó la capitana, iniciando el programa.

—Bien —dijo él sentándose a su lado—. Esperándote.

—Lo sé. Estamos haciendo lo que podemos.

—¿Pero la cosa no pinta muy bien, no?

—No. Odio decirlo, pero no confío demasiado en el plan.

—Lo habría adivinado. Por tu mirada.

—Lo siento.

—No te preocupes. Fui yo quien se metió en esto.

—Sí, así fue. Pero escucha, debes aguantar, ¿entendido? No te rindas.

—¿Estás segura?

—Claro.

Mintiendo en aquella representación, pensó Hutch cuando se encendieron las luces. Qué patético.

• • •

Recibió un nuevo mensaje de Sylvia Virgil, que parecía agobiada. Era su reacción ante las noticias que negaban el salto del chindi, y ante las dudas de que realmente pudiera hacerse efectivo el rescate.

Hutch, ya hemos perdido a demasiada gente en esta misión —dijo, con voz entrecortada—. Debes traerlo de vuelta, no me importa lo que tengas que hacer. No repares en esfuerzos.

• • •

Llegada la mañana, tomaron un frugal desayuno y se dispusieron a aguardar la última media hora antes del salto de vuelta. La señal de auxilio parecía, como la mayoría de las ideas mediocres, mucho menos buena después de una noche de sueño. Pero, con todo, seguía siendo la única bala que les quedaba en la recámara.

Un mensaje apareció entonces en la pantalla que Hutch tenía sobre su cabeza.

Transmisión de Sylvia Virgil. —Incluso Bill parecía algo retraído.

—Pásamela, Bill —dijo.

La directora aparecía detrás de su escritorio. Si era posible, parecía aún más extenuada que la noche anterior. Hutch pensó que la experiencia estaba acabando con todos. La pobre mujer creía haber mandando a unos recaudadores de impuestos de vacaciones. Y mira cómo había acabado todo.

Hutch —dijo—. Ya he pasado esta información a Mogambo, pero pensé que estarías interesada: hemos encontrado satélites espía en la órbita terrestre. Los primeros indicios revelan que llevan ahí bastante tiempo. Puedo decir que aprendimos de vuestra experiencia y que estamos examinándolos con todas las precauciones posibles. Te deseo la mayor de las suertes en la tarea de rescatar a Kirby.

Recibió también con este nuevo mensaje otra partida de correo.

Bill mantuvo un discreto silencio antes de preguntar si deseaba que le mostrara la lista de contenidos.

—Repártelo como veas conveniente —dijo la capitana—. Deja el mío aparcado.

Alyx recibía ofertas para contar sus experiencias. Estaban interesadas editoriales, dos compositores de moda querían hacer partituras y letras. El propio Paul Vachon le hacía una propuesta económica para conseguir los derechos de una versión musical —y quería contratarla a ella para que la dirigiese—. Además, ya había al menos tres escritores encargándose de hacer el trabajo sucio del grueso del guión.

—La verdad —le dijo a Hutch— es que si consigues sobrevivir a una experiencia así, los beneficios no son del todo malos.

Minutos después, dieron el salto.

• • •

Un indicador empezó a parpadear en la consola de navegación.

—¿Y eso? —preguntó Nick.

—Un cometa —dijo Hutch—. O al menos es lo que será si llega a estallar y se aproxima al sol.

—¿Restos de la nube de Oort? —sugirió Nick.

—Algo así. En realidad estamos en la periferia. La trayectoria del chindi se mantiene bastante alejada. —Frunció el ceño, observando la pantalla de Bill, que se mantenía en blanco—. ¿Bill, puedes establecer nuestra posición?

Estoy en ello.

—Perfecto —dijo—. No veo ninguna razón para esperar. Empieza a transmitir el mensaje,

Alyx le apretó el brazo, esperanzada. Entonces se iluminó la pantalla informativa, avisando de que la transmisión había comenzado. Corto. Dos largos. Corto. Y una imagen de Tor. Una y otra vez. Seguirían así hasta abandonar toda esperanza.

No podré precisar con exactitud nuestra posición hasta localizar al chindi —informó Bill—. De todas formas, parece que estemos próximos a su vector de desplazamiento.

—Entendido —respondió Hutch.

No había nada más que pudiera hacer por el momento, así que Hutch se reclinó en su asiento y dedicó una mirada impotente a Alyx.

—Haces lo que puedes —dijo Alyx.

Nick preguntó si alguna de ellas quería café. No fue así, y se sentó para ponerse una taza.

—Un momento así —dijo Alyx—, y lo mejor que se me ocurre es una frase tan manida como ésa. Pero ya sabes lo que quiero decir.

—En momentos así —apuntó Nick— la gente siempre utiliza frases manidas. Es justo lo más adecuado. Mantiene la situación dentro de la familiaridad, y concede al mundo cierta estabilidad.

Hutch sonrió.

—¿Eso os enseñan en la academia de gerentes de funeraria?

—Es la primera regla del negocio, Hutch. Sea lo que sea lo que haya sucedido, lo superaremos. Cruzamos la orilla, y el mundo continúa.

Hutch buscó su mirada. Realmente lo decía en serio. Todo iba a ir bien.

Nick, como leyéndole el pensamiento, se mostró algo más formal.

—Hutch, puedo entender bien por qué te ama —dijo.

En el contexto de la conversación, aquel fue un giro inesperado.

—No creo que… —empezó a decir la capitana—. Él no… Quiero decir, no existe ninguna, mmh, relación.

—Ha sido algo evidente desde que subimos a bordo. ¿Crees que estamos ciegos?

—No, claro que no.

Se apartó de sus ojos azules. Contempló la pantalla de navegación. Había otra roca ahí fuera. Estudió el dibujo de los Phillies. Y la cafetera. Quizá sí que tonara un poco, cespués de todo.

• • •

El chindi nos adelantará en una hora, cuarenta y siete minutos. Con un margen de error del cinco por ciento.

Hutch tomó aliento.

—Muy bien. Bill, abre la comunicación con Tor.

Alyx y Nick no decían nada. Pero, por su expresión, podía ver lo que pensaban: ¿Qué vas a decirle?

No tenía ni idea. Tor no podría responder. Aún estaba demasiado lejos. Pero sí podría escucharla.

En situaciones normales, Bill la habría informado de que tenía el canal abierto. En aquella ocasión se limitó a hacer parpadear una luz, sin ningún comentario.

—Tor —dijo—, ni siquiera sé si puedes escucharme. Quería que supieras que no nos hemos rendido.

El tiempo se ralentizaba en el puente. Se escuchó el crujir de uno de los asientos. Los pitidos y chirridos de los sistemas electrónicos repartidos por toda la nave se hicieron cada vez más sonoros. El aire era espeso, cargado y cálido.

—Pero la situación no pinta muy bien por el momento.

Le describió cómo estaba todo, explicó que el chindi no había llegado a saltar, que no superaba la velocidad de la luz, que no obstante se movía a una velocidad tal que eran incapaces de ponerse a su altura para rescatarlo. No tenían velocidad suficiente. Estaban intentando de nuevo contactar con aquello que estuviera dirigiendo al chindi. Tenían una idea de cómo conseguirlo. Era una probabilidad remota, pero no iban a rendirse.

—… no quiero ofrecerte una falsa esperanza —finalizó.

Un mensaje apareció en la pantalla de navegación: DISTANCIA ESTIMADA AL CHINDI: 3.6 U. A.

Y abajo: LA ÚLTIMA VEZ QUE FUE VISTO POR EL LONGWORTH, EL CHINDI SE DESPLAZABA A PUNTO VEINTISÉIS POR LA VELOCIDAD DE LA LUZ.

—La transmisión tardará en llegarte una media hora. Nos adelantarás algo más tarde. Aproximadamente una hora y veinte minutos después que recibas el mensaje. Tor… —La voz se le entrecortaba, y se interrumpió.

Composición de los objetos integrantes de la nube de Oort: Predominantemente hielo y roca. Trazas de hierro.

El dibujo de los Phillies parecía sonreírle desde lo alto. ¿De veras el mundo había sido tan soleado alguna vez?

—Tor, estamos pidiendo ayuda a la tripulación. A los extraterrestres. —Se dejó caer en su sillón y contempló la oscuridad del exterior a través de la mampara—. Lo siento, Tor. Desearía que pudiéramos hacer algo más. No podrás hablarme. Apenas estarás dentro del límite para hacerlo durante unos instantes. Hemos calculado que nos adelantarás a unos setenta y cinco mil kilómetros por segundo.

Intentó pensar en alguna forma de aliviar su mensaje, encontrar algo inteligente que decirle.

Como si fuera fácil.

—¿Bill, seguimos enviando la transmisión al chindi? —preguntó.

Sí, Hutch.

—No va a funcionar —dijo a Alyx y a Nick.

Alyx asintió. Nick apretó la mandíbula.

Hutch mantuvo abierto el canal con Tor, sin dejar de hablarle mientras el chindi se aproximaba. Cuando este se había acercado ya hasta los doscientos millones de kilómetros, bajó hasta la cubierta de carga, recogió un sensor de largo alcance y se enfundó un e-traje.

—Tor —dijo—, estaré en el exterior cuando pases a nuestro lado.

Hutch. —La voz de Bill sonaba triste—. Existe peligro. Si el chindi arrastra alguna roca suelta

—¿Bill?

¿Sí, Hutch?

—Estaré fuera. No me soltaré.

Sacó unos zapatos adherentes, un par de depósitos de aire y activó su traje. Mientras lo hacía no dejó de hablar con Tor. Su voz mantenía un tono alto, y tuvo que luchar por reprimir ocasionales arranques de rabia. Bobo, todo por tu culpa.

Hutch —dijo Bill—, los sensores han establecido una distancia de cuarenta millones de kilómetros. Nos adelantará en unos ocho minutos.

La capitana entró en la cámara estanca, cerró la compuerta y activó la despresurización.

Hutch, quisiera que no lo hicieras.

—Bill, no te preocupes.

—Hutch, ten cuidado —dijo la voz de Alyx.

—Lo tendré. Bill, abre la compuerta. —El mecanismo no había respondido tras tocar ella el pulsador. Ahora, por fin se abría. Salió al exterior y contempló las estrellas. Por supuesto, las Gemelas no estaban a la vista. Incluso su sol estaba perdido en la inmensidad.

Estuvo tranquila hasta que Bill interrumpió sus pensamientos.

Hutch —dijo—, el chindi está a cuatro punto uno millones de kilómetros. A cincuenta segundos.

La capitana puso en hora el cronómetro que tenía engarzado en una manga.

—¿Por dónde pasará?

Aproximadamente a unos trescientos kilómetros a babor.

—Captura imágenes conforme nos adelante.

No serán muy precisas. Va muy rápido.

—Haz lo que puedas. —Entonces se retiró junto a los sensores de babor, donde Tor arrojó su moneda a la noche. El peso del cielo la apabullaba.

Hay un grupo de cuatro estrellas alineadas a dos grados de la vertical de popa. La segunda estrella es una clase B, el sol del sistema Géminis. El chindi aparecerá justo por ahí. Quizá un tanto desviado hacia un lateral según lo mires.

—De acuerdo. Gracias. —Levantó el sensor de largo alcance.

No esperes ver nada.

—Lo sé.

Quiere decir, aunque estuviéramos a solo unos metros de distancia, seguirías sin ver nada.

—Calla ya, Bill.

Está bien. Pero espero que no salgas rebotada mientras estás ahí fuera. Me encasquetarían a mí todos los informes.

Hutch se mantuvo junto a las antenas, con los pies plantados en el casco, forzando la vista en dirección al grupo de cuatro estrellas.

—Tor, sigo aquí fuera —dijo con voz calmada—. Ahora solo estás a unos segundos de aquí. Desearía que pudiéramos hablar. Querría hacerte esto un poco más fácil.

Las cámaras del Memphis se alinearon para captar imágenes. Una sombra surcó las estrellas. No era el chindi. Se movía demasiado lento y no en la dirección correcta. Ni siquiera pudo verlo bien, simplemente lo sintió pasar. Un fragmento de la nube de Oort. Una roca. Posiblemente una nube de polvo.

—Tor, te quiero —dijo. E imaginó escuchar una voz en el intercomunicador, un susurro lejano. El murmullo desapareció, y Hutch se quedó contemplando las estrellas.