Solo, solo, completa, completamente solo,
¡Solo en mar abierto, abierto!
Y nunca un ángel guardián sintió lástima
Por mi alma en pena.
Samuel T. Coleridge,
Poema del Viejo Marino, IV, 1798.
Tor había pasado del nerviosismo a la consternación, y por último a la desesperación.
Reconocía que no solo tenía miedo por sí mismo, pues albergaba también la nefasta convicción de que algo terrible le había sucedido al Memphis. Puede que se hubiera encontrado con otro de esos chismes comenaves que había acabado con el Wendy. O quizá ni siquiera habría conseguido salir de la Granizada. Era perfectamente posible que estuvieran todos muertos.
Y Hutch entre ellos. ¿De qué otra forma podría explicarse su silencio?
Los días pasaban y el chindi flotaba tranquilo entre las estrellas, donde cualquiera que estuviera en la zona podría recogerlo sin problemas. Pero nadie venía.
Ahora que la nave se había frenado, o al menos eso le parecía a él, podía salir al exterior, y a menudo lo hacía. Deambulaba por la roca desnuda, observando las estrellas en busca de luces que se movieran, preguntando por su intercomunicador por qué nadie, desde ningún lugar, le respondía. Aunque el Memphis hubiera sufrido un accidente, Mogambo estaría ahí fuera, en algún lado.
Y Mogambo sabía que necesitaba que lo rescatasen.
Comía profusamente. Había comida de sobra y no tenía razón para racionarla. Solo le restaba abastecimiento de energía para unos días más. Si se le agotaba antes de que llegara Hutch, o algún otro, a rescatarlo, el sistema de soporte vital fallaría. Entonces solo le quedaría el suministro de seis horas de sus depósitos de aire.
Los alimentos precocinados para el personal de la Academia no sabían tan mal, después de todo. Degustó un chuletón mandarín, un filete de carne, teriyaki de pollo, y guisado gulliver. Tenía sándwiches de carne de cerdo, y bebía vino en abundancia.
En varias ocasiones se dispuso a empezar un diario, con la determinación de dejar un último registro para aquel que finalmente se presentara allí. Las largas noches sin rescate, sin ninguna explicación razonable para que nadie fuera a recogerlo, comenzaban a hacer mella en él. Empezó a hacerse a la idea de que moriría allí. Que debería ir pensando en hacer las paces con su Creador.
Y escribió. Y dibujó.
Insistía en mantener los estándares diurnos en aquel lugar atemporal, y revisaba cada mañana sus notas, que tenían invariablemente un espíritu de amargura y enojo. No era aquel el tono que quería transmitir. Pero era difícil aparentar jovialidad.
Sus esbozos, pensaba, capturaban la esencia de las espectrales salas y los umbrales vacíos. Concedió humanidad al hombre lobo y compasión a la guerra librada entre aeronaves.
De haber ocurrido lo peor, si en realidad el Memphis hubiera desaparecido, Mogambo y el Longworth eran conocedores de su situación. Según sus últimas noticias, Mogambo estaba llegando a las Gemelas. Atendiendo a esas informaciones, eso lo colocaba fuera del alcance de cualquier transmisión radiofónica.
Contempló el repetidor de transmisiones y deseó haber aprendido algo de electrónica. Aquél mecanismo era capaz de enviar señales a larga distancia. Pero el chindi debería completar su salto antes de que se armara, o como se dijera. No empezaría a transmitir hasta llegar a su destino.
Quizá Mogambo pensase que Hutch ya lo había rescatado. ¿Quién sabía? No tenía ninguna información del exterior.
Esperó, con la esperanza de escuchar a Hutch irrumpir en el intercomunicador. A alguien.
A quien fuera.
• • •
Había leído en algún sitio que los bancos, las iglesias, los edificios de oficinas y otros edificios públicos eran diseñados a gran escala, con gruesas columnas, altos arcos y techos abovedados, porque todo eso inducía en aquel que los visitaba un sentimiento de insignificancia. Era difícil no sentirse humilde subiendo los amplios escalones de piedra de la Amalgamated Transportation Corporation Limited, en Londres.
Los infinitos pasillos del chindi tenían el mismo efecto. Tor no tenía importancia alguna para la nave, sus diseñadores, aquellos que la manejaban o la misión que esta debía cumplir. Al igual que el vasto universo exterior, todo aquello no tenía consciencia alguna de su existencia. Incluso, si quisiera, podría hacer el vándalo y causar algunos daños. Pero apenas sería perceptible, nadie se percataría, y finalmente la impertérrita impasibilidad de la nave lo abrazaría.
Hubiera querido dormir a cobijo de las estrellas de haber sido posible, pero el límite de seis horas de sus depósitos de aire lo mantenía anclado a la base.
Finalmente pensó que estar a varios kilómetros de la salida no era una buena elección. Desinfló la cúpula de bolsillo y la trasladó a la Calle Principal, donde volvió a instalarla en el pasillo que estaba casi justo bajo la escotilla. Necesitó de varios viajes para transportar los suministros, demás equipo y reservas de aire y agua, pero al acabar se sintió satisfecho. Le gustaba la escotilla de salida. Y no era únicamente que estar en sus proximidades le concedía más posibilidades de superar la situaciór, sino que también dormía mejor sabiendo que tenía la salida apenas a unos pasos.