Capítulo 26

Ni nubes en lo alto, ni tierra a los pies…

Un universo de cielo y nieve.

John Greenleaf Whittier,

En la nieve, 1866

Nick y Hutch estaban desayunando cuando Bill apareció en pantalla.

Tengo algo que os va a interesar —dijo. La pantalla cambió a una imagen de una de las botellas. Ésta tenía una curiosa apariencia inacabada—. Ésta cosa era una roca hace treinta horas.

—Los sacos.

Correcto.

—Más nanotecnología.

.

—Así que el chindi manufactura botellas —dijo—. ¿Para qué?

Aquí tienes otra más. —Aquélla estaba ya formada del todo. Mientras la contemplaban, encendió sus eyectores y empezó a acelerar.

—¿Bill, hacia dónde se dirige?

La vieron hacer algunos ajustes de trayectoria. Y entonces:

De vuelta al chindi.

Aproximadamente a media tarde, el objeto ya había regresado. El chindi abrió sus puertas y la botella desapareció en el interior. Poco tiempo después, se aproximó un segundo vehículo. Y luego un tercero.

Hutch informó a George de lo que estaba ocurriendo: tres botellas ya habían entrado en la nave. El, a su vez, la informó de que no tenían evidencia de actividad alguna.

Acababan de sentarse a cenar —pollo, guisantes y piña— cuando el chindi expulsó otra botella, y luego, en una rápida sucesión, dos más.

—¿Las mismas? —preguntó Hutch a Bill.

Es imposible asegurarlo. Pero los intervalos entre los lanzamientos encajan con los existentes entre las llegadas a la nave. Parece que las botellas sean llevadas a bordo y tratadas de alguna forma; probablemente reposten y posiblemente reciban mejoras, y luego son arrojadas.

—¿Con qué propósito?

Es una buena pregunta.

—¿Puedes decirme hacia dónde se dirigen?

Aún no han abandonado la órbita. Cuando lo hagan, intentaré hacer una estimación.

Bill cumplía siempre su palabra. Con la tarde ya muy avanzada, regresó. Más botellas habían sido subidas a bordo y luego arrojadas. Sí, el intervalo había vuelto a ser el mismo: dos horas y diecisiete minutos en cada caso. Las tres primeras habían abandonado la órbita y se encaminaban en tres direcciones distintas. ¿Hacia dónde? Bill no podía discernir aún ningún lugar.

La mayoría permanecerá en la zona del plano del sistema solar —dijo—. Pero no parece haber ningún destino probable.

—Estás buscando en el interior de este sistema solar.

Por supuesto.

—¿Y por qué no mirar fuera?

Hutch, no tendría sentido. Son vehículos demasiado pequeños para ser superluminares.

—La lanzadera de Retiro podría ser una superluminar.

La lanzadera de Retiro es de mayor tamaño. Y en cualquier caso, aún mantengo mis dudas al respecto.

—No importa, por favor, asume la posibilidad y consulta vectores interestelares.

Ya estoy en ello.

—¿Y qué tienes?

Casi colisiones.

—¿Cómo?

Casi colisiones. Los tres primeros parecen encaminarse a estrellas cercanas. Pero en cada caso, no parecen trayectorias adecuadas. Chocarían. Por un pequeño margen, pero colisionarán.

—¿Y estás diciendo que su destino estaría en la otra punta?

Sí. A varios cientos de U. A.

• • •

El chindi arrojó más botellas y, después de algunos días, todas se habían desplazado fuera del alcance de sus escáneres. Entretanto, el grupo de exploración del Memphis no paraba de hacer llegar información desde el chindi. Hutch y Nick observaban las imágenes de brillantes torres y tallas en piedra, de exóticos puertos, de ciudades muertas, de viviendas situadas en lo alto de riscos y a lo largo de espléndidas costas. Contemplaron un templo medio hundido en el mar y un obelisco custodiando unas ruinas en el desierto.

En ocasiones encontraban cosas de especial interés científico: un objeto del tamaño de un planeta que Bill pensó tenía aspecto de partícula; una estrella engullida por un agujero negro; un pulsar rotando enloquecido alrededor de su eje a una velocidad de treinta veces por segundo.

Con mucho, la mayoría de los registros del chindi tenían que ver con civilizaciones, y de éstos, casi todos con civilizaciones desaparecidas. Era un hecho tan patente que era fácil asumir que estuvieran ante una misión arqueológica que hubiera visitado diversas regiones. La opinión que imperaba sostenía que las civilizaciones que pudieran ser más o menos tecnológicas estaban limitadas a un corto periodo de tiempo. Éste punto de vista se había basado en el hecho de que de las cinco civilizaciones extraterrestres conocidas —aparte de la humana—, cuatro de ellas parecían haber pervivido menos de diez mil años. Y la quinta tenía una clara inclinación a hacerse volar por los aires en un futuro próximo.

Alyx observaba que, en caso de que pudieran dar con un modo de determinar la cuantía de la red de información de la que el chindi parecía ser el centro, quizá fuera posible obtener una estimación razonable de la cantidad de civilizaciones que podrían llegar a existir al mismo tiempo, en un momento dado.

Bill informó de la llegada de una transmisión del Longworth.

La gran nave de carga se había aproximado lo suficiente para mantener una transmisión con un retraso de dieciocho minutos —en un solo sentido—. Por tanto, ya era posible mantener algo semejante a una conversación, con respuestas sucesivas en intervalos de, en el mejor de los casos, media hora. Pero eso requería sintetizar las ideas a transmitir, y evitar las partes más frívolas del diálogo.

La mayoría de la gente de la Academia a la que Hutch había transportado por todo el Brazo habían sido personalidades de gran talento en sus respectivos campos, y normalmente habían estado más interesados en su propia investigación que en fomentar sus egos. Su experiencia le había enseñado que aquellos que insistían en que los demás reconociesen sus maravillosas cualidades, en realidad carecían de éstas. Siempre se trataba de mediocres o fracasados.

Maurice Mogambo era una excepción a esa regla. En su caso, ego y talento parecían ser descomunales. Aunque principalmente era experto en física, también disfrutaba de una cierta reputación como teórico sobre la evolución de civilizaciones. En una ocasión lo había escuchado hablar sobre los efectos de sistemas lunares en el desarrollo cultural e intelectual. Había basado su análisis en una serie de argumentaciones realmente extraordinarias. Se había ganado a la audiencia, que aplaudió entusiasmada al final. Más tarde, llegó a enterarse de que se había ganado la vida en su época universitaria haciendo de cómico en un pub local.

Sin embargo, en persona, cara a cara, acababa resultando bastante tedioso. Más que hablar, parecía estar dando una conferencia, y siempre esperaba ser tratado con deferencia. Inevitablemente transmitía la impresión de estar hablando desde lo alto de una montaña; el mundo debía escucharlo muy atentamente. En el par de ocasiones que había aparecido en su lista de pasajeros, el resto de los tripulantes había hablado de asesinarlo. En pocas palabras, era una alegría trabajar con él.

Mogambo miraba a Hutch desde la pantalla, sonriéndole agradablemente.

Hutch —dijo—. Háblame de esa nave extraterrestre. Y de Retiro. ¿Cuáles son las últimas informaciones?

Su imagen se congeló. Mogambo no era de los que malgastaban palabras.

Hutch se dirigió brevemente a George, le explicó que ella no podía negarse a cooperar. George refunfuñó, pero acabó accediendo.

Hutch suministró a Mogambo imágenes tanto de Retiro como del chindi. Aunque decidió no entrar en detalles sobre lo que habían hallado en la nave gigante.

—Muchos pasillos y cámaras, la mayoría vacías. Hay autómatas deambulando por su interior. Y parece como si mantuvieran exposiciones de reliquias.

Per supuesto, mantener una conversación así podía acabar siendo algo horriblemente tedioso si una de las partes interesadas tenía esa intención. Mogambo se molestaría al comprobar que ella había dejado en el aire la cuestión más evidente para que él se la preguntara, en lugar de suministrarle todos los detalles de inmediato.

Hutch fue a por un sándwich mientras esperaba la molesta respuesta que estaría por llegar.

¿Reliquias? ¿Qué clase de reliquias? ¿Qué encontrasteis en Retiro? Y en nombre de Dios, ¿qué hacíais a bordo de esa nave? Explícate mejor.

Hutch así lo hizo, siempre a grandes rasgos.

—Llegaremos ahí en un par de días —dijo Mogambo—. Enviaré grupos de exploración a ambas zonas. Te informaré de mi llegada al sistema en cuanto tenga lugar, y querría tu colaboración. —Entonces entró en detalles. Quería un mapa de Retiro, necesitaría rumbo y posición de la nave alienígena, e informaba además que el grupo de exploración debía retirarse de inmediato—. Antes de que dañen cualquier cosa.

—Señor, no tengo autoridad para hacer lo que me pide.

—¿Eso es todo lo que vas a decirle? —preguntó Nick, que se reía de una espera de cuarenta minutos para enviar una sola frase—. Además, él debe de saber eso ya, ¿no?

—Pero no viene mal recordárselo, Nick.

Cuando Mogambo volvió a aparecer, alargando una conversación que se había extendido desde justo antes del almuerzo hasta bien entrada la tarde, parecía completamente desesperado.

Os pido que asumáis la autoridad. En el Acta de Protección Exoarqueológica aparecen estipuladas instrucciones para precisamente esta clase de situaciones. —Entonces apartó la vista, hacia un lado—. Sección 437a. Haced uso de ella. Sacad a esos aficionados de ahí, por favor.

Hutch estudió sus alternativas.

—Mándalo a paseo —dijo Nick.

—Para ti es fácil decirlo. —Solo con que infringiera las ordenanzas se quedaría sin jubilación—. Bill —dijo— echemos un vistazo a esa Acta.

Creo que ya he encontrado lo que necesitas —informó la IA, mostrándole la Sección 11, párrafo 6.

Hutch pulsó la tecla ENVIAR.

—Doctor, existe la posibilidad de que el artefacto abandone la zona antes de que lleguéis aquí. La sección 11 permite… —entonces aparentó estar consultando una pantalla—, permite la inspección a cargo de grupos no expertos en la materia, en caso de que la destrucción o la pérdida del artefacto puedan ser inminentes, por ejemplo debido a una inundación, si el personal cualificado no está en la región inmediata. —Entonces dudó, pero intentó mostrarse amable y esperanzada—. Puedo aseguraros que George Hockelmann y su equipo están siendo cuidadosos. Incluso puedo decir que desde el principio les he recomendado que se mantuvieran alejados del chindi, porque no tengo forma de garantizar que, en caso de que inicie los preparativos para una eventual salida, sea capaz de recogerlos antes de que esta se haga efectiva. O, del mismo modo, después que se haya marchado. Os transmito esa misma recomendación. En mi opinión, subir a bordo no es solo peligroso, es imprudente.

Nick asentía, azuzándola.

—Bien dicho, Hutch —dijo cuando la capitana hubo terminado.

Ella lo miró, divertida.

—¿Qué tal tu pierna?

—Va bien.

—¿Te duele?

—No mientras siga tomando los calmantes. Eres una doctora bastante buena.

—Gracias.

—Hutch, sabrás que irá directamente al chindi en cuanto llegue.

—Bueno —dijo ella—, a lo mejor tenemos suerte y esa cosa lo manda a las Pléyades.

• • •

El grupo de George trasladó su base hacia el interior de la nave, y los repetidores dejaron de tener capacidad suficiente para hacer llegar sus transmisiones. En consecuencia, Hutch y Nick dejaron de poder escuchar las conversaciones de los intercomunicadores y empezaron a repetir la experiencia de Alyx, sentados en largos períodos de espera, aguardando a que el grupo de exploración regresara a la cúpula a por comida o depósitos de aire, o simplemente para dormir; solo entonces podían quedarse tranquilos al saber que todo iba bien. Bill volvió a aparecer, interrumpiendo uno de esos silencios.

Han lanzado las últimas que les quedaban por recoger —dijo.

—¿Qué pasa? —dijo Nick.

Hutch estaba sentada frente a un plato con fruta. Tenía también vino tinto. Tomó un sorbo.

—Cuando el chindi lanzó todos esos nanopaquetes hace unos días, hicimos un recuento. Ciento cuarenta y siete en total. Los últimos ya hicieron sus botellas y volvieron…

—… y ya los han lanzado a todos.

—Sí.

—¿Y qué significa eso? ¿Crees que se estará preparando para marchar?

—No lo sé. Solo pensaba que quizá podría ser un dato significativo.

Al reestablecer comunicación con George, un par de horas después, Hutch le informó de lo ocurrido.

De acuerdo —respondió él—, estaremos alerta.

—Tu voz suena cansada. —En realidad sonaba consternada. Asustada.

Acabamos de presenciar un baño de sangre en un templo —dijo—. Parecía el equivalente a un sacrificio humano.

• • •

Hutch contemplaba el cielo con aire taciturno. Habían transcurrido catorce horas desde el lanzamiento de la última botella. Tenía a la vista a las dos Gemelas. La Granizada estaba dispuesta sobre el crepúsculo, formando un borroso anillo de color blanco. El Memphis volaba por encima del chindi, ligeramente a su espalda. El cuerpo principal de la tormenta estaba a un par de horas de distancia, al frente.

Nick estaba excepcionalmente calmado y Hutch no podía quitarse de encima la sensación de que iba a suceder algo malo. No podía confiar del todo en sus instintos, pues tenía tendencia a esperar siempre problemas. Era una de las peculiaridades que la hacían ser un buen piloto, pero hacía también que confiar en su juicio no fuera siempre lo más adecuado.

—Hutch. —Escuchar la voz de Bill incrementó su pesimismo—. Creo que deberías echar un vistazo a esto. —Puso una imagen del embudo en pantalla, en la que la larga cola de la Granizada se estiraba hacia la atmósfera—. Se está recogiendo.

Problemas.

—¿Estás seguro?

—Afirmativo. No creo que puedas distinguirlo con esta imagen. Pero está ocurriendo. De algún modo, se está contrayendo.

—¿Cuánto queda para que se complete el proceso?

Lo desconozco.

—Bill, haz una estimación.

Dos horas, puede que algo más.

—Justo el tiempo que queda para que el chindi lo alcance.

Sí, eso parece.

Hutch volvió a abrir el circuito.

—George.

Le llegaba estática: estaban dentro del rango de los repetidores. Recibió el final de una acalorada conversación. Parecían estar discutiendo.

¿Sí? —espetó George.

—George, se están preparando para salir.

¿Cuándo? ¿Cómo lo sabes?

—El embudo se está recogiendo. En esta pasada lo subirán a bordo.

De acuerdo, Hutch. Gracias. ¿De cuánto tiempo disponemos?

—Una hora y media. Como mucho. Queremos sacaros de ahí antes que alcance la Granizada.

Perfecto. Vamos entonces hacia la salida.

• • •

George sospechaba que debían estar a unos cuatro kilómetros de la escotilla. Una buena caminata, especialmente para él. Pero estaba seguro de poder conseguirlo.

Habían estado discutiendo ampliar el radio de su búsqueda, abandonar el metódico examen habitación por habitación de los primeros días para hacer una incursión en la que adentrarse más en a nave, para ver si había algún cambio en su distribución, y con la esperanza de dar con la cubierta de mando. Incluso habían considerada la posibilidad de descolgarse por la Zanja hacia los niveles inferiores. Ahora se alegraban de no haberlo hecho.

Recorrieron los pasillos de vuelta, todo lo rápido que podían. George era el más lento; los demás podrían haberse apresurado mucho más sin él, pero decidieron mantenerse juntos. No debían dejarse llevar por el pánico. Llegarían a la escotilla con tiempo de sobra.

—En cualquier caso —dijo George—, no creo que el chindi vaya a abandonar la órbita nada más recoger la Granizada.

Entonces, como en una de esas comedias en las que un comentario optimista suscita la ira de les dioses, los tres fueron violentamente desequilibrados. George se dio con la cabeza contra una pared y cayó junto a los demás.

—Están frenando. —Era la voz de Hutch, que parecía proceder de la nada. Alyx se levantó del suelo, pero solo para volver a ser derribada. Buscó a George con la vista.

—¿George, estás bien?

—Sí. —Muy bien. Algo magullado, pero por lo demás bien. ¿Era seguro levantarse? Tor se puso en pie poco a poco, ayudó a Alyx a hacer lo propio y entonces le tendió la mano a George—. Será mejor que reanudemos la marcha —dijo.

—¿Por qué frenan? —preguntó George.

Probablemente para recoger mejor el embudo —dijo Hutch.

—¿Pero no se saldrán así de la órbita?

Sí si siguen así el tiempo suficiente —dijo Bill—. Pero no es el caso. Todo lo que harán será perder algo de altitud.

Se había conseguido volver a poner de pie. Maldita sea. Aquélla cosa había permanecido estable tanto tiempo que habían dado por sentado que seguiría así siempre. Otra sacudida lo lanzó hacia delante.

—¿Cuánto tiempo va a durar esto? —preguntó.

Diría que seguirá así las siguientes dos horas. Hasta que alcance la Granizada. ¿Estáis todos bien?

—Sí. —George estaba de pie, aunque algo inclinado para mantener el equilibrio—. Pero si esto sigue así, creo que el camino hasta la escotilla se nos va a hacer bastante largo.

Entonces esperó alguna respuesta.

—¿Hutch?

—¿Hutch? —dijo entonces Tor—. ¿Puedes oírnos?

Silencio.

• • •

Hutch, creo que sé cuál ss el problema —dijo Bill—. Han cerrado de nuevo el agujero en la escotilla. La señal del repetidor se ha interrumpido.

Hutch estaba sentada en la lanzadera, lista para despegar.

—Bueno, me alegra que sea solo eso.

Nick, arriba en el puente, enviaba evidentes muestras de preocupación por el comunicador.

El rescate previsto, que se había antojado rutinario en tanto en cuanto contaran con la suficiente antelación en la alarma, empezaba a resultar problemático. Presumiblemente el chindi seguiría frenando hasta entrar en la Granizada. Eso signficaba que Hutch no podría aterrizar en él. Una vez dentro de la tormenta, era esperable que igualara la velocidad del embudo en la atmósfera, que era de unos mil cuatrocientos kilómetros hora. Llegado ese momento, la maniobra de frenado debería interrumpirse, y entonces sería posible aterrizar. Sin embargo, tendría que maniobrar en plena tormenta de nieve. Y aunque para entonces el chindi ya habría frenado bastante, Hutch seguiría teniendo que enfrentarse a fuertes vientos.

Después de subir a bordo el embudo, el chindi empezaría a acelerar de nuevo, a recuperar la velocidad orbital. Lo que fuera a pasar después, nadie lo sabía.

—Bill —dijo Hutch—, quiero un cálculo de velocidad media de los vientos de la Granizada, para un objeto que se mueva a la misma velocidad que el embudo.

Hutch, hay zonas en las que apenas sería de unos kilómetros por hora. Pero la variación es enorme, aunque en ningún caso superior a la fuerza de un huracán.

—Vaya, eso es alentador.

No puedes meterte ahí en medio montada en eso —dijo Nick.

Bill estaba de acuerdo.

Espera hasta que salgan. Entonces podrás recogerlos.

Hutch perdía la mirada en la bodega de carga. ¿Qué era lo que le había dicho a George? Queremos sacaros de ahí antes que alcance la Granizada. Pero eso fue antes de que la nave empezara a frenar. Si intentaban salir del casco ahora, alguien podría acabar muerto.

Las luces indicaron que la descompresión se había completado. Las puertas se abrían.

—Están listos para partir —le dijo a Nick—. Mejor aprovechar la oportunidad mientras recogen la Granizada que ver cómo esa maldita cosa acelera con ellos sobre el casco. —Respiró profundamente—. Bill, traza la trayectoria hasta el chindi.

• • •

El chindi brillaba en la noche, su figura recortada por el enorme arco de los anillos de Otoño. La lanzadera se dejó caer, situándose por encima y a la espalda de la gigantesca nave.

El chindi sigue frenando, Hutch. Al ritmo que va, alcanzará el embudo en una hora y dieciséis minutos.

El principal riesgo consistía en que George, Tor y Alyx alcanzaran la escotilla, hicieran el agujero e intentaran salir directamente. Cualquiera que asomara la cabeza por la escotilla con el chindi frenando podría sufrir un grave accidente.

Hutch no estaba segura que de que podría hacerse en caso de suceder esto último, pero al menos debía mantenerse cerca. Para poder recoger el cuerpo.

Maldita sea. Hutch se prometió que definitivamente aquel iba a ser su último vuelo. Cuando acabara, iría a buscar un despacho tranquilo en algún lado, o quizá simplemente se retiraría a una casa de campo.

Aunque el embudo probablemente había dejado de alimentar ya la Granizada, la enorme tormenta no mostraba señal alguna de amainar. Hutch observó el chindi, que encendía de vez en cuando sus propulsores, reduciendo su velocidad para igualarla a la del embudo. Se imaginaba al grupo de exploración en su interior, intentando abrirse paso en los pasillos, sin poder evitar darse de bruces contra el suelo cada poco. Por desgracia, el proceso de frenado no parecía seguir una pauta discernible, ningún patrón que pudiera servir para alertarles de cuándo debían esperar un nuevo frenazo.

Bill mantenía una imagen del embudo en su pantalla. Continuaba alzándose a través de la troposfera, encogiéndose como un gigantesco telescopio flexible. Ahora parecía haberse vuelto mas firme, y había dejado de aparentar ser revoleado por el viento.

La magnitud de los vientos cerca de la boca del embudo —dijo Bill— es aproximadamente de uno-cincuenta.

Hutch seguía el rastro al chindi, manteniéndose a la distancia justa para poder ver la escotilla.

Aguantad, dijo a George mentalmente. No intentéis salir. Aún no.

Al frente, la Granizada se hacía más grande, expandiéndose a un ritmo constante, como una masa aullante de blancos vientos, nieve, granizo y hielo. Creció hasta ocultar el arco del anillo de Otoño, hasta estirarse en el cielo como un horizonte grisáceo, como una ventisca de Dakota del Norte que viniera de la Bahía de Hudson.

El chindi volvió a prender sus propulsores y Hutch lo sobrevoló, cruzando sus llanuras de granito antes que sus propios propulsores de frenado hicieran su trabajo.

Bill, en pantalla, parecía contemplar a su vez otra imagen. Parecía preocupado.

Una hora y cuatro minutos para la Granizada —informó.

• • •

Los pasillos no tenían pasamanos alguno y tampoco cualquier otra cosa a la que poder agarrarse. Después de caer derribado cada pocos minutos, George estaba ya bastante dolorido. Se preguntaba por qué el chindi no hacía alguna maniobra gradual de frenado en lugar de encender sus propulsores cada pocos minutos.

Hutch había dicho que el efecto atenuador imperante en la nave les protegería de lo peor de los efectos del frenado. No quería pensar cómo habría sido en caso contrario.

—Me pregunto —dijo Tor— si no deberíamos parar para recoger la cúpula.

—No. Déjala ahí. —No iban a tenar que apartarse demasiado del camino, pero no era el mejor momento para andar cargando con bultos—. Te compraré una nueva cuando volvamos a casa —dijo.

George llevaba asustado desde el primer momento en que habían puesto un pie en el chindi. La perspectiva de poder ser transportado a algún remoto lugar dentro de aquella cavernosa nave, quizá lejos de un emplazamiento en el que poder ser rescatados, lo inquietaba nucho más de lo que dejaba aparentar. O, lo que para el caso era lo mismo, de lo que se dejaba creer.

Hutch tenía razón. Debían haber pensado antes que nada en su seguridad. Permanecer con vida. Todo lo demás era irrelevante, si estaba en juego la vida de uno mismo.

Pero lo cierto era que, antes de este desenlace de los acontecimientos, George nunca se había visto obligado a hacer frente a su propia condición mortal. Nunca había estado gravemente enfermo o había sufrido un accidente, ni había arriesgado su vida voluntariamente. No era como uno de esos idiotas que piensan que atarse a una cuerda para saltar al vacío es algo divertido. Por eso, la posibilidad de morir siempre le había parecido del todo remota. La muerte era algo a lo que los demás debían hacer frente, no él.

Pero los pasillos del chindi parecían ahora interminables. Los recorrían a toda prisa, con George y Tor consultando el mapa cada poco. Sí, aquella era la cámara con la casa instalada en lo alto de un árbol, y aquel era el museo. Absolutamente. No tenía dudas de que estaban en la Calle Denmark. —Denmark16, según creían, un lugar en el que una excavación se había derrumbado matando a un grupo de arqueólogos. Era como una exposición dentro de otra exposición, con los propios arqueólogos desenterrados y colocados detrás de un cristal—. Cruzaron a toda prisa una armería y pasaron junto a un grupo de máquinas encargadas de la manufactura de cuero.

En ocasiones, uno de ellos se daba de bruces contra una pared o tropezaba, o necesitaba quedarse parado durante un momento para orientarse. La linterna de muñeca de Alyx dejó de funcionar, y por un instante temieron que la energía de su e-traje se estuviera agotando. Era algo que podía suceder. Decidieron parar y recuperar el aliento, preguntándose qué podrían hacer si sus linternas empezaban a apagarse. Pero no ocurrió así, y siguieron avanzando.

En un par de ocasiones se perdieron. ¿Era izquierda, derecha o hacia el frente? Discutían, disentían, consultaban el mapa de George, que no habían interpretado correctamente. Pero finalmente acertaban y seguían avanzando.

George llevaba la cuenta del tiempo. Lo vio menguar hasta una hora y luego hasta los cuarenta minutos.

Justo cuando quedaba en torno a media hora volvieron a ser derribados, y George se dio de bruces contra el suelo, impactando justo con la mandíbula y mordiéndose la lengua al hacerlo. Tor y Alyx tuvieron que ayudarlo a ponerse en pie.

—¿Estás bien? —preguntó Alyx solícita.

Adoraba a Alyx. Todo el mundo la adoraba, claro, pero era terreno de la fantasía. El era una de las pocas personas que podía presumir de conocerla realmente.

George le dio una palmadita en la cabeza, un gesto al que ella respondió frunciendo el ceño.

No se encontraron más robots. Otro indicio de que el chindi se preparaba para salir de la órbita.

Pasaron junto a la Zanja.

—Me pregunto —dijo Alyx— si mi pañuelo aún seguirá subiendo y bajando.

Entonces volvieron a ser derribados. Pero esta vez fue diferente. No fue una simple ignición de los propulsores, pues ahora parecieron sostener su actividad. Para George fue mucho más difícil levantarse, incluso con ayuda, y descubrió que debía caminar inclinado hacia delante para no perder el equilibrio. Era como subir por un camino de montaña.

Cuando finalmente llegaron a la escotilla, las condiciones no habían cambiado. George se reclinó en la pasarela, dando gracias por tener algo a lo que agarrarse. Alyx lo imitó, resoplando en señal de alivio.

Estaban a diez minutos de la Granizada. Levantó la vista hacia la escotilla, resguardada en la cámara estanca. El metal brillaba a la luz de las linternas, sin revelar señal alguna de haber sido seccionado ya en dos ocasiones. Las dos veces se había reparado.

—Ahora sabemos por qué se interrumpió el enlace —dijo—. ¿Tor, crees que debiéramos salir ahora, sin esperar?

Alyx asentía afirmativamente. Sí, no perdamos más tiempo.

Tor dudaba qué hacer, pero finalmente metió la mano en el traje y sacó la cortadora.

• • •

Tor nunca habría creído ser capaz de abrir un hueco en la escotilla de la nave con esta maniobrando. Pero había dejado de pensar. Ahora en su cabeza solo había espacio para la firme convicción de que debían salir antes de adentrarse en la Granizada. Así de simple. Ahí fuera las condiciones no podían ser tan malas. Y de todas formas, sabía que Hutch estaría en las proximidades, a bordo de la lanzadera. Debían darle la oportunidad de recogerlos.

Trepó por la pasarela hasta la escotilla, encendió la cortadora y rozó el metal. ¿Llegaría el equipo de mantenimiento del chindi a molestarse con esa gente que no hacía más que rebanar su escotilla?

El metal se ennegreció y comenzó a derretirse. Mientras cortaba, Tor pensaba en Hutch, acudiendo de nuevo presta a salvarlo. Se prometió que cuando estuvieran a salvo, a bordo del Memphis, cuando todo aquel farragoso asunto hubiera acabado y dejasen de estar encerrados en un espacio de unos pocos cientos de metros cuadrados, cuando por fin ella quedara libre para salir cuando quisiera, confesaría. Lo confesaría todo. El modo en que, en su presencia, se sentía como un adolescente. Cómo le fallaba la voz. Cómo, algunas noches, se despertaba después de haber estado soñando con ella, y cuán abatido se sentía al descubrir que nada había sido real.

Qué ridículo, estar tan ofuscado por una mujer.

Completó el corte, apagó el láser, levantó la mano y empujó. El fragmento seccionado cedió y se soltó, y su mano fue a parar con fuerza contra el lateral de la escotilla. Dio un gritó y se cayó pasarela abajo.

—¿Qué ha ocurrido? —dijo George entre imprecaciones.

Tor tenía la mano magullada, aunque no parecía rota.

—Debí de traspasar el campo atenuador —dijo mientras intentaba flexionar el brazo—. Me la he hecho polvo.

Entonces vio que Alyx se mordía el labio, agarrándose el tobillo.

—¿Estás bien? —preguntó.

—Me lo he doblado.

Al menos la escotilla estaba semiabierta. Las estrellas refulgían a través del agujero que había hecho. Pero ese brillo se consumió enseguida, en el abrazo de la oscuridad. El pasillo empezó a ser recorrido por el viento y unos pacos copos de nieve se abrieron paso por la escotilla.

• • •

El chindi se introdujo suavemente en la tormenta de nieve. Ni se inmuta, pensó Hutch. El tamaño de aquella nave era tan enorme.

Sin embargo, volvía a tener comunicación con George.

¿Hutch, estás ahí? ¿Puedes oírme?

—Aquí estoy. ¿Cómo está la situación ahí abajo?

Hemos reabierto el agujero en la escotilla. La nevada es de mil demonios.

—Lo sé. Quedaos ahí dentro. Un segundo, tengo otra comunicación. ¿Bill?

Hutch, el chindi acaba de apagar sus propulsores. A la velocidad actual se encontrará directamente con la cabeza del embudo. O lo que es lo mismo, con el artefacto que genera el embudo.

—¿Se acabaron los frenazos?

Deberán hacer uno más. Pero será ligero.

—De acuerdo. George, ¿sigues ahí?

Aquí estamos.

—¿Estáis los tres entonces?

.

—¿Ves factible que vaya a recogeros?

Es una tormenta de nieve. ¿Qué tal piloto eres?

—¿Bill, qué tal una lectura del viento en las proximidades del chindi?

De cuarenta a sesenta, con ráfagas de hasta cien. Los vientos soplan en círculo. Como en un tornado.

—Muy bien. Veamos entonces qué podemos hacer, George. Estaré ahí en unos minutos. Preparaos. Pero quedaos dentro hasta que os avise. —Por suerte disponía de una lanzadera terrestre y no de una solo para vuelos cortos; estas últimas eran más torpes, no estaban diseñadas para vuelos atmosféricos; la suya iba a concederle más maniobrabilidad.

Descendió y se aproximó al chindi desde su espalda. Cuando estaba a unos veinte kilómetros de distancia, la tormenta de nieve se echó sobre ella. El cielo se oscureció, y grandes y gruesos copos de nieve aporrearon los parabrisas. Sin embargo, los vientos eran moderados, no tan malos como había esperado. Se preguntaba si finalmente tendría algo de suerte.

Ten cuidado —alertó Bill—. Los vientos se harán más fuertes a medida que avances. En general se están debilitando, pero cerca de la boca del embudo su velocidad es aún próxima a la de un huracán.

En las pantallas veía que, a medida que el chindi se acercaba, el embudo se encogía hasta convertirse en un estrecho anillo. Los propulsores delanteros de la enorme nave volvieron a encenderse en una rápida eyección.

Ahí lo tenemos —dijo Bill—. Ahora el chindi subirá a bordo el embudo.

La lanzadera se elevó empujada por una repentina ráfaga de viento. Otra manta de nieve fue a parar contra sus parabrisas.

Unas grandes compuertas se abren en la parte baja del chindi —dijo Bill. Intentó transmitir a Hutch una imagen. Era complicado distinguir con precisión lo que estaba sucediendo, pero ambos objetos, el chindi y la cabeza del embudo, parecían estar convergiendo.

Bill anunciaba la distancia que la separaba del chindi. Doce kilómetros, ocho.

El viento arreciaba.

• • •

La tormenta aullaba a su alrededor, fragmentos de hielo golpeaban la lanzadera, aporreaban el casco e incluso agrietaron el parabrisas del lado del pasajero. Hutch activó su e-traje y redujo la presión del aire en la cabina, para impedir una posible explosión. Recogió antenas, sensores de largo alcance y todo aquello que pudiera mantenerse a salvo de la tempestad, dejando fuera solo los sensores. No podía pasar sin ellos. Por fortuna, aún estaba lo bastante próxima al Memphis como para mantener las comunicaciones, aunque en bastante mal estado. Uno de los sensores quedó inutilizado, y las pantallas perdieron nitidez.

Quizá debieras esperar hasta que la nave apareciera al otro lado —dijo Nick—. Si intentas sacarlos en esta situación, podrías matarlos a todos.

Hutch había esperado que los vientos no fueran tan violentos sobre el chindi. La gran nave estaría entre ella y la boca del embudo, y había pensado que le daría algo de protección. Quizá fuera así, pero con todo, la situación seguía siendo bastante mala.

Hutch —dijo Bill—, la operación parece estar a punto de terminar. Ya han asegurado el anillo. —Se refería al embudo, que había estado reduciéndose hasta un simple collar—. Los motores se están preparando para acelerar. Es probable que la salida sea inmediata.

—Entendido —dijo Hutch.

Es posible que no vaya a esperar a salir de la tormenta para acelerar.

—Ya te oigo. —Mantuvo el tono de voz y le agradó su propio comportamiento, pues enseguida escuchó a Nick comentar que ahora ella estaba también pasándose de osada.

No era así. Hutch iba a la deriva en un mar de temores, pero George había agotado sus opciones. Estaba hartándose de la gente que jugaba a hacerse el héroe y que al final acababa dejándola entre la espada y la pared.

Todos sus instintos le decían que Bill tenía razón, que el chindi saldría de la tormenta acelerando y que así seguiría. Llevaba ya muchos años ejerciendo de piloto. Sabía cómo funcionaban las naves, e incluso aunque aquella cosa fuera una completa desconocida seguiría teniendo que funcionar según las leyes físicas y acatando el sentido común. Ya no había más botellas o paquetes yendo o viniendo, así que aquella parte de la misión, fuera cual fuera, se había completado.

Era un vehículo gigantesco. Acelerar para salir de la tormenta y luego situarse en órbita una vez que hubiera, aparentemente, completado su cometido, constituiría un gasto inútil de combustible. O se posaba ahora o esperaba a que el chindi llegara a su destino, fuera cual fuese.

Maldito seas, Tor. George no hubiera insistido tanto de no ser porque Tor había apoyado su argumentación.

Algo golpeó el casco de la lanzadera con fuerza. Las luces parpadearon y se fundieron.

Has perdido el transactor de babor —murmuró el Bill de la lanzadera—. Pasando al auxiliar. —La nave recuperó sus niveles de energía—. Daños adicionales: negativo —dijo—. Desviando flujos. Serán necesarias reparaciones.

La lanzadera recibió otro impacto, y dio una sacudida.

Creo que nuestros planes no están saliendo demasiado bien —se escucnó decir a Nick.

—No soy quién para llevarte la contraria.

Volvía a tener a la vista el chindi. Aún estaba a varios kilómetros al frente.

El viento pareció amainar por completo, pero solo fue para golpearla enseguida con furia renovada. Le hizo dar vueltas de campana, dando volteretas en medio de la tormenta. La ventilación de la nave iba y venía. Las pantallas de información no dejaban de parpadear. Podía escuchar a Nick diciendo algo, pero estaba demasiado ocupada luchando con los controles para preocuparse por eso.

La integridad del casco se mantiene estable —informó la IA de a bordo.

Hutch había recuperado el control del vehículo.

—Hutch, olvídalo. —Nick intentaba decirle que regresara, haciendo uso de una firme voz masculina.

El repiqueteo contra el casco se hacía más y más intenso. Hutch perdió otro de sus sensores. La imagen del chindi se desvaneció hasta un contorno espectral.

Los motores de estribor empezaron a sobrecalentarse.

Los chivatos luminosos de la nave se encendían. La tormenta no dejaba de golpearla. La lanzadera subía y bajaba dando bandazos, y el vendaval de nieve se cebaba sobre los parabrisas. Parecía que por fin Nick había decidido guardar silencio.

Entonces el viento amainó, y Hutch descubrió que podía volver a controlar la nave. Por debajo, sus luces se reflejaban en la gran masa oscura del chindi.

• • •

Retrocedieron unos cuantos pasos desde la escotilla de salida. En el exterior, la tormenta aullaba y empujaba furiosa la nieve hacia el interior del chindi.

—No es tan malo como había pensado —dijo Tor.

Alyx esbozó una sonrisa. Estaba apoyada contra la mampostería de la nave, con la pierna levantada delicadamente.

—Hutch —preguntó Tor—, ¿podrás hacerlo?

Ya os tengo a la vista. Llegaré en unos tres minutos.

—Muy bien. Estamos listos.

Mejor que lo hagamos muy rápido. ¿Cómo están las condiciones ahí?

—Tormenta de nieve —dijo escarmentado desde su última predicción.

¿Y viento?

Subió por la pasarela y sacó la mano fuera.

—Alrededor de cuarenta, quizá algo más.

—Perfecto. Estoy aproximándome desde atrás. —Pausa—. Pero no voy a intentar tomar tierra.

—De acuerdo.

Tendréis que ir saliendo de uno en uno. Yo me acercaré tanto como pueda.

—Ahí estaremos.

La cámara estanca estará abierta. Tendréis que trepar hasta ella cuando veáis la oportunidad. Recordad que estaréis moviéndoos en atmósfera cero. No perdáis pie con el casco, u os llevará el viento. Si eso ocurre, no podré encontraros.

—Entendido.

Con un viento de cuarenta tendré problemas con el control de la nave.

—Somos conscientes. Hutch, ¿tienes idea de cuándo empezará a moverse esta cosa?

Probablemente sea algo inminente. Seguirá en calma apenas unos minutos más.

—Haremos lo que podamos —dijo bajando la mirada hacia George y Alyx.

—Tú primero —dijo George—. Así podrás ayudar a Alyx.

—No voy a necesitar ayuda ninguna —dijo Alyx.

Tor asintió.

—Ninguno de vosotros dos estáis en demasiada buena forma física. George, tú deberás salir primero.

Habían empezado a sentir vibraciones en el casco hacía algunos minutos, y cada vez se estaban haciendo más intensas. Tor descendió por la pasarela y se apartó.

—Está bien —le dijo a George—. Si alguno de nosotros sale volando, lo que deberá hacer es no dejar de hablar por el comunicador hasta que demos con él.

George asintió y se puso en marcha. Cuando llegó arriba, Alyx puso un pie en el último escalón y le dio la mano a Tor.

—Buena suerte —dijo.

Tor le dio un beso. Los campos protectores destellaron.

George sacó la cabeza fuera de la nave y la volvió a meter enseguida.

—Hace un poco de fresco ahí fuera.

—¿Ves a Hutch?

—No. —Entonces volvió a mirar—. Negativo. Nada de nada. Cero. —Hablaba a gritos—. Claro que no distingo nada que no esté a menos de unos pocos metros.

—Está bien. No salgas hasta verla.

• • •

El viento soplaba con fuerza, pero aún estaba bastante lejos de ser huracanado. Quizá la enorme masa del chindi proporcionara alguna clase de protección, o podía ser que la tormenta estuviera amainando.

Hutch volvió a activar sus sensores de largo alcance y pasó a la pantalla su mapa de la superficie del chindi, marcando la ubicación de la escotilla. Consultó las lecturas de los sensores sobre el terreno que tenía justo debajo, y las pasó al mapa.

La lanzadera estaba aquí, la salida allí, a un kilómetro aproximadamente, con un ángulo en la trayectoria de treinta grados.

Hutch empezó a frenar.

El viento la arrastró y la empujó hacia abajo, hacia el casco. Luchó con los controles y escuchó a Nick, o a algún otro del grupo del chindi, era imposible saber quién, mascullar una plegaria. La extensa e inhóspita superficie del chindi se alzaba inexorablemente yendo a su encuentro. Las alarmas resonaron, y la IA empezó a murmurar.

Hutch encendió los propulsores, intentando hacer frente a la fuerza del viento, pero no pudo evitar darse contra la superficie. Escuchó el tren de aterrizaje, algo rompiéndose. La sacudida le hizo castañetear los dientes. Avanzó sin rumbo dando tumbos, girando mientras uno de los propulsores se encendía descontrolado.

Era el número tres de babor. Lo apagó, le dijo al Bill de a bordo que lo mantuviera apagado mientras duraba la maniobra, enderezó el vehículo y, tambaleándose, volvió a tomar el rumbo correcto.

—Todo bien —informó a George—. Estaré ahí en un par de minutos.

Hutch veía progresar la superficie cubierta de nieve del chindi. Intentó mantenerse próxima a ella; el viento y la nieve eran menos intensos junto a su casco. La cabina de la lanzadera por fin estaba en calma. Vientos aislados mecían el vehículo, y los auriculares rebosaban estática.

Abrió la compuerta interior de la cámara estanca y se debatió entre soltarse o no del arnés cue la mantenía fija a su asiento. No. Mejor no. En caso de que saliera despedida del asiento en el momento menos adecuado, todo podría acabar en desastre. Lo cierto era que, de todas formas, tampoco iba a ser de gran ayuda. La vieja Hutch tendría las manos bien ocupadas asegurándose de que el vehículo de rescate no saltara por los aires.

Un minuto. Abrió la escotilla exterior. Hielo y nieve entraron en la nave.

—Ya te veo —dijo George.

A Hutch le hubiera gustado haber podido saludar con las alas, hacer alguna señal alentadora. Pero no con aquel clima.

Una luz apareció al frente. Hutch bajó la vista hacia el pequeño círculo de luz y hacia las extensas crestas que discurrían más allá, hacia la proa.

—De acuerdo —dijo—. Ahora yo también te veo. —Entonces frenó. El vehículo disminuyó su velocidad y la acción del viento se hizo más notoria—. Chicos, necesito que seáis rápidos. Tengo las puertas abiertas, pero voy a estar algo ocupada. Tendréis que conseguirlo por vosotros mismos.

Intentó mantener la lanzadera en posición justo a la espalda de la escotilla, a un par de metros del suelo. El control que mantenía de la nave no le permitía aproximarse más.

La escotilla estaba justo al frente. Una figura emergió de ella, caminando torpemente por la superficie. Era George. Con mucho, el más grande del grupo. Se volvió y se agachó para ayudar a salir a alguien más.

Alyx.

El viento amainó. Perfecto. Alyx cojeaba de una pierna. Se apoyó sobre George y entonces utilizó un pie para apartar algo de nieve antes de apoyar todo su peso sobre las botas adherentes.

Ánimo, Alyx.

Ésta avanzó cojeando hacia la lanzadera mientras George seguía sus pasos, listo para ayudarla.

Tor apareció entonces en la escotilla.

Alyx se dobló el tobillo —informó.

Aun así, esta había logrado alcanzar la lanzadera y estaba preparándose para saltar a bordo. La gravedad cero facilitaba la tarea.

Hutch vio entonces que algo no iba bien en el paisaje; había empezado a moverse.

La voz de Tor desgarró sus oídos.

¿Hutch, adonde vas?

—No soy vo. El chindi está acelerando.

No se atrevía a intentar equipararse a su aceleración, no con Alyx y George intentando subir a bordo, Escuchó a George soltar algún improperio y vio cómo se alejaba dando volteretas. Debía de haber tropezado. Se dio contra el suelo aparatosamente y rebotó hacia arriba. Frenéticamente intentaba aferrarse a algo, pero empezó a alejarse. El paisaje rocoso, cubierto de nieve, aceleraba cada vez más, avanzando, llevándose a Tor consigo. Dejando a George detrás. Tor saltó fuera de la escotilla yendo en pos de George, intentando agarrarlo a la desesperada, pero sin éxito.

He conseguido subir —informó Alyx.

Tor, tras perder a George, se aferraba a la escotilla de salida mientras la nave seguía acelerando.

Hutch veía cómo el suelo progresaba bajo sus ojos, distinguió los límites de una agrupación de colinas bajas que cada vez avanzaban más rápido. George y la lanzadera estaban en su camino.

• • •

Todo había pasado demasiado rápido. George había estado ayudando a Alyx a salir de la escotilla, y todo había ido justo como habían planeado. Habían avanzado por la superficie en pos de la lanzadera, la hermosa lanzadera, tan acogedora, flotando a un par de metros del suelo, con la nieve bullendo a su alrededor, desdibujando sus luces. George había podido ver a Hutch en la cabina, su pálida tez bajo el brillo verdoso de los paneles de la nave. Eso había sido hacía solo un instante.

Entonces, cuando estaba a solo unos pasos de distancia, el suelo se había sacudido bajo sus pies y él había caído hacia delante, hacia la nave. El suelo había seguido moviéndose, apartándolo de la lanzadera. No había entendido lo que estaba ocurriendo, solo había visto que cada vez estaba más lejos, como si Hutch estuviera yendo marcha atrás. Había sido consciente de que no podía ser así.

Había intentado correr, pero la roca que tenía bajo sus pies se movía demasiado rápido. Alyx había saltado hacia la escalerilla, consiguiendo subir mucho más de lo que él había esperado. Se había dado contra el borde de la misma, pero había conseguido sujetarse a uno de les travesaños. Seguía agarrada cuando Tor acudió al rescate, pero este no pudo hacer nada por George ni por él mismo. George había perdido pie, estaba flotando, y la roca bajo sus ojos se movía cada vez más deprisa, cogiendo velocidad, haciéndose casi borrosa. Una hilera de colinas apareció entonces en el horizonte, a la espalda del chindi, donde estaban aquellos grandes motores, esos que al fin debían de haberse encendido. Durante aquellos instantes finales se preguntó cómo sería recordado, se lamentó de las cosas que había dejado inconclusas, se lamentó sobre todo de que Retiro hubiera estado vacío y de que el chindi hubiera permanecido en silencio.

No había habido nadie en casa.

No había cogido altura suficiente, y las colinas estaban cada vez más cerca.

• • •

Hutch no pudo hacer nada. Dijo a Alyx que se apresurase en sujetarse con fuerza y subir del todo a bordo. Había perdido la pista a Tor, pero le decía que, por todo lo sagrado, volviera a meterse por la escotilla.

Los vientos estaban de vuelta, espoleados por el paso del chindi. Estabilizó la lanzadera y vio que una mano se agarraba a una de las asideras de la cámara estanca. Las cuerdas de la muñeca aguantaban.

¿Hutch? —era la voz de Nick—. ¿Qué está pasando?

Hutch tuvo el impulso de quitarse el arnés, soltar los controles e ir hasta la cámara estanca para meter a Alyx dentro de la nave, pero los vientos no dejaban de zarandear y golpear la lanzadera, y no se atrevía a dejar su asiento.

¡Hutch! —esta vez era Tor—. Estoy bien. De vuelta en el chindi.

Alyx consiguió subirse a la cámara estanca. El viento aullaba a su alrededor, empujando nieve hacia el interior de la cabina. Hutch la observaba, y en cuanto vio que estaba dentro cerró la compuerta.

—Tengo a Alyx —anunció.