Más allá del pico dorado
Discurre el río que engloba al mundo;
Sus orillas, rebosantes de ciudades,
Su lecho, repleto de huesos.
Ahmed Kilbrahn,
Ritos de Tránsito, 2188
Tor fue el primero en bajar, disfrutando del súbito abrazo en que lo envolvió la gravedad, mientras se posaba en la pasarela y empezaba a descender. En realidad era un momento de cierto riesgo, pues el campo gravitatorio se extendía hasta el exterior de la nave a través del agujero que habían perforado en la escotilla. Cualquiera que accediera a la zona esperando encontrar gravedad cero hasta atravesar físicamente la escotilla, podría llevarse una rápida sorpresa, acompañada de una buena caída hasta el suelo.
Alyx iba sobre aviso, y colocó los pies cuidadosamente en los primeros peldaños. George aguardaba en la superficie pasando el equipo, las reservas de alimento y los depósitos de agua, hasta que todo estuvo en el interior de la nave. Entonces se volvió, saludó con la mano al lejano Memphis, y bajó por el túnel.
Era imposible que transportaran todo el equipo de una sola vez, de modo que dejaron las reservas de comida y agua y parte del equipo en el pasillo, justo después de la escotilla de salida, y empezaron a avanzar.
Tor le enseñó a Alyx el hombre lobo. Aun habiendo estado esperándolo, no pudo evitar que se le acelerase el pulso.
—Parece inteligente —señaló.
Por lo que había oído, esperaba ver algo horripilante. Pero lo que estaba contemplando era un lobo vestido de noche. Dejó escapar una risa tonta, y Tor se sintió molesto.
—Lo siento —se disculpó—. No he podido evitarlo. Me resulta una imagen encantadora.
Tor explicó que se habían topado con él sin esperárselo, y que era bastante inquietante encontrarlo tras adentrarte en la oscuridad, sin previo aviso, sin saber a lo que te enfrentas.
—Entiendo exactamente lo que quieres decir —concedió Alyx.
Entonces la acompañaron al resto de las cámaras de interés, y llegaron al fin al conducto gravitatorio, la Zanja, como la había denominado George en el mapa que estaba elaborando. El cable que emplearon para subir a Hutch y a Nick aún colgaba en la fosa.
—¿De veras saltó ahí dentro? —preguntó.
Tor asintió.
Alyx se acercó y bajó la vista.
—Eso sí que es una mujer. —Sonrió a George—. Pues si te caes, te las vas a tener que arreglar solito. —Y, hablando de la capitana, aquella parecía una buena ocasión de probar el repetidor. Alyx abrió el comunicador—. ¿Hutch, estás ahí? ¿Me oyes?
—Alto y claro, Alyx.
—Está bien. Estamos en la fosa. George, ¿qué dirección vamos a tomar?
—Giraremos a la derecha.
Alyx transmitió la información. Antes de partir, se sacó un pañuelo del traje, lo desdobló, y lo dejó caer por la sima. Sin oposición del viento, incluso a un medio de G, cayó como una roca.
—¿Qué haces? —quiso saber George.
—Quería ver cómo funcionaba. —Comprobó el tiempo.
Tor sonrió, aunque George parecía desconcertado.
—Deberíamos mostrar más respeto por este lugar. —Con gran desaprobación, estudió la sima—. Casi podría considerarse vandalismo.
Un minuto y cuatro segundos. El pañuelo reapareció y enseguida volvió a perderse en la oscuridad.
—Increíble —dijo Alyx.
Entonces se adentraron en territorio desconocido, resistiendo a la tentación de abrir más puertas hasta haber penetrado bastante como para establecer su base. Habían decidido que lo harían en una cámara vacía, fuera del alcance de cualquier cosa que pudiera patrullar los pasillos. La señal empezó a debilitarse y Alyx colocó el segundo de los cuatro repetidores que había traído consigo, reestableciendo la comunicación.
• • •
Estaban aproximadamente a un kilómetro de la escotilla de salida cuando se detuvieron, buscaron una cámara vacía y la eligieron como su base. Decidieron hacerlo en un lateral, de forma que no fueran absolutamente visibles a algo que pudiera asomarse eventualmente por la puerta.
Tor soltó los amarres de la cúpula, todos conectaron las bocas de los depósitos de aire, y Alyx se apartó mientras la cúpula se inflaba.
Instalaron también el equipo de soporte vital, colocaron una célula de energía, dejando la de repuesto dentro de su carcasa, y encendieron las luces.
—Tiene buena pinta —dijo Alyx. En realidad tenía un aspecto bastante agradable. Colocaron también el termostato, poniéndolo a una temperatura agradable. La calefacción se encendió y empezó a alimentar el espacio con aire caliente.
Alyx sabía que todas las pruebas hasta aquel momento apuntaban a que aquel que estuviera a los mandos del chindi tenía tendencia a ignorarlos, pero aun así, se sentía más segura en el interior de la cúpula, no porque fuera a poder defenderlos de ninguna amenaza seria, sino porque era parte de un mundo que le era familiar.
Cuando hubieron acabado apagaron las luces, pues no tenía sentido estar gastando energía. Luego regresaron a la escotilla de entrada y recogieron en el pasillo los alimentos y el agua, sus sacos de dormir y algunas otras piezas del equipo. Se detuvieron en la Zanja para volver a ver aparecer el pañuelo de Alyx. En unos segundos lo tuvieron frente a sus ojos.
La conversación discurría sobre los mismos temas una y otra vez; lo vacío que estaba aquel lugar, lo grande que era, que tenía que haber una sala de control en algún sitio. Un puente de capitanía. Un centro de mando. Alyx consideraba la cantidad de energía que sena necesaria para poner al chindi en movimiento, para sacarlo de la órbita o para frenarlo una vez que adquiriera velocidad. Le hubiera gustado poder echar un ojo a sus motores, pero probablemente hubieran tardado semanas en dar con ellos.
Regresaron a la cúpula, se encerraron y apagaron sus e-trajes. Guardaron la comida, pusieron el agua potable en el dispensador y encendieron la instalación del agua.
Una vez terminaron, Alyx se puso en pie, flexionó los hombros y dijo:
—Señores, vayamos a explorar. —Su aparente audacia sorprendió tanto a Tor y a George como a ella misma.
• • •
George intentaba elaborar un mapa sistemático. La escotilla de entrada daba paso a la Calle Principal. Los pasillos paralelos serían nombrados alfabéticamente. Ahora estaban en Alexander. El siguiente sería Bárbara. Argentina estaba en el otro extremo de la Principal. Personas a un lado, lugares al otro. Los corredores que se cruzasen serían numerados desde la escotilla, las calles hacia el frente, las avenidas a popa. Así, la Zanja estaba en la intersección de las calles Principal y Primera. Las cámaras se numeraban según el corredor al que se abrieran. El hombre lobo ocupaba la Principal-6.
Ninguna cámara daba a los pasillos numerados.
Casi todas las habitaciones, con mucho la enorme mayoría de las que vieron aquel primer día, estaban vacías. Pero no todas. Alexander-17 contenía lo que parecía ser la exposición de un laboratorio químico, excepto porque las mesas eran muy bajas, y no había barcos ni sillas. Bárbara-11 era un antiguo arsenal, con arcos y dardos y escudos de pieles curtidas de animales almacenados por todas partes. Charlie-5 tenía aspecto de ser una sala de espera, un lugar con amplios bancos y una ventanilla para recoger billetes, y una foto enmarcada de una criatura que parecía un saltamontes con sombrero.
Moses-23 estaba repleta de diseños geométricos tridimensionales, una única pieza de cerámica, cubierta de símbolos arcanos, que se elevaba, descendía y giraba recorriendo toda la estancia.
Britain-2 contenía una especie de juego de ajedrez y un grupo de sillas. El juego parecía estar desarrollándose sobre un tablero de ochenta y un cuadrados dispuesto sobre una mesa, con media docena de jarras para beber repartidas sobre él. Las piezas, algunas sobre el tablero y otras a un lado, no se asemejaban nada a los consabidos caballos y alfiles.
Había cámaras que, sencillamente, desafiaban cualquier posible interpretación. Objetos sólidos sin ningún propósito imaginable, dispuestos en un orden no inteligible. Cámaras repletas de equipo electrónico, otras con nada más que artefactos mecánicos que podrían haber sido bombas extractoras, sistemas calefactores o conducciones de agua. Pero el rasgo que la mayoría, aunque no todas, tenían en común era que parecían ser bastante antiguas. Los objetos casi siempre parecían haber dejado de funcionar, y en ocasiones estaban claramente estropeados. Pero, de ser así, también era cierto que ahora estaban muy bien cuidados, como si hubieran sido congelados en el tiempo, conservados para algún público desconocido.
• • •
Bill terminó de desglosar las muestras que Hutch había recogido en el chindi, y transmitió los resultados a la Academia para que los analizara.
Nick pasaba la mayor parte del tiempo en el puente, junto a ella. Admitía que, cuando todo aquello hubiera acabado, nunca volvería a separarse del suelo.
—Ni siquiera creo que quiera volver a volar —dijo.
Hutch pensaba lo mismo. Una vez regresaran, iba a encontrar un apartamento tranquilo y pasar allí el resto de su vida, con viento, lluvia y luz del sol.
Una transmisión proveniente del Longworth, de Mogambo, anunciaba una llegada inminente, aunque en realidad significaba que aún estaba a más de una semana de distancia. Daba también órdenes al Memphis de mantenerse alejado de cualquier asentamiento alienígena hasta que ellos llegaran a la región. Bueno, aquella exigencia había llegado un par de días tarde. En aquel momento había un retraso de noventa minutos en una transmisión conversacional, de modo que no tuvo que intercambiar palabras cara a cara. Las distancias interestelares tenían a veces también sus ventajas.
Un segundo mensaje, unas horas más tarde, requería una explicación a su silencio, y pedía también un informe detallado sobre Retiro. Hutch respondió con un mensaje en el que afirmaba que había transmitido la petición al jefe de la misión. Cosa que hizo entonces.
—¿Hutch, cuánto sabe? —preguntó George.
—¿Sobre el chindi?
—Sí.
—Sabe que está ahí.
—¿Pero no sabe lo que hemos encontrado?
—No. No sabe ni que hemos estado a bordo.
—Bien. Dejémoslo estar entonces.
—¿De veras, por qué? Quiero decir, igualmente estarás fuera de ahí para cuando él llegue.
—Hutch, está claro que no acabas de entender el funcionamiento de todo esto. En cuanto sepa que hemos entrado, empezará a hacer declaraciones públicas. Asumirá el control.
—Pero si ni siquiera está aquí.
—No le hace falta. Tiene un papel muy importante en todo esto. Y yo, ¿yo qué soy? Un tipo que gana algo de dinero en los mercados. —Entonces interrumpió la transmisión durante unos minutos, hablando con uno de sus compañeros. Entonces regresó—. Sé que puede sonar paranoico, pero hazlo por mí, ¿de acuerdo? No le digas nada.
De acuerdo. En realidad, tenía razón. Hutch sentía exactamente lo mismo, aunque nunca lo había dicho. Instintivamente, no había revelado los sucesos en curso respecto al chindi, una clase de información que en condiciones normales habría transmitido. Quizá sí fuera importante quién conseguía el reconocimiento, pues Herman, Pete, el Predicador y otros más habían muerto, y era precisamente por esto, este era el suceso que la gente recordaría cuando olvidasen a Colón, a Armstrong y a Pire.
—Te diré cómo me gustaría que fuera —dijo George—. Desearía poder estar tanto tiempo aquí como fuera posible, y justo una hora antes de que apareciera Mogambo, que el chindi partiera. Incluso, preferiblemente, justo en el momento en que apareciese.
—Pues habla con el capitán del chindi, quizá puedas convencerlo para que lo haga.
—Estamos en ello. A propósito, encontramos algo interesante.
—¿Qué?
—Creemos que se trata de un pequeño anfiteatro. Con dispositivos electrónicos. Y asientos. Las sillas son perfectas para nuestro tamaño. Bueno, quizá un poco pequeñas. Pero tiene suministro de energía. Pensamos que si conseguimos averiguar cómo ponerlo en marcha, es posible que podamos obtener algunas respuestas. Tor está trabajando en ello ahora.
—¿Tor? ¿Y qué sabe Tor de eso?
—Tanto como tú o yo.
—Si conseguís algo —dijo—, grabadlo. La señal que me llega no es lo suficientemente buena como para que lo haga yo desde aquí.
• • •
En realidad, parecía un mecanismo bastante sencillo. Había doce sillas separadas en dos filas, con un pasillo en la mitad. El apoyabrazos de una de las sillas situadas al frente se abría, y en el interior había un panel sensible a la presión, un par de pulsadores y un disco rojo semitransparente que Tor pensó podía ser una célula fotoeléctrica.
—¿Qué opinas? —preguntó George.
—Tiene energía —dijo Tor—. Pon la mano encima. Es posible sentirla.
George lo hizo y asintió.
—Probémoslo, ¿de acuerdo?
Ocuparon tres asientos en la primera fila a la izquierda, con Tor junto al pasillo. Cuando todos estuvieron listos, Tor eligió pulsar el botón más grande, uno cuadrado y negro. La puerta se cerró y en la estancia empezó a entrar aire. No respirable. No tenía demasiado oxígeno, pero era aire al fin y al cabo.
Entonces probó con el botón más pequeño, que era redondo y de color esmeralda. Se iluminó. La energía pareció fluir con más fuerza. Se encendieron unas luces en la cámara, pero se atenuaron. La estancia empezó a difuminarse, a hacerse transparente, y se convirtió en un campo de estrellas y anillos. Ellos, sentados en sus asientos, ¡flotaban en medio de la noche!
—Tor —la voz de Alyx sonaba muy lejana. Había alargado su brazo para coger le mano de Tor. Aquélla tecnología no era especialmente innovadora, no era nada que no hubieran visto antes. Pero el hecho de ver cobrar vida, de forma repentina, al chindi era inquietante.
—Alyx, estoy aquí.
—¿Qué va a pasar ahora?
—Empieza el espectáculo. Tú, más que nadie, deberías sentirte como en casa.
Un extenso arco de un anillo planetario se curvaba hacia el infinito, hacia las estrellas. Brilló blanco y dorado hasta que, lejos, desde la noche, una sombra se cernió sobre él. Alyx se revolvió en la silla, buscando la fuente de aquella sombra, y vio a su espalda la enorme masa de una gigante gaseosa. No era ninguna de las Gemelas. Sus cielos eran oscuros, inquietos, con vientos que se arremolinaban y nubes que centelleaban, y tormentas eléctricas por todas partes.
—Mirad —dijo George. A la derecha.
Allí había una pequeña luna. En realidad era difícil considerar su tamaño, pues no era posible contrastarla con ningún otro cuerpo celeste que ocupara las proximidades. Sin embargo, parecía tener apenas unos cientos de metros de diámetro. Era un mundo algo achatado, diminuto en medio de la inmensidad, deforme e inflamado en sus extremos. George era incapaz de saber por qué, pero lo cierto era que llamaba su atención. Entonces distinguió la nave que había detrás. Era esbelta, exótica… diferente. De ella brotaba luz desde una única hilera de ventanales, ¡y se distinguía movimiento en su interior! El velero parecía estar siguiendo la pista del paisaje lunar.
—¿Qué es eso? —preguntó Alyx.
—No lo sé —susurró George impaciente—. Estáte atenta.
La nave se aproximaba. Se acercó hasta apenas unos metros y abrió una escotilla. Entonces apareció una silueta, una figura recortada sobre la luz de las luces de la nave. Vestía un traje presurizado.
El paisaje lunar estaba girando, pero la nave mantenía la misma posición y aspecto.
La figura saltó desde la cámara estanca. Tenía un cable fijo a su espalda. Se acercó a la roca empleando unos propulsores, una especie de mochila de mayor tamaño que las que estaban acostumbrados a ver, como una versión desgarbada de éstas. La figura se frenó y finalmente se detuvo. Entonces apareció un segundo ser, que empuñaba una vara. Ésta última tenía en su extremo una esfera, del tamaño de una pelota de baloncesto, y algo engarzado en su parte superior. Parecía un pájaro.
—¿Qué es eso? —preguntó Alyx.
Tor intentó pulsar el disco, y le alegró descubrir que podía ejercer cierto control sobre el entorno. Pudo acercarse aún más la nave y al paisaje lunar, pudo variar los ángulos, pudo alejarse y observarlo todo desde la distancia. Incluso pudo apartarse de esa zona para echar un vistazo a las proximidades. El campo de visión podía abarcar cuatro lunas distintas. Todas estaban en su segundo cuarto menguante. Uno de los satélites, especialmente brillante, tenía océanos y continentes, ríos, cúmulos y nubes. Un luminoso sol dominaba el cielo.
—¿Puedes ampliar algo más? —pidió George—. No estaría mal poder verlo más de cerca.
Tor amplió las dos figuras que habían encontrado al principio. Llevaban cascos. Eran humanoides. Pero aparte de eso, no pudo distinguir de qué clase de criaturas se trataba.
Se desplegó un segundo cable y el segundo caminante espacial, que aún llevaba la vara, se acercó al primero.
—¿Qué hacen? —preguntó Alyx.
Tor estaba boquiabierto. No distinguía nada extraño en el paisaje lunar. Los trajes presurizados le recordaban a aquellos que los humanos habían vestido durante las primeras misiones lunares. Eran grandes y aparatosos, con enormes botas y cinturones para transportar equipo. Tenían parches cosidos en las mangas.
—La criatura que hay sobre la esfera —dijo George— parece un halcón.
Más o menos. Tor pensaba que era demasiado nervudo, pero era un ave y decididamente depredadora.
Ambas figuras se desplazaron cautelosamente hacia la luna, empleando los propulsores de sus mochilas. Se giraron, disponiendo las piernas hacia abajo, esforzándose por aterrizar sobre la superficie. Parecía que lo tenían todo coordinado, y que tenían la intención de posarse a la vez. De ser así, no acabaron de conseguirlo.
El portador de la vara aterrizó un segundo o dos después que su compañero. Ambos parecían llevar botas adherentes, pues tras tomar tierra se quedaron fijos.
Entonces, transcurrido un minuto o así, encendieron sus linternas, que tenían engarzadas a las mangas, y permanecieron el uno frente a el otro. En ese momento, encajaron el extremo de la vara en una plataforma, luego la posaron sobre la superficie rocosa, se arrodillaron junto a ella y sacaron unas cuantas puntas.
—Debe de ser una insignia.
Colocaron las puntas y tiraron de la vara para comprobar si estaba bien asegurada.
—¿Qué diablos significa eso? —preguntó Tor—. Si es solo un trozo de roca.
—Quizá ahí se librase alguna batalla —dijo Alyx.
—No parece probable —dijo George frunciendo el ceño.
Una de las figuras se quedó en pie junto a la vara. La otra levantó en sus manos un artefacto que había tenido colgando de su cinto y apuntó con él a su compañero.
—¡Una foto! —murmuró Alyx—. Le está tomando una foto.
Aún tomaron algunas más. Fotos el uno del otro. De la vara. De la roca. A veces de las estrellas.
Entonces guardaron la cámara y se pusieron a caminar por el paisaje lunar. Uno de ellos se arrodilló, sacó un cincel y despegó un trozo de roca. Sacó una bolsa, guardó el fragmento en la bolsa, la selló y la enganchó a su cinto.
Cuando la luz caía directamente sobre sus escafandras, Tor solo podía distinguir un reflejo de esa fuente luminosa, en ocasiones el sol, otras veces los anillos y en otros momentos una luna cercana o alguna de sus propias linternas.
Tor amplió la escena para echar un vistazo más de cerca a la vara. El halcón estaba apostado sobre un pequeño globo. Tenía las alas semiplegadas, y las plumas de su cola desplegadas. Su pico, corto y curvo, estaba abierto. Después de haber visto suficiente, volvió a recuperar la perspectiva de la escena.
—Espera, vuelve a ampliar —dijo Alyx.
Tor se volvió para seguir las instrucciones, pulsó la circunferencia a la izquierda, a la derecha, arriba, abajo. Anillos, lunas y estrellas daban vueltas a su alrededor. El oscuro gigante pasó a estar debajo y luego a su espalda Maldito sistema. No obstante, poco a poco, empezó a entender el modo en que funcionaba, a hacerse con los mandos. Volvió a encontrar el paisaje lunar y se centró justo en la vara. En el globo.
—Ahí está —dijo Alyx—. ¿Qué os parece?
—¿Cómo que qué nos parece? —preguntó George.
—Mirad la esfera —dijo.
Tor lo hizo, pero no encontraba nada que llamara su atención. Era dorada y tenía algunas secciones alzadas, irregulares.
—¿Puedes volver a enfocar la otra luna de nuevo? —preguntó Alyx—. ¿La que tenía atmósfera?
Intentó recordar su posición, giró el cielo, la encontró y la amplió.
—Mira —dijo.
Así lo hizo. Gran parte de la superficie terrestre era verde.
—Es un mundo vivo —dijo George.
Y muy parecido a la Tierra, como había sucedido con todos los mundos vivos que habían encontrado hasta la fecha. Azules océanos y extensos continentes. Casquetes de hielo en los polos. Cordilleras montañosas y frondosos bosques. Ríos de gran caudal y mares interiores. Pero, aun así, teniéndolo justo delante de sus ojos, no acaba de pillar lo que quería decirle Alyx.
—La forma de los continentes —dijo.
En la parte visible podía distinguir dos de ellos, y le parecía intuir un tercero que se extendía hacia la parte trasera.
—¿Qué? —dijo.
—Idéntico al diseño de la esfera. Ésos chicos del espacio proceden de ese planeta.
—Y estaban plantando su insignia —dijo.
—Eso creo.
—¿El primer aterrizaje en otro mundo?
—No me sorprendería.
El planeta azul brillaba bajo la luz del sol.
—Sabéis —dijo George—, empiezo a entender lo que puede ser en realidad el chindi.
• • •
Tor pulsó el botón negro, el rectangular, y el escenario cambió. Viajaron hasta una maltrecha fortaleza desierta, surcando unas lunas. Sus sillones flotaron sobre la arena, atravesaron las paredes —Cuidado, farfulló Alyx, mientras Tor cerraba los ojos— y se posaron sobre una plaza empedrada llena de criaturas semejantes a serpientes, que llevaban cascos de guerra, portaban escudos y ondeaban banderas. Soplaba un viento cálido, y un sol abrasador brillaba en un cielo despejado. Las criaturas practicaban instrucciones sincronizadas, de ataque y parada, avance y retirada. Sus ejercicios recordaban vagamente al viejo estilo militar de lucha, pero aquellas criaturas estaban mucho mejor coordinadas y eran mucho más veloces de lo que cualquier humano podría haberlo sido nunca. Tor había olvidado activar su cámara para grabar la primera secuencia. Pero ahora lo hacía, intentando captar todo lo que podía. No sería tan bueno como poder grabarlo por línea directamente, pero serviría.
—Parece casi una coreografía —dijo Alyx—. Al son de una música.
Pero no había música alguna.
—Vuelve a darle al botón —dijo George, ansioso por librarse de aquellas serpientes. Tor se preguntó si George estaría empezando a sospechar que solo iba a poder mantener su ansiada conversación al cobijo de una chimenea con otro humano, con alguien de su misma especie.
Accedió, y la fortaleza se desvaneció para dar paso a una fértil colina. Cruzaron un ancho río y Tor distinguió unos capiteles en el horizonte. Y estallidos de luz en el cielo. Explosiones.
Alguien estaba siendo atacado.
—¿Puedes llevamos hasta allí? —pidió George, refiriéndose a los capiteles.
Solo era cuestión de seguir el cauce del río. Surcaron una idílica población granjera y allí vieron criaturas casi humanoides. Sus brazos eran demasiado largos, sus manos demasiado anchas, sus cuerpos demasiado espigados, demasiado altos, como si alguien hubiera estado criando a una generación de jugadores de baloncesto. Los capiteles se hicieron más grandes, plateados y púrpuras bajo el sol del atardecer. Eran altos y enjutos, y estaban conectados entre sí a través de puentes y pasarelas. Podían distinguir el brillo de fuentes y estanques.
Mientras se aproximaban, vieron que las explosiones eran fuegos artificiales. Pudieron escuchar música, o algo parecido. Cacofónico. Discordante. Interpretado por instrumentos de vientos. Flautas, parecía. Y algo que recordaba vagamente a unas gaitas.
¡Y tambores! Ése sonido sí que era inconfundible. Había un ejército de ellos en alguna parte, fuera de la vista, o quizá el sonido fuera emitido por megafonía; lo cierto era que retumbaba con fuerza.
Y la ciudad entonaba cánticos. Las voces se alzaban acompañando a flautas y gaitas, y más fuegos artificiales surcaban el cielo. Los vítores recorrían la noche. Había grupos de nativos reunidos en patios elevados y paseos, y a lo largo de pasarelas en los tejados.
—Celebran algo —dijo George algo más relajado.
Alyx le apretó la muñeca a Tor.
—Me pregunto el qué —dijo.
Después de un momento, Tor pulsó el interruptor y volvieron a avanzar. Surcaron un mosaico de cristal, una estructura de cubos y esferas, situada en lo alto de un precipicio cubierto de nieve, y aparentemente abandonada.
Llegaron a una ciudad iluminada por antorchas, con columnas de mármol y majestuosos edificios públicos, aguardando a la orilla del mar la llegada del amanecer.
Presenciaron batallas. Hordas de criaturas de todas las formas imaginables, seres con múltiples extremidades, otros que brillaban en el paisaje, algunos con ojos relucientes, luchando unos con otros en un combate sangriento y despiadado. Combatían con lanzas y escudos, armas arrojadizas, otras que destellaban luz. Luchaban en multitudinarios ejércitos desde el mar y en carros de combate llevados por toda clase de bestias. En dos ocasiones, Tor pudo ver nubes con forma de hongo.
Una flota de aeronaves impulsadas por velas; por velas, por el amor de Dios, emergió de las nubes y abrió fuego, dejando caer aceite en llamas sobre una ciudad que ocupaba las alturas de una serie de colinas. Otros veleros de menor tamaño alzaron el vuelo desde la ciudad para hacer frente a los atacantes. Naves de ambos bandos explotaron y se hundieron, con sus tripulaciones saltando por la borda sin llevar paracaídas alguno.
—Ya basta —dijo George—. Cambia de paisaje. Echemos un vistazo a otra cosa.
Tor pulsó el botón.
Estaban de nuevo en el espacio, a la deriva, en las proximidades de un brillante sol, viendo feroces fuentes de fuego alzarse hacia los cielos, mientras las mareas solares iban y venían. Entonces la superficie de la estrella empezó a expandirse. Tor sospechaba que las imágenes debían de estar aceleradas, pero no lo sabía. ¿Cuánto tardaba un sol en convertirse en una nova? En apenas unos instantes, la superficie del sol empezó a hincharse, como si estuviera a punto de dar a luz.
Y explotó. Toda aquella enorme esfera solar estalló sin más.
En aquel momento, el punto de vista cambió de forma automática y de repente se encontraron mucho más atrás, lejos de los efectos inmediatos de la explosión, donde el sol parecía enfermizamente pálido y el cielo se asemejaba a un océano de fuego. La sala quedó a oscuras.
Tor pensó que todas aquellas imágenes debían ser producto de los satélites espía, que habían sido tomadas por cámaras en órbita y transmitidas, repetidas a través de otros sistemas, recorriendo otros mundos.
—Fisgones cósmicos —dijo Nick, que había estado viéndolo todo desde el Memphis.
Alyx encendió la linterna de su muñeca.
—No puedo creer que esto esté sucediendo. Hemos viajado recorriendo todo el Brazo y hemos encontrado solo unas pocas ruinas y a los noks, y esta gente ha encontrado todo esto. George, tenemos que averiguar cómo funciona esta sala de proyección y sacar una copia de la información que alberga.
—O salir cargando con ello —dijo Nick.
Entonces la silla de George dio una sacudida.
Miró a Alyx.
—¿Qué fue eso? —dijo ella.
George respiró profundamente.
La habitación volvió a temblar, con un estremecimiento, como un espasmo. Como si algo estuviera removiéndose en las profundidades de la nave.
—Algo sucede —dijo Hutch.
Una nube de objetos crecía bajo el chindi. Bill se centró en uno de ellos. Parecía un saco. Era bastante informe, más o menos redondeado y un poco más ancho en un extremo que en otro. Carecía de medios visibles de propulsión.
—¿Hacia dónde se dirigen?
Al fondo, la atmósfera superior de Otoño aparecía calmada.
—Lo desconozco. Por el momento, cada uno parece tener una trayectoria diferente. Seguiré su pista y os informaré en cuanto tenga algo.
La voz de George brotó por el circuito. Sonaba débil y lejana.
—¿… se están preparando ya para marchar? —preguntó.
—No lo creo —dijo Hutch—. Solo han expulsado una serie de sacos.
—¿Cómo has dicho?
—Sacos. Fardos.
—¿De qué?
—No lo sé. Quizá deberíais salir de ahí. Solo por si acaso.
—No nos dejemos llevar por el pánico —respondió él—. Nos quedaremos por esta zona. Vosotros mantened los ojos bien abiertos. Avisadnos si hay alguna novedad.
• • •
—Hutch. —Era Sylvia. Estaba tan excitada que apenas podía hablar—. Te interesará saber que la Academia ha hecho un descubrimiento asombroso. Estamos estudiando las transmisiones de la red de estrellas. Estamos obteniendo imágenes de civilizaciones alienígenas hasta ahora desconocidas, tenemos un agujero negro cerca de la atmósfera de Mendel 771, un grupo de estructuras artificiales globulosas orbitando Azula. Es realmente increíble. —Se apartó el pelo de los ojos. Estaba exultante—. Hemos abierto el santo grial.
Una metáfora un tanto extraña. Pero eso era lo que menos importaba ahora.
—Lo has abierto tú —continuó—. Tú y la Sociedad del Contacto. ¿Quién lo habría imaginado? Transmite mis felicitaciones a George.
• • •
Alyx le sonrió. Casi podía saber lo que estaba pensando. Apenas llevaban ahí dentro diez horas, y ante el primer indicio de actividad habían corrido como liebres. No, le habían dicho a Hutch, no debemos dejarnos llevar por el pánico. No nos recojas. Apenas si hemos empezado. No obstante, habían abandonado la cámara de Realidad Virtual, volviendo a toda prisa por la calle Bárbara hacia la cúpula hinchable. Uno de los robots con ruedas se cruzó con ellos sin prestarles ninguna atención, simplemente pasando como si no estuvieran ahí. Tor se preguntaba hacia dónde iría.
De vuelta a la bóveda, rellenaron sus depósitos de aire, fueron al baño haciendo turnos y aguardaron recibir alguna otra señal que indicara que el chindi se preparaba para marchar. Hutch pensaba que se trataba de otra cosa, algún tipo de lanzamiento programado, pero Alyx no estaba segura. No estaba dispuesta a quedarse allí atrapada si aquella maldita cosa despegaba. Por eso, debían estar preparados para salir corriendo ante la primera señal.
Después de un rato decidieron que quizá, después de todo, no iba a pasar nada, así que se relajaron y cenaron.
Tor estaba acostumbrado al ciclo de veinticuatro horas del Memphis, donde las luces se atenuaban durante la noche y brillaban por la mañana. El chindi, por supuesto, siempre estaba a oscuras. La luz de la cúpula iluminaba en cierta medida la cámara que ocupaba, pero seguía habiendo rincones en penumbra. El lugar se sentía distante, abandonado, espeluznante. Se preguntaba si podría recoger esa atmósfera en un lienzo.
Aquélla tarde, de nuevo se concentraron en los pasillos. Encontraron más cámaras vacías, por supuesto, pero cada vez más daban con exposiciones, muchas con objetos que reconocían fácilmente: armas y mobiliario, tapices e instrumentos musicales, equipos electrónicos y material para dormir. En dos cámaras encontraron bibliotecas, una destinada únicamente a rollos de pergamino, la otra poblada por libros agrietados con páginas marrones que el frío había dejado rígidas.
Otras veces se encontraron con cascotes y mesas desplomadas, y con retazos de telas cuidadosamente preservadas en vitrinas que impedían que cualquier observador pudiera acercarse más de lo debido a ellas. Todas adorablemente conservadas, casi podía decirse que acabaran de ser recogidas de la tienda para ser colocadas y expuestas.
Una exhibición de enigmáticos objetos, semejantes a una serie de puzzles geométricos, estaba rodeada por unas magníficas cortinas rojizas que podrían proceder directamente de un adinerado salón terrestre.
Otras veces había figuras en las salas, que presumiblemente representaban a los seres del mundo del que habían sido saqueadas las reliquias. Las había de diferentes formas y tipos: mamíferos, aves, reptiles u otros imposibles de clasificar. Sus aspectos a menudo transmitían una cierta placidez y simpatía. Una criatura con cráneo y dientes de cocodrilo parecía poseer la serenidad del mismísimo Sócrates. Otras eran majestuosas, y otras aterradoras. Para Tor, la más inquietante de todas era un horror de ojos oscuros que habitaba lo que parecía ser un salón que estaba justo enfrente de la biblioteca de libros agrietados.
Discutieron separarse. Había muchas cosas que ver y muy poco tiempo al ritmo que llevaban. George sugirió que el límite de cuarenta y ocho horas que se habían impuesto era poco realista. Afirmaba que tenían la obligación de quedarse más tiempo, de explorar lo mejor que pudieran aquel lugar. Después de todo, desconocían por completo hacía dónde podría encaminarse el chindi. Quizá ya llevara allí años.
—Está repostando —dijo Alyx—. Podemos inferir que no estará aquí para siempre.
Tor asintió.
—Si pensara que estuviera dentro de nuestras posibilidades —dijo— sugeriría sabotearla. Impedir que fuera a ninguna parte. Odio pensar que pueda irse lejos de nuestro alcance.
—Pero no será así —dijo Alyx—. Hutch opina que podremos seguirla. No es que vaya a escaparse de nosotros.
Finalmente se sintieron exhaustos. Llevaban despiertos más de treinta horas seguidas, y ya había pasado toda la noche. Según el horario del Memphis, la mañana ya estaba bien avanzada. Tor sugirió que fueran a descansar unas cuantas horas, que regresaran a la cúpula y durmieran algo.
—¿Por qué no os volvéis vosotros dos solos? —opinó George—. Yo aún no tengo sueño.
—No —dijo Alyx—. Todos necesitamos descansar. El cansancio te hace descuidado.
• • •
Después de una segunda noche dé insomnio, Hutch subió al puente, donde Bill continuaba siguiendo la pista de los sacos. No de todos ellos, porque habían continuado dispersándose y su número superaba lo que podían abarcar sus sensores. Sin embargo, la docena que monitorizaba estaba alcanzando el anillo interior.
—Uno de ellos —anunció Bill— está a punto de impactar. —Puso la imagen en pantalla: rocas dispersas y el saco—. Ése es su objetivo —dijo Bill ampliándolo—. Sobre todo hierro y hielo. —Tenia forma de patata—. A unos treinta metros por debajo del eje mayor. Quizá de la mitad de ancho.
El saco surcó entre los escombros, pasó casi rozando una roca y fue a estrellarse contra su objetivo, salpicando con una mancha gris y blanca su superficie.
Hutch se puso algo de café.
—La roca orbitará enseguida fuera del campo visual —dijo Bill—. ¿Quieres que la siga?
—¿Qué hay de los otros sacos?
—Habrá otro impacto en seis minutos.
—De acuerdo Bill —dijo—. Sentémonos a contemplar la escena. Quiero seguir cerca del chindi.
Nick paseaba con sus muletas. Parecía sentirse mejor. Los calmantes le habían dejado excepcionalmente jovial, hasta el punto de que había estado gastando bromas respecto a su profesión. Habla con nosotros y no tendrás que volver a hablar con nadie más. Puedes confiar en nosotros, Hutch, para que te acompañemos hasta el final.
A Hutch le dolía tener que sacar al grupo de exploración del chindi. Era posible que los investigadores profesionales pudieran estar acostumbrados a asumir esa clase de riesgos, pero era su trabajo. George, Tor y Alyx parecían tan ingenuos a su lado…
—Vamos a perderlos —le dijo a Nick.
Éste sonrió como si fuera a gastar otra de sus bromas de gerente de funerales. Pero lo dejó pasar.
Se suponía que George debía regresar al Memphis en apenas unas horas, pero Hutch sabía que no iba a suceder así. Había sido imposible pasar por alto el entusiasmo que transmitían sus voces al oírlos informar de las maravillas del chindi. Por fin llegó una nueva llamada, aquella que Hutch había estado esperando recibir.
—Transmisión de George —dijo Bill.
Incluso Nick parecía ser consciente de lo que debían esperar.
—Hutch —dijo George—, no paramos de encontrar cosas nuevas. —Entonces empezó a describir una ciudad muerta en medio de una llanura—. Desconocemos qué pudo pasar allí. Tenía amplias a venidas, frondosos parques, bulevares. Incluso un barrio lleno de teatros. Diría que fue abandonada años antes de que las imágenes fueran tomadas. Pensamos que debe de haber alguna explicación en algún momento del registro, pero desconocemos cómo acceder a ella. —Entonces hubo una pausa. Una pausa culpable, pensó Hutch—. Estamos intentando averiguar su funcionamiento. Nos encantaría poder hacer copias de todo esto, si fuera posible.
—Se os está acabando el tiempo —dijo Hutch.
—Claro. Escucha, quisiera hablar contigo de eso. Lo hemos estado discutiendo, y creo que dijiste que antes que esto se pusiera en marcha deberíamos recibir alguna señal de alarma. Quiero decir, ¿tendrá que calentar motores, no? Y está también ese embudo que utilizan para recoger los cristales de hielo. Querrán recuperarlo.
Una discusión muy manida. Ya habían hablado de todo eso.
—Lo que nos gustaría es que pudieras estar vigilando por nosotros. Si ves que va a pasar algo, cualquier cosa que sugiera que esto esté preparándose para partir, nos das un aviso. Creemos que podemos volver a la escotilla en una hora y media como mucho.
Hutch observó a Nick, que apartó la mirada.
—Estás asumiendo que el embudo no es desechable.
—Sí. Bueno, de todas formas nos quedaremos un poco más aquí. Hutch, sé lo que piensas, pero este lugar… No podemos irnos y abandonarlo sin más.
El sentimiento de un desastre en ciernes era cada vez mayor.
—Maldita sea, George, pensáis quedaros ahí hasta el último minuto posible, ¿no es así? Y se supone que entonces tendré que ser yo quien vaya al rescate.
—Hutch, siento que reacciones así. Pero escucha, creo que debería haber tiempo de sobra. En cuanto haya el menor indicio de que se estén preparando para salir, nos pondremos las pilas.
—Vaya. Genial. Y ese primer indicio será seguramente un cambio en la velocidad. Empezarán a frenar o a acelerar. Cuando eso ocurra, adiós a todo.
—Pero hay otra posibilidad. Algo que no hemos tenido en cuenta.
—¿El qué?
—Que sepan que estamos a bordo. Me pregunto si realmente podrían salir de aquí con nosotros a bordo. Todo este lugar parece estar ideado para las visitas.
—No encuentro eso muy factible, George. En caso de que estuviera diseñada para visitantes, sería algo más acogedora, ¿no crees?
—Hutch —George parecía muy dolido—. Por favor, intenta ser comprensiva.
—¿Qué piensan los demás?
Entonces hubo una pausa. Y habló Tor.
—Hutch, tiene razón. Son demasiadas cosas las que hay ahí.
Y, luego, incluso Alyx.
—No parece un lugar peligroso. Creo que todo irá bien.
—Haced lo que queráis —dijo Hutch. Cortó la conexión y contempló el dibujo en el que aparecía con el uniforme de los Phillies. Hutch aparecía arrodillada en el círculo de bateo, con los bates apoyados en la rodilla. Idiota, pensó, sin estar realmente segura de a quién tenía en mente.