Capítulo 23

Deambulé por naufragios de días pasados.

Percy Bysshe Shelley,

La Revuelta del Islam, II.

—¿Cómo es posible que venga alguien? —preguntó Tor—. Estamos en el vacío.

—Entonces, algo —dijo Hutch. Y se dirigió a George—. ¿Sigues queriendo decir hola?

No respondió. Hutch sentía cómo se le aceleraba el corazón. Podía percibir una vibración en el suelo. Había algo ahí fuera, en el pasillo. Acercó los dedos al interruptor de la cortadora e instintivamente se colocó con la espalda contra la pared.

—¿Qué vas a hacer? —preguntó George. A pesar de que estaban comunicándose por radio y nadie podía escucharlos, su voz era un susurro.

Era una buena pregunta. A Hutch le hacía gracia; ahora era ella quien estaba al mando.

—Veamos lo que sucede —dijo.

Se colocaron a ambos lados de la puerta. El pasillo se iba iluminando gradualmente.

—Que todo el mundo se quede atrás —dijo Hutch, también susurrando.

Las vibraciones cesaron.

Un rayo de luz destelló en el interior de la cámara y recorrió la habitación.

El primer contacto entre una civilización avanzada y un grupo de intrépidos exploradores.

Podía escuchar la respiración de todos.

—Quizá —empezó a decir George— deberíamos…

—No —dijo Hutch—. Quédate donde estás.

La luz pareció debilitarse y entonces se apagó, dejándolos en la más absoluta penumbra.

La puerta se cerró y todo acabó.

—Ésa era nuestra oportunidad —dijo George.

Hutch colocó las manos contra la pared. La criatura se alejaba.

George volvió a encender su linterna. Estaba frente a la puerta, buscando un modo de abrirla.

—Podríamos abrirnos paso con la cortadora en caso de que sea necesario —dijo—. Pero creo que deberíamos quedarnos aquí tranquilos unos minutos más. Para darle tiempo a ese bicharraco a alejarse.

—Y entonces —dijo Tor— podríamos regresar a la lanzadera y largarnos a toda prisa.

Nick guardaba silencio, Hutch sospechaba que estaba de acuerdo. Pero había escuchado a George resoplar, y sabía qué esperar.

—Hutch puede llevarte de vuelta si es eso lo que quieres, Tor.

Tor aún no se había movido.

—Creo —dijo— que quizá todos deberíamos regresar.

George se estaba enfadando. George, aquel que se había escondido junto a todos ellos mientras ese bicho rebuscaba en la cámara.

—Aún no hemos visto nada —dijo—. ¿Qué queréis hacer? ¿Regresar y decirle a todo el mundo que estuvimos dentro de una nave alienígena y lo único que vimos fue una habitación vacía?

Hutch encontró el mecanismo de apertura manual, que era otro pulsador ovalado, y abrió la puerta al tiempo que apagaba su linterna. La conversación se interrumpió en cuanto puso un pie fuera de la sala.

—No lo veo —dijo.

—Os ofrezco un trato —dijo George—. Continuemos por el camino que hemos tomado e investiguemos unos metros más. Si no encontramos nada, nos volvemos.

Hutch sonrió en la oscuridad. George estaba tan absolutamente aterrado como todos ellos.

Los demás se unieron a ella en el pasillo.

—Es tu espectáculo —dijo Hutch, y aguardó a que George tomara la delantera.

Abrieron varias puertas más y encontraron más cámaras vacías. George siguió insistiendo. Solo unos pasos más. Miremos otra habitación. Hutch guardó silencio y dejó que fueran Nick y Tor quienes se quejasen. Pero ellos, imitándola, guardaron silencio.

• • •

Y en la sexta habitación se encontraron con el hombre lobo.

Acechaba en la oscuridad y lo avistaron cuando la linterna de George, o alguna otra, lo iluminó. Tor escuchó un alarido; todos regresaron corriendo por donde habían venido. Se lanzaron pasillo abajo y no fue hasta que habían recorrido un buen trecho cuando se dieron cuenta de que la criatura no los perseguía. Tras estar mirando hacia atrás un buen rato, Tor decidió detenerse.

El pasillo estaba vacío.

La puerta aún estaba abierta. La iluminó con la linterna, esperando.

Los demás continuaron corriendo durante otros diez o quince metros antes de frenarse lo suficiente como para volver la vista atrás.

—¿Dónde está? —preguntó Nick.

—No creo que fuera real —dijo Hutch, reprimiendo el impulso de echarse a reír.

—¿Y por qué corrías?

—Un acto reflejo.

Tor se encaminó de vuelta a la entrada a la sala. No dejaba de iluminarla directamente con su linterna, y veía encogerse el círculo de luz mientras se aproximaba. Los demás esperaban a una distancia prudencial. Tor dio la vuelta a la esquina y entró a mirar.

El hombre lobo no se había movido.

Las voces se sucedían en el circuito de comunicación.

¿Tor, qué es?

¿Qué ves?

¿Está vivo?

—No —respondió—. Parece un tótem.

Su altura era de una vez y media la de Tor. Tenía los ojos rojos, rendijas verticales de fría ferocidad que centelleaban a la luz de las linternas. Y un hocico que parecía más de reptil que de lobo. Estaba cubierto de pelo.

Erguido, contemplaba la estancia con una mirada de maliciosa inteligencia, con los colmillos asomando en una gélida sonrisa.

El grupo se había dispuesto a la espalda de Tor, pero nadie parecía tener demasiado que decir.

—Parece de madera —dijo Tor como con indiferencia, disfrutando de su momento.

—Qué bonito perrito —murmuró Hutch.

Tor se adentró en la cámara, alumbró a un lado y a otro para asegurarse de que no hubiera más sorpresas y estudió la figura con detenimiento.

Estaba detrás de una mesa.

La mesa era de piedra. Tenía seis patas talladas, terminadas en garras. En los laterales aparecían esculpidas hojas y vides. Encima, cuidadosamente colocados, había un cuenco, una copa y una daga.

George, quizá todavía inseguro, se atrevió a acercarse. Hutch guardó la cortadora y Tor se dio cuenta de que ni siquiera se había acordado de que él tenía también una. Pues sí que habría sido de mucha ayuda de haber estado viva aquella criatura…

La bestia no se parecía a nada que pudiera haber visto antes. Era enjuta, bien musculada, con una expresión que era puro veneno. Tenía el cráneo aplanado y cubierto por un mechón de cabellos negros que se hacían más gruesos a la espalda, y se estrechaban hasta casi convertirse en agujas por la parte delantera. Tenía los iris rojos y las pupilas blancas.

El conjunto bastaba para poner nervioso al más pintado. Pero además aquella criatura vestía un esmoquin blanco, una sedosa camisa azul y unos pantalones de vestir de color gris. Su indumentaria era lo que más removía las entrañas de cualquiera que lo viera, e incluso hacía que Tor siguiera considerándolo un hombre lobo.

Aquélla no era una cámara tallada en la roca de manera tosca, como las otras que habían visitado. Las paredes parecían de madera y estaban parcialmente cubiertas con lienzos. La sala estaba decorada además con tambores, flautas, instrumentos de cuerda, lanzas, tridentes, dagas y hondas de todo tipo, además de corazas, collares y máscaras. Todo a escala para aquella criatura.

Las corazas tenían talladas flores.

—Todo bastante bonito —dijo Hutch.

La mesa estaba cubierta por un mantel rojo.

Hutch estuvo examinándolo todo durante un minuto o dos, y entonces se reclinó sobre la mesa para tocar el hombre lobo, tirando con fuerza de sus pantalones.

—Está disecado —dijo.

George rebuscaba en la habitación.

—No es muy tranquilizador oír eso —dijo intentando reírse, pero soltando una especie de cacareo.

Hutch apartó un poco los pantalones, para que todos vieran que lo decía de verdad. Entonces probó con uno de los brazos. Las garras.

—Como cuchillas —dijo—. No querría toparme con un bicho así en la oscuridad.

—¿Qué es este sitio? —inquirió Nick.

La copa y el cuenco sobre la mesa eran de cerámica. La daga parecía de acero. Había algunas otras armas con empuñaduras de plata, y todas de un tamaño bastante considerable. Lo justo para ser empuñadas por la mano del hombre lobo.

George se acercó a la criatura y se quedó cautivado por ella.

—No creerás que esté es el aspecto de los habitantes de la nave, ¿verdad?

—Es probable —dijo Nick.

—Dios mío.

Hutch iluminó con la linterna el techo de la sala. También era de madera. Tenía vigas y su altura era menor que en las demás estancias.

—Podría ser una capilla —dijo—. Aunque no imagino qué podría estar haciendo en un extremo tan apartado de la nave. En un sitio tan poco accesible.

—¿Y qué tiene eso que ver con la idea de que este sea su aspecto? —preguntó George, cuyas ilusiones acerca del aspecto de los alienígenas parecían estar en camino de desvanecerse de un plumazo.

—Si es una capilla —dijo Hutch—, este será su dios. Las especies más inteligentes consideran haber sido creadas a imagen y semejanza de su Dios.

—Ah. —George era incapaz de apartarse de la criatura. Tor no podía evitar admirar a su compañero, que estaba claramente aterrorizado, pero se negaba a rendirse a sus temores. En lugar de ello, se giró y empezó a dar vueltas lentamente a la cámara, asegurándose de tomar fotos de todo—. Deberíamos llevarnos algunas de estas cosas.

Tor tocó la copa y se sorprendió al comprobar que no se movía.

—Está pegada a la mesa —dijo.

Hutch lo intentó con el plato. Estaba también fijado con fuerza. Incluso el mantel rojo era tan rígido e inflexible como un trozo de cartón.

Los objetos colgados a la pared estaban altos, casi fuera del alcance de todos. George apenas pudo llegar a tocar algunas de las máscaras y armas. También estaban pegadas.

Regresaron de vuelta al pasillo. George se giró a su izquierda, dispuesto a seguir adentrándose en la nave. Vaya tío, pensó Tor. No piensa rendirse. Tor hubiera preferido ir ya de vuelta a la lanzadera.

—Una más —dijo.

Se detuvieron frente a la siguiente puerta.

• • •

La cámara estaba en ruinas.

El mobiliario estaba destrozado. Las paredes tenían manchas de humedad en un lado y en el otro estaban desconchadas. Una gran jarra había sido arrojada en una chimenea. Media docena de ventanas se abrían hacia la habitación, y a través de ellas —al alumbrarlas con las linternas— podían distinguir un bosque, árboles de tonos oscuros con unos dedos nudosos que se alargaban hasta alcanzar un par de lunas, unas grandes flores ominosas plegadas por la noche, recostadas sobre arbustos de color púrpura con hojas como guadañas.

Por supuesto, aquello era una ilusión, pero parecía muy real.

Las ventanas estaban rotas. Pero los cascajos eran de plástico. Parecían peligrosos, pero no hubieran cortado a nadie.

En el extremo opuesto de la habitación había una puerta que conducía hacía el bosque. Gran parte del mobiliario había sido colocado contra ella. Una mesa, sillas de madera.

Y lo más extraño de todo:

—No es una puerta real —dijo George, tirando de ella—. Es parte de la pared.

—Parece —dijo Tor— como si aquí hubiera tenido lugar una pelea.

• • •

Eran incapaces de poner freno al frenesí explorador. Siguieron más cámaras vacías, pero finalmente una encendió una luz para recibirlos.

La iluminación provenía de un pequeño candelero situado en el interior de una estancia amueblada con suntuosas sillas y un exuberante sofá tapizado. Había también una caldera alimentada con madera, que parecía estar funcionando. Aunque el campo protector del e-traje hacía imposible percibir cambios de temperatura, Tor vio que una luz reluciente había aparecido en el interior del calentador, y sospechaba que la estufa estaba empezando a dar calor.

Varias mesas auxiliares, exquisitamente talladas, estaban repartidas por la habitación. Había cuatro luces eléctricas equipadas con pantallas rosas y azules. George distinguió que tenían interruptores, encendió una y se congratuló al comprobar que se iluminaba.

Contra una de las paredes reposaba un escritorio. Había repartidos por la sala también varios reposapiés y gruesas cortinas de terciopelo de color azul oscuro. Todo estaba a una escala aproximada de un tercio de la que sería cómoda para un humano. Con todo, la estancia era extremadamente acogedora.

Pero también en ella había ilusión. No había ventanas tras las cortinas, y estas mismas, a pesar de su aspecto, eran rígidas y estaban fijas en la posición que ocupaban.

El escritorio tenía un altavoz y una entrada de voz, y Tor sospechaba que habría servido para tomar notas en caso de que su operador lo hubiera requerido.

A un lado del escritorio había un diario cerrado y al otro un reloj. Éste último —o eso aparentaba— era de una variedad muy antigua, con dieciséis símbolos grabados en su corona. Dos manecillas marcaban la hora que, intentando adivinar, parecía ser las catorce menos tres minutos. O diez minutos antes de la medianoche, dependiendo de cuál de ambas marcase la hora.

Pudieron abrir el diario y encontraron que sus páginas estaban escritas. Los caracteres eran fluidos, serenos, casi líquidos. George lo estuvo contemplando, pasando páginas, incapaz de dejar de mirarlo y mascullando entre dientes:

—Dios mío, Tor, si pudiéramos leerlo. ¿Qué crees que dirá?

Hallaron una foto enmarcada de una criatura semejante a un buldog excepto porque tenía unos ojos luminosos y vestía prendas. Solo eran visibles su cabeza y hombros, y una mano que tenía seis dedos.

Había repartidas por el escritorio varias plumas. Pero nada, ni siquiera éstas, ni el cuaderno ni el reloj, podían moverse.

En el suelo, a uno de los lados del escritorio, había un globo terráqueo. Tor contemplaba continentes que le eran desconocidos, archipiélagos y casquetes de hielo que se adentraban en las latitudes templadas.

—Es como un parque de atracciones —dijo Nick—. Quiero decir, todas estas salas parecen destinadas al esparcimiento.

—¿Esparcimiento? —preguntó George—. ¿De quién?

—Para quienquiera que lo visite. Creo que esta cosa va dando vueltas, recogiendo muestras de civilizaciones. Es un museo ambulante.

Tor necesitó un minuto para digerir la idea.

—Estás sugiriendo que puede ser alguna clase de misión arqueológica.

—Quizá sea más que eso. Pero sí, es posible que estén llevando a cabo la misma tarea que la Academia lleva haciendo durante el último medio siglo.

—¿Entonces no crees que la tripulación resultará tener el aspecto del hombre lobo?

—Es posible que nos adelantásemos a los acontecimientos —dijo Hutch—. Espero.

George pareció considerablemente aliviado.

—Menos mal. Lo cierto es que eso haría que las cosas fueran bastante más fáciles.

Tor también pareció sentirse aliviado. Si eran arqueólogos, necesariamente debían ser amistosos. ¿No? ¿Quién había oído hablar de arqueólogos hostiles?

—Quizá haya llegado el momento de ir a su encuentro —dijo.

Antes de abandonar la cámara, regresó a echar un vistazo al reloj. Marcaba unos cuantos minutos después de la media noche.

• • •

Frente a Nick, las linternas se movían de un lado a otro. La misión parecía haber ganado brío, cierta convicción de que estaban entre amigos y colegas. Solo Hutch parecía conservar la cautela, y Nick pensaba que debía ser su naturaleza.

La capitana había cogido bolsas para tomar muestras, y periódicamente hacían paradas para que pudiera recoger retazos de rocas y puertas de metal.

El pasillo continuaba salpicado de puertas a cada treinta metros aproximadamente, y a ambos lados. Si aquella zona podía tomarse como ejemplo del interior del chindi, Nick suponía que este debía estar poblado por miles de kilómetros de pasillos con dependencias de almacenamiento. Se dejó caer unos cuantos pasos del grupo, para recapacitar sobre las implicaciones de lo que estaban viendo. Parecía como si el chindi fuera un enorme almacén de información: reliquias, reproducciones, posiblemente incluso historias de culturas cuya existencia hasta ahora había sido desconocida. En lugar del puñado de civilizaciones que habían llegado a descubrir hasta entonces —los noks, los hacedores de montañas, la misteriosa raza que había erigido los templos en Pináculo, los habitantes de la perdida Maleiva III, y los misteriosos halcones, conocidos solo por su intervención en Deepsix—, ahora se disponían a enfrentarse a toda una enciclopedia.

La capacidad para desplazarse a gran velocidad entre las estrellas y el descubrimiento de que casi todos los mundos extraterrestres eran estériles, que apenas ninguno de los pocos que habían dado vida a criaturas había acabado desarrollando seres inteligentes, habían producido la ilusión de la presencia de un número desesperadamente bajo de civilizaciones en la existencia.

Olvidamos con facilidad lo grande que es la Vía Láctea.

Las linternas frenaron su baile, Habían llegado a una encrucijada.

—¿Qué camino elegimos? —preguntó Tor, que iba a la cabeza.

—No parece que haya gran diferencia.

Para entonces ya pasaban de largo ante la mayoría de las puertas, a veces echando un vistazo a una composición en una jungla, a laboratorios imposiblemente exóticos, a escenas en las que parecía haber tenido lugar un violento conflicto o a la cubierta de un barco en el mar. Casi siempre se limitaban a continuar caminando, extasiados por todo lo que los rodeaba.

—Vayamos a la derecha.

Los pasillos y las puertas eran siempre idénticos.

—No parece —dijo Nick— que esta gente tenga demasiada imaginación. Tor se carcajeó ante el comentario. Los demás se unieron y Nick acabó riendo también.

—De todas formas —dijo—, ¿qué queda para la tripulación del chindi? ¿Qué sabemos sobre ella?

Le preocupaba haber dejado a Alyx incomunicada durante tanto tiempo. Tenía que estar muy intranquila.

—Nick, no te separes —dijo una voz.

Estudiaba su alrededor, contemplaba el haz de las linternas de sus compañeros y apuntaba con la suya propia la cubierta, cada uno de los tres pasillos, intentando imbuirse de la inmensidad de todo lo que le rodeaba. Y debió de haberse perdido entre divagaciones, pues de repente se descubrió desequilibrado, tambaleándose, agitando las manos. Vio su linterna brillar bajo sus pies y perderse en la oscuridad. Entonces sintió cómo se le paraba el corazón. Estaba cayendo.

• • •

Los gritos resonaron en el intercomunicador. Hutch se giró y echó a correr, todos lo hicieron, desplazándose con extrema rapidez considerando la gravedad reinante en la nave, George se estrelló contra Tor, y los dos tropezaron. Hutch siguió avanzando sin ver señal alguna de Nick, escuchando su voz distante. No vio la grieta hasta que fue demasiado tarde.

Hizo la única cosa que podía hacer: se recompuso con una patada o dos, encendió la mochila propulsora y saltó fuera de la sima.

No fue fácil. Con la lámpara iluminando el suelo, al otro lado, los propulsores se encargaron de impulsarla hacia arriba. Hutch voló hasta el otro lado, aterrizó estrepitosamente y mientras aún estaba rodando alertó a Tor y a George.

—¡Tened cuidado! —dijo—. Hay un pozo enorme.

Hutch regresó corriendo a la boca de la sima y bajó la vista. El haz de luz de la linterna de Nick se perdía en la oscuridad. Escuchaba los ecos de sus gritos. Tor estaba al oto lado, a unos veinte metros.

—¿Qué profundidad tiene? —preguntó mientras se ponía de rodillas para mirar.

—No puedo ver el fondo. —Os lo dije chicos. Rogué porque dejáramos esto a los expertos. Pero Hutch no dijo nada. Cerró los ojos, frustrada y enfurecida. George apareció corriendo tras Tor.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó.

• • •

Pero lo sabía. Lo supo nada más escuchar a Hutch avisarlos, lo supo cuando vio la sima abierta frente a él. Era un hoyo enorme. ¿Por qué diablos habrían puesto allí algo así. Se agachó junto a Tor, estudiando el interior del pozo?

—Que el señor nos ayude —dijo.

Los gritos de Nick aún resonaban. ¿Cuánto tiempo tardaría en llegar al fondo?

Lo cierto es que parecía que ahora recibían mejor sus gritos.

—Nick —preguntó—, ¿dónde estás?

—No lo sé. —Su voz sonaba estirada, casi de contralto.

Entonces vieron aparecer de nuevo una luz en la sima. Estaba bastante abajo, pero se hacía más brillante cada vez.

—Cayendo —dijo.

Más brillante.

—Ayuda…

—Hutch —dijo George—, ¿qué está pasando?

George no encontraba respuesta. Un escalofrío de terror le recorrió el cuerpo mientras veía la luz ganar brillo. Por Dios. Era Nick ascendiendo por la sima, volviendo hasta donde estaban ellos. La luz, Nick, parecían ahora decelerar. Apenas ya se movían. Y estaba solo a unos metros de distancia, deteniéndose, parecía que estuviera colgado, mirándolos, con la cara envuelta por el terror y el brillo de sus linternas. Pero no podían alcanzarlo, y finalmente empezó a caer de nuevo.

Sus gritos resonaban en el intercomunicador de George.

La sima era enorme. Era un casi cañón. ¿Cómo podrían no haberla visto, incluso estando a oscuras? Hutch estaba a veinte metros de ellos, al otro lado. Era casi tan ancha como el propio pasillo y estaba alineada con la pared que tenía a su derecha, dejando un borde de unos dos metros a su izquierda.

Miró al otro lado, a Hutch, y se preguntó cómo habría llegado hasta allí. Tenía los ojos como platos y la cara pálida. Entonces, de manera increíble y casi sin decir una sola palabra, la capitana caminó hasta el borde y se zambulló de un saltó en el interior de la sima.