Como aquel que en un sendero desamparado,
Camina temeroso y aterrorizado.
Y tras darse la vuelta, continúa su camino
Sin girar más su cabeza;
Pues sabe que un horrendo demonio
Sigue sus pasos de cerca.
Samuel T. Coleridge,
Poema del Viejo Marino, VI, 1798.
Tor no se había considerado nunca una persona especialmente valiente. Ni físicamente, ni en ningún otro aspecto. Sorteaba los problemas siempre que tenía oportunidad y le desagradaban los enfrentamientos. Se había retirado sin rechistar cuando Hutch le había dicho que la dejara. Sabiendo esto, se sorprendió al escucharse a sí mismo posicionándose a favor de George en la disputa. Está bien. Vamos. Yo iré contigo, George. ¿Hutch, cómo puedes ser tan cobarde?
No había sido nada típico de él. Y le horrorizó comprobar cómo Hutch había acabado cediendo.
—Está bien —había dicho—. Haced lo que consideréis mejor. Si conseguís que os maten, estoy segura de que todo el mundo quedará impresionado. —Había dicho aquellas palabras fijando su mirada en él, y Tor había entendido perfectamente a qué había querido referirse.
Pero aquella no había sido la razón que lo había impulsado a actuar así. Bueno, quizá sí había pensado que Hutch le perdería el respeto si no se atrevía. Pero también era cierto que le horrorizaba la idea de volver con el rabo entre las piernas.
Y así habría acabado todo de ser por Hutch. De todas formas, se dijo, no era esa tampoco la razón por la que había dado aquel paso al frente. George había dedicado toda su vida a aquello. Era un tipo decente y merecía tener su oportunidad. Si Tor no se hubiera lanzado de cabeza a la aventura, Hutch habría seguido insistiendo y George, recordando que ya antes se había equivocado con consecuencias fatales, se habría rendido.
Así fue que Tor se encontró junto a la puerta de la lanzadera, escuchando a Hutch explicar el reglamento, preparándose para hacer algo que en realidad no deseaba hacer.
• • •
¿Armas? Tenían tres cortadores láser. Aparte de eso, la cosa se reducía a varios cuchillos y tenedores.
—No los necesitaremos —mantenía George.
Alyx se las arregló entonces para dejarlo en mal lugar.
—Ya dijiste en una ocasión algo parecido.
—Vamos, Alyx. Ésa gente está tripulando una nave espacial. ¿De verás piensas que podrían comportarse como salvajes?
—Aún así —apuntó Tor— no es mala idea ir preparados. Solo por si acaso.
George miró a Hutch. Hutch se encogió de hombros.
—Es tu decisión.
—Está bien —dijo. Hutch le entregó dos de los cortadores, guardando uno para sí misma—. ¿Tú vienes? —preguntó George.
—Qué remedio…
—No quiero que hagáis nada que vayáis a lamentar.
Vaya, aquello era una broma.
—Será mejor que vaya.
Parecía aliviado y Hutch se preguntó si, en caso de haberlo dejado ir solo, no se hubiera echado atrás.
—Cuando los veamos —dijo— yo encabezaré el grupo.
Nick y Tor asintieron. George sonrió a Hutch. Todo iba a ir bien. Debían tener un poco de fe. Además, como siempre, había algo en su forma de comportarse que le hacía ganarse su respeto. Todo iría bien mientras Hockelmann estuviera al mando.
—¿Qué nos queda por considerar? —preguntó.
—Es posible que abandonen la órbita —dijo Hutch— con nosotros a bordo.
—¿Cuánto riesgo correríamos exactamente?
—Diría que es bastante considerable. Pero si deciden salir pitando, seguramente antes tendríamos algún aviso. Quizá interrumpirían la tormenta. Aunque es posible que no sea muy sencillo detectarlo a tiempo para que pueda servirnos de algo.
—¿Y no podremos saberlo porque enciendan los motores? —preguntó Nick—. Se me ocurre que sería el modo más fácil de saberlo.
—Los motores ya están funcionando —dijo Hutch—. De hecho, han estado funcionando desde que llegamos. Lo único es que ahora no están generando impulso propulsor. Aunque supongo que cuando se dispongan a partir podremos detectar un pico de energía en su patrón.
—¿Y podremos captar ese pico? —preguntó Tor.
—Sí, claro. Bill lo haría enseguida. De suceder así, nada más escuchar a Bill darnos el aviso echaríamos a correr hacia la lanzadera. ¿Entendido? —dijo clavando la mirada a George.
George asintió. Todos asintieron.
—Sin importar lo que pudiéramos estar haciendo, lo dejaríamos inmediatamente.
—¿Es seguro eso del pico que comentas? —dijo George—. Después de todo, es una nave alienígena.
—Un motor es siempre un motor, y no veo nada que implique la presencia de tecnología a años luz de la nuestra. Aparte de que no parecen disponer de tanques Hazeltine.
—Probablemente estén ocultos bajo el terreno —dijo Tor.
—¿Qué sugieres respecto a esos tanques? —preguntó Nick.
—Que es posible que tengan algo más avanzado. Pero no sirve de nada preocuparse por eso ahora.
—¿Qué son los tanques Hazeltine? —preguntó Alyx. Estaba fuera del muelle de embarque.
—Concentran la energía generada por los motores de salto y posibilitan los vuelos hiperespaciales. En el Memphis están ubicados en proa y popa.
Entonces se abrocharon el equipo generador de los e-trajes y recogieron sus tanques de oxígeno. Hutch hizo una comprobación rápida. Una vez satisfecha, abrió la escotilla de la lanzadera y entraron.
• • •
Alyx sabía que no la iban a convencer para integrarse en la expedición al chindi. Llamar a la puerta y quedarse esperando a ver quién les abría… Le alegraba comprobar que Hutch iba a regañadientes, pero deseaba que la capitana no hubiera aceptado unirse al grupo. No le hacía demasiado feliz quedarse sola a bordo del Memphis.
Los tres hombres eran auténticos sacos de testosterona. Parecía que no hubieran aprendido nada de las muertes de sus colegas en el Cóndor o a manos de aquellas salvajes bestias en Paraíso. Ni tampoco de la muerte del capitán del Wendy Jay. Solo hablaban de cuánto debían a las víctimas el tener que seguir adelante. Pero ya habían ido bastante lejos. Habían descubierto el chindi, Retiro, y ya habían tenido sus días de gloria. Y no sería porque no hubiera nadie que quisiera tomar el relevo. En cuanto a ella, ya había tenido suficiente. Dejemos que sea otro el que vaya a llamar a la puerta.
Lo que más la molestaba era que sabía exactamente lo que debían de pensar ahora de ella. Después de todo, era una mujer. Agacha la cabeza y deja que sean los hombres los que asuman los riesgos. No querrás estar en la línea de fuego, y todas esas patrañas. Estaban dispuestos a hacer una excepción con Hutch. Después de todo, era la capitana. Pero, incluso en su caso, pensaban que le faltaba valor. La aceptaban porque se sentían más cómodos teniéndola a su lado. Y si no acababan de encajar, tampoco importaba.
Diablos.
Alyx estaba dispuesta a arriesgar su vida por una buena causa siempre que las perspectivas fueran razonables. Pero lo que iban a hacer, a sus ojos, era una tontería increíble. Conocía las razones que esgrimían en sus argumentos. Y sabía que George había esperado más de ella, había querido que se uniera al juego para dar su apoyo. Pero Alyx sentía apego por la vida, y el silencio que mantenía el chindi no era un buen augurio. No van a estar esperando a recibimos con el plato típico local y los miembros más relevantes de su sociedad para estrechar lazos.
Los grandes adelantos científicos estaban muy bien, y más especialmente uno de aquella magnitud. Pero Alyx no tenía ningún interés en sacrificarse en el altar de la ciencia ni nada parecido. Después del almuerzo, cuando se habían estado preparando para bajar al muelle de carga, se había asegurado de hablar en privado con Hutch, de decirle que tenía toda la razón, que si George y los demás querían tirar sus vidas a la basura era su decisión, pero que ella no debía dejarse arrastrar a algo tan estúpido como lo que iban a hacer.
Hutchins había respondido a sus palabras con una media sonrisa, y estuvo segura de que disimulaba sus verdaderos sentimientos. Luego Alyx vio desfilar a los cuatro, camino del muelle. Pidió a Bill que hiciera parpadear las luces del Memphis de nuevo, y que enviara el saludo de George. Bill accedió, pero el chindi permanecía descorazonadamente mudo.
—Hutch —dijo por el canal privado—, odio sacar el tema…
—No te preocupes. —Estaban sentados en la lanzadera: tres exploradores y una reacia madre protectora, esperando a que se despresurizara el muelle de embarque—. Si ocurre algo, Bill te llevará a casa.
—¿Sabrá hacerlo?
—Tú solo díselo. Acatará tus órdenes.
A Alyx se le pasó por la cabeza que Hutch estaba mostrando una gran confianza en su juicio.
—Si entráis —dijo Alyx—, dejad encendida la cámara o algo así, para que pueda ver lo que está ocurriendo.
—Lo haré. Y Alyx, escucha, probablemente no haya nada de lo que preocuparse.
Claro. Seguro. Cosas así se hacen cada día.
Heywood Butler, el rey del horror, hubiera estado encantado con una situación semejante. Alyx se descubría ideando la trama para él. La heroína se queda rezagada mientras el equipo en la lanzadera sale a investigar. Pero entonces, pierde contacto con ellos. Y recibe una visita.
Un escalofrío le recorrió la columna.
• • •
El paisaje lunar avanzó parsimonioso bajo el Memphis.
Hutch había calculado que el encuentro coincidiría con la salida del chindi de la tormenta. Tenían imágenes de sus posibles escotillas, pero todo parecía estar bien cerrado y no había rastro alguno de los sistemas de lanzamiento o recogida de lanzaderas, aparte de un par de compuertas. Hutch aproximó la lanzadera y se posó brevemente para comprobar la reacción de la nave. Parpadeó con las luces y pidió permiso, en inglés, para aterrizar.
—No son muy amistosos —gruñó George.
—¿Sigues queriendo presentarte a tus amigos? —preguntó la capitana.
Ya se habían hecho a la idea, y George y sus colegas no tendrían problemas en encontrar siete u ocho razones para seguir adelante. Hutch podía sentir que, individualmente, ninguno de ellos quería continuar. Pero la mentalidad de grupo había acabado imponiéndose.
Así fue como, finalmente, la lanzadera del Memphis describió un giro hacia la zona delantera del chindi, pretendiendo emplear como punto de acceso la pequeña compuerta circular que había entre dos pequeñas lomas. Era una elección completamente arbitraria, aunque quizá la hubiera elegido porque estaba bastante alejada de las secciones de despegue y embarque. Parecía una zona bastante tranquila.
—Fijaré la nave lo mejor que pueda —anunció—. Si la cosa empieza a ponerse fea una vez que estemos en la superficie, regresad a toda prisa. No garantizo que podamos esperar a todo el mundo. Y ahora respondedme vosotros a una pregunta: una vez llamemos y nadie venga a abrirnos ¿qué haremos entonces?
George pareció que hubiera estado dándole muchas vueltas a aquel asunto, como sin duda había sido el caso. Y lo más probable, pensaba Hutch, es que fuera eso lo que ocurriese.
—Si no responden, tendremos que concluir lo que parece más obvio.
—¿Y es?
—Que no hay nadie en casa.
—Entiendo —dijo Hutch entrecerrando los ojos—. Y entonces lo que haremos será… —Interrumpió la frase, como invitándolo a acabarla.
—… buscar una forma de abrir la compuerta nosotros mismos.
—De acuerdo. ¿Y qué pasa si no se abre manualmente?
—Hutch, no podemos irnos y dejar escapar esta cosa. De una u otra forma tenemos que entrar.
—¿Y eso significa que…?
—… que en caso de que sea necesario, nos abriremos paso con la cortadora.
—Con la cortadora.
—Sí.
—Eso sería peligroso para los ocupantes.
—Seguro que podremos hacerlo cuidando su seguridad.
—No se me antoja sencillo —señaló.
—Bueno, esperemos no tener que llegar a ese extremo, ¿no?
La compuerta que habían elegido como objetivo estaba en una meseta, flanqueada por dos colinas orientadas hacia ella, y apuntando hacia la proa. Entre las colinas había una sección de tierra plana. Un buen lugar para hacer aterrizar la lanzadera. Tras ella, a unos cincuenta metros, las colinas convergían.
—Hutch. —Era Bill—. Uno de sus sensores te ha estado rastreando. Sabe que has llegado.
• • •
La muerte de Herman había sido demasiado para George. Aún no la había superado, y quizá nunca lo haría. Las imágenes de aquel terrible momento sobre la superficie del lugar al que habían llamado Paraíso eran como una daga clavada en su corazón. Nunca olvidaría el modo en que aquellas criaturas les habían sorprendido, la forma en que su beatífica apariencia había cambiado, esos ojos amables demonizándose, las sonrisas amistosas tornándose hambrientas. Se habían arrojado sobre él y Herman, como de costumbre, había tratado de defenderlo, pero había sucumbido bajo sus garras y zarpas. Una de aquellas bestias había hundido sus dientes en el cuello de Herman, y este lo había mirado en busca de ayuda, pero George había estado ocupado haciendo frente a su propio contrincante bestial.
Hutch había estado a punto de convencerlo de que la misión ya había sido un éxito, a pesar de las bajas. Pero ahora, mientras se dirigían hacia el chindi, sabía que era falso, que había sido un engaño, un intento de manipularlo. Después de todo, ¿qué habían encontrado? Una base lunar abandonada junto a un mundo diezmado, un grupo de seres primitivos y una casa vacía.
El inhóspito paisaje de color gris no dejaba de crecer. Podía distinguir el sitio en que planeaban aterrizar. Y la compuerta.
Aquél era el verdadero premio. Herman no hubiera querido que se quedara sentado en el Memphis, a la espera de que Mogambo llegara para llamar él a la puerta. Porque aquello seria lo que haría. Conseguiría comunicarse con quienquiera que estuviera dentro, y juntos hablarían de ciencia, de Dios, de por qué el universo existe, de las futuras relaciones entre ambas especies. Y el mundo olvidaría Refugio, que había muerto nada más nacer, y a los ángeles asesinos, y Retiro. Herman y George quedarían como un pie de página en el libro de la historia.
No. Aquélla era su oportunidad, debía hacerlo por él y por Herman, y por todos los que confiaban en él. Se imaginó junto al piloto de la nave alienígena, sentados junto a una chimenea, bebiendo cerveza y comiendo pizza.
Entonces pensó: Si pudiera conseguir algo así, estar una hora con él, no me importaría que esta maldita cosa despegase conmigo a bordo. De veras que no me importaría.
Visto de cerca, era difícil no ser consciente de que el chindi era pura roca tallada. No parecía ningún intento de hacer pasar el material por roca, aunque era evidente que no había sido sacada de molde alguno. Aquélla era una nave que bien podrían haber creado las manos de LeTurno o de Pasquarelli. Una obra de arte más que un producto de ingeniería. Y su diseño tenía algo inequívocamente lúgubre.
No mencionó sus impresiones a sus compañeros de la cabina de la lanzadera, ninguno las hubiera entendido. Nick y Hutch eran buena gente, pero eran en esencia criaturas superficiales, incapaces de aprehender la poesía de aquel momento. Y Tor, que podría haber percibido las implicaciones de la arquitectura del chindi, estaría probablemente más interesado en la capitana.
Cruzaron el crepúsculo y el chindi fue envuelto por la deslumbradora luz del sol. Hutch toqueteó algo en los controles, y entonces se acercaron.
Se cernieron sobre la extensión llana de terreno, gris, plana y nada espectacular, a no ser por esa moneda de plata que yacía tendida en un extremo: la compuerta, la puerta al futuro. George comprobó sus arneses con suma facilidad, como si fuera ya un veterano en la materia.
—No olvidéis —dijo Hutch— que este lugar no tendrá gravedad. Manteneos juntos. Y no hagáis movimientos repentinos.
Sí.
George cogió la llave inglesa que había traído consigo y la miró. Una llave histórica. Quizá la expondrían en el Smithsonian algún día, después que él la hubiera utilizado para llamar a la compuerta.
El chindi ocupaba todos los visores de la lanzadera, George podía sentir el pulso latiéndole en los oídos.
• • •
La lanzadera se posó, acompañada de una ligera sacudida. Hutch toqueteó algo y las luces se encendieron, el zumbido de la maquinaria pareció variar de tono y la cabina comenzó a despresurizarse.
—Bienvenidos al chindi —dijo Tor.
George se incorporó y fue hacia la cámara estanca. Hutch miró el paisaje rocoso, como asegurándose de que no hubiera ningún salvaje aproximándose a la lanzadera. Se ataron con amarres, George en un extremo y Hutch al otro.
—¿Has preparado ya tu frase? —le dijo Nick a George.
—¿A qué te refieres?
—El comentario que pasará a la historia.
—Nick, no es ningún mundo. Es solo una roca ahuecada.
—Aun así, sigo pensando que deberías decir algunas palabras. Pero algo más entusiasta que la última vez.
—Está bien —dijo—. Lo haré.
La presión del aire bajó hasta cero, la compuerta exterior se abrió y George sacó la cabeza para mirar entre las rocas. El casco de una nave alienígena. Un mundo en miniatura. Flotó hacia el exterior de la puerta, se agarró a la escalerilla y se impulsó hacia el suelo. Nick apareció a su espalda.
Los pies de George tocaron la superficie, pero tuvo que agarrarse a la nave para no caer.
—Bueno —dijo—, aquí estamos.
Nick le miró.
—¿Eso es todo?
—Deberá bastar.
Nick comenzó a separarse. La lanzadera empezó a flotar apartándose de la superficie. Entonces sus propulsores se activaron por un momento, y volvió a su posición.
—Todo el mundo fuera —dijo Hutch—. En marcha.
Nick y Tor siguieron los pasos de George. Luego Hutch, que llevaba una mochila propulsora, consiguió salir de la cámara estanca y posarse suavemente en la superficie. George se percató de que no había polvo que se levantara con sus pasos. Pisaban pura roca.
Hutch habló por su comunicador, probablemente con Bill. La lanzadera se elevó y se colocó a unos veinte metros del suelo.
—Si esta cosa empieza a acelerar… —dijo—. Si necesitáramos subir a toda prisa a la lanzadera solo tendríamos que decírselo a Bill.
Cobalto flotaba sobre sus cabezas, como una luna gigante. El sol, que parecía algo más brillante desde allí de lo que había aparentado en Retiro, brillaba justo en el horizonte. Otoño estaba en algún lugar detrás de ambos, invisible pero haciendo su presencia evidente por el destello que llenaba todo el horizonte. Incluso el propio horizonte parecía imposiblemente cercano, apenas un paseo y podrías zambullirte en él. A George se le hizo difícil respirar por un momento, sentía como si estuviera aprisionado contra una pared.
Nick lo miraba con expresión de asombro.
—¿Estás bien? —preguntó.
George no había sido consciente de lo evidente de sus sentimientos.
—Claro, Nick —dijo haciendo un esfuerzo por aparentar tranquilidad—. Estoy perfecto.
Tenían la compuerta justo al frente. Apenas a unas pocas decenas de pasos. Si había algo de gravedad, George desde luego no podía sentir sus efectos. Llevaba las botas estándar de anclaje, pero seguía teniendo cierta tendencia a botar y balancearse cada vez que daba un paso. Con todo, conseguía arreglárselas. El resto del grupo lo seguía; Nick a unos cuantos pasos a su espalda; luego Tor, que no dejaba de mirar a su alrededor intentando hacerse con todos los detalles; y Hutch, que vestía su uniforme de capitana, azul con franjas blancas, con el parche del Memphis sobre su pecho izquierdo. Todo muy oficial.
Pero no tenía mal aspecto, decidió George. Era algo maniática, pero probablemente sería debido a que se le había subido la autoridad a la cabeza. Por supuesto, no era tan encantadora como Alyx. Nadie era como Alyx. No obstante, debía reconocer que era atractiva.
A un lado vieron un plato de antena montado sobre una estructura de unos seis metros. La estructura era práctica, una simple cubierta de metal sobre un eje vertical. El plato debía de tener unos cuatro metros de diámetro. ¿Apuntaría a Pedrisco? Tocó una de las barras de soporte y pudo sentir el flujo de energía.
Sobre la superficie no había material libre, ningún guijarro, ni rocas o peñascos. Probablemente no habría gravedad suficiente para ello. Aunque parecía que debería de haber cierta acumulación.
—Pisamos el casco de una nave —dijo Hutch—. Cuando acelera, todo lo que no está asegurado sale despedido.
La compuerta estaba justo al frente. George creía poder sentir el runrún de los motores a lo lejos. Pegó sus manos a la roca, esperando sentir las vibraciones. Era difícil asegurarlo.
Hutch volvía a hablar con alguien. Quizá fuera con Alyx. Más probablemente con Bill. El Memphis asomaba por encima de la colina, a la derecha de George, que trastabilló y se resbaló. Nick lo levantó de un tirón.
—¡So, George! —le dijo.
• • •
La compuerta era redonda, de color gris y muy lisa, dispuesta contra la superficie, en el suelo. Las colinas a ambos lados estaban separadas unos cincuenta metros y la compuerta ocupaba casi una posición central entre ambas. Era difícil imaginar que no hubiera sido dispuesta allí a propósito, en aquel lugar señalado. Acceso de visitantes.
A George le latía el corazón con fuerza. Avanzaron trasversalmente, George a la izquierda, Hutch a la derecha. Al fin se colocó sobre ella. Era el momento que había estado esperando toda su vida.
Se puso de rodillas y volvió a flotar hacia arriba, pero el bueno de Nick estaba ahí de nuevo y le puso una mano en el hombro, sosteniéndolo.
No había forma aparente de entrar con facilidad. Ninguna asidera, ni palanca, ni panel oculto en la piedra. Era simplemente una placa circular de hierro, del tamaño aproximado de una alcantarilla. Sobresalía unos diez centímetros de la roca. George siguió el borde con los dedos, sintiendo el perímetro, intentando levantar la tapa.
No cedía.
—Debe haber una forma de abrirla —dijo Tor.
—Quizá algún control a distancia —dijo Hutch mirando a George—. Es tu espectáculo, muchachote. Aquí tienes la oportunidad que esperabas.
Hutch destelló una sonrisa maliciosa que le indicaba que estaba bien, que había que dejar de hablar y tirarse de cabeza. George sacó la llave inglesa de su arnés. Había llegado su momento de gloria. Golpeó dos veces la escotilla. Por supuesto no oyó el sonido, pero la vibración le subió por el brazo.
Se retiraron algunos pasos.
Nadie hablaba. George sintió un clic en su canal, y luego escuchó a alguien respirar. Como si alguien hubiera querido decir algo pero hubiese cambiado de idea.
Sus sombras jugueteaban a su alrededor, con diferentes tamaños y en distintas direcciones, alimentadas por el sol, Cobalto y los anillos.
Lo intentó de nuevo.
—Hola —dijo. Bang—. ¿Hay alguien en casa? —Clang. La parte plana de la llave producía más vibraciones. Imaginó el sonido resonando en el interior de la gran nave.
Esperaron. George era consciente de que Bill escuchaba desde el Memphis, y Alyx desde el puente.
Se dieron la vuelta. Se miraron unos a otros. Bajaron la vista a la escotilla.
Admiraron los anillos de Otoño. Desde aquel ángulo, lateralmente, parecían una afilada loncha de luz en lo alto del cielo. Tras ellos, una estrecha masa brumosa se curvaba hasta el infinito. El anillo exterior.
—Demasiado tiempo —dijo Tor—. No creo que haya nadie dentro.
—Ten paciencia —dijo Nick—. Es una nave muy grande. Es posible que tengan que recorrer varios kilómetros para venir a abrirnos.
Hutch guardaba silencio. Tenía un aspecto desalentado bajo aquella luz cambiante e incierta, una pequeña dama con un láser listo para defender al mundo de lo que pudiera haber tras la puerta. Aparte de lo que pudiera pensar de ella, lo cierto era que George sabía que era bueno tenerla a la espalda en caso de que se metieran en problemas.
—¿Alguna novedad? —preguntó Alyx.
—No —dijo George. Por supuesto, ella ya estaba viéndolo todo por las pantallas, gracias a las imágenes transmitidas por las cámaras que todos llevaban enganchadas en sus trajes. Pero Alyx no tenía forma de saber si habían comenzado a sentir vibraciones bajo sus pies, o si había señales de actividad en el interior de la nave.
George empezaba a sentir frío en el interior del campo de energía que lo envolvía.
—No parecen querer compañía —dijo Nick al fin—. Quizá sean demasiado avanzados y les parezcamos una molestia.
Hutch negó con la cabeza.
—Lo dudo. Echa un vistazo a esta tecnología. Aún expulsan residuos por la parte trasera para conseguir propulsión.
—Como nosotros.
—Pero no será así para siempre. Ya hay otras ideas en marcha. —Sus ojos se movían entre él y la escotilla—. Al menos deberían estar abiertos a los extraños.
George miró la hora, pero ya no se acordaba de cuándo habían llegado. ¿Habían pasado cinco minutos? ¿Veinte?
—Creo que ya hemos esperado suficiente —dijo.
Tor y Nick coincidieron.
Hutch volvió a clavarle su profunda mirada azul.
—¿Estáis seguros de querer hacerlo?
—Tenemos que hacerlo.
—Vais a abrir un hueco en un casco que puede estar presurizado. Podríais matar a alguien.
Quería decir a alguien que estuviera dentro. George había estado intentando no pensar en esa posibilidad.
—No veo otra alternativa.
Tor parecía incómodo.
—Sería un inicio algo movido de nuestras relaciones diplomáticas —dijo—, quizá deberíamos dejarlo.
George negó con la cabeza.
—No podemos. No ahora. —Seguro que, de haber habido alguien en las proximidades, habría respondido a nuestra llamada, ¿no es así?—. Sigamos con esto. Hutch, ¿me puedes pasar la cortadora?
Hutch dudó.
—Yo lo haré —dijo—. Apartaos.
George empujó a los demás hacia atrás, pero se quedó junto a Hutch. No podía permitir que asumiera todo el riesgo.
Hutch encendió la cortadora.
• • •
El metal parecía viejo. Estaba descolorido, rugoso, sin brillo, y era casi del mismo tono que la roca que lo rodeaba.
Bajo la cortadora, el metal empezó a humear y a derretirse. Hutch hizo más estrecha la hoja y concentró su acción en una zona localizada. Debía abrir primero un agujero para averiguar si iban a tener que hacer frente a cambios de presión.
Todos volvieron a quedar en silencio. El brillo rojizo del láser se reflejaba en sus escudos de energía.
—Hutch —sonó la voz de Bill en la penumbra—. Siento interrumpir, pero detecto la presencia de una nueva botella. Ésta se está aproximando desde la parte trasera del objeto.
—¿No es ninguna de las dos que vimos anteriormente?
—No. Su huella electrónica es diferente.
—¿Y viene hacia nosotros?
—No. A menos que cambie de curso, pasará por debajo del chindi. De hecho, creo que puedo distinguir un muelle de embarque que se ha abierto para recibirlo.
—De acuerdo, Bill, gracias. Avísame de cualquier cambio.
—Deberíamos estar en el otro extremo de esta roca —dijo Tor.
El y George comenzaron a discutir sobre la posibilidad de regresar a la lanzadera para dar la vuelta a la nave. Entretanto, Hutch acabó de perforar el casco, sin descubrir rastro alguno de presurización interna.
—Vacío —dijo.
Se miraron unos a otros.
—¿Cómo puede ser? —preguntó George.
Hutch lo miró, sabes tanto como yo. Entonces empezó a describir un corte horizontal.
—Señores, póngase cómodos —dijo la capitana—. Esto llevará algunos minutos.
—Hutch, ¿considerarías la posibilidad de dar la vuelta hasta donde están los muelles de embarque? —preguntó Tor—. Van a subir a bordo esa botella. Podríamos entrar con ella.
—Creo que será más seguro hacerlo de este modo.
—¿Por qué?
—No creo que nos interese arriesgarnos a darnos de bruces con algún mecanismo de acceso. Tengamos paciencia.
Escuchó un suspiro, pero no quiso seguir discutiendo. De todas formas, enseguida dejó de tener sentido en cuanto Bill informó de que el chindi había recogido la botella y había vuelto a cerrar su compuerta.
Hutch seccionó un fragmento de casco lo bastante grande como para que cupiera George, y lo empujó. Tras oponer cierta resistencia, se separó del todo y cayó. Estaba muy oscuro ahí abajo. Pero lo más intrigante de todo es que la sección cortada había caído.
—Hay gravedad ahí adentro —anunció Hutch.
Nick iluminó el interior con una linterna. Había una cámara estanca, aunque la compuerta interior estaba abierta. Además, también había una pasarela que descendía a través de ella, hacia un pasillo.
• • •
A Alyx le horrorizó ver cómo George desaparecía en el interior del casco. Llevaba una cámara en su indumentaria, pero todo se veía oscuro y su linterna no servía de mucho. Estaba en la pasarela, y el suelo parecía estar a unos seis metros hacia abajo. Alyx sabía, estaba segura de que aquello iba a acabar mal.
Durante la última hora su respeto por Hutch había ganado enteros, pero verla quedarse ahí como un pasmarote mientras George aporreaba el casco de la nave le había hecho subirse literalmente por las paredes. Había tenido cierta esperanza de ver cómo alguna infame criatura abría para llevarlos a todos dentro. Pero había resistido el impulso de decirles lo que estaba pensando. Intentaba aliviarse trasladando aquella escena a la coreografía, como tantas otras veces había hecho durante aquella misión.
Demasiadas simulaciones. Cuántas veces en los últimos cuatrocientos años, tanto en libros como en teatros, los humanos habían contactado con alienígenas solo para descubrir que estos eran extremadamente superiores a ellos en intelecto, o estaban sobre todo interesados en las personas como aperitivos. Toda la cultura humana estaba saturada de estas premisas gemelas, y no era fácil abandonar la idea de que una u otra debía ser cierta.
Hutch, realmente desearía que no hubieras hecho esto.
Vio al grupo bajar trepando la esclusa interior de la cámara estanca. Se detuvieron en el pasillo. No estaba iluminado, discurría en dos direcciones y no parecía otra cosa que un túnel excavado en la roca. En sus paredes se alineaban algunas puertas. Parecían ser de metal. Cada una tenía engarzada una anilla a modo de asidero o de adorno —no era fácil distinguirlo— a la altura de la cabeza.
—¿Qué camino escogemos? —dijo Tor.
Vio a George dudar, intentando aclarar ideas. Arrojó mentalmente una moneda y giró a la derecha, hacia la sección posterior de la nave. Los demás lo siguieron en fila india. Entonces la imagen se hizo borrosa.
—Hutch, estoy perdiendo señal visual —dijo Alyx.
—¿Qué tal funciona el sonido?
—Hay algunas interferencias. Pero bastante bien.
—De acuerdo. Vamos a avanzar un poco más. Te diré si vemos algo interesante.
—Espero que no sea así.
La puerta más próxima estaba a la izquierda, a unos quince pasos.
—… parecen herméticas… —se escuchó la voz de Hutch, entre ráfagas de ruido.
—Hutch, estoy perdiendo la señal de tu voz.
—… alto y claro…
—¿Puedes repetir? Hutch, no te escucho.
Hutch regresó de vuelta a la pasarela.
—La señal se interrumpe —dijo—. Un momento, no creo que debamos avanzar más.
• • •
La gravedad en el túnel estaba en torno a media G. El pasillo era lo bastante amplio como para que pudieran caminar por él diez personas una junto a otra, y el techo no habría estado al alcance de Tor ni aunque este se hubiera subido a los hombros de George.
La textura de las paredes al tacto no era muy diferente a la de la arenisca.
Se situaron frente a la primera puerta. Estaba toscamente labrada pero colocada dentro de un marco, y parecía hermética. Tor tiró de la arandela, la empujó. No se movió, y tampoco sucedió nada.
—¿Por qué piensas que habrá vacío aquí adentro? —preguntó George—. ¿Estarán todos muertos?
Aquél había sido también el primer pensamiento de Tor. Se preguntaba si todas las secciones del chindi estarían abandonadas.
—No creo que tenga que significar eso necesariamente —dijo Hutch—. Es una nave muy grande. Intentar mantenerla presurizada y climatizada al completo debe de suponer un gasto enorme de energía. —Por supuesto, aquella zona era capaz de mantener vida. La cámara estanca en la entrada y la puerta que tenían frente a ellos era la prueba.
Una pregunta rondaba sus cabezas: ¿por qué era tan grande el chindi? Y, más aún, ¿qué era?
Chindi.
Así la había llamado Alyx. El espíritu esquivo. Se hacía raro pensar en un objeto tan grande como aquel en esos términos. Casi podía englobar a toda la ciudad de Seattle.
Tenía algo de la Grecia clásica en sus líneas. Su exterior carecía de elementos decorativos, no tenía ningún puente elevado o una sección trasera con forma de flecha, o algún otro componente llamativo. Más bien era un modelo de simplicidad y perfección. Tor sabía que cualquier vendedor ingenioso podría haberlo convertido en un objeto de deseo, y que el chindi acabaría apareciendo en modelos de cristal tallado, en licoreras y en peltre.
Nick señaló al marco de la puerta. Había un pequeño óvalo incrustado en la roca. Se miraron el uno al otro y George lo tocó, lo pulsó, lo golpeó con la base de la mano.
Se escuchó un clic. George empujó la arandela y la puerta se abrió.
Tor se preparaba para echar a correr. Menuda tontería, considerando que estaban en el vacío. Nadie podría estar escondiéndose detrás de aquella puerta. Levantó la vista hacia Hutch, bellísima a la luz de las linternas. Probablemente sin darse cuenta, había sacado la cortadora y la empuñaba con su mano derecha.
Inspeccionaron el interior y sus linternas iluminaron una gran cámara vacía. Las paredes se curvaban hacia el techo, que era ligeramente cóncavo.
—Hemos perdido contacto con Alyx —dijo Hutch—. Debemos de estar bajo el influjo de un efecto atenuador.
Tor intentó contactar con Bill, pero solo recibió estática.
George continuaba contemplando la habitación.
—No hay mucho que ver —dijo.
Hutch cogió de repente a Tor por el brazo.
—Luces fuera —espetó—. Rápido.
Apagaron todas las linternas.
—¿Qué pasa? —preguntó Tor.
—Viene alguien —dijo la capitana.