¿No resulta evidente al observar las tramas mundanas que la fortuna no atiende a razones de sabiduría o necedad, y que convierte a la una en otra con caprichoso placer?
Tácito,
Anales, III, c. 110.
—¿Bill, qué tenemos exactamente? —Estaban reunidos en la sala de control de la misión, contemplando aquel disco blanco flotar en lo alto de la atmósfera de Otoño.
Bill sonaba algo perplejo.
—Los análisis espectroscópicos indican que son cristales de amoniaco puro. Junto a otros gases varios.
—Bill —dijo Hutch—, lo que quiero decir es, ¿qué es eso?
—Es una ventisca —respondió.
—De acuerdo. Empecemos desde el principio. Bill, algo como esto, suponiendo que pudiera existir…
—… existe…
—… ¿no sería de color amarillo?
—Eso habría esperado.
—¿Por qué amarillo? —preguntó George.
—Debido a la presencia de sulfuros y derivados. Pero, lo más importante es…
—… que habría sido de esperar —terminó Nick— encontrarla en el interior de la atmósfera. No hace falta ser meteorólogo para imaginarlo.
—Entonces estaríamos hablando de una tormenta de nieve en el espacio exterior, ¿no? —preguntó Tor—. ¿Bill, no es eso imposible?
—A la vista está que no.
—Déjate de evasivas. ¿Es posible según el estado natural de las cosas?
—No lo creo.
Aún estaban a unos pocos miles de kilómetros de la zona. A Hutch ni siquiera le habían consultado su opinión, tras comprobar que la decisión había sido unánime. Claro que ella habría coincidido. Era la clase de fenómenos que tanto gustaba a la gente de la Academia. Y parecía bastante inofensivo.
Incluso se había permitido dejarse llevar por el entusiasmo generalizado. Eran como niños, George bajando al salón la mañana de Navidad para encontrar un juguete tras otro bajo el árbol, Alyx intentando encajar el cosmos en un escenario, podremos recrear la tormenta de nieve, iluminarla desde detrás, la audiencia sentirá estar atrapada en ella, sentirá su peculiaridad, pues no es una tormenta corriente. Tor hacía planes para salir al exterior del casco y dibujar el fenómeno, y Nick pasaba gran parte de su tiempo haciendo observaciones filosóficas y anotándolas en su libreta.
—"Los Cuadernos de Nícholas Carmentine". Me gusta cómo suena.
—¿Qué escribes? —le preguntó Hutch.
—Son mis memorias. Diablos, Hutch, cuando regresemos seremos famosos. ¿Has pensado en eso? Encontramos todo lo que esperábamos. Y más.
—Bueno —corrigió Tor—, casi todo.
Incluso Bill parecía contagiado por el entusiasmo generalizado.
—Creo que debe de ser artificial —confesó a Hutch.
Aquél extraño fenómeno, fuera lo que fuese, era enorme, de miles de kilómetros de ancho. Expulsaba chorros y borbotones en todas direcciones. Algunos surtidores describían medios arcos que giraban alrededor del planeta. El cuerpo central de la tormenta era una gran masa densa, rebosante de viento, nieve y granizo. Los vientos de la tormenta promediaban unos 80 kilómetros por hora, con rachas de hasta 130. En realidad eran bastante calmados para tratarse de una tormenta sobre una gigante gaseosa. Estaba localizada justo sobre el ecuador.
El café, cargado, era cálido y reconfortante. Cuando Hutch era una chiquilla de campo, al escuchar historias de fantasmas alrededor de la hoguera siempre había tratado de recordar aquel olor de café, aquel que no le dejaban beber, y eso siempre le había hecho sentirse mejor, considerar que el mundo tenía más sentido. Ahora estaba ocurriendo exactamente lo mismo. Y eso la hacía sentirse bien, pues aquel nubarrón tenía algo de bosque oscuro.
Hutch condujo al Memphis lo bastante cerca de la tormenta como para que hubieran podido sacar la mano por una ventanilla y llenar un cubo de nieve. La ventisca era arrastrada hasta la atmósfera, pero la sección central, la más grande, estaba claramente situada por encima de las nubes, separada al menos por cien kilómetros. Junto al borde del planeta gigante podían distinguir a Cobalto, azul y dorado bajo la luz del distante sol.
—Cada vez resulta más extraño —dijo Bill—. Tengo lecturas de un efecto asombroso. La nieve sube desde la atmósfera, escapando de ella. Como una fuente.
—¿Cómo podría ser algo así posible? —preguntó Hutch.
—No lo sé. Pero está ocurriendo.
—¿Por qué no entramos en la tormenta? —preguntó George—. Quizá así podamos averiguar el motivo de ese comportamiento.
Aquélla sugerencia alarmó visiblemente a sus colegas. Tor frunció el ceño e hizo ver a Hutch que no consideraba que fuera buena idea.
—En realidad —dijo la capitana—, quizá podamos hacerlo. Pero más tarde. Antes de hacer cualquier movimiento debemos recoger más información sobre el entorno.
Bill calculó el diámetro de la tormenta en aproximadamente unos cuatrocientos kilómetros.
—Sea lo que sea lo que lo provoca —dijo Tor—, no durará demasiado. La luz del sol cae ahora sobre ella.
—¿Y cuánto crees que durará? —Bill no dejaba que se colara ningún tono bromista en su voz, pero Hutch sabía bien que estaba ahí.
—Oh, pues no sé. Quizá unos días. ¿No crees, Hutch?
—Es una incógnita absoluta, Tor —dijo—. Sin embargo, señalaría que ya lleva ahí al menos una semana.
—Novedades —dijo Bill. Una de las pantallas de la sala se iluminó mostrando la imagen de un paisaje lunar. Se estaba aproximando a la tormenta—. Parece ocupar la misma órbita.
Era una roca aplanada. Su superficie era bastante lisa, con varias hileras de pequeñas colinas.
—Creo que va a entrar en la tormenta —continuó Bill—. En unos quince minutos.
Hutch estaba hambrienta. Pidió algunos crepes y se unió a Alyx, que estaba empezando a dar cuenta de un plato de huevos con tostadas. Alyx le preguntó si pensaba que la tormenta tenía alguna conexión con Retiro.
—No puedo imaginar —dijo Nick— cómo sería posible.
Asteroides los había de todas las formas y tamaños. Alargados, deformes, simples fragmentos de otros más grandes. Éste en cuestión era aplanado, no muy distinto a una manta-raya, y era simétrico. No perfectamente simétrico, pero su masa parecía estar distribuida equitativamente a ambos lados.
—Bill —dijo Hutch—, las dimensiones, por favor.
—Tiene dieciséis con seis kilómetros de largo —dijo Bill—, y cinco con uno de anchura máxima. La altura, en el centro, es de cero con ocho.
—No mucho para tratarse de una luna —dijo George.
—Y tenemos una sorpresa —continuó Bill. Entonces se interrumpió mientras Nick se levantaba de la silla y se quedaba literalmente con la boca abierta.
—¿Qué? —dijo Alyx.
Nick señaló al satélite en la imagen. Al extremo trasero.
—Mira.
Bingo.
El objeto tenía propulsores.
• • •
George se puso de pie. Todos se pusieron de pie. Nick dio un apretón de manos a Hutch y la felicitó.
Una nave alienígena. La primera.
—Anota la hora, Bill —dijo Hutch, a quien George levantaba en brazos y abrazaba. Precisamente George—. Regístralo todo y anótalo en los archivos.
—Sí, Hutch. Felicidades, Sr. Hockelmann.
—Gracias. —George sonreía encantado.
Ampliaron la imagen de la roca. Tenía antenas. Y sensores.
—Algunas de las antenas de plato —dijo Bill— apuntan a Pedrisco.
Hutch dio instrucciones a Bill para que orientara la aproximación del Memphis de forma que pudieran tener una mejor vista de la nave, por arriba, por abajo, por ambos lados, por delante y por detrás.
Los propulsores eran enormes. Pero era entendible: sus motores debían impulsar una masa bastante considerable.
La vieron moverse en dirección a la tormenta de nieve. La ventisca. La gran granizada. ¿Por qué haría algo así? Tor volvió la vista hacia Hutch en busca de una respuesta.
—Bill —preguntó Hutch—, ¿está impulsado por energía?
El rostro de Bill apareció en pantalla.
—Sí, Hutch —dijo—, han hecho una pequeña corrección en su trayectoria. No es una nave abandonada.
—¿Intentan esquivar la tormenta? —preguntó.
—No. Parece que vayan directos hacia ella.
Entonces una nube de objetos apareció de algún lugar bajo la nave, de modo no muy distinto a un enjambre de insectos. Cargaron al frente, hacia la ventisca.
Bill se centró en uno de ellos y lo amplió en pantalla. Parecía una pareja de cilindros interconectados a través de una especie de malla, un espacio que albergaría el motor y unos propulsores. Tenía también sensores, antenas y cajas negras. Ni parabrisas, ni nada que pudiera asemejarse a la cabina del tripulante. No había hueco en que aparentemente pudiera caber un piloto.
Entonces, alejándose con decisión del asteroide, los objetos entraron en la Granizada.
—Mantengo su rastro —dijo Bill.
—¿Qué hacen?
—Están frenando.
Algo le ocurría al asteroide. Hutch vio cómo le brotaban unas alas. Tanto por arriba como por abajo, unos apéndices de color negro brotaban de la roca. Estaba adoptando el aspecto de un murciélago malformado. Entretanto, se acercaba cada vez más a la nube de granizo y remontaba ya el vuelo por el rastro de nieve revuelta que se amontonaba en la parte trasera de la tormenta.
—¿Qué son esas cosas? —preguntó Tor—, ¿qué está ocurriendo?
—Va a repostar —dijo Hutch.
—¿Lo dices en serio?
—Nosotros disponemos de esa misma función. En cierta medida.
—¿Qué quieres decir?
—Creo que son como cucharones. Nosotros también tenemos. En caso de vernos algo cortos de combustible, podemos enviar a la atmósfera uno de esos chismes para rellenar los tanques. —Entonces centró de nuevo su atención en Bill—. ¿Captamos algo?
—Hay ciertas fugas eléctricas —dijo.
—¿Y no nos saludan?
—No. En realidad no muestran ningún tipo de reacción ante nuestra presencia.
—Pero ya debían de habernos visto —dijo George—. ¿Bill, podrías abrir un canal de comunicación con ellos para que lo utilizase yo?
—¿George, quieres que active el multicanal?
—Sí —dijo.
—¿Qué piensas decirles? —preguntó Tor con una amplia sonrisa.
—Voy a decirles hola.
El asteroide se acercaba cada vez más a la tormenta.
—Ya estás en linea —informó Bill.
—Hola —dijo George—. Venimos en paz en representación de la humanidad.
—Eso me suena familiar —dijo Nick.
George se puso rojo.
—¿Qué quieres que diga?, casi no he tenido tiempo de pensarlo. No estaba preparado para algo así.
—Demasiado tarde —dijo Nick—. Ésa frase será leída hasta en la última escuela del mundo por los siglos de los siglos.
George se dirigió a la imagen de la IA que aparecía en pantalla.
—Bill, ¿han respondido algo?
—Negativo. No hay respuesta.
El asteroide avanzó hacia el centro de la tormenta y fue haciéndose cada vez más borroso.
• • •
Bill dio inicio a una cuenta atrás. Justo al anunciarlo, el objeto emergió al otro lado de la tormenta seguido por una nube de lanzaderas. Con las alas replegadas, las lanzaderas lo alcanzaron y confluyeron con el cuerpo principal. Entonces el objeto activó sus propulsores para ajustar su órbita, y continuó su camino.
—Por su curso actual, volverá a atravesar la tormenta en su próxima órbita —dijo Bill.
George volvió a intentarlo a través del canal abierto.
—Hola —dijo—. ¿Hay alguien ahí? —Entonces sonrió mirando a Alyx—. Estamos aquí. Por favor, hacednos señales con las luces o agitad las alas o algo así.
El comunicador solo devolvió silencio.
—Chicos, estoy seguro de que estaréis hartos de toparos con amigos aquí cada dos por tres —añadió.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Tor.
Alyx engulló un par de bocados de una tostada.
—Es un chindi —dijo.
¿Qué diablos era un chindi?
—Es un vocablo navajo. Un espíritu de la noche.
—¿Peligroso? —preguntó Nick.
—Todos los espíritus son peligrosos —dijo Tor. Bajó la mirada a Alyx, que estaba cogiendo mermelada de frambuesa para su tostada—. ¿De qué conoces tú a los navajos? —inquirió.
—Mi abuelo —sonrió inocentemente—. Sostiene que a ellos debo mi atractivo.
—Pero si eres rubia.
—Mi atractivo, no el color de mi cabello.
—¿Y qué va a hacer entonces ahora? —preguntó George, que estaba ya aburrido de colores de pelo y abuelos navajos.
—Supongo —dijo Hutch— que dará la vuelta hasta volver a encontrarse con la tormenta.
—¿No tuvo bastante con una vez?
—Es posible que no. Con lo grande que es, supongo que les llevará algo de tiempo repostar.
—¿Cómo funciona esa tormenta exactamente? —preguntó Alyx.
Hutch no lo sabía del todo.
—De alguna forma han conseguido que la troposfera escupa gran cantidad de amoniaco congelado. Eso es la Granizada.
—¿El amoniaco es su combustible? —preguntó Alyx.
—Más o menos. Probablemente lo dividan en hidrógeno y nitrógeno. Expulsarán el nitrógeno al exterior y el hidrógeno lo licuarán y lo almacenarán. Eso es el combustible. Y puede que también se sirvan de reacciones en cadena.
—No suena muy plausible —dijo Tor—. ¿Cómo conseguir que la atmósfera escupa todo ese amoniaco?
—No lo sé —dijo—. Como no podemos ver a través de la tormenta, no es fácil averiguar cómo lo están haciendo.
—Al menos no es un casco sin vida —dijo George.
—¿Estabas preocupado porque pudiera serlo?
—Francamente, sí.
Hutch negó con la cabeza.
—Me hubiera sorprendido que al final hubiera resultado ser así.
—¿Por qué?
—La tumba en Retiro. La más reciente. Y las pistas en el terreno. Muy probablemente esos sean los tipos que las dejaron.
—Y que enterraron a sus ocupantes.
—Y que enterraron a uno de los ocupantes. —Levantó la vista hacía las Gemelas—. Sí. Quiero decir, no es que este sea precisamente un barrio lleno de vecinos. Es posible o no que tengan relación con quienquiera que edificase Retiro. Hace mucho tiempo de eso. Probablemente, esos tipos pasaran por aquí y lo verían. Igual que nos ha ocurrido a nosotros.
—Me parece demasiada coincidencia —dijo Alyx.
—¿Y eso?
—Éste lugar probablemente solo haya tenido dos visitantes en tres mil años, y justo llegan con apenas unos días de diferencia.
• • •
El objeto se fue haciendo progresivamente más grande en las pantallas. Bill abrió los paneles de las paredes de la sala de control de la misión para que todos pudieran observarlo de cerca, para que captaran la inmensidad del objeto. Mientras el Memphis se iba acercando, su perspectiva cambiaba y ahora no observaban la nave al completo. En lugar de ello, contemplaban un paisaje rocoso que se extendía en todas direcciones. Estaba aporreado y maltrecho, cubierto de nieve. Su superficie era recorrida por cordilleras, hendeduras y ocasionales cráteres, todo combinado con estructuras de antenas, sensores y demás material electrónico, gran parte del cual Hutch era incapaz de identificar.
Se desplazaban más lentamente que el objeto, viéndolo cruzar por debajo del Memphis, fijando su mirada en la superficie rocosa para darse cuenta de que iba perdiendo su irregularidad poco a poco, que se hacía lisa, pasaba a ser metal y se acercaba cada vez más a ellos. Una cresta se convirtió en una colina, y la colina en un cilindro, y entonces este fue uno de dos cilindros idénticos, grises, fríos y llenos de agujeros. Entonces los cilindros se desplazaron y vieron que en realidad eran cuatro, dos parejas, y se convirtieron en tubos, en enormes propulsores en la parte trasera de la nave.
—Es grande —dijo Tor.
—¿Qué quieres hacer? —preguntó Hutch a George.
—¿Qué recomiendas?
—Seguir intentando hablar con ellos, sentarnos y mirar.
—Si se van —dijo Nick—, ¿podríamos seguirlos?
—Según la tecnología de la que dispongan. Se supone que la única que permite los saltos en el espacio es la de los Hazeltines. Si eso es cierto, si es esa tecnología la que poseen, entonces sí. Solo tendríamos que ver hacia dónde se encaminan, y reunirnos allí con ellos.
—¿Podríamos saber qué sistema exactamente?
—Solo es cuestión de seguir su trayectoria. Unir dos puntos. Sí, no creo que fuera ningún problema.
Entonces se dispusieron en una órbita paralela, siguiéndolos ligeramente retrasados, manteniendo una separación discreta. No había indicación alguna de que aquel asteroide o nave, el chindi, se hubiera percatado de su presencia.
Pero George estaba poniéndose nervioso.
—No entiendo por qué no nos responden —dijo. Y una idea se le pasó por la cabeza—: ¿Para cuándo esperamos la llegada de Mogambo?
—Para dentro de unos nueve días, ¿por qué?
—Si alguien le da la mano a esos bichejos me gustaría que pudiéramos ser nosotros —dijo pasándose la mano por la boca—. ¿Y si les hacemos señales con las luces?
—Podemos probar. ¿Por qué optarías? ¿Tres destellos con las cortas y tres con las largas?
—Me parece bien.
Hutch lo hizo de manera manual, después que se hubieran colocado junto al chindi, y empleando las luces delanteras de navegación.
Blipblipblip.
Blaz. Blaz. Blaz.
Y otra vez.
El chindi se deslizaba en la oscuridad. Ahora ambos estaban en el lado oscuro de Otoño, lejos de la Granizada. Muy abajo, en la distancia, extensas masas de cúmulos llenaban el cielo. Podían ver los destellos de relámpagos, gigantescos rayos, algunos lo suficientemente largos como para dar la vuelta a la Tierra.
—Prueba de nuevo —dijo George.
Hutch pasó la tarea a Bill, que no dejó de parpadear desde el frente y la parte trasera, desde arriba y abajo.
—Puede que no nos vean.
—No es posible, George.
—¿Por qué no responden entonces? Esto tiene que significar para ellos una señal tanto como lo es para nosotros.
—No lo sabemos —dijo Hutch—. Debes tener cuidado con las suposiciones.
—Aún no escuchamos nada por la radio tampoco, ¿verdad?
—No.
Siguieron intentándolo. Cruzaron la noche, el crepúsculo, y emergieron en el amanecer. Y vieron a Cobalto alzarse frente a ellos. El chindi surcó veloz el brazo planetario.
Entretanto, se dedicaron a ampliar y mejorar las imágenes que tenían. No era más que una roca con unos propulsores y sistemas de sensores. Pero debía haber algo más.
Tor señaló una zona con el dedo. Estaba entre dos montículos. Ampliaron a la máxima resolución, y Alyx dijo que parecía una antena de radio.
—Creo —dijo Hutch— que es una escotilla.
No dejaron de recopilar datos sobre el chindi. El Memphis, que medía sesenta y dos metros de proa a popa, apenas habría sido visible a su lado, pues alcanzaba menos de un uno por ciento de su longitud.
Bill tomó más fotos, y pasaron horas estudiándolas mientras el Memphis repetía sin cesar el saludo de George. Encontraron otras escotillas, de tamaños que oscilaban desde los dos metros hasta los veinte o incluso más, todas del mismo color que la roca que las rodeaba.
—Hutch —dijo Bill con tono muy grave. Era su tono de preocupación—. Detectado un lanzamiento. Algo ha abandonado la nave y ha entrado en órbita.
—Pásalo a la pantalla. —Era un objeto con forma de botella, con el cuello apuntando hacia delante. Su casco era liso.
—Su diseño es diferente al de los objetos que vimos anteriormente.
Hutch pudo distinguir sus propulsores.
—¿Qué tamaño tiene?
—Es casi tan grande como nuestra lanzadera. Quizá un par de metros más corto. Y tres metros de diámetro máximo.
—De acuerdo, Bill —dijo Hutch—. Avísame de cualquier movimiento.
Más tarde estuvo de vuelta con más noticias.
—Hutch, creo que he podido averiguar cómo generan la Granizada.
La física y la meteorología no eran sus fuertes. Ni los de nadie de los que integraban el grupo. Pero Hutch sabía que con Bill tenían esperanzas.
—Infórmame —dijo.
—Una nave del tamaño de chindi requiere de una enorme cantidad de combustible. Si intentase usar cucharones de recogida semejantes a los nuestros para conseguirla, tendría que estar en órbita durante años para conseguir el suficiente hidrógeno, o de lo contrario tendría que entrar en la atmósfera y dar pasadas por la troposfera. Para hacer eso su diseño debería poder reducir la fricción. Además, enseguida consumirían gran cantidad de su recién adquirido combustible para escapar de la gravedad.
—¿Y cuál es la solución entonces?
Bill apareció en el asiento situado frente al que ocupaba Hutch, vistiendo una fina camisa blanca con el cuello abierto y pantalones verde oscuro. Tenía una pierna cruzada sobre la otra.
—La solución es un filtro —dijo.
—Un filtro.
La Granizada se iluminó en la pantalla. La estaban observando desde un lateral, contemplando el surtidor subiendo desde abajo, la tormenta bullendo como un volcán, como una enorme seta explosiva que se alzara por encima de las nubes y se repartiera en todas direcciones. En el interior del chorro apareció dibujada una línea que se introducía en el centro de la tormenta.
—Es un conducto —dijo Bill—. Según mis averiguaciones, se extiende unos trescientos kilómetros por debajo de la Granizada.
Al fondo, en la troposfera, la línea iluminada, el conducto, adoptaba la forma de una especie de embudo, semejante a la de un tornado invertido, ampliando su circunferencia al ir descendiendo y extendiéndose por la atmósfera. El tornado se movía llevado por los fuertes vientos, que lo impulsaban a un lado y a otro. No obstante, conservaba su estructura. Se movía desde la parte baja de la atmósfera, sincronizado con la Granizada.
—Viaja a unos mil cuatrocientos kilómetros por hora —dijo Bill.
—¿Y es lo que genera la tormenta?
—Así lo creo. Aparentemente han estado transfiriendo gas desde la troposfera, en contra de la gravedad del planeta. El concepto sería generar una reserva de hidrógeno en el exterior, en órbita, a la que pudiera acceder la nave. —Bill se mostraba claramente complacido consigo mismo—. Lo han conseguido filtrando el gas desde niveles bajos de la atmósfera. Y, por favor, no seas tan escéptica. En realidad la ingeniería no sería demasiado compleja. Únicamente sería necesario un conducto flexible, construido por ejemplo con plástico ligero, y bajarlo a la tropopausa. En el ecuador, por cierto. Tiene que hacerse en el ecuador.
—De acuerdo. ¿Y entonces?
—En el conducto se coloca un reactor de fusión que sea eficiente. A unos cien kilómetros por debajo de la tropopausa, las temperaturas están en torno a los cien grados Kelvin, la presión alrededor de una atmósfera, y su composición es principalmente amoniaco helado. El conducto se infla hasta constituir el gran embudo que podemos ver, estrechándose en lo alto.
—¿Pero sería muy pesado, no? ¿Qué lo sostiene?
—Hutch, es un material muy ligero. E incluso pueden emplear globos, en caso de que sea necesario. El reactor encendido atrapa y calienta lo que tenga en las cercanías. Toda la estructura es muy ligera, de modo que se limita a flotar dando vueltas al planeta, empujada por vientos de mil cuatrocientos kilómetros por hora. La dinámica es la misma que la de un cebo de pesca con uno de esos émbolos con resorte en la punta.
Un esquema apareció entonces en pantalla.
—El reactor está ubicado en el interior del conducto, en la garganta. Al calentar el granizo, el hielo de amoniaco y el gas es propulsado por el conducto y expelido al espacio. Y ahí tienes tu tormenta de nieve. Tu estación de repostaje. Cuando el chindi llena sus tanques, el filtro de desinfla, se compacta y, supongo, se vuelve a meter en la nave.
Todos habían permanecido atentos a las explicaciones.
—Es impresionante —dijo George—. Habría sido más sencillo construir una nave más pequeña. Con una masa algo menor.
—Habría sido más sencillo —dijo Tor—. Debe haber una razón por la que quieran tener una nave más grande.
• • •
El chindi completó una segunda órbita; se estaba aproximando de nuevo a la Granizada. El Memphis le seguía la pista, a una distancia de unos mil kilómetros. Bill aún transmitía el mensaje de paz y presentación de George cuando este mismo le dijo que lo interrumpiera. Parecía muy ofendido.
—Hazlo, Bill —dijo Hutch, que estaba sola en el puente.
—De acuerdo, Hutch. A propósito, parece que están lanzando un segundo objeto. Sí, ahí va. —Lo puso en pantalla—. Otra botella. Y la primera está elevándose hasta casi abandonar la órbita.
—¿Bill, puedes decirme hacia dónde está dirigida?
—Negativo. Aún está acelerando. Va ya a unas 7 G, y sigue acelerando.
—¿No viene hacia aquí?
—No, no se dirige a nuestras cercanías.
—De acuerdo —dijo—. George, podríamos coger nosotros también algo de combustible. Ya hablamos antes acerca de la posibilidad de atravesar esa Granizada. Creo que es el momento adecuado para hacerlo.
Él asintió.
—Quizá eso llame su atención.
—Lo dudo.
Tor y Nick parecían preocupados.
—¿De veras crees que podremos hacerlo? —preguntó Nick.
—No debería ser ningún problema. Y esquilar la parte superior de la atmósfera nos llevaría varios días. No, no pasará nada. Ellos la atraviesan.
—Pero son mucho más grandes que nosotros.
—Nos lo tomaremos con calma.
Sin embargo, incluso Bill parecía no estar demasiado seguro. Cuando Hutch subió al puente y pudo dirigirse a ella a solas, le preguntó si estaba segura de que fuera una buena idea.
—Sí, Bill, es una buena idea. Saca los cucharones de recogida y esconde todos los demás dispositivos, excepto los sensores.
—El chindi acaba de volver a entrar en la tormenta.
—De acuerdo.
Su intercomunicador dio un pitido. Era Alyx, que estaba junto a los demás en la sala de control de la misión.
—Las pantallas se han apagado —dijo.
—Alyx, hemos apagado las cámaras para atravesar la Granizada.
—¿Es necesario hacerlo? —masculló George.
—Es una precaución.
—Arriesguémonos. Nos gustaría poder verlo.
—Está bien —dijo—. Una vez entremos, probablemente la visibilidad se reduzca bastante. —Bill volvió a activar dos de las cámaras, cada una junto a un haz de luz. Hutch transmitió las imágenes a la sala de control y también a la pantalla que tenía sobre su cabeza.
—Gracias —dijo Alyx.
—De nada. —Entonces dio orden al equipo de que se pusieran los cinturones—. ¿Bill, qué hay de esas dos botellas?
—La primera continúa su curso original. Hutch, sigue acelerando. Aún no puedo identificar ningún destino posible. La otra apenas ha puesto en marcha su maquinaria y parece estar disponiéndose a dejar la órbita. De hecho lo está haciendo ahora mismo.
—¿Hacia dónde se dirige?
—Aparentemente a ningún lado. Apunta en dirección a Andrómeda, en un cálculo aproximado.
Hutch observó la atmósfera revuelta y vio expandirse la Granizada mientras se acercaban. El chindi no estaba a la vista. La luz del sol distante, de las dos gigantes y de los anillos se agitaba difusa; la vista resultaba bastante tenebrosa. A Hutch le recordaba a aquella región al norte de Quraqua, o a las llanuras canadienses, donde podías estar atravesando una ventisca de nieve durante horas.
—Cucharones de recogida en posición —dijo Bill—. Todos los sistemas conectados. Estamos listos para repostar.
Por supuesto, aquella no era una tormenta de nieve común y corriente. Estaba poblada por grandes copos de nieve y piedras de granizo, agua helada y aguanieve.
—Frena hasta la velocidad de la tormenta más cuatro cero —dijo. La velocidad de la tormenta más cuarenta kilómetros por hora.
De fondo escuchaba a Alyx comentar que la tormenta le parecía hermosa. Y decía bien.
El Memphis estaba casi en el extremo superior de la Granizada y planeaba cruzar solo una pequeña sección, para llenar por completo sus tanques en solo dos horas. De haber atravesado por su sección media la estación de reportaje, y a una velocidad lo suficientemente lenta como para hacerlo de forma segura, el chindi bien podría haber dado la vuelta entera y haberlo atropellado por la espalda antes de que tuviera tiempo de salir.
Hutch divisó una sección de la tormenta, al frente, que parecía estar relativamente en calma y dio orden a Bill de dirigirse hacia allí.
La luz se tomó gris. Una ráfaga de viento los empujó y una repentina sacudida de granizo alcanzó la nave, haciendo vibrar el casco.
—Increíble —dijo Bill—, nunca pensé poder ver algo así.
La visibilidad decreció hasta apenas unos pocos metros. Copos de nieve derritiéndose llenaban ventanas y las dos cámaras activas.
—Necesitaríamos unos limpiaparabrisas —dijo Hutch a la IA.
Los vientos dejaron de zarandear la nave y amainaron momentáneamente. En ocasiones los alrededores se calmaban por completo, y entonces solo podían ver volutas de bruma. La nieve se arremolinaba a su alrededor y pegotes de amoniaco semicongelado se aplastaban contra el casco. Con sus luces alumbraban figuras informes, criaturas insustanciales de la noche.
El Memphis podría repostar por completo con solo una pasada. Como mucho en dos. Pero los requerimientos del chindi eran muy superiores. Poner en movimiento aquella masa de roca debía necesitar de gran cantidad de energía y de masa de reacción. Podría requerir de un par de semanas para rellenar sus tanques. Hutch se preguntaba cuánto tiempo llevaría ya allí.
—Vamos muy bien —señaló Bill—. Los tanques estarán llenos en el tiempo previsto.
• • •
Cuando hubieron completado el repostaje, Hutch dirigió al Memphis hacia arriba hasta salir de la Granizada. Bill informó de que el chindi aún seguía orbitando.
En las horas que siguieron, el Memphis se dispuso justo por encima y más allá de la tormenta. George empezó a preguntarse en voz alta cómo podría reaccionar el chindi si el Memphis se interpusiera justo en medio de su camino.
Hutch sabía reconocer una idea estúpida con solo escucharla.
—No creo que quisiéramos hacer algo así —dijo.
—Hutch, ¿no podríamos hacerlo sin arriesgamos? Simplemente dejando los motores encendidos. Manteniendo la distancia conveniente.
—No, George, de veras que no es una buena idea.
—¿Dónde está el riesgo?
—Resulta que han mostrado propensión a ignorarnos. Y habrá un momento en que empezarán a acelerar. Y no creo que quisiéramos estar en medio de su trayectoria cuando lo hagan.
George se dejó caer en su silla.
—¿Qué piensas tú, Tor? ¿Estarías dispuesto a echarles una carrera haciendo de liebre?
—No vamos a someterlo a votación —dijo Hutch.
—Yo estoy de acuerdo con Hutch —dijo Tor.
George adoptó entonces un tono más pausado.
—Hutch —dijo—, no querría obligarte a hacer nada que no quisieras, pero tengo que recordarte…
—… que es tu nave, pero yo soy la responsable de la seguridad, George.
—Yo podría liberarte de esa responsabilidad. Entonces no tendrías que preocuparte por esa carga.
Hutch negó con la cabeza.
—No puedes hacer algo así en mitad de un vuelo, a menos que tengas un sustituto cualificado.
—¿Y quién lo dice?
—Está en el reglamento.
—¿Qué reglamento?
—El Reglamento de capitanes de navio.
—No veo cómo me puede vincular ese reglamento.
—Me vincula a mí. —Hutch fue a sentarse a su lado—. Escucha, George, sé cómo te sientes. Sé lo mucho que quieres contactar con esos tipos. Pero creo que no vendría mal un poco de paciencia.
—¿Qué sugieres?
—Ahora mismo solo nos quedan dos alternativas. Esperar y observar o…
—¿… o qué?
—Volver a casa.
George le clavó la mirada.
—Eso ni planteárnoslo.
—Estoy de acuerdo. Por eso nos quedaremos tranquilos por el momento.
—¿Sabéis? —dijo Nick—. Es posible que no nos respondan porque no haya nadie dentro.
—¿Y cómo iba a ser posible eso? —masculló George.
—Una nave automatizada —apuntó Hutch.
—¿Cómo?
—Automatizada. Guiada por una IA.
—Pero sin duda hasta una IA respondería.
—Dependiendo de su programación. No olvides que las IA no son en realidad inteligentes. —En ese momento creyó oír suspirar a Bill en algún rincón de la nave.
George negó con la cabeza. Era una conclusión muy cruel. Derrotado, se dejó caer en su asiento y cerró los ojos.
Tor dijo entonces en tono calmado:
—Pero quizá entonces sea el momento de arriesgarse.
—¿Y eso qué significa? —preguntó Alyx.
—Pues ir hasta allí y llamar a la puerta.
George, abriendo los ojos, asintió solemne. Sí. Ésa era la forma de actuar.
—No —dijo Hutch. Deseaba que Tor se hubiera quedado calladito—. Es extremadamente peligroso. Desconocemos por completo lo que puede haber ahí dentro. Ésta cosa está relacionada con la destrucción de dos naves.
—No —dijo George—. Eso no lo sabemos seguro. Fueron robots quienes dirigieron esos ataques. Esto es diferente. Tenemos la oportunidad de echar un vistazo. A la nave. ¿Ves en ella algún rastro de armamento?
Alyx negó con la cabeza.
—Creo que Hutch tiene razón. Deberíamos ir poco a poco.
—Estaríais jugándoos la vida —dijo Hutch.
—Pero no pondría la nave en peligro —dijo George—. Y me parece que nosotros sí que podemos asumir los riesgos que consideremos apropiados. —Miró a Nick y Tor—. ¿Tengo razón?
Tenía razón.
—Vinimos aquí por esta razón —dijo Tor—. Si tenemos que ir hasta allí para llamar al timbre, yo digo que lo hagamos. Alyx, puedes quedarte aquí con Hutch si quieres.
—Tor, no es buena idea. —Podía ver en su rostro algo que rozaba la decepción.
Y le dolía.
Nick había estado estudiando el contenido de una taza de café. Ahora levantaba la vista.
—Hutch —dijo—, ¿puedo hacerte una pregunta?
—Claro. —La estaban arrinconando.
—¿Per qué no tiene armas el Memphis? ¿Por qué no hay ni una sola nave armada en toda la flota de superluminares? ¿Cuántas puede haber en total, veintitantas? Y ni una sola arma. ¿Por qué motivo?
—Porque nunca ha habido nadie a quien disparar, supongo. Nunca ha habido ninguna amenaza.
Nick mostró su tranquilizadora sonrisa de gerente de funerales. Ahora ha ido a un sitio en el que será más feliz. Todo va a ir bien.
—¿No será también porque creemos que todo el que sea lo suficientemente inteligente para conseguir viajar por el espacio no se mostrará hostil? Creo que te he oído a ti misma decir eso.
—Eso es lo que asumimos —dijo Hutch—. No es algo por lo que puedas jugarte la vida.
—Pero tú misma sugeriste también que esos tipos podrían haber llegado a Retiro, haber encontrado el cuerpo de su segundo ocupante, y haberlo enterrado. Eso no suena muy aterrador.
—Pero es solo una hipótesis de trabajo, Nick. La realidad es que no lo sabemos. Y aunque no sean hostiles, ¿qué pasa si el chindi se larga mientras estáis llamando a su puerta?
Nick frunció el ceño.
—No lo sé —dijo—. ¿Qué pasaría? Supongo que nada bueno.
—No sería una bonita despedida —dijo Hutch.