Capítulo 2

Septiembre de 2224

En su inmortal pergamino, lleno de furiosas llamas, aparecen unos nombres escritos.

William Hazlitt,

Características, XXII, 1823.

Cuando la Academia anunció que Clay Barber, por su actuación en el incidente de la Estación Renaissance, recibiría la Condecoración de Reconocimiento Especial de la Comisión, Hutch supo que había llegado el momento de dejarlo todo. Había pasado más de veinte años de su vida transportando a gente y llevando mercancías de un sitio para otro, entre la Tierra y diversas estaciones exteriores. Los vuelos eran largos y tediosos. En ocasiones pasaba semanas en su nave, normalmente sin tripulación, comprometida con un código que la obligaba a minimizar las relaciones sociales con sus pasajeros, y sin cielos despejados, playas solitarias, tormentas lluviosas o restaurantes alemanes. Ni siquiera disfrutaba del reconocimiento por los servicios prestados. Y todo para sacar de apuros a unos u otros.

Mujeres de su misma edad tenían ya familias, carreras o, al menos, amantes. Si no se producía algún cambio radical, Hutch no tenía perspectivas de casarse, ni probabilidad de ser ascendida, ni tampoco ninguna posibilidad sería de otra cosa que no fuera algún romance ocasional. No tenía estabilidad; nunca pasaba el tiempo suficiente en ningún lugar para adquirirla.

Para colmo, la Academia había cogido la costumbre de mandarla a lugares inhóspitos —dos veces en el último año a Deepsix, y luego a la Estación Renaissance—. Ya había tenido bastante. Era hora de marcharse, de encontrar un trabajo tranquilo en algún lugar, como socorrista o guardabosques. Su jubilación le aseguraría un techo bajo el que cobijarse, e iba a poder permitirse hacer lo que quisiera.

Regresó a la Serenity para reposar y para realizar tareas de mantenimiento de su nave. Luego condujo a parte del personal de la Estación Renaissance a la Tierra. Fue un viaje de cinco semanas, y pasó la mayor parte de este en el puente, haciendo planes.

Sus pasajeros no dejaban de quejarse del modo en que había sido gestionado todo aquel asunto, y de cómo sus vidas habían sido puestas en peligro innecesariamente. Durante el camino de vuelta a casa estrecharon tremendamente los vínculos que los unían, de un modo mucho más intenso de lo que nunca podría haberse producido a bordo de la Renaissance, y era porque habían atravesado una espantosa experiencia juntos.

Jugaban a las cartas, descansaban en el salón y organizaban picnics en una playa virtual. Aunque no excluían a Hutch —que incluso llegó a ser realmente popular entre todos ellos, sobre todo entre algunos de los chicos jóvenes—, lo cierto es que ella no dejó nunca de ser una extraña, aquella mujer cuya vida, a ojos de todos, nunca estuvo en peligro.

Transcurridas dos semanas, la capitana recibió una invitación para asistir a la Ceremonia en honor de Clay Barber, que se celebraría en la Residencia Brimson de la Academia, en Arlington, en el Día del Fundador —el 29 de septiembre—. Vaya, muchas gracias, pero seguro que iba a declinarla. Entonces vio que el nombre del Predicador aparecía en la lista de invitados.

Bueno, aquello cambiaba las cosas. Tampoco es que fuera a perseguirlo como una loca ni nada de eso, pero qué diablos.

Entretanto, redactaba su petición de retiro. Aún le quedaban treinta días de descanso, y aprovecharía para cobrar y marcharse justo al llegar a casa.

¿De veras no piensas volver? —preguntó Bill. Su imagen era ahora joven, viril, apuesta. En su rostro brillaba una sonrisa ladina, llena de promesas.

—Te falta software para eso, Bill. No va a funcionar.

La IA se carcajeó. Sin embargo, había un timbre solemne en él.

Te echare de menos, Hutch.

—Yo también, compañero.

• • •

La comunidad científica estaba profusamente representada en el banquete. Además asistían también varios políticos de diverso rango, que querían estar presentes en todas las fotos, y miembros de distintas organizaciones filantrópicas que habían apoyado activamente a la Academia desde sus inicios, todos sentados junto al comisario en la mesa principal. Estel Tripplett, que había representado el papel de Ginny Hazeltine en FTL, el gran éxito del último año, inauguró los festejos con una conmovedora interpretación de "Perdido en las estrellas".

Se sirvió pollo y arroz con guisantes, y cantidad de frutas y postres. Como suele ocurrir en los banquetes, la comida no era del todo mala.

Sylvia Virgil, la Directora de Operaciones de la Academia, hizo de maestra de ceremonias presentando a los invitados, concediendo un reconocimiento especial a Matthew Brawley, que, alertado por Barber, había llegado "en el momento justo" para rescatar al Dr. Dimenna, a su equipo y a sus familias. El Predicador subió al estrado a recoger su condecoración y recibió una ronda de aplausos. Parecía un verdadero héroe. Era solo un poco más alto que la media, pero caminaba como alguien que no dudaría un segundo antes de enzarzarse en una pelea con un tigre. De algún modo, se las arreglaba para mostrar esa sonrisa de faltaría más, no es nada que otro no hubiera hecho, que sugería que todos éramos los héroes, que él simplemente estuvo en el lugar adecuado en el momento adecuado.

Hutch lo contemplaba, consciente de que al hacerlo se le aceleraba el corazón. ¿Bueno, y por qué no? ¿Acaso era algo malo?

Enseguida Virgil pidió que todos aquellos que habían estado en la Estación Renaissance en el momento de la catástrofe se pusieran en pie. Estaban sentados más o menos juntos, al frente del salón de banquetes, hacia la izquierda. Se levantaron y se giraron para sonreír a la concurrencia, mientras esta les daba la bienvenida. Los aplausos resonaron en la estancia. Uno de los niños más pequeños miró a un lado y a otro, desconcertado.

De inmediato, el director llamó al senador Alien Nazarian para que presentara la condecoración de Barber.

Nazarian formaba parte del Comité de Investigación y Ciencia, donde hacía las veces de paladín financiero de la Academia. Era uno de los tipos más rollizos que la capitana hubiera visto nunca, pero a pesar de su amplia circunferencia se levantó con gracia, agradeciendo los aplausos mientras avanzaba hacia el atril, alzando la vista hacia las mesas.

—Señoras y señores —dijo con su tonillo Boston Brahmin—, es un honor estar aquí esta noche con todos ustedes, en esta hermosa ocasión.

Siguió pronunciándose sin abandonar su actitud altisonante durante varios minutos, hablando de los peligros y los rigores de la investigación en el entorno hostil extraterrestre.

—Nuestra gente arriesga sus vidas a cada minuto. Uno solo tiene que darse un paseo por estos edificios para ver una placa conmemorativa tras otra, recordando a gente que ya ha realizado su último sacrificio. Por fortuna, esta noche no habrá ningún memorando. Ningún monumento. Ése feliz acontecimiento lo debemos a la rápida respuesta y al cálculo de un hombre. Todos conocen bien la historia, el modo en que Barber interpretó magníficamente la existencia del peligro nada más interrumpirse las comunicaciones, casi al mismo tiempo, con la Estación Renaissance y con la Wildside.

A Hutch debían de estar reflejándosele los sentimientos en la cara, pues un joven que ocupaba un asiento a su derecha le preguntó si se encontraba bien.

—Clay reconoció la huella de un pulso electromagnético —continuó Nazarian—, y supo que esa perturbación significaba que las condiciones en Proteus habían empeorado. Era posible que tanto la Estación Renaissance como la nave estuvieran en peligro. No tenía forma de saber qué estaba ocurriendo, y había una única nave, el Cóndor, con posibilidades de ser enviada al rescate. Sin embargo, la distancia entre el Cóndor y la gente de Proteus se incrementaba a cada minuto de demora. Siguiendo las mejores tradiciones de la Academia, enseguida supuso lo peor y desvió al Cóndor, y es a esa feliz intuición a la que debemos las vidas de los hombres, mujeres, y niños que habían estado viviendo y trabajando en Proteus. —Entonces se volvió y miró a su izquierda—. Dr. Barber.

Barber, que había estado sentado en una mesa situada al frente, se levantó con la debida modestia. Sonrió a la concurrencia y se puso en pie.

Nazarian se inclinó frente al atril y recogió un objeto envuelto en un paño verde. Era una medalla.

—Para mí es un enorme placer…

Barber sonrió.

Nazarian leyó la inscripción.

—… por su gran cálculo y su iniciativa, que se tradujeron en el rescate de cincuenta y seis personas en la Estación Renaissance. Otorgado con el reconocimiento del comisionado, a 29 de septiembre de 2224.

Dimenna, sentado a una mesa de distancia de Hutch, levantó la vista por encima del hombro para contemplarla, y entonces se inclinó hacia la capitana.

—Apuesto a que te alegraste de su presencia, Hutchins, te sacó las castañas del fuego.

Barber sostuvo en alto la condecoración, para mostrarla a todos. Dio un apretón de manos a Nazarian y se volvió a la concurrencia. Confesó no haber hecho nada que cualquier otro jefe de operaciones hubiera hecho en las mismas circunstancias. Había sido bastante sencillo inferir de la interferencia lo que estaba sucediendo. Agradeció los servicios prestados a Sara Smith, una agente de vigilancia que había llamado su atención acerca de la anomalía. Y al Predicador Brawley —dijo Barber sustituyendo "Matthew" por el apodo por el que era conocido—, quien, al ser alertado del peligro, no dudó en acudir al rescate. Ante aquella insistencia, Matt se levantó para recibir una segunda ronda de ovaciones. Oh, y a Priscilla Hutchins, que ayudó a sacar a parte del personal en la Wildside, y que estaba también en la zona. Hutch se levantó también para recibir unos discretos aplausos.

• • •

Cuando la ceremonia hubo finalizado, la capitana vio que el Predicador se encaminaba hacia ella. Hutch caminó haciéndose la remolona hacia la puerta trasera, dándole tiempo. Hablaba con un par de miembros de la plantilla de administrativos de la Academia cuando la alcanzó, dedicándole una sonrisa, inclinándose frente a ella y besándola castamente en una mejilla.

—Qué alegría verte de nuevo, Hutch —dijo.

Durante el rescate no habían tenido oportunidad de hablar. Ella había tenido que sustituir sus componentes electrónicos dañados, mientras el Cóndor esperaba a fondear. Y mientras ella había recorrido una y otra vez el casco de su nave, ajustando los repuestos, el Predicador había estado inquieto. Muchacha, no quiero meterte prisa, había dicho, pero tampoco es que vayamos precisamente sobrados de tiempo.

Tardó diecisiete minutos justos en acabar el trabajo, y tres más tarde ya le estaba deseando suerte y largándose de allí.

Había sacado bastante ventaja a la llamarada, y sabía que la Wildside no tendría ningún problema. El Cóndor, sin embargo, iba a necesitar hacer un despegue rápido y acelerar todo lo que pudiera. Sin duda iba a ser un vuelo movidito, y un buen sobresalto para todos. Sin embargo, finalmente el Predicador los sacó a todos de allí y los condujo algunos días más tarde a la Estación Serenity. Para entonces, Hutch ya se había marchado de allí e iba camino de casa.

—No sabía que fueras a venir —dijo—. Me dijeron que estabas de misión.

Hutch asintió.

—No me sorprende nada. Siempre piensan que todo el mundo está en alguna misión.

—¿De veras la Academia premia a gente que es lo suficientemente lista como para arreglar una metedura de pata que nunca debía haber ocurrido?

Ella se carcajeó e ignoró la pregunta.

—Nunca en mi vida me había alegrado tanto de ver a alguien, Predicador. —Desde la Wildside, ella ya le había confesado lo agradecida que había estado por su oportuna aparición, y él le había devuelto una sonrisa. Encogiéndose de hombros, había hecho evidente que le alegraba haber estado en disposición de poder ayudar.

—Aunque debo concederle cierto mérito —dijo el Predicador—. Me agradan bastante las personas que me permiten hacerme con la gratitud de una mujer hermosa. —Entonces, y tras volver la vista al salón de banquetes, dijo—: ¿Por qué no te vienes conmigo a tomar una copa al Skyway?

—Solo si prometes enseñarme esa placa conmemorativa.

Él asintió, mientras la desenvolvía para mostrársela. Llevaba la imagen del Cóndor y la inscripción «Expreso Salvación». Era de roble bruñido, y el verla hizo a Hutch sentirse algo celosa.

—¿Expreso Salvación? —dijo.

—Es mejor que "El Predicador cabalga de nuevo". Me confesaron que fue su primera opción —dijo él siguiéndole el juego a Hutch.

Estaban a punto de salir por la puerta cuando Virgil los avistó, les hizo ver que aún debían esperar y fue hasta ellos.

—Lo cierto —dijo señalando a uno y a otro— es que había esperado encontraros juntos.

Hutch le presentó a la directora.

—Estamos en deuda con ambos —dijo estrechando la mano del Predicador. Entonces hizo que el improvisado grupo se hiciera a un lado—. Lo de ahí fuera podría haber sido un desastre. Si los dos no hubierais sacado de allí a todo el mundo, nos habríamos dado de bruces con una debacle en nuestras relaciones con el público que bien podría haber supuesto el fin de nuestra organización.

Y habría muerto mucha gente. Pero claro, eso no importaba.

Terna buenas razones para estar agradecida: la directora había desempeñado un papel importante a la hora de mantener abierta la Renaissance.

—Tuvisteis suerte —masculló el Predicador, mirándola con gravedad. Estaba extraordinariamente apuesto, vestido para la ocasión, pensó para sí Hutch, con su chaqueta azul, una camisa blanca y un fular también azul. Tenía un anillo con un águila en el dedo anular de su mano izquierda. Era de plata, y se lo había concedido la Comisión Humanitaria Mundial por haber llevado suministros médicos de emergencia a Quraqua, corriendo él mismo con los gastos. No había duda, era tremendamente gallardo.

Y pilló a Hutch mirándolo embobada. Algo cambió repentinamente en su expresión. La suavizó, y recorrió velozmente con sus ojos los hombros desnudos de la capitana.

No hay duda, pensó ella.

Si Virgil era consciente del intercambio de miradas, se lo guardaba para sí misma. Era famosa por su hosquedad, y se decía que se había pagado los estudios haciendo de stripper. El fin siempre justificaba los medios. Habría sido una mujer hermosa, de no ser porque todo en ella parecía tener una parte afilada y ruda. Siempre hablaba con tono autoritario, con esos ojos tan penetrantes y ese aire de excesiva seguridad en sí misma. Había estado casada en tres ocasiones. Nadie había durado mucho a su lado.

—Hutch —dijo—, quisiera hablar un momento contigo acerca del informe que enviaste.

Su jubilación.

—Claro que sí, Sylvia. —En realidad prefería no hacerlo.

—Quiero que sepas que me entristece enormemente saber que estás pensando en dejarnos.

—Ya es hora —replicó Hutch.

—Bueno, ya sé que no puedo discutir tus propios sentimientos —dijo cambiando la vista hacia Brawley—. Perdemos a una oficial extraordinaria, Predicador.

Éste asintió condescendiente, como si él lo supiera mejor que nadie.

—Hutch, debo pedirte un favor. Quisiera que llevaras a cabo una última misión para nosotros. Es importante. Tu presencia ha sido requerida explícitamente.

—¿De veras? ¿Quién me ha reclamado?

—Y es más —continuó diciendo Sylvia, como si Hutch no hubiera hablado—, nos encantaría que pudieras quedarte en la Academia. Creo que estoy en disposición de poder ofrecerte un puesto de lo más interesante, que supondría un reto para ti. En unas cuantas semanas. Te agradecería que no lo comentaras con nadie, porque aún debemos registrar técnicamente ese puesto de trabajo. —Aparentar que todos los solicitantes son considerados como corresponde—. Seguirías aquí, en Arlington —añadió.

Hutch no había estado preparada para aquello. Había esperado algunos trámites, sin contratiempos; muchas gracias, que te vaya bien, escribe cuando encuentres trabajo, y cosas así.

—¿De qué misión se trata? —preguntó.

Virgil había llegado a la dirección de la Academia hacía poco menos de un año,^ y no había perdido un segundo para empezar a airear los trapos sucios. En aquellos sucesos se vio involucrado gran parte del equipo administrativo. Parecía como si alguien hubiera perdido aceptación.

—Quizá —continuó ella— podríamos ir a mi despacho para seguir discutiendo todo esto.

Hutch dudó por un momento. No tenía intención de apartarse del Predicador.

—Venís los dos —añadió Virgil sonriendo agradablemente, para sorpresa de Brawley. Se pueden decir muchas cosas de ella, pensó Hutch, pero desde luego no que sea tonta.

Hutch cogió su chal, el Predicador se puso su abrigo y Virgil encabezó la caminata a través del parque. Cruzaron el puente que había sobre el estanque de la luna. La noche estaba nublada y agitada, y amenazaba con llover. Las luces del Distrito de Columbia destellaban en el cielo del norte. Los taxis se amontonaban para recoger a los invitados que abandonaban la fiesta.

—Qué maravilloso evento —dijo Hutch.

—Sí, ha sido una tarde emocionante. —Virgil sacó una pastilla de una caja con grabados y se la tragó. Se decía que tenía problemas de salud—. Cuando las aguas vuelvan a su cauce, lo animaré a dimitir.

Hutch tuvo que considerar por dos veces aquel comentario para darse cuenta de que hablaba de Barber.

Entonces se detuvieron en medio del puente.

—Te lo digo, Hutch, porque quiero que entiendas que aprecio tu discreción. Sé bien que podrías habernos metido a todos en el fregado.

Hutch no contestó.

—Fuiste suficientemente inteligente para darte cuenta de que no habría servido de nada, y que hubiera hecho más mal que bien. La Academia tiene enemigos políticos que hubieran estado encantados de aprovechar un incidente como este para argumentar en contra de nuestra competencia. Y, de estar en sus manos, dejarnos fuera de juego.

Algo chapoteó en el estanque.

El Predicador se movió para que Virgil lo mirara.

—¿Y cuán incompetente es la Academia? A Barber podrían habérsele muerto muchas personas allí arriba. En lo que a eso respecta…

—… lo mismo puede decirse de Dimenna. —Virgil parecía estar muriéndose de frío. Al principio de la tarde había hecho bastante calor, y vestía únicamente una fina blusa cubriendo su vestido—. Soy consciente de ello.

—¿Para esto querías hablarme? —inquirió el Predicador, que seguía preguntándose qué hacía allí.

—No. Quería elogiar tu sensatez. Y asegurarte que estoy ocupándome de resolver el problema. No volverá a Serenity. —Entonces la recorrió un escalofrío—. Además, tengo una oferta para ti. Vayamos a un sitio donde no haga tanto frío.

Minutos más tarde, se apresuraban a entrar en el edificio de oficinas, subiendo hasta alcanzar la segunda planta. Las luces se encendieron a su paso, y se abrió una puerta por la que pudieron entrar para llegar al despacho que ocupaba la directora. Virgil cogió una rebeca de un armario y se la puso sobre los hombros. ¿Hutch tenía frío? ¿No? De acuerdo.

—¿Puedo ofreceros algo de beber? —Recitó de carrerilla lo que tenía, e hizo una señal indicando un par de sillones acolchados.

La estancia era espaciosa, lujosa al estilo gubernamental-administrativo. Imitaciones de cuero. Paredes de tonos oscuros. Cantidad de placas conmemorativas. El Premio Montrose por los Logros Alcanzados en el Campo de las Matemáticas Lineales. La Medalla del Comisionado por la Promoción de la Ciencia. Ciudadana del Año del Estado de Maryland. Madre Canadiense del Año. Fotos de un antiguo marido y unas mellizas sobre el escritorio. Fotos de la directora con Oberright, con Simpson y Dawes, con la estrella de las simulaciones Dashiel Banner, con el presidente. En conjunto, gran cantidad de material intimidatorio colgando de aquellas paredes.

El Predicador pidió un vaso de Burdeos. Hutch optó por un licor de almendras. La directora llenó un tercer vaso con brandy, y se sentó tras un enorme escritorio de nogal.

Sorbió de su bebida y los miró a ambos, disfrutando de forma evidente de su confusión.

—Supongo —dijo— que habréis oído hablar de la misión del Benjamin Martin.

Hutch, por supuesto, estaba al tanto. El Predicador, en cambio, negó con la cabeza. No, no tenía ni idea de a qué hacía referencia la directora.

—Fue un operativo de investigación enviado a una estrella de neutrones —dijo Hutch—. Hace varios años. Se rumoreaba que habían captado algo. Una transmisión radiofónica de alguna clase. ¿Once-Cero-Siete, no era así? Pero nunca se pudo confirmar nada.

—No fue un rumor —apuntó Virgil—. Realmente captaron una transmisión de radio, que aparentaba ser artificial.

—¿Quién más había allí? —preguntó el Predicador.

—Bueno, de eso se trata. No había nadie. Ni siquiera remotamente cerca. —Entonces posó el vaso—. Langley estuvo allí durante seis meses. Era el capitán. No volvieron a captar nada. Ni siquiera un susurro.

El Predicador se encogió de hombros.

—No es una historia original. La gente escucha cosas constantemente.

—Predicador, en la intercepción de la señal emplearon varios satélites. Al regresar, los dejaron allí.

—Y uno de ellos —adivinó Hutch— ha vuelto a captar algo.

Virgil se volvió y fijó la vista en la ventana, contemplando el patio interior al que daba.

—Exacto. Se ha producido una segunda intercepción. Hace tres semanas recibimos el informe.

—¿Y…?

—El emisor órbita la estrella de neutrones.

—Probablemente se trate de una anomalía local —dijo el Predicador—. Es posible esperar cualquier cosa en las proximidades de esa clase de bestias. ¿Ha podido alguien descifrarla?

—No. No hemos tenido éxito aún con las transcripciones.

El Predicador parecía insatisfecho.

—¿Cuánto pudo interceptarse?

—No demasiado. Al igual que la primera vez, apenas fue un segundo. Es una onda muy estrecha; el satélite apenas la atravesó. Se trata de una transmisión dirigida.

—¿Dirigida hacia dónde?

—Su dirección es compatible con la de la primera intercepción. Pero no hemos concluido aún ningún objetivo —dijo alzando las manos.

—Pues no hay mucho.

Virgil se encogió de hombros.

—El haz no parece tener un objetivo claro. Por supuesto, no hay ningún sistema planetario. Y no hemos visto objetos extraños por la zona.

—Lo cual tampoco significa demasiado —apostilló el Predicador.

Virgil clavó sus ojos en él. Su interés era puramente empresarial.

—No sabemos con certeza qué está pasando. Probablemente nada. Hay gente de nuestro equipo que piensa que incluso podría tratarse de un reflejo temporal, una señal de una misión futura. Algo que haya salido rebotado de un bucle temporal.

Hutch tenía entendido que los bucles temporales se mantenían operativos apenas por unos instantes. Incluso en las condiciones más excepcionales. Pero no hizo ningún comentario. Lo que sí podía ver era hacia dónde llevaba aquella conversación. Parecía bastante claro: le pedirían que transportara hasta allí a algunos investigadores, que esperara mientras hicieran sus pesquisas, y que luego los trajera de vuelta.

El Predicador estudió su Burdeos a la luz de la lámpara del escritorio.

—Quieres que alguien vaya a echar un vistazo.

—No exactamente. —Virgil apuró su bebida, posó el vaso en el escritorio y estudió a Hutch. Los humanos llevaban rondando en su entorno hacía ya más de medio siglo. Habían encontrado un puñado de mundos con vida, unas pocas ruinas, y a los noks—. Hutch, ¿has oído hablar de la Sociedad del Contacto?

—Claro. Son un grupo de chalados que quiere encontrar civilizaciones extraterrestres.

—No es del todo cierto —dijo—. No estoy segura de que sean, eh, chalados. Sostienen que no estamos preparándonos lo suficiente para un eventual encuentro con una inteligencia extraterrestre. Dicen que es solo cuestión de tiempo, y que nos estamos comportando como si la galaxia fuera nuestra. No estoy del todo segura de poder contradecir unos argumentos semejantes.

—¿Y dónde está el problema? Ya llevamos bastante tiempo ahí fuera, y parece que no hay demasiado que ver.

—Bueno —dijo Virgil—, en realidad no se trata de ninguna localización en especial que quieran escudriñar. Lo cierto es que han donado enormes cantidades de dinero a la Academia. Y consideran que no se están haciendo esfuerzos suficientes para averiguar si hay alguien más en el barrio. Puede decirse que ese es su santo grial, y piensan que debe ser el principal motivo de la existencia de la Academia. Y eso es bueno. No hay ninguna razón por la que debamos hacerles creer lo contrario.

—Y —continuó el Predicador— están interesados en la transmisión interceptada en la 1107.

—Así es. Llevan bastante tiempo insistiéndonos en que estudiemos el caso más a fondo. Éstos hechos recientes han tensado aún más la situación, y no sería prudente limitarse a dejarla pasar sin más. —Se reclinó en su asiento, dando golpecitos con sus dedos en el escritorio—. No creo que vaya a ser nada importante. Quiero decir, ¿de qué podría tratarse? Incluso aunque el Benny hubiera captado realmente una comunicación extraterrestre, ¿qué iban a hacer esos seres, aun dando vueltas por la misma zona cuatro años después? ¿No estáis de acuerdo? ¿Sabéis a lo que me refiero? No sé qué explicación puede tener todo esto, pero estoy segura de que no se tratará de ningún marciano. —Virgil miraba ahora fijamente a Hutch—. ¿Hutch, sabes quién es George Hockelmann?

No tenía ni idea.

—Es el gerente de los Restaurantes Miranda.

—Ah, ese tipo que guarda la receta secreta de las tortitas.

—Algo así. Pues es también uno de los principales benefactores de la Academia. De hecho, a finales del presente año donará una nave.

—¿Una superluminar?

—Sí. El Ciudad de Memphis. Acaba de ser botada.

—Se llama así por su ciudad natal —dijo Hutch.

—Correcto. Será nuestra a finales de año.

—¿Y a qué es debida esa demora?

—Es algo relacionado con los impuestos. Pero no es eso lo importante. —Parecía dubitativa. Hay algo que le cuesta decirnos, pensó Hutch—. El Memphis es la nave que va a visitar la 1107.

—El año que viene.

—La semana que viene.

—Pero dijiste que…

—En calidad de préstamo.

—Comprendo.

—Hutch. Quisiera que fueras tú quien dirigiera esa misión.

—¿Yo, por qué? —dijo.

—Por expreso deseo de Hockelmann. —Entonces se reclinó hacia la capitana—. Es por lo de Deepsix. Cree que eres nuestra mejor piloto —entonces se contuvo—. No quiero decir que no lo seas. Te pagaremos bien. Y cuando vuelvas, me aseguraré de que tengas algo bueno esperándote.

Había un largo camino hasta el Once-Cero-Siete.

—Es un buen trayecto.

—Hutch, estamos muy interesados en mantener contento a este tipo. Lo consideraría un favor personal.

—¿Quién dirigirá el equipo científico?

—Bueno, es ahí donde está la peculiaridad. No habrá equipo científico. —Se puso en pie, se amasó las manos, e intentó aparentar tenerlo todo controlado—. Hutch, sería básicamente una misión de relaciones públicas. Transportarías a algunos miembros de la Sociedad del Contacto. Incluido el propio Hockelmann. Les mostrarías lo que quieren ver, y no será otra cosa que una pesadísima estrella muerta sin ningún aliciente. Darías unas cuantas vueltas, intentando captar transmisiones radiofónicas, hasta que se aburran, y entonces regresarías a casa. —Virgil ladeó la cabeza—. ¿Lo harás?

Parecía realmente inofensivo.

—¿Cuál es ese puesto de la Academia que podría quedar vacante?

—Director de personal.

—¿Godwin?

—Sí —dijo sonriendo—. Va a dimitir.

Y seguro que aún no lo sabe. Lo cierto es que no estaba segura de querer aquel trabajo. Pero la presencia de Brawley estaba surtiendo efecto. Se sentía incómoda rechazando una propuesta como aquella con él a su lado. Y no es que su opinión le importara demasiado.

—Me lo pensaré —dijo por fin.

—Hutch, apenas disponemos de unos días. Temo que deberé saberlo esta misma noche. —Entonces se levantó, rodeó el escritorio y se reclinó sobre él—. Me gustaría mucho que pudieras encargarte de esto.

Brawley apartaba la vista prudentemente.

—De acuerdo —dijo Hutch.

—Muy bien. —Virgil se irguió, cogió una pluma y garabateó algo en un cuaderno—. Si puedes pasarte por la oficina de operaciones mañana mismo, allí tendrán listos todos los detalles para entregártelos. —Volvió a llenarle el vaso a Hutch, y entonces centró su atención en el Predicador—. Capitán Brawley, me gustaría ofrecerle un cometido a usted también.

El Predicador arqueó las cejas.

—¿Quieres que la acompañe?

—No.

Qué lástima, pensó Hutch.

Virgil tocó algo en el escritorio y las luces de la habitación se apagaron. Un campo de estrellas tomó forma en el centro de la sala.

—Esto es Sirio —dijo—. La estrella de neutrones está aquí. —Desplazó un puntero para señalar el lugar—. Y la transmisión. —Entonces un cursor parpadeó y se convirtió en una línea. Ésta se desplazó a lo largo de las estrellas, hasta alcanzar una de ellas, que se volvió de color azul brillante—. La Sociedad ha sugerido que el objetivo podría estar localizado más allá de la región inmediatamente próxima a la 1107. De hecho, piensan que se trata de una señal interestelar —dijo encogiéndose de hombros—. Sé que es una locura, pero ¿quién soy yo para llevarles la contraria? —Señaló la estrella azulada y empezó a revisar documentos que tenía sobre su escritorio—. Guardo el número de catálogo por algún sitio.

El Predicador observaba la escena embelesado.

—Observaréis que la estrella de neutrones, la trayectoria completa de la transmisión y ese Punto B, la estrella azulada objetivo, están a bastante distancia de la burbuja. —Fuera de la esfera de 120 años luz de diámetro que tenía su centro, aproximadamente, en Arlington—. La misión del Benjamin Martin constituía nuestra primera visita a la zona. La Sociedad quiere enviar una segunda misión al Punto B. Están dispuestos a sufragarla, pero quieren que seamos nosotros quienes la montemos.

—¿Y por qué yo? —preguntó el Predicador—. ¿Por qué no empleáis una de vuestras propias naves?

—A esta gente le gustan las comodidades. El Cóndor es más lujoso que cualquier nave que podamos tener nosotros. —Entonces miró a Hutch—. Por cierto, descubrirás que el Memphis está por encima de las naves a las que estás acostumbrada. —Entonces pasó al Predicador una hoja con un contrato—. Nos gustaría contratar tus servicios, y los de tu nave. Durante, digamos, aproximadamente cuatro meses.

El Predicador estudió el documento.

—Déjame ver si lo he entendido. ¿Quieres que lleve a esta gente hasta el Punto B, para hacer qué?

—Para ver qué hay allí.

—¿A qué distancia está de la estrella de neutrones?

Virgil encendió la lámpara del escritorio de nuevo y estudió sus notas.

—Dieciséis años luz.

El Predicador miró el contrato.

—Debería cerrar otros asuntos que tengo pendientes —dijo—. Te daré una respuesta por la mañana.

• • •

—¿Qué te pareció el pollo? —preguntó el Predicador a Hutch mientras regresaban, cruzando el puente.

—Estaba bueno —respondió ella.

El cielo se había nublado y el viento transportaba una incipiente lluvia. El Predicador la contempló con sus grandes ojos azules.

—¿Te apetece un sándwich antes de despedir la noche? Algo de auténtica comida.

Tomaron un taxi que cruzó el Potomac hasta llegar a Crystal Tower. Algo carillo, pensó Hutch, pero si Brawley quería alardear un poco, no iba a ser ella quien le llevase la contraria.

Aterrizaron en el tejado, bajaron una planta hasta Maxie’s y tomaron asiento en un reservado con vistas al Lincoln Memorial y al Museo de la Casa Blanca, resplandecientes detrás de sus diques. La Isla Constitución era una mácula de luces bajo la lluvia, que arreciaba. La chimenea crepitaba alegremente, y el hilo musical dejaba escapar una melodiosa música. Hutch se quitó su chal.

—¿Qué opinas? —preguntó el Predicador—. ¿Crees que debería ir? —Brawley estaba realmente atractivo bajo la juguetona luz del restaurante.

Hutch le dedicó una sonrisa.

—¿Por qué me lo preguntas? ¿Decías aquello en serio? ¿Estás ocupado con otros trabajos?

—Puedo subcontratar esas misiones.

—Eso quiere decir que vas a hacerlo.

—Sí. Eso creo. Pagarán bien.

Un robot entró en el reservado, encendió las velas y les tomó nota: un sándwich de queso y beicon para Hutch, un filete de ternera para Brawley. Y dos cervezas frías.

—¿Has trabajado alguna vez con esa gente? ¿Con los de la Sociedad de los Chismosos?

Del Contacto. He conocido a un par de ellos. Son buena gente. Siempre que no te metas con los extraterrestres.

Llegaron las cervezas. Brindaron.

—Por la mujer más hermosa del lugar —dijo fingiendo mirar a un lado y otro para corroborar que era cierto—. No hay dudas al respecto —dijo.

—Predicador, eres un encanto —señaló Hutch con una voz algo melosa. Y acabó diciendo—: ¿Quién sabe? Puede que encuentres una mina de oro ahí fuera.

Brawley la estudió por encima de su vaso.

—¿Qué clase de oro crees que sería?

—Pues nuestros ansiados vecinos. Al fin. Después de todos estos años, todas las ruinas, las pistas, por fin damos con ellos. El Predicador Brawley es quien los encuentra. De repente, tenemos a alguien con quien intercambiar pareceres.

—Entonces, este que sea por los vecinos —dijo brindando de nuevo.

Llegó la comida. Mientras el robot se la servía, Hutch estudió el restaurante, observando a las decenas de parejas que había sentadas, y decidió que el Predicador tenía razón: era la mujer más atractiva del lugar.

Brawley probó la carne, dio su aprobación y preguntó a Hutch qué tal estaba su sándwich.

—Es delicioso —dijo ella. Tanto como la compañía.

La melodiosa música se interrumpió y aparecieron unos artistas virtuales. Vestían holgados caftanes e iban equipados con diversos cuernos e instrumentos de cuerda. El que parecía llevar la voz cantante, larguirucho, seductor, de ojos y tez oscuros, hizo una señal y todos dieron comienzo a su primer número.

Mi novia tiene un billete.

Subirá al Expreso Babilonia.

Atravesará los Chaldees,

Pasará junto a la Esfinge.

Porque me quiere, me quiere de verdad.

Subirá al Expreso Babilona.

—Vaya, otro Expreso —dijo Hutch.

—¿Quiénes son estos tipos? —dijo el Predicador frunciendo el ceño.

No debería sorprenderse. Aunque en realidad supiera quiénes eran, Hutch sospechaba que hubiera fingido ignorarlo. El Predicador no parecía ser de la clase de gente que reconociera públicamente interesarse por la cultura popular.

—Son Hammurabi Smith y sus Jardineros Colgantes —apuntó Hutch con una mueca paciente—. El Expreso Babilonia es su mayor éxito.

—Puedo intuir por qué.

Hutch bajó la música, y ambos siguieron charlando algunos minutos más; si llovería toda la noche, dónde había nacido ella, la forma en que el Predicador se había iniciado como contratista de superluminares… En algún punto, hacia la mitad de la comida, Brawley apoyó su tenedor en el plato, se reclinó y dijo en voz baja.

—¿Crees de veras que es posible que haya algo ahí fuera?

—En algún lugar —respondió Hutch—. Claro que sí. ¿Pero dando vueltas alrededor de una estrella de neutrones? Lo dudo mucho.

Pusieron fin a la cena y fueron caminando hasta el mirador. Allí podrían disfrutar de más café, y escuchar también la música del Maxie’s. Pero apenas habían transcurrido unos pocos minutos cuando alguien la apagó, y de una esquina se escuchó una discusión.

—Ahora no, David —decía una mujer, con un tono que sugería que ahora era el mejor momento. Los ojos le brillaban, tenía una exuberante melena negra que le llegaba hasta la cintura, y aparentaba haberse pasado un poco con la bebida. Vestía con colores rojos y negros, y enseñaba el ombligo. Ella y David estaban sobre un pequeño escenario. Hutch se dio cuenta de que estaban interpretando la escena.

David era un joven enorme, probablemente le sacara una cabeza al Predicador. Tenía el pelo dorado, y le caía sobre los ojos.

—Beth —dijo—, seguro que la gente se divertirá. —Entonces varios de los presentes aplaudieron.

Por fin cedió y David abrió una caja, sacó un tocket y lo encendió. Sus cuerdas repiquetearon llenas de energía.

Beth, con aspecto resignado, dijo "Está bien, como quieras" y fue hasta el borde del escenario. David punteó suavemente unos acordes. Más personas se congregaron alrededor de ambos.

—¿Amigos, qué os apetece escuchar? —preguntó Beth.

—¿Qué tal Randy Andy? —propuso una voz femenina.

David probó a tocar unos pocos acordes, obsequiando a los presentes con un estallido de luz y sonido, pero enseguida se detuvo.

—Demasiado estridente, esta noche me siento algo taciturno.

El bar de Macón City —sugirió una voz masculina.

Beth sonrió.

—David, parece que tenemos a alguien abatido por aquí —dijo. Y todos se carcajearon.

… Me dio calabazas en el bar de Macón City,

Me robó mi corazón, y desde entonces no he vuelto a ser el mismo,

No he vuelto a ser el mismo,

Desde que me dio calabazas en el bar de Macón City…

Enseguida todo el mundo empezó a bailar y cantar. El Predicador y Hutch hicieron lo propio. Brawley lo hacía desafinando bastante, pero era consciente de ello, incluso puede que lo exagerara queriendo, y sonreía al ver carcajearse a Hutch.

—Lo haré mejor en cuanto caliente la voz —dijo. Hutch disfrutaba de su presencia y su abrazo. Hacía mucho tiempo que no estaba tan próxima a alguien que pudiera provocarle esa clase de chispa.

Beth siguió cantando, y el público estaba cada vez más entregado. Entonaron Rocky Mountain Lollipop y Highballer, una entusiasta canción sobre trenes bala. Luego Deep Down in the Culver City Mine y Last Man Out y Climbing on the Ark.

Para entonces Beth ya se había sentado al borde del escenario, atendiendo peticiones, a veces cantando sus propias elecciones. En mitad de Peacemaker Hymn, miró al Predicador y le hizo una señal para que se le uniera. Éste miró a Hutch, comprobando su reacción.

—Ve —dijo ella fingiendo despreocupación. Puede que ella hubiera dejado de ser la mujer más hermosa del lugar.

Juntos interpretaron Providence jack, que era el más fiel de todos. Al finalizar, la muchacha por fin lo dejó libre. No obstante, acto seguido remató la entrega con Azteca, que cantó sin dejar de mirar a Brawley un solo momento, sin dejar dudas de cuáles eran sus intenciones.

El Predicador y Hutch dejaron la terraza en uno de los intermedios. Él la acompañó de vuelta a la plataforma de los taxis, y se hizo el inocente cuando ella le comentó que había conquistado a la cantante.

Llovía con fuerza. Juntos se abrieron paso bajo la furiosa tormenta, él con aspecto pensativo.

—Hutch —dijo por fin—, me pregunto si estarás libre mañana.

—Salgo para Princeton, Predicador —respondió ella—, para ver a mi madre.

—Vaya.

—¿Por qué lo decías?

—Iba a preguntarte si querías que cenáramos juntos. —Parecía haber desechado la idea. No ha sido una buena idea. Debería haber sabido que estarías ocupada.

—Me está esperando, Predicador. Hace un año que no me ve. No puedo faltar. —Su instinto le decía que estaba haciendo bien. No debía apresurar las cosas. No si aquel chico le gustaba tanto como creía—. Bueno, pero estaré de vuelta el viernes. ¿Qué te parece si quedamos entonces?

—De acuerdo —dijo—. Llámame cuando vuelvas.

El taxi aterrizó sobre su hotel. Predicador dio instrucciones de que esperara, salió y acompañó a Hutch hasta la puerta de su apartamento. Ella abrió y se volvió hacia él, preguntándose si debía invitarlo a pasar. Se había pasado un poco con la bebida, tanto como él.

—Gracias, Predicador —dijo—. Lo he pasado muy bien esta noche.

—Yo también. —Entonces se agachó hacia ella y le plantó un casto beso en la frente, abriendo sus labios y dejando que rozaran su piel el tiempo justo para encenderle las entrañas. Desde luego, este chico sabe lo que hace. Entonces, al dar un paso hacia atrás, Brawley se encargó de disipar de un plumazo todas las dudas que la inquietaban—. Hutch, eres estupenda —dijo. Y por fin se giró y se encaminó hacia el taxi.

Hutch lo vio meterse en la cabina y subir por los aires, y no pudo evitar que la embargara el sentimiento de que había sido una idiota. Cerró la puerta con cuidado y se fue a la ventana. Instantes más tarde pudo ver un taxi elevarse en la noche, describiendo un arco que lo conducía hacia Crystal Tower.