¿Quién será entonces el cazador, y quién la presa?
Elia Rasmussen,
La Larga Guardia, 2167
Casi finalizado el tercer día, el Memphis abandonó las brumas transdimensionales y se deslizó de vuelta al espacio sublumínico. Salieron del salto a bastante distancia del sol local, que era una pequeña estrella en secuencia principal, amarilla y anaranjada.
Como correspondía, Hutch informó de su llegada a Avanzada. Casi al mismo tiempo, era informada de que el John R. Sentenasio, una nave de reconocimiento, había sido destinado al Punto B. Recogería toda la información que pudiera acerca de Refugio, la base lunar y los satélites. Una vez completada aquella misión, quedaría libre para ir tras la pista del Memphis, si es que finalmente había alguna razón para hacerlo.
Hutch acabó sus quehaceres en el puente y se dirigió a la sala de control de la misión, donde Pete había intentado explicar de nuevo a George y al resto de la tripulación que un sistema planetario era un espacio muy grande, y que hallar los mundos asociados a él podría llevar bastante tiempo. Todos parecían ser conscientes de que era así, pero no obstante parecían pensar que Hutch conseguiría algún milagro para ellos. O si no, ¿para qué servía toda aquella tecnología de última generación? Pero ni siquiera localizar planetas era algo sencillo en unas distancias tan inmensamente grandes. Así, sus pasajeros se fueron impacientando después de que la primera tarde acabara escondida bajo el manto de la noche, y cuando el segundo día transcurrió sin que obtuvieran resultado alguno.
En realidad, no conocían siquiera el aspecto de aquel sistema. Nadie había estado allí nunca. Bill calculaba una biozona que alcanzaría entre los setenta y cinco y los ciento sesenta millones de kilómetros: aquella sería su zona de búsqueda. El primer objeto que identificaron, aparte del sol, fue un cometa, o más bien su cola, que se extendía millones de kilómetros surcando su estela.
Mientras aguardaban, jugaban al ajedrez y al bridge, recorrían el Templo Perdido en busca de la Corona de Mapuhr y no dejaban de refunfuñar con Bill, que se tomaba todo aquel asunto con bastante filosofía.
—Ahora —decía alegremente a George— es todo o nada. Solo tenemos que tener paciencia.
George se molestaba con aquellas muestras de buen humor de la IA, y pidió a Hutch si sería posible cambiarla un poco.
—La cháchara de esa maldita cosa me está volviendo loco —dijo.
Bill, que debía de estar escuchándolo todo, no respondió. Más tarde, cuando Hutch había tratado de calmarlo, le comentó que comprendía a los humanos. No entró en más detalles, y ella no le preguntó mucho más.
—Objetivo localizado —informó casi al final de la segunda noche. Había dado con un mundo en la biozona—. Está ubicado en el límite interior, a ochenta millones de kilómetros.
Les llevó otro día y medio alcanzar una posición que interceptase su objetivo. Entretanto, Bill tuvo tiempo de encontrar una segunda posibilidad, pero ya no importaba: mientras se deslizaban hasta la línea imaginaria que unía aquel mundo interior con el Punto B, los receptores de sonido cobraron vida.
• • •
KM 449397-11 era un mundo pequeño, no mucho mayor que Marte, pero tenía extensos océanos azules, continentes verdes y cielos repletos de cúmulos.
Un mundo veraniego. Un diamante bajo la luz del sol. Hutch apenas podía alcanzar a creerlo. Casi hasta el último de los planetas que había visto a lo largo de su vida había sido estéril. Aquél podría recibir la luz del sol, podría disfrutar de enormes océanos azulados, pero inevitablemente nada caminaría por su superficie, ni habitaría sus océanos. La abrumadora mayoría de los mundos eran silenciosos y estaban vacíos.
Con todo, en dos ocasiones a lo largo de la misma misión se habían encontrado con vida. Aunque tampoco es que quedara demasiada en Refugio. Había sido toda una decepción.
George estaba exultante, contemplando las imágenes en pantalla con las manos en la nuca, como Nelson en el Kilo.
Bill informó de la presencia de un satélite espía.
—Comprobaré si hay más —dijo—. Supongo que deberá haber otros dos.
Cadenas montañosas cruzaban los continentes aquí y allá. Volcanes cubrían de cenizas las costas de una mar interior. Grandes ríos surcaban la tierra, dividiéndola. Había borrascas y glaciares, y una tormenta de nieve se abría paso desde el norte. Podían distinguirse continentes bañados por la luz del sol.
—Pues no tiene pinta de estar habitado —dijo Herman—. No distingo señal de ciudad alguna.
—Aún estamos demasiado lejos —apuntó Pete.
Una hora más tarde Hutch los llevó hasta la órbita, atravesaron el crepúsculo y alcanzaron la cara que estaba en noche.
¡Y allí estaban! No eran los mares de luz que habían esperado encontrar, no eran Londres o París, pero eran luces. Salpicando aquí y allá la superficie del planeta. Tintineaban, eran tenues, y no demasiado numerosas.
Hogueras. Candiles, quizá. Antorchas. Pero sin duda no eran luces móviles. No había electricidad que iluminase los tejados de los restaurantes.
Pero eran luces.
Permanecieron en el control de la misión, sin hacer otra cosa que no fuera felicitarse por su buena fortuna y saborear las mieles del éxito. Hutch fue finalmente capaz de deshacerse del mal humor que se había abatido sobre ella desde la pérdida del Cóndor. Caminaba entre ellos repartiendo palmaditas en la espalda, compartiendo brindis, intercambiando abrazos y disfrutando libremente. En un momento dado, vio a Tor mirándola con nostalgia y pensó "ahora es el momento". Tomó la iniciativa, y le besó.
El Memphis volvió a la luz del día, sobrevolando los dos continentes y varios eslabones de islas.
Hutch dirigió los sensores de largo alcance hacia el suelo y Bill pasó a pantalla los resultados. En su mayoría eran montañas y bosques. Jungla en las proximidades del ecuador. Extensas planicies al norte de ambos continentes. Manadas de animales en las llanuras, y bestias solitarias cerca de los ríos.
—Allí —dijo Alyx.
¡Estructuras! Era difícil distinguir todos los detalles. Parecían coexistir con praderas y bosques, semiocultas por el territorio, en lugar de alzarse por encima de éste.
—Un buen plano de eso, Bill —dijo Hutch.
Una ciudad portuaria apareció en pantalla, y era diferente de cualquier cosa que hubiera visto antes. Su apariencia era frágil, como la de un lugar de cristal y luz. Un grupo de piezas de ajedrez, brillante bajo la luz del sol. Hutch vio que no existían carreteras que las conectaran. Y no había barcos varados en el puerto.
No había tampoco ingenios voladores, ni ningún tipo de transporte terrestre. Aquélla sociedad, fuera del carácter que fuese, no parecía haber accedido a la energía. Y con esa comprensión, fue consciente de que no habían hecho más que llegar a otro punto de repetición de la transmisión.
• • •
Los bosques, al igual que las estructuras que se alzaban en su cobijo, tenían aspecto delicado. No había allí ningún homólogo del gran roble del norte, ni de los ikalas de los noks, o de los ultrarresistentes kormors de Algol III. Más bien parecían haber sido ideados por artistas jardineros japoneses: sutiles, frágiles, sugerentes y con una gran carga espiritual.
Avistaron un palacio de arce verde aposentado sobre una hilera de lomas, y a un lado una pareja de edificios de colores esmeriles, con forma de concha de tortuga. Las cámaras recogieron una morada en un acantilado, un grupo de balcones y ventanas tallados en la misma roca, asomándose por la fachada del precipicio. Y una serie de relucientes setas de cristal, alineadas a ambas orillas de un río.
Eran todas estructuras peculiares. No parecía haber forma de acceder a la ciudad del acantilado si no era empleando un equipo de escalada. Tampoco había puentes que cruzasen el río, conectando las edificaciones situadas en ambas orillas.
Pudieron observar también una torre, que se alzaba por encima de la simetría de enredaderas y ramajes.
Al principio no estuvieron del todo seguros. Podría haberse tratado simplemente de un extraño grupo de árboles o ramas, una especie de jaula natural, pero aun así hubiera sido una jaula muy grande. La estudiaron. Bill lo extrajo de sus alrededores, intentando desnudar el bosque en el que estaba inmersa. Pero estaba anclada en la vegetación y era imposible retirarla sin destripar una cueva situada en una ladera de una montaña próxima. Bill lo intentó y mostró la estructura desde cada uno de sus ángulos.
Disponía de un tejado, y también de diversos apoyos. Casi parecía estar edificada a partir de ramas y vides, todas salvajes, aunque formando parte de un diseño unitario.
Mientras Hutch la contemplaba, vio salir de un hueco un pájaro enorme que extendiendo sus grandes alas, saltó como un gran cisne que surcara el cielo.
—Bill —dijo la capitana.
La IA ya sabía lo que quería. Amplió la imagen.
¡Aquél cisne llevaba ropas! Vestía una holgada túnica alrededor de unos hombros casi humanos. Tenía extremidades que bien podrían haber sido brazos y piernas. Y tenía rostro. Su piel era clara y los cabellos eran dorados, o quizá fueran plumas alborotadas hacia atrás. Las alas las tenía teñidas de blanco y plata, y mientras la contemplaban la criatura voló hasta otro nivel, en otra estructura, se posó con gracia y desapareció de la vista.
Alyx fue la primera en hacer el comentario que todos tenían en la cabeza.
—Parecía un ángel —dijo.
Entonces apareció otro par de seres, alzándose de entre los árboles. Revolotearon elegantemente uno junto a otro, en una danza aérea de vaga evocación sexual.
—Hemos llegado al paraíso —dijo Herman.
Todos miraron boquiabiertos las imágenes y alguien dijo: "Por Dios, este es el lugar más maravilloso que haya visto nunca, quién lo hubiera esperado".
—¿Cuánto tardaremos en estar listos para aterrizar? —preguntó George.
Hutch no había estado preparada para algo así, no había esperado nunca aquel momento. No había considerado qué podría pasar si verdaderamente encontraban a un grupo de alienígenas. Parecía todo tan absurdo…
—George —dijo la capitana—, subamos al puente un minuto.
Él le respondió frunciendo el ceño, y Hutch fue enseguida consciente de que no deseaba que le dijera que debía andar con cautela. Sin embargo, la siguió en dirección al puente. Los demás se giraron para seguir mirando, y Herman dijo:
—No seas dura con él, Hutch. Lo hace con buenas intenciones.
Todos se carcajearon.
—No es buena idea —dijo Hutch cuando estuvieron solos.
—¿Por qué no?
—No sabemos nada de esas criaturas. No creo que sea bueno meter nuestras narices ahí abajo.
—Hutch —empezó a decir con una voz que parecía sugerirle que se calmara—. Hemos venido hasta aquí precisamente por esto. Murieron once personas para que pudiéramos llegar a este planeta. ¿Y ahora, qué quieres que haga, que me despida del lugar y me dé la vuelta sin más?
—George —dijo ella—, por lo poco que sabemos, bien podrían ser coleccionistas de cabezas.
—Hutch —dijo con voz tranquilizadora—, son ángeles.
—No sabemos qué son. Así es como lo veo yo.
—Y nunca lo sabremos, hasta que bajemos ahí y digamos hola.
—George…
—Escucha, Hutch, odio tener que llevar las cosas hasta este extremo, pero lo cierto es que eres una de las personas más negativas que he conocido nunca. Ten un poco de fe en nosotros.
—Pero podrían mataros —dijo.
—Estamos dispuestos a asumir ese riesgo. —No habían llegado a alcanzar el puente. En realidad se habían detenido en el exterior del holotanque. Pero igualmente estaban solos, de modo que no importaba—. Escucha, Hutch. Todos estamos viviendo el sueño de toda nuestra vida. Si nos limitamos a quedamos aquí sentados, mirando las pantallas, llamando a alguien más para que venga, sería como…
—… echarse atrás en el momento justo.
—Exacto. Es justo eso. —Se pasó los dedos por las sienes, masajeándoselas pero sin llegar a apartar sus ojos de ella—. Me alegra que lo entiendas.
—Y yo espero que entiendas que cualquiera que baje ahí estará jugándose la vida.
Él asintió.
—¿Sabes en qué hemos ocupado todas nuestras vidas? En hacer dinero. Eso es todo. Alyx se ha hecho famosa con sus celebrados espectáculos. Nick con sus funerales. Pete, por supuesto, con Universo. A Herman no le fue tan bien, pero igualmente ha estado centrado en lo mismo. Siempre que se ha metido en un trabajo, lo ha hecho de mala gana. Solo para pagar las cuentas. Pregúntale qué es lo que más teme. ¿Sabes qué te dirá? ¿Sabes lo que me dijo en una ocasión?
Hutch aguardó.
—Llegar al final de sus días para darse cuenta de que no había ido a ninguna parte. —George le clavó los ojos—. Tor es la única excepción. Nació bañado en dinero. ¿Sabes por qué estaba en Avanzada? Porque quiere que su trabajo sea algo más que un objeto que la gente rica pueda colgar en sus paredes.
Hutch creía saber por qué Tor había estado allí, en aquella lejana luna, y no creía que tuviera mucho que ver con cosas que colgar en la pared. Pero lo dejó pasar.
—George —dijo—, estarás asumiendo un riesgo grandísimo si bajas ahí. No lo hagas.
—Capitana —respondió—, el Memphis es de mi propiedad. Puedo ordenar lo que me venga en gana. Pero no quiero hacerlo así. Me encantaría que intentaras comprender lo que todo esto significa para nosotros. Para todos nosotros. Incluso si fuéramos a perder a alguien —dijo encogiéndose de hombros—. Habla con cualquiera de los que están ahí aguardando y te dirá que es para esto por lo que hemos venido hasta aquí. Y es todo lo que nos preocupa.
Ella prolongó una larga espera, bajó la vista hacia el pasillo vacío.
—¿Ellos comparten tu pensamiento?
—Sí.
—¿Incluso Pete?
—Especialmente Pete.
Ella asintió.
—¿Qué quieres que haga?
—Que nos concedas tu permiso.
—Ya lo dijiste antes. No lo necesitas.
—Pero lo quiero de todas formas.
Ella respiró profundamente.
—Maldita sea, George —dijo—, no pienso dártelo. El aterrizaje será demasiado peligroso. Déjaselo a los profesionales.
Él la miró, decepcionado.
—Supongo que te quedarás a bordo.
—No —dijo— os hará falta alguien que cargue con la pistola.
—Muy bien —respondió.
—Eso si tuviéramos una pistola.
• • •
Hutch no tenía forma legítima de frenarlos. En caso de negarse a pilotar la lanzadera, ellos podrían pedir a Bill que los llevara abajo. Claro que podría decirle a la IA que no acatara sus instrucciones, pero George era el propietario y no tendría forma legal de hacer algo así. Diablos, quizá tuvieran razón. Puede que estuviera siendo demasiado protectora. Después de todo, eran adultos. Si querían estar en primera línea cuando se estaba reescribiendo la historia, ¿quién era ella para ponerse en su camino?
Envió un informe explicando lo que se proponía hacer el propietario de la nave, y registrando también sus dudas. Entonces cogió su cortadora láser —que era lo más cercano que había en el Memphis a un arma— y bajó al embarcadero de la lanzadera.
Allí estaban todos, listos para partir. Tor, aunque pareciera increíble, con un caballete; Pete y George conversando acaloradamente; Nick, de chaqueta y corbata, como considerando que la formalidad de la ocasión lo merecía; Herman, con botas de montaña y empuñando una barra de la estructura de la cama —debía de haberla sacado de ahí—, presumiblemente por si fuera a necesitarla para defenderse; y Alyx, vestida con un mono, hermosa como los ángeles.
La atmósfera volvía a ser de tarde de domingo.
Alyx y Herman parecían algo más precavidos que el resto. "Decididamente los más listos de todos", apuntó para sí misma Hutch.
Comprobó con ellos el estado de los e-trajes. En aquella ocasión no harían falta los depósitos de aire. La atmósfera, explicaba, era rica en oxígeno.
—Dispondréis de un convertidor.
—Podremos sobrevivir sin el traje.
—Durante algunos instantes. Pero no lo aconsejo. —Les entregó los convertidores, les mostró cómo abrochárselos a los trajes—. Se encenderán al activarse los trajes —explicó—. No tendréis que hacer nada.
Ellos le devolvieron una sonrisa algo nerviosos, pensó ella. "No están del todo seguros de lo que están haciendo. Ni siquiera George". Pero se habían comprometido, de modo que estaban atrapados y ninguno podía echarse atrás ahora. Hutch abrió la compuerta de la lanzadera y todos treparon a su interior. Una vez estuvieron sentados, ella la cerró y activó un canal de comunicación con la IA.
—Bill —dijo.
—Sí, Hutch.
—Si no regresamos en veinticuatro horas y yo no te indico lo contrario, devuelve la nave a casa. —Sintió cómo el ambiente cambiaba a su alrededor. Eso estaba bien. Eso había pretendido.
—De acuerdo, Hutch. ¿Puedo preguntar la gravedad del peligro?
—Lo desconocemos.
—Desearía —dijo George, que estaba a su espalda— que no hicieras estos jueguecitos. Ya estamos bastante nerviosos.
Ahí estaba.
—Tienes razones para estar nervioso, George —dijo la capitana.
Él le dedicó una mirada furiosa, pero lo dejó pasar.
Bill extrajo el aire del muelle y las puertas de la lanzadera se abrieron. En el panel de mandos de Hutch aparecieron luces verdes, y la lanzadera despegó.
—Supongo que no he reflexionado lo suficiente al respecto —dijo George—. ¿Pero tenemos medios para comunicarnos con ellos? ¿Para que puedan oírnos?
—Las correas tienen un interruptor —le mostró Hutch—. Encenderá tu intercomunicador.
—Excelente. —George llevaba consigo un par de linternas portátiles y algunos tejidos, y un par de artefactos electrónicos—. Para llevarlos como regalo —explicó.
—De trapícheos con los nativos —dijo Alyx, a quien parecía divertirle la idea.
—Mujer —dijo George—, no tenemos nada que perder.
—Hutch.
La capitana pasó la voz de la IA por los altavoces de cabina.
—¿Sí, Bill?
—He encontrado otro satélite espía. Está a uno con veinte grados de la órbita del primero. Parece ser la misma composición de Refugio.
Pete se reclinó hacia delante e hizo señas de que quería hablar con la IA.
—Adelante —dijo Hutch.
—¿Bill, estás buscando ya el segundo juego?
—¿De satélites? Así es, Pete. Informaré cuando dé con él, en caso de que sea así.
—Empieza a parecer —dijo Tor— como si lo que tuviéramos entre manos fuera una pandilla de metomentodos interestelares.
• • •
El equipo había decidido ya el lugar del aterrizaje antes de abandonar el Memphis: dos agrupaciones relativamente pequeñas de capiteles y minaretes alzándose en mitad de una llanura, a ambas orillas de un río en el centro de una isla del tamaño de Gran Bretaña, en el hemisferio sur. El río era ancho y parecía aletargado. No había barco que recorriera su cauce. No había malecón, ni playa en la que pudieran haberse reunido bañistas, ni embarcadero, ni boyas.
"Bueno", pensó Hutch, "si tuviera un buen par de alas, no me acercaría demasiado a cualquier depósito de agua más o menos profundo". Se preguntó cómo se las apañarían para ducharse.
El sol se alzaba en el cielo mientras la lanzadera descendía en pos de los asentamientos gemelos.
—Allí —dijo Hutch, mostrando su preferencia por un lugar en concreto para aterrizar.
—Está bastante alejado de la zona poblada —dijo Nick.
A unos seis kilómetros. La capitana hubiera preferido quizá veinte, pero ella sabía que George no estaría dispuesto. Bueno, estaba bien. El terreno era liso, estaba lo suficientemente alejado del follaje que crecía frondoso para que no pudiera surgir nada de su cobijo sin que ellos lo vieran.
—Correcto —dijo George—. Hagámoslo.
La lanzadera descendió atravesando algunas volutas de nubes grisáceas hasta alcanzar el despejado aire de las primeras horas de la mañana. No había estructuras en la zona más inmediata, y no se distinguían movimientos.
Se posaron sin problemas en el terreno.
Hutch captó imágenes de los asentamientos y las reprodujo en las pantallas. Nadie parecía haberse percatado de su llegada. Los nativos surcaban despreocupados el cielo. Otros estaban tranquilamente posados en espacios abiertos de las torres. Sin duda una vida idílica.
—¿Bueno, qué otra cosa podría esperarse de unos ángeles?
—Oh-oh.
—¿Qué, Hutch?
Parecía que, por fin, sí había alguien que los había visto aterrizar. Las torres disponían de terrazas abiertas en todas las plantas. En una de ellas, cruzando el río, se habían congregado varios de los habitantes. Parecían excitados.
—Juraría que señalan hacia aquí.
George se levantó de su asiento y se encaminó hacia la cámara estanca. George el temerario. Probablemente sentía que debía ser él quien tomara la iniciativa.
—No olvides tu traje —dijo la capitana.
—Oh —dijo él sonriendo con vergüenza. Pulsó los controles y se puso su traje. Ella conectó su convertidor, y también los del resto de los tripulantes.
Algunos ángeles surcaban ya el cielo, aproximándose.
—No olvidéis —dijo Hutch— que la envoltura proporciona aire respirable y control climático. Constituye una estructura protectora solo alrededor de la cara. En los demás lugares es flexible. Eso significa que no os protegerá del efecto de posibles armas. Si alguien os tira una roca, os derribará. —Hutch estudió la cabina para comprobar que todo el mundo lo entendía—. Ahora voy a igualar la atmósfera de la cabina con la del exterior, y luego abriremos. Así, si nos vemos obligados a regresar a toda prisa, no habrá posibilidad de que se atasque la compuerta. Os sugeriría que permanecieseis juntos, y que no os alejarais de la lanzadera más allá de unos pocos pasos. ¿George, quién hará guardia?
George pareció desconcertado.
—¿Qué quieres decir?
—Alguien deberá quedarse aquí. Fuera de peligro. Solo por si acaso.
George buscó algún voluntario. Finalmente fijó su vista en Alyx, pero al ver que ella no decía nada, Nick acabó "ofreciéndose". Hutch se levantó de su asiento y Nick ocupó su lugar.
—Bill —dijo—, quedas a las órdenes de Nick.
—Muy bien.
Una de las criaturas cruzó la zona planeando y se sostuvo en el aire, momentáneamente, sobre la lanzadera. Era claramente femenina. Herman intentó conseguir una vista mejor, pero pareció haberse movido con demasiada velocidad, pues la criatura remontó el vuelo. Hutch pensó que quizá se habría asustado. Entonces una segunda criatura aterrizó frente a ellos. Era macho. Sus largas alas blancas reflejaban la luz del sol y enseguida quedaron plegadas a su espalda. No había evidencia de que portara armas.
Pete se había unido a George junto a la compuerta, esperando que Hutch la abriera. La capitana sacó la cortadora láser de su traje y se la enseñó a George, mirándolo de forma ostensible. La última oportunidad. George desvió su mirada.
Hutch intentó abrirse paso, sorteándolo, pero este se cuadró y le cortó el paso.
—Creo que los hombres deberían ser los primeros en salir.
Todos contemplaban a la criatura con una combinación de inquietud y admiración. "Si pudiera mantenerlos aquí dentro un poco más", pensó para sí, "quizá podrían cambiar de idea y optar por echarse atrás".
Pero a George se le había acabado ya la paciencia, o puede que simplemente quisiera quitarse el susto de encima. Por fin abrió la compuerta y echó un vistazo al exterior.
—Es un ser hermoso —dijo Alyx.
Realmente lo era. Sus rasgos no eran del todo humanos ni propios de un pájaro, sino que constituían una exótica mezcla de ambos. Ojos dorados, plumas leonadas y enjutas y musculosas extremidades. Era de una envergadura enorme. A Hutch le recordaba a la famosa representación de San Miguel de Petrarca.
Tenía los ojos algo ladeados, casi en los laterales del cráneo. Contempló al grupo con curiosidad. Su mirada se cruzó con la de la capitana, y centró su atención en ella. Hutch pudo encontrar curiosidad en aquella mirada, y también inteligencia.
Y algo salvaje. Alyx tenía razón: era hermoso. Pero como podía serlo un leopardo.
Su cráneo era algo más estrecho que el de un humano. La criatura ladeó la cabeza del modo en que lo hacen los loros cuando intentan atraer la atención de alguien. Sus labios se separaron en una media sonrisa, y Hutch pensó haber distinguido el brillo de unos incisivos. Luchó por contener un escalofrío —no saques conclusiones aceleradas—, pero no pudo evitar pulsar el interruptor de la cortadora láser. Sintió cómo el poder comenzaba a recorrer el aparato.
A su espalda, escuchó la voz de Alyx.
—¿Estamos seguros de querer hacer esto, George?
—¡Sí! ¿Dios mío, muchacha, lo dices en serio?
Un segundo ángel apareció deslizándose en el aire, otro macho, y la media carrera que describió al aterrizar lo llevó muy cerca de la lanzadera. Pero se frenó y extendió las manos, como alguien podría hacer para dejar ver que no ocultaba ningún arma. Alyx se había dispuesto justo detrás de Hutch.
—Es guapísimo —dijo—. Ambos lo son.
La capitana se preguntaba si Alyx habría visto sus incisivos.
A pesar de poseer alas, era claro que eran mamíferos. Sus vestiduras dejaban al descubierto la mayor parte de su torso y unas mallas que les llegaban hasta las espinillas. Sus extremidades inferiores acababan en garras y no en pies.
No eran tan angelicales, después de todo.
Hutch bajó la vista hasta George, que estaba preparándose para salir de la cámara estanca. El suelo estaba cubierto por una fina hierba color verde.
—Me pareció distinguir algo —dijo.
—¿Qué? —preguntó Pete, acercándose a ella. Llevaba un collar en su mano izquierda. Un presente.
—No son pájaros lo que hay aquí.
George descendió pesadamente. Pete y Hutch lo siguieron, flanqueándolo. La gravedad debía de ser aproximadamente del 80 por ciento de la estándar, pero después de la ligereza de un cuarto en la que habían estado desenvolviéndose, era como una pesada carga. George sonrió e hizo señales con la mano. La criatura hembra sobrevoló su cabeza, describió un arco y descendió con las alas extendidas.
—No acabo de entender lo que intentas decir —apuntó George.
—¿Tú ves algo parecido a un gorrión?
—Pueden estar en cualquier otro lado —dijo tras suspirar. Entonces se dirigió a los ángeles—. Hola. Saludos de la Tierra.
Venimos en son de paz.
San Miguel dio un vacilante paso al frente. Su altura superaba apenas en unos centímetros a la de Hutch. Era una criatura de una gracia increíble. El viento susurraba al atravesar sus alas. La criatura volvió a estudiarla buscando su mirada, y luego bajando la vista hasta acabar fijándola en el cortador láser.
Separó sus labios. Hutch vio una acusación incipiente en su gesto. Sin embargo, la mueca enseguida se disolvió hasta convertirse en una sonrisa. La capitana sospechaba que si todo aquel pueblo era como aquella representación que había venido a recibirlos, y si finalmente resultaba ser amistoso, las relaciones entre especies no tardarían mucho en surgir.
—No parece que nos tengan mucho miedo —dijo Tor por el canal común de comunicación.
Bill les advirtió que fueran cuidadosos.
George se encaminó al frente, pasando junto a Hutch y tendiendo su mano. San Miguel levantó un ala a medias y luego la volvió a colocar en posición.
El segundo ángel tenía las plumas de color azul marino y unos oscuros ojos que casi podían tildarse de melancólicos. En sus alas relucía un complejo dibujo de colores rojos y blancos. Aquél sería San Gabriel.
Pete mostró el brazalete. Era una baratija chapado en plata. Pero si no eras un entendido…
—Pete —le dijo Hutch—, te estás apartando demasiado de la lanzadera.
Herman permanecía en la compuerta abierta, dubitativo. Por fin, se atrevió a salir. Seguían sin verse pájaros. Quizá aquel mundo no tuviera pájaros. ¿No era algo extraño? En cualquier lugar en que hubieran evolucionado animales de tamaño medio siempre los habían encontrado, bajo una u otra forma.
Dos más de aquellas criaturas aterrizaron junto a la lanzadera, un macho y una hembra.
La pulsera brillaba bajo la luz del sol.
Los ojos de San Gabriel viajaban de Pete a la pulsera y a Hutch. Y de vuelta a la pulsera. Hutch creyó intuir desprecio.
Los ángeles se desplegaron a ambos lados, desplazándose unos pocos pasos. Alyx se estaba disponiendo a bajar, saliendo de la compuerta. Tor, con su caballete, la acompañaba.
—No os mováis —dijo Hutch en voz baja.
—¿Por qué?
—Hacedme caso.
San Gabriel por fin aceptó el brazalete. Se volvió y lo ofreció a una de las hembras. Ésta se acercó, lo aceptó y lo contempló frunciendo el ceño. ¿Para qué serviría?
A pesar de todo, a pesar de la nobleza de su aspecto, a pesar de la ausencia absoluta de cualquier gesto amenazante, a pesar del hecho de que habían empezado a rondarle la cabeza ideas lascivas acerca de San Miguel y San Gabriel, Hutch sabía, y con absoluta certeza, que algo no iba bien.
Dos criaturas más surgieron de la zona del río, rodearon la lanzadera y empezaron a descender. Comenzaban a constituir un grupo bastante numeroso.
—Dame unas alas como esas —dijo Alyx— y no habrá hombre a salvo en las calles por la noche.
"Conmovedoramente modesta", pensó Hutch. A aquella muchacha no le hacían falta alas para eso.
San Miguel levantó su mano derecha, la movió y se pronunció. Unas pocas palabras, en un suntuoso tono barítono. La capitana casi creyó comprenderlo. "Gracias". U "Hola. Bienvenidos a Paraíso".
Una de las hembras se acercaba por un flanco, intentando conseguir una vista del interior de la compuerta.
—Hutch —preguntó Alyx— ¿qué está pasando?
—Aún no lo sé. Pero no salgas de la lanzadera.
La hembra avanzó unos pasos, cubriendo aproximadamente la mitad del espacio que iba de Pete a la lanzadera. Éste, a su vez, había tomado la mano de San Gabriel y la estaba agitando. Como viejos amigos que se alegran de verse. Pete era bastante más alto que el ángel.
Herman parecía también receloso. Avanzó y se colocó junto a Hutch.
No había duda de que todos los ángeles estaban acercándose. Hutch vio que habían aislado a Pete de la entrada a la cámara estanca. Ella retrocedió un paso para colocarse con la espalda contra la lanzadera.
—Vigila, Pete —dijo.
El se giró y le sonrió amablemente.
—No te preocupes. Todo está bajo control. Son amigos.
Fue todo lo que pudo decir.
San Gabriel ensanchó su sonrisa y Hutch pudo distinguir de nuevo sus incisivos, que se hundieron en la garganta de Pete. Al mismo tiempo, una de las hembras le asaltaba por la espalda. San Miguel fue a por George que, siguiendo la conocida tradición de los aventureros novatos, hizo la estatua. Herman se lanzó pesadamente a su lado, arrojándose a la refriega.
La hembra que se había interpuesto entre Hutch y la entrada a la lanzadera enseñó sus garras a la capitana, le sonrió y voló hacia ella. Hutch se agazapó al ver cómo otro de los seres se lanzaba volando, a toda velocidad, intentando alcanzar la entrada de la cámara estanca.
Los acontecimientos se sucedían con una velocidad asombrosa. Los ángeles habían actuado simultáneamente, como si se hubieran transmitido una señal, del mismo modo que los pájaros abandonan a la vez el árbol en que están posados. Hutch activó su cortadora y atravesó con su rayo la parte media del cuerpo de la criatura, al tiempo que esta embestía con sus zarpas. La bestia se derrumbó entre chillidos, en una furiosa masa de plumas y alaridos.
Hutch se la quitó de encima, distinguió apenas el destello de otros colmillos y dirigió hacia arriba su cortadora, pero falló. Era San Gabriel, que jadeaba mientras le arrojaba sus zarpas. Fue afortunada: sus ataques rebotaron en la coraza que envolvía su rostro, y ella aprovechó para hacer ondear el láser con toda la fuerza que pudo reunir. Consiguió arrancarle parte del ala y de un hombro, y le alcanzó también un poco el cuello. De sus heridas brotó un líquido marrón. La criatura gritó y se alzó en el aire.
Herman separó a San Miguel de George. La criatura le encaró y le arañó. Hutch le ensartó la cortadora en una de las piernas mientras Herman se derrumbaba.
Al ser Hutch quien poseía la única arma en juego, no tardó en convertirse en el centro de la batalla. Manejaba la hoja láser con destreza y precisión, descubriendo para su sorpresa que disfrutaba repartiendo mandobles a aquellos hijos de perra. Siempre que acertaba con su arma, desgarrando carne y haciendo que manara la sangre, la embargaba una euforia muy diferente a todo lo que podía haber sentido antes en su vida. El aire se llenaba de chillidos y alaridos.
George apenas se mantenía en pie, estaba cubierto de sangre. Herman, a su vez, sangraba por una docena de heridas. George lo vio y gritó enrabietado. Los ángeles eran más bajos que él, y más livianos, y se arrojaron sobre él mientras intentaba acudir en ayuda de Herman. Logró acertar una serie de furiosos puñetazos en uno de ellos. Éste le mordió la mano y se la apresó con fuerza, pero George siguió golpeándolo hasta dejarlo inconsciente. Luego se deshizo de la criatura, la dejó caer y se dispuso a ir en pos de las demás.
Estaba aturdido. Hutch se puso a su lado y lo sostuvo.
—No seas estúpido, regresa a la cámara estanca.
Le dio un empujón y se volvió para ayudar a Herman. Yacía inmóvil mientras las criaturas lo desgarraban, intentando sin suerte abrirse paso por el campo Flickinger. Hutch le cortó el ala a uno de ellos, y los demás centraron entonces su atención en ella. La voz de Nick resonó en su intercomunicador:
—Están matando a Pete. Dios mío, Hutch, son salvajes.
Lo eran. Pete estaba intentando repeler a sus dos atacantes. No dejaba de gritar mientras se turnaban para desgarrarlo. En el interior de su e-traje, la sangre manaba de una docena de heridas diferentes. Por un momento sus miradas se encontraron. Fue un momento espantoso, el que Hutch se llevaría de aquella batalla y nunca olvidaría. Enseguida, antes que ella pudiera alcanzarlo, se derrumbó.
El cielo parecía estar lleno de alas y garras. Hutch intentaba abrirse camino pero algo le agarró del hombro, desgarrándolo, y entonces la voz de Alyx brotó desde el intercomunicador.
—¡No, Hutch! —decía casi histérica—. ¡No puedes ayudarlo!
Maldita sea, Hockelmann. Te dije que esto ocurriría. Vio que George tenía el camino despejado para volver a la cámara estanca. Entonces la criatura que la agarraba por la espalda empezó a esforzarse por morderle la garganta, mientras de su boca manaba la saliva. Dios mío, era San Miguel, aquel que le había parecido tan atractivo tan solo unos momentos antes. Se dio la vuelta, le dio un golpe con la base de la mano izquierda y le atravesó el hombro con la hoja. La criatura chilló y la liberó mientras Hutch se apartaba, se volteaba y lanzaba un tajo a la altura del muslo. El ser soltó un aullido, le lanzó una mirada llena de rabia y levantó el vuelo.
Había perdido de vista a Pete. Hutch se recompuso y cargó hacia el lugar donde lo había visto por última vez, mientras escuchaba los gritos de Alyx: ¡No, no lo hagas! Una de las criaturas había intentado arrebatarle la cortadora de la mano, y se sucedió un frenético forcejeo, garras que le arañaban la muñeca, zarpas que se clavaban en su espalda y un brazo que le rodeaba la garganta. Entonces llegó Tor, y Hutch quedó libre de nuevo, todavía empuñando el arma. Se dio la vuelta y a punto estuvo de acertarle a Tor, pero finalmente se encaminaron hacia la lanzadera.
Las criaturas habían retrocedido un tanto, concediéndoles espacio. Tras ellas, Nick y Alyx arrastraban a George hacia el interior de la lanzadera, fuera de peligro.
Uno de los machos alcanzó a Alyx, cogiéndola por un brazo. Batiendo las alas furiosamente, intentó sacarla por la fuerza de la cámara estanca. Tor la golpeó con una llave inglesa. Acertó de nuevo. Alyx se derrumbó en el suelo. La bestia forcejeaba con Tor cuando Hutch los alcanzó. La capitana saltó a la rampa y le ensartó la hoja en una pantorrilla, rebanándole una zarpa. Más aullidos. Más sangre marrón manando. Hutch volvió a arremeter contra la criatura, y luego la dejó ir. Tras batir sus alas furiosamente volvió a alzarse hacia el cielo, donde fue atacada por una de sus propias compañeras.
Alyx se esforzaba por volver a ponerse en pie. Tor le cogió de la muñeca y la metió en la cámara estanca. Hutch entró a trompicones tras ella. Alguien le asió del brazo y tiró de ella hacia la cabina. Entonces escuchó la compuerta cerrarse.
—¡No! —gritó la capitana—. Herman y Pete están aún ahí fuera.
—Eso ya no importa —dijo la temblorosa voz de Tor. Podían escuchar el rechinar de las garras de las bestias en el casco, intentando clavar sus cuchillas en el parabrisas, esforzándose por despegarlo. Alyx le cogió la cortadora a Hutch y la apagó.
—Bill —dijo Nick— sácanos de aquí. —La sangre le corría por la cara y el brazo.
—Entendido —dijo Bill. La lanzadera tembló al encenderse los motores y empezó a alzarse. El revuelo en el exterior se hizo aún más frenético.
Regresaron al Memphis para atender a los heridos. Hutch y George estaban llenos de desgarrones y tajos. Se entregaron a los cuidadosos remiendos de Bill, tomaron sedantes y fueron a reposar en la cama. Una vez que estuvieron a salvo, Tor y Nick, desoyendo las protestas de Alyx, volvieron a conducir la lanzadera a tierra, aterrizaron bajo el cobijo de la noche y recogieron los cadáveres de sus compañeros. Habían sido despedazados despiadadamente y abandonados en la ribera del río. Sus campos Flickinger resplandecieron a la luz de las linternas.
Estaban alcanzando el Memphis en el vuelo de regreso cuando el intercomunicador transmitió la voz de Bill:
—No quisiera molestar, capitana Hutchins —se pronunció—. Pero creí conveniente informar de que he hallado el siguiente eslabón.
Ni Tor ni Nick tenían la más remota idea de lo que estaba hablando.
—¿Qué eslabón, Bill?
—Tres satélites espías más. Otro repetidor. Otra señal retardada.