Dichoso es sobre el resto de los mortales, pues no pierde un solo instante de su vida recordando el pasado.
Henry Thoreau,
Excursiones, 1863
Hutch había recogido algunas muestras de firme, que añadió al resto de su muestreo. Tenía también muestras de aire, recogidas de Refugio por sondas. Lo estudió todo y envió los resultados a Avanzada.
El navio de investigación Jessica Brandeis llegó a la hora acordada, transportando con optimismo personal médico y un equipo de especialistas en ingeniería. Para entonces, el Memphis había recuperado ya más restos de cuerpos y había ubicado espacialmente los fragmentos más importantes de las ruinas.
La capitana traspasaba de buena gana la operación de rescate a Edward C. Park, el capitán del Brandeis.
Habían sido capaces de identificar a siete de las once personas a bordo, incluido el Predicador. En su caso solo habían hallado un brazo ennegrecido, pero llevaba en el dedo anular su anillo con un águila. Ella lo había recogido sin poder impedir que se le revolviera el estómago. Había luchado por tragarse toda su pena, por despedirse de él, por abandonar toda esperanza de que pudiera volver a hacer un nuevo milagro. Conservó el anillo para entregárselo a su pariente más cercano.
Después, luego que Park asumiera oficialmente el cargo, ella se esforzó por evitar recluirse en su camarote, y en lugar de ello permaneció en el centro de control o en la sala de reuniones, donde siempre encontraba compañía.
El Memphis entregó los restos de los cuerpos del personal del Cóndor y los fragmentos recuperados del siniestro al Brandeis. Una vez completada esa dolorosa operación, Park salió a buscar más escombros.
Entretanto, Avanzada transmitió de vuelta los resultados de los estudios.
Especificaban la composición química de las diversas compuertas, instrumentos, estanterías y demás artefactos de la luna de Refugio. La capitana no vio nada extraordinario en ellos. El estudio estimó la edad de la base en catorce mil años estándar.
Eso hizo que todos abrieran los ojos asombrados. Dios mío, se remontaba a la época de Carlomagno.
Y esas cifras, ajustadas a lo estimado según las muestras de aire, definían cuándo habían tenido lugar las explosiones nucleares.
El informe deparó otra sorpresa más: quien hubiera disparado con el láser a la puerta trasera de carga, lo había hecho unos doce siglos atrás. Doscientos años más tarde.
Eso indicaba que, aparentemente, alguien había logrado sobrevivir.
• • •
Park llamó a Hutch para informarla de que había hallado el satélite espía que el Predicador había subido a bordo cuando el incidente había tenido lugar.
—O, para ser más exactos —se corrigió a sí mismo—, algunas de las piezas.
—Ten cuidado.
—Lo tendremos. —La capitana vio que él compartía su recelo acerca de que aquel objeto furtivo hubiera podido estar involucrado en la destrucción del Cóndor.
—¿Lo estáis estudiando?
—Eso pretendemos.
—Bien. Cuando enviéis los resultados a Avanzada, pedidles que estudien la fuente de energía. Ah, y también nos gustaría poder conocer su edad.
• • •
George rara vez visitaba el puente, a menos que sucediera algo importante. La capitana sentía que le gustaba estar al mando y que el puente le significaba una desventaja. Sin embargo allí estaba, de pie, dubitativo, junto a la puerta.
—He estado pensando sobre este lugar —dijo—. Y no acabo de entender lo que ocurrió.
—¿Quieres decir lo que ocurrió en el Cóndor?
—Bueno, eso también. Sobre todo no entiendo quién llegó a esa luna doscientos años después de la guerra. Todos debieron morir durante la batalla, ¿no es así? Quiero decir, ¿quién podría haber sobrevivido?
—No lo sé. Pero alguien lo hizo.
—Exacto. Pues hubo otro alguien que interrumpió su avance hacia el interior de la base lunar. —Entonces se reclinó contra una consola—. ¿Quién?
—Lo desconozco, George. Y tampoco se me ocurre cómo averiguarlo.
—Yo podría. —Se apartó de la consola, cruzó el puente y ocupó el sofá que había a mano derecha. Las pantallas de navegación, que mostraban imágenes del terreno ampliadas en diversos grados, llamaron su atención—. Creo que existe alguna conexión con esos satélites espía —dijo—. Son la otra parte del puzzle que no acaba de encajar. Quiero decir, puedo entender que hubieran estado utilizándolos para espiarse. ¿Pero por qué colocar algunos de ellos en el 1107?
Hutch tampoco tenía respuesta para eso.
Tomó aliento y soltó el aire con calma.
—Me pregunto qué edad podrán tener esos satélites.
—Lo averiguaremos cuando nos llegue el siguiente informe de Avanzada. Pero supongo que deben de tener unos mil cuatrocientos años de edad. Probablemente datarán aproximadamente de la época de la guerra.
—Es posible —dijo—. Mil cuatrocientos años es mucho tiempo.
Aquello era cierto. El espía en 1107 seguía transmitiendo. Estaba bastante bien para un ingenio mecánico construido hacía catorce siglos.
—¿Alguien se ha preocupado por comprobar si hay más espías en órbita alrededor de Refugio?
Hutch había considerado esa posibilidad y había concluido que probablemente los hubiera, pero no entendía que fueran a ganar nada encontrándolos. De hecho, en caso de haber alguno, en realidad no se sentía demasiado inclinada a acercarse a ellos. Ésas malditas cosas eran peligrosas.
George discernió su preocupación.
—Puede ser peligroso —dijo—. Pero deberíamos echar un vistazo. Incluso ir allí a darle golpecitos con una vara si fuera necesario.
—¿Y por qué íbamos a preocuparnos en hacer algo así?
—Quizá no acabe aquí —apuntó él.
—¿El qué quizá no acabe aquí?
—¿Has considerado la posibilidad de que no fueran los nativos quienes dispusieran esos espías?
Era una idea. Pero de no haber sido ellos, ¿quién podría haberlo hecho?
—¿Crees que había alguien más aquí?
—¿No te parece algo evidente?
• • •
Asumieron que la alineación de los espías debía mejorar al máximo su capacidad receptora, en una órbita cuyo plano sería perpendicular a la del 1107.
—Basándonos en esas suposiciones —dijo Bill—, el resultado sería algo parecido a lo siguiente. —Entonces trazó una circunferencia en torno a Refugio, con un desplazamiento de treinta y siete grados hacia arriba y abajo del ecuador.
La primera señal se había detectado en la estrella de neutrones. Ahora estaban en el extremo receptor del sistema de comunicaciones. Tendrían que intentar encontrar de manera visual los satélites. Al menos tendrían la ventaja de que la tecnología empleada era mucho menos efectiva que la de un disruptor de luz.
El problema era averiguar la altura de la órbita. ¿Cuál había sido la posición de la sonda espía cuando la había interceptado el Cóndor?
Pasaron casi dos días, con todo el mundo observando las pantallas, hasta que Alyx pudo distinguir lo que parecían ser, según sus propias descripciones, ciertos reflejos.
Hutch los observó atentamente y pudo distinguir una pequeña porción de espacio que parecía ser una pizca más oscura que la zona circundante. Además, dos estrellas parecían estar duplicadas. Entonces se aproximaron, enfocando la anomalía con las luces del Memphis. Los haces de luz parecieron divergir.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Tor—. Si tiene alguna trampa, no deberíamos acercarnos demasiado.
—Démosle un golpecito y veamos qué sucede. Bill…
—¿Sí, Hutch? —preguntó inocentemente.
—Envía algo a darle un empujoncito.
Los rasgos del IA irrumpieron en la pantalla de su intercomunicador.
—Sonda enviada —dijo. Bill apareció entonces a su lado—. Un minuto.
El equipo de George hacía apuestas sobre el resultado. La capitana se preguntaba qué impresión podía llevarse uno de la raza humana, teniendo en cuenta que las apuestas eran de seis posibilidades contra una de que se produjera una explosión. Se guardó su respuesta para sí misma.
La sonda se acercaba a la disrupción.
El Brandeis observaba también desde una distancia prudencial.
Siguiendo una orden de Bill, la sonda giró a la izquierda y se encaminó hacia el satélite espía. Se incrustó justo en su centro, acertando en el diamante, y se tambaleó.
No ocurrió nada.
Bill mandó regresar a la unidad, la hizo acertar un par de veces más en el satélite y entonces la envió a uno de los platos que salían del núcleo adiamantado. Para entonces su capacidad de respuesta se había reducido bastante y golpeó con demasiada fuerza. El plato se rompió, reventó ante los ojos de los allí congregados y se dispersó, arrastrando consigo un cable. Tras estirarse unos veinte metros, el cable se tensó y comenzó a arrastrar tras de sí al disco.
—¿Satisfecha? —preguntó Bill.
—Sí. Es suficiente.
—¿Qué piensas hacer ahora? —preguntó Park.
—Echar un vistazo más de cerca —dijo—. Me acercaré en la lanzadera.
—¿Por qué?
¿El motivo? En realidad no estaba segura. Quería averiguar qué había matado al Predicador. Al menos le debía eso. Y sentía que podía hacerlo de forma más o menos segura. Yendo sobre aviso, creía estar segura de poder echar una miradita de cerca a esa cosa sin activarla.
—Porque quiero estar segura de si es o no una bomba —dijo.
—No creo que sea una buena idea, Hutch.
—Lo sé. Tendré cuidado.
Al bajar hasta la lanzadera, Tor estaba allí esperándola.
—Voy contigo —dijo—, si no tienes nada en contra.
La capitana dudó por un momento.
—Siempre que obedezcas mis órdenes.
—Claro.
—Sin rechistar.
—Sin rechistar.
—Perfecto. Entra entonces.
Park aún intentaba disuadirla.
—El hecho de que la explosión tuviera lugar mientras examinaban esa maldita cosa no puede ser una coincidencia —insistió. No hacía falta ser un genio para darse cuenta de algo así—. Deja que los artificieros vayan a echarle un vistazo.
—Les llevaría siglos.
De ese modo, el Brandeis se mantuvo a la espera mientras ella despegaba en la lanzadera. El satélite espía flotaba en la distancia, no demasiado visible, pero su presencia la delataba una luz divergente, una cierta percepción de movimiento, una región que era alternativamente luminosa y brillante sin ninguna razón aparente. Era como una presencia espectral en una habitación débilmente iluminada.
Tor bajó la vista hacia la atmósfera. Estaban cruzando el mayor de los continentes de Refugio, sobrevolando una cadena montañosa.
La capitana era aún incapaz de distinguir el objeto en sí, y dependía de la ayuda de navegación de Bill.
Park no se daba por vencido.
—Quizá querrías reconsiderar lo que estás haciendo.
—El morro ahora hacia arriba.
—No te acerques demasiado.
—Ed —preguntó la capitana—, ¿se te ocurre algo de lo que ocuparte durante unos minutos?
Hutch activó su e-traje, y cuando Tor se dispuso a ir tras sus pasos ella negó con la cabeza.
—Espera aquí —dijo—. No hay necesidad de salir los dos.
Él empezó a protestar, pero una mirada suya bastó para hacerlo desistir.
El satélite era una disrupción en el crepúsculo, un desplazamiento en las tonalidades de luz no demasiado visible. Pero era imposible no darse cuenta de que había algo ahí.
Hutch encendió su mochila propulsora y entró en la cámara estanca de la lanzadera.
—Dime qué hago —preguntó él.
—Quédate aquí. Si ocurre algo, serás mi apoyo. Me rescatarías. Si no puedes, abandona la zona. Le dices a Bill que te lleve de vuelta a la nave. Pero en ninguna circunstancia toquetees el satélite.
• • •
Empleando la mochila propulsora, rodeó el objeto. Incluso desde unos pocos metros aquella cosa no acababa de parecer definida, sino que era más bien un remolino de oscuridad y reflejos. No la tocaría hasta concluir un examen completo. La IA estableció la amplitud del campo que coordinaba las capacidades espía de la unidad.
—Si lo apago —le dijo a Tor— podremos comprobar qué tenemos realmente entre manos.
—Si lo apagas —dijo Tor— podría explotar.
—No. Imposible. —El satélite que el Predicador le había mostrado había sido apagado también. Y no había explotado.
—Puede que haga saltar un temporizador.
Podía tener razón, pero ya lo averiguaría. Maniobró hasta aproximarse, encontró el interruptor, dudó durante un brevísimo momento y por fin lo descorrió. Apagado.
No sucedió nada.
Se retiró a la lanzadera, trepó al interior y retrocedieron unos mil metros. Y aguardaron.
Seguía sin suceder nada.
Le concedieron dos horas. Expirado el tiempo, y después de que el satélite permaneciera completamente en calma, ella regresó a su lado.
Lo revisó con un escáner, dibujó muchos esquemas, recogió más muestras e hizo señales a Tor, que observaba con ansiedad desde el asiento del piloto. Para entonces recibía ya los consejos de todos, especialmente del propio Tor. En su mayoría consistían en «No toques nada» y «Ten mucho cuidado».
Tras acabar, volvió a la lanzadera. Regresaron al Memphis, y allí envió los resultados a Avanzada.
• • •
El sistema era el mismo que el encontrado en 1107. Hutch empleó la posición del espía para calcular las ubicaciones de los otros dos satélites. Encontraron uno de ellos. El que faltaba era, claro está, el que había recogido el Cóndor.
Estaban felicitándose por el éxito cuando llegaron nuevos resultados en una transmisión del Brandeis.
Anunciaban una sorpresa: el espía que el Cóndor había estado examinando al suceder el incidente tenía menos de un siglo de antigüedad. Se acercaba, a juicio de los expertos, a los ochenta años.
Estaba nuevecito.
• • •
Posteriormente, aquella misma tarde, el Brandeis informó de que había encontrado secciones del mecanismo impulsor del Cóndor. A la mañana siguiente, Park había concluido que los motores de fusión habían explotado.
—Desconocemos los motivos —dijo a Hutch—, pero al menos podemos desechar la idea de que haya algo terrorífico correteando por aquí.
—Diría que me alegra oír eso —dijo la capitana.
—Y algo más. Respecto al espía que estudiaste.
—¿Qué ocurre?
—Está activo. Sus cámaras reaccionan ante la luz. Varían su enfoque. Toman imágenes de los amaneceres, de los anocheceres. Incluso de nosotros.
—¿Os observaba?
—Sí.
La situación se hacía más extraña.
—¿Sigue observándoos?
—No. Nos apartamos de su visión. Creo que ya no puede vernos.
• • •
La gente de Park pasó dos días estudiando el espía. La unidad era un sofisticado compendio de receptores, sensores de largo alcance y antenas. Disponía de ordenadores y de equipos de navegación y de impulso, por lo que podía ajustar su posición según fuera conveniente. Tenía también transmisores y receptores de radio. Un temprano análisis indicó que empleaba energía de vacío como fuente impulsora. Pero no tenía ningún artefacto explosivo.
—No está mal —dijo uno de los técnicos—. No estoy seguro de que nosotros pudiéramos haber diseñado algo así.
—Las piezas no encajan —dijo George esa noche—. Son capaces de llegar hasta el 1107, pero no tienen tecnología para fabricar un disruptor de luz. Y el transporte en su base lunar parecía bastante primitivo.
—Bueno, nosotros también desplegamos tecnología de diferentes niveles —dijo Tor—. Aún hay satélites en órbita que fueron colocados por los soviéticos.
—Lo que me gustaría saber —dijo Pete— es si este es el mismo tipo de artefacto que está orbitando el 1107.
A bordo del Memphis todos se agasajaban con pasteles, vino y queso. El pesimismo de los primeros días tras la pérdida del Cóndor se había disipado parcialmente por la exitosa —es decir, tranquila— exploración de la base lunar. Habían hecho un gran descubrimiento. Aún quedaban algunas preguntas por responder, pero todos estaban bastante contentos. Ya se estaba preparando una misión de exploración y llegaría allí en unos meses. Park y algunos de los miembros de su tripulación se les unieron y les felicitaron, y él anunció que ya había hecho allí todo lo que estaba en sus manos y que a la mañana siguiente regresaría a Avanzada.
Pete había permanecido en silencio casi toda la tarde. Estaba sentado, disfrutando de un donut de mermelada. Se había manchado la nariz de azúcar glasé, pero no había parecido darse cuenta.
—No acabo de creerlo —dijo bruscamente. Sus ojos se cruzaron con los de Hutch—. La idea de que los motores acabaran explotando justo cuando se disponían a estudiar el satélite no acaba de resultarme creíble.
—¿Y qué otra explicación puede haber? —preguntó Nick. Nadie tenía respuesta.
• • •
Después de que la reunión derivara en un final incierto, y de que Park y su gente hubieran regresado al Brandeis, Hutch volvió al puente.
Uno de los inconvenientes de habitar durante un tiempo prolongado en una de las superluminares de la Academia era que no había lugares que garantizasen el aislamiento del resto de los pasajeros, excepto algún camarote privado. No había nada parecido a un restaurante perdido, un tejado o el banco de un parque.
Con todo, Hutch echaba en falta compañía. Los capitanes se suponía que debían cumplir la tradición de no meterse en romances con sus pasajeros. Pero se sentía desconsolada. Le hubiera gustado pasar una tarde a solas con Tor. No es que esperara que la llama de ese antiguo romance pudiera volver a prenderse. Ni siquiera creía desear que así ocurriera. Pero cada vez más, desde la pérdida del Predicador había sentido la necesidad de pasar una tarde íntima con alguien. Precisaba hablar con esa persona, alguien que la mirase con deseo, con quien poder alejarse y fingir que la última semana no había existido.
Apenas había pasado unas horas junto al Predicador Brawley, pero aun así su pérdida le había afectado muchísimo. En los momentos más insospechados se había descubierto pensando en él: en conversaciones con Bill, durante celebraciones como la que acababa de tener lugar o a lo largo sesiones de trabajo en el gimnasio. Recordaba su aspecto en aquella lluviosa noche en Arlington.
Gregory MacAllister había escrito una vez que la vida era como una sucesión de oportunidades perdidas. Hutch se acordaba de aquella terraza en el restaurante, de Beth la cantante, del beso de buenas noches y de cómo vio el taxi regresar por donde había venido.
¿Iría a buscar a Beth?
Apartó esa idea de su cabeza y le alegró escuchar entrar a alguien. Se dio cuenta de que estaba medio en penumbra, y subió las luces hasta una iluminación más adecuada. Era Nick.
—Perdón —dijo—. ¿Molesto? —Llevaba un frasco y dos vasos.
—Claro que no —dijo ella—. Entra.
—Pensé que te vendría bien beber algo.
La capitana lo invitó a sentarse.
—Creo que ya he tenido suficiente.
Nick llenó los vasos con vino tinto y le ofreció uno de ellos. Ella lo aceptó, le sonrió educadamente y lo posó en la consola.
—¿Te encuentras bien? —preguntó.
—Claro. ¿Por qué preguntas?
—Hay mucho silencio aquí arriba —dijo tomando un sorbo de su vino—. Tenías las luces casi apagadas. Creo que últimamente no has sido tú misma. Pero puedo comprenderlo.
—Estoy bien —dijo.
Él asintió.
—Quizá ha llegado la hora de volver a casa.
—¿Eso es lo que habéis acordado?
—Lo hemos estado hablando. George estaría aquí fuera todo el tiempo que pudiera. Tiene acertijos que resolver. Y quiere bajar a tierra.
—Pues no puede hacerlo.
—Lo sé. Y él también. Y eso lo desespera. Piensa que la misión de la Academia llegará aquí en unos cuantos meses, y que lo apartarán de Refugio. Todo esto pasará a ser un juego en manos de otro.
El vino parecía fresco y apetecible.
—No es fácil conseguir lo que uno quiere —dijo ella—. George es afortunado. Todos lo sois. Habéis venido y os habéis encontrado con un filón. Un lugar en el que había una auténtica civilización. Con ruinas. Esto solo ocurre cada veinte años o así. —Alzó su vaso y probó el vino. Sintió cómo le calentaba la garganta al tragarlo—. No, nadie se hará dueño de todo esto. Los libros os recordarán a ti, a George y al Cóndor. La siguiente misión —dijo encogiéndose de hombros— se limitará a venir y a cumplir con su trabajo, pero este lugar pertenecerá para siempre a la Sociedad del Contacto.
Guardó silencio por unos momentos. Le gustaba Nick. Era una de esas pocas personas en cuya presencia se sentía cómoda y acogida.
—Cuéntame cómo un director de pompas fúnebres —dijo de repente— ha acabado involucrado en asuntos de extraterrestres.
Su expresión cambió, iluminándose.
—Pues como le podría haber pasado a cualquiera. De niño tenía una imaginación desbordante. Sería algo en el agua, imagino. —Contempló el vino, tragó un sorbo y lo aprobó—. Nunca llegué a olvidarme de ello. Pero, al crecer, mis perspectivas cambiaron.
—¿De qué modo?
—En realidad soy bastante parecido a George. Hay algunas preguntas de las que me gustaría conocer su respuesta.
—¿Cómo por ejemplo?
—¿Existe un creador?
—¿Y esperas encontrar respuesta a eso ahí fuera?
—No.
—Pues no lo entiendo.
—¿Qué sentido tiene la vida? ¿Qué sentido tiene todo? —Sus ojos grisáceos se encontraron con los suyos.
Bill encendió su luz de aviso. Tenía algo para ella. No era una emergencia, pero le había interrumpido.
—Mi profesión es peculiar. Presto un servicio indispensable a la gente. Sin embargo, nunca nos toman en serio, solo los dolientes. Todo el mundo tiene una imagen caricaturizada de nosotros. Alguien de quien burlarse.
Hutch recordaba cómo a ella misma le había divertido conocer la profesión de Nick.
—Es por eso porque los extraterrestres me siguen fascinando. —Entonces se echó hacia delante, con voz intensa—. Se me da bien hablar con la gente que pasa por situaciones de estrés. Como a todo el mundo en mi oficio. Si no, no podríamos sobrevivir. Los familiares y amigos de los muertos siempre lo pasan mal en algún momento. A mi se me da bien ayudarles. Estar ahí cuando una viuda o un pariente necesita tener a alguien cerca. —Entonces relajó su mirada—. Me encantaría poder decirle a la gente que todo va bien. Que hay alguien que cuida de todos nosotros.
—Pero eso ya hay gente que se lo dice.
—Pues no lo oirán de mí. —Acabó el vino y puso la copa boca abajo—. Me gustaría poder pensar que es cierto.
Ella le contempló.
—No te llevaré la contraria, y sé que no encontraré aquí fuera la respuesta. Pero por la razón que sea, esa pregunta aquí se me antoja más real. La vida en casa es más superficial. En el espacio todo se reduce a lo básico. Si existe un todopoderoso, aquí es dónde debe de rondar. Casi puedo sentir su presencia.
—Pues buena suerte —dijo la capitana.
—Soy consciente. George cree que acabaremos encontrando una raza más antigua. Alguien que pueda respondernos a esa pregunta. Alguien que ya haya encontrado la respuesta.
—Creo que tampoco ellos la tendrán.
—Probablemente no —dijo—. Pero hay una oportunidad. Y es en busca de esa oportunidad a lo que hemos venido.
Ella se estiró, rozándole la muñeca con la punta de los dedos. El sonrió amargamente.
Había llegado el momento de una distracción, y por eso ella dirigió su atención a Bill.
—¿Interrumpo algo?
—No, Bill —dijo suspirando—. ¿Qué tienes?
—Una transmisión de Avanzada.
—Veámosla.
Era otra vez Jerry Hoper.
—Hemos estudiado los tres satélites espía —dijo—. Son unidades idénticas. —Parecía confuso—. La primera que encontrasteis tiene aproximadamente unos cien años. —Levantó las cejas y se rozó la comisura de la boca con la punta de la lengua—. Las restantes, la tercera y la que el Predicador subió a bordo, se remontan a más de veinte siglos.
—Antes de la guerra en Refugio —dijo Nick.
Parecía como si la cálida atmósfera que había estado reinando en el puente se hubiera vuelto de nuevo administrativa. La noche se había hecho de nuevo sobre el planeta, y Hutch era incapaz de distinguir en el suelo otra cosa que no fuera la brillante bruma de la atmósfera que rodeaba los límites del mundo.
—¿Qué explicación puede haber a eso? —preguntó Nick.