Y habían encontrado el verdadero aislamiento, tanto en el tiempo como en el espacio.
Jack Maxwell,Los pies sobre el suelo, 2188
La luna estaba en cuarto creciente. Distaba cuatrocientos mil kilómetros de Refugio y era en realidad uno de sus tres satélites naturales, aunque los otros dos eran desdeñables. Era estéril, glacial y casi completamente llana. Su superficie era mucho más plana que la de la Luna terrestre, lo que hacía especular a Pete si sería bastante más joven, y también preguntarse si estaría aún geológicamente activa. Y también si… Pete siguió especulando, dejando que su cabeza creara otras posibilidades.
El diámetro en el ecuador era de más de cuatro mil kilómetros, una tercera parte del de la Tierra. La rodeaban nubes, y Bill informó de nevadas en un par de regiones.
Hutch hizo bajar al Memphis. Sobrevolaron llanuras ininterrumpidas de hielo, algún que otro cráter y riachuelo y, por fin, de forma inesperada, una cadena montañosa bastante alta. Al fondo se alzaba Refugio.
El planeta aparecía teñido de azul y plata bajo la luz del sol, envuelto en nubes. Hutch escuchaba las reacciones en el control de la misión, donde George y su gente estaban reunidos. Un mundo hermoso, pero ahora contaminado de forma letal.
El sol se puso y se adentraron en una noche espectral, con la luna repleta de paisajes de otro mundo. Entonces apareció la imagen de Bill.
—Hutch, estamos en posición —dijo.
Las pantallas mostraron una sucesión de mesetas y colinas que se alzaban en la oscuridad. Bill puso en pantalla una de las mesetas, la amplió y la hizo girar ante sus ojos. En lo alto vio un racimo de edificaciones: cúpulas de varios tamaños; seis de ellas, grises y monótonas, tan sombrías como la roca que le rodeaba. Había también una pista de aterrizaje… ¡con una lanzadera!
Sin embargo, no había evidencia alguna de vida.
• • •
Todos coincidían en querer aterrizar.
—No podemos hacerlo así —dijo George—. Alguien debe quedarse. Debemos establecer aquí un centro de operaciones. En la nave.
—¿Por qué? —preguntó Alyx, que parecía sinceramente consternada, después de haber estado rogando apenas unas horas antes regresar a casa.
—Porque es así como debe hacerse —dijo George.
Hutch interrumpió.
—Tiene razón. Escuchad, existe cierto riesgo. Cualquier despliegue fuera de la nave implica siempre un riesgo. En este caso vais a adentraros en un ambiente alienígena. No sabemos qué puede estar esperándonos ahí fuera. Por eso es importante que se quede aquí una persona, fuera de peligro. —Esperaba estar disipando algo el entusiasmo. Según su punto de vista, no debían ser más de dos los que tomaran parte en la incursión hasta estar seguros de que no había riesgo.
—Estoy de acuerdo —dijo Pete—. Lo mejor sería que George y yo bajáramos y echásemos un vistazo a la zona. Para asegurarnos que todo está bien.
—Sí —dijo Hutch.
Nick entrecerró los ojos.
—Ya veo —dijo—. Y vosotros seríais los primeros en entrar. ¿Por qué no vamos Alyx y yo?
—Hola —dijo Herman—. Que yo estoy aquí también. Hoy vamos a hacer historia, y el viejo Herman no va a quedarse aquí sentado.
Estaba tenso, y Hutch vio que no bromeaba.
Enseguida Tor dejó también claro que no estaba por la labor de quedarse atrás.
Entonces George suspiró.
—Me siento orgulloso —dijo.
—¿Qué hacemos entonces? —preguntó Nick.
George buscó entre su gente un voluntario dispuesto a quedarse haciendo guardia. Las perspectivas no eran muy buenas.
—Creo que te va a tocar a ti, Hutch —dijo por fin.
—No creo que sea buena idea. Necesitaréis a alguien que esté familiarizado con los e-trajes. Por si acaso.
—Tor ya está familiarizado con ellos —replicó Herman.
Ella lo miró y dijo con una sonrisa amable:
—Pero no iría mal que fueran dos los que os acompañaran.
—Claro —dijo Herman. La juzgaba mal. Ella no podía permitir que toda su tripulación saliera a dar un arriesgado paseo mientras se quedaba a salvo en la nave.
—Está bien, que sea Bill quien se quede aquí vigilando —dijo Hutch suspirando.
—Quizá deberíamos aguardar hasta el amanecer —dijo Alyx.
—Quedan unos tres días para eso —apuntó Bill.
Hutch negó con la cabeza.
—Es tarde —dijo—. Nos vendría bien a todos dormir con tranquilidad. Saldremos después del desayuno.
• • •
Hutch estuvo charlando con George unos minutos, alertándolo de los potenciales peligros de la base lunar. Luego bajó sola al muelle de salida, donde comprobaron en su lista de control que todo estaba preparado para la partida.
Algunos de ellos iban a tener que pasar por un programa de familiarización con los e-trajes. Ésa iba a ser otra delicia.
Tor estaba esperando fuera de la cámara estanca, que estaba abierta.
—Hola —dijo la capitana—. Entra.
Le sonreía, como alguien que tiene algo que decir pero que no está seguro de cómo hacerlo.
—¿Qué ocurre? —preguntó.
—¿Puedo ser franco?
—Claro.
—El Cóndor debió de afectarte mucho.
—Nos afectó a todos.
—Nosotros nos tenemos los unos a los otros. Quiero decir, somos un gran grupo. Llevamos juntos desde hace años. —Su rostro parecía estar perdido entre sombras—. ¿Creo que eras amiga del, hum, capitán? —Entonces se esforzó por recordar el nombre—. ¿Brawley?
La capitana sentía que volvía a perder el control. Diablos.
—Sí —dijo—. Éramos amigos.
Él la rozó el brazo con la mano.
—Lo siento.
—Todos lo sentimos —dijo asintiendo.
—¿Lo conocías bien? Si no te molesta que lo pregunte.
No tan bien como me hubiera gustado.
—Hacía años que éramos amigos —explicó—. ¿Cómo lo supiste? Que lo éramos.
—Me lo contó George.
—Me sorprende. Creí que nadie lo sabía.
Sus ojos parecieron ensancharse pausadamente.
—Pues todos lo sabían.
Entonces él la soltó, aunque ella no movió su muñeca, acomodada sobre el reposabrazos del asiento. Tenía una regla en lo que respectaba a involucrarse con los pasajeros. Incluso aquellos con los que mantenía alguna conexión personal. Pero, en aquel momento, le hubiera gustado acercarlo hacía sí. Había descendido a un lugar oscuro y necesitaba compañía.
Él continuaba hablando, situado en el interior de la cámara estanca de la zona de aterrizaje. Sin embargo, solo una parte de ella le prestaba atención. Decía algo acera de lo seguro que le hacía sentirse que ella estuviera al mando del Memphis, y lo contento que estaba de estar allí, a pesar de todo lo que había sucedido. La capitana levantó la vista y comprobó atónita, casi tanto como él, cómo lo atraía hacia sí, obligándolo a sentarse en el reposabrazos de la silla.
Él la envolvió con sus brazos, se pegó a Hutch y la meció cariñosamente.
• • •
A la mañana siguiente todos se reunieron junto a la lanzadera —que estaba capacitada para tomar tierra—. Atendieron a las explicaciones de Hutch, que les demostraba cómo funcionaban los e-trajes. Eran resistentes envoltorios flexibles, dijo la capitana, que se moldeaban ajustándose al cuerpo, concediendo la sensación de llevar ropas de algodón algo holgadas. La excepción era el armazón rígido que se generaba alrededor de la cara, dejando el suficiente espacio para respirar. Todos se colocaron bien los e-trajes, activaron los campos Flickinger, y dejaron escapar sonidos de admiración al comprobar cómo estos brillaban al ser iluminados por la luz artificial, desde el ángulo adecuado.
Hutch les enseñó a desconectar los campos, explicó que era necesario emplear ambas manos para que no fuera posible que ocurriera de forma accidental. También explicó que el campo no les concedería ninguna protección si, por ejemplo, se caían por un terraplén e iban a dar a parar contra algún objeto punzante, o si alguien les disparaba con un láser.
Cuando quedó satisfecha todos comprobaron su equipo, que incluía palas, llaves, tenazas y cientos de metros de cable. Entonces se introdujeron en la lanzadera y salieron.
Orbitaron dos veces la luna mientras Hutch examinaba la zona en busca de algún peligro, sin ver nada. Finalmente —con la tripulación cada vez más entusiasmada— descendieron hasta tocar la superficie. Tomaron tierra junto a las bóvedas de color gris y plata, cerca del vehículo que habían visto el día anterior.
Como había sido de esperar, no hubo reacción alguna. Los receptores no detectaron emisión de radio alguna. No se encendió ninguna luz, ni tampoco se abrió ninguna compuerta o apareció vehículo alguno a recibirlos. Del cielo caían unos pocos copos de nieve.
Las cúpulas estaban interconectadas por conductos circulares, y aparecían cubiertas por tierra y desprendimientos. Hutch distinguía antenas de radio, sensores y un compendio de acumuladores de energía solar. La plataforma estaba cubierta de despojos que habían sido arrastrados hasta allí.
—Siglos —dijo Pete.
—Yo también lo pienso —asintió Alyx.
Hutch no estaba tan segura. Según su experiencia, cualquier complejo parecía vetusto siempre que no aparecían signos de vida o soplaba el viento. Inició la descompresión y abrió la escotilla, esperando encabezar la marcha, pero todos se abalanzaron hacia la cámara estanca.
—Tranquilos —protestó.
—Todo el mundo quiere ser el primero en pisar —sonrió Tor.
—¿El primero en pisar?
—Claro. Ya sabes. Estamos en un nuevo mundo. Un pequeño paso…
George sugirió que Herman debía tener aquel honor. Éste aceptó presuroso y descendió hasta la superficie.
—Es genial estar aquí —dijo.
—¿Es genial estar aquí? —dijo Nick—. ¿Es eso lo mejor que se te ocurre?
El vehículo que ocupaba la plataforma era una primitiva lanzadera impulsada por cohetes. No había señal alguna de campos magnéticos que pudieran haber asistido a transportes de segunda generación, ni de la puntera tecnología de antigravedad que se había puesto tan de moda hacía solo unos años.
Las seis cúpulas diferían en tamaño; iban desde una que podía haber albergado un campo de hockey sobre hielo y a varios miles de aficionados hasta la más pequeña, que no era mucho más grande que una casa unifamiliar.
El resto de la tripulación descendió para unirse a Herman. Enseguida Tor empezó a hacer una composición del lugar, mientras los demás se repartían para buscar alguna puerta.
Hutch, acompañada por Alyx, revisó el exterior de la nave espacial. Estaba oxidada y tenía los rodamientos cubiertos de arcilla.
—Tienes razón, Alyx —dijo—. Debe de hacer bastante tiempo.
—¿Siglos?
—Probablemente.
Tor apareció tras ellos.
—Centraremos aquí el foco —dijo.
—¿Del bosquejo?
—El imperio perdido —dijo asintiendo—. Habrá que enmarcarlo sobre una puesta de sol.
Alyx inclinó la cabeza, como sin acabar se creerse que hablara en serio.
—¿No te parece un poco excesivo?
—Es posible. Pero siento que todo esto pide a gritos un manto de sombras.
Herman, que seguía encabezando la expedición, halló una trampilla. Estaba en el lateral de una de las cúpulas más próximas, enterrada en tres cuartas partes, de modo que tuvieron que excavar para poder acceder a ella.
Hutch se limitó a mirar plácidamente, viéndolos a él y a George trabajar. En pleno esfuerzo, Bill interrumpió:
—Avanzada informa de que la misión de apoyo ya está en camino.
—De acuerdo.
—Envían a médicos y a un equipo de investigadores que van a intentar averiguar lo sucedido. Hasta que lleguen, nos aconsejan que no iniciemos ningún tipo de acción que pueda poner en peligro al Memphis. El tiempo estimado de llegada es de una semana.
—¿Algo más?
—Quieren que registremos las ubicaciones y los vectores de posición de cualquier otra clase de ruinas que podamos encontrar. Además, nos envían unas instrucciones detalladas de cómo tratar y registrar este tipo de pruebas. Por mi parte, añadiría que parece que estuvieran esforzándose por evitar cualquier tipo de responsabilidad legal, pues no hicieron referencia alguna al respecto. A propósito, se nos insta también a no intentar aterrizar en Refugio.
Hutch levantó la vista hacia el planeta. La luna era geoestacionaria, y por ello Refugio ocupaba permanentemente la misma posición sobre sus cabezas.
La atmósfera era tenue y la noche estaba calmada. La gravedad era en torno a un cuarto de la estándar.
Bajo sus e-trajes todos iban vestidos de modo informal, en calzoncillos o enfundados en monos, o con la ropa holgada que solían llevar al encontrarse en la sala de reuniones.
—No es fácil acostumbrarse a esto —apuntó Nick.
—¿A qué? —preguntó Hutch.
—Bueno, a ver a gente que viste jerséis y ropa holgada andando por un entorno completamente hostil. ¿Cuánto frío puede hacer ahí fuera?
Hutch era la única excepción, pues llevaba su mono.
—Pues cien grados bajo cero o así.
Él sonrió y miró a Alyx, resplandeciente con una blusa y unos pantalones cortos color caqui.
—Qué fresquito —dijo.
Al fin consiguieron liberar la compuerta, que parecía hecha de una aleación de metal. Tenía el ancho aproximado de la envergadura de Hutch. En una pared a su derecha había una placa con marcas, varias hileras de símbolos de trazos delgados e inseguros.
—No es que tuvieran demasiado sentido estético —dijo Alyx.
—Aquí hay algo. —Nick se arrodilló para limpiar el polvo y descubrió un panel curvo—. ¿El tirador de la puerta? —preguntó.
—Podría ser —dijo Pete.
—Prueba a ver.
Lo toqueteó, lo abrió y descubrió un tachón. Volvió la vista a George.
—Sigue —dijo.
Nick pulsó el mecanismo.
Nada pareció ocurrir.
Tiró de él y lo empujó con fuerza.
—Sin energía —dijo Hutch—, debe de haber un modo de abrirlo manualmente.
—No se me ocurre ninguno —dijo Pete.
Hutch se sacó los alicates del mono.
—Chicos, si os echáis atrás probaré a ver si puedo desatrancarlo.
—Odio hacer esto —dijo George—, pero creo que no nos queda otra opción.
Entonces, y tras un breve intercambio de opiniones, todo acabó como ella había esperado. Cargó la cortadora láser, la puso en posición y la encendió. Un fino rayo rojizo apareció y fue a parar contra la escotilla. Surgió una voluta de humo y el metal empezó a ennegrecerse. Se combó y cedió.
—Apartaos un poco más —dijo la capitana—. Puede que la otra parte tenga el aire a presión. —Sin embargo, no fue así. Entonces continuó con el corte hasta completar un estrecho círculo. Al acabar, cogió una llave que le pasaba Herman, se apartó a un lado y empujó sin dificultad la pieza hacia el interior.
George metió su linterna en la abertura.
—No hay demasiado espacio —dijo.
—Una cámara estanca —sugirió Hutch. A unos pocos metros de distancia aguardaba una segunda puerta.
Dibujos idénticos tallados en hierro se extendían por las paredes a ambos lados del conducto. Constituían una especie de pasamanos. Sin embargo eran bastante numerosos, y algunos parecían ser únicamente decorativos, Claro que nadie decoraría una cámara estanca…
Otra cosa más se antojaba extraña, y era que no había asientos de ningún tipo.
Hutch volvió atrás para intentar recortar una fracción mayor de la compuerta. Tras acabar, George fue quien encabezó la expedición hacia el interior de la cámara estanca.
Repitieron el mismo procedimiento en la puerta interior, descubriendo una cámara mayor. Todos encendieron sus linternas y echaron un vistazo. La habitación se llenó de sombras. Había dos mesas lo suficientemente amplias para dar acomodo, cada una, a una docena de personas. Lo curioso era que eran muy altas y a Hutch le llegaban casi a la altura del pecho. Las paredes y las mesas estaban repletas de aparatos alojados en diversas monturas, de los que sobresalían cables y cordones.
Había también herrajes, algunos atornillados al suelo, otros fijos en las paredes. A la capitana le recordaban a las barras de ejercicio que a menudo poblaban parques y patios de colegio.
Las paredes y el techo eran de color gris y tenían manchas de humedad. Parecían estar construidos mediante alguna clase de fibra de plástico. El suelo era de piedra, aparentemente labrado en la misma roca.
En dos de las paredes habían sido ubicadas estaciones operativas, y contenían unidades que recordaban a ordenadores personales. Todo estaba cubierto por una gruesa capa de polvo. Al apartarla, la capitana pudo descubrir teclados que contenían de nuevo aquellos laberínticos caracteres. Había multitud de cuadrantes, botones que pulsar, indicadores, pantallas. Incluso había unos auriculares. Eran pequeños, pero era difícil confundirlos con alguna otra cosa. Había también otros artefactos cuyo fin era complicado de imaginar. Independientemente de cuál fuese el aspecto de los ocupantes de aquel emplazamiento, estableció Hutch, su tamaño debía de ser menor que el de los humanos. A pesar de las elevadas mesas.
Y debían de poseer dedos. Y oídos.
Pete había encontrado una radio. Tenía su altavoz y su selector de onda, y también un interruptor de encendido y apagado. Y sí, ahí estaba el micrófono también.
Hutch intentó imaginar la habitación rebosante de actividad. ¿Qué clase de criaturas habría vivido allí? ¿Qué sonidos habrían emitido al dar orden de aterrizar a través del circuito de comunicación? Frente a cada estación de comunicación había hileras de barras de ejercicio.
Vio lo que probablemente debía de ser una estación de radar. La pantalla estaba rota y, por supuesto, era incapaz de leer el lenguaje. Con todo, creyó distinguir el interruptor, el control del escanógrafo y el selector de onda. Incluso tenía transistores, aunque estaban muy deteriorados.
La cámara estanca había carecido de bancos, y en la estancia que ocupaban ahora no distinguía ni una sola silla.
—¿Monos? —sugirió Tor.
—Serpientes —dijo Alyx, enfocando con su linterna las oscuras esquinas de la sala. Parecía algo inquieta.
Hutch abrió un canal privado de comunicación con la IA.
—Comprobando la comunicación, Bill. Estamos en el interior de una de las cúpulas. ¿Puedes captarme?
—Alto y claro, Hutch.
—¿Algún movimiento allá arriba?
—Negativo. Todo en calma.
Hutch había dispuesto una cámara en su mono y confiaba por completo a la nave la tarea de realizar un registro visual. A su izquierda, Herman recogió algo de una de las estaciones de ordenadores y lo deslizó en el interior de su uniforme.
Hutch se dirigió a él en un canal privado.
—Nada de souvenirs, Herman.
Él se volvió hacia ella.
—Y a quién le va a importar —preguntó empleando aquel mismo canal—. ¿Quién iba a enterarse?
—Herman —dijo ella sin perder el sosiego—, te agradecería que devolvieses eso a su sitio. Todo este material tiene un valor inestimable.
Con el rostro afligido, él repitió:
—Hutch, ¿quién se va a enterar?
Ella sostuvo su mirada.
Finalmente Herman suspiró, dudó por un momento y acabó devolviendo lo que había cogido.
—Establecería un mal precedente —dijo la capitana. Luego, para relajar la tensión, continuó—: ¿Qué era?
Herman iluminó el objeto con su linterna. Era una figurita de cerámica. Una flor.
Parecía una lila.
Juntos la examinaron, comentando su factura, que parecía pedestre. Claro que eso era irrelevante.
Justo enfrente de la cámara estanca, un pasillo daba paso al interior del edificio. Pete se introdujo en él y desapareció.
Aquél tipo estaba loco o era un estúpido. Suponiendo, claro, que hubiera alguna diferencia. Hutch lo siguió y lo trajo de vuelta.
—No es muy seguro andar olisqueando por ahí —dijo.
—No estaba olisqueando. Solo quería mirar a dónde daba a parar.
Era como ir de excursión con un grupo de niños de parvulario.
• • •
Ya había visto trabajar antes a arqueólogos en lugares semejantes, y no estaba por la labor de permitir a su grupo de turistas dar tumbos de un lado a otro. Como había escuchado decir en una ocasión a Richard Wald, el problema con los novatos estaba en que no sabían que lo eran. De modo que, aunque no fueran ladrones descarados, sí se dedicaban a cambiarlo todo de sitio: rompían cosas, enturbiaban las aguas, y hacían que para los siguientes en llegar a la zona fuera mucho más complicado averiguar qué había ocurrido realmente en aquel lugar.
Sabía, además, que acabarían por criticarla por haber permitido que George y su gente deambularan por aquel lugar. Eso solo se te ocurre a ti, Hutchins…
—Intentad no toquetear demasiado —alertó—. Se mira, pero no se toca.
—Eso es lo que me han dicho toda la vida las mujeres hermosas —dijo Nick.
—No me extraña —apostilló Alyx.
En aquellas bromas, Hutch detectaba cierto orgullo. Habían llegado realmente lejos. Juntos habían persistido en una línea de investigación en la que muchos otros se habrían dado por vencidos. Y, por fin, habían acabado encontrando algo. No eran los entes alienígenas vivos que habían esperado hallar. Pero, igualmente, habían desenterrado un descubrimiento increíble. Y al menos eran merecedores del privilegio de poder echar un vistazo de cerca, comprobando cómo era ser el primero en estar en un lugar que, en otro tiempo, había sido un foco de actividad extraterrestre.
Hutch tomó muestras raspando estanterías, paredes, instrumentos, conservándolo todo en bolsas de muestras que etiquetaba cuidadosamente según la materia y la ubicación.
La cúpula tenía dos salas más y ambas mostraban variaciones de los mismos herrajes. Además, uno de los espacios ahondó en el misterio. Albergaba un lavabo y un grifo.
—El baño —dijo Herman.
—¿Y dónde está la taza? —preguntó Alyx perpleja.
—Puede que no generasen desperdicios —apuntó Nick.
—Tonterías —se carcajeó Pete—. Todos los sistemas vivos generan desperdicios.
—No me parece que sea el caso de las plantas —dijo George.
Tor consideró la idea por unos momentos.
—Oxígeno —dijo.
—Ya sabes a qué me refiero —respondió George negando con la cabeza.
—Lo que yo creo —dijo Nick, barriendo con la vista la sala— es que aquí está la respuesta a la pregunta de Alyx —bajaba la vista a un receptáculo metálico con forma de tarro que descansaba en el suelo. Parecía haberse soltado de su contenedor, que estaba fijo a una de las paredes, más o menos a la altura de los ojos. Juntos inspeccionaron el receptáculo y hallaron bajo él un conducto.
—No parece la manera más cómoda de hacerlo —dijo Alyx—. Antes deberías escalar media pared.
—Imagino —dijo Hutch— que eso nos hace preguntarnos si eran o no bípedos.
Todos rieron, y Tor comentó que ahora empezaba a comprender el verdadero significado del término alienígena.
• • •
Más allá del lavabo se encontraron con la posibilidad de elegir entre dos túneles distintos. Alguien sugirió la idea de dividirse, y Hutch de nuevo la desaconsejó.
Nadie la discutió, y George encabezó al grupo hacia la derecha. Sus pisadas resonaban como susurros en la fina atmósfera. Atravesaron puertas cerradas y acabaron emergiendo a una nueva cámara.
De lo alto bajaba una tenue luz. Debía de proyectarla Refugio. Todos accedieron a una pista de cemento que rodeaba una región de tierra desnuda.
—El invernadero —dijo Pete. Unos pocos tallos asomaban de entre el gélido terreno.
Entonces avanzaron hasta una nueva cúpula en la que se encontraron con unas celdas.
Aquélla cámara estaba repleta de ellas, y las había de diferentes tamaños, pero ninguna mayor de lo que hubiera sido necesario para albergar a un sabueso. Estaban apiladas en estanterías y también sobre mesas, incluso a veces enganchadas a las paredes. Debía de haber aproximadamente cien.
—Ahí hay unos huesos —dijo Alyx con una frágil vocecilla. Bajaba la vista contemplando uno de los receptáculos.
Eran de color gris, estaban completamente secos y no eran muy grandes. Aún tenían restos de algo que parecía haber sido carne colgando de ellos. Hutch tomó fotos pormenorizadas.
George encontró más. Por su expresión, podía decirse que encontraba todo aquello incómodo y de mal gusto.
—¿Qué es este lugar? —preguntó Herman.
—Aquí debían de experimentar con animales —dijo George.
Pete negó con la cabeza.
—No lo creo.
—¿Y entonces?
—El comedor.
George se estremeció.
—Eso es ridículo —dijo.
Alyx chilló y se escabulló pasillo abajo.
Hutch coincidía con aquella conclusión.
—Parece como si a estos bichos les gustasen los almuerzos vivos.
—Qué asco —dijo Herman.
Todos agitaban sus linternas por la habitación, empujando las siluetas de las jaulas contra techos y paredes.
—No sé —dijo Pete—, pero no creo que difiera mucho de lo que hacemos nosotros.
—Es completamente diferente de lo que hacemos nosotros —insistió Herman.
—Puede que nosotros seamos simplemente un poco más remilgados —apuntó Pete.
El grupo deambulaba por la sala mirando en las jaulas, hasta que Herman sugirió que quizá ya habían visto suficiente y que podrían pensar en ir regresando. El sentimiento de fiesta de excursión de domingo por la tarde se había desvanecido.
—Éste es el problema de estudiar civilizaciones tan diferentes —dijo Pete como un conferenciante. Parecía de vuelta en el plato que simulaba el puente de una nave espacial que empleaba en sus días en el programa Universo—. Tendemos a tener nociones idealistas de cómo deberían de ser. Asumimos que tendrían que haber abolido la guerra, que deberían ser seres muy inteligentes…
Siguió así durante otro minuto aproximadamente. Hutch bajó el volumen de su intercomunicador sin llegar a apagarlo, mientras trataba de poner freno a su propia imaginación. Aquél lugar era escalofriante. A lo largo de los años había visitado varios emplazamientos alienígenas, sin dejar de preguntarse nunca qué aspecto tendrían sus ocupantes. Aquélla era la primera ocasión en que se alegraba de no tener más detalles al respecto.
Siguieron avanzando y descendieron hasta una zona subterránea que albergaba depósitos de almacenaje, motores, tolvas de suministro —repletas de prendas descompuestas cuyas formas habían dejado de ser perceptibles— y también paneles de control. Nick halló un par de pistas, pero no parecía haber vehículo alguno.
Entonces ascendieron por una rampa hasta ir a dar a parar a una amplia cámara que bien podría haber hecho las veces de auditorio. Uno de los muros estaba destinado por completo a todo tipo de pantallas. Otro de ellos albergaba hileras de estanterías, cada una de las cuales contenía pilas de anillos de plástico, del tamaño aproximado de platos de comedor. Todos estaban etiquetados.
—¿Algún tipo de almacenamiento informático? —inquirió Pete, que fue el primero en entrar.
Nick se encogió de hombros.
—No me preocuparía demasiado. Si este lugar es tan antiguo como parece, cualquier información que pudieran haber contenido debe de haber desaparecido hace ya mucho tiempo.
Las estancias y los pasillos que se sucedían por todo el complejo estaban siempre repletas de los omnipresentes herrajes. Todos tenían también techos elevados. Sin embargo, había algo vagamente inquietante en las dimensiones y en la arquitectura en sí, como si las proporciones fueran erróneas.
—Aquí hay más anillos —dijo Pete, desde algún lugar pasillo abajo—. Y más aquí.
George y el resto se retrasaban, quizá intimidados en algún sentido que nadie parecía acabar de entender. Pete simplemente se lanzó al frente.
—Aquí hay más todavía. —Entonces se detuvo—. No, mentira. Ésta sala está vacía.
—¿No tiene anillos? —preguntó George.
—No, no hay nada —dijo Pete—. Ni mesas. Ni depósitos. Ni siquiera nada de hierro.
Todos siguieron sus pasos para echar un vistazo, pero sin separarse. La sensación de rebaño se había hecho dueña de la situación.
La estancia estaba vacía por completo.
—Extraño —dijo Pete. Se arrodilló y estudió el suelo—. Parece como si las barras de gimnasia hubieran estado almacenadas aquí. Aún es posible distinguir los anclajes.
Una de las paredes estaba repleta de descoloridos parches que sugerían la presencia en otro tiempo de estanterías.
—Bueno —dijo George—, quizá se estaban preparando para hacer reformas cuando la guerra se les vino encima.
• • •
Hallaron también una sala repleta de objetos momificados, criaturas con abdómenes segmentados, múltiples extremidades y largos y sesgados cráneos. Colgaban de los herrajes, muchos de ellos fijados a ganchos y soportes. Algunos habían caído al suelo.
—Creo que yo ya he tenido suficiente —dijo Alyx, que tomó uno, lo contempló, y regresó al pasillo.
Las criaturas debían de haber tenido el tamaño medio de un guepardo. Sin embargo poseían grandes mandíbulas, numerosos dientes, dos juegos de apéndices que finalizaban en garras curvadas y un tercer juego con dígitos manipuladores. Sus cráneos podrían haberse acercado a la capacidad craneal humana. Había algo arácnido en aquellas criaturas, pensó Hutch estremeciéndose. Por ejemplo, su alfabeto.
Sobre una mesa había platos y copas que aún estaban en pie.
—¿Qué creéis que ocurriría aquí? —preguntó Herman.
Nick apareció detrás de Hutch.
—¿Te molesta la compañía? —dijo.
—Creo que estamos todos un poco nerviosos —dijo la capitana sonriendo.
—Yo contaría nueve en total —dijo Pete.
—No me gustaría nada encontrarme a uno de estos bichos en un callejón oscuro.
—Parece que, después de todo, no se marcharon todos.
—Los huesos de los platos no son suyos.
—Debían de estar celebrando algo.
—No lo creo, parece más una última cena.
—Sí, debió de ser eso.
Se repartieron por la estancia, contemplando los cadáveres. Alyx se entretuvo junto a la entrada, con la mirada perdida.
—Pensé que este lugar iba a resultar bastante antiguo —dijo Herman.
—¿Y qué te hace pensar que no es así? —preguntó Hutch.
Observó en silencio los cadáveres.
—No están tan descompuestos como sería esperable, parece como si todo esto hubiera sucedido hace cuarenta o cincuenta años.
—Probablemente se trate de un mundo estéril —dijo Hutch—. No hay organismos que puedan digerir los restos. Pueden llevar aquí siglos.
Pete sorteó cuidadosamente los restos para estudiar la única copa que permanecía en pie.
—Parecen trepadores —dijo, otorgándoles así el nombre que conservarían ya para siempre.
—¿Pensáis que lo que había en las copas les haría morir? —preguntó Alyx.
—No lo creo —dijo Nick—. Una última cena, un último trago de vino y hacia la salida. En plena guerra, probablemente quedarían atrapados aquí —dijo encogiéndose de hombros—. Una pena.
George negó con la cabeza.
—No te molestes, Nick —dijo—, pero no estoy seguro de poder sentir demasiada simpatía por algo así.
• • •
Pete continuó merodeando al frente del resto. Visitaban ahora la mayor de todas las cúpulas, justo en el otro extremo del punto por el que habían accedido al complejo. Entonces su voz resonó en el intercomunicador de Hutch:
—¿Y qué hay de esto?
Estaba justo frente a una cámara estanca que tenía abiertas ambas compuertas. Al fondo, el terreno brillaba liso y blanquecino bajo el brillo de Refugio.
—Es realmente increíble, George —continuó—. Parece como si alguien hubiera disparado con un láser a las compuertas. Desde el exterior.
—¿Y por qué iba a hacer alguien algo así? —preguntó George.
Hutch estuvo contemplando durante largo tiempo la maltrecha cerradura, negó con la cabeza y tomó algunas muestras. George le hizo señales, como exigiendo una explicación racional.
—Ni idea —espetó.