Capítulo 1

Junio de 2224

La gente suele creer que la buena suerte refleja a partes iguales talento, duro esfuerzo y pura fortuna. Es difícil negar el papel que representan los dos últimos. Respecto al talento, solo decir que se fundamenta esencialmente en saber acertar el momento adecuado para actuar.

Haroun Al Mondies,

Reflexiones, 2114.

Priscilla Hutchins no era una mujer dada a los flechazos, pero había estado a poco de enamorarse perdidamente del Predicador Brawley durante el fiasco en Proteus. No fue por su físico, aunque Dios sabe que era muy atractivo. Y tampoco por su encanto; era cierto que esas dos razones hacían que le agradara, claro que, si alguien le hubiera insistido, probablemente habría reconocido que veía en él algo de chispa.

Por supuesto, no era predicador en realidad. Según rezaba la leyenda, descendía de una antigua casta de escupefuegos bautistas. Hutch lo había conocido tras coincidir con él alguna que otra comida, y de verlo entrar y salir de la Academia.

Y lo que quizá fuera más significativo, como una voz que surgía del vacío en los interminables vuelos a la Serenity, Punto Gloria y Lejano. Era una de esas pocas personas con las que podía sentirse cómoda estando en silencio, sin dejar de considerarse por ello en buena compañía.

Lo más importante de todo era que él había estado ahí cuando ella más desesperadamente lo había necesitado. No para salvarle la vida, ni mucho menos. Su vida nunca llegó a correr peligro. Lo que hizo fue librarla de tomar una decisión espantosa.

Así fue como sucedió: Hutch estaba a bordo de la nave Wildside, de la Academia, en ruta hacia la Estación Renaissance, que orbitaba alrededor de Proteus, una enorme masa de hidrógeno que había estado contrayéndose desde hacía millones de años y que finalmente acabaría por convertirse en una estrella. Su núcleo ardía furiosamente con la presión que generaba esa contracción, aunque la ignición nuclear no había llegado a iniciarse todavía. Ése era el motivo por el que la estación estaba allí. Para observar el proceso, como a Lawrence Dimenna le gustaba decir. No obstante, había gente que consideraba vulnerable la Renaissance, que pensaba que ese proceso era impredecible, y que se inclinaba por cerrarla y desalojarla. No era un lugar que Hutch estuviera deseando visitar.

El viento soplaba con fuerza en el interior de la nebulosa. Ya estaba aproximadamente a un día de distancia y podía sentirlo aullar y arañar la nave. Intentaba concentrarse en acabar un ligero almuerzo que consistía en una tostada y una pieza de fruta, cuando recibió el primer asomo de lo que le quedaba por sufrir.

Ha escupido una llamarada enorme —dijo Bill—. Gigantesca —añadió—. Se sale de la escala.

A diferencia de su IA hermana del Benjamin Martin, el Bill de Hutch adoptaba múltiples aspectos diferentes, empleando aquel que juzgara más agradable, molesto o intimidatorio en cada momento, según le apeteciera. En teoría estaba programado para actuar así, con el fin de ser una compañía lo más cercana posible a la real en los largos viajes de la capitana. Aparte de la IA, ella estaba sola en la nave.

En aquel momento, su aspecto era el de ese tío querido por todos sus familiares, pero que acostumbraba a beber demasiado y a ser algo mirón con las jovencitas.

—¿Crees que deberemos evacuar la estación? —preguntó.

Carezco de información suficiente para emitir un juicio correcto —dijo la IA—. Pero creo que no. Quiero decir, esa estación lleva allí muchísimo tiempo. No creo que vaya a saltar por los aires justo cuando lleguemos nosotros.

Aquello le sonaba a epitafio.

Por supuesto, de no haber sido por los sensores, no habrían podido ver la erupción. En realidad sin ellos no podían ver nada. La rugiente bruma por la que avanzaba la Wildside imposibilitaba distinguir algo más allá de los treinta kilómetros.

Era hidrógeno, iluminado por el fuego del núcleo. En las pantallas, Proteus no se distinguía de una verdadera estrella, de no ser por los surtidores gemelos que brotaban de sus polos.

Hutch miró las pantallas, observando las enormes volutas de llamas que rugían por entre la nebulosa, un infierno que resultaba más inquietante que el que bullía en una verdadera estrella, pues ni siquiera mostraba la ilusión de unos límites más o menos definidos, y parecía abarcar el universo entero.

Al ser vistos desde fuera de la masa nubosa, los surtidores constituían una elegante visión que hubiera sido merecedora de un Sorbanne, como unos haces compuestos por partículas cargadas, no del todo estables, que destellaban desde un faro que cambiaba su ubicación sobre las rocas cada poco. La Estación Renaissance había sido ubicada en una órbita ecuatorial para disminuir las posibilidades de que una descarga remota pudiera freír sus sistemas electrónicos.

—¿Cuándo está previsto que el núcleo interrumpa su actividad? —preguntó.

Probablemente no sea hasta dentro de mil años —dijo Bill.

—Ésa gente debe de estar loca, aquí sentada en este hervidero.

Parece que las condiciones han empeorado considerablemente en las últimas cuarenta y ocho horas —dijo Bill bajando la vista, con su acostumbrada petulancia. Entonces reprodujo una nota informativa—. Aquí dice que tienen todo tipo de comodidades. Piscinas, pistas de tenis, jardines. Incluso una playa.

De haber estado en el corazón del sistema solar, la fina bruma de Proteus habría sepultado a Venus. Bueno, quizá sepultado no era la palabra apropiada. Más bien envuelto. Cuando por fin la presión alcanzara el nivel de la masa crítica, tendría lugar la ignición nuclear y el velo exterior de hidrógeno dejaría de existir, y Proteus se convertiría en una Clase-G, con una masa probablemente algo mayor a la del sol.

—Si esa cosa se vuelve inestable, no creo que importe demasiado cuántos jardines puedan tener.

La IA hizo evidente su desaprobación.

No existe ningún caso conocido de una protoestrella de Clase-G que se haya vuelto inestable. Solo está sujeta a tormentas ocasionales, y eso es lo que vemos ahora. Creo que te preocupas demasiado.

—Es posible. Pero si esta es la meteorología normal de la zona, no me gustaría estar aquí cuando las cosas se pongan feas.

Ni a mí. Aunque, en caso de que surgiera algún problema durante nuestra estancia, no deberíamos tener dificultades para sortearla rápidamente.

—Eso espero.

Que un suceso así tuviera lugar era algo del todo improbable, le había asegurado el oficial que la había informado de la misión —y había enfatizado claramente esa palabra—. Sencillamente, Proteus estaba atravesando un período inquieto. Era algo muy normal. Hutchins no tenía por qué preocuparse. Simplemente estaba allí para reforzar la seguridad —había concluido.

La capitana recibió la llamada estando en la Serenity, haciendo algunas reparaciones. Lawrence Dimenna, el director de la Estación Renaissance, el mismo que hacía solo dos meses había asegurado que Proteus era tan seguro y fiable como el mismísimo sol, y que había luchado porque no se desmantelara la base, desoyendo los consejos de algunos de los miembros más eruditos de la Academia, era quien intentaba ahora ser precavido. Así que qué mejor que mandar a Hutchins a sentarse en aquel volcán.

Y allí estaba. Con órdenes de presentarse, estrechar la mano a Dimenna y, en caso de que hubiera algún problema, asegurarse de que todos abandonaran aquel lugar. Pero se suponía que no debía haber ninguno. Estamos hablando de expertos en protoestrellas, y dicen que todo va bien. Solo toman precauciones.

Hutchins estudió la lista de tripulantes. Entre residentes e investigadores eran en total treinta y tres, incluidos tres estudiantes universitarios.

No iban a estar muy cómodos en la Wildside, en caso de tener que escapar a toda prisa de allí. La nave había sido diseñada para cargar con treinta y un tripulantes más el piloto, pero las dos personas extra podrían acomodarse compartiendo dos compartimientos, y además había también asientos adicionales que podrían utilizar en las fases de aceleración y salto.

Era una misión temporal, estaría allí hasta que la Academia hiciera despegar al Lochran de la Tierra. Dicha nave estaba siendo puesta a punto —acorazada, en realidad—, para poder soportar mejor las condiciones de la región. El Lochran la reemplazaría como nave de presencia permanente, en caso de tener que escapar del lugar, en apenas unas cuantas semanas.

Hutch —dijo Bill—. Hay noticias de la Renaissance.

Estaba en el puente, donde pasaba la mayor parte de su tiempo al tripular una nave vacía como aquélla.

—Conecta la transmisión —dijo—. Ya es hora de que nos presentemos.

Aquélla era una sorpresa agradable. Enseguida se encontró delante de sus ojos a un apuesto y joven técnico de pelo castaño, ojos brillantes, y sonrisa que se iluminó cuando se abrió definitivamente la conexión y pudo contemplar a la capitana. Vestía una camisa blanca ajustada que obligó a Hutch a reprimir un suspiro. Diablos. Llevaba demasiado tiempo sin compañía.

Hola, Wildside —anunció—, bienvenida a Proteus.

—Saludos, Renaissance —dijo conteniendo una sonrisa. El intercambio de señales requería de algo más de un minuto.

—La Dra. Harper desea hablar con usted. —El oficial dio paso a una mujer de piel morena que parecía estar acostumbrada a dar órdenes. Hutch la identifico efectivamente como Mary Harper, por los reportajes en los medios de comunicación. Su voz sonaba seca, y miraba a Hutch como esta podría haber mirado a un camarero que le sirviera tarde la comida. Harper había luchado hombro con hombro con Dimenna para impedir el cierre de la estación.

¿Capitana Hutchins? Su presencia aquí nos reconforta. El tener una nave a la espera de una posible emergencia hará que todos aquí se sientan mucho más tranquilos. Solo por lo que pueda pasar.

—Es un placer poderles ser útil —respondió Hutchins.

Su interlocutora suavizó algo su tono.

Tengo entendido que se dirigía a su hogar cuando recibió las órdenes, y solo quería que supiera que apreciamos que haya podido venir en tan poco tiempo. Seguramente no será necesario, pero consideramos que es mejor ser precavidos.

—Claro que sí.

Harper se dispuso a reanudar su discurso, pero entonces la tormenta interrumpió la transmisión. Bill probó con unos cuantos canales alternativos y encontró uno que funcionaba.

¿Para cuándo la esperamos? —preguntó Harper.

—Creo que mañana a las seis será una buena hora.

Harper parecía preocupada, y mientras esperaba la llegada de la respuesta de Hutch intentaba disimularlo mostrando una fría sonrisa. Cuando al fin asintió, la capitana de la Wildside tuvo la sensación de que su interlocutora hacía cálculos para sus adentros.

Perfecto —dijo con una burocrática expresión de alegría—. Nos veremos entonces.

No creo que tengan muchas visitas, pensó Hutch.

• • •

La Estación enviaba informes periódicos a la Serenity, con registros de lecturas de temperatura a diferentes niveles de la atmósfera, fluctuaciones gravitatorias, cálculos de la velocidad de contracción del núcleo, densidad de la bruma y muchos otros detalles más.

La Wildside se había interpuesto en ese flujo de datos que viajaba de la Renaissance a la Serenity y por ello podía, al menos durante algunos minutos, interceptar las transmisiones. Hutch estudió las cifras que llenaban media docena de sus pantallas, salpicadas de esporádicos análisis por parte de la IA de la Renaissance. Todo le sonaba a chino. Temperaturas del núcleo y velocidad del viento no eran más que partes meteorológicos. Sin embargo, de vez en cuando aparecían imágenes de la protoestrella, enterrada en el centro de la nebulosa.

No conceden opiniones por el momento —dijo Bill—. Pero según lo interpreto, existe la posibilidad de que la fusión del núcleo ya haya empezado. De hecho, incluso es posible que empezara hace doscientos años.

—¿Y no lo sabían?

No.

—Había supuesto que cuando eso ocurriera la protoestrella explotaría más o menos de inmediato.

Lo que suele ocurrir es que, tras un periodo de varios siglos después de su nacimiento, la estrella acaba contrayéndose, su color cambia a amarillo o blanco, y reduce bastante su tamaño. No es algo que suceda así de repente.

—Vaya, es bueno saberlo. Después de todo, parece que esta gente no está sentada sobre un barril de pólvora.

La imagen de "tío" Bill sonrió. Vestía un jersey amarillo con el cuello abierto, unos pantalones azul marino y unas zapatillas.

Al menos no sobre el barril de pólvora a punto de explotar que imaginabas.

La nave dejó de interponerse en el flujo de información, y la señal se desvaneció.

Hutch se sentía hastiada. Hacía ya seis días que había abandonado la Serenity, y anhelaba compañía humana. No estaba habituada a viajar sin pasajeros, no le gustaba nada, y se descubrió tranquilizando a Bill, que siempre se daba cuenta de cuándo se ponía así, para que no se lo tomara como algo personal.

—No es que no te considere una compañía agradable —dijo.

Su imagen parpadeó, y fue sustituida por el logotipo de la Wildside; un águila remontando el vuelo sobre una luna llena.

Lo sé —sonó herido—. Y lo entiendo.

Bill solo estaba actuando, intentando ayudar, pero Hutchins no pudo evitar suspirar y volver la vista a la bruma. La capitana escuchó el suave chasquido con el que la IA indicaba rutinariamente su despedida. Normalmente aquello no era más que una concesión a su privacidad. En aquella ocasión era algo más.

Durante una hora estuvo intentando leer, vio una antigua comedia —escuchando el eco en la nave de los aplausos y las risas grabadas de la audiencia—, se preparó algo de beber, volvió al gimnasio, hizo algo de ejercicio, se duchó y finalmente regresó al puente.

Entonces pidió a Bill que volviera, y juntos jugaron un par de partidas al ajedrez.

—¿Tienes algún conocido en la Renaissance? —preguntó.

—Ninguno que yo sepa. —Algunos de los nombres que integraban la lista le eran vagamente familiares, probablemente se tratara de pasajeros que había transportado en vuelos pasados. En su mayoría eran astrofísicos. Había también algunos matemáticos. Un par de peritos en recopilación de datos. Gente de mantenimiento. Un chef. Hutchins se preguntaba quién sería aquel joven de ojos vivos.

Viven bastante bien, pensó.

Un chef. Un médico.

Un profesor.

Un…

Entonces se detuvo. ¿Un profesor?

—Bill, ¿para qué podrían querer tener un profesor?

Ni idea, Hutch. Se antoja un poco extraño.

Un escalofrío le recorrió la columna.

—Comunícame con la Renaissance.

Un minuto más tarde, el técnico de ojos brillantes volvió a aparecer en pantalla. Se mostró igual de encantador que la vez anterior, pero esta vez ella no estaba por la labor.

—Tengo entendido que en la estación habita Monte DiGrazio. En la lista aparece como profesor. ¿Podrías decirme qué enseña?

Mientras esperaba el inicio de la comunicación, el técnico miraba a Hutchins con el ceño arrugado.

¿Qué tienes en mente? —preguntó Bill a la capitana. Estaba sentado en un sofá de cuero junto a una biblioteca repleta de estanterías. Al fondo podía escucharse el crepitar de una chimenea.

Hutch empezó a responderle, pero lo dejó ir.

Al técnico le llegó su pregunta, y la miró perplejo.

Enseña matemáticas y ciencias. ¿Por qué le preocupa?

Hutch refunfuñó desesperada. Cambia la formulación de la pregunta, boba.

—¿Tenéis a vuestras familias a bordo? ¿Cuántos sois ahí en total?

Creo que esta vez has acertado —dijo Bill con prudencia.

La capitana cruzó los brazos y se encogió, como intentando ser un blanco lo más pequeño posible.

El técnico la miraba arqueando las cejas.

Sí. Damos cobijo a veintitrés familiares aquí. En total somos cincuenta y seis personas. Monte tiene a su cargo a quince estudiantes.

—Gracias —dijo Hutch—. Wildside fuera.

Bill endureció sus rasgos anodinamente contenidos.

De modo que, en caso de que fuera necesario evacuar

—Tendríamos que dejar en tierra casi a la mitad de la tripulación —dijo Hutch negando con la cabeza—. Eso sí que es planificación.

¿Hutch, que hacemos?

Estaba perdida.

—Bill, ponme en comunicación con la Serenity.

• • •

Las erupciones procedentes de Proteus se hacían cada vez más intensas. Hutch observó una en particular que parecía extenderse varios millones de kilómetros, agitándose fuera de los límites de la nebulosa hasta consumirse.

Listos para comunicar con la Serenity —dijo Bill.

La capitana consultó la lista de actividades y vio que, para cuando llegara la transmisión en dos horas y media, sería Sara Smith quien estuviera de servicio. Sara era agresiva y ambiciosa, y quería abrirse paso hasta la dirección. No era fácil tratar con ella, pero entendería el problema y lo consideraría seriamente. Su superior, Clay Barber, era quien había asignado a Hutch aquella misión y le había dado instrucciones para llevarse la ahora repentinamente inadecuada Wildside.

Se esforzó por serenarse. Encolerizarse no sería nada profesional.

La luz verde que había sobre la consola de las imágenes parpadeó.

—Sara —dijo sin apartar la vista del objetivo, pero sin subir su tono de voz—, se supone que debo poder evacuar a la tripulación de la Renaissance en caso de que hubiera algún problema. No obstante, aparentemente alguien parece haber olvidado que tienen allí a sus familiares. La Wildside no tiene espacio para todos. Ni de lejos. Haced el favor de informar a Clay. Necesitamos una nave más grande aquí en seguida. No sé si este lugar va a saltar por los aires o no, pero si lo hace, según como están las cosas, tendríamos que dejar en tierra a unas veinte personas.

Has estado perfecta, Hutch —dijo Bill—. Creo que has dado con la nota exacta.

• • •

La capitana se saltó la cena. Sentía que estaba fallando a la Renaissance, estaba preocupada, cansada, incómoda. Asustada. ¿Qué se suponía que debía decirle a Harper y a Dimenna cuando llegara a la estación espacial? Espero que no os importe, amigos, pero ¿a quién queréis salvar?

Una luz de aviso se iluminó, y sirvió para empeorar más su malestar. Un par de consolas se apagaron, varias pantallas hicieron lo propio. Las luces se oscurecieron, los ventiladores dejaron de funcionar y, por unos minutos, el puente estuvo en calma. Finalmente, todo volvió a estar operativo.

Todo bajo control —dijo Bill.

—Perfecto.

En las condiciones que atravesamos, es normal esperar que ocurran cosas así. —Los sistemas de la nave se apagaban en ocasiones para protegerse de subidas externas de tensión.

—Lo sé.

—Por cierto, tenemos ya respuesta de la Serenity.

—Pásala por pantalla.

Era Barber. Obeso, calvo, terriblemente susceptible, una persona a la que no le gustaba nada que la molestasen cuando las cosas iban mal. En una ocasión, en un inusual arranque comunicativo, le había confesado que se había hecho piloto espacial para impresionar a una mujer. Su treta resultó inútil, y la mujer lo abandonó igualmente. Hutch entendía bien por qué.

Hutch —dijo el hombre desde su despacho—, lamento el problema que ha surgido. La Wildside era la nave de mayor capacidad que teníamos disponible. La dotación de la Renaissance lleva ahí desde hace mucho tiempo. Podrán aguantar unas semanas más. El Lochran va con adelanto a las previsiones. Un par de compañeros aquí pasaron un tiempo en la estación, y me han comentado que es normal que la gente que llega de fuera se asuste en su primera visita. Es porque estás atravesando esa nube de gases. Dificulta muchísimo la visión. Te pido que improvises todo lo que puedas cuando llegues a la Renaissance. No menciones que la Wildside no tiene capacidad suficiente para llevar a cabo un posible salvamento. No se enterarán de nada si no sacas el tema. Enviaría una segunda nave, pero me parece algo exagerado. Piénsalo bien. Comprobaré el estado del Lochran, les avisaré de que las cosas no van del todo bien. Quizá pueda meterles prisa. —Se pasó la mano por los finos cabellos que le quedaban y apartó la vista de su pantalla, fijándola en la capitana—. Entretanto, necesito que te las apañes con lo que tienes. ¿De acuerdo? Sé que puedes manejar esta situación.

El anillo de estrellas que representaba a la Estación Serenity reemplazó al funesto semblante.

—¿Eso es todo? —dijo—. ¿Eso es todo lo que tenía que decir?

De haber estado él mirando por la claraboya, su postura hubiera sido bien distinta.

—Eso está claro.

Bill hizo entonces una pausa y frunció el ceño, distraído por algo.

Nuevas transmisiones —dijo—. De la Renaissance.

Hutch sintió que se le revolvía el estómago.

En aquella ocasión era el mismísimo director de la estación. Lawrence Dimenna, A. F. D., G. B. Y., dos veces ganador del galardón Brantstatler. Era un tipo bien parecido, a su modo distante y austero. Como muchos de los que superaban el siglo, su aspecto seguía siendo bastante lozano, aunque sus ojos despedían la inflexibilidad y la certidumbre producto de la edad. Hutch era incapaz de distinguir un solo atisbo de afabilidad en su interlocutor. Tenía los cabellos rubios, la mandíbula apretada, y no parecía muy feliz. Con todo, se las arregló para sonreír.

Capitana Hutchins, me alegra verla aquí puntualmente.

Estaba sentado junto a un escritorio. A su espalda, en una mampara, tenía diversas placas conmemorativas, colocadas expresamente para que se vieran bien. La imagen no tenía el detalle suficiente como para permitirle leer las inscripciones, y tendría que haberla ampliado para poder hacerlo, claro que eso no hubiera sido muy correcto. Lo que sí podía distinguir era que una de ellas contenía el escudo de armas del Reino Unido. ¿Quizá sería un Caballero de su Majestad?

Se acomodó en su asiento, estudió con la vista su escritorio, y entonces levantó la mirada para fijarla en los ojos de la capitana. Parecía asustado.

Se ha producido una erupción —dijo. Su voz monótona sugería que tenía la cabeza ocupada en graves asuntos—. Proteus ha escupido una llamarada inmensa.

Hutchins sintió que el corazón le daba un vuelco.

Les dije que esto podía ocurrir. Debía haber habido una nave estacionada en el puerto de embarque, lista para salir de inmediato.

Dios mío. ¿Realmente estaba diciendo lo que estaba diciendo?

He dado orden de evacuar. Cuando llegue aquí mañana, ya tendremos listos a dos técnicos para repostar la nave… Supongo que será necesario —dijo tras una pausa.

—Será muy conveniente —dijo ella, intentando sobreponerse a su malestar—. Siempre que tengamos tiempo.

Perfecto, nos ocuparemos de que así sea. Imagino que no habrá nada que podáis hacer para acelerarlo todo.

—¿Quiere decir para que llegue antes allí? No. No hay posibilidad de salirnos de nuestro plan de vuelo.

Entiendo. Bueno, no pasa nada. No esperábamos que el vuelo pudiera llegar hasta las 0930.

La capitana dejó pasar algunos segundos.

—¿Estamos hablando de la pérdida total de la estación?

La conexión tardó algunos minutos en devolver la respuesta.

—dijo, tartamudeando un poco. Parecía tener problemas en mantener la compostura—. No consideramos muchas posibilidades de supervivencia de la Renaissance. En realidad, siendo honesto, mañana a esta misma hora la estación habrá saltado por los aires. —Entonces agachó la cabeza y sin dejar de mirarla, dijo—: Gracias a Dios que está aquí, capitana. Al menos sacaremos a nuestra gente. Si llega dentro del horario previsto, creemos que no tendremos problemas para abastecer de combustible la nave y estar ya de camino a casa tres horas antes de que llegue… No deberíamos de tener problemas de tiempo. Tendremos a todos listos para partir. Si necesita algo más, hágaselo saber al oficial de operaciones, o a mí mismo, y ya veremos qué podemos hacer para solucionarlo. —Entonces se levantó, y la cámara lo siguió mientras rodeaba el escritorio—. Muchas gracias, capitana. No sé qué hubiéramos hecho si no hubiera llegado aquí a tiempo.

La luz de aviso parpadeó. La transmisión había acabado. ¿Y ella, tenía algo que decir?

Los motores guardaban silencio y el único sonido en la nave era el cotorreo electrónico de los instrumentos del puente, y el continuo zumbido de los conductos de ventilación. Quería contárselo, escupir la verdad, hacerle saber que no había espacio para todos. Tenía que superar el trago.

Pero no se atrevió. Necesitaba tiempo para pensar.

—Gracias, profesor —dijo—. Os veré mañana por la mañana.

Su imagen desapareció, y Hutch se quedó desolada, con la mirada perdida en la pantalla en blanco.

¿Qué piensas hacer, Hutch? —preguntó Bill.

Tuvo que contenerse para no dejar escapar la rabia que sentía.

—No tengo ni idea —dijo.

Probablemente lo primero que deberíamos hacer es informar a Barber. Hutch, no es culpa tuya. Nadie puede cargártela.

—Quizá no te hayas dado cuenta, Bill, pero aquí soy la que da la cara. Soy quien tiene que decirle a Dimenna que esa llamarada es un problema mayor del que creía. —Dios, cuando vuelva voy a estrangular a Barber—. Necesitamos ayuda. ¿Quién más hay en los alrededores?

El Kobi está camino de la Serenity para hacer reparaciones. —El Kobi era un velero de contacto, financiado por el Consejo de Investigación Alienígena. Había estado de viaje, buscando alguien con quien comunicarse. En más de cuarenta años no había encontrado a nadie. Sin embargo, sí había llevado a cabo un gran servicio adiestrando a capitanes de naves y a otras partes interesadas en cómo comportarse en caso de que, al fin, verdaderamente acabaran topándose con alienígenas. Hutch estaba al tanto: No hacer movimientos amenazadores. Hacer parpadear las luces "de forma amistosa". Grabarlo todo. Alertar a la estación más próxima. No conceder ningún tipo de información estratégica, como la ubicación del Mundo Natal. En caso de ser atacados, escapar rápidamente. El capitán del Kobi era Chappel Reese, maniático, nervioso, muy susceptible. La última persona en el mundo que querrías tener ahí fuera saludando a una civilización vecina. No obstante, era un fanático de la materia, y tenía familiares entre los altos cargos.

—¿Qué capacidad tiene el Kobi?

Es un balandro. Ocho como mucho. Diez para una emergencia —dijo Bill negando con la cabeza—. Ahora está a plena carga.

—¿Hay alguno más?

El Cóndor no está muy lejos.

La nave del Predicador Brawley. Eso le hizo ver un rayo de esperanza.

—¿Dónde está?

Brawley era ya una figura casi legendaria. Había salvado a una misión científica que había calculado mal su órbita y estaba siendo tragada por una estrella de neutrones. Había rescatado a los desesperados supervivientes del Antares 11 sin despeinarse, y sin preocuparse por su propia seguridad. Igualmente había salvado a un miembro de su tripulación en Beta Pac, utilizando una llave inglesa para matar de un golpe a uno de los voraces reptiles de ese mundo.

Bill pareció complacido.

Está lo suficientemente cerca. Según mis previsiones, podría estar aquí esta misma noche. Si hace un buen salto, podría llegar a la estación a primera hora de la mañana.

—¿Dispone de espacio?

Solo lleva a unos cuantos pasajeros. Tiene espacio de sobra. Debemos contactar con él de inmediato. No hay nadie más que esté suficientemente cerca.

Los viajes estelares tenían tanto de arte como de ciencia. El regreso de una nave al espacio sublumínico no era algo preciso. Era posible materializarse lejos del destino planeado, y el grado de incertidumbre crecía con la distancia del salto. El riesgo normalmente estaba en la posibilidad de materializarse en el interior de un posible destino. En aquel caso, incluso materializarse dentro de la nebulosa suponía un grave riesgo. Aun fina como era, su densidad seguía siendo suficiente para hacer explotar una nave que llegara desde fuera. Eso significaba que el Predicador tendría que reproducir el procedimiento empleado por Hutch: aterrizar bien fuera de la envoltura de la masa brumosa para luego dirigirse a toda velocidad hacia la estación. A la vuelta, debería escapar a toda prisa de la llamarada, hasta conseguir la velocidad suficiente para saltar de nuevo al hiperespacio.

El Predicador. Su alborotado cabello rojizo y sus ojos azules parecían tener cierta clase de brillo interior. No era extraordinariamente guapo, en el sentido tradicional de la palabra, pero era su despreocupada actitud desbocada y su disposición a reírse de sí mismo lo que lo hacían del todo encantador. Hacía más o menos un año, cuando se habían encontrado en la Serenity, él la había hecho sentirse el centro del mundo. Hutch no solía entregarse a los hombres con facilidad al poco de conocerlos, pero hubiera estado dispuesta a hacer una excepción con Brawley. Sin embargo, de alguna forma, no acabaron de conectar, y al fin Hutch terminó pensándoselo una segunda vez antes de lanzarle un señuelo. Ya habría una próxima vez.

Pero no la hubo.

Bill continuaba con su informe del Cóndor. La nave estaba realizando investigaciones biológicas. Brawley había estado recogiendo muestras en Goldwood, y se dirigía a entregarlas a los laboratorios centrales de Bioscan, en la Serenity. Goldwood era uno de los mundos en los que la vida no había evolucionado más allá del estadio unicelular.

—Hablemos con ellos —dijo.

Las luces parpadearon.

Ya hay comunicación, Hutch. Si el Cóndor sigue su plan establecido, la transmisión de sentido único tardará una hora y diecisiete minutos. Recurriré a la Serenity por si no está siguiendo su curso previsto. —De ser así, la señal dirigida del comunicador de larga distancia no lo alcanzaría.

A pesar de la gravedad de la situación, Hutch se estaba poniendo nerviosa. Nerviosa como una colegiala. Qué tonta. Reunió fuerzas, se aclaró la voz, y volvió la vista para fijarla en la lente oscura y redondeada de la cámara.

—Predicador —dijo— tengo…

Las luces volvieron a parpadear, y entonces se apagaron. Ya no volvieron a encenderse. Cuando Bill intentó hablarle, su voz sonó como un disco al que le hubieran bajado las revoluciones. Las imágenes abandonaron las pantallas, la ventilación dejó de funcionar, la IA balbució y volvió a activarse.

Bill intentó sin éxito pronunciar un calificativo.

Las luces de emergencia se encendieron.

—¿Qué fue eso? —preguntó la capitana—. ¿Qué ha pasado?

Bill necesitó un minuto para recuperar su voz, y tras varios intentos fallidos, por fin lo consiguió.

Un pulso electromagnético —dijo.

—¿Qué daños ha causado?

Ha fundido todo el casco.

Sensores. Transmisores, antenas. El comunicador de larga distancia. Artefactos ópticos.

—¿Estás seguro? Bill, es necesario que conectemos con el Cóndor. Debemos informarles de lo que está ocurriendo.

Se ha fastidiado todo, Hutch.

La capitana apartó la vista hacia la nebulosa.

Que no se te pase por la cabeza —dijo Bill.

—¿Y qué otra alternativa nos queda?

Te freirías. —Los niveles de radiación eran… astronómicos.

Si no salía al exterior y sustituía el transmisor, no habría esperanza de poder avisar al Predicador.

Hutch, aunque no te importara freírte, a la velocidad a la que vamos la fuerza del viento ahí fuera es enorme. Piensa esto: si te pasa algo, nadie podrá ser rescatado.

—Tú podrías apañártelas.

Ahora mismo estoy ciego. Ni siquiera podría encontrar la Estación. La Renaissance informará a la Serenity de la situación, y Barber podrá deducir el resto por sí solo.

—Pero ellos también estarán incomunicados. Ése mismo pulso electromagnético…

Ellos están equipados para sobrevivir en este entorno. Tienen resistentes trajes de trabajo. Podrán enviar a alguien al exterior sin matarlo.

—Ya veo. —Era incapaz de pensar con claridad. De acuerdo. De todas formas, tampoco le hacía especial ilusión salir al exterior.

Una vez lleguemos a la estación, podrás hacer todas las reparaciones que quieras. Si aún te queda algo de juicio.

—Para entonces ya será demasiado tarde para avisar al Predicador.

Entonces la chimenea de que había junto a Bill se silenció.

Lo sé.

• • •

Navegaban a tientas. La trayectoria y la velocidad habían sido fijadas horas atrás, según la información más exacta que habían podido reunir. Todo lo que tenían que hacer era evitar cruzarse con la estación sin verla a tiempo. Sin embargo, la visibilidad empeoraba por momentos, y probablemente se reduciría a solo un par de kilómetros cuando llegaran, en la mañana. Tendría que bastar pero que Dios los ayudara si se desviaban de su camino.

—Bill, ¿no podríamos meterlos a todos en la Wildside?

¿A todos? ¿A cincuenta y seis personas? ¿Cincuenta y siete contando contigo? ¿Cuántos adultos serían? ¿Cuántos niños? ¿Qué edad tienen?

—Digamos cuarenta adultos. ¿Qué pasaría?

Entonces la imagen de Bill pareció envejecer.

Durante las primeras horas estaríamos bien. Entonces el ambiente empezaría a enrarecerse. La sensación de aire viciado se haría más y más intensa. Transcurridas trece horas, las condiciones empeorarían seriamente.

—¿Después de cuánto tiempo empezaría a sufrir la tripulación daños graves?

Carezco de información suficiente para aseverarlo.

—Pronostica.

No me gusta pronosticar. No en un asunto así.

—Hazlo.

Transcurridas unas quince horas. A partir de ese momento, todo empeoraría rápidamente. —Ambos cruzaron sus miradas—. Es una posibilidad. Puedes montarlos a todos, y si Dimenna ha sido lo suficientemente hábil como para comunicar a la Serenity la situación, y si esta última contactó con el Cóndor, y si este consigue dar con nosotros a tiempo para dar cobijo a la carga extra

• • •

Las luces volvieron a encenderse y la nave recuperó toda su energía.

En el transcurso de la tarde, la capitana había vagado sin descanso de un lado a otro de la nave, leyendo, viendo simulaciones y divagando incansablemente con Bill. La IA le recordó que no había comido nada desde la hora del almuerzo, pero ella no tenía apetito.

Horas después, la imagen en realidad virtual de Bill apareció en el puente, sentado sobre la mano derecha de Hutch. La IA vestía un elaborado mono púrpura con adornos color verde. Un parche de la Wildside adornaba el bolsillo en su pecho. Bill se enorgullecía de la variedad y la inventiva implícitas en el diseño de sus uniformes. Los parches siempre llevaban su nombre, pero por lo demás eran diferentes en cada ocasión. Aquél el particular mostraba la silueta de una nave cruzando un torbellino galáctico.

¿Estás dispuesta a intentar recogerlos a todos?

Había estado posponiendo la decisión. Esperando la llegada a la Renaissance. Cuando llegara el momento de explicarle a Dimenna.

No hay aire suficiente para todos, Profesor.

No es culpa mía. No lo sabía.

La capitana se sentó, dando cobijo a pensamientos asesinos acerca de Barber. Bill le sugirió que se tomara un tranquilizante, pero ella quería estar segura de hallarse en buen estado por la mañana.

—No lo sé todavía, Bill.

Se hacía tarde, y las luces de la cabina se iban debilitando. Los paneles de observación hicieron también lo propio, generando la ilusión de que la noche había llegado en el exterior de la nave. Gradualmente la bruma se fue desvaneciendo, hasta que la capitana ya solo pudo distinguir en el exterior algún reflejo ocasional de las luces de la cabina.

Solía sentirse muy cómoda en la Wildside, pero aquella noche notaba la nave especialmente vacía, lúgubre, silenciosa. En las salas retumbaban los ecos, y la capitana escuchaba con atención las corrientes de aire y el rumor de los aparatos electrónicos. Cada pocos minutos, se sentaba frente a su pantalla para comprobar la posición de la Wildside.

Entretanto, el Predicador se alejaba cada vez más.

Podría mandarle un mensaje con el comunicador de larga distancia nada más llegar a la Renaissance. Pero para entonces ya sería demasiado tarde.

Había decidido no dejar a nadie en tierra. Los subiría a todos a bordo y saldría corriendo. Sin embargo, la Wildside carecía de la potencia suficiente para escapar sin más del pozo gravitatorio. Primero, tenía que describir un arco en órbita para tomar impulso. Eso le supondría tener la llamarada virtualmente sobre sí antes de tener tiempo a dar el salto. Pero eso no importaba demasiado. No era ese el problema. Era el aire.

Su única esperanza de salvarlos a todos era poder encontrarse con el Cóndor. Y no iba a poder hacerlo en el espacio profundo; carecían de los medios para ensamblarse, no podrían conectarse. Al menos no en tan poco tiempo. Tendría que elegir una estrella cercana, que no estuviera a más de un puñado de horas de distancia. Entonces informar al Predicador, ir hasta allí y esperar que ocurriera lo mejor. La elección más clara parecía una estrella sin nombre de clase M, a cinco años luz de distancia. Serían aproximadamente ocho horas de viaje. Además, tenía que añadir el par de horas que tardaría en escapar de la llamarada, y eso suponía que ya tendría a gente muriendo por falta de oxígeno para cuando llegaran a su objetivo. Aun suponiendo que el Cóndor llegara veloz al punto establecido, era poco probable que el Predicador pudiera dar con ella antes de transcurridas otras tres o cuatro horas. Era posible. Incluso podría dar el salto a su lado. Pero no era muy probable.

No es culpa tuya —repitió Bill.

—Bill —espetó la capitana—, déjame sola.

La IA se retiró y la dejó con los chasquidos, vapores y susurros que habitaban la nave vacía.

• • •

Hutchins estuvo en el puente hasta pasada la medianoche. Aproximadamente hacia la una, los motores cobraron vida e iniciaron el lento proceso de frenado de la Wildside, preparándola para su cita con la estación.

Rebuscando entre los archivos, la capitana dio con un viejo programa emitido por la UNN durante el cual Dimenna, Mary Harper y alguien más a quien no conocía, y que respondía al nombre de Marvin Child, discutían acerca de la prolongación de la existencia de la Estación Renaissance frente a un comité de la Academia.

—¿Estáis sugiriendo —inquiría Harper— que debemos pedir a nuestros colegas que abandonen el lugar, para luego imitarlos nosotros en caso de no estar convencidos de que la zona sea segura? —Child era un tipo delgado, canoso y de aspecto cansado. Hacía gala de un descarado desprecio hacia todo el que le desagradaba. Limitaos a hacerme caso, propuso, y no habrá ningún problema. Dimenna, por su parte, no lo hacía mucho mejor.

—No negamos que exista peligro —concedía al final de la vista—. Pero estamos dispuestos a asumir los riesgos.

¿Pues qué le había dicho a ella?: Les dije que esto sucedería. Y ahora lo había escuchado asegurar con todo énfasis todo lo contrario al mundo entero, junto a sus colegas. Diablos, se habían traído a sus familias.

Cuando el presidente de la sala les agradeció su presencia, Child asintió ligeramente con la cabeza, como lo hace alguien que está viendo cómo la última persona en la mesa le enseña las cartas. Sabía que habían ganado. Ya se había invertido demasiado dinero en la Renaissance, y estaban en juego reputaciones de alto nivel.

Genial, así que habían estado dispuestos a aceptar los riesgos. Y ahora que había llegado la hora de la verdad, echaban mano de la vieja Hutch para que fuera a salvar los muebles. Venga. Sacad los culos de aquí. Daos prisa.

Poco antes de las cinco abandonó su sillón en el puente, se arrastró hasta su camarote, se duchó, se cepilló los dientes, y se cambió para ponerse un uniforme limpio.

• • •

Comprobó uno a uno los alojamientos individuales, asegurándose de que estuvieran listos. Iba a tener que instalar camas extras para dar cobijo a los pasajeros adicionales. Las cogería de la estación. Dio instrucciones a Bill de que estuviera listo para ajustar al máximo el dispositivo de mantenimiento vital.

Cuando tuvo todo listo, fue de vuelta al puente. No había sido capaz de confesarle a Dimenna la verdad de la situación y, de alguna forma, se sentía culpable de la catástrofe que los esperaba a la vuelta de la esquina. Era consciente de que sonaba absurdo, pero no podía evitarlo.

Hemos cumplido el horario —dijo Bill, interrumpiendo sus reflexiones—. Restan veintisiete minutos para el encuentro. —La IA vestía una chaqueta gris y unos pantalones a juego—. Lo más prudente habría sido cerrar la estación hace dos años.

—Mucha gente tiene vinculada su carrera a la Renaissance —dijo la capitana—. Aún nadie conoce todos los detalles acerca de la formación de las estrellas. Se trata de un proyecto importante. Creo que enviaron a las personas equivocadas, simplemente tuvieron mala suerte, y probablemente haya sido inevitable que tuvieran que quedarse hasta que se les viniera el techo encima.

• • •

El brillo de la bruma se hacía cada vez más intenso.

Hutch observaba aquel halo oscilar en media docena de pantallas, cuando escuchó las palabras de Bill.

Tienes comunicación con la Renaissance.

Gracias a Dios.

—Quiero hablar con Dimenna, Bill.

La pantalla del comunicador parpadeó mostrando una serie de imágenes distorsionadas.

Bienvenida a la Renaissance —dijo una extraña voz, que enseguida se interrumpió. La señal no era muy buena. En la estación debían de tener también problemas con la transmisión. La pantalla se puso en blanco y se apagó un par de veces. Cuando finalmente Bill consiguió ajustarla, Hutch se encontró mirando a Dimenna.

—Buenos días, profesor —dijo.

Él la miró con gravedad.

Estábamos preocupados por usted. Me alegra comprobar que ha sobrevivido. Y que ha llegado hasta aquí.

Hutch asintió con la cabeza.

—Tenemos un problema —dijo—. ¿Es este un canal privado?

Su interlocutor movió los músculos de la mandíbula.

No. Pero no importa. Diga lo que tenga que decir.

—Hubo un problema de entendimiento. La Wildside tiene limitaciones de espacio. No fui informada de que tenían aquí a sus familias.

¿Qué? Por Dios, señora, ¿cómo es posible?

Quizá porque nadie pensó que fuerais lo suficientemente estúpidos como para traer a vuestros parientes aquí. Pensó para sus adentros Hutch.

—La nave está ideada para transportar a treinta y un pasajeros. Nosotros…

¿Qué está diciendo? —Dimenna tenía la cara completamente roja. Hutch pensó que iba a gritarle—. ¿Qué se supone entonces que debemos hacer con el resto de nuestra gente? —Entonces se llevó la palma de la mano a la boca y miró a un lado y a otro. Prestaba atención a las palabras de algún compañero. Entonces volvió a hablar—. ¿Podemos esperar la llegada de alguna otra nave?

—Es posible —dijo la capitana.

Es posible.

Ella lo miró fijamente.

—Permítame hacerle una pregunta. Fuimos alcanzados por un impulso electromagnético.

Fue una descarga del surtidor. Ocurre de vez en cuando. No fue exactamente un IEM. No en el sentido estricto de la palabra. —Entonces pareció relajarse. Como si hablar de algo que no fuera el desastre que los esperaba lo apartara de la elección a la que debía hacer frente.

—Pero tuvo el mismo efecto. Abrasó todo lo que había en el casco.

—Así es. Son las secuelas de una corriente de partículas de alta energía. A nosotros también nos dejó aturdidos. ¿Y cuál es su pregunta?

—¿Consiguieron recuperar su operatividad? ¿Se han comunicado con la Serenity?

Imposible. Hace demasiado calor ahí fuera. Montamos un transmisor en el interior para poder comunicar con usted. Es todo lo que tenemos.

Hutch tragó saliva y luchó por controlar su voz.

—Entonces… no están al tanto de lo sucedido.

Estamos seguros que saben que nos hemos quedado incomunicados. Hablábamos con ellos cuando sucedió.

—¿Y saben que tenían que evacuar?

Estábamos informándolos de ello.

Aquello era como sacar una muela.

—¿Y pudieron hacérselo saber antes de quedarse sin comunicación?

—dijo Dimenna luchando por controlarse.

Bien. Saben que tienen que abandonar la estación. Y saben que la Wildside es demasiado pequeña. Eso debería significar, tiene que significar que el Cóndor está de camino.

¿Alguna cosa más, capitana Hutchins?

Desde luego, había más.

—Envíennos toda la información que tengan sobre la llamarada.

Su avance era imparable. Era enorme y caliente, e iba a hacer pasar a la Renaissance a la historia. Alcanzaba ya casi los 6.6 millones de kilómetros, y avanzaba a treinta y siete mil kilómetros por minuto. Y Hutch iba a tener que orbitar durante una hora antes de conseguir el impulso suficiente para salir de la estación.

Lo conseguiría, pero iba a quemarse algunos pelos.

Le dio las gracias y cerró la transmisión. Instantes más tarde avistó un destello plateado en medio de la bruma. Era la estación.

• • •

La Estación Renaissance estaba constituida por tres antiguas superluminares: la Belize, un antiguo navío de reconocimiento; la Nakuguma, una nave que en otro tiempo había transportado suministros y tripulantes a los terraformadores de Quraqua; y el famoso Harbringer que había descubierto a los noks, la única civilización extraterrestre conocida hasta el momento. Había existido una importante cruzada en pro de declarar al Harbringer un monumento global. Pero el esfuerzo había fracasado, y aquella legendaria nave acabaría sus días allí, en ese infierno.

A todas las naves se les habían extirpado los motores, reforzado los cascos y fortalecido los sistemas de refrigeración. Estaban interconectadas mediante gruesas conducciones. Tenían también un amplio espectro de sensores, antenas, detectores de partículas, transductores y otro tipo de maquinaria cubriendo sus cascos.

Una orgullosa leyenda, blasonada en el casco de la Nakaguma, rezaba: «Academia de la Ciencia y la Tecnología». A su vez, la sección posterior del Harbinger portaba el sello de la Academia: un pergamino y un candil enmarcando la azulada Tierra del Consejo Mundial.

En condiciones normales, Hutch hubiera dejado el mando de la nave a Bill, al que le gustaba fondear —o al menos eso decía—. Sin embargo, con los sensores fuera de funcionamiento, decidió pasar al modo manual.

Una fracción considerable de la Nakaguma había sido vaciada. Aquélla era con mucho la mayor de las tres naves, y el espacio habilitado hacía las veces de muelle de servicio para las naves entrantes. La capitana fijó la órbita y la posición, y se deslizó hasta su objetivo. Varias hileras de luces parpadearon guiándola, y un controlador ofreció también su ayuda. Con los sistemas de navegación fuera de funcionamiento, aquel era un proceso algo primitivo.

—Un par de grados hacia el puerto. Frena un poco ahora. Sigue avanzando.

Lo estás haciendo bastante bien —dijo Bill.

Se suponía que la IA no estaba programada para mostrar sarcasmo, pero así lo estaba haciendo.

—Gracias, Bill —respondió Hutch con aplomo.

La Wildside atravesó sin problemas las puertas, entrando en la Nakuguma y posándose en el muelle.

La IA la felicitó. Los motores se apagaron y el suministro de energía disminuyó al mínimo. Un conducto de acceso se deslizó en espiral para conectar muelle y cámara estanca. La capitana comprobó que el uniforme estuviera presentable, abrió la escotilla y se adentró en la Estación Renaissance. Dimenna estaba allí, aguardándola. Su mirada la atravesaba, como si no existiera.

—No hay mucho tiempo —dijo.

Tenía que sustituir la maquinaría chamuscada del casco.

Los pasajeros ya estaban llegando. En su mayoría eran mujeres y niños. Llevaban consigo equipaje. Algunos de los más jóvenes transportaban incluso juguetes, maquetas de naves, pelotas, muñecas.

Fuera, dos técnicos enfundados en trajes espaciales se apresuraban recorriendo el margen del muelle para enlazar los conductos que iban a repostar el combustible.

Hutch se apartó para dejar embarcar a los pasajeros. Los demás —maridos, amigos, probablemente padres, y algunas pocas mujeres— llenaban un palco cercano. Una de las mujeres empujó a su hijo al frente, un niño de pelo rojizo de unos seis años. De sus ojos manaban lágrimas. Imploraba a Hutch que cuidara de su hijo, y se giró hacia Dimenna.

—No lo dejaré —dijo refiriéndose a alguien que no estaba presente—. Que alguien ocupe mi lugar.

—Mandy —dijo el director.

—Se llama Jay —le dijo Mandy a Hutch. Abrazó al niño y la escena se hizo aún más dramática. Entonces se marchó, abriéndose paso entre aquellos que intentaban embarcar.

—Decidimos no abarrotar la nave —dijo Dimenna—. Algunos de nosotros nos quedaremos.

—No es ese el modo de hacerlo…

El director alzó la mano. Estaba decidido.

—Su marido es un directivo de la estación.

En aquel instante, Hutch sintió un odio por Barber más intenso que cualquier otro sentimiento que hubiera albergado en su vida por alguien. Deseaba su muerte.

—Haré que alguien ocupe su lugar —dijo fríamente Dimenna—. ¿Cómo se supone que debe hacerse? Veinticinco de nosotros nos hemos ofrecido voluntarios para quedarnos aquí. ¿Es esa la forma? ¿Bastará eso para conseguir una tripulación razonable? ¿Podrás aceptar a un par de personas más sin que eso comprometa la seguridad del viaje?

Aquél era el instante más terrible de su vida.

—No tiene por qué hacerse así. Todos podemos subir a bordo y…

—Hemos elegido hacerlo así.

Por supuesto, tenía razón. Si todos subían a bordo de la Wildside la sobrecargarían, ralentizarían su aceleración, enrarecerían el aire, arriesgarían las vidas de los demás hasta que, finalmente, si ocurría el milagro, deberían escapar por la cámara estanca. Si se quedaban allí, al menos estarían en un lugar donde una nave de rescate sabría que debía acudir para recogerlos. No había muchas posibilidades, pero quizá aquella era la mejor opción.

Hutch —dijo Bill—, debes ocuparte de ciertas cosas si es que vamos a marcharnos.

El mundo pareció dar vueltas a su alrededor mientras miraba a Dimenna y a la gente que se arrastraba por la cámara estanca, pasando por los niños que preguntaban por qué no los acompañaban sus padres, y por los rostros llenos de desesperación que se agolpaban en el interior de la galería.

Hutch —la apremió Bill con más fuerza—. Es esencial que completemos las reparaciones del casco. Casi no disponemos de tiempo.

Apenas si podía escucharlo. Dimenna estaba frente a ella, como un juez que la observara.

Y aquel fue el momento que eligió el Predicador Brawley para acudir al rescate. De haber estado alguno de los técnicos de la estación en su puesto, habrían captado la señal del Cóndor mucho antes. Pero fue Bill quien dio con ella, reconociéndola inmediatamente.

Hutch —le dijo—, tengo buenas noticias.