Una extraña procesión avanzaba por el túnel. Hombres y mujeres demacrados y mal vestidos cargaban con fardos en los que llevaban sus escasas pertenencias. Marchaban sin decir palabra, y tan sólo el roce de sus pies en el suelo rompía el opresivo silencio. Los guiaba un hombre envuelto en una túnica que le llegaba hasta los pies. En una mano llevaba una antorcha que sostenía en alto. Con la otra sujetaba un pesado libro de oraciones con la sobrecubierta raída. Una luz titilaba más adelante. El túnel se bifurcaba tomando caminos separados. En la bifurcación había un hombre vestido con un traje aislante muy gastado, sentado junto a una hoguera. Tenía un fusil de asalto apoyado contra la pared. Al oír pasos, se levanto poco a poco y se volvió hacia los viajeros.
—¿Para qué este viaje, si aquí no hay ningún misterio?
La procesión se detuvo. El hombre de la túnica irguió la cabeza.
—Los humildes seguidores de Éxodo tienen un único camino. El que lleva al Arca. —El sectario trato de seguir adelante.
—¡Espera, servidorcillo! Para llegar al Arca hay que ir por el otro túnel. —El hombre había hablado en un tono distinto. Su voz tenía un trasfondo amenazador.
El sectario se volvió y se encontró con la boca del fusil. Sus seguidores se habían apartado y esperaban a ver cómo terminaría la conversación.
—Guío a estos infortunados a la Tierra Prometida y …
—A Kronstadt, ¿eh? —lo interrumpió el hombre—. Llegas tarde. Ya hemos matado a tus hermanos. Resulta que eran unos caníbales. ¿Y tú pretendías llevar allí a estos corderos para alimentar a tus hermanos de raza?
El sectario palideció y miro precipitadamente a su alrededor. Las gentes que iban en la columna, intranquilas, empezaban a murmurar.
De pronto, el mesías arrojo su antorcha al suelo y echó a correr por la ramificación, pero un gigante de dos metros con un fusil de asalto le salió al paso en silencio y lo obligó a regresar con sus correligionarios. El hombre de la túnica dejo caer el libro de plegarias. Entonces un niño se abrió camino entre la multitud y se acerco al sectario. El muchacho se acerco al caníbal y le apunto con una escopeta de cañones recortados.
—Reza, engendro. A tu Éxodo, o a quien quieras. Tus días han terminado.
—Espera…
La mano de un hombre de cabellos canos y rostro pálido y arrugado se posó en el hombro del muchacho.
—Antes quiero averiguar algo —dijo—. No sé qué enemistad existirá entre vosotros, pero el niño de esta mujer desapareció mientras veníamos hacia aquí…
El hombre señaló a una figura encorvada que se hallaba entre la multitud. Los miembros de la comunidad la llevaban del brazo.
—Todavía era muy pequeño. Tendría unos cuatro años. Pensamos que algún animal salvaje se lo habría llevado durante uno de los descansos. Pero ahora…
—Díselo. —El muchacho de la escopeta miraba al sectario.
Había tanta gente esperando su respuesta que el caníbal se amilano y todo su cuerpo se echo a temblar.
Entonces se dio cuenta de que no tendría manera de escapar y estalló en una risa histérica.
—¿Qué miras de ese modo, viejo? Yo me lo comí, ¡¿lo entiendes?! ¡¡Me lo comí!!
Los gritos de cólera de la muchedumbre acabaron por cubrir sus carcajadas de loco y sus gritos. Los miembros de la comunidad apartaron a un lado al muchacho y se arrojaron sobre el sectario todos a la vez.
Al cabo de un rato, todo terminó. La oleada humana refluyó y dejó tras de sí el cadáver descuartizado del caníbal en el suelo.
—¡Has corrompido a ese muchacho, Taranov! Se ha vuelto tan obtuso como tú… —El gigante se acercó y sonrió de buena gana.
—Habría tenido que preguntarte a ti…
—¿Disculpa? ¡Ya te he advertido que tienes que hablarme más alto!
—¡Te he dicho que tendrías que tratarte esa contusión craneal, Gena! En la Babel tienen un buen médico. Se llama Palych.
—Yo no necesito médicos. Y tampoco quiero saber nada de vuestra Babel. Tras aquel memorable incidente, he tenido una relación complicada con los medios de trasporte acuático. Estuve a punto de ahogarme con los diablos esos bajo el dique. Y le doy las gracias a Ksiva, que en paz descanse, por haber arrojado la granada y exterminado a aquellos cabrones. Ni yo mismo sé como logre regresar al metro.
—Ya nos lo habías contado —lo interrumpió Martillo—. Bueno, ¿has tomado alguna decisión?
—¿Una decisión sobre qué?
—Sobre la isla.
Humo hizo una mueca.
—Eso no sería vida para mí. Sería demasiado aburrido.
—Gleb dice exactamente lo mismo.
—¿Pues a dónde iremos ahora?
—¿A dónde? Hemos tenido una idea. —El Stalker abrió el bolsillo y señaló un mapa con el dedo—. Lo más bonito es que no podemos equivocarnos; sólo tenemos que mirar por dónde sale el sol e ir hacia allí.
—Entonces quieres ir hacia el este...
—Hacia el este. Hacia la luz.