Había agua por todas partes. Dondequiera que mirase… a su alrededor tan sólo había agua. Las olas gélidas y paralizadoras se sucedían y se estrellaban contra su rostro. Gleb ya no sentía las piernas. Su cuerpo estaba como encadenado por una tremenda fatiga, su boca se abría y cerraba en silencio, como la de un pez, pero en vez del aire que lo habría salvado tragaba tan sólo agua y más agua. Sus brazos exhaustos empujaron una vez más su cuerpo para mantenerlo en la superficie, pero una ola especialmente celosa en su oficio lo golpeó alevosamente por la espalda, y la luz que se había abierto camino entre las masas de agua empezó a palidecer.
¿Luz? Un haz de luz resplandeciente. ¿Un faro? No. Otra cosa. Y después, a un lado, otra fuente de luz. Y otra. Los rayos de luz se desbordaban por toda la superficie.
«Voy hacia la luz…»
Gleb se irguió, manoteó como un animal herido, abrió la boca para lanzar un grito mudo y, en su desesperación, dejó que sus brazos flotaran sobre la superficie de las aguas. Algo oscuro se movió a su lado, lo agarró con fuerza por la mano y tiró de su cuerpo hacia la superficie, hacia el aire que le daba vida. El muchacho tosió, con el cuerpo agarrotado, y escupió agua salada. Tosía sin cesar y jadeaba, incapaz de respirar. Poco a poco, el pinchazo que sentía en el pecho se aligeró. Con la mirada turbia, Gleb reconoció el pálido rostro de Martillo. El Stalker se reía. El muchacho no recordaba haberlo visto reír en ninguna otra ocasión. A sus espaldas, entre la niebla, apareció una construcción muy grande rodeada de grandes hogueras.
Potentes reflectores iluminaban las aguas. Había muchos seres humanos distribuidos por varias cubiertas. Muchos seres humanos. Parecía que ocuparan la totalidad del gigantesco barco.
—¿Qué es eso? ¿El Arca? —farfulló el muchacho.
—A mí más bien me parece una plataforma flotante para la prospección petrolífera —le respondió Martillo, y escupió agua—.
¡Pero si quieres podemos llamarla Arca! ¡No tengo nada en contra! El resto apenas si dejó huella en la memoria de Gleb. Ante sus ojos desfilaron tan sólo fragmentos sueltos, como ilustraciones aisladas en un reportaje fotográfico. Su maestro se agarraba a un flotador atado a una cuerda y sujetaba al muchacho cerca de su cuerpo.
Las manos de alguien lo izaban por una escalerilla resbaladiza, lo envolvían en una frazada de lana y lo llevaban por un largo pasillo iluminado con lámparas que daban una luz muy agradable. Lo metían en una habitación bien iluminada que olía a medicamentos.
Finalmente le fallaban las fuerzas, lo veía todo de color negro, y su cerebro, agotado, se desconectaba.
Sus padres estaban cerca de él. Tenía la sensación de que le habría bastado con tender el brazo para tocarlos. Ambos le sonreían, cogidos de la mano, y lo miraban sin moverse. De los ojos resplandecientes de su madre brotaban gruesas lágrimas. Lágrimas de alegría. Gleb trató de hablar, pero las palabras se le atascaban en la garganta. Las palabras eran superfluas. Lo que veía en los ojos amorosos de sus padres no necesitaba ninguna explicación. De pronto sintió el corazón aligerado y sereno. Igual que en otro tiempo, cuando todos se reunían en torno a la hoguera de la Moskovskaya y contemplaban las llamas. Esos momentos le resultaban especialmente queridos y le habría gustado vivirlos una y otra vez. Pero no hay nada que dure para siempre. Sus padres levantaron poco a poco los brazos para despedirse de él y la silueta de sus seres queridos empezó a difuminarse. El muchacho les respondió con otro gesto. Tenía la dolorosa sensación de que no volvería a verlos jamás…
—¡Que alguien me traiga más alcohol! ¡Hacedle friegas más fuertes, Roine! ¡¿Dónde está la botella de agua caliente?!
Alguien soltó un juramento en voz baja. Sintió una aguja en la piel y una calidez agradable y arrulladora por todo el cuerpo. Un estremecimiento le agitó los párpados, hasta entonces cerrados, y abrió los ojos.
—Ya vuelve en sí…
Vio frente a su rostro la silueta borrosa de un hombre con gorra de punto y una barba pelirroja y recortada. No logró ver bien al desconocido porque una mano lo apartó sin muchas contemplaciones. Gleb tenía la visión cada vez más clara. El muchacho miró a su alrededor. Estaba tendido en una cama confortable, dentro de una sala amplia con las paredes recubiertas de azulejos blancos. Gleb bajó la mirada y miró con inquietud la cánula que le sobresalía del brazo. Un tubito delgado serpenteaba desde allí hasta un soporte del que colgaba un gotero intravenoso. Pero lo que llamó la atención del muchacho fue otra cosa. Fueron las… sábanas. Eran viejas, pero estaban recién lavadas y planchadas. Casi blancas. ¡Un campamento digno de un rey! Sólo tenía noticias de tales cosas por lo que le habían contado. No tenía nada que ver con el colchón hundido y la frazada agujereada de la Moskovskaya.
Alguien tosió ligeramente a su lado. El muchacho volvió la cabeza y vio a un hombre mayor, un hombre extraño, con bata de médico. Su rostro apergaminado recordaba al de Palych, pero parecía más enérgico y vigoroso. Como era de esperar, llevaba puestas unas gafas con montura de metal. Un cigarrillo hecho a mano se consumía entre sus dientes.
—¡Oiga, joven, bañarse con este frío no ha sido una buena idea!
La frase del viejo fue tan inesperada que Gleb se quedó con la boca abierta y no supo qué contestarle. Pero el anciano acudió en su ayuda. Le tendió una mano sarmentosa y le dijo:
—Me llamo Pavel Vsevolodovich.
—¿Palych? —exclamó el muchacho.
—¡Exacto! ¿Cómo lo ha adivinado? —El doctor se calló. Aún le ofrecía la mano tendida.
—Ah… disculpe, lo he dicho sin pensar. —El muchacho estrechó la mano del hombre—. Me llamo Gleb.
—¡Me alegro mucho de conocerle! Comprenderá usted que mi nombre de pila es muy largo y por eso me llaman Palych. ¡No se puede imaginar cuánto me alegro de conocer a alguien del metro! ¡Es increíble que hayan pasado tanto tiempo bajo tierra! ¿Sabe usted?, querría hacerle un montón de preguntas sobre la fisiología de los habitantes del subsuelo, pero antes tendría que hacerle unas prueb…
—¿Dónde está Martillo? —lo interrumpió el muchacho.
El viejo miró complacido a su paciente por encima de las gafas.
—¡Ahora no se ponga nervioso, amigo mío! Si pregunta usted por su padre, le informo de que se ha reunido con nuestras autoridades.
—El anciano agitaba el dedo índice para dar énfasis a sus palabras.
—¿Mi padre? —preguntó el muchacho.
—Sí, claro… —El anciano miró a su paciente sin entender nada—. Es verdad que estoy un poco sordo, pero no tanto como para entender mal una frase como «cuiden ustedes de mi hijo».
—Tengo que verlo. ¡Ahora mismo! —Gleb se levantó de golpe y las piernas se le enredaron en los pliegues de las sábanas. Sintió un zumbido en la cabeza. La cánula se le salió del brazo.
El viejo se esforzó por que su intranquilo paciente volviera a tenderse en la cama. Un forzudo pelirrojo salió de detrás de un biombo para ayudarlo. Presa del pánico, Gleb saltó de la cama, rodó por el suelo, derribó una pequeña mesa y se quedó inmóvil en un rincón. Varios instrumentos quirúrgicos cayeron ruidosamente al suelo y contribuyeron al barullo.
—¡Sujétalo con fuerza, Roine!
El doctor y su asistente se le acercaron con una sonrisa forzada, pero, de pronto, la hoja de un escalpelo brilló amenazadoramente en las manos del muchacho, y ambos se quedaron a medio camino.
Gleb les enseñó los dientes y levantó la mano que sostenía el escalpelo.
—¡Apartaos! ¡Apartaos, os digo!
Los desconcertados médicos retrocedieron hacia la pared, y entonces, de pronto, se abrió la puerta de la habitación. Martillo se encontraba en el umbral. En cuanto se dio cuenta de la situación, sonrió y le hizo una señal a Gleb. Éste soltó el escalpelo y corrió descalzo hacia el Stalker. Cuando lo tuvo delante, lo abrazó con torpeza y cerró los ojos.
—Bueno, ya basta. —El maestro le dio una palmada en el hombro al muchacho—. No me gustan estos sollozos tan sentimentales.
El muchacho retrocedió con cierto sentimiento de culpa, pero en sus ojos brillaba la alegría.
—Yo… —Los pensamientos daban vueltas dentro de su cabeza. Habría querido decir tantas cosas, dar expresión a sus sentimientos, explicar lo que había vivido junto al Stalker, compartir con él su entusiasmo por haber nacido de nuevo… pero ¿por dónde podía empezar…?
—¡Vamos! —Martillo le arrojó las botas a Gleb y se volvió hacia Pavel Vsevolodovich—. En realidad es muy pacífico, siempre que nadie lo provoque… No se lo tome usted mal.
Pasaron por un laberinto de pasillos y escaleras y llegaron a una galería, o, mejor dicho, a un puente largo que unía tres torres gigantescas construidas con travesaños de metal. Cada una de ellas era tan alta como una casa. Mucho más abajo, en una superficie inferior que quedaba entre las paredes de numerosas edificaciones y viviendas, había una pequeña plaza en la que había gente moviéndose sin cesar de aquí para allá. Gleb se sorprendió de lo variados que eran los habitantes de aquella isla flotante construida por la mano del hombre. Los había altos y bajos, con los ojos rasgados, morenos, rubias de cabellos largos, ¡e incluso unos tipos raros de piel negra!
Se presentó a su lado el asistente de la barba pelirroja.
—¿Os gusta nuestra torre de Babel?
—¿Qué clase de torre? —preguntó prudentemente el muchacho.
Martillo intervino.
—Es una historia de la Biblia. Babel es el lugar donde las gentes empezaron a hablar idiomas distintos. Dios los castigó porque quisieron edificar una torre que llegase hasta el cielo.
—¿Y a ésos por qué los han castigado?
El barbudo se rió estentóreamente.
—¡No se trata de eso! Le pusimos ese nombre porque aquí se hablan muchas lenguas distintas. Aquí hay de todo: rusos, noruegos, suecos, estonios… Yo, por ejemplo, soy finlandés. A propósito, me llamo Roine.
—Ya lo sabía —respondieron al unísono Gleb y Martillo.
—Esta plataforma es lo más valioso que hay en Moshchny, la poderosa.
—¿La poderosa? —El muchacho cobró interés e iba mirando, a veces a su maestro, a veces al finlandés.
—¡Sí, claro, tú no lo sabes! La isla de Moshchny se encuentra en el mar Báltico. Puede que la hayas visto alguna vez en un mapa.
El muchacho se volvió hacia Martillo. Éste asintió con la cabeza.
—Pues ahora escúchame bien. Ya te he contado una parte, pero lo que viene a continuación te va a sorprender.
»Antes de la catástrofe, los rusos habían instalado allí un puesto de guardia fronteriza, y también una unidad de combate aéreo. —Era evidente que a Roine le gustaba charlar y que disfrutaba mucho contándoles detalles a los huéspedes—. La isla no sufrió daños durante el ataque. La guarnición sobrevivió en su integridad. Algo más tarde contactaron con Kaliningrado. Esto es una plataforma flotante para prospecciones petrolíferas, y antes de la guerra la habían llevado allí para repararla. La habían trasladado desde el mar del Norte. Todos los que habían sobrevivido en ella se dirigieron también hacia la isla. Durante los primeros tiempos se mandaron muchas señales. Vino gente de todas partes. Pero con el tiempo fueron cada vez menos…
Hasta ese momento, Gleb lo había escuchado con fascinación. Pero en ese instante cobró valor e interrumpió al finlandés:
—¿Eso significa que en esa isla no hay radiación y que el agua está limpia?
—¡Por supuesto! ¡Es nuestra Tierra Prometida!
Gleb saltó de alegría y se abrazó con tal fuerza a la barandilla que las manos le dolieron. Parecía como si su sueño más querido se hubiera hecho realidad.
—Para ser finlandés, hablas bastante bien el ruso —observó Martillo.
—¡He vivido en la isla desde mi infancia! El ruso es mi segunda lengua.
—Entonces, trabajas en la plataforma…
—¡Exacto! —asintió Roine con entusiasmo—. Esta plataforma aprovisiona la isla de alimentos, así como de madera y combustible. A veces extraemos petróleo, en ocasiones vamos a tierra firme para conseguir madera. La consumimos en cantidades considerables. Ayer mismo íbamos de camino y descubrimos el reflector en Kronstadt. Entonces nos acercamos para ver lo que ocurría. Y ha sido cuando os hemos encontrado. Yo he sido el primero en veros. —El finlandés sonrió.
—No podéis ir a Kronstadt. Allí…
—Ya lo sabemos. Martillo nos lo ha explicado muy brevemente. Pero creo que se lo habrá contado con todo detalle a las autoridades. —Roine miró al Stalker.
—¿Cómo es que en todo este tiempo no os habéis acercado ni una sola vez a San Petersburgo?
El rostro de Roine se ensombreció.
—No nos llegaban señales desde allí. Ni una sola vez durante todo este tiempo. No queríamos correr riesgos. Entrar en el golfo de Finlandia sin un manual de navegación… habría sido un suicidio. Por lo menos para una plataforma de estas dimensiones. Y no hablemos de la bahía del Neva. Allí hay bancos de arena y…
Gleb había dejado de escucharlo. Era como si alguien hubiera pulsado un interruptor en su cerebro. Le sonaba de alguna parte aquella palabra…
—¿Dónde están las cosas que llevaba yo? —le preguntó a Martillo.
—Aquí, en la mochila. —El Stalker le entregó al muchacho la mochila que contenía sus pertenencias.
Gleb se puso a buscar en su interior y, al fin, sacó el falso libro de Éxodo. Lo abrió con impaciencia.
El finlandés le echó una mirada de curiosidad y se quedó como petrificado. Tan sólo al cabo de unos segundos pudo exclamar, estupefacto:
—¡No puede ser! ¿Lo es de verdad? ¿El manual del mar Báltico? Pero ¿de dónde lo has sacado?
—Es una larga historia…
Gleb le entregó el libro con fingido desenfado. Pero Roine se puso al lado del muchacho y miró hacia uno y otro lado.
—¡Escóndelo! ¡Que nadie lo vea!
—¿Qué sucede? —Gleb volvió a meter el libro en la mochila.
—¡No tenéis idea de lo que vale este tesoro! —susurró Roine con gran excitación—. Sería mejor que hablarais de este librito con el capitán. Contiene información de un valor incalculable.
El finlandés miró de nuevo a su alrededor y los guió hasta el camarote del capitán. Por el camino, Gleb iba mirando en todas direcciones con la boca abierta. La plataforma estaba llena de gente, como si se tratara de un hormiguero gigantesco. Pero, al observarlos más de cerca, se notaba que todas sus ocupaciones estaban predeterminadas y organizadas con rigidez. Las personas que vivían allí estaban tan concentradas en sus tareas que no parecían darse cuenta de la presencia de los huéspedes. Algunos hombres de constitución fuerte arrojaban pescado recientemente capturado por una abertura de la bodega. Se les oía gritarse insultos con indolencia. Unas pocas mujeres con chaquetas acolchadas ya raídas reparaban unas redes al mismo tiempo que charlaban. Algo más allá, un hombre grande y corpulento, tocado con una gorra blanca, revolvía con un cucharón el contenido de un gigantesco caldero… Probablemente se trataba del cocinero de la plataforma. En lo alto se oían los golpes rítmicos de… unos obreros que instalaban los aparejos de un ascensor.
Un hombre de aspecto severo con fusil de francotirador montaba guardia a la puerta del camarote. El centinela intercambió unas palabras con el finlandés, les indicó que esperaran y entró en el camarote.
—No lo vendáis demasiado barato —les susurró Roine—. Tratad de regatear. ¡La posibilidad de navegar hasta San Petersburgo es algo muy caro!
—Nosotros no vamos a regatear —le respondió bruscamente Martillo—. La gente que vive en el metro muere como moscas. El hambre, la radiactividad, los mutantes… hay que salvarlos.
En ese instante, la puerta se abrió y los viajeros entraron en el camarote. Parecía un lugar muy confortable: un sofá —que, de todos modos, había conocido tiempos mejores—, estantes con mapas de los mares y de la Tierra y un voluminoso cronómetro colgado de la pared. Tras una impresionante mesa se sentaba un hombre bien vestido, de unos sesenta años. Parecía concentrado en hacer anotaciones en un libro. La gorra de servicio y la chaqueta de uniforme lo identificaban como capitán de la plataforma flotante. El capitán levantó los ojos por unos instantes, echó una rápida mirada a sus huéspedes y les indicó unos sillones con la cabeza. Los viajeros se sentaron. Reinaba el silencio.
—Bueno, ¿qué es lo que tienen que enseñarme? —dijo por fin.
Gleb sacó su Manual del mar Báltico y lo dejó sobre la mesa del capitán. Éste, en un primer momento, contempló la cubierta sin entender, y luego hojeó varias páginas. El muchacho se percató del interés con que el hombre vestido con chaqueta de uniforme examinaba los mapas cubiertos de anotaciones. El capitán sacó un cigarrillo hecho a mano de una pitillera, lo encendió y miró a sus huéspedes.
—¿Qué quieren a cambio?
Gleb miraba de reojo a Martillo, lleno de esperanza, pero era evidente que su maestro no tenía ninguna prisa en responder, sino que miraba fijamente a su interlocutor.
—La evacuación de los seres humanos que viven en la red de metro.
El capitán no dijo nada. Dio una calada al cigarrillo, lo sacudió para que se desprendiera la ceniza y miró por la ventana. Luego expulsó una nube de humo de un color azulado grisáceo.
—Mire, no todo el mundo puede ir a Moshchny. No hay sitio suficiente para todo el mundo. Y, por otra parte, no podemos permitir que entre cualquiera. Ya tenemos enfermos y viejos más que suficientes. En cambio, dejamos entrar a los fuertes y sanos. Sobre todo ahora, porque con esto —señaló el libro con un gesto de la cabeza— el viaje hasta San Petersburgo es una posibilidad realista.
—¿Y cómo piensan elegir a los que entran y a los que no? —preguntó con énfasis Martillo.
—Imagíneselo usted mismo. La isla ha sobrevivido todos estos años porque ha obligado a todos sus habitantes a someterse a la disciplina más estricta y a trabajar duro. Entiéndalo bien… todos. Entre nosotros, todo el mundo tiene una tarea asignada… jóvenes y viejos. No queremos gorrones ni inválidos.
Gleb se acordó de Nata, la cojita… ¿quería eso decir que a ella no la aceptarían?
—Tengo una conocida en el mundo subterráneo. Es buena chica, pero está un poco coja… —expuso.
—Eso no es grave —le aseguró el capitán—. Podemos hacer una excepción.
El muchacho se tranquilizó un poco. Pensó en sus conocidos y trató de adivinar cuáles de ellos no podrían entrar en la isla.
—Tú también padeces una enfermedad, ¿verdad, Martillo? —preguntó entonces el hombre con la chaqueta de uniforme, pasando a tutearlos.
El muchacho empezaba a preocuparse por la suerte de su maestro, pero el capitán confirmó:
—Si no es contagiosa, no pondrán ninguna objeción a tu entrada. Nuestra comunidad necesita Stalkers experimentados, y, por lo que me han contado, tú tienes mucha experiencia…
—Pero no pienso formar parte de una comunidad que selecciona a los seres humanos. Por supuesto, os doy las gracias por los que vayáis a admitir. Pero yo no voy a quedarme con vosotros.
—¿Estás seguro?
—Cuando naveguéis hasta San Petersburgo, voy a quedarme allí. Luego, nuestros caminos se separarán. ¿Cuándo queréis partir?
—Ahora mismo no puedo responderte. Entenderás que no podemos arriesgar así como así nuestro único medio de transporte capaz de circular por los mares. En cierta ocasión nos metimos en un banco de arena y necesitamos varios meses para reparar la plataforma. No es una decisión que se pueda tomar a la ligera, Stalker. Y no la voy a tomar yo. Esta noche llegaremos a la isla. Una vez allí, podrás llegar a acuerdos con nuestros superiores… —El capitán echó una ojeada al cronómetro—. Bueno, debo atender otros asuntos. Roine, muestra el camino a nuestros huéspedes.
El locuaz finlandés empleó otra hora y media para enseñarles las maravillas de Babel. Vieron que el nombre no era simplemente una metáfora que utilizaba su guía, sino que había echado raíces. En cualquier caso, sonaba mucho mejor que el de «plataforma flotante de prospección».
Cuando Roine estaba a punto de entrar con ellos en el gigantesco centro de pilotaje, se oyó por el altavoz de un antiguo receptor de radio una voz gangosa que leía la previsión meteorológica con monotonía. Entonces se oyó un ruido y, a continuación, una voz distinta. Un gracioso cantó una canción obscena que irritó al locutor.
—¡Isla de Maly, siempre con vuestras bromitas! ¡Salid inmediatamente de esta frecuencia!
Martillo le dio un ligero codazo a Gleb, como para decirle que de ahí provenía la señal que captaron en el Raskat.
Gleb quiso enterarse bien.
—¿Eso significa que tenéis varias islas?
—No muy lejos de Moshchny hay otras. Son más pequeñas, por supuesto. —Roine lo miró con ojos de pícaro—. En la de Maly hay niñas. ¡Te quedarías con la boca abierta!
En ese momento, una sirena empezó a aullar en lo alto de la plataforma. Un grito estridente y entrecortado hizo que los que se hallaban en cubierta corrieran en todas direcciones. El muchacho y el Stalker salieron afuera. Alguien gritaba con todas sus fuerzas por un megáfono:
—¡Ataque aéreo! ¡Ataque aéreo!
Por sorprendente que pudiera parecer, no estalló el pánico. Las mujeres se escondieron en las bodegas y los hombres se distribuyeron por varias posiciones de tiro en las que se habían instalado ametralladoras. Gleb miró hacia arriba y vio una sombra gigantesca que descendía. Una sola mirada le bastó para darse cuenta de que el gigante que ocultaba con sus grandes alas la luz del sol que lograba colarse entre las nubes era un viejo conocido.
Como si les hubieran dado una señal, las numerosas ametralladoras dobles empezaron a disparar. La sombra que volaba por los cielos se estremeció, cambió de trayectoria e hizo una pasada tan cerca de la plataforma que los hombres sintieron el desplazamiento de aire y estuvo a punto de rozar la punta de la torre de perforación. Con ensordecedor estruendo, un gigantesco ballenero le disparó a la bestia un largo arpón con una hilera de garfios afilados. El chirriante tambor empezó a enrollar el cable de acero. El gigante daba bandazos y retorcía su largo cuello en un intento por arrancarse en pleno vuelo los garfios del arpón que se le habían clavado en la piel del vientre.
—¡Ponlo en marcha! —gritó alguien desde arriba con todas sus fuerzas.
Gleb miró con curiosidad. Un hombrecito con una chaqueta acolchada corrió con diligencia hasta la caja del transformador y tiró de una palanca. El propio aire zumbó y gimoteó bajo la presión de la descarga eléctrica que ascendió por el cable. El cuerpo gigantesco del mutante se estremeció y las alas le quedaron agarrotadas.
El electricista cortó la corriente. La criatura se precipitó en el mar como una muñeca de trapo. Las alas acribilladas a balazos se agitaban con violencia y salpicaban de agua marina a los humanos.
Las ametralladoras dispararon nuevas ráfagas contra el gigantesco cuerpo, ya agonizante. El agua que se estrellaba contra el costado espumeó y se tiñó en seguida de rojo. Los cazadores se reunieron en el borde de la cubierta inferior. Se repartieron bicheros, redes y garfios de pesca.
—¡Subidlo por la borda, subidlo por la borda! ¡Capturadlo! ¡Subidlo!
La repugnante cabeza del gigante apareció por el borde de la plataforma. Se oyeron las exclamaciones de asombro de la multitud que había corrido a verlo. Las ametralladoras dobles dispararon de nuevo y destrozaron con largas ráfagas las fauces abiertas del monstruo. El mutante chilló una última vez, se debatió en su agonía y, por fin, quedó inerte. La negra cabeza del monstruo quedó tendida sobre cubierta e hizo rechinar por última vez sus fauces ensangrentadas.
Los cazadores lanzaron al unísono un grito de alegría, se abrazaron y se dieron palmadas en los hombros. Como hormigas, la gente salió de sus escondrijos y se reunieron en la plataforma lateral. Todos ellos querían ver al depredador abatido. Pero al cabo de poco rato regresaron a su ajetreo y volvieron a sus ocupaciones habituales.
La gente se distribuyó por las cubiertas, reanudó las labores que habían abandonado, y tan sólo unos pocos hombres se quedaron en aquella plataforma para atar el cadáver del gigante caído.
—¿Sucede muy a menudo? —preguntó Martillo.
—De vez en cuando… —le respondió el finlandés con poca convicción—. Pero cada vez menos. Esos bichos han comprendido qué es lo que les conviene… Tampoco se acercan a la isla. Moshchny está cubierta de torres de vigilancia, y no los dejamos pasar. Ametralladoras, lanzallamas… disponemos de un arsenal digno de todo respeto.
Gleb trató de imaginarse todo aquel poder y, sin quererlo, se estremeció.
Roine observó las tareas que se realizaban en la plataforma lateral. Sus ojos se iluminaron.
—¡Hoy hemos capturado una buena presa! ¡El hombre sigue siendo el señor del mundo! ¡Su destino es trocear, triturar, consumir… Nadie se puede comparar con él en ese sentido!
Gleb lo miró de reojo.
—¿Y si alguien pudiera?
—¿Qué? ¿Quién podría? —Roine hizo un gesto de rechazo—. Vaya estupidez. Este mundo es nuestro. Y si existe alguna criatura que aún no lo haya entendido… nuestras armas lo convencerán de lo contrario. Es el derecho del más fuerte, muchacho, y no es necesario decir nada más.
El Stalker suspiró.
—Ya recurrimos una vez al derecho del más fuerte. Quizá no tendríamos que repetir ese error.
El finlandés iba a contradecirlo, pero entonces lo llamaron para una tarea urgente. El barbudo hizo un gesto de despedida y se alejó.
—¡Qué fantasmón…! Habría querido verlo frente al mutante del subterráneo. De hombre a hombre. —El muchacho irguió los hombros. Tenía mucho frío—. Ésos han tenido la suerte de sobrevivir a la catástrofe sin sufrir daños y encontrar un trocito de tierra que sigue intacto. Me parece muy poco como para querer llamarse «señores de la Tierra…»
—No te lo tomes a mal. Es un rasgo natural en el ser humano: considerarse fuerte. Ésa es su debilidad.
Martillo y Gleb fueron hasta la cubierta superior y buscaron un sitio en el lateral. La surcaba majestuosamente las aguas en dirección a la isla. Los irregulares contornos de la tierra todavía lejana empezaban a perfilarse en el horizonte. El muchacho miraba con el corazón en suspenso hacia allí, donde, en la inacabable inmensidad de los mares, se había conservado una mota de tierra que ofrecía redención y esperanza a los seres humanos, comida y techo, una vida nueva y fe en el futuro.
Cuanto más se acercaba la Babel a Moshchny, mayor era la nitidez con la que se veían las hileras de casas de dos y tres pisos en cuyas ventanas se distinguía una agradable luz. Qué maravilloso sería pasear los dos por la isla, como había imaginado en sueños. Pero, por algún motivo, las fantasías de Gleb acababan siempre en ese punto. Gleb no había pensado nunca en lo que pudiera suceder después.
El rumor del oleaje le acariciaba los oídos. Las olas se precipitaban con rítmica cadencia contra la costa escarpada, cubierta de guijarros, y retrocedían con la misma dignidad, dejando tras de sí un rastro de espumas densas, blancas como la nieve.
Dos figuras solitarias y silenciosas estaban sentadas frente al oleaje. El cielo se teñía de rosa a la espera del alba. El viento matutino desplazaba levemente las masas de aire sobre la inabarcable superficie del mar. Gleb había quedado totalmente hechizado ante la majestuosa visión. Desde hacía varios días, acudía con Martillo todas las mañanas a la orilla para no perderse la salida del sol.
La semana que llevaban en la isla transcurrió de manera imperceptible. Todo lo que había allí era extraño y distinto: las risas de los niños que corrían de un lado para otro, los patios limpios y confortables, las calles empedradas, los macizos de flores, los numerosos puestos de comida con olores agradables, los paseos vespertinos por la plaza principal, siempre iluminada, siempre bonita y acogedora…
El muchacho suspiró. Martillo y él habían pasado ratos maravillosos y días felices mientras deambulaban por la isla. Pero al cabo de ese tiempo de euforia llegó el momento en el que Gleb se dio cuenta de que añoraba la Moskovskaya.
—Papá, si regresamos a Piter vamos a vivir juntos, ¿verdad que sí? El Stalker esbozó una sonrisa apenas perceptible y miró a la lejanía.
—¿Y qué será de la Tierra Prometida? ¿Acaso no soñabas con encontrarla?
—Ya la he encontrado. ¡Pero pasarse el día en esta isla… es aburrido! Tú lo dices siempre: lo más terrible es no hacer nada. —Gleb buscó en el bolsillo de la cazadora y sacó la pegatina con la ilustración de la lejana Vladivostok. Cerró los ojos y comparó la ilustración con el paisaje de la isla—. Además… seguro que quedan otros lugares sin contaminar donde podríamos llevar a los enfermos del metro. O a los viejos.
El Stalker se tomó su tiempo para responder. Era triste tener que destruir las ilusiones de aquel niño que había tenido que crecer demasiado pronto. ¿Cómo podía explicarle que el mundo se había transformado y que esa transformación era irreversible? ¿Que, en esta nueva realidad, la esperanza no sólo era estúpida, sino también peligrosa? ¿Que la humanidad no podía aspirar ya a los rincones no contaminados que quedaran en el mundo? Porque, en definitiva, la humanidad había destruido todo lo que había llegado a tener entre sus manos…
—¿Sabes una cosa, Gleb? Este mundo contaminado no es tan malo. Las almas contaminadas son mucho peores. Así pues, no empecemos con la búsqueda de lugares sin contaminar. Mejor que busquemos hombres de alma pura. Como tú.