19

LA CACERÍA

¡¡Martillo!! El muchacho se asomó por la barandilla y estuvo a punto de caerse. No cabía ninguna duda: ¡era él! El Stalker le gritó algo, pero por mucho que se esforzara Gleb no comprendía nada. Aún sentía un zumbido en la cabeza después de la enconada pelea y sus pensamientos no estaban totalmente en orden. ¿Qué tenía que hacer? ¿Correr hacia su maestro? Los caníbales se habían distribuido en una irregular cadena y se le acercaban cada vez más. Tal vez fuera demasiado tarde.

«El único error que podrías cometer es el de no hacer nada. Lo único importante es que tengas siempre los ojos puestos en tu meta… olvídate de todo lo demás…»

Gleb abandonó todas sus dudas y volvió a entrar en la torre. A la media luz de la sala buscó la Pernatch y el mechero por el suelo. Poco antes de llegar a la escalera, el muchacho tropezó con algo y estuvo a punto de caerse. A sus pies se hallaban el abrigo del sectario y su libro de oraciones. Siguiendo un repentino impulso, Gleb recogió ambas cosas, las guardó junto con otras pertenencias y bajó por la escalera. Una circunvolución seguía a otra, las paredes pasaban por su lado a una velocidad vertiginosa. Con grave peligro de romperse el cuello, bajaba varios escalones con cada zancada y no se detenía por nada. Por fin vio la salida. Gleb abrió bruscamente la puerta, saltó afuera y trató de orientarse. Corrió por el muelle, resbalando una y otra vez sobre la piedra húmeda. El Stalker disparaba sin cesar, pero Gleb creyó sentir en la espalda, ya muy cerca, el aliento áspero de sus perseguidores y sus gritos de impaciencia. Su cuerpo se puso a temblar sin control. Con sus últimas fuerzas, el muchacho dejó atrás los guijarros de la orilla y se arrojó al agua con gran estrépito. La barcaza no estaba lejos.

Los últimos metros que le faltaban para llegar a la borda los tuvo que hacer a nado. Gleb no sintió miedo. Agitó con desesperación los brazos y las piernas en el agua y trató de llegar a la escalerilla de cuerda. En el momento preciso, cuando su entendimiento claudicaba y estaba a punto de caer en el pánico, una mano fuerte lo sacó del agua. Una vez arriba, el muchacho quiso arrojarse al cuello del Stalker, pero éste le había sujetado con el brazo y subía con él por otra escalera de cuerda hacia la cabina del piloto.

—¡Al timón! ¡Rápido!

Sólo entonces Gleb se fijó en que su maestro llevaba en el pecho un vendaje teñido de color rojo oscuro. El Stalker se inclinó torpemente y levantó el arma.

—¡No te quedes quieto, maldita sea! ¡Lleva la barcaza hasta mar abierto!

El muchacho entró en la cabina. El casco de la embarcación vibró ligeramente. El viejo motor arrancó. Gleb se agarró al timón y observó el cuadro de mandos como atontado. Palanca, botones, interruptor… Sin saber qué hacer, pasaba la mirada de un control a otro…

—¡La palanca negra! ¡Empújala hacia adelante!

El muchacho agarró la empuñadura y empujó la palanca. El motor rugió, el barco dio una sacudida y se puso en marcha. Gleb se aferró al timón y respiró con alivio. ¡Habían escapado! ¡Con vida! Ya no se oían disparos. El muchacho miró inquieto por la ventana de la cabina: su maestro corría de un lado a otro por la cubierta y luchaba con varios caníbales que habían logrado saltar a la barcaza antes de que zarpara. Los bastardos atacaban con machetes largos y cadenas al Stalker herido, quien, a su vez, se defendía con un machete de paracaidista.

El tembloroso Gleb sacó la Pernatch y le puso el último cargador, el que había reservado para sí mismo. Al cabo de un instante ya estaba fuera. Se oyó el rítmico sonido de los disparos. Cayeron tres. Martillo, con un rápido movimiento, le hundió el machete en el vientre a un cuarto. El último de los perseguidores corrió hasta la borda y se arrojó al agua con un grito de desesperación.

Gleb corrió hacia el Stalker, le ofreció el hombro para que se apoyara y lo ayudó a ir cojeando hasta un banco. Una y otra vez, el muchacho, fascinado, miraba de reojo a Martillo, como si aún no se hubiese creído del todo su inesperado regreso desde el mundo de los muertos.

En ese momento, el casco de la embarcación dejó de temblar y el motor se paró.

—No importa. Estamos a suficiente distancia de la orilla. No vendrán hasta aquí —dijo Martillo para tranquilizarlo—. Ahora vamos a descansar un poco, y luego veremos qué podemos hacer con esta chalupa.

Gleb no habría podido imaginarse nada más hermoso que reparar la vieja máquina en el herrumbroso interior de la barcaza. Volvía a estar con su maestro. Le explicó brevemente los últimos acontecimientos y le mostró con orgullo su más importante trofeo: el libro de oraciones. Sin embargo, Martillo no parecía muy entusiasmado, y miró con repugnancia el librito cubierto de manchas. El muchacho se encogió de hombros y decidió mirar él solo la biblia del sectario. Llevaba el orgulloso título El camino de Éxodo, pero, al quitarle la sobrecubierta, leyó con estupor Manual del mar Báltico. A continuación encontró varios mapas con símbolos incomprensibles y un texto en el que abundaban los conceptos náuticos, pero que no respondía de ningún modo a las doctrinas de Éxodo.

Así pues, aquello también había sido una mentira. La historia de Éxodo había sido una gigantesca invención. A Gleb le habría gustado hablarlo con Martillo, pero se dio cuenta de que el Stalker no estaba para esas cuestiones. Con el dolor en el rostro, se afanaba con las máquinas. El vendaje se había empapado tanto que se salió de su lugar y dejó a la vista una herida sangrante en su pecho.

—Ven, voy a ponerte otra venda. —El muchacho abrió un paquete de vendajes que el paso del tiempo había oscurecido.

Sin gran habilidad, pero con mucho celo, limpió la herida y le puso un nuevo vendaje.

—¿Quién te ha hecho esto? ¿Qué te ha sucedido?

—¿Qué quieres que te cuente? —murmuró Martillo, de mala gana, mientras proseguía con sus reparaciones—. El ataque había sido bastante fuerte. Recobré la consciencia mientras uno de esos cabrones me pinchaba con un cuchillo. Quería estar seguro de si seguía vivo o había muerto. Le di la respuesta adecuada. Entonces vinieron otros y tuve que retirarme hacia la ciudad. Durante el tiroteo me di cuenta de que sus compañeros lo habían desollado allí mismo y le arrancaban trozos de carne… No son seres humanos… pero han sabido instalarse bastante bien en Kronstadt. No dejo de preguntarme cómo es posible que no los hubiéramos visto cuando pasábamos con todo el grupo…

—¿Y has encontrado el transmisor de radio? —le preguntó Gleb con impaciencia.

Martillo hizo memoria un instante y luego negó con la cabeza.

—No vi ninguno. Aunque sí encontré un generador diésel. A su alrededor había unos viejos con ojos codiciosos y malvados… Si no me equivoco, cargaban desde allí los acumuladores para el faro, eso está claro. Esos hijos de la gran puta…

—¡Debían de ser los más viejos! —adivinó el muchacho.

—Eso da igual. Aquí termina la parte divertida. Maté a los viejos. Y también destruí el generador diésel. Por supuesto que a ellos no les gustó. Me persiguieron por media ciudad. Tuve delante a esos bastardos durante el tiempo suficiente para que me entraran náuseas. Todos ellos iban sucios y tenían rostros abominables. Mostraban hinchazones por todo el cuerpo… No es extraño, la vida en la superficie, expuestos a la radiactividad, no es ninguna bicoca. Con la radiación no se puede bromear.

»Entonces he visto la barcaza en el puerto. Mientras iba hacia ella y mataba a los guardias que la vigilaban, he visto el fuego en el faro. ¡El vuelo de ese mierda no ha estado nada mal! ¿Cómo iba a imaginarme que eras tú quien había provocado todo el barullo? Al verte, en un primer momento he pensado que soñaba. Pero ya ves cómo ha terminado todo… Lo has hecho bien, Gleb. ¡Puede que no mueras!

Martillo le sonrió y le revolvió el pelo con una mano.

El muchacho respondió a su sonrisa. Se regocijó por la torpe alabanza de su maestro. A partir de aquel momento todo iría bien. Gleb no dudaba de que ambos regresarían a su hogar. Si eran dos, podrían mover montañas… ¡Con un medio de transporte como ése llegarían fácilmente hasta el metro! Si lograban que la bestia herrumbrosa volviera a navegar…

Como si hubiera oído su silenciosa plegaria, la «bestia herrumbrosa» vibró, carraspeó y rugió con fatiga. Los viajeros se dieron cuenta de que la pequeña embarcación cabeceaba y, poco a poco, se ponía en marcha.

—¡Sí! —El muchacho levantó ambos brazos en un gesto triunfal—. ¡Volvemos a casa!

Entonces se oyó un trueno ensordecedor y empezaron a sentirse impactos metálicos en el costado de la barcaza. El casco de la embarcación retemblaba. En el mamparo de la sala de máquinas aparecieron agujeros de bala.

Martillo arrojó al suelo a su pupilo y lo cubrió con su propio cuerpo. Apenas hubieron terminado los disparos, agarró a Gleb y subió hacia arriba con él. Se oía un motor en el puerto del Carbón. Detrás del muelle apareció la silueta de un remolcador. La embarcación vomitaba humo de color azul grisáceo y parecía decidida a cortarles el camino. La silueta de una pieza de artillería de cañón largo se recortaba con mucha nitidez en la proa.

—Maldita sea, llevan una MTPU a bordo. ¡Tenemos que largarnos!

Martillo corrió por la cubierta, agarró el fusil de precisión y se tendió boca abajo en la cubierta de popa. El muchacho corrió hacia la cabina del piloto, aceleró a toda velocidad e hizo girar el timón. La barcaza se inclinó ligeramente, tomó impulso y trazó un arco. A muy poca distancia del casco, una ráfaga de proyectiles de gran calibre taladró las aguas. Una nueva ráfaga resiguió la estela que la barcaza dejaba tras de sí. Martillo disparaba su arma de precisión contra los caníbales que manejaban la ametralladora enemiga. Gleb luchó desesperadamente con el timón y trató de arrancarle a la barcaza todas las energías que aún pudieran quedar en la pequeña y frágil embarcación.

Con tal de escapar de la línea de fuego, tuvo que virar bruscamente hacia estribor. Los caníbales no se rindieron. Por el momento habían logrado desviarlos del camino hacia San Petersburgo. El contorno ya familiar de los astilleros aún se divisaba en la lejanía. Luego pasaron el puerto Intermedio y se alejaron cada vez más. Dejaron atrás el puerto de los Comerciantes y el de las embarcaciones de cabotaje, pero aún no se habían librado de sus perseguidores.

Por el momento habían tenido suerte. En un par de ocasiones, las balas blindadas habían atravesado el blando metal de la proa, pero sin alcanzar partes vitales. El remolcador de sus perseguidores tampoco se hallaba en muy buen estado. Aunque echara humo como una locomotora de vapor, avanzaba con extrema lentitud. Empezaron a verse los perfiles del paso para barcos. Gleb reconoció al instante las gigantescas puertas flotantes. Allí habían perdido a Ksiva.

Cada vez oían menos disparos a sus espaldas. A continuación, enmudecieron del todo. Poco más tarde, Martillo apareció en la puerta de la cabina del piloto.

—Se les están acabando los cartuchos. Esos hijos de la gran puta quieren economizarlos. Por eso están esperando.

—¿A qué?

—Pues a tenernos a tiro. ¿A ti qué te parece?

—¿Y cuándo nos van a tener a tiro? —El muchacho miraba intranquilo a su maestro.

—No nos dejemos llevar por el pánico. Puede que les falte combustible. Nosotros, en cambio, tenemos el depósito casi lleno.

—¿Y si…?

—Pensaremos en ello cuando suceda.

La Isla de Kotlin había quedado muy atrás. El Stalker le explicó que, de acuerdo con sus estimaciones, habían abandonado el golfo de Finlandia. Lo que tenían frente a ellos era la inmensidad liquida del mar Báltico. Los caníbales aún eran visibles desde popa. El remolcador parecía estar bastante más cerca de ellos. Martillo tenía en todo momento bajo observación los movimientos que se producían en la cubierta del barco enemigo, porque no quería que el siguiente ataque lo pillara desprevenido.

—¿Tanto los hemos fastidiado? —preguntaba Gleb en su desesperación.

—No es eso. Lo que sucede es que si hacemos saber lo que se esconde detrás de Éxodo estarán acabados. Nadie más irá a Kronstadt y empezarán a pasar hambre.

—Entonces, ¿qué vamos a hacer?

—Seguiremos adelante. Trataremos de desviarnos hacia babor, hacia la bahía de Koporye. Si logramos despistarlos, marcharemos a pie desde Sosnovy Bor.

Por un instante, Gleb se llevó la impresión de que habían dejado atrás a sus perseguidores. Pero entonces el barco enemigo echó todavía más humo que antes y aceleró. Se oyeron gritos triunfales en el remolcador.

—Por lo que se ve, han logrado desencallar una de las hélices. —Martillo reflexionó durante unos instantes y luego se volvió hacia el muchacho—. Dame la pistola. Y prepárate: esto se va a poner muy difícil.

—¿Por qué no les disparas? ¿Verdad que tienes un arma?

—Me queda muy poca munición. Un poco más y harán carne picada con nosotros. Tendremos que improvisar. —Martillo saltó de nuevo a cubierta.

Gleb sujetaba el timón con el cuerpo agarrotado y trataba de concentrarse. El fusil del Stalker empezó a disparar. Los caníbales habían vuelto a subirse al puesto de la ametralladora. Martillo mató a dos, pero el tercero logró llegar hasta el arma y disparó contra la barcaza. Martillo se arrojó sobre cubierta y se protegió la cabeza. El muchacho se dejó caer al fondo de la cabina del piloto. Aquello era el más puro infierno. Las balas blindadas perforaban el hierro de mala calidad de la barcaza como si hubiera sido papel. Las esquirlas de metal volaban en todas las direcciones. En pocos segundos, la proa quedó hecha pedazos. Pero el Stalker, como por un milagro, se había arrastrado hasta la proa y había escapado con ello a una muerte segura. El agua inundó la sala de máquinas. La barcaza empezaba a escorar.

—¡Marcha atrás! —gritó Martillo.

Gleb se puso en pie y empujó la palanca. La barcaza rugió y se detuvo de manera tan brusca que el muchacho perdió el equilibrio y dio con los dientes contra la rueda. Entretanto, el Stalker se puso en pie, empuñó el fusil de precisión, apuntó y disparó. El retroceso de la mortífera arma le golpeó el hombro, y el caníbal que se hallaba al timón del remolcador cayó de espaldas con un agujero en el pecho.

Los perseguidores que seguían con vida habían gritado para avisar al timonel, pero éste no los había oído. El remolcador siguió adelante a todo vapor en dirección a la embarcación de los fugitivos. Martillo arrojó el fusil al suelo, empuñó la Pernatch y corrió de un extremo a otro de cubierta. Al mismo tiempo levantó la pistola y disparó, casi sin detenerse para apuntar. El caníbal de la ametralladora se derrumbó con la cabeza perforada. Entonces, el remolcador chocó con ensordecedor estrépito contra la destrozada proa de la barcaza. Martillo había tomado carrerilla y, en el mismo momento del impacto, saltó hasta el barco de sus perseguidores. Rodó sobre cubierta, se deslizó sobre la espalda y acabó con los caníbales más cercanos.

A su alrededor se oía el crujido de los mamparos que se partían.

Ambas embarcaciones temblaron en una especie de agonía, grandes cantidades de agua se colaron por los feos orificios en la popa de la barcaza. Martillo se deslizó sobre el hierro húmedo y vació el resto del cargador contra los caníbales que salían de la bodega.

Arrojó el machete contra el último de ellos, pero éste, a despecho de su impresionante corpulencia, logró esquivarlo. La hoja de metal rebotó en la borda y fue a caer al agua. El caníbal se arrojó gritando contra su enemigo con un gigantesco arpón en la mano.

Martillo saltó a un lado. El impulso que había tomado el caníbal era tan fuerte que su aguzada arma se clavó en la cubierta de hierro, peligrosamente cerca de la cabeza de Martillo. En el mismo instante, las piernas de Martillo se dispararon como un muelle y golpearon las de su enemigo. Éste dobló el cuerpo y cayó sobre la húmeda cubierta. Los dos contrincantes se levantaron casi al mismo tiempo y se enzarzaron de nuevo en la lucha. Martillo logró colarse entre las piernas de su oponente y lo agarró del cuello por detrás. El caníbal forcejeó, se debatió sobre cubierta, pero el Stalker lo estaba estrangulando y no aflojaba. Al cabo de un rato, su cuerpo quedó inerte. El Stalker arrojó lejos de sí al caníbal muerto, se incorporó lentamente y contempló la cubierta llena de cadáveres.

El muchacho respiró hondo. Durante todo el tiempo había estado allí, había presenciado el terrible combate que había librado su maestro y no se había atrevió a abandonar el timón de la barcaza. Pero la embarcación había empezado a hundirse, y Gleb abrió la puerta y salió a toda prisa. Eran los últimos minutos de la barcaza. Buena parte de la popa se encontraba bajo el agua. El muchacho saltó a la borda del remolcador enemigo y trepó hasta cubierta.

A pesar de la colisión, éste aún se mantenía a flote. Sólo se le había parado el motor y se le habían abierto grietas largas e irregulares en los costados. Una ensambladura lateral se había partido.

—Esto no va a aguantar mucho tiempo —concluyó Martillo, mientras arrojaba los cadáveres al agua—. La corriente es fuerte.

Busca los chalecos salvavidas… ¡o cualquier cosa que pueda flotar! El muchacho bajó a la bodega y buscó nerviosamente entre trapos, cabos empapados y otros trastos. Pero aquél no era su día de suerte: no encontró nada que le fuera útil. El fondo de la bodega había quedado cubierto de agua, que se colaba por la quilla como un surtidor. Gleb echó una última ojeada y luego, desesperado, trepó de nuevo hasta cubierta.

—¡No hay nada!

Martillo soltó una maldición.

—Esta bañera no va a ir a ninguna marte. El motor ya no funciona.

Se hizo una pausa. Permanecieron en silencio y contemplaron cómo la barcaza se hundía en el agua. Ambos tenían muy claro que el segundo barco iba a correr poco más tarde el mismo destino.

—¿Vamos a morir? —le preguntó Gleb por fin. No contaba con una respuesta consoladora, aunque lo hubiera dado todo por oírla.

—Claro que vamos a morir. —Martillo empezó a despojarse del chaleco militar—. Algún día, pero no ahora. Quítate las botas y todo el equipo.

A Gleb le habría gustado creer en las palabras de su maestro, pero la situación era desesperada. No podían hacer nada y ya no tenían tiempo para buscar una solución. El muchacho se quitó el traje de protección y las botas, y se guardó bajo la camisa un fardo en el que llevaba todo lo indispensable. Se había guardado también la pegatina de Vladivostok que había logrado arrancar del plato. El contacto del metal con las plantas de los pies desnudas le resultó desagradablemente frío. Martillo dejó la inútil pistola en cubierta…; había agotado los cartuchos.

El muchacho contempló con lástima la Pernatch. Le dolía separarse de ella, pero tampoco le iba a servir para nada en el lugar adonde irían al cabo de poco tiempo.

—Ponte estas cosas. —El Stalker le arrojó a su pupilo unos flotadores que había encontrado en cubierta.

—¿Para qué sirven?

—Para que no te hundas en el agua.

Subieron al techo de la cabina del piloto, se sentaron en el borde y dejaron que los pies les colgaran. Un rayo de luz pálido y lejano se abría paso entre la neblina.

El muchacho hizo un gesto con la cabeza para señalar al faro.

—¿Qué va a ser de ellos?

—Se devorarán unos a otros y todo terminará en seguida. Si es que la radiación no los liquida antes…

Gleb contemplaba la línea perfectamente recta del horizonte. Así habría querido imaginarse el mundo exterior: sereno, sombrío y mayestático. La niebla era cada vez más densa. Apenas alcanzaban a distinguir la cubierta que se hundía en el agua. Un velo lechoso lo ocultaba todo. Si el fragor de las aguas no les hubiera recordado que lo que estaban viviendo era real, Gleb habría podido llegar a pensar que se trataba de un sueño. Pero todo aquello sucedía de verdad. Y el rumor de las olas que los aguardaban se oía muy cerca.

La pregunta que en todo momento había atormentado a Gleb afloró como por sí sola a los labios del muchacho:

—¿Por qué me elegiste a mí?

Su maestro suspiró, le revolvió los cabellos y habló pausadamente, como si sopesara cada una de las palabras:

—Porque eres igual que yo… Pero, a diferencia de mí, aún no has perdido la esperanza… y hoy en día ésa es una propiedad de la que pocos pueden alardear.

El muchacho miró a los ojos a su maestro.

—Dime, ¿cuál es tu verdadero nombre?

Un estremecimiento casi imperceptible sacudió el cuerpo del Stalker. Éste se quedó inmóvil un instante y luego apartó la mirada.

—Gleb Taranov.[22]

El muchacho contempló, como petrificado, el sudario blanco que envolvía los costados del barco y trató de poner orden en sus pensamientos… Permanecieron ambos allí sentados, en aquel mundo irreal en el que reinaban el silencio y la paz, hasta que el agua llegó al techo de la cabina.

Se pusieron en pie y Gleb se agarró instintivamente a su maestro. La brisa marina los salpicaba con agua salada, las olas se arrojaban impacientes contra el remolcador, como si compitieran por ver cuál sería la primera en alcanzar a las dos menudas figuras humanas que, por un capricho del destino, habían llegado a la inmensidad infinita del mar.

No pasó mucho tiempo hasta que una ola sobrepasó la tambaleante construcción. Al ladearse la cabina, las piernas de ambos resbalaron, y, al instante, el Stalker y el muchacho se hundieron en las frías aguas que los sacaron de su ensimismamiento. El remolcador se hundió en las profundidades, y al cabo de poco no quedó ningún indicio del naufragio, salvo unas cuantas burbujas que aún ascendían hasta la superficie.

El mundo entero quedó patas arriba. Ante los ojos del muchacho pasaban, alternativamente, dos elementos: el agua y el aire. La niebla y las aguas oscuras. El blanco y el negro. Gleb estaba desconcertado y durante los primeros segundos tragó agua.

—¡No tengas tanta prisa! ¡Agita las piernas! —El maestro sostenía al muchacho, que no paraba de toser—. ¡Muévete, muévete! Aunque agarrotado, el muchacho empezó a sacudir el agua con brazos y piernas, pero no tardó en darse cuenta de que estaba cansado.

—¡No tengas tanta prisa! ¡Te digo que vayas más despacio! Sí, así…

Poco a poco, Gleb se acostumbró a nadar con el flotador. Movía nerviosamente la cabeza hacia uno y otro lado. Dondequiera que mirase, sus ojos encontraban lo mismo: olas y una niebla blanquecina. Lo único que reconocía era la cabeza de su maestro, que seguía a su lado. En sus ojos se reflejaba una sorprendente serenidad. Una serenidad excesiva… casi como si se hubiera rendido a su destino. Gleb empezó a moverse con energías redobladas sobre el agua.

El frío iba penetrando en su cuerpo. Le castañeteaban los dientes. Los brazos y las piernas le pesaban como el plomo. Por mucho que lo ayudara el Stalker, le resultaba cada vez más difícil sostenerse sobre el agua. No tenían ninguna salvación.

—¡No quiero…! —El pánico se adueñó de Gleb. Las lágrimas afloraron a su rostro como por voluntad propia.

El Stalker cargó con el muchacho sobre su propia espalda y lo guió para que se le agarrara al cuello.

—Dentro de poco empezará el enfriamiento del cuerpo, y entonces ya no te podré ayudar… pero, antes de que eso ocurra, te prometo que morirás sin dolor.

El muchacho se echó a llorar en silencio y hundió el rostro en la nuca del Stalker. No dudaba de que su maestro conociese mil maneras distintas para dar muerte con rapidez. Y, por absurdo que pudiera parecer, le estaba profundamente agradecido por ello.

Pasó el tiempo. ¿Cinco minutos? ¿Diez? Gleb no lo sabía. Su sentido del tiempo había desaparecido. Como si se hubiera detenido de pronto. Pero entonces el muchacho sintió que el cuerpo de Martillo se estremecía y se hundía con rapidez. Gleb logró cogerlo del cabello y el Stalker empezó a mover violentamente los pies para emerger de nuevo a la superficie. Su maestro tenía los ojos entornados y su rostro se había transformado en una mueca de dolor. Un ataque…

El muchacho no recordaba cómo había podido encontrar la cremallera del bolsillo, administrarle el suero al Stalker y, con sus últimas fuerzas, mantenerlo a flote. La desesperación había cubierto su entendimiento como un velo, y, en su lugar, una obcecación que no tenía nada de infantil lo hacía avanzar más y más. No podía perder una vez más a Martillo. ¡Eso no!

—¡Aguanta! ¡Aguanta, papá! ¡Por favor!