El eco de los pasos era cada vez más fuerte. El ruido sordo y desagradable que hacían los escalones al vibrar volvía insoportable la espera. Gleb empuñó la Pernatch y apuntó con ella a la salida de la escalera. Todo estaba a punto de decidirse. El muchacho estaba resuelto a responder al fuego enemigo hasta el amargo final. Le quedaba un último cargador en el bolsillo, y se reservaba para sí mismo su último cartucho. Pero eso sería más tarde. Por el momento, le era necesario imponerse a su propio miedo y detener el temblor de sus rodillas. Martillo no había elegido a Gleb porque sí. Y eso significaba que tenía que hacerse valer. Lo más importante era no dejarse llevar por el pánico.
Entonces llegó desde abajo una luz pálida y vacilante. Apareció en el marco de la puerta una figura solitaria cubierta con un abrigo y con una capucha sobre la cabeza. Llevaba en la mano una vieja lámpara de petróleo. La llama era visible a través de la rejilla, pero su luz no era suficiente para verle la cara al desconocido. El muchacho se esforzó, en vano, por distinguir los rasgos faciales ocultos bajo la capucha. La pistola se le hacía cada vez más pesada y la tensión le había agarrotado el dedo con el que se disponía a tirar del gatillo.
Gleb se estremeció al ver que el hombre sin rostro levantaba la mano para tranquilizarlo y se ponía a hablar…
—Espera… No dispares… soy yo…
La voz del recién llegado le resultó dolorosamente conocida. El muchacho se dio cuenta de que había visto ya muchas veces aquel abrigo. Ishkari se bajó la capucha y le sonrió.
—¡Estás vivo! ¡Estás vivo, vaya por Dios!
Gleb dejó caer la pistola al suelo y se arrojó alegremente sobre el sectario. Se abrazaron como si hubieran sido amigos de toda la vida. El muchacho se reía y lloraba al mismo tiempo. Se alegraba tanto de haber encontrado a alguien para compartir la carga y el infortunio de aquella situación que parecía no tener salida…
—¡Me preguntaba qué habría sido de ti después de desaparecer de la barcaza!
—¡He saltado a tierra! ¿Y cómo has sobrevivido tú?
Gleb se había secado las lágrimas de alegría y devoraba a Ishkari con los ojos, como si tuviese miedo de que éste desapareciera de nuevo como un maravilloso sueño.
—He logrado escapar. Cuando esos locos nos han asaltado, me he arrojado al agua. ¡Tenemos que salir de aquí, ¿me oyes?! ¡Tenemos que salir de aquí!
El sectario recogió la pistola e hizo el gesto de entregársela a Gleb. El muchacho tendió la mano, pero, en el último momento, Ishkari le dio la vuelta al arma y golpeó con todas sus fuerzas a Gleb con la culata. El muchacho, abrumado por el dolor, se desplomó. Sintió la calidez de la sangre que le manaba en abundancia por el pómulo. Se le nubló la vista. La figura del sectario se difuminó y le pareció que el suelo se movía bajo su cuerpo. El muchacho trató de ponerse en pie, pero volvió a caerse. La frialdad del hormigón le hizo recobrar la consciencia. Llegaron a sus oídos palabras que apenas comprendía.
—No te muevas, mocoso, si no quieres tragar plomo. Será un placer poner el punto y final a la heroica historia de esta expedición. Tú eres el único de esa cuadrilla de ineptos que aún sigue vivo.
El sectario fue al otro extremo de la sala y dejó la lámpara sobre uno de los estantes del armario. A continuación, inspeccionó los aparatos amontonados dentro del mueble, separó un interruptor y se agachó sobre los cables arrancados. Logró conectar el que le interesaba y volvió a encender el faro. Gleb se dio la vuelta sin levantarse y vio lo que estaba haciendo Ishkari. Luego presionó con las manos contra el suelo y logró incorporarse a medias y apoyar la espalda en la pared. Ya no le dolía tanto, y la habitación había dejado de dar vueltas.
—No es extraño que no entiendas nada, pequeño. Escúchame, te lo voy a explicar. —El sectario le sonrió con un rostro malévolo—. ¿Te ha gustado mi idea del faro? Sí, se me ocurrió a mí. No te lo habrías imaginado nunca, ¿verdad? Bueno, en el día de hoy te vas a llevar muchas otras sorpresas. Si te quedas quietecito y no haces nada raro, te voy a dar un tiempo de gracia. Para que disfrutes de tus últimos minutos. Siempre lo mismo: cuando llega el momento de la muerte ya es demasiado tarde para nada… y, sin embargo, qué estupidez: todos los que he matado hasta ahora me han suplicado que les concediera una prórroga. Aunque tan sólo fuera por unos minutos. La vida en este mundo atroz no es divertida, hermano, y, sin embargo, todos los seres humanos se aferran a ella como locos.
El sectario fue de nuevo hasta el armario, abrió la puerta agrietada y sacó una botella cubierta de polvo. Agitó su turbio contenido, tomó varios tragos con avidez e inspiró profundamente.
—Ah… llevaba una semana sin beber nada. Estar aquí sin alcohol es deprimente. —El sectario se secó la boca con la manga—. ¿Dónde me había quedado? Ah, sí, el faro. Creo que tendría que empezar con la historia del refugio antibombas del astillero.
—Eso ya lo sé. —Gleb le arrojó el diario a Ishkari. Éste pasó varias páginas y volvió a esbozar una sonrisa malévola.
—Bueno, esto me lo pone más fácil. Los pobres diablos que vagan por esta isla son los antiguos habitantes del búnker. Pero no todos han degenerado de ese modo. —De repente, la sonrisa desapareció del rostro del sectario—. Yo nací en este búnker. Cuando era niño, también me alimentaba de carne humana. Para mí era lo más normal del mundo. ¿No la has probado nunca? Es una carne igual que cualquier otra. En cualquier caso, es mejor que la de rata. La carne humana es muy dulce.
El sectario tomó otro trago de aguardiente con la misma avidez.
—Cuando el búnker empezó a inundarse, nuestros mayores tomaron la decisión de instalarse en la ciudad. ¿Adónde podíamos ir, si no? Dejamos morir a los enfermos en el búnker. Nos daban asco.
Al principio nos alimentamos de animales, pero tampoco había tantos. No tardamos en acabar con todo lo que se movía por la isla y que aún nos podíamos comer. En los primeros tiempos todavía llegaban supervivientes de Lomonósov. Fuimos tirando con ellos.
»Pero aún no lo habíamos intentado todo. Hacíamos batidas por los alrededores en busca de supervivientes. Llegó un momento en el que unos héroes hicieron saltar por los aires un trecho del dique para impedirnos que saliéramos de la isla. Pero un bonito día tuvimos suerte: un barco para turistas llegó a Kotlin. Estaba en muy malas condiciones y lleno de abolladuras, pero transportaba a mucha gente. Se hallaban en medio del océano en el momento del ataque nuclear. Iban de crucero. Por eso habían sobrevivido.
»Tratamos con mucho esmero a esos huéspedes. Teníamos armas en cantidad, y también un sano apetito. Los hicimos salir a todos a la vez y los llevamos al dique seco, donde los dejamos bajo vigilancia. Es el mismo dique al que nos condujo Martillo. Ahora está desierto y vacío, porque hace tiempo que terminamos con el último. Pero en ese tiempo nos fue muy útil… como dehesa, por así decirlo. Había mucho sitio. No sé en qué otro lugar hubiéramos podido alojarlos. Los teníamos allí como ganado. Incluso se reprodujeron. El ser humano, por naturaleza, es un oportunista. No importa dónde lo metas, sobrevive en todas partes. Incluso en sitios donde las ratas no lo logran…
Cuanto más tiempo hablaba Ishkari, más grande era el horror que sentía Gleb por la ligereza con la que el sectario decía frases tan inimaginables.
—Y así sobrevivimos sin pasar necesidad. Pero, al fin, una peste se abatió sobre la ciudad. Se llevó a buena parte de los nuestros, y también se nos murió el «ganado». Como teníamos hambre, empezamos a comernos los unos a los otros. Entonces, a los más viejos se les ocurrió lo del Éxodo. Sí, sí, muchacho, Éxodo se inventó aquí, en Kronstadt. Ese bonito cuento del Arca… En cuanto el reflector estuvo montado, varias personas acudieron en secreto a San Petersburgo. Fue así como aparecieron los predicadores en el metro. Yo también fui con la barcaza… el hambre me impulsó a hacerlo. Claro que en el metro no se pasa la misma hambre…, aunque los primeros días no paraba de encontrarme mal por culpa de vuestra carne de cerdo. —El sectario puso cara de asco—. Pero en el metro también había un buen número de palurdos ingenuos. El faro apenas había empezado a funcionar cuando se nos presentaron los primeros creyentes. Como si lo hubieran estado esperando. El primer cargamento estaba listo para partir. Sólo teníamos que hacer llegar a la costa la barcaza de la Redención…
»Pero entonces la Alianza Primorski estuvo a punto de desbaratarnos toda la operación. En ese momento me encontraba en la Technoloshka, más cerca que los demás, y tuve que ser yo quien os interceptara. En estos momentos, la influencia de Éxodo ya es demasiado grande como para ignorarla. Tiene fieles en casi todas las estaciones. En pocas palabras: tuvieron que aceptarme como miembro de la expedición, aunque les rechinaran los dientes.
—Pero si Éxodo es un invento vuestro, ¿cómo es posible que los diablos de los pantanos no te picaran? —le preguntó Gleb. Se agarraba al último clavo ardiendo para no tener que renunciar al último sueño que le quedaba.
—Me había puesto repelente contra insectos. Es excelente contra las moscas. —Ishkari sacó una botella alargada del armario—. Ironías del destino: no teníamos suficiente para comer, pero, en cambio, había toneladas de bebida en el búnker. En aquella ocasión pensé que los Stalkers vendrían corriendo a salvarme y así buena parte de ellos morirían por las picaduras. Pero no funcionó…
El sectario miró de reojo al muchacho. En sus ojos ardía un fuego insano.
—Tú tenías que ser el primero en morir… en los sótanos del palacio de Constantino. ¿Pensabas que la trampilla se había cerrado sola? Tenlo en cuenta, muchacho: no hay nada que ocurra porque sí. Puedes darle gracias a Martillo de que se diera cuenta de tu ausencia nada más despertar. No tuve tiempo de abrir la puerta del subterráneo para que los demás pensaran que habías salido fuera. Y entonces te buscó por los subterráneos.
»No tuve ninguna otra oportunidad de acabar a la vez con todos vosotros. A uno de ellos lo ayudé un poquito con su arma… ¿Cómo se llamaba ése? Ah, sí, Belga. Le metí un cartucho aplastado en el cargador. Tarde o temprano tendría que atascarse. Sucedió lo mismo con el contador Géiger de Okun. En cuanto me di cuenta de que se escabullía constantemente para ir en busca de objetos de valor, tuve muy claro que trataría de incitarlo a separarse del grupo sin permiso. Hace mucho tiempo que sabemos que en el puerto de Lomonósov la radiactividad es insoportable. Nosotros mismos la habíamos sufrido en ocasiones. En fin, le susurré cuanto pude imaginar: almacenes y barcos intactos, que nadie había saqueado. Se lo creyó. Y no se le ocurrió comprobar que el contador Géiger estuviera bien. Sabes que en la caja de la batería hay un muelle pequeñito…
—¡Cerdo asqueroso!
Temblaba de rabia. Aquel hombre había dado muerte a muchas personas inocentes y respetables, y lo explicaba como si hubiera sido lo más normal del mundo. Pero, no, no era un hombre… era… una criatura monstruosa…
El sectario levantó la pistola y jugueteó con el cañón frente a los ojos del muchacho.
—No interrumpas a tus mayores, niño. ¿Cómo es posible que en el metro, donde la gente se rige por una moral tan elevada, no te hayan enseñado buenas maneras? Tendrías que pensar en el ejemplo de Humo. Era un intelectual como ninguno. Pero tuvo un mal fin. Seguro que no llegaste a darte cuenta de que estaba loco por Nata, ¿verdad que no? Yo lo vi en seguida. Pero de todos modos no pensé que pudiera actuar de una manera tan estúpida. Cuando estábamos en el dique le susurré que la había oído chillar, y él saltó al agua como un idiota. Si no, tal vez habría sobrevivido. La psicología te da el poder, muchacho. Hay que conocer a los seres humanos para manipularlos con sus debilidades. Igual que en una pelea. —Ishkari vació la botella casi hasta la mitad. A juzgar por su mirada turbia, estaba borracho. El caníbal sonreía estúpidamente, perdido en sus ensueños—. Ksiva se perdió por culpa de su propio miedo. Era un cobarde. En su caso, no tuve que hacer prácticamente nada. En cuanto hubimos acampado en el túnel bajo el dique, le eché dur[21] en el té. Es una seta que produce alucinaciones. Crece no muy lejos de aquí. Es potente. Si tomas mucho, te quedas dormido durante un día entero, como un muerto. El que toma menos se pega un buen viaje. Experimenta todas las visiones posibles. Yo pensaba que pondría fin a la expedición entera en el momento en que estuvieseis todos dormidos. Había esperado el momento adecuado desde el inicio de la expedición, y parecía que ese momento hubiera llegado…
»Pero entonces Cóndor me fastidió. “Bebe”, me dijo, y tuve que tomar un trago. Tú fuiste el culpable de que Ksiva no se tomara su dosis. Volcaste su taza, ¿te acuerdas? No me quedó más remedio que improvisar. Ejercer presión contra su psique. No tardé en desquiciarlo. Mientras todos los demás dormíais, el salió fuera. Probablemente tuvo algún tipo de visión. Yo lo seguí. Me encontraba delante de él, pero creo que no me vio. Se quedó sentado con cara inexpresiva y se limitó a murmurar. Como si estuviese charlando con un amigo difunto. El subidón era fuerte. Le arreé al pobre diablo en la cabeza y le corté las venas. Para disimular. De paso cobré fuerzas yo mismo. No podía dejar pasar una ocasión tan buena.
»Pero entonces me di cuenta de que yo mismo estaba drogado. Logré llegar de algún modo a la sala, pero no me quedaban fuerzas para rajaros la garganta. Estaba a punto de caerme. En esa ocasión me frustraste tú, mocoso. Martillo sabía muy bien lo que hacía cuando te llevó con él.
»Lo más emocionante fue la historia con la señorita. Aquello sí que fue improvisación. Yo había visto que vuestro comandante se lo pasaba bien con ese cuchillito. Provocar a la chica fue muy fácil, igual que empujar a Cóndor en el momento adecuado. El resto fue cuestión de técnica. ¿Sabes, muchacho?, los cuchillos son peligrosos. No lo olvides jamás. Porque si caen en una mano experimentada… —Ishkari sonrió con sorna—. Créeme.
»El resto fue cada vez más fácil. Todo el mundo conoce bien su propia casa. Aunque no se me había ocurrido que Martillo pudiera descubrir el búnker. Pero ese diablo es testarudo. Yo estaba dispuesto a ayudarlo en la búsqueda, pero no fue necesario. Todo salió de maravilla, pero subisteis demasiado rápido por el pozo del ascensor, y por eso no llegué a tiempo a la sala de máquinas. Manipulé el seguro del ascensor mientras subíais. Así por lo menos se ahogó uno… no estuvo mal.
Gleb se acordó de los ojos de Farid en el momento de venirse abajo el ascensor y miró con odio al sectario. Éste se bebió lo que quedaba en la botella y la arrojó de una patada hacia la escalera. Como por un milagro, no se rompió, sino que rodó hasta una viga de hierro y quedó quieta en el borde del último escalón.
—Así es la vida. Nunca se detiene… a veces subimos a la montaña y a veces volvemos a bajar. A veces nos lleva hasta el borde del abismo. Y entonces cae hasta el fondo y se rompe en mil pedazos. Cuando llegamos a la barcaza, tenía muy claro que había que dividir al grupo. Hacía tiempo que Martillo me miraba mal. Creo que se había dado cuenta de la verdad. Pero no podía demostrarlo.
»En aquel momento Cóndor ya estaba acabado. Había llegado al punto en el que habría sido posible derribarlo con un solo dedo. Yo estaba totalmente seguro de que no me iba a dar más problemas. Bastó con que le insinuase la idea de regresar para que estuviera dispuesto a hacerlo. No se me había ocurrido que Chamán fuera a seguirme, pero estaba muy claro que no sabría dar ni un solo paso sin su jefe.
»El resto fue fácil. El encuentro tan esperado con los “contactos” en la costa, las encajadas de manos, los buenos deseos… Habrías tenido que ver la alegría de Chamán, el entusiasmo con el que abrazó a mis muchachos… hasta que le clavaron el cuchillo en la barriga. Era un tío divertido. No dejaba de preguntar por las señales de radio…
Gleb había olvidado desde hacía tiempo la rudimentaria retransmisión que habían captado en el Raskat. También aquel enigma se había resuelto. Aun cuando los Stalkers no hubiesen encontrado ningún aparato de radio en buen estado dentro del búnker, la retransmisión también debía de provenir de los caníbales. Y, por otra parte, los Stalkers no habrían podido registrar la totalidad de Kronstadt. Entretanto, el sectario, bastante borracho, se había agachado al lado de una batería y contemplaba la Pernatch con interés.
—Buena pistola. Martillo entendía de armas, de eso no cabe duda. Pero, por otra parte, era un palurdo igual que los demás. Aunque con más experiencia. Para lo que le sirvió…
—¿Qué ha sido de él? —Gleb no podía apartar la mirada del rostro del sectario.
Éste no le respondió al instante, sino que gozó de la angustia que experimentaba su víctima. Luego enseñó los dientes y retorció sus facciones en una espantosa mueca.
—Lo han devorado. ¿Qué pensabas…?
El rostro de Gleb reflejó su espanto. Pálido, con las mejillas hundidas, miraba al vacío, con la mirada perdida… Acudieron a su cabeza con asombrosa claridad los escasos días que había pasado junto a los Stalkers. Entonces, de pronto, oyó una voz dura, ronca en su interior: «¡Acaba con él!»
Era como una orden. El muchacho se puso en pie, sacó el machete de paracaidista y miró fijamente a su enemigo.
—¿Quieres que luchemos? ¡Muy bien! —Ishkari tenía una sonrisa burlona en los labios—. Por una vez vamos a tener algo distinto. ¿Sabes?, llegué a hartarme de todos esos blandengues. No hay nada como la carne salvaje… De vez en cuando hay que comer caza, aunque sea tan sólo media ración…
El sectario se puso en pie y sacó un fino estilete de su abrigo. La aguzada hoja brilló a la luz de la lámpara. Enfundó la pistola en el cinturón, se quitó el abrigo, tomó posiciones y abrió ambos brazos, deseoso de atacar. Pero se detuvo al contemplar los ojos del niño, llenos de fría resolución. Gleb no había retrocedido ni un solo paso… parecía que sus pies hubiesen echado raíces en el suelo. Ni siquiera temblaba ya. Sostenía con fuerza el machete con la mano baja. Tenía la mirada despierta y hostil.
Ishkari se dejó engañar por la pasividad de su contrincante y el salto del muchacho lo pilló por sorpresa. Éste, sin más preámbulos, se arrojó sobre el arma con la que el otro lo amenazaba. La hoja del estilete se estrelló contra las placas del traje de protección, pero Gleb, por su parte, apuntó mejor.
Su machete se abatió sobre el caníbal desde arriba, y, gracias al impulso de su salto, el ataque del muchacho fue eficaz y la hoja rasgó la ropa del sectario por la espalda. Ishkari se sacó de encima al atacante y se cubrió la herida del hombro con la mano. Había una mancha de color rojo oscuro en su chaqueta.
—¡Mocoso! —El sectario se miró con rabia la mano manchada de sangre—. Por ésta te voy a despedazar poco a poco, trocito a trocito…
El ataque del muchacho lo había sorprendido de tal modo que en esta ocasión se acercó con muchas precauciones a su víctima. La caza que en un primer momento lo había divertido tanto se volvía peligrosa. No tenía ni la más mínima idea de cómo podía terminar ese juego al gato y al ratón con el niño que, en un primer momento, le había parecido tan indefenso. Estaba claro que el muchacho se había decidido a pelear hasta el final…
Gleb se puso en pie de un salto y recogió del suelo el pesado abrigo del sectario. Agitó violentamente la larga prenda y con ello creó una corriente de aire en la sala. La llama de la vieja lámpara tembló y se apagó. Sólo quedó una voluta de humo blanquecino suspendida en el aire. La sala quedó sumida en la más absoluta oscuridad. El muchacho había crecido en el metro y se sentía más seguro sin luz.
Al instante, el sectario oyó un ruido a su lado y tuvo que volverse a ciegas hacia allí. Pero entonces Gleb se arrojó sobre su adversario desde el otro lado, le hizo un corte en la pierna con el machete y lanzó un nuevo ataque, esta vez a la ingle. Sin embargo, el caníbal ya se lo había imaginado; esquivó este último ataque y arremetió a continuación con todas sus fuerzas, pero la aguzada hoja del estilete resbaló sobre el blindaje sin causar el menor daño al muchacho. El sectario se dio cuenta entonces del agudo dolor que sentía en la pierna. Se apartó cojeando, tropezó y se cayó. Rodó hacia atrás y se quedó tendido en el suelo con el estilete a punto. Sólo entonces comprobó Ishkari que había perdido la pistola. En el tenso silencio, se oyó claramente un clic, y entonces la sala se iluminó varias veces seguidas, tantas como disparos hizo Gleb con la Pernatch. A la luz de los destellos, Gleb vio que su oponente escapaba de la línea de fuego. Gleb siguió el movimiento del sectario con el cañón de la pistola. Otra serie de disparos alcanzó el armario, que estalló en una lluvia de astillas, y luego la pared. Las esquirlas de hormigón saltaron en todas las direcciones, se oyó el estrépito de cristales rotos y los jirones de tela revolotearon en el aire.
La última ráfaga había vaciado el cargador. Gleb perdió unos segundos preciosos. Al fin, el nuevo cargador estuvo en su sitio, pero en aquel momento el sectario se arrojó con todo su peso contra el muchacho. Ambos contrincantes cayeron al suelo. Como a cámara rápida, Gleb vio como el aguijón asesino del estilete se abatía sobre él desde arriba. Por puro reflejo, se cubrió con el brazo y logró desviar el golpe. La afilada hoja crujió al clavarse en la hendidura entre dos losas de hormigón. Con un vigoroso movimiento, el muchacho dio un golpe seco en el estilete con el codo. La delgada hoja se partió cerca de la empuñadura.
El caníbal arrojó a un lado el inútil mango del arma y golpeó a Gleb en la cara con todas sus fuerzas.
Miríadas de puntitos brillantes centellearon ante los ojos del muchacho. Gleb oyó un zumbido ensordecedor y la cabeza se le fue hacia atrás sin control. Se cayó de espaldas al suelo y vio, como a través de una niebla, el puño que se abatía de nuevo sobre él.
Gleb se encogió a la espera del golpe siguiente, pero éste no llegó. El sectario estaba tratando de hacerse con la pistola que había quedado bajo el cuerpo del muchacho, para lo cual tenía que moverlo. El entrenamiento y las explicaciones de Martillo no cayeron en saco roto. El cuerpo de Gleb reaccionó como por sí solo al peligro: en el momento en que Ishkari trataba de apuntar a la cabeza del muchacho, éste se volvió de pronto, agarró el brazo del caníbal y le propinó una patada en el torso. El sectario trató de obligar al muchacho a soltarlo, pero éste expulsó el aire de los pulmones, estiró el cuerpo y se agarró al brazo con todas sus fuerzas. El peso de su cuerpo contribuyó al éxito del doloroso agarre al que lo había sometido. El caníbal cayó de bruces al suelo y lanó un aullido de dolor. Una llave con el codo logró por fin que soltara la pistola.
Gleb se arrojó sobre el arma y sus dedos aferraron la culata. El sectario se arrojó sobre él entre una sarta de maldiciones y trató de arrebatársela de nuevo. Los atronadores disparos iluminaron los cuerpos que luchaban sobre el polvo. Las balas rebotaron una tras otra en la pared y pasaron peligrosamente cerca de los contendientes. Poco después, la pistola volvió a enmudecer. El sectario había logrado arrancar la Pernatch de los dedos del niño, pero, al terminarse la munición, el arma ya era inútil. El caníbal la soltó, se sentó sobre el enemigo caído y le propinó una serie de golpes salvajes.
El muchacho se protegía la cabeza con los brazos y se esforzaba en vano por liberarse. Sufría un golpe tras otro. En ese instante, sintió algo duro debajo de la espalda. Se dio cuenta de pronto: ¡Era el machete!
Gleb ya no lograba ver bien a Ishkari a través del velo ensangrentado de sus ojos, y por ello acometió al azar. El sectario chilló…; la hoja se le había clavado hasta el fondo en el antebrazo. El caníbal rodó por el suelo para alejarse de su enemigo, oprimió el brazo herido contra el pecho y corrió de un lado a otro por la sala como un animal acorralado.
El muchacho sacó fuerzas de flaqueza, se arrastró hasta el armario que estaba a punto de caer y se acurrucó entre sus estantes. Temblaba, sentía un zumbido en la cabeza y los labios le sangraban por los golpes que habían recibido. A su espalda se oyó un grito de cólera. Ishkari se había arrancado el machete del brazo y atacaba de nuevo. El muchacho agarró instintivamente el objeto que tenía más cerca en el estante. Era la lámpara.
Todo fue muy rápido. Gleb se acordó de pronto de las lecciones de Martillo. En un primer momento aguardó sin moverse. Tan sólo cuando el caníbal estaba a punto de alcanzarlo, se lanzó hacia abajo y dejó que la hoja de metal le pasara por encima. El machete se clavó hasta la empuñadura en la madera reseca de la puerta del armario. El sectario trató simultáneamente de arrancar el arma y capturar a su contrincante, pero éste le propinó un buen golpe en la cabeza. La vieja lámpara se hizo añicos y el petróleo se derramó sobre Ishkari. El sectario empujó al muchacho lejos de sí y empezó a tantear en derredor. El olor a combustible era penetrante.
Gleb se arrojó de nuevo sobre el duro suelo y comprendió que ya no podía levantarse. Escupió un grumo de sangre y se quedó sin fuerzas, tendido sobre el sucio hormigón. Faltaba poco para que terminaran sus penas.
Su mejilla se apoyó en algo frío. Al extender la mano, el muchacho palpó un objeto metálico que le resultaba dolorosamente familiar. Debía de habérsele caído durante la lucha cuerpo a cuerpo. Con el gesto acostumbrado, levantó la tapa con el pulgar e hizo girar la ruedecita. La llama alumbró de cuerpo entero al sectario. Con un último movimiento, Gleb arrojó su querido mechero contra el enemigo.
La ropa de Ishkari prendió como una vela. Se transformó al instante en una gigantesca antorcha viviente. El sectario gritó, corrió de un lado a otro por la sala, se arrojó a ciegas contra las paredes. Enloquecido por el dolor, salió a la plataforma, corrió a lo largo de la barandilla y se arrojó, ya agonizante, contra la pared. Rebotó hacia atrás, cayó al vacío y descendió envuelto en llamas hasta el suelo.
Pero el muchacho ya no miraba. Casi inconsciente, se había derrumbado. Más tarde, al recobrar parcialmente la consciencia, sntió todo el cuerpo como si se tratara de un gigantesco nervio dolorido.
Le pareció que pasaba mucho tiempo hasta que por fin logró ponerse en pie. Gleb subió por la escalera y, exhausto, logró salir a la plataforma. Abajo, sobre el asfalto agrietado, en el lugar donde había caído el cadáver de Ishkari, se divisaba el último y mortecino fulgor de la combustión. Gleb se estremeció. Había llevado a cabo su venganza. Había triunfado sobre un mortífero enemigo. Pero, por el motivo que fuera, no sentía ninguna alegría. Incluso la rabia había desaparecido. Sin embargo, todavía le quedaba algo por hacer…
Cojeando, tambaleándose, el muchacho logró llegar al reflector. Recorrió la plataforma con la mirada en busca de un objeto pesado. Quería destruir aquella cosa, mandarla al diablo y así poner fin a la historia de aquella luz… una luz que había atraído a los seres humanos como si se trataba de polillas, que, en vez de la Redención los había arrastrado a la muerte. Una falsa luz.
Pero estaba claro que no tenía a mano ningún objeto con qué hacerlo. Con sus últimas fuerzas, el muchacho derribó el pesado trípode. El reflector cayó de lado, pero no se rompió. Como para burlarse de él, la terca máquina aún funcionaba y proyectaba su rayo de luz a los cielos. Pero ahora en la dirección opuesta. Parecía que el haz luminoso se dirigiera hacia algún punto en el Báltico. El fatigado Gleb contempló el reflector. ¿Acaso tendría que…?
Abajo se oyó un disparo atronador. El muchacho miró por la barandilla con apatía, porque ya sabía exactamente lo que iba a ver… Tal como había supuesto, varios caníbales, apenas distinguibles en medio de la oscuridad, venían desde el muelle. Otro disparo… y uno de ellos cayó muerto al suelo. Gleb, sorprendido, volvió los ojos en la dirección opuesta, hacia el lugar donde se había oído el arma. La frágil barcaza se balanceaba todavía en el muelle, sobre las olas, y en la cubierta el muchacho vio la silueta de un hombre, y no quiso creer en sus propios ojos. El hombre le hacía señas con los brazos, desesperado, y se esforzaba por llamar la atención de Gleb. Luego se volvió de nuevo hacia el muelle, empuñó su voluminoso fusil de precisión y se preparó para disparar.
El corazón de Gleb se detuvo por un instante y luego se puso a brincarle en el pecho. Los labios del muchacho susurraron, como por sí solos, el único nombre posible, el nombre que tanto había llegado a amar:
—Martillo…