No hay nada que transforme tanto a un ser humano como el instinto de conservación. Tan pronto como empieza a actuar, los valores morales pasan a un segundo plano. Es extremadamente difícil reprimirlo, sería imposible librarse de él por completo. Está arraigado en la naturaleza humana. Es uno de sus muchos mecanismos de defensa, junto con el sistema inmunitario, la tos, las lágrimas… En sí mismo parece algo sencillo, y, sin embargo, las escasas ocasiones en que ese instinto se despierta en nosotros no se corresponden con nuestras concepciones de valentía, fuerza de espíritu, moral y otros valores igualmente transitorios.
El ser humano tiene cierto miedo del instinto de conservación, ¿quizá porque hace aflorar las bajas necesidades y los pecados contra los que la sociedad trata de defendernos con todas sus fuerzas? El instinto obliga a los seres humanos a huir de los peligros, a no fijarse en el dolor de sus prójimos, los fuerza a cometer hurtos, a robar y a matar. Y así el ser humano huye, ignora a sus semejantes, comete hurtos, roba y asesina…, y todo ello por la criatura sin principios que mora en su interior y que le dice: ¡Vive! Sólo más tarde, cuando ya ha salvado su propia piel, siente pesar y remordimientos de conciencia. Y ni siquiera podemos decir que sea eso lo que le ocurre a todo el mundo. Para ciertas personas, los remordimientos son como el hipo después de un opíparo almuerzo.
El hipo pasa, y la conciencia también se tranquiliza con el paso del tiempo. Pero no todo el mundo es igual. Las almas de los seres humanos son demasiado variadas como para reducirlas a una regla común. Hay algo que sí podemos decir: unos aprenden a luchar contra su propia conciencia, y otros, contra su instinto de conservación.
El suelo de metal del faro resonó bajo los pies de Gleb. El muchacho miró a su alrededor. Una angosta escalera de caracol conducía hasta arriba. Sus escalones herrumbrosos no inspiraban mucha confianza, pero ¿qué más podía hacer? El muchacho sacó la pistola e inició el ascenso. Una y otra vez se detenía, tenso, en las circunvoluciones de la estrecha escalera. Tenía la sensación de que al final de cada una de ellas le aguardaría un enemigo, pero lo cierto es que no encontró ni un alma viviente en su camino. Tan sólo una rata pasó por su lado a toda velocidad y desapareció en la penumbra mientras chillaba con fuerza.
Gleb subió varios pisos. Se acercaba cada vez más al final del edificio. Poco antes de que su ascenso terminara, se encontró con un obstáculo inesperado: sobre la escalera había varias cajas de hierro conectadas a un grueso cable que subía hacia arriba siguiendo los peldaños. Al examinar de cerca las cajas, vio que se trataba de grandes acumuladores. Tenían máquinas parecidas en el área de generadores de la Moskovskaya, por si se daba el caso de que el viejo motor diésel dejara de funcionar. Sin embargo, aquellos acumuladores eran mucho más grandes.
Gleb los dejó atrás, y poco más adelante la escalera terminó y el muchacho llegó a la entrada de una sala redonda. A un lado de la misma había una pequeña escalera que conducía hasta una plataforma exterior. A la pálida luz de su linterna descubrió unos cuantos acumuladores más junto a la pared. El suelo era de piedra y halló restos de una reunión que debía de haber tenido lugar poco antes: el rastro grisáceo de una hoguera, botellas vacías, huesos… El muchacho evitó mirar los restos de comida y entró en la sala. Habían transformado en leña casi todos los muebles, con la excepción de un gran armario lleno de vasos y copas, platos y otros enseres. Estaba apoyado en la pared y aguardaba su destino con resignación.
Gleb siguió con los ojos el cable que recorría la sala, ascendía por la pequeña escalera hasta lo alto de la torre y llegaba por fin a la plataforma. El muchacho contempló desde una altura vertiginosa la visión panorámica de la inacabable superficie de agua. Se cogió a la barandilla con el cuerpo agarrotado y cerró los ojos. Un viento penetrante se coló sin piedad por los pliegues de su capucha. En ese momento tuvo la sensación de que la alta torre se tambaleaba bajo el asalto de los elementos.
Desde aquel punto se divisaba el perfil de los grandes edificios de la Isla Vasilievsky. Allí, tras varios kilómetros de agua sin límites, aún había vida… bajo tierra, sin la luz del sol, pero igualmente era vida. Gleb sentía una nostalgia tremenda de su hogar, la Moskovskaya. O por el subterráneo de Martillo, aunque, tras la desaparición del Stalker, aquel lugar no volvería a ser tan confortable como antes. El muchacho suspiró. Qué maravilloso habría sido poder empezar de nuevo con la búsqueda. ¡En aquel mismo lugar! Y sin saber nada sobre el metro. Simplemente ponerse en marcha con Martillo y los Stalkers de Cóndor, con la esperanza de encontrar un nuevo hogar y, al final… ¡descubrir el mundo subterráneo de Petersburgo con sus estaciones! Y entonces llegar a la Moskovskaya…
¡En comparación con la superficie, la red de metro era el más puro de los paraísos! Allí se podía ir sin máscara de respiración, sin temer los ataques de depredadores hambrientos, y beber agua, que no estaba limpia pero tampoco era peligrosa… ¿No sería ésa la Tierra Prometida? ¿Merecía la pena buscar algo más?
Gleb contempló el horizonte con el ánimo abatido. Sobre el telón de fondo del cielo azulado y oscuro que precede al alba presentía los perfiles de los edificios más pequeños de la ciudad. Suspiró hasta lo más hondo y contempló la punta de la torre. A juzgar por los reflectores destrozados, el de la torre debía de llevar mucho tiempo sin funcionar, y difícilmente volvería a encenderse jamás. Sin embargo, un trípode de grandes dimensiones instalado también en la plataforma emitía un refulgente chorro de luz. Debía de ser el faro de señales al que se había referido Martillo. El mensaje había llegado a su destinatario. El destinatario había ido hasta allí. Pero la persona que envió el mensaje había desaparecido. Todo aquello no encajaba: los caníbales medio salvajes y el faro de señales de la torre. No, por muy buena voluntad que le pusiera, no encajaba en abosluto.
El enigma tuvo como efecto que le diera vueltas la cabeza. El muchacho volvió a entrar en la sala donde se hallaban los acumuladores, miró a su alrededor, y, sin pensarlo mucho, tiró del cable con todas sus fuerzas. La corriente se interrumpió, la luz se apagó. De este modo lograría que el enigmático «contacto», quienquiera que fuese, se presentara allí.
El muchacho cargó la Pernatch, se recostó en la pared, dejó la pistola a su lado, sobre el hormigón cubierto por el polvo, y se dispuso a esperar un buen rato. En su cabeza no había ya pensamientos, tan sólo indiferencia y una especie de distanciamiento insolente. Que ocurriera lo que tuviese que ocurrir. Aunque hubiera querido regresar a su hogar, no tenía fuerzas, ni experiencia, ni recursos suficientes. ¿Para qué retrasar lo inevitable? Al cabo de poco rato, la frialdad de la pared penetró en su cuerpo. Al inclinarse hacia adelante, Gleb se dio cuenta de que algo duro se le clavaba en la barriga. El diario.
Con movimientos ceremoniosos, abrió el bolsillo del traje de protección, sacó el diario y empezó a hojearlo con manos agarrotadas y temblorosas. Con tanta agitación, se había olvidado totalmente de su hallazgo, y por ello no sabía cómo continuaba la historia de las gentes atrapadas en el refugio antiatómico. Pero en aquel momento tenía tiempo de sobras. Leyó las páginas amarillentas a la escasa luz de su linterna.
Pasó el tiempo. Cierto día volvió a presentarse el oficial. Nos dijo que necesitaban gente para acelerar las obras del túnel que llevaría a la superficie. Prometieron alojamiento en la parte de abajo a todo el que se presentara voluntario. No faltó gente interesada. Petya bajó con los primeros. Trató de convencerme para que lo acompañase, pero… de repente, me entró miedo. El oficial parecía nervioso… tenía la frente perlada de sudor y los dedos le temblaban… Nos hablaba sin mirarnos. Sea como sea, no me inspiró confianza. Tuve un mal presentimiento. Así pues, no bajé con ellos. Me quedé arriba con la esperanza de que hubiera alguna novedad. Quería esperar a que el túnel estuviese terminado.
Llegado ese momento, mi reloj había dejado de funcionar. Sin reloj, el tiempo transcurre de otro modo. Mediodía, medianoche, un mes, un año… ¿qué importa la diferencia? Quien vive en una tumba no se preocupa ya por esas pequeñeces. Durante ese tiempo me orienté mediante las raciones de comida. Nos daban ya tan sólo dos: por la mañana y por la noche. El viejo que jugaba con nosotros al chapayev nos decía que estábamos a media pensión.
Habían pasado varios días desde que Petya había descendido a los niveles inferiores. Y entonces, un día, a la hora de la cena, me atraganté con una cosa rara. Estaba dura, pero no era un hueso. La acerqué a la luz: era la uña de Petya. No la habría confundido con nada en este mundo. Ahora mismo creo verlo todavía hurgándose los dientes con aquella uña.
En ese mismo instante vomité toda la cena. ¡En eso consistían las fabulosas provisiones que tenían en el búnker! No le conté nada a nadie, sino que me quedé en un rincón y reflexioné. Si hubiese contado a los demás en qué consistía la comida de los militares, se habría producido un alzamiento y nos habrían matado a todos. No, tenía que actuar de otro modo. Me entró tanto miedo que me puse a temblar. Tuve que estrujarme los sesos para buscar una manera de no terminar bajo el cuchillo. Y entonces tuve una idea.
Cuando volvieron a pedir voluntarios para trabajar bajo tierra, me presenté junto con otros dos. Nos llevaron a los pisos de abajo. Durante el descenso, los ojos me lloraron, porque no estaban acostumbrados a aquella luz tan brillante. De hecho, había llegado a un lugar cálido, bien iluminado y seco. Nos llevaron por pasillos laterales, y en algunos puntos se oían risas de niños, e incluso música. Ésos sí que sabían ahorrar recursos. Los muy cabrones se lo habían montado bien. En un par de ocasiones nos encontramos con habitantes de aquel lugar. Era gente de aspecto normal, pero de mirada fría y despreciativa… Tuvo que pasar un rato para que lo entendiera: ¿de qué otro modo podían mirar a la carne que iban a comerse?
No me acuerdo de cuánto tiempo duró el descenso. El búnker era bastante grande. Pero sí que vi muy claro que había llegado el momento de poner en práctica mi plan, porque habíamos llegado a una zona de azulejos blancos. Debía de ser la cocina, así que le fui susurrando al soldado que me acompañaba lo que había pensado, le dije esto y lo de más allá… le dije que se trataba de un asunto de suma importancia. Por fortuna, tropecé con el hombre adecuado. O se compadeció de mí, o prefirió pasarle el problema a otra persona. En cualquier caso, al cabo de un rato de charla, me llevó ante su superior.
Me condujeron hasta una oficina. Allí encontré, sentado a una mesa, a un tío con pinta de funcionario al que había visto ya otras veces. Con un vaso de coñac y un cigarrillo entre los dientes. Como un gusano en un pedazo de tocino, el hijoputa. Me fijé en sus ojos hundidos en la carne rechoncha y me di cuenta de que las posibilidades de sobrevivir eran prácticamente nulas. Así que, reuniendo fuerzas, me puse a hablar. Le di a entender que sabía lo de la carne, pero que me callaría y que podía serle útil. Que cavaría como un loco y que más tarde hablaría a los otros sobre los progresos que hacíamos con el túnel, sobre el apoyo que recibíamos desde San Petersburgo, lo que fuese con tal de que no me mataran…
La bola de sebo me sonrió con mala leche. Me preguntó de qué túnel le hablaba, y me explicó que la salida de emergencia estaba terminada desde antes de la explosión. Y que seguía existiendo. Y que hacía tiempo que salían a la superficie. Pero que allí abajo estaban más seguros. Y que la provisión de alimentos estaba asegurada, aunque tan sólo fuera por un tiempo determinado. ¿Qué le vamos a hacer? Los más fuertes son los que sobreviven…
Me lo contó prácticamente todo… Probablemente llevaba un par de tragos de más. Según creí entender, al principio solo alimentaron con carne humana a los habitantes del refugio antibombas. Lo hicieron para que las provisiones que tenían abajo les durasen más. Pero cuando se les acabaron las conservas de carne, la elite empezó a pasar hambre, y entonces decidieron compartir las «provisiones» de los demás. El refugio antibombas se había transformado en un redil para el «ganado». Cuando le pregunté por la salida principal, me respondió que los que no habían podido entrar a tiempo la habían cegado desde fuera. Y me dijo que así era mejor.
Acordamos que saldría para hacer correr rumores sobre el presunto túnel y sobre otras cuestiones. Que los enfermos, amotinados e insatisfechos serían los primeros en morir… Me odiaba a mí mismo, pero no podía hacer otra cosa. Cada vez que bajaba desde el mohoso refugio antibombas hasta el búnker para informar, me servían un vaso de zumo y una ración suplementaria. Y yo me la tragaba. Hasta el último trocito. Me odiaba a mí mismo, pero me tragaba igualmente la carne. Y luego regresaba, regresaba a este infierno. Mentía a mis camaradas. Cara a cara. Yo, el sin Dios.
He pecado. Pecado. Y no puedo confesárselo a nadie. Este cuaderno en el que escribo lo birlé de la mesa del asesino. Ruego que la lámpara, la última que aún da luz en el refugio, no se apague. Mientras me quede lápiz, al menos podré escribir lo que me pesa sobre el alma. No me quedan fuerzas para soportar todo esto.
Así han pasado los días. ¿O han sido semanas? ¿Meses? No lo sé. Es como si el tiempo se hubiera detenido. Me duele mirar a los demás. Están sucios, están llenos de mierda. Se pasan todo el tiempo lloriqueando en la oscuridad y vienen arrastrándose tan sólo para comer. Ahora ya sólo lo hacen una vez al día. Han vuelto a reducir la ración.
Por supuesto que no todos están igual de desesperados. Los hay que todavía aguantan y conservan la esperanza. Pero cada día somos menos. Dentro de muy poco no va a quedar nadie que abrigue esperanzas. La última vez que estuve en el búnker oí casualmente que alguien hablaba de arenas movedizas. Vi claro que el agua se había colado también en la zona donde vivían aquellos mierdas. Durante la conversación que contaba antes, me llevé una llave que se encontraba sobre la mesa del funcionario sin que él se diera cuenta. Es la llave del cerrojo de la puerta de seguridad del búnker. En aquel momento presentí que ocurría algo malo. Entretanto, nuestros celadores se marcharon a toda prisa. Y nos abandonaron…
Llegados a ese punto, las anotaciones se interrumpían. Gleb pasó varias páginas en blanco y encontró la continuación. La caligrafía era cada vez más irregular y difícil de leer. Las letras se amontonaban unas sobre otras y costaba mucho seguir el texto.
Escribo a oscuras. La lámpara ha dejado de funcionar. Hemos pasado un día entero sin abastecimiento. Ahora veremos qué es lo que viene a continuación. No hemos podido abrir la puerta del búnker. Tengo muy claro que nos vamos a pudrir en vida. Nos vamos a morir de hambre y de miseria. He reunido a todos los que se sostenían sobre sus piernas y hemos ido hasta la salida. Hemos forzado la puerta hermética y hemos llegado hasta la puerta exterior. Todavía estaba allí la herramienta que se quedó abandonada en aquel lugar después de que se hiciera el primer intento. Mientras nos queden fuerzas, trataremos de forzarla. Nos turnamos en el trabajo. Pero presiento que no me queda mucho tiempo de vida. Tengo tanta hambre… Aún no padecemos por la sed… bebemos las aguas subterráneas que han inundado la sala…
Al tercer día de hambre ha ocurrido lo que inevitablemente ocurre cuando los instintos se imponen al entendimiento. Me he despertado al oír unos gritos muy fuertes. Y he tenido miedo. Un miedo tremendo. La gente que estaba conmigo se había vuelto loca. Habían matado para saciar el hambre. Me he puesto en pie, he ido hacia donde se oían los gritos y les he dicho: «¡Recobrad la cordura! ¡Sois personas y no animales!» Pero me han respondido: «Si quieres comer, cállate. Y si no, te devoraremos también a ti…»
El hambre es algo tremendo. Al cabo de un rato he pensado: «No soy yo quien los ha matado, así que el pecado no será tan grave». De modo que he comido como los demás. He comido, y he pensado que ya no nos diferenciamos en nada de los antropófagos del búnker. Somos iguales a ellos. Si nos intercambiáramos con ellos, todo sería igual. Organizaríamos la misma farsa con tal de sobrevivir. Y por ello nos aguarda el mismo destino… No sé qué es lo que va a suceder ahora. No quiero esperar más ni tener miedo. Ya no puedo más. Me voy a cortar las venas para que esto se acabe…
Sólo me queda una esperanza: que esto no haya ocurrido de la misma manera en todas partes… de una manera tan inhumana. Es por eso por lo que escribo estas palabras, y abrigo la esperanza de que los que bajen aquí algún día y lean esto… me comprendan y me perdonen… Por Dios, yo no quise todo esto… prolongar mi vida a costa de la de
otros… tampoco quería mentir… ni darme muerte a mí mismo…
He pecado. Estoy arrepentido. Perdónanos a todos, Señor.
El muchacho cerró el diario e irguió la cabeza.
Se sentía mal, como si se hubiera comido una lata de conservas en mal estado. Claro que le daba lástima aquel hombre. ¿Y cómo podía culparlo por su voluntad de sobrevivir?
Al menos, ya estaba claro quiénes eran los caníbales: los bastardos del búnker, así como sus hijos.
Oyó un ruido que llegaba desde abajo: la puerta de entrada chirriaba. Poco más tarde se oyeron unos pasos sospechosos y el ruido sordo, apenas audible de las escaleras de hierro. Alguien subía poco a poco. Parecía que el misterioso amo de la torre estaba a punto de aparecer.