Entraron en la sala de descontaminación. Los rayos de luz de sus linternas se abrieron paso en la oscuridad. Las sonoras pisadas de sus botas militares fueron el primer sonido que se oía desde hacía muchos años en aquel sitio oscuro y abandonado de Dios. Los Stalkers levantaron pequeñas nubes de polvo al penetrar en el reino de las tinieblas. Al otro extremo de la sala encontraron un nuevo pasillo que también descendía. Al llegar allí, hicieron su primer hallazgo: a lo largo de las paredes húmedas reposaban esqueletos humanos, aún vestidos, en parte, con jirones podridos. Farid, involuntariamente, le dio una patada a uno de los esqueletos, y retrocedió al darse cuenta de que los huesos se habían venido abajo como un castillo de naipes.
—Cóndor, cierra la puerta de seguridad. —Martillo habló mientras empezaba a bajar—. Así nos aseguramos de que no nos ataquen por detrás.
—Sí, más vale prevenir que curar —asintió el luchador con la cabeza, y retrocedió hasta la sala.
La puerta se cerró entre crujidos. Los viajeros ya no tenían por qué temer a los peligros del mundo exterior. Sin embargo, Gleb no se sentía tranquilo en absoluto. Por el contrario, las bóvedas bajas y la oscuridad cerrada que reinaba en el refugio antiaéreo lo ponían nervioso y le pesaban en el ánimo.
Llegaron a la primera de las grandes salas del búnker. La basura, los desperdicios y la porquería se mezclaban de la manera más repugnante con restos humanos putrefactos. Se parecía más a una fosa común que a un refugio antiaéreo. Gleb siguió a su maestro, pasó con cuidado por encima de los huesos blancos y brillantes y se lamentó por no haberse quedado atrás para montar guardia. Pero ya era demasiado tarde para lamentarse. Lo único que deseaba el muchacho era no ceder ante aquel miedo nauseabundo, como en otro tiempo había cedido en el subterráneo del hospital. Pero, por suerte, andaba pegado a la espalda de su maestro, y gracias a ello se fue liberando poco a poco del pánico.
Prosiguieron con la exploración. Descendieron entre paredes cubiertas de moho verde hacia lo más profundo de las oscuras catacumbas. Encontraron una nueva sala. Literas, bancos para sentarse, lavaderos… todo había quedado cubierto de moho. A medida que avanzaban encontraban cada vez más. Llegaron a un pequeño montículo de moho, de color verde oscuro, que ocultaba casi por completo los restos de una pila de cadáveres humanos. Para acabar de empeorarlo, una parte de las instalaciones se había inundado. Los Stalkers vadearon el líquido viscoso que les llegaba a los tobillos y descubrieron las ruinas de un almacén. Estantes vacíos, cajas podridas, máscaras de respiración a la deriva sobre aguas turbias.
—¿Qué hicieron aquí? —El mecánico contemplaba, extrañado, una estufa de carbón sobre la que descansaba un cazo cubierto de hollín. A su lado había, en el suelo, una hebilla de cinturón, una suela de zapato y un respaldo de sillón reventado.
A Martillo le bastó con una sola mirada.
—Hicieron caldo con el cuero. Debieron de pasar mucha hambre.
Gleb se estremeció. También en la Moskovskaya se habían vivido períodos de hambre. El muchacho prefería no acordarse. Cuando en el estómago no se siente nada, salvo dolor, y no queda otro remedio que reprimir el ardor, cuando hay que acallar las protestas del organismo engañándolo con agua, entonces la vida pierde todo su sentido.
Cuanto más descendían, más espantoso era el panorama que iban encontrando.
Vieron que el refugio antiaéreo era bastante grande. A juzgar por el número de esqueletos, los seres humanos que se habían refugiado allí habían sido muchos. Pero ¿cómo era posible que en aquel día fatídico hubiera habido tanta gente en los astilleros? A juzgar por lo que contaba Martillo, aquellas instalaciones ya debían de llevar bastante tiempo prácticamente cerradas en el momento de la catástrofe… El muchacho siguió adelante, perdido en sus pensamientos, tropezó con algo y estuvo a punto de caerse al suelo. El rayo de luz iluminó un nuevo esqueleto, que con el choque había crujido y se había descompuesto en sus diversas partes. Bajo los jirones de ropa podridos asomaba una bolsa de plástico sucia.
El paquetito le llamó la atención. En su interior debía de haber algo valioso. Al fin y al cabo, su propietario no se había separado de él hasta el momento de morir. El muchacho lo sacó con precaución de entre los restos del cadáver. ¿Un libro? Gleb rompió la tira de nilón y le quitó el celofán húmedo. Las letras estampadas en el sobre rasgado decían: «Diario». Sus páginas amarillentas estaban cubiertas de letra pequeña manuscrita. El muchacho miró a su alrededor: los Stalkers se habían desperdigado por el búnker y tan sólo decían frases breves de vez en cuando. Los rayos de luz de sus linternas titilaban por los pasillos. Gleb aprovechó el instante, iluminó las páginas escritas a mano y siguió con el dedo los renglones:
Maldito sea el día en el que me embarqué en esta aventura. Aunque ahora mismo, al valorar los acontecimientos de los años pasados, no sé muy bien qué habría sido mejor: salir fuera y morir al instante bajo la radiación, o pasarme todos estos años a varias docenas de metros bajo tierra con un montón de desgraciados como yo, e ir pudriéndonos en vida. Día tras día mirándonos a los ojos y mintiendo.
Todo esto empezó con una atractiva oferta de Petya Savelev. Éramos amigos desde la escuela. Luego, nuestros caminos se separaron. Después de graduarse en la academia militar, Petya se fue a servir en el norte. Creo que se enfadó con su chica. No lo sé, el caso es que cortó con ella y se marchó al otro extremo del planeta.
Yo no tuve suerte con los estudios. Los dejé a la mitad. Tampoco encontré un empleo razonable, así que fui tirando; unos días trabajaba en un sitio y otros en otro. Y entonces, un bonito día, Petya regresó. Me acuerdo muy bien: pillamos una buena borrachera para celebrar el reencuentro. Hablamos de la vida con la botella de vodka en la mano. Petya me contó historias tan interesantes sobre el mar, los barcos, las grandezas del norte… Yo, por mi parte, no tenía nada que contar, y no dije más que tonterías. «Esto me va de esta manera —le decía—, y de aquella. Vivo de este modo y ya estoy bien». ¿Acaso tenía algo interesante que contarle?
Petya era un tío considerado. En ningún momento aprovechó para mortificarme. Estaba ahí sentado y no hacía nada, aparte de hurgarse los dientes con la uña. Tenía esa fea costumbre. Había llegado al extremo de dejarse crecer la uña del dedo meñique para que le resultara más fácil. Pero de todos modos me miraba como si estuviera inmerso en sus propios pensamientos. En cualquier caso, me di cuenta en seguida de que me escondía algo, de que había algo que se estaba callando. Enfín: acabó por proponerme un trabajo. Me dijo que se trataba de una cuestión muy seria y que no podía comentarla con nadie. Yo pensé: «Bueno, quiere que me meta en alguna historia sucia». Pero me tranquilizó en seguida y me dijo que se trataba de un trabajo que podíamos hacer los dos juntos para las autoridades militares. La paga no iba a ser muy generosa, pero sí habría mucho trabajo y tres comidas diarias. Pero tenía que firmar un papel. Para garantizar mi discreción.
No lo pensé durante mucho tiempo. Al fin y al cabo, no tenía nada que perder… porque no tenía nada. En resumen: acepté. Al día siguiente fuimos a Kronstadt. Al ver los astilleros me pasó por la cabeza todo tipo de suposiciones. Se me ocurrió que tal vez fuéramos a construir un submarino secreto. Pero se trataba de algo mucho más sencillo. Teníamos que construir un refugio antibombarderos. No podían contratar inmigrantes, y yo y muchos otros firmamos. Los que trabajaron en el refugio fueron sobre todo militares. También había unidades de pioneros. Los soldados iban de un lado para otro o arrastraban cajas. Se gastaron cantidades astronómicas en tecnología. El movimiento no cesaba. Comíamos en el mismo lugar donde trabajábamos. Preparábamos la comida con un hornillo.
Por otra parte, me di cuenta poco a poco que lo del refugio no estaba nada claro. Para empezar, le pusieron una puerta hermética. ¡Era muy gruesa! Pero no en la entrada, sino, por el contrario, al fondo. Nadie sabía lo que podía haber más allá. Teníamos terminantemente prohibido acercarnos a ella. Y el guardia que estaba siempre apostado frente a la puerta no era muy hablador.
Así salió adelante el trabajo. No veía a menudo a Petya, porque trabajaba junto a la puerta de seguridad, donde los mortales no podían ir. Durante los escasos minutos en los que nos veíamos, no me decía casi nada. Tan sólo de vez en cuando decía la palabra «complejo». En aquella época aún no sabía, aunque en algún momento lo habría supuesto, que los militares habían empezado a esconderse en el subsuelo mucho antes de que todo eso sucediera… Tal vez construyeran una central de mando, u otra cosa… En cualquier caso, el refugio antibombas no era más que la punta del iceberg.
—¡Otra puerta! —se oyó la voz de Farid desde lejos—. ¡Venid aquí!
Gleb cerró el diario y se apresuró a esconderlo en el bolsillo de la pechera.
El grupo entero se había reunido frente a la puerta de seguridad. Gleb hubiera querido informarlos de su descubrimiento, pero entonces se dio cuenta de que no tenía nada de qué informar: habían descubierto igualmente la entrada.
Chamán inspeccionó el nuevo obstáculo y trató de hacer girar la rueda del cierre… pero fue en vano.
—Tendremos que volarla.
—¿Y no se vendrá abajo todo este subterráneo?
—Esperaremos arriba.
Empezaron de nuevo con los preparativos. En esta ocasión, el mecánico no necesitó tanto tiempo y lo logró incluso sin la ayuda de Farid. Entretanto, el tayiko se quedó a un lado, en silencio, e iba pasando entre los dedos las cuentas de su tasbih.
Una nueva explosión, y luego la polvareda y los cascotes de hormigón… todo lo habitual. La explosión había reventado el cerrojo, pero la puerta tan sólo se había abierto levemente. Tuvieron que dejar las mochilas para meterse por el angosto resquicio como cucarachas.
Era obvio que el grupo había entrado en el complejo del que se hablaba en el diario. Una breve exploración les bastó para cerciorarse de que se trataba de un lugar espacioso. Descubrieron una escalera que los condujo hasta varios pisos más abajo en la oscuridad. La parte inferior estaba inundada. De todos modos, los Stalkers hicieron descubrimientos interesantes en los niveles superiores. Así, llegaron a una sala amplia, llena de cuadros de mando y monitores. Encontraron una serie de pantallas de plasma en una pared semicircular.
—Todo como en una TDC. —Chamán anduvo a lo largo de la pared donde se encontraban los aparatos y echó una ojeada a los manuales que habían quedado por el suelo.
—¿TDC? —preguntó el muchacho.
—Torre de control. Pero sólo hasta cierto punto. ¿Acaso había algo que pudiese volar hasta aquí? Hay algo que sí está claro: esto era un centro de mando. Pero si me preguntas a quién daban las órdenes, o para qué…
Con gran pesar por parte de Gleb, Chamán no logró hacer funcionar de nuevo los aparatos. Al parecer, los generadores habían quedado bajo el agua. Igual que el área de viviendas. Y no se veían cadáveres ni tampoco huesos. Estaba claro que hacía mucho tiempo que aquel búnker estaba abandonado.
Mientras los Stalkers registraban las numerosas salas del búnker, Gleb se acomodó en un sillón que se caía de puro viejo, abrió el misterioso diario y continuó leyendo:
Ese día nos habían llamado para que nos hiciéramos cargo de un nuevo cargamento. Parecía que todo el mundo se hubiera puesto histérico. Todos corrían como locos de un lado para otro y arrastraban cajas y fardos. Montamos el búnker entero. Todo lo que hacía falta: ventilación, iluminación, provisiones… instalamos la puerta hermética de la entrada, colgamos carteles, marcamos de algún modo todo lo que teníamos entre manos. Todo brillaba y centelleaba. La pintura aún no estaba seca.
«Bueno —pensé yo—, debe de ser que quieren tenerlo todo a punto para que les den el visto bueno». Todo lo que se había hecho durante los últimos minutos apuntaba en esa dirección. Aún no teníamos todas las cajas en los estantes cuando el brigadier irrumpió en la sala con la cara roja como un tomate. Cuando por fin recuperó el resuello, nos susurró al instante: «Quedaos quietos —dijo en voz baja—, y no molestéis». Había llegado la Comisión. Unos cuantos peces gordos del estado mayor. Y así fue como nos quedamos allí. Ya era demasiado tarde para hacernos salir. Incluso reconocí a los peces gordos al verlos con el rabillo del ojo. Unos tíos barrigudos que se daban aires de importancia. Y los seguía todo su séquito: la dirección de las obras y los cargos militares. Unos hombres armados con ropa de paisano… debían de ser del FSB.[18] Pasaron por el refugio antibombas sin mirar a derecha ni a izquierda y bajaron hasta el área secreta.
Mi extrañeza fue mucho más grande cuando llegaron todas las mujeres con los niños y el equipaje. ¿Eran sus esposas, o qué? ¿Qué diablos habían ido a hacer allí? Pero no tuve más tiempo para pensar en ello. La sirena aulló. La puerta secreta de seguridad quedó sellada. Entonces se oyó gente que corría por fuera… Debían de proceder de las casas de pisos cercanas a los astilleros. De pronto se dirigieron todos a la entrada; hubo un barullo terrible, todo el mundo gritaba. A duras penas nos habíamos dado cuenta de nada cuando un sargento cerró la puerta de seguridad exterior. La gente que estaba a nuestro alrededor chillaba, todo el mundo buscaba conocidos entre la multitud…
Y de pronto apareció Petya frente a mí. Se había abierto camino entre la multitud y me llevó hasta la puerta de seguridad secreta. Pero la aporreó en vano… No abrieron. Petya gritaba y profería maldiciones. Decía que los generales estaban al corriente del ataque. Lo sabían y no habían dicho nada para poder salvarse ellos. Por eso habían hecho llevar las provisiones con tantas prisas…
Y entonces se produjo una tremenda explosión. La gente caía por el suelo y la luz se apagó. Los gritos y gemidos se volvieron aún más fuertes. Fue terrible, un horror. La tierra tembló durante unos quince minutos… Luego el trueno cesó y las luces volvieron a encenderse. No supimos por dónde, entraron soldados que restablecieron el orden. Sellaron la salida y bloquearon la rueda del mecanismo de apertura con una cadena y varios candados, para que nadie cometiese la estupidez de salir fuera. Había algunos que querían… porque habían dejado parientes en la superficie, o porque se apiadaban de los que se habían quedado en el exterior…
Durante los primeros días oímos constantemente golpes en la puerta. Era terrible. Sabíamos que fuera, al otro lado de la pared, había seres humanos que se morían poco a poco. Algunos de nosotros, los que tenían los más débiles de espíritu, sufrieron ataques de histeria y exigieron que se dejara entrar a los supervivientes. Pero los militares restablecieron en seguida el orden. Entonces entró un tío. Era bajito y de aspecto insignificante, pero tan pronto como abrió la boca todos los descontentos se callaron. No ofreció nada ni trató de convencerlos. Habló de manera muy clara: quien abriese la puerta firmaría su propia sentencia de muerte. Dijo que las provisiones almacenadas en el refugio eran limitadas. Y que le pegarían un tiro en la cabeza a quien no siguiera las órdenes. Petya le susurró algo, pero el otro respondió: «¡No se autoriza!», y se marchó. Así le quedó claro a mi colega que no podíamos entrar en la otra parte. Pero ¿qué había esperado? Petya no era ningún pez gordo.
Después, la gente se tranquilizó poco a poco y empezó a instalarse. Igual que antes, nos daban de comer tres veces al día, porque la despensa estaba llena. La gente discutía acerca de cómo había podido suceder aquello y quién habría sido el que había empezado la guerra. Pero ¿qué sentido podían tener todas aquellas discusiones? No iban a descubrir jamás la verdad. No teníamos radio ni televisión. Los móviles se habían quedado sin cobertura desde el primer día.
También los militares callaban. Al cabo de aproximadamente una semana empezó a aparecer gente, pero tan sólo para llevarse las provisiones al búnker. Explicaron que iban a hacerse cargo de la distribución de los alimentos. Tardaron unos días en llevárselos. La gente no se lo impidió. Todo el mundo estaba de acuerdo en que los militares se encargaran de establecer un mínimo orden. Pero yo no dejaba de pensar: «¿Qué ocurrirá luego? ¿Cuánto tiempo vamos a pasar aquí dentro? ¿Qué sucede en la superficie?» Al principio, todos los días se presentaba un oficial de los que estaban abajo y nos explicaba que ocurría esto y aquello, que la situación era difícil; había incendios, radiactividad y todo lo demás… Nos decía que teníamos que tener coraje y esperar. Pero nadie sabía qué era lo que debíamos esperar, ni durante cuánto tiempo íbamos a hacerlo.
Cuanto más tiempo pasaba, más difícil se volvía la situación. El oficial venía cada vez menos. O no había ninguna novedad en especial o ya no se preocupaban por nosotros. Encima sufríamos una plaga: una invasión de hongos. No nos servía para nada limpiar con regularidad. El sistema de purificación del aire era insuficiente. Primero fueron los rincones del techo los que quedaron enmohecidos, y luego las paredes también se volvieron de color verde. No había manera de acabar con aquella porquería.
Cierta mañana, un buen número de soldados subió desde la parte de abajo. En esta ocasión llevaban uniforme aislante contra radiaciones y máscaras antigás. La gente estaba muy nerviosa, porque todo el mundo pensaba que la salida de los exploradores tan sólo podía significar que el tiempo de espera había terminado. Y anhelaban que hubiera novedades. La puerta hermética se abrió, pero la de salida no se movió ni un centímetro. Tal vez había quedado cubierta de escombros, o quizá hubiera sucedido alguna otra cosa. En cualquier caso, todos los esfuerzos fueron en vano. Cundió el pánico y todo el mundo hacía preguntas a los soldados. Su jefe nos soltó otro discurso. Dijo que teníamos que estar tranquilos, porque la otra sección tenía una salida de emergencia. Por lo menos la tenía sobre los planos. En realidad, el túnel aún no estaba terminado. Pero nos dijo que cabía la posibilidad de cavar hasta la superficie, y eso era lo que pensaban hacer los de abajo.
Me acuerdo muy bien de cuando el hombre nos soltó toda esa sarta de disparates. Daba igual: en aquel momento, la gente lo creyó. Al fin y al cabo, la situación se había puesto tensa. La mente humana funciona así. Bastó con que la multitud pensase que había alguien que tenía la situación bajo control, y se tranquilizó. Y se transformó en un rebaño apático.
Pasaron los meses. La gente se desanimaba, estaba melancólica. La inactividad le hizo perder poco a poco el juicio. Los militares habían entendido en seguida que el pueblo necesitaba distracción, y por ello subieron con juegos de ajedrez y de damas, naipes y dominó. El ambiente mejoró en seguida. Todo el mundo, jóvenes y viejos, jugaba con pasión. En algún momento empezaron las apuestas: comida, vestido. Todas las posesiones que los supervivientes habían traído hasta aquí empezaron a circular. Finalmente hubo peleas y los militares tuvieron que intervenir de nuevo. Nos quitaron las cartas y los juegos de dominó. Nos dejaron los ajedreces y las damas porque pensaron que dos personas no eran multitud y que difícilmente empezarían una pelea. Se prohibieron las apuestas. La prohibición era muy estricta. Pero había pocos aficionados al ajedrez y nos cansamos en seguida de las damas. Un anciano propuso jugar al chapayev[19] y la idea tuvo éxito. Al menos era más interesante que el ajedrez. Era un juego más dinámico. Así, los hombres aprendieron a lanzar las damas con maestría y se dedicaron a jugar sin descanso aunque los dedos les llegaran a doler. Acabaron por organizar un torneo.
A la mitad del campeonato nos quedamos sin luz. Los hombres, airados, golpeaban la puerta de seguridad y exigían que los dejaran entrar en los niveles inferiores. El generador diésel había dejado de funcionar. Se había terminado el combustible. Nos proveyeron de electricidad desde abajo. El jefe compareció de nuevo ante el pueblo. Nos hizo un nuevo discurso, en el que nos explicó que ellos también habían tenido problemas con los generadores. Y que teníamos que ahorrar recursos.
Lo que tenía que ocurrir, ocurrió. Empezamos a utilizar hornillos de petróleo. Por fortuna, la ventilación aún funcionaba. Tendríamos que contentarnos con la energía del motor diésel de abajo. La gente empezó a caer en depresiones. Los había que deambulaban en la oscuridad como almas en pena. Por supuesto que también se dieron casos de ataques de nervios. Los militares se llevaban abajo a los más perjudicados. Debían de contar con celdas de aislamiento.
Para acabar de empeorarlo, la humedad se apoderó del refugio y el moho se extendió con gran rapidez. Todo se quedó de color verde… desde las mesas hasta la ropa que llevábamos. Los más débiles se pusieron enfermos y también se los llevaron abajo. A la enfermería.
La insatisfacción era cada vez mayor. La gente murmuraba que abajo se vivía mucho mejor, que tenían luz y estaban aislados de la humedad. Algunos listos simulaban enfermedades o accidentes para que se los llevaran. Pero los militares se dieron cuenta en seguida. Siempre que descubrían a alguien, le quitaban la ración de un día, y así los intentos de engaño llegaron a su fin.
Así pasó un año, y luego otro. Creo que habríamos muerto todos hace mucho tiempo si no hubiéramos contado con las provisiones de los de abajo. Pero con ellos nos fue bien; aguantamos. El ser humano se acostumbra a todo. Y es evidente que también a esto. Sólo quedaba una única luz en el refugio antibombas: la de la puerta de seguridad secreta. Nos habíamos acostumbrado a la oscuridad y andábamos a tientas. Llegamos a sabernos el plano del refugio como si hubiera sido el Padrenuestro.
Gracias a la oscuridad, no teníamos que preocuparnos por el vestido. Nos paseábamos en ropa interior…; no había nada que ver. Nociones tales como la decencia ya no interesaban a nadie. Se hablaba cada vez menos. De vez en cuando había peleas…
Al llegar a este punto, Gleb tuvo que interrumpir la lectura, porque Farid había encontrado un plano del búnker. Se reunieron todos en torno a una mesa y se pusieron a estudiar aquellas viejas láminas que se les deshacían entre las manos. Chamán señaló un punto en el plano.
—Aquí se encuentra la salida de emergencia en dirección a la superficie. Según parece, conduce a las dársenas. ¿A ti qué te parece, Martillo? ¿Vamos por allí?
—En ese nivel hay mucha agua. Sería mejor regresar por el camino de antes.
—A mí me da miedo que una vez salgamos no podamos encontrar esa salida por fuera. Antes hemos buscado por todos los astilleros. —El mecánico se volvió hacia Cóndor—. ¿A ti qué te parece? Éste se encogió de hombros. Parecía que quisiera decir: «Decididlo vosotros».
Tras una breve discusión, se dirigieron a la escalera de bajada. Al llegar al borde del agua se detuvieron. Se encontraban frente a un líquido estancado, un líquido oscuro. Una especie de manto vegetal había cubierto la superficie.
—Venga, ¿a qué esperáis? Adelante. —Martillo fue el primero en entrar en las aguas oscuras y se hundió hasta la rodilla.
Momentos después, fue Chamán el que se metió, y los demás lo siguieron. El hermano Ishkari vaciló en entrar en aquel caldo apestoso, pero logró imponerse a su propia repugnancia y siguió a los demás. Las luces de las linternas de los cascos oscilaban nerviosamente sobre la alfombra flotante. Los Stalkers se abrieron paso sobre el lodo y dejaron atrás varias habitaciones carentes de interés. Cada pocos minutos, Chamán consultaba el plano del búnker para cerciorarse de que iban por el camino correcto. El hedor de las aguas turbias se colaba por los filtros de aire, les taponaba la nariz y la boca, les escocía en la garganta.
Al cabo de algún tiempo llegaron a la entrada de un largo pasillo. Al fondo del mismo alcanzaron a ver una reja que impedía llegar al pozo del ascensor. Los Stalkers avanzaron en fila india hacia allí. Entonces, a sus espaldas, se oyó un estruendo ensordecedor. Ishkari se estremeció. Los viajeros se volvieron y apuntaron con sus armas en la dirección por donde se había oído el ruido.
No era más que el pesado batiente de la puerta, que se había cerrado por su propio peso. Los Stalkers siguieron adelante. Chamán consultó una vez más el plano del búnker.
—Más adelante se encuentra el ascensor, y, a la izquierda, la puerta de la escalera. Si lo he entendido bien, podríamos encaminarnos hacia arriba desde allí.
Los viajeros se acercaron al pozo del ascensor. Tiraron todos a la vez de las puertas plegables, ya muy oxidadas, y éstas cedieron entre crujidos. Martillo miró al interior. La parte de abajo del pozo estaba llena de la misma agua poblada de vida vegetal. En una de las paredes había una escalerilla de peldaños adosados. Arriba, tal vez a unos quince metros, se hallaba la cabina.
—Vamos a trepar por aquí. —Parecía que Martillo hubiese percibido con su sexto sentido que aquel camino era el menos peligroso.
—¿Por qué tenemos que cansarnos si hay una escalera? —Chamán le señaló el plano con el dedo—. Detrás de esa puerta…
—¡Al diablo! —Con gran sorpresa por parte de todos los demás, Ishkari entró en el pozo del ascensor y empezó a subir por los peldaños.
—¿Adónde te crees que vas? ¡Espera, idiota! ¡Eres capaz de caerte! —¡Nos hemos adentrado en el reino de los muertos! ¡La corrupción y la podredumbre reinan por doquier! Quiero subir a la luz, para que me redima…, a la luz…
El murmullo del sectario se alejó y se volvió cada vez más débil.
El enfurecido Chamán tiraba del cerrojo de la puerta.
—Ven a ayudarme, Farid. Esto está muy oxidado.
El tayiko se acercó de un salto desde el otro lado y empleó todas sus fuerzas contra el cerrojo de hierro. Mientras contemplaba a los dos Stalkers, Martillo comprendió de repente cuál era el motivo de su inquietud. Había manchas de herrumbre por toda la superficie de la puerta, como si…
—¡Quietos! —gritó, y en aquel mismo instante se dio cuenta de que sería inútil.
Se oyó un crujido ensordecedor y el cerrojo cedió. La puerta se abrió ante la fuerza del agua que había inundado la escalera. Un torrente helado cayó sobre los viajeros, los empujó de un lado a otro y los arrastró por el corredor. El nivel del agua subía con mucha rapidez.
—¡Subid por el pozo del ascensor! —Martillo sacó a Gleb del agua y lo ayudó a llegar a los peldaños de la pared. Los demás Stalkers caminaron con el agua hasta la cintura en la misma dirección—. ¡No os durmáis, chicos, no os durmáis!
Treparon entre maldiciones por los peldaños herrumbrosos. Más abajo, las aguas turbulentas ascendían sin cesar. El pasillo ya estaba inundado hasta el techo. Los Stalkers, uno tras otro, siguieron subiendo por el pozo, siempre con el riesgo de que uno de los peldaños, frágiles de puro oxidados, se quebrara bajo su peso. Al fin toparon con la reja que cerraba la cabina por debajo. Tenía una trampilla y estaba abierta… gracias a Dios, el sectario había tenido tiempo para encontrarla. El guía pasó por la trampilla, salió de la cabina a la plataforma y miró a su alrededor. Tenía enfrente la puerta hermética de la salida, y a la derecha un pasillo estrecho que probablemente llevaba a la sala de máquinas del ascensor. Ishkari no se encontraba en la plataforma. Martillo se volvió y ayudó a Chamán a subirse a la inestable jaula.
Gleb fue el siguiente en pasar por la trampilla. La cabina del pequeño ascensor se balanceó peligrosamente sobre aquel abismo con paredes de hormigón. El muchacho respiró con alivio cuando volvió a tener suelo firme bajo los pies.
Farid tuvo menos suerte. A duras penas había pasado por la trampilla cuando la cabina se puso a vibrar y, con un terrible crujido, empezó a deslizarse hacia abajo. Martillo se asomó corriendo al pozo a tiempo para trabar el cañón del Kalashnikov en el resquicio cada vez más angosto entre el techo de la plataforma y la puerta del ascensor. La cabina se detuvo, pero la salida quedó bloqueada.
—¡Vuelve a salir por la trampilla! ¡Sube por los peldaños de la pared! —gritaron los luchadores, y miraron al tayiko a través de la reja que cerraba la cabina por arriba.
Pero se había acabado el tiempo. El cañón del arma se dobló y a continuación sonó un tremendo estrépito. La cabina sufrió una sacudida y se precipitó hacia el fondo. El Kalashnikov fue tras ella. El impacto hizo saltar una columna de agua. Igual que una piedra, la cabina descendió hacia las profundidades y se llevó consigo al luchador hasta el fondo del pozo.
—¡Farid! —Cóndor se asomó al pozo del ascensor y miró hacia abajo.
De pronto se dio cuenta de que Martillo estaba a su lado. El Stalker saltó de cabeza y se hundió en las aguas. Los viajeros se quedaron inmóviles en el borde del pozo y contemplaron las aguas turbias y revueltas que se hallaban a sus pies. Pasó un minuto… otro… Gleb se mordía los labios de pura tensión, y los puños se le cerraron con fuerza sin que se diera cuenta.
Al fin, la ya familiar coronilla del maestro emergió de las aguas. Martillo se agarró al peldaño más cercano y negó con la cabeza. Alguien soltó una maldición al lado de Gleb, pero éste respiró con alivio. Su maestro, al menos, seguía con vida.
—No he podido… Martillo subió torpemente por los peldaños—. No he tenido manera de acercarme al ascensor. Todos los hierros se han doblado…
El muchacho ayudó a su maestro a subir a la plataforma y se apresuró a ofrecerle la máscara de respiración. El agua goteaba de la tela empapada de su traje y formaba charcos irregulares en el suelo. Se oyó un sordo estrépito en lo más hondo. Los viajeros callaron. Gleb creía ver todavía los ojos oscuros de Farid. Sorprendentemente, en ningún momento habían expresado temor.
Encontraron a Ishkari muy cerca de allí. El sectario estaba agazapado en el interior de un nicho, se sorbía los mocos y murmuraba sin cesar palabras casi incomprensibles, sin sentido.
—Nuestro predicador está totalmente chiflado. —Chamán le dio una patada al pobre diablo para obligarlo a levantarse—. En pie, hipocondríaco. Seguimos adelante.
El grupo había sufrido muchas bajas. Subieron por el pasillo. La puerta de seguridad estaba muy oxidada y crujió al abrirse, y por el resquicio se coló la luz del día. Los Stalkers parpadearon y emegieron al aire libre. La caseta de hormigón por la que salieron parecía la garita de un guardia. No era extraño que les hubiera pasado inadvertida.
—¿Qué vas a hacer ahora sin artillería? —le preguntó Chamán a Martillo.
—No importa. Tengo algo en reserva. —Martillo sacó de la mochila un fusil de precisión y ensambló hábilmente sus piezas. La última encajó en su lugar con un ligero clic. El guía cargó a la espalda la peligrosa arma.
—¿Adónde iremos ahora?
En vez de responderle, Martillo se agachó y buscó un rastro de gasóleo sobre el asfalto.
—Me he dado cuenta mientras estábamos abajo. Alguien se llevó combustible del búnker hace poco tiempo. Probablemente en cubos.
Los Stalkers siguieron el extraño rastro. Poco más tarde, llegaron a una gran dársena de reparaciones. El agua chapaleaba contra la pared alta y gris de los muelles. Una barcaza que visiblemente había tenido una historia agitada se balanceaba sobre las aguas.