Tan pronto como se hubieron acercado a la terminal de contenedores, los contadores Géiger dieron de nuevo la alarma. No enmudecieron hasta que el grupo dio un rodeo en torno al área de peligro y la dejó atrás. Los prismáticos les dieron una imagen clara de los montones de cajas de hierro alargadas, así como del lugar donde los contenedores de mercancías, como dados arrojados por el suelo, en caótica confusión, yacían en desorden y bloqueaban el paso. Gleb se imaginó la fuerza que debía de haber tenido la onda de choque que había pasado por allí y arrugó la frente.
Se acercaron desde el noroeste a las grandes casas de pisos del Distrito 19. Los edificios se habían conservado bien. Tan sólo el revestimiento se había deteriorado bajo la presión del viento que había soplado a lo largo de los años. Las fuentes de hormigón de los patios interiores habían quedado cubiertas por tupidos hierbajos. Las casas parecían vacías, igual que en San Petersburgo. Martillo contempló el panorama con detenimiento y guió al grupo por la ronda que circundaba la parte nueva de la ciudad.
Poco más tarde, los edificios se volvieron más escasos. Los viajeros tenían ante sí los dos kilómetros de asfalto reventado de una calle totalmente recta. Hasta ese momento el desolador paisaje no les había dado ninguna sorpresa, aunque Chamán no perdiese ninguna oportunidad de comunicarles sus observaciones:
—Primero la plaza, luego la calle, y ahora llegamos a la carretera de Kronstadt. Una nueva señal, ¿verdad, Cóndor? Si tan sólo supiéramos si es buena o mala…
Cóndor no le respondió. A cada paso que daba, estaba más apático. Parecía que se lamentara alternativamente por la muerte de Nata y por sí mismo. Caminaba al final de la hilera, sin prestar atención a lo que pudiera ocurrir a sus espaldas. Al darse cuenta, Martillo le ordenó a Chamán que cerrara la marcha.
La lluvia había aflojado, pero aún lloviznaba. La calle estaba enfangada, y en los incontables charcos se reflejaban las nubes cada vez más claras. Incluso el viento había perdido fuerza y poco a poco se volvía más suave, como si estuviera fatigado.
El mecánico negó con la cabeza.
—Todo está húmedo y enfangado… Kotlin no quería que viniéramos.
Gleb lo oyó, y preguntó:
—¿Qué significa exactamente ese nombre?
—Es por la Kotlovina.[15] ¿No habías oído nunca ese nombre? Desde tiempos inmemoriales llaman así a la bahía del Neva.
—También hay otra leyenda —intervino Martillo—. En otro tiempo se instalaron aquí los suecos. Un destacamento de vigilancia.
—¿Los suecos? —preguntó el muchacho.
—Sí, vendrían a ser como ahora los vegetarianos, sólo que… —el guía calló mientras buscaba las palabras—. Bueno, dicho brevemente: extranjeros. Cuando nuestro zar Pedro llegó a la isla con sus barcos, los suecos se habían marchado ya. Con tantas prisas que se habían dejado una hoguera sin apagar. Y sobre la hoguera había una marmita con comida. Y por eso decidieron que a la isla la llamarían Kotlin, es decir: «Isla de la Marmita».[16]
—Pues ahora mismo esa marmita me vendría muy bien… —dijo Farid, anhelante.
Mientras conversaban, recorrieron a gran velocidad buena parte del camino. No tuvieron ningún incidente más durante la marcha, y los viajeros llegaron sin sufrir ningún daño al casco antiguo de la ciudad. Las calles vacías los recibieron con un silencio antinatural, un silencio que los obligó a aguzar el oído. No se oía ni rumor de hojas ni aullidos de animales de presa. Parecía que el tiempo se hubiera detenido, como si careciese de poder alguno sobre el sueño eterno de la ciudad abandonada.
Gleb se dio cuenta de que la fauna de la isla aún no se había dejado ver. ¿Habrían muerto todos? Tal vez los mutantes no pudieran llegar hasta allí. Al fin y al cabo, nadie sabía lo que había sucedido con el trecho septentrional del dique.
El grupo pasó de un bloque de edificios a otro y se adentró cada vez más en las ruinas invadidas por la espesura. Las casas ruinosas y lúgubres transmitían una sensación de asfixia. El vacío y el olvido se habían adueñado de todo el lugar. Daba congoja caminar por las calles mudas y abandonadas, pasar frente a los marcos de ventanas claveteados y las oscuras fauces de los accesos encharcados. ¿Qué podía haber allí, en el interior de aquellos repulsivos edificios? Mientras andaba sobre el pavimento cubierto de arena, Gleb palpaba una y otra vez el cañón de su pistola. La extraña sensación de que alguien lo miraba no lo abandonó ni un solo instante. Su maestro pareció haberse dado cuenta también; miraba intranquilo a su alrededor y no perdía de vista los tejados cubiertos de musgo.
—¡No bajéis la guardia! —Martillo aceleró el paso.
No muy lejos de allí se oyó un crujido prolongado. Los Stalkers se estremecieron. Empuñaron con fuerza las armas. El guía avanzó con suma concentración a lo largo de las paredes de los edificios, pero pronto comprobaron que su preocupación no tenía fundamento. Encontraron una puerta que se abría y cerraba sin cesar, empujada por el viento. Sus goznes herrumbrosos crujían con fuerza… Una triste serenata en honor de los huéspedes no invitados.
—¿Echamos una ojeada dentro? —Martillo señaló una puerta con el dedo.
—¿Por qué ahí? —El mecánico miró con desconfianza la siniestra entrada de la casa.
—¿Y por qué no? Cualquier información que consigamos nos irá bien. Tampoco estaría nada mal que encontráramos vendajes nuevos para Farid.
El tayiko asintió con la cabeza para expresar su gratitud. Los viajeros se dirigieron al interior. Subieron varios pisos y cruzaron la primera puerta que se les ocurrió. El muchacho sentía un vivo interés por saber cómo eran las casas en las que habían vivido los humanos de antes. Un breve corredor, parqué negro enmohecido. Bajo la gruesa capa de moho se reconocían a duras penas los jirones de papel que aún aguantaban en las paredes. Lo mismo ocurría en las habitaciones. Sólo que allí había más muebles. En el dormitorio había una cama que de puro vieja apenas se aguantaba en pie y los restos de un armario ropero. La humedad de tantos años había dejado manchas de color verde grisáceo en el techo. Las cochinillas habían prosperado en las grietas de los marcos de las mohosas ventanas.
No parecía un lugar confortable. Gleb se acordó con nostalgia de su camastro y su frazada de lana en el área común de viviendas de la Moskovskaya. Lo asaltó el recuerdo de los encuentros nocturnos en torno a una hoguera, de las veces que había jugado a los Stalkers con los niños de sus vecinos, de los escasos servicios de guardia en los puestos avanzados, de los días de mercado, cuando las caravanas de los colillas llegaban a su estación. Todas esas imágenes se habían difuminado en el recuerdo y le parecían muy lejanas. Eran muchas las cosas que habían cambiado en su vida, pero Gleb deseaba con todo su corazón poder compartir esos cambios con todos cuantos aguardaban en el subsuelo y habían depositado sus esperanzas en el éxito de la expedición. Gleb trató de imaginarse cuánto iban a alegrarse todos ellos —el tío Nikanor, Palych y los demás— cuando supieran que… En ese mismo instante, el muchacho se fijó en algo que lo hizo salir del imperio de los sueños y le recordó que se hallaba en las inhóspitas ruinas de Kronstadt.
Sobre una mesa pequeña e insegura reposaba un plato de porcelana en perfecto estado, decorado con una ilustración de una ciudad de noche. Un puerto iluminado por luces brillantes, rodeado de casas que adornaban la orilla y de cuyas ventanas surgía una luz agradable. Había barcos magníficos en la ensenada. Al pie de aquella ilustración de colores alegres había una palabra escrita con trazos sencillos, una palabra aislada, pero rotunda e inquietante: Vladivostok.
Gleb se quedó allí sin moverse, boquiabierto. Se había quedado sin aliento, pero sus labios susurraron en silencio «la Tierra Prometida».
Ishkari se puso a su lado y señaló la ilustración con mano temblorosa.
—Ah, hermanos en el espíritu, ¿habéis encontrado vuestro paraíso? —Martillo sonrió con sorna—. Ven, Chamán, vamos a explorar el piso de enfrente. Farid, ¿has cogido las vendas?
Los luchadores se dirigieron a la salida. Por un instante, el muchacho y el sectario se quedaron solos. Contemplaron en silencio la ilustración sin llegar a hartarse. Gleb no se atrevía ni siquiera a suspirar para no poner fin al silencio. Ishkari asintió con la cabeza en dirección al muchacho y le señaló el plato con los ojos. Gleb tomó cuidadosamente en sus manos el frágil objeto, dudó por un instante, y luego se lo entregó a Ishkari. El sectario miró al muchacho con gratitud en los ojos, pero vaciló en coger el valioso hallazgo.
—Tú has visto lo mismo que yo. Es una señal que viene de arriba. Seguimos el camino correcto.
—Me imagino que esto debe de pertenecer a Éxodo.
—Quédatelo tú, muchacho. Todavía reconozco la duda en tu alma, pero este objeto te fortificará en tus creencias. Así quizá también podrás pisar la ciudad de nuestros sueños.
El muchacho asintió, estrechó el plato con prudencia contra el pecho, recogió la mochila, envolvió el hallazgo con el jersey y se lo llevó.
—¡Nos marchamos, Gleb! —Era la voz de Martillo.
Bajaron a toda prisa por la escalera y dieron alcance al Stalker. El muchacho sonrió: ante sus ojos se hallaba todavía la imagen de la lejana ciudad. Simplemente, no podía imaginar que una belleza como aquélla llegase a desaparecer. No. Aún debían de existir en algún sitio tierras intactas, como las de antes de la catástrofe. Y si de hecho existían, las encontraría. Sin lugar a dudas. Porque no estaba bien que los seres humanos languidecieran en la humedad del subsuelo, ni que lucharan hasta verter sangre por la última migaja de alimento, y que no se atreviesen ni siquiera a asomar la nariz a la superficie. Por mucho que Martillo pensase que no se había salvado nada… Gleb iba a demostrar que su maestro se equivocaba. Que todos los que habían abandonado la esperanza se equivocaban.
Creería en ello hasta su último aliento… igual que habían creído sus padres.
Los Stalkers avanzaron en fila india. Se esforzaban por no hacer ruido. El muchacho leyó Lenin-Prospekt en una placa sobre una pared deteriorada. El guía se detuvo allí y estudió el plano. Gleb se acercó y trató de echar una ojeada al papel raído que Martillo tenía en las manos.
—Ahora mismo estamos aquí, en la calle de Besymjanny —explicó el guía, y siguió con el dedo las líneas a medio borrar—. Podríamos llegar hasta el puerto, o…
El muchacho no oyó más. Un extraño reflejo en el suelo le llamó la atención. Gleb se acercó al misterioso hallazgo, lo contempló de cerca, rozó su lisa superficie con la suela del zapato y apartó a un lado un montón de hojas y de arena húmeda. Luego se arrodilló y descubrió con sus propias manos un par de metros cuadrados de superficie. Encontró una losa de granito entre los adoquines. Sobre ella estaba dibujado lo que claramente era un plano de la isla que de mala gana les desvelaba sus secretos. Una estrella, cuyas puntas señalaban los cuatro puntos cardinales, confirmó sus suposiciones. El monumento estaba enmarcado por cuatro esferas de hierro colado y una gruesa cadena medio hundida en la tierra.
En un primer momento Gleb no descubrió lo más interesante.
Sobre uno de los segmentos del plano había un signo de un color llamativo, aunque difuminado con el paso de los años. El muchacho lo reconoció como el símbolo de la muerte: una calavera con dos huesos cruzados. Abstraído en la contemplación de su hallazgo, no se dio cuenta de que los Stalkers se le acercaban por detrás.
—Esta noche se pone interesante —dijo Martillo al ver la losa—. Ese signo marca los astilleros de Kronstadt.
—Parece que nos has dejado clara la próxima etapa del camino, muchacho. —Con aire suficiente, Chamán comparó el plano de granito con el de papel—. Sí, ésa es la dirección en la que íbamos.
Gleb se había animado con su descubrimiento y corrió detrás de los otros. Se acomodó la boquilla de la máscara de respiración y sonrió ante sus propios pensamientos. Se alegraba de haberse convertido en el centro de atención de los experimentados Stalkers y de haberlos ayudado, aunque sólo fuera un poco.
Dejaron atrás la calle y se encontraron con un foso largo y ancho, lleno hasta arriba de un espeso caldo de algas podridas. Bajo la superficie cubierta de verdosas lentejas de agua se apreciaba un movimiento constante. Gleb hizo una mueca. Había visto en una ocasión cómo se trataba a un enfermo con sanguijuelas. No había sido nada agradable. Aquello tenía el aspecto de estar habitado por criaturas parecidas.
—El canal de circunvalación —observó Martillo mientras pasaban a su lado.
El muchacho había imaginado que el guía iba a conducirlos hasta el puente que se divisaba a lo lejos, pero Martillo los llevó sin vacilar hasta las ruinas de un derrumbe que bloqueaban el canal. Unos montículos formados mitad por grava y mitad por cascotes de hormigón emergían de las aguas. Los demás obedecieron sin chistar las órdenes de su guía. Habían comprobado en varias ocasiones que Martillo no se equivocaba.
Atravesar el foso no fue tan difícil como Gleb había imaginado al principio. El grupo pasó por un imponente hangar cuyo techo se había venido abajo y se quedó en el límite de las Dársenas de Pedro. Así era como el maestro había llamado a aquel lugar. El muchacho iba a preguntarle por el significado de esa palabra, pero Martillo se adelantó a explicárselo:
—Es el lugar donde reparaban los barcos. Se vaciaba el agua y el barco se posaba en el fondo por su propio peso… Se encuentran más hacia allá. Por lo demás, se trata de unas dársenas históricas. Pedro el Grande en persona colocó la piedra angular.
Gleb contempló el fondo del canal. Estaba revestido con losas cuadradas de piedra. Y no comprendió por qué su maestro, por lo general tan reservado, había hablado de pronto con tanto respeto. Lo único que había allí eran dos canales en forma de cruz con una fosa más profunda en la intersección. Habían tenido que excavar mucho más para construir el metro.
Los Stalkers descendieron con muchas precauciones hasta el fondo del canal. Los restos del recubrimiento de piedra estaban cubiertos de hierba.
En el centro de la fosa había un pozo, indudablemente para vaciar el agua. Por puro instinto, el muchacho se mantuvo lejos del pozo y dio un precavido rodeo para sortearlo.
Mientras exploraban la dársena, encontraron aquí y allá montones de raíces y heno podridos. Había excrementos secos por todas partes. Pese a las máscaras, les llegaba el olor a putrefacción.
—¡Aquí tenían ganado, apostaría por ello! —exclamó categóricamente Chamán—. ¡Claro, les resultaba muy cómodo! No era necesario tener a alguien para guardarlo, y había hierba de sobras.
—Ahora sólo nos faltaría encontrar a los pastores… —Martillo inspeccionó sistemáticamente la maleza que crecía en los bordes del canal—. Este sitio no es demasiado agradable. Sigamos adelante.
Descubrieron la cúpula de una catedral entre los árboles. A Gleb le hubiera gustado acercarse al grandioso edificio, pero su maestro, como para llevarle la contraria, se encaminó en otra dirección. Dejaron atrás las ruinas de varias casas y llegaron por fin a la calle Petrovskaya.
—Y ahora en línea recta. Los astilleros se encuentran a un tiro de piedra.
El muchacho forzó el cuello y trató de ver lo que había más adelante. Al cabo de un momento volvió a tener la sensación de que alguien lo miraba fijamente desde algún sitio. Al parecer, Martillo también había notado algo, porque se echó a correr sin aviso previo por la calle empedrada, cruzó hasta la otra acera y se escondió en la entrada de una casa. El resto del grupo corrió tras él. El Stalker entró en el patio, aguardó sin moverse y escuchó. Silencio. Allí había otra fuente de hormigón y más casas vacías. Martillo estaba a punto de salir de nuevo a la calle cuando se oyó un terrible grito de pánico. Los viajeros volvieron atrás y encontraron al aterrorizado sectario. El hermano Ishkari estaba sentado sobre el asfalto, señalaba con el dedo unos matorrales cercanos y murmuraba, como paralizado:
—Allí… hay algo. Lo he visto. ¡Ha… ha aparecido de pronto y… se ha marchado corriendo!
—¡Quedaos ahí! —Martillo desapareció en la espesura.
—¿Qué es lo que has visto? —le preguntó Chamán al sectario. Parecía que éste hubiera perdido el entendimiento. Estaba sentado con las piernas cruzadas y tartamudeaba para sí mismo palabras a duras penas comprensibles.
—¡Diablo! Nos utilizas como a una bota de fieltro desparejada. No puedes atraerlo y arrojarlo, sería demasiada pérdida.
Entretanto, el guía había regresado, pero no pudo informar de nada nuevo. El grupo siguió adelante, pero en todo momento vigilaron el entorno mediante las miras de los fusiles. Se acercaron a una casa pequeña, de dos pisos, sobre cuyo tejado se leía en grandes letras: ASTILLEROS.
—La entrada…
Los Stalkers atravesaron un pequeño porche lleno de basura y cristales rotos y entraron en la zona de trabajo.
—¿Adónde iremos ahora?
—No tengo ni idea. —Martillo echó miradas lúgubres en todas direcciones—. Sólo he estado una vez en un astillero. Aquí encontraremos todo lo imaginable: dársenas, embarcaderos… Trataremos de pasar por los talleres. Como decía el cuento: «¡Ve! ¿Adónde? No lo sé ¡Eso es lo que me traerás! ¿El qué? ¡Ya lo verás!»[17]
Dejaron atrás varios edificios ruinosos, en algunos casos totalmente derruidos. Dondequiera que mirasen los Stalkers, encontraban siempre una misma imagen: montones de ladrillos rotos, restos herrumbrosos de máquinas herramienta, todos ellos cubiertos por una gruesa capa de polvo. En una de las casetas de vigilancia se agitaban las últimas llamas de una hoguera reciente, aún sin extinguir. En las cenizas que habían quedado sobre la chapa metálica del suelo se reconocían las huellas de una bota. Un cazo ennegrecido por el hollín colgaba de un trípode improvisado con tres maderas.
—Parece que los señores de la casa no se preocupan mucho por agasajar a sus huéspedes. Se esconden como cucarachas de cocina.
El mecánico carraspeó con inquietud.
—Hay cucarachas que matan en un instante.
El grupo reanudó su camino hacia el oeste. Su tensa búsqueda se alargó durante una hora y se les hacía cada vez más difícil.
—Ni carteles ni conductos de ventilación —murmuró el mecánico en voz baja—. El guía asintió y miró de un lado a otro.
—En aquel plano de piedra había un signo —observó el tayiko mientras jugueteaba con su tasbih entre los dedos—. No tendríamos que haber venido.
Edificio tras edificio, los viajeros exploraron gran parte de los astilleros. Al fin les llamó la atención una calleja que discurría entre dos pabellones. De un extremo a otro había todo tipo de objetos abandonados en absoluto desorden: canillas vacías, taquillas medio inclinadas, piezas de metal soldadas… Gleb se imaginó un gigante que hubiera arrojado los pesados armarios unos contra otros, como un niño con sus juguetes. Tenía la sensación de que alguien había recogido trastos por todos los astilleros y los había arrastrado hasta allí, pero luego había cambiado de opinión y había abandonado su ocupación sin sentido.
Descubrieron todavía más trastos en un callejón sin salida adyacente que quedaba oculto tras una esquina. Como si se hubiese tratado de la tienda de un quincallero, las paredes quedaban ocultas tras los montones de chatarra y piezas de maquinaria.
—¿Un vertedero de basuras? —sugirió Farid.
—No exactamente… Creo que hemos encontrado el refugio antiaéreo. —Martillo contempló unas gruesas letras escritas en la pared sobre uno de los montones de chatarra.
La inscripción era perfectamente legible y decía: ¡QUEMAOS EN EL INFIERNO, BASTARDOS! Gleb contemplaba con asombro aquella serie de barricadas que alguien debía de haber levantado con mucho esfuerzo. Daban la impresión de llevar mucho tiempo allí: la arena se había acumulado entre las vigas herrumbrosas y había permitido que crecieran cardos de denso follaje. ¿Quién se habría atrincherado allí? ¿De quién habían querido protegerse? Y nuevamente aquella palabra: «bastardo». Aunque lo había estado pensando desde el primer día de la expedición, Gleb aún no había logrado entender su significado. Un bastardo… tenía algo que ver con la reproducción… ¿Quizá se refería a personas deformes desde su nacimiento?
—Durante los primeros días después de la catástrofe vi cosas semejantes —explicó Martillo—. Todos los desgraciados que no pudieron refugiarse en el metro acechaban a las expediciones que salían a la superficie. Primero les pedían que los llevaran abajo y luego empezaron a asaltarlos. Llegaron al extremo de tratar de bloquear la estación Park Pobedy: amontonaron todo tipo de objetos a la salida de la escalera eléctrica. Pobres diablos. Lo que se llega a hacer en momentos de desesperación…
—Entonces, ¿piensas que aquí no vamos a encontrar nada? —Chamán le propinó una patada a un trozo de metal.
—Eso no lo decido yo. He cumplido mi misión: estamos en Kronstadt.
Martillo interrogó con la mirada a Cóndor.
Éste se le acercó con pasos lentos, aparentemente de mala gana.
—La única hipótesis con la que trabaja la Alianza es la del refugio antiaéreo. Aunque no hubiese nada, tendríamos que asegurarnos. Y averiguar si allí abajo podríamos encontrar recursos de verdad.
—Pues entonces será mejor que vayamos al grano. —El mecánico dejó su mochila en el suelo—. Farid, saca los explosivos, vamos a despejar el camino.
—Durante la Gran Guerra Patriótica, un avión arrojó una bomba sobre el búnker —le explicó Martillo a su pupilo, sin perder de vista el entorno—. Los que en ese momento estaban metidos en trincheras y sótanos lograron sobrevivir, los demás murieron. Entonces introdujeron modificaciones en el refugio antiaéreo. Para evitar que el desastre se repitiera. No tengo ni la menor idea de lo que podemos descubrir detrás de toda esa chatarra.
Contemplaron la barricada. Chamán y Farid habían preparado la carísima dinamita. Aquella explosión iba a costarles una fortuna, de acuerdo con lo que se consideraba habitual en el metro. Casi toda la dinamita se había empleado en su momento para abrir nuevas galerías, para ampliar el espacio habitable de las estaciones. El propio Martillo no llevaba más que unos pocos cartuchos.
—¡Ya está a punto! —El mecánico desenrolló el cable hasta la esquina de la calle adyacente—. Podemos proceder.
Los Stalkers pegaron el cuerpo a una pared de ladrillo y aguardaron sin moverse.
—Cubríos los oídos y abrid la boca.
Gleb se apresuró a seguir las indicaciones de su maestro. Al instante, se produjo una explosión ensordecedora. La tierra tembló bajo sus pies y sintieron un fuerte zumbido en los oídos. Al otro lado de la esquina se había formado una columna de polvo y de esquirlas de metal. Un humo de color anaranjado inundó la calleja.
—¡Shaitan! Vaya estruendo —Farid fue el primero en asomarse por la esquina y desapareció entre las nubes de humo.
Los demás lo siguieron. Poco a poco, el humo se aclaró y los Stalkers pudieron contemplar la imagen de destrucción. Por todas partes había piezas metálicas herrumbrosas. Allí donde se habían imaginado que se encontraba la entrada había quedado al descubierto un gran agujero. A cierta distancia se hallaban los fragmentos de la puerta arrancada de sus goznes.
En cuanto se hubieron acercado, los Stalkers descubrieron un pasillo alargado que descendía hacia las entrañas de la tierra. En las gruesas paredes de hormigón se veían arañazos y agujeros. Alguien había hecho intentos desesperados por salir del refugio antiaéreo… y, visiblemente, habían sido en vano. Los Stalkers bajaron por la escalera y salieron a un estrecho rellano, frente a una puerta de seguridad abierta, en la que también se reconocían arañazos y abolladuras.
—Según parece, tenías razón, Stalker. —El mecánico iluminó la puerta y examinó el metal abollado—. Algunos de los que en aquella época no lograron entrar en el metro trataron de meterse aquí por la fuerza. Y los que estaban dentro trataron de salir. En cualquier caso, se fastidiaron los unos a los otros tanto como pudieron. No sé si tiene ningún sentido ir ahí abajo…
Martillo se ciñó el chaleco blindado, empuñó el fusil de asalto, echó una mirada al grupo y dijo:
—Comprobad que las armas y las linternas funcionen. Vamos a bajar.