12

EL ARCA

Al ver la silueta del coloso de hierro, los Stalkers aceleraron el paso. Ninguno de ellos gritó ni demostró su alegría, porque tenían miedo de que les trajera mala suerte. Contemplaron con fascinación el perfil del crucero, que les recordaba el de un animal de presa. Se elevaba con orgullo sobre las aguas de la bahía. Las piernas les llevaron como por sí solas hasta el maravilloso hallazgo. Al fin, no pudieron contenerse y echaron a correr. Incluso el hermano Ishkari caminó más rápido. Mientras iban a toda velocidad por la orilla, olvidaron por completo su fatiga.

Gleb habría querido correr tras ellos, pero su maestro lo sujetó por la manga.

—¿Adónde vas con tantas prisas? ¿Olvidas todo lo que te he enseñado?

Martillo empuñó con firmeza aún mayor el AK-74 y observó la orilla. Maestro y pupilo se acercaron poco a poco sin perder de vista los alrededores. A pesar de las advertencias de su maestro, el muchacho contemplaba con fascinación aquel barco colosal. Lentamente se aproximaron a él. De todos modos, las brumas ocultaban gran parte del bajel e impedían admirarlo en toda su majestuosidad y grandeza.

La alegría se adueñó de Gleb. Todos los peligros y privaciones de la expedición habían merecido la pena. Por fin la habían encontrado: el Arca que iba a llevarlos a la Tierra Prometida. Mientras caminaba al lado de su maestro, el muchacho pensó en lo magnífico que sería pasear con él por las anchas avenidas de una ciudad sin peligros y respirar el aire cristalino del otoño hinchando el pecho, sin máscara de respiración. Qué lástima que sus padres no pudieran verlo. Seguro que les habría gustado. Gleb sonrió al pensarlo.

Los otros Stalkers se encontraban bastante lejos de ellos. Se habían detenido en la orilla y permanecían en silencio frente al barco. Por el motivo que fuese, no hacían nada para llamar la atención de los tripulantes. Cóndor estaba inmóvil y tenía los prismáticos pegados a los ojos.

Cuanto más se acercaron a los otros Gleb y su maestro, más fueron los detalles que se revelaron a sus ojos. El barco estaba algo escorado…, había quedado varado sobre un banco de arena. Los costados estaban cubiertos de manchas de herrumbre, como si hubiese padecido la lepra, pero lo que más llamaba la atención era que en el costado izquierdo, que hasta entonces había quedado oculto, había un boquete muy grande. El espumeante oleaje entraba y salía del barco por el boquete con un ritmo monótono, como si se hubiera tratado de un puerto. A lo largo de todo el costado se había juntado una masa negra y ondulada de algas, vigas podridas y espuma de color anaranjado oscuro. Al parecer, alguien había abandonado el crucero muchos años antes sobre el banco de arena… como uno de tantos testimonios de una época pasada. La época en la que el ser humano había decidido transformar el mundo a su placer mediante armas de aniquilación. El mundo se había transformado. Ciertamente, no como el ser humano hubiera querido. ¿Cómo es que la codicia y la soberbia derrotan siempre al buen sentido? ¿Cómo había sido posible justificar por el «bien de la humanidad» las decisiones y actos más demenciales?

Los viajeros aún contemplaban el barco con la mirada perdida.

Por supuesto que nunca se habían creído los cuentos de hadas de Éxodo, pero, en el fondo, todos ellos habían esperado un milagro.

—Ah, hermano, ¿ésa es tu Arca? —Chamán miró de reojo al sectario.

Ishkari bajó la mirada lentamente hasta el suelo y no abrió la boca. Se reconocía en sus ojos la consternación y… no, la decepción, no, más bien la extrañeza, la incapacidad de creer en lo que había visto. Y, finalmente, el cansancio. Ishkari suspiró hasta lo más hondo.

Gleb no se sentía mucho mejor que el sectario. Una vez más, había vislumbrado un destello de esperanza, y ésta se había esfumado ante sus propios ojos. Era como si hubiera tendido la mano para agarrar algo y… se hubiese encontrado sin nada entre los dedos. La visión de la maravillosa ciudad se había desvanecido de golpe, y tan sólo le había quedado la desoladora visión del oleaje estéril.

—Tendríamos que registrarlo —le dijo Cóndor al guía.

—No creo que la luz proviniera de ese barco. —Martillo le pasó el plano al luchador—. Kronstadt se hallaba en la trayectoria del rayo de luz. No sería nada probable.

—Tenemos que cerciorarnos. Vamos a verlo en persona.

Era evidente que Cóndor vacilaba. Cada día le quedaban menos hombres y no quería poner en peligro porque sí la vida de los luchadores que aún tenía a su cargo. Martillo se había dado cuenta del tormento que sufría el Stalker y dijo con decisión:

—Yo entraré. Esperadme aquí.

Martillo no le dio a Cóndor ninguna oportunidad de replicarle.

Dejó la mochila, el arma y el chaleco militar. Tras echar una ojeada al contador Géiger, se sacó la máscara, y también el traje aislante con todo lo que éste contenía. Gleb miraba furtivamente a su maestro. Una fea cicatriz le atravesaba la espalda en diagonal. En la pantorrilla izquierda se reconocía la marca de un mordisco. Tenía un surco cicatrizado en la piel del antebrazo, testigo de que en una de sus muchas escaramuzas le habían arrancado un jirón de músculo.

—¿No se te habrá ocurrido meterte en el agua? Será mejor que busquemos algún medio para que llegues hasta allí.

—Hace una eternidad que no me baño. Tal vez unos veinte años. —Martillo metió sus cosas dentro de una gruesa bolsa de plástico, se la ató al cinturón y cargó el fusil sobre el hombro—. No sé cuándo voy a tener otra oportunidad…

—¡Te quedará el cuerpo lleno de radiación!

—En tan poco tiempo, no. —Envainó el machete y se metió en el agua.

—Esto es una locura —murmuró Cóndor, y empuñó el Pecheneg que hasta entonces había llevado al hombro.

Los Stalkers observaron en tensión mientras la silueta de Martillo se alejaba. El guía nadó con brazadas fuertes y bien calculadas. Le faltaba poco para llegar al boquete en el costado del barco. Sobre el telón de fondo del crucero se asemejaba a una diminuta pulga. Al cabo de un instante, desapareció en el interior del cuerpo del gigante.

—Parece que lo ha conseguido. ¡Ese condenado tiene suerte! —Cóndor, aliviado, bajó el arma.

Martillo se izó con fuerza con los brazos y logró encaramarse a la rampa de hierro. Temblaba de frío. Abrió la bolsa y sacó sus cosas. Echó una rápida ojeada al contador Géiger. Todo estaba normal. Sintió como si le hubieran quitado un peso de encima. Encendió la linterna e iluminó las herrumbrosas entrañas del barco inundado. Una vez se hubo puesto de nuevo la máscara de respiración, miró a su alrededor y empezó a avanzar a lo largo de un mamparo. Las escaleras que encontró no inspiraban confianza, pero tampoco parecía que tuviese otra posibilidad. Martillo ascendió con precaución por los escalones podridos y llegó a una amplia sala: la sala de máquinas. En ella reinaba una atmósfera de desolación. Motores cubiertos de herrumbre, charcos anaranjados del agua que se había condensado sobre el suelo metálico, cables que colgaban, telarañas desgarradas… Un barco fantasma.

El Stalker no tardó en encontrar la salida a la cubierta del gigantesco barco, pero la inspección posterior de los camarotes no dio ningún resultado. Por todas partes lo mismo: objetos diversos tirados por el suelo, ropa sucia y medio podrida, marcos con fotografías amarillentas.

Incluso el breve registro del camarote del capitán terminó sin resultado alguno. Era como si alguien hubiese destruido intencionadamente toda la documentación. El Stalker subió por la escalera que conducía al puente de mando, pero la trampilla no se abría y tuvo que volver a salir a cubierta.

Un soplo de viento gélido le azotó el rostro. Martillo miró en todas direcciones y luego avanzó furtivamente por las galerías y escaleras exteriores hasta que por fin llegó al puente. ¿Adónde se habrían ido los tripulantes? ¿Cuánto tiempo llevaba el barco en aquellas aguas? ¿Era el Arca de la que hablaban constantemente los sectarios? Revolvió todos los almacenes y armarios en busca de algún indicio, pero no encontró nada que pudiese aclararle el destino que había sufrido el barco. Ni un cuaderno de bitácora, ni un registro de ninguna clase.

El Stalker sintió un cosquilleo en la nuca al percibir la mirada de un desconocido en la espalda, en la piel.

Martillo empuñó el fusil de asalto y se volvió bruscamente. En el camarote del capitán no había nadie, pero al otro lado de la ventana salpicada de espumas salobres vio una figura repugnante. Un pterodón.

El mutante se había posado sobre la borda y miraba fijamente los movimientos del hombre. Martillo se ocultó entre las sombras sin perder de vista al depredador. Nada contento con tenerlo allí, el pterodón emitió un chillido amenazador y desplegó sus alas con garras.

—Venga, venga, amiguito, tienes que buscarte otro lugar… —Martillo sostuvo en alto su Kalashnikov, abrió la ventana y disparó varias veces. Las balas hicieron saltar chispas al chocar contra la borda. El mutante se asustó y dio un brinco, abrió el pico y graznó, encolerizado—. ¡Fuera! ¡Vete de aquí!

Por fin, el monstruo se alejó, batió sus alas membranosas y se elevó con parsimonia hacia las alturas. Se despidió con un chillido penetrante y voló hacia el dique.

—Así está mejor…

Tan pronto como la criatura hubo desaparecido, Martillo dedicó su atención a la plataforma para hacer señales. Allí no había nada que tuviera interés por sí mismo, pero de todos modos había algo que no encajaba con el cuadro general. Como si faltase un detalle importante. Después de una nueva mirada por la ventana, el Stalker se dio cuenta de qué era. Había merecido la pena mirar por allí. Tomó nota mentalmente de este último descubrimiento y fue en busca de la salida.

Farid y Chamán se dedicaban a explorar una estrecha franja de vegetación que se había formado en la orilla. Inspeccionaron la maleza separándola con los cañones de los Kalashnikov. Nata anduvo también por la orilla y fue pateando mejillones. Miró al comandante y sonrió. A fin de matar el tiempo, Cóndor había sacado su preciado machete y estaba concentrado pasándole la piedra de afilar.

Gleb se había alejado un poco de las posesiones de su maestro y contemplaba el barco.

—¿Ése no es el Varyag? —le preguntó a Ishkari.

—No, muchacho. Tan sólo podrán contemplar el Arca quienes superen todas las pruebas sin temor. Hemos pasado muchas, pero no suficientes como para demostrarle a Éxodo nuestra fe y nuestro tesón por…

—¿Qué no han sido suficientes? —lo interrumpió Nata, que se había dado la vuelta—. ¿Has dicho «no suficientes»?

—Las pruebas y tribulaciones fortalecen el espíritu, porque los sacrificios son inevitables. Son el tributo que hay que pagar por la Redención de los que son dignos.

—¿Tributo? —La joven estaba cada vez más sulfurada—. ¿Tú piensas que Okun, Belga, Ksiva y Humo sólo han sido un tributo? Sí, claro, y tú debes de ser el más digno…

La encolerizada Nata se encaró con el sectario. Éste retrocedió, pero no dejó de lanzar miradas desafiantes a la mujer

—¡Cree y alcanzarás la salvación! Si no, te unirás a las filas de los mártires que tienen que caer para que los Elegidos se salven.

—Ah, sí, claro, los Elegidos.

Nata estaba a punto de arrojarse sobre el sectario, pero el comandante trató de tranquilizarla.

—¡Déjalo, Nata! Como si fuese la primera vez que oyes esos disparates.

—¡No son disparates, sino las doctrinas del Siervo de Éxodo! Hablas como un hereje. ¡Medita, si no quieres caer en la putrefacción igual que tus compañeros!

Cóndor no aguantaba más. Estaba a punto de saltar, pero la joven se le adelantó. Dio un brinco en dirección al sectario y se lanzó sobre él. Ishkari gritó, asustado, pero parecía resuelto a defender sus principios hasta el final.

Las máscaras de respiración cayeron por el suelo y los dos empezaron a pegarse. Al cabo de unos pocos puñetazos, la joven derribó al sectario sobre la arena y le dejó un ojo morado. La arrogancia había desaparecido del rostro de Ishkari, pero su boca, retorcida en una mueca, no dejaba de susurrar la letanía siempre idéntica, la letanía demencial.

—¡En comparación con ellos no vales nada! ¡Así que cierra la boca, asqueroso!

El hermano Ishkari miró, como acorralado, a la joven que se erguía frente a él.

—¡Que Éxodo esté conmigo! —gritó de pronto.

Y se arrojó con todas sus fuerzas contra ella. Ambos rodaron sobre la arena y derribaron también a Cóndor. Éste, fatigado, se levantó de nuevo y se lanzó sobre los otros dos para separarlos.

Los tres quedaron enzarzados. Al fin, el comandante logró ponerse en pie y separar a los dos gallitos de pelea. Sólo entonces se dio cuenta de que había perdido el machete durante el forcejeo. Miró en derredor. En la chaqueta de Ishkari había aparecido una mancha roja. El sectario se puso en pie y palpó su propio cuerpo con pavor. No, la sangre no era suya. Ishkari respiró con alivio y miró a Cóndor con total perplejidad. Este último se volvió aterrorizado hacia la joven.

Nata estaba a su lado, tumbada en el suelo con el cuerpo encogido. Respiraba con dificultad y se cubría el cuello con las manos. Pero aquella herida no se podría restañar tan fácilmente. La sangre le brotaba entre los dedos y goteaba hasta el suelo.

¡¿De dónde?!

Un poco más arriba de la clavícula de Nata asomaba la empuñadura de un machete.

—No… —El luchador se dio cuenta de lo que había sucedido y se arrojó sobre la joven, se apoyó en el suelo con una rodilla y la tomó en brazos—. ¿Cómo es posible? Yo no quería… no podía… si antes no lo hubiera…

El cuerpo de Nata se agitaba convulsivamente. Al cabo de unos instantes dejó de moverse. Los ojos de la mujer se quedaron inmóviles, con expresión de asombro. Los Stalkers contemplaron la tragedia con absoluta estupefacción.

Cóndor aulló. El comandante profirió un grito prolongado, animal, lleno de dolor y desesperación. Entonces meció el cuerpo sin vida en sus brazos y se puso a sollozar.

Ishkari estaba tumbado en el suelo, a cierta distancia. Los labios le temblaban y de los ojos le brotaban gruesas lágrimas… Sus nervios tampoco lo habían soportado.

Poco más tarde, Cóndor se puso en pie y, dando un grito, se lanzó sobre Ishkari.

—¡Has sido tú! ¡Todo esto ha sido culpa tuya! ¡Tú eres el causante de todo!

El sectario estaba tendido en el suelo, con la cabeza entre los brazos, hecho un ovillo, y soportó humildemente los golpes del Stalker enloquecido de dolor. Era imposible saber cómo habría podido terminar aquello, pero Chamán apartó bruscamente al comandante.

—¡Ya basta! ¡Ya basta, te digo! ¡Haz el favor de dominarte!

Cóndor tenía el rostro vuelto hacia el suelo con mirada ausente. Finalmente, abrió los puños ensangrentados.

En ese instante se oyeron disparos en el barco. Gleb miró en dirección hacia el mar, preocupado, y trató de encontrar la silueta de su maestro en el crucero. Pero fue en vano. De pronto se dio cuenta de lo débil que sería el grupo sin Martillo. Y de que siempre ocurría alguna desgracia cuando el guía se alejaba.

Desde que habían salido del metro los habían perseguido la mala suerte y el infortunio. El hombre había abandonado el mundo de la superficie y éste no quería su regreso. La misteriosa luz que los había atraído hasta allí se había extinguido, se ocultaba como un espíritu, un fuego fatuo. ¿Encontrarían el camino hacia la luz, hacia la esperanza, entre los terrores del mundo de la superficie? ¿Cuántos de los luchadores iban a regresar con vida? Quizá uno. Quizá ninguno.

—¿Por qué no habéis hecho detonar también un par de granadas? —Martillo se acercó a la hoguera que los viajeros habían encendido junto a la orilla—. Sois visibles a varios kilómetros de distancia.

Gleb corrió al encuentro de su maestro. Tan buen punto lo vio salir del agua sintió un enorme alivio. Martillo tendió ambas manos frente a la hoguera y se fijó por primera vez en el cadáver que habían cubierto con una tela. Por un momento se quedó absorto en su contemplación, y luego fue mirando uno por uno a todos los que estaban allí. De repente pareció encogerse y preguntó con la cabeza gacha:

—¿Qué ha ocurrido?

Cóndor le echó una mirada de reojo al guía, una mirada lúgubre, y pareció que quería decir algo, pero se lo pensó dos veces y volvió la cara hacia otro lado.

Finalmente se oyó la voz del mecánico:

—Ha sido un accidente. Se ha caído sobre un machete.

Martillo escuchó sus explicaciones sin pronunciar ni una sola sílaba. Durante todo el rato, Gleb buscó los ojos de su maestro bajo la capucha, pero el Stalker se la había puesto de manera que le cubriese el rostro como no había hecho nunca hasta entonces. Chamán enmudeció y el Stalker suspiró hasta lo más hondo.

Cóndor se puso en pie y se plantó frente al guía.

—Bueno, ¿qué vas a decirme? ¡¿Qué?! ¡Sí, yo la he matado!

—Sí, la has matado. —Martillo se puso en pie frente al comandante y le lanzó una mirada sombría directamente a los ojos—. Tú llamabas mocoso a mi muchacho, y vosotros sois como animales salvajes. Os vais a destrozar con los dientes antes de que lleguemos a nuestro destino.

—¿Ya está? ¿Eso ha sido todo? —Cóndor montó en cólera.

—Mi deber consiste en llevaros hasta vuestro destino —respondió el Stalker con voz sorda—. Eso es lo que voy a hacer. Y sólo hablaré de lo que tenga que ver con ello. —Se calló y escrutó el rostro de Cóndor—. Tú mismo te vas a castigar por lo que le ha ocurrido a esa mujer.

—Escucha, jefe —dijo entonces Chamán—. Tenemos que llevar a cabo esta misión. Y pienso que… que Martillo tendría que ponerse al frente del grupo.

El rostro de Cóndor se crispó visiblemente, pero no trató de llevarle la contraria.

Pocos días antes, al ver por primera vez al valeroso Stalker, Gleb no habría podido imaginarse que el comandante pudiese mostrar tanta indefensión y tanto abatimiento.

—Marchaos todos al diablo —dijo por fin, sin levantar los ojos.

—Ya sabéis cuáles son mis condiciones. —Martillo dispersó las brasas con la bota y apagó el fuego—. Si seguís todas mis órdenes, sin discutirlas, no morirá nadie más. ¿Lo habéis entendido todos? Los Stalkers asintieron con la cabeza. El guía se acercó al sectario, que se había sentado un poco más allá.

—Y ahora te hablo a ti, zumbado. Te aconsejo que te guardes para ti tus prédicas. Como vuelvas a abrir la boca sin avisarme, te arranco la sesera, ¿ha quedado claro?

Ishkari hubiera querido replicarle, pero Martillo lo apuntó sin ambages con su fusil. Sintió tanto miedo al ver el Kalashnikov que asintió obedientemente. Martillo se metió la mano en el bolsillo, sacó un montón de fotografías y las arrojó sobre las rodillas del sectario. En torno a Ishkari quedó esparcido un montón de postales con ilustraciones de todos los barcos imaginables.

—Para tu colección. Las he encontrado en el crucero. Pero eres tú el que se entusiasma con las arcas…

Entonces Martillo se dirigió a Farid y le entregó un poquito de una sustancia gris y maloliente.

—Mastica. Mientras dure esta marcha, no quiero que nadie nos retrase. Es un musgo. Contiene sustancias estimulantes. Siempre será mejor que los productos químicos que os metéis.

El tayiko se lo metió en la boca sin chistar, hizo una mueca, y empezó a masticar.

—La luz no procedía del crucero —continuó Martillo—, pero por lo menos ahora está claro lo que buscamos. Alguien se ha llevado el faro de señales del barco, y parece que no hace mucho. Alguien ha estado aquí antes que nosotros. Tened los ojos bien abiertos. ¿Alguna pregunta? —Los Stalkers permanecieron mudos—. Entonces, sigamos adelante. La siguiente parada será en Kronstadt.

El grupo se puso en marcha. Cóndor fue el único que se quedó al lado del cadáver de la joven.

—No puedo… no puedo abandonarla de este modo.

—Me parece que alguien tendrá que tomar la decisión por ti. —Martillo contemplaba, tenso, las nubes de tormenta que se agolpaban en lo alto—. ¡Todos a cubierto!

Los viajeros buscaron refugio bajo unos árboles no muy altos. Sus ramas, retorcidas de manera no natural, llegaban hasta el suelo. Cóndor los siguió al cabo de un instante de duda. Los luchadores se tendieron en el suelo y aguardaron sin moverse. Una gigantesca sombra descendió desde el cielo. Gleb estaba acurrucado y no se atrevía a levantar la cabeza, pero, al fin, se impuso la curiosidad. Una criatura gigantesca pasó volando sobre la orilla y levantó nubes de polvo y arena. Batía con fuerza las alas —los Stalkers se vieron atrapados en una poderosa corriente de aire— y abría surcos en la arena con sus garras gigantescas. El desconocido gigante arrastró tras de sí un verdadero torbellino de ramas, hojarasca y arena, y luego se elevó, giró majestuosamente y voló hacia el norte. El cuerpo de la joven había desaparecido. Tan sólo unos profundos surcos en la arena recordaban el lugar donde había estado.

—¡Santa Madre de Dios…! Me parece que el peligro ha pasado —susurró Chamán.

Cóndor sollozaba débilmente. Inspiraba lástima.

—Pero cómo… Nata… Esto es inhumano.

—Vámonos ya. —Martillo le dio una palmada en el hombro—. En este mundo no hay nada que sea humano.

Anduvieron sobre la tierra putrefacta y miraron con miedo a los cielos. La monstruosa criatura ya no era visible, pero la naturaleza les preparaba otra sorpresa.

En lo alto titiló de nuevo una luz brillante y todo el lugar quedó bañado en un insoportable resplandor. Un trueno ensordecedor hizo que los viajeros bajasen instintivamente la cabeza. Las primeras gotas martillearon la tierra y los salpicaron. De pronto, el rumor de la lluvia se transformó en estruendo y crepitar. Su rítmico golpeteo se volvió cada vez más fuerte y silenció las bruscas llamadas que los hombres se dirigían entre sí.

Los elementos se habían desatado. Un viento racheado sopló de cara contra los luchadores en un intento vano por detener su avance. Los viajeros se obstinaron en seguirle los pasos a Martillo, con la cabeza inclinada hacia adelante. El tenaz Stalker no parecía darse cuenta del mal tiempo, sino que caminaba infatigablemente con sus botas militares sobre la mugre del camino.

Gleb se quitó el agua de los anteojos y anduvo en pos de su maestro sin pensar. Uno, dos, uno, dos. No se desvió. Un único pensamiento daba vueltas en su cabeza: que todo aquello terminase rápido. Estaba fatigado de cuerpo y de espíritu. Harto de abrigar esperanzas, de aguardar con devoción un milagro, de defraudarse, de temer. Ya no lo ayudaba pensar en la tierra de sus sueños. Lo único que aún sentía era un sordo agotamiento, apatía, y la tierra húmeda bajo sus pies.

Uno, dos… Gleb se volvió, abstraído, y vio a Farid. El luchador vacilaba, sus piernas no lo obedecían, pero seguía adelante con testarudez. Le pareció que le había guiñado un ojo, como si hubiera querido decirle: «¡Ten valor, muchacho, lo vamos a conseguir!» Gleb se avergonzó. Había vuelto a acobardarse, aunque los demás estuvieran mucho peor que él.

Farid estaba herido, Cóndor se maldecía a sí mismo por la absurda muerte de Nata, Ishkari estaba abatido porque su mito del Arca se había hecho pedazos.

De pronto, el muchacho se sorprendió a sí mismo al decir en voz alta:

—Mi padre decía que en la tierra hay muchos otros lugares como nuestro metro. En otras ciudades, en todo el mundo. Decía que llegaría un momento en el que todos ellos contactarían, se visitarían los unos a los otros y comerciarían.

—¡Que tus palabras lleguen a oídos de Dios! —le respondió Chamán.

El tayiko se animó y declaró con satisfacción:

—El metro de Moscú es el más grande. Me lo explicó mi tío.

—¿Y no te dijo nada sobre el de Londres? —replicó entonces Martillo—. El más grande es el de allí.

—¿Cómo que el de Londres? Mi tío hizo negocios en Moscú. Luego se marchó a Piter.

—Sí, en su día excavaron túneles semejantes a lo largo y lo ancho de la madrecita tierra —dijo el mecánico, y se volvió hacia Ishkari—. ¿Por qué no dices nada? Antes no callabas nunca.

El tayiko sonrió.

—Martillo le ha prometido que le pegará un tiro en la cabeza si habla. Por eso está callado.

Como si alguien se lo hubiera ordenado, los Stalkers se echaron a reír. Así se rebajó un poco la tensión.

Chamán suspiró, perdido en sus ensueños.

—¡No puedo hablar por otros países, pero los nuestros han lanzado sus señales al éter! Era una señal débil. Probablemente provenía del transformador que se encuentra cerca de aquí. ¿A ti qué te parece, Martillo? ¿Vamos a encontrar una luz al final del túnel?

El guía no respondió en seguida, sino que pareció titubear y tensó la correa del fusil.

—No me gustan las conjeturas. Si sobrevivimos, ya nos enteraremos. Y vamos a sobrevivir, ¿verdad que sí, Gleb?

—¡Sí, vamos a sobrevivir!

El muchacho sonrió, más animado. También los demás se dejaron contagiar por su buen humor y empezaron a andar a mayor velocidad. No en vano había dicho Ksiva que las palabras tienen una gran fuerza. Lástima que no lo tuvieran ya con ellos. Fuerza era lo que iban a necesitar. Se hallaban frente a la ciudad. Gleb presintió que encontrarían allí las respuestas, y que las respuestas no los defraudarían. Así es la naturaleza del hombre: por mal que se vea, no abandona jamás la esperanza.