La carretera atravesaba en un trazo resuelto y rectilíneo la bahía del Neva y desaparecía a lo lejos. Los Stalkers avanzaron por el dique[14] sin dejar de mirar al agua con ojos recelosos. El viento penetrante les agitaba la ropa. Las olas espumeantes se estrellaban sin cesar contra la barrera erigida por la mano del hombre. Por encima del borde de la mole se alzaban de tiempo en tiempo salpicaduras espumeantes como fuegos artificiales. Los elementos estaban furiosos, como si quisiesen expulsar a sus huéspedes no invitados
Los viajeros llegaron a una extraña edificación que recordaba a un puente. Una hilera de torres de planta rectangular, totalmente cubiertas de herrumbre, sobresalía por la izquierda.
Martillo echó una ojeada al plano.
—Es el Drenaje D-1. Después hay otro. Tenemos siete kilómetros de camino por el dique hasta llegar a la isla. ¿De dónde dices que provenía la luz?
—Y yo qué sé. De alguna parte de Kronstadt. —Cóndor examinó la construcción—. Escuchadme bien: a partir de aquí, vamos a tener que estar pendientes de los detalles más nimios. Nuestros «contactos» podrían encontrarse muy cerca. Seguramente tendríamos que hacer también una batida por estas instalaciones. ¿Qué piensas tú, Stalker?
Martillo se encogió de hombros. Los luchadores recorrieron el techo de hormigón del drenaje y examinaron todas sus grietas y recovecos. Luego levantaron una de las tapaderas y descendieron al interior de la instalación. Tinieblas, humedad y el estruendo del agua… fue todo lo que los Stalkers descubrieron en el curso de su precavida exploración por el interior del drenaje. Iban ya de camino hacia fuera cuando tropezaron con un cuarto repleto de trastos muy deteriorados: latas vacías, herramientas, rollos de cable…
Gleb había entrado en la habitación para echar una ojeada, y entonces pisó una cosa blanda y elástica. La cosa emitió un penetrante silbido bajo sus pies. Martillo reaccionó al instante. Obligó al muchacho a retroceder y apuntó al suelo con el cañón de su arma. A la luz de la linterna vieron una manguera de goma que salía de una semiesfera de color negro.
El Stalker gruñó una maldción y bajó el Kalashnikov.
—No pierdas el suelo de vista. Esto no es ningún paseo.
—¿Qué es eso? —Gleb miraba con pavor desde detrás de la espalda de su maestro.
—¿Es que nunca has visto nada semejante, amiguito? Es una bomba de aire. Si la bloqueas con el pie, se llena de aire.
Una bomba de aire… ¿No había unas que eran de agua y que se utilizaban para sacar la que se metía en la estación? El muchacho contempló con interés su hallazgo. Se acordó de lo complicado que había sido siempre calentar las viejas estufas de la Moskovskaya. Pensó que con un aparato como ése habría sido posible aventar los carbones para que prendiese la llama sin necesidad de agacharse. ¡Cuántas cosas útiles se habían inventado en tiempos pretéritos!
El grupo regresó al camino. Llegaron hasta el otro drenaje sin ningún incidente. Farid era el único que se empeñaba en mirar de reojo las olas, y por ello tropezó en varias ocasiones.
Por supuesto, Ksiva no pudo mantener cerrada la boca.
—¿Qué es lo que miras?
El tayiko suspiró pesadamente y señaló con la cabeza hacia el otro lado, hacia los edificios que a duras penas se perfilaban en el horizonte.
—Ahí está el metro. Mi hogar.
—¿Tu hogar? Yo pensaba que no eras de San Petersburgo.
—No viví allí durante mucho tiempo, casi ni me acuerdo. Hace mucho que estoy aquí. Ésta es mi casa.
—¿Cómo viniste a San Petersburgo?
—Tenía diez años. Vine para visitar a mi tío. Para ver la ciudad. Era hermosa. —Farid se calló durante unos instantes—. Entonces Shaitan hizo temblar la tierra. Fue horrible. Mi padre murió, y también mi tío. Sólo yo quedé con vida.
Martillo iba en cabeza y caminaba más despacio que antes. La niebla que se cernía sobre el dique era cada vez más densa. Una bruma de color azul grisáceo envolvía el trecho de camino que se hallaba más adelante. Los viajeros pasaron poco a poco frente a las torres puntiagudas ya familiares que coronaban el siguiente drenaje. Entonces, el contador Géiger se puso a dar señales.
—Vaya. Esto indica valores elevados. Justamente ahora.
—Aún se puede soportar. —Martillo echó una ojeada al cuadrante—. Prosigamos, pero con precaución.
Avanzaron poco a poco, siempre adelante, a través de la niebla, hasta un lugar en el que la carretera se interrumpía de pronto. Se vieron frente a un barranco de bordes irregulares, producto de un derrumbe. Oyeron el agua que chapoteaba unos nueve metros más abajo. Las piezas de hormigón armado se habían roto, despedazadas por la desconocida fuerza que había abierto aquel boquete gigantesco. La niebla ocultaba el lado opuesto del abismo.
—Tremendo. —Cóndor se agachó en el borde de la brecha y miró hacia abajo—. Me gustaría saber cómo se cargaron esto. Parece que hubiera habido un bombardeo.
—De eso nada. —Martillo le señaló los bordes deformados de los puntales—. ¿No ves en qué dirección iba la onda de choque? Colocaron minas bajo los soportes. Provocaron una explosión. El resto lo ha hecho el agua.
—¿Un sabotaje? Pues me gustaría saber quién lo organizó.
—No lo vamos a saber jamás.
—¿Y ahora qué hacemos, Martillo?
—Lo mismo que otras veces…: vamos a pasar al otro lado.
Cóndor miró con incredulidad al agua.
—¿Y cómo lo haremos?
—A nado. ¿Verdad que todos nosotros sabemos nadar?
Los luchadores miraron estupefactos a Martillo. Gleb se estremeció. No pudo evitar acordarse de la pesadilla de la noche pasada.
—Sí, claro, dentro del metro todo el mundo aprende a nadar. ¿Qué es lo que tienes en la cabeza, Stalker?
—Yo sí puedo —dijo Farid en voz baja—. Ha pasado mucho tiempo, pero aún recuerdo cómo se hacía.
—Yo también —dijo Chamán.
—Hum, esto no es ninguna maravilla. —Martillo miró con escepticismo al destacamento. Su mirada se entretuvo en los fusiles de asalto, en los chalecos militares con los bolsillos llenos, en las mochilas de los Stalkers—. Entonces vamos a tener que hacer acrobacias, como se suele decir.
Dio un par de zancadas frente al abismo y luego llamó a Gleb.
—Pásame eso. —El maestro tomó la bomba de aire que el muchacho había atado a su mochila—. Acabo de darme cuenta de que te habías llevado un souvenir.
Gleb estaba a punto para aguantar la bronca, pero no parecía que el Stalker tuviera prisa por pegársela.
—Dime, ¿no habrás visto una mochila así de grande al lado de la bomba de aire? —Martillo abrió de manera cómica los brazos—. ¿O un fardo, una bolsa…?
—Sí, había una mochila. —El muchacho miró con cautela a su maestro—. Y a su lado había dos palas.
—Perfecto. Has hecho bien, muchacho. Tengo que alabarte por tu atención a los detalles. —Martillo dio una palmada en la espalda a su pupilo y se volvió hacia Cóndor—. Vamos a retroceder hasta el primer drenaje. A menos que queráis aprender a nadar…
—¡Venga, venga, no seas haragán! —Chamán no dejaba descansar a Ishkari.
El sectario miró con desagrado al mecánico y siguió hinchando la lancha. La rítmica entrada de aire hacía que los costados de la embarcación fuesen cada vez más redondos. La goma, cubierta de manchas de moho, olía a humedad, pero no parecía que eso molestara en absoluto a Chamán. Sus ojos brillaban, como siempre que se le presentaba una oportunidad de emplear medios técnicos anteriores a la guerra.
—¡Y eso no son palas, muchacho! —El entusiasmado Chamán comprobaba la lancha por todos lados—. ¡Eso son remos! —le dijo a Gleb—. ¿Nunca habías visto ninguno? Y esto de aquí son los toletes. Sirven para sujetar los remos.
—Déjalo en paz. —Humo empezó a fumarse un nuevo cigarrillo con fruición—. ¿No ves que el muchacho está muerto de cansancio? Gleb no podía apartar la mirada de la negra superficie de las aguas. Su interminable corriente penetraba por la brecha. Súbitamente, de manera incomprensible, la sensación de ahogo pasó del sueño a la realidad. Sintió el deseo de arrancarse la máscara y de respirar con la boca muy abierta. De meter en su interior el aire frío del otoño, de tragárselo, de emborracharse con él. Un río de sudor descendía entre sus hombros. El mundo empezaba a dar vueltas a su alrededor.
—¡Eh, ten cuidado! —Martillo agarró a su pupilo y lo apartó del borde del abismo—. Empieza por sentarte y respira con calma. Bien. Mira hacia el suelo. ¿Qué hacías con la máscara? Póntela bien. Sí, así. ¿Puedes respirar? Aspira… espira… bien.
La cabeza de Gleb dejó de dar vueltas, el temblor se había calmado. El muchacho se puso en pie. Su fugaz instante de debilidad lo avergonzaba. Sobre todo porque los Stalkers se habían dado cuenta. Miró de reojo a su maestro. ¿En cuántas ocasiones Martillo se había visto obligado a cuidar de él como de un mocoso indefenso? El muchacho recordaba cómo había quedado atrapado en el búnker y que Ksiva se había reído de él.
—¿Ya te encuentras mejor?
—Sí. —Gleb se frotó con amargura los cristales de la máscara.
—No te preocupes por lo que te ha sucedido. No estás acostumbrado. Después de una vida entera en el subsuelo, todo esto te resulta extraño. —Martillo se volvió hacia los demás—. Vamos. Nos esperan.
Los Stalkers arrojaron la lancha al agua. Farid ya se había sentado y sujetaba el cabo.
—No podrá llevar a más de tres a la vez. —Cóndor se encaminó hacia la lancha—. Martillo, tú vendrás con nosotros en el primer viaje.
—Llevad a Gleb.
—No. Tú conoces el camino, así que ven ahora conmigo. Te voy a necesitar.
Martillo bajó detrás de Cóndor por la brecha. Gleb se sentó prudentemente en el borde y miró mientras los Stalkers descendían por la cuerda. La lancha pareció doblarse bajo los tres pesados cuerpos, pero en seguida encontró su equilibrio sobre las aguas. Un momento más tarde, su silueta desapareció entre la bruma de color lechoso. Los que se habían quedado atrás escucharon en tensa espera. Parecía como si el mismo aire se hubiera vuelto más denso. Más denso y más viscoso. Los envolvía y los aplastaba.
—Esto no me gusta. —Ksiva se movió, nervioso, y empuñó el fusil de asalto más cerca del cuerpo—. Habría sido mejor zarpar desde la orilla. Allí la niebla no es tan densa y tampoco habríamos tenido que bajar por estos hierros.
—Las orillas están empantanadas —le explicó el mecánico—. Allí hubiéramos encontrado todas las porquerías imaginables. Quizá algas, quizá también otras cosas. Martillo dice que es mejor no acercarse por allí.
Oyeron que Farid los llamaba desde abajo. Sujetaba el cabo con la mano y les decía que bajaran a la lancha.
—Parece que ésos ya han llegado al otro lado. —Chamán inició el descenso—. Nata, sosténme el Kalashnikov. Esta porquería se me cae.
Como se había quedado con su fusil de asalto, Nata fue la siguiente en bajar, de modo que Gleb tampoco pasó esta vez. Entonces necesitaron al robusto Humo en el otro lado. No lograban sujetar algo, y las confusas explicaciones del joven Farid no fueron suficientes para comprender el qué. Gennadi se tumbó sobre la lancha, con los ojos muy abiertos, y no se atrevió a moverse. El tayiko logró colocarse a su lado y volvió a remar. La sobrecargada lancha desapareció de nuevo entre las brumas.
Ya sólo quedaban tres. Gleb miraba con nerviosismo a Ksiva. Aquel tío raro cambiaba de humor unas treinta veces al día. Tanto podía contar chistes como contestarte mal. El muchacho no sabía lo que podía esperar del veleidoso Ksiva, y por esa razón permaneció cerca del hermano Ishkari. Por lo menos, en el caso de este último estaba muy claro lo que se podía esperar de él.
—¡Por fin! —Nada más ver la lancha, Ksiva inició el descenso—. Eh, tú, exodiano, baja detrás de mí.
—¿Y yo? —Gleb ya se dirigía a agarrar la cuerda.
—¿Qué más da, muchacho? Ishkari no lleva ningún arma. Espérate ahí.
Entre violentos resuellos, el sectario desapareció tras el borde de la brecha. El muchacho se quedó solo. Ser consciente de ello lo asaltó igual que el frío que se cuela por debajo de una colcha mal puesta. Inexorablemente, la angustia penetraba en su interior, se imponía a su buen criterio, por mucho que tratara de librarse del vergonzoso sentimiento. ¿Qué podía temer? Gleb miró a su alrededor. La niebla, el camino. No se veía ni un alma. De súbito, una racha de viento arrastró jirones de niebla blanquecina y dejó al descubierto una silueta solitaria y extraña sobre el asfalto. Estaba inmóvil a cierta distancia.
Gleb sacó la pistola a la desesperada y apuntó. Su propio aliento le retumbó como un trueno en los oídos, el corazón se le aceleró. De pronto se acordó de la extraña historia que les había contado Ksiva: «…de pronto vimos en el cruce a un tío que llevaba puesta una túnica de penitente. Estaba en medio de la calle, inmóvil como una columna. Era imposible, totalmente imposible, ver el rostro oculto bajo la capucha… ¡Se puso en cuclillas tan sólo un momento y luego pegó el salto! ¡Pasó sobre el alero del tejado y luego desapareció!» El muchacho se echó a temblar. Los dedos se le agarrotaron en el gatillo, pero el buen juicio se impuso a tiempo. Los pensamientos se apelotonaban dentro de su cabeza: «¿Una ilusión óptica? ¿O no? Ah, da igual. será mejor que no me precipite». Gleb apuntaba en una dirección con la pistola, y luego en otra, y escudriñaba a través de la niebla. No vio nada.
Oyó a su espalda el chapoteo de los remos. El muchacho retrocedió hasta el borde del abismo, enfundó el arma con un movimiento tenso, agarró la cuerda y se obligó a sí mismo a bajar. Se dio impulso con los pies para alejarse de los travesaños de metal e inició el descenso. De pronto, el rumor de las aguas se había vuelto mucho más fuerte, y, una vez más, el mundo empezó a dar vueltas a su alrededor. Gleb pasó con prudencia entre las piezas de armazón metálico que sobresalían. Echó una rápida mirada hacia arriba: se encontraba muy lejos del borde y a duras penas alcanzaba a verlo entre el manto de niebla. ¿Eran los irregulares contornos de la brecha los que podían adoptar formas extrañas? ¿O lo había visto de verdad? ¿Era el desconocido con la capucha que se había inclinado sobre el abismo y observaba a Gleb?
Por un instante, sintió que las manos le flaqueaban. Soltó la cuerda. La agrietada pared de granito pasó por su lado a una velocidad vertiginosa. Se estrelló contra el fondo, en un remolino de aguas heladas. Gleb abrió los ojos. A ambos lados se alzaban los firmes costados de la lancha.
—¡Shaitan! —Farid lo miraba con ira desde su puesto—. ¿Es que te has vuelto completamente loco? ¿Por qué has saltado? ¡Me has dado un susto de muerte!
—Disculpa. —Gleb se incorporó de medio cuerpo y se sentó de manera más cómoda—. He resbalado.
El tayiko se aplicó a los remos. Las anillas que los sujetaban crujieron rítmicamente, y la lancha se deslizó de manera acompasada sobre las aguas. Gleb miró por última vez hacia arriba. No importaba ya si había alguien o no, y decidió no contarle nada a Farid. Los hombres no habrían hecho más que burlarse de él.
A medio camino, la corriente se volvió más fuerte. El luchador remó con más fuerza, siempre hacia la izquierda. Cuanto más se alejaban del borde de la brecha, más aliviado se sentía Gleb. El fatigado muchacho había apoyado la espalda en la borda de la lancha, y entonces sintió un golpe violento bajo el fondo de la embarcación. Gleb se puso en pie como si lo hubiese picado una tarántula. En el mismo instante algo le arrancó de las manos el remo derecho a Farid y se llevó por delante también la anilla que lo sujetaba.
El tayiko se quedó mirando al agua, boquiabierto, hasta que, de pronto, una mano de color verde oscuro con tres dedos se agarró a la borda. Farid gritó y, dejándose llevar por sus reflejos, empujó con el otro remo. Los dedos volvieron a esconderse en las aguas oscuras y dejaron un rastro de limo en la borda. El tayiko se puso de pie en la proa y empezó a remar desesperadamente con el remo que le quedaba. El agua burbujeaba y espumeaba a su alrededor.
Por un instante emergió la joroba verde azulada de una extraña criatura. El muchacho, llevado por el pánico, se agarraba a la maroma que circundaba la borda. Tuvo que ser el grito de Farid lo que lo sacara de su estupefacción:
—¡Haz algo, pequeño! ¡Dispara!
Gleb empuñó la Pernatch e hizo unos disparos estruendosos. Las balas se hundían en el agua y levantaban pequeños surtidores. Como en respuesta, la superficie del agua se puso a borbotear y a llenarse de cuerpos alargados y flexibles que nadaban alrededor de la lancha. Una criatura turbadora, que recordaba vagamente a un hombre, se alzó en el vacío chorreando aguas espumeantes. El muchacho no sabía qué era. Tan sólo sus largas extremidades, semejantes a patas de animal, relucieron a la luz de su linterna. Gleb le disparó de muy cerca y el anfibio retrocedió. El cuerpo del mutante se hundió pesadamente en las aguas y dejó en la superficie unas manchas parduzcas de sangre.
—¡Viene por detrás! —gritó Farid, que se había vuelto en el momento justo.
Gleb se dejó caer instintivamente en el fondo de la lancha y levantó ambos brazos. Sintió un crujido en el casco que llevaba puesto. Unas fauces muy abiertas, provistas de dientes pequeños y afilados, pasaron sobre él. El resbaladizo monstruo no alcanzó su objetivo y volvió a caer al agua por el otro lado de la lancha. El muchacho le disparó a la espalda. Luego se arrodilló y miró a su alrededor.
Divisó entre la niebla la otra pared de la brecha. Al lado de ésta, los restos de una pequeña embarcación volcada flotaban sobre las olas. Nata y Martillo se hallaban sobre su masa oxidada. Ambos habían divisado con la mira óptica la lancha que se acercaba. Tan pronto como un nuevo y repugnante cráneo emergió a la superficie, lo hicieron añicos con un par de disparos simultáneos. Entonces se oyó el estampido de armas de fuego en lo alto: los Stalkers disparaban sobre los mutantes desde el dique. Al ver a su maestro, Gleb recobró el coraje. Aquello iba a terminar. Faltaba poco.
Otro anfibio emergió de las aguas y se arrojó sobre la espalda de Farid. El luchador gritó, dejó caer el remo en el agua y trató de sacudirse a la bestia de encima.
Gleb soltó la pistola y fue a ayudarlo. En cuanto vio que no lograba arrancar al resbaladizo monstruo del cuerpo del tayiko, sacó el machete y hundió la hoja de metal en el cuerpo escamoso. El anfibio siseó y se dejó caer por la borda con el cuerpo convulso. Farid se desplomó sin fuerzas sobre la lancha. El traje aislante del Stalker estaba rasgado por varios puntos de la espalda y sangraba abundantemente. La veloz corriente arrastraba la lancha hacia un lado.
—¡Agarra eso!
Le arrojaron desde arriba un cabo que se desenrolló en el aire. Como por un milagro, Gleb aún no se había caído al agua. Agarró el cabo, tiró de él y lo ató a una abrazadera de la proa. La lancha dio una sacudida y volvió a acercarse lentamente al dique. Una vez más, reinaba a su alrededor un estruendo infernal. Los Stalkers disparaban contra la turbia superficie de las aguas a fin de mantener en jaque a los mutantes. Las aguas se habían teñido de púrpura. Aquí y allá flotaban repulsivos cadáveres escamosos. Farid gimió mientras trataba de arrodillarse. Gleb sostenía la Pernatch en alto y la recargaba con movimientos frenéticos. Entretanto, la proa de la lancha había chocado contra la quilla de la barcaza naufragada. Nata acudió para ayudar al muchacho a sacar de allí al tayiko.
—¡Hacia arriba, de prisa! —Martillo disparaba ráfagas aisladas contra el agua, que se había transformado en una espesa sopa de pescado.
Cargaron con Farid hasta un cúmulo de cascotes de hormigón, resultado del derrumbe, que emergía de las aguas. Nata sujetó un gancho en el cinturón del luchador y tiró de la cuerda para asegurarse de que no se soltara. El cuerpo del herido empezó a ascender lentamente.
—¡Ahora tú! —Nata empujó a Gleb hacia los restos del dique—. Eso de la derecha es una reja. Trepa por ahí. Yo os cubro.
El muchacho trepó por las planchas de metal destrozadas y saltó desde allí hasta la reja de refuerzo por la que tendría que ascender.
Nata lo siguió. La reja temblaba y se balanceaba bajo sus pies. Gleb se detuvo un momento y la joven lo instó con desagradables gritos a seguir adelante. El muchacho vio a su maestro con el rabillo del ojo. Martillo se sujetaba el gancho de la cuerda en el cinturón mientras que los demás se llevaban del borde del abismo al herido Farid. Al fin, apareció en lo alto una mano que agarró al muchacho por el cuello del uniforme y tiró de él sin contemplaciones.
Entonces se oyó un estrépito, se levantó una polvareda y, de súbito, como en cámara lenta, la reja de refuerzo crujió terriblemente y empezó a desprenderse de la pared. Abajo se oyó un grito de espanto. La joven estaba agarrada con las manos a la reja y se dio la vuelta en su desesperación.
—¡Nata! —gritó el comandante—. ¡Vuelve a bajar!
La estructura metálica sufrió una sacudida y se soltó un poco más. La joven descendió tan rápidamente como le fue posible. La enorme reja se venía abajo a una velocidad cada vez mayor y habría aplastado a Nata si la joven no hubiera saltado sobre el montículo de granito y hubiese rodado hacia un lado. La gran masa de metal se precipitó hasta el fondo e hizo saltar por los aires columnas de agua y cascotes de hormigón.
—¡Ve hacia la lancha, Nata! ¡Hacia la lancha!
La polvareda no permitía ver lo que sucedía allá abajo. Entonces, de pronto, una figura solitaria emergió de la nube de polvo y saltó sobre la borda de la lancha.
—¡Tira! —gritó Cóndor.
Humo agarró el cabo, la enrolló varias veces en torno a su poderosa zarpa y tiró con todas sus fuerzas. La lancha subió bruscamente hacia arriba por encima de los restos de hormigón. Nata, desesperada, se agarraba con ambas manos al asiento de madera.
—¡Allí! ¡Están allí! —gritó Gleb, que no había dejado de mirar las aguas.
La superficie del mar bullía de nuevo. Cuerpos ágiles saltaban fuera y se arrojaban con todo su peso contra la lancha. La mayoría de los anfibios rebotaba contra sus elásticos costados y luego se hundía de nuevo en las profundidades, pero algunos se aferraron a la goma con los dientes y quedaron peligrosamente cerca de Nata. Se oyó el silbido del aire al escapar de uno de los costados, que empezaba a deshincharse. Las criaturas colgaban como un racimo de ambos lados de la lancha y tiraban de ésta hacia abajo simplemente por el peso. Humo gimoteaba, gritaba, abría largos surcos en el suelo con los pies, pero, al fin, no pudo seguir. La fuerza que tiraba de la cuerda en sentido opuesto era demasiado fuerte.
—¡Qué hacéis ahí parados! ¡Ayudadlo! —gritó Cóndor.
Los luchadores rodearon a Humo y lo ayudaron a tirar. Una y otra vez fracasaron en su empeño, pero, al fin, la lancha empezó a subir. En ese mismo instante, la cuerda tocó el borde afilado de una viga de hormigón y se partió. Los Stalkers rodaron sobre el asfalto.
La lancha y las bestias aulladoras cayeron al mismo tiempo sobre los cascotes de hormigón. Humo se puso en pie y gritó, tomó carrerilla y saltó al abismo. Gleb miró boquiabierto cómo el gigantesco cuerpo caía al vacío sin dejar de mover nerviosamente las piernas. Estuvo a punto de parársele el corazón cuando los doscientos kilos del barrigudo se estrellaron contra la quilla de la barcaza que emergía de las aguas. El casco de la embarcación resonó como una campana. El muchacho cerró con fuerza los párpados, pero la curiosidad se impuso. Humo se incorporaba poco a poco. Por increíble que pudiera parecer, los huesos del mutante habían aguantado el impacto sin sufrir ningún daño. El gigante desenvainó un enorme machete y se arrojó sobre los restos de la lancha. Los anfibios se encogieron bajo sus despiadados tajos. Brazos y rabos seccionados volaron en todas direcciones. Humo anduvo por la orilla dejando un rastro de cadáveres resbaladizos, pero no vio por ninguna parte a la joven. Regresó a la barcaza volcada y se esforzó por encontrarla en las turbias aguas.
—¡Humo!
Por fin, el mutante vio a Nata, y respiró aliviado. La joven se hallaba sobre un reborde de hierro a unos cuatro metros de la superficie. Nadie sabía cómo había logrado saltar hasta allí desde la lancha. Pero Martillo también la había visto y bajó con la cuerda para rescatarla. Humo profirió un grito triunfal y levantó hacia el cielo sus gigantescas manos. Entonces, la herrumbrosa barcaza tembló bajo sus pies y empezó a hundirse en el agua. Las repugnantes criaturas salieron de todas partes para arrojarse sobre el luchador. Los Stalkers abrieron fuego, pero todo fue en vano. En cuestión de segundos, el mutante desapareció bajo las aguas, sepultado por una montaña de cuerpos resbaladizos. Gleb apretó los puños hasta que le dolieron y gritó junto con todos los demás. Dejaron de disparar. Los Stalkers contemplaron con horror las aguas revueltas y gritaron al aire su impotencia.
El rostro de Martillo apareció en el borde del abismo. El guía se agarró a una plancha metálica, se apoyó en ella y trepó hasta arriba. Llevaba a Nata cogida a su espalda, aferrada con manos y pies al cuerpo del Stalker. La joven se deslizó hasta el áspero hormigón y empezó a sollozar.
—Déjalo, todo ha terminado. No puedes hacer nada. Deja de llorar. —Cóndor la abrazó y trató de calmarla, aunque él mismo no se sintiera mucho mejor.
Ksiva gritaba maldiciones. Arrojó una granada al vacío. La violencia de la explosión agitó fuertemente las aguas.
—¡Basta ya! —Cóndor se puso en pie y contempló a los suyos con mirada severa—. Agarrad al mocoso. Cargad con Farid. Seguimos adelante. ¡Tú nos guías, Martillo!
La carretera atravesaba en un trazo resuelto y rectilíneo la bahía del Neva y desaparecía a lo lejos. Los Stalkers avanzaron por el dique sin dejar de mirar al agua con ojos recelosos. El viento penetrante les agitaba la ropa. Las olas espumeantes se estrellaban sin cesar contra la barrera erigida por la mano del hombre. Los elementos saludaban con su espuma a los generosos huéspedes. Habían aceptado su dádiva.