La naturaleza había necesitado varias décadas para recobrar el territorio del que anteriormente se había adueñado el hombre. Al hombre, en cambio, le habían bastado unas pocas horas para destruir los logros y éxitos de varios milenios. En un breve instante todo desapareció por culpa del más peligroso de los pecados que aquejan al alma humana: la codicia. Ésta fue la causa de que a lo largo de los siglos las ciudades ardiesen y las civilizaciones se derrumbaran. El hombre no se detuvo nunca por ello. Alimentó, cultivó y preservó metódicamente su mayor pecado. Ni quería confesar su culpa ni era capaz de compartir nada con nadie. Pero sí había aprendido a sentir envidia. La codicia cegó al hombre en aquel día memorable.
La codicia restará para siempre junto al cadáver mordisqueado de la humanidad mientras quede vida en los últimos túneles de metro.
La fatigada luz del cielo que desapareció tras el horizonte entregó las regiones costeras del golfo a las criaturas de la noche. Los gritos de depredadores hambrientos surcaban el aire frío. Su sencilla y monótona vida había abandonado su ritmo habitual por culpa de los extraños que habían emergido del bosque. Olían de manera extraña, se movían —todavía era más extraño— sobre dos miembros y cazaban con absoluta desvergüenza en territorios que ya habían sido repartidos hacía tiempo. En una palabra: forasteros.
Diez figuras cautelosas avanzaban por la selva ocultas en la penumbra. Al final de la hilera iba un individuo que se distinguía visiblemente de los demás por su llamativa estatura. Cada cierto tiempo se detenía, miraba en torno a sí y recorría con la boca de su pesado fusil ametrallador la espesura que crecía al borde del camino.
—No tengo ni idea de qué puede ser… —Humo hizo una mueca—. Huele a podrido.
—Eso está claro —corroboró Ksiva—. Como si alguien hubiera muerto.
Era cierto: el olor a podredumbre penetraba cada vez con mayor fuerza por sus filtros de respiración. Gleb arrugó la frente y trató de reducir a la mitad la frecuencia con la que tomaba aire…, pero fue en vano. El repugnante olor le daba arcadas.
—Vuelve a consultar el plano, jefe. ¿Qué nos espera más adelante? —Chamán estaba tenso y miraba al frente.
Cóndor desplegó el plano de bolsillo.
—El parque Sergiyevka. Y aquí tenemos una anotación a mano: IIB…
—Instituto de Investigación Biológica. —Martillo no prestaba atención al hedor y caminaba animadamente sobre la estrecha franja de asfalto—. Dentro de poco tendremos que tomar un sendero, y a la izquierda, sobre una elevación, veremos los edificios del instituto.
—Sí, eso es lo que dice el plano. —Ksiva miraba de un lado para otro con nerviosismo—. Quién sabe lo que encontraremos después de tantos años…
El luchador calló a media frase. El bosque terminaba de pronto y entonces apareció ante sus ojos un sorprendente paisaje. Un camino ancho, sin asfaltar, atravesaba el que ellos seguían: por la derecha continuaba hasta la orilla del golfo de Finlandia, a la izquierda ascendía hasta el esqueleto de un antiguo edificio. A lo largo de su breve viaje, Gleb había visto en muchas ocasiones ruinas semejantes, pero no fue el edificio lo que llamó la atención de los viajeros. De un extremo a otro, el sendero rebosaba de unas plantas extrañas: tallos de un color amarillo grisáceo, de un palmo de alto, rematados por unas pequeñas caperuzas de las que rezumaba un moco de color marrón. Cubrían toda la superficie de uno a otro margen del camino. Gleb llegó a creer por un instante que aquellas asquerosas criaturas se movían levemente.
—Falos perrunos, no cabe duda. —La joven se agachó frente a ellos y contempló de cerca un espécimen de la insólita criatura que habían descubierto.
—¿Un falo qué?
—Es un tipo de seta. Pero no se puede comer. Son iguales que en el libro. Pero un poco más grandes.
—¿Son setas? —Ksiva se agachó a su lado—. No tenía ni idea de que fueras tan experta…
—Cierra el pico. ¿Y yo qué le voy a hacer si mi familia tenía un solo libro? Una enciclopedia botánica. —Nata siguió examinando las feas y apestosas criaturas que se habían extendido por todo el claro.
—¿No serán alucinógenas? ¿Y si nos llevamos un par de kilos para los colillas?
—¡Serías capaz de venderte el alma, Okun! —Farid le sonrió.
—Depende de lo que me dieran a cambio… —Okun le guiñó un ojo a su amigo—. Entonces, el hedor procede de esta seta.
—Lo emplean para reproducirse. —Nata empujó con el pie el espécimen más cercano—. Ese olor atrae a las moscas y son ellas las que transportan las esporas.
—Qué criaturas más repugnantes. —Ksiva hizo una mueca
Entretanto, Martillo también se había acercado y miraba de cerca las setas.
—Si sólo atraen a las moscas, no pasa nada. Pero tengo la sensación de que…
Como para confirmar sus sospechas, un leve aroma se extendió por el claro cubierto de setas, y entonces se oyó un zumbido cada vez más fuerte y molesto. El aire que poco a poco se iluminaba con la primera luz del alba se enturbió con decenas de millares de diminutos insectos.
—Diablos de los pantanos —gimió desesperado el guía.
Los luchadores lanzaron una mirada interrogante al Stalker. Éste retrocedió poco a poco, sin perder de vista a la bandada de moscas cada vez más densa que revoloteaba sobre el claro. Gleb fue el primero en reaccionar. Saltó al camino, arrastró tras de sí a su maestro y corrió hacia el margen contrario, donde volvía a empezar el bosque. Los demás los siguieron.
—¡Esto cada vez me parece menos divertido! —murmuró Gennadi mientras corrían—. ¡¿Es un déjà vu, o es verdad que volvemos a correr?! ¡Esto no es ninguna marcha! ¡Es una verdadera maratón! Los luchadores llegaron al otro lado del claro, y fue entonces cuando se dieron cuenta de que faltaba alguien. Al darse la vuelta, vieron al sectario. Ishkari no los había seguido. Sufría un ligero temblor y miraba como fascinado a la peligrosa bandada de moscas.
—¡Qué haces ahí parado, idiota! ¡Ven corriendo! ¡De prisa!
El hermano Ishkari no reaccionaba. No apartaba los ojos del libro de oraciones, que, a saber cómo, había vuelto a sus manos.
Martillo estaba a punto de correr hacia él, pero entonces, a su espalda, se oyó un fuerte grito de advertencia.
—¡No des ni un paso más!
La mano de Cóndor se había posado sobre su hombro.
—¡Me da igual, de todos modos ya me han picado!
—¡Eso no tiene nada que ver! Ahí las hay a millones. ¡A ti te han chupado un cero coma casi nada de sangre! —El luchador sujetó a Martillo con ambos brazos—. Eres demasiado importante para esta expedición como para que corras riesgos por ese… por ese imbécil.
En el claro, mientras tanto, había sucedido algo extraño. Ishkari se había quitado la máscara de gas, había juntado humildemente ambas manos y se había puesto a rezar con fervor. La voz del sectario era cada vez más fuerte y segura.
—¡Alabado sea Éxodo! ¡Alabada sea Tu virtud! ¡Que el hijo nacido de Tus entrañas no tema a la maldad terrena! ¡Que las plagas y privaciones no recaigan sobre Tu siervo, porque creo en Ti, Éxodo! ¡Creo en la Redención! ¡Verdadera es la fe del doliente!
El sectario siguió rezando y, por increíble que pudiera parecer, las moscas no se le acercaban. El estupefacto Gleb vio que Ishkari avanzaba sin turbación alguna hacia el interior de la nube de insectos. Una especie de halo había creado un espacio protegido en torno a él, y, por algún motivo incomprensible, los peligrosos insectos no podían superar aquella barrera. Ante las miradas de los atónitos Stalkers, el sectario cruzó el último trecho de sendero y se reunió con el resto de la cuadrilla. De repente, la nube de moscas se detuvo, como si no se atrevieran a alejarse de las setas. Ishkari se guardó el libro de oraciones, como si todo aquello no hubiera tenido ninguna importancia, e, infatigable, siguió murmurando palabras de gratitud para con el Éxodo que veneraba.
—Ya está… Vuelve a ponerte la máscara. —Cóndor se echó a andar de nuevo, como a desgana. Miraba con recelo a Ishkari—. ¿Y vosotros qué hacéis ahí? A caminar.
Durante aquella breve expedición —tan sólo unos días—, Gleb había llegado a odiar las marchas a pie. Parecía que Martillo sintiera un placer perverso en aprovechar cualquier oportunidad para dar prisa a los demás. El muchacho entendía por qué: cuanto más rápido avanzara el grupo, más difícil le sería a la fauna local cercar a los extraños visitantes y atacarlos. Por lo demás, los trajes de protección contra la radiactividad no daban para unas largas vacaciones en la superficie. Por ello, los luchadores caminaban a toda marcha tras las huellas de su guía, rodeaban los restos destrozados de los coches y saltaban sobre postes eléctricos que habían caído al suelo.
Pasaron frente a una gasolinera. Sobre el tejado herrumbroso aún se leía, escrito en letras desiguales, salvadme. Gleb quiso detenerse, pero Martillo le ordenó que no lo hiciera.
—Aquí ya no queda nadie a quien podamos salvar. Han pasado veinte años.
En ese mismo instante apareció un lobo entre los arbustos de enfrente de la gasolinera. El encuentro con los mortales fue totalmente inesperado para el animal. Okun se disponía a acribillarlo con el fusil de asalto, pero Humo se lo impidió.
—No es necesario. Es un animal normal. Bueno, quizá un poco más grande.
—Pero podríamos llevarnos su piel. Seguro que nos pagarían mucho por ella.
—Puede ser. Ya quedan pocos de ésos. De los normales. Mejor que te guardes los cartuchos para los mutantes.
—¿Para ti, tío verde? —Ksiva no había podido reprimir el comentario.
Los luchadores se echaron a reír. Humo le mostró su gigantesco puño al graciosillo. El lobo tenía el vientre pegado al suelo y, con el cuerpo tenso, seguía a los viajeros con la mirada. Momentos después, se incorporó y se adentró de nuevo en el bosque.
Entretanto, habían llegado a unos parajes muy distintos. En vez de los habituales árboles contaminados de copa verde y deslucida, encontraban con frecuencia cada vez mayor simples troncos carbonizados. Aún se distinguían en el suelo las huellas del incendio que en otro tiempo había ardido con furia. Los lugares donde la tierra había quedado ennegrecida sin más eran pocos en comparación con los trechos en los que había quedado oculta bajo una costra carbonizada en la que se había abierto una telaraña de hendiduras. Se notaba que la vegetación evitaba tales lugares y que no penetraba en lo que parecían gigantescas manchas de lepra.
El grupo se acercaba a la ciudad de Lomonósov. Se dieron cuenta en seguida de que había sufrido mucho durante la catástrofe. La mayoría de los edificios se habían visto reducidos a sus cimientos. Entre los montículos de cascotes de hormigón y los miserables hierbajos que los habían recubierto, se conservaba tan sólo un arco, también de hormigón. Contra toda previsión razonable y todas las leyes de la física, se había mantenido en pie.
—Esto era la entrada de la ciudad —explicó Martillo—. Si no encontramos nada más adecuado, pasaremos la noche aquí.
Sin embargo, el destino les fue favorable. Al pasar, Martillo vio un cartel y les llevó a la calle Kronstadtskaya.
—Después de la plaza de Kronstadt, ahora la calle Kronstadtskaya. Un buen augurio —observó Cóndor.
Los Stalkers llegaron a la estación de tren. El edificio se había conservado visiblemente mejor que los demás. Aunque las paredes de los pisos superiores tuviesen enormes boquetes e incluso le faltara una parte del techo, el edificio parecía ofrecer un refugio confortable para la noche.
Tras un breve reconocimiento por los alrededores, los luchadores entraron con muchas precauciones en el edificio. Pasaron unos minutos de tensión hasta que hubieron explorado sus salas desiertas. No había nada que descubrir, salvo unas pocas cajas con botones que habían quedado cubiertas de polvo en el sótano.
—¿No sería mejor que siguiéramos adelante? —dijo Cóndor mientras examinaba el plano—. Parece que hay una especie de puerto.
—Ir a tientas por la oscuridad podría salirnos muy caro —le replicó Martillo con firmeza—. Vamos a pasar la noche aquí.
Mientras los luchadores se instalaban, Gleb le dio un discreto tirón en la manga al Stalker.
—¿Qué es eso de allí?
—Máquinas tragaperras. —Al ver el asombro que se pintó en el rostro de su pupilo, Martillo le explicó—: Son máquinas de juego. En otro tiempo servían para pasar el rato. Para jugarse el dinero. Ahora me llevaría demasiado tiempo explicártelo.
Por mucho que se esforzara, Gleb no logró entender lo que le había querido decir con tan extrañas palabras. ¿Cómo era posible que una caja de hierro se tragase a una perra? Y la expresión «máquina de juego» tan sólo le evocaba los fusiles de madera con los que corrían arriba y abajo los críos de la Moskovskaya cuando jugaban a los Stalkers.
—¿Y qué es el dinero?
—Una especie de cartuchos. Pero no servían para disparar. Tan sólo para intercambiarlos.
—Pues entonces, ¿a quién podían interesarle?
—Antes de la catástrofe… a todo el mundo. No te puedes llegar a imaginar cómo lo utilizaba la gente, muchacho. Pero luego desapareció. De pronto. Durante un tiempo lo sustituimos por latas de conservas. En algunas estaciones se pagaba con agua. Al principio fue difícil… Habíamos vuelto al intercambio de productos básicos. Al trueque.
—¿Al trueque? ¿Y qué es eso?
—Basta ya, Gleb, la lección ha terminado. Quiero dormir.
Perdido en sus reflexiones sobre las palabras de su maestro, Gleb no se dio cuenta de que el hermano Ishkari se le había acercado. El rostro del sectario expresaba paz de espíritu, pero no paraba de darle tirones a la mochila.
—No seas malo y devuélveme la fotografía, muchacho —le dijo.
Gleb buscó dentro del bolsillo y sacó la foto manchada. Entristecido, miró por última vez el majestuoso barco y luego le entregó la fotografía al sectario.
—Gracias, Gleb. —Ishkari se alejó y se sentó junto a Okun.
Este último contempló la fotografía con vivo interés. Charlaron a media voz. Gleb trataba de oír qué decían, pero no logró entender de qué iba la conversación. ¿De qué podía hablar el sectario? Del Arca, del Éxodo, de su salvación… lo habían oído hablar varias veces de todo eso. Gleb aguantó durante un rato, pero, al fin, el cansancio se cobró su tributo. Se acomodó junto a su maestro sobre una lona fría y escuchó medio dormido las órdenes de Cóndor: —Habrá relevo de guardia cada dos horas. Chamán y Ksiva: vosotros dos vais a ser los primeros. Luego me despertaréis a mí.
Martillo, tú montarás guardia con Farid. Luego, Nata y Humo. Okun e Ishkari van a ser los últimos. ¡Y ahora echaos a dormir!
En un primer momento se sintió mareado. Se notaba la boca seca. Tomó un trago de agua de la cantimplora. Al principio, el líquido que le bajó por el esófago calmó el ardor que sentía por dentro. Pero entonces unas desagradables náuseas le subieron por la garganta. El sudor le perló la frente, se le metió en los ojos y se condensó en gruesas gotas sobre los cristales de la máscara. Se encontraba mal.
Algo se movió frente a él y desapareció al otro extremo del sótano. No logró distinguir nada a través de los cristales de la máscara. Cada vez le costaba más respirar.
Tiró hacia arriba del conducto de respiración y se quitó la máscara. El aire fresco entró en sus ardientes pulmones. Por un breve instante, el dolor de cabeza desapareció.
El fusil de asalto le pesaba tanto que cargó con él sobre el hombro. A la mierda el peligro. No podía detenerse, tenía que caminar. Izquierda… e izquierda, uno, dos tres…
Se daba cuenta de que si se detenía un solo instante le sería dificilísimo volver a andar.
La botella de agua estaba vacía y la tortura de la sed se le hacía cada vez más insoportable. Un dolor lacerante le palpitaba en las sienes y le impedía pensar. Tenía que caminar a toda prisa…
Una espesa niebla flotaba sobre las aguas tranquilas. Lo cubría todo cual sudario blanco e impenetrable, y dejaba al descubierto tan sólo una pequeña parte de la superficie acuosa. Instintivamente, Gleb tensó los músculos, porque sabía lo que iba a ocurrir. Una ola se le acercó. Y otra. El muchacho iba a ahogarse. No sentía el frío, ni el miedo, sino que pataleaba con ambas piernas, fatigado. Fueron vanos sus esfuerzos por resistirse a aquella fuerza invencible, que guiaba inexorablemente su cuerpo hacia el fondo del mar.
Gleb cerró con fuerza los ojos, pero el deslumbrante fulgor se le coló incluso a través de los párpados. Alguien lo agarró por el brazo y lo llevó resueltamente hacia las aguas. En un primer momento, el muchacho pensó que era su maestro, pero lo último que vio en el sueño que ya terminaba fue el rostro del hermano Ishkari. Presa de una extrema agitación, gritaba sin parar:
—¿Dónde está? ¿Dónde está?
Gleb se despertó, se frotó los ojos y miró a su alrededor. Las mochilas y las latas de conserva vacías estaban tiradas por el suelo sin orden ni concierto. Los Stalkers se habían reunido en círculo en torno a su comandante. Éste tenía sujeto contra la pared a un asustado Ishkari y lo sacudía con fuerza.
—¡¿Dónde está Okun?! ¡Habla, hipócrita! ¡¿Dónde está mi luchador?! —El sectario se bamboleaba en los brazos de Cóndor, lo miraba con pavor y murmuraba palabras incomprensibles—. ¡Más alto!
—Te repito que estaba dormido. No sé dónde se habrá metido —decía el sectario entre lloriqueos. El terror le impedía hablar con las frases rebuscadas y afectadas que solía emplear—. Tan sólo me ha dicho que durmiera y que él se encargaría de montar guardia.
—¡Anda ya! ¿De qué hablabais ayer por la noche?
—¡Del Arca! Me dijo que no había visto barcos nunca en su vida. Le hablé del Varyag.
Cóndor soltó al sectario y se volvió hacia sus camaradas.
—Ese hijo del diablo habrá ido al puerto. Siempre busca cosas para vender. ¡Recogedlo todo! Puede que aún logremos encontrarlo.
—Sí, claro, seguro que lo encontramos. También es posible que muramos todos. Hace mucho que se ha marchado —murmuró Ksiva a media voz mientras enrollaba su raído saco de dormir.
Estas últimas palabras encolerizaron a Cóndor.
—¿Qué? ¡¿Qué tonterías estás diciendo?! —El comandante agarró al luchador por la solapa—. Creo que no te he oído bien: ¡Estabas hablando de tu compañero! ¡De tu compañero!
Chamán intervino al instante.
—Déjalo, tan sólo ha dicho una estupidez. A todos nos ocurre de vez en cuando.
Cóndor soltó un excabrupto.
—¡Vale, ya lo he entendido! —Ksiva se zafó de Cóndor—. Haz el favor de calmarte.
Los luchadores se perforaban los unos a los otros con la mirada. Finalmente, Ksiva agachó la cabeza, se volvió y empezó a meter las cosas dentro de la mochila.
El sañudo Cóndor se embutió en el pesado traje aislante.
—Belga ha dejado una hija de un año en el metro. Okun tiene mujer y un niño pequeño. ¿Qué les voy a decir? ¿Mira, lo siento, pero es que han caído? ¿Buscaos otro marido y otro padre? —Los luchadores terminaron de recoger sus cosas en silencio—. Esta vida es una mierda. Y este mundo también. Miremos donde miremos, lo único que vemos es muerte. ¡Y la muy puta se lleva siempre a los mejores! ¡En cambio, si ve a un tío patético como ése —Cóndor señaló al sectario con el dedo—, se marcha a otra parte! ¡Ni entendimiento ni fuerza! Ni siquiera las moscas se molestan en cepillarse a un tío como ése.
—No corras tanto, jefe. Pienso que estás enterrando a Okun antes de tiempo. Puede que aún lo encontremos.
No tuvieron que buscar durante mucho rato. Nada más abandonar el edificio de la estación, oyeron unos pasos inseguros al otro lado de una esquina. Okun se acercó al grupo. Respiraba pesadamente. No llevaba la máscara puesta. El rostro lívido del Stalker estaba perlado de sudor. Se tambaleaba. Cóndor empezó a correr en ayuda de su hombre, pero Okun levantó de repente su fusil de asalto y apuntó al comandante.
—¡No te me acerques! ¡No te me acerques, te digo!
—¿Es que has perdido el juicio? —el perplejo Cóndor retrocedió—. ¿Dónde te habías metido? ¿Y cómo es que no llevas puesta la máscara?
El Stalker echó una mirada culpable a sus camaradas y bajó el arma.
—He… he ido hasta el puerto. Se me había ocurrido que podía ir hasta allí y ver si el ferry de Kronstadt aún estaba entero. Y pensé que tal vez encontraría algo interesante por el camino. En los almacenes. Martillo no habría permitido que nos apartáramos de nuestro camino. Mientras iba hacia allí, todo me parecía normal. Había unos barcos fantásticos. He dado unas vueltas por si encontraba algo. Y me he sorprendido de que todo estuviera tan tranquilo. Y entonces, de pronto, me he dado cuenta: «Okun, acabas de meterte en un buen lío». He oído de repente una vocecita que me lo decía. He consultado el contador Géiger… y no estaba activado. Le he quitado la tapa mientras rezaba a todos los dioses. Lo he visto en seguida: la batería se había salido de su lugar. He vuelto a cerrarlo, lo he activado… y el aparato de mierda se ha puesto a crepitar como un loco. He regresado a toda velocidad. En pocas palabras, jefe, ya estoy muerto. ¿O no?
Okun miró a sus camaradas con un destello de esperanza en los ojos. Luego se encorvó y vomitó los restos de la cena sobre el asfalto. Nata chilló. El luchador se tambaleaba.
—Ya estoy muerto —logró decir Okun, y se secó el sudor con la manga.
—Seryosha… —Cóndor hablaba con voz temblorosa—. ¿Cómo has podido ser tan imbécil, Seryosha? Tan imbécil…
—¿Cuánto rato has pasado fuera? —intervino Chamán.
—Una hora y media, más o menos. —Cóndor soltó una maldición. Chamán se acercó al luchador y, sin dudarlo, a pesar de sus protestas, le clavó una jeringa en el hombro—. Como si eso me fuera a ayudar. Esta dosis no me servirá de nada, hermano.
—Te calmará el dolor —le replicó Chamán con voz quebrada.
El grupo siguió adelante por la carretera principal… pero no a la misma velocidad de antes. Okun cerraba la marcha y pugnaba por no desplomarse. El luchador había expresado su deseo de seguir adelante con sus compañeros mientras le quedaran fuerzas y Martillo se había encogido de hombros. Cóndor trataba de ayudar a Okun, pero cada vez que lo intentaba, éste se enfadaba y obligaba al comandante a alejarse. Parecía como si temiera que la muerte invisible que lo acechaba pudiese atacar también a los demás. Por desgracia, el bosque que los rodeaba se llenó de nuevo con todos los ruidos y voces imaginables. Los depredadores acechaban, como si olieran la debilidad del Stalker.
Gleb miraba alrededor de él cada vez con mayor frecuencia. Okun hacía eses. Resollaba y tosía, fatigado, pero seguía arrastrándose, aunque a duras penas lograse poner una pierna delante de la otra.
La situación era desalentadora. Los aullidos de los animales salvajes eran cada vez más osados e impacientes. Humo fue el primero en perder los nervios. Se volvió, dejó atrás a Okun y disparó una ráfaga preventiva contra la espesura. El Utyos se sacudió rítmicamente en sus manos y segó capas enteras de vegetación.
—¡Vamos, aquí tenéis algo para comer! ¿Queda alguno que quiera partir hacia el otro mundo? ¡Comed, criaturas!
Ésa fue la gota que desbordó el vaso. El resto de luchadores también se volvió. Sus Kalashnikov crepitaron al unísono con el fusil ametrallador del mutante. Para Okun, el tiroteo fue como una tristísima salva de honor. Una salva de honor por una incursión irreflexiva y estúpida. Una salva de honor por la codicia humana.
Una granada salió volando hacia los arbustos. Cúmulos de tierra y muñones de raíces saltaron por los aires con la explosión. Entonces los disparos se detuvieron. En el silencio que se hizo a continuación, oyeron que los menudos grumos de tierra se posaban suavemente sobre la alfombra de hojarasca que se había acumulado durante los últimos años.
—Qué, ¿ya os habéis desahogado? —Martillo se había quedado aparte y sostenía el arma cruzada sobre el pecho—. ¿Ahora os sentís mejor?
Se acercó a Okun y le puso en la mano la fría empuñadora de su Nossorog.
—No vas a salir de ésta. Sé hombre y hazlo tú mismo. No nos obligues a decidir por ti.
—¡Apártate de mi luchador! —Cóndor trató de agarrar a Martillo por el hombro y éste se volvió bruscamente. Las miradas de ambos chocaron.
Gleb daba por sentado que los dos irreconciliables rivales se enfrentarían de nuevo cuerpo a cuerpo. El rostro de Cóndor estaba contorsionado por la ira. Martillo, en cambio, parecía tranquilo, y tan sólo en sus ojos centelleaba un fuego no habitual, un fuego que abrasaba por su misma frialdad.
—Basta —se oyó la voz de Okun—. Nuestro guía tiene razón. No quiero que todos vosotros muráis por mí… Una cosa, jefe. Hazme un favor… Cuando volváis a casa, cuida de mis seres queridos. Compénsalos por…
Sus ojos empezaron a moverse de un lado para otro. El luchador estaba como alelado y las palabras no le salían. Luego, resignado, negó con la cabeza y se alejó. Cóndor hubiera querido responderle algo, pero no sabía muy bien el qué. Todas las frases y palabras de despedida imaginables le daban vueltas en la cabeza, pero sin excepción le sonaban estúpidas e hipócritas.
Los luchadores callaron. Ni siquiera el hermano Ishkari supo qué decir para consolar al Stalker. Pero para qué hablar… todo estaba muy claro. Okun iba cuesta abajo. Su marcha había terminado.
Okun se volvió y se sentó sobre el asfalto agrietado de la carretera. Todos los demás se alejaron titubeantes. El último fue Cóndor. Se detenía una y otra vez y miraba hacia atrás. La razón lo arrastraba hacia adelante, pero una pesada roca le oprimía el alma. Sentía asco de sí mismo.
Se alejaron más y más, hasta un sitio donde el bosque se aclaraba y la carretera hacía un recodo al llegar al dique. El viento arrastraba incansablemente nubes de arena que se arremolinaban en espiral o descendían sobre el asfalto y trazaban extrañas figuras. Pero con el siguiente soplo del viento de otoño desaparecía aquella efímera creación de la naturaleza, y las pequeñas tormentas de arena seguían rugiendo en busca de otros lugares a orillas de la bahía.
Nueve figuras insignificantes siguieron por las ruinas del viaducto hasta el rompiente. Sobre el telón de fondo de las interminables masas de agua, parecían detalles menudos, totalmente inadecuados, dentro de un cuadro imponente. Los viajeros contemplaron el juego de las olas y callaron en su desaliento. Las despedidas nunca son fáciles. Pero… de repente, todos ellos se estremecieron: habían oído un disparo en la lejanía.