8

RASKAT

La esperanza es un sentimiento extraño. Lo contrario del sano entendimiento. Nos insufla nuevas fuerzas, pero a veces también nos impide ver el mundo de manera objetiva. Recurrimos a ella para justificar actuaciones irreflexivas y la rechazamos cuando puede interferir en una decisión seria. A veces, una estimación objetiva nos dirá cuán ilusoria puede ser una determinada perspectiva, y, sin embargo, no por eso renunciamos a la esperanza. Puede darse el caso de que abandonemos la esperanza que habíamos depositado en algo y capitulemos, tan sólo para recaer en los mismos anhelos un momento después. ¿Y cómo es que la pérdida de la esperanza conduce a algunos hasta la desesperación y para otros es tan sólo el camino del conocimiento? ¿El cumplimiento de nuestros deseos depende de la intensidad de nuestras esperanzas? Son muchas preguntas. Cada uno las responde a partir de su propia experiencia. Pero hay algo que es seguro: la esperanza es un sentimiento extraño.

Gleb acompañó a su maestro en el registro del edificio de dos pisos que se hallaba al lado de la torre. Pensaba en lo realista que podía ser la esperanza de recibir desde allí las señales de las personas presuntamente atrapadas en Kronstadt. ¿Cuál era el motivo por el que Éxodo confiaba tan ciegamente en la ayuda de una ciudad mítica que no había sufrido daños? ¿Y qué buscaba la Alianza Primorski? ¿Por qué los había mandado a tan peligrosa expedición?

En una habitación contigua se oyó ruido de muebles y una contenida maldición de Ksiva.

—Aquí no hay nada interesante.

—¡Está todo vacío!

—¡No hay nada! —informaron los luchadores desde los distintos extremos del edificio.

Finalmente se reunieron en el pasillo que conectaba el segundo piso del edificio con la torre. Al final del corredor encontraron una puerta de hierro con un ojo de cerradura apenas visible en el centro.

—¿Alguno de vosotros ha tenido alguna idea? —les preguntó Cóndor.

—¿Por qué charlamos tanto? —gruñó Gennadi, y le dio una patada a la puerta con todas sus fuerzas.

El eco resonó de un extremo a otro del pasillo, pero la hoja se mostró tenaz.

—No quieras ir tan de prisa, Humo. La descerrajaremos y…

Pero el mutante había dejado de escuchar. Herido en su amor propio, clavó los ojos en la puerta, retrocedió, tomó carrerilla brevemente y, con el hombro por delante, arrojó sus doscientos kilos de peso contra la puerta de hierro. La construcción no soportó el golpe y se desplomó hacia dentro junto con todo el marco. Se elevó una nube de polvo blanquecino y trozos de la pared de hormigón salieron volando por el aire.

—Si no hubieras actuado de esa manera tan violenta habríamos podido hacerlo mejor. No tienes sentido de la estética… —Cóndor pasó por encima del bruto tendido en el suelo y contempló el interior de la torre—. Farid, saca los garfios. Esto va a ser como una excursión por la montaña.

También Gleb miraba con curiosidad. En otro tiempo allí debió de haber una escalera, pero, en cualquier caso, ésta ya no existía. Tan sólo habían quedado restos de granito y rejas oxidadas acumulados en el fondo. No era impensable que alguien se hubiera esforzado por impedir que huéspedes no deseados llegaran al piso superior de la torre.

Entretanto, Farid había desenrrollado una cuerda delgada con garfios en la punta. Luego sacó de la mochila un complicado aparato que recordaba a una ballesta. El mecanismo en tensión emitió un seco chasquido y el garfio de escalada salió disparado hacia una abertura en el techo. Farid tiró varias veces de la cuerda, le sujetó un puño bloqueador de aluminio y trepó hacia arriba.

—Okun, Ksiva, vosotros volveréis al edificio y vigilaréis los alrededores. Tú nos ayudarás, Humo. —Martillo se colgó el Pecheneg a la espalda y siguió al tayiko.

Gracias a su eficiente equipo de escalada, no les costó llegar hasta arriba. Nada más recobrar el aliento, Gleb miró en derredor. Un musgo blanquecino recubría por todas partes la espaciosa área circular. Como una gruesa alfombra, crecía en el suelo, subía por las paredes, hacía bolitas sobre las mesas y se había depositado cual masa impenetrable sobre el tablero de controles. Las ventanas de la sala circular habían sido meticulosamente cegadas con todo tipo de materiales: mesas, tablones de anuncios y linóleo que alguien había arrancado del suelo. Junto a una pequeña escalera que conducía a una estrecha plataforma de vigilancia exterior había un solitario rifle de cazador. Un cadáver reseco y momificado colgaba del techo al extremo de un largo cable eléctrico. Era obvio que el desconocido que en otro tiempo había vivido allí había decidido, un bonito día, poner fin a su vida. Debía de haber… perdido la esperanza.

—Martillo, ¿esa cosa tiene algún peligro? —quiso saber Nata, y señaló el musgo aterciopelado.

—Salvo en el mundo de los muertos, hay que actuar con todo como si de un amante se tratara, querida mía. Cuando uno no está seguro, lo mejor es anticiparse a lo que pueda ocurrir. Cuando no se conoce bien a alguien, lo mejor es no precipitarse.

La mujer se partió de risa, pero no tocó el musgo. Entretanto, Chamán se afanaba de un lado a otro de la sala en busca de una instalación de radio que estuviera intacta. Sus ojos centelleaban.

—Este musgo está por todas partes —se quejaba—. ¡Lo ha pringado todo! Esto es como un invernadero.

El Stalker de cabellos grises agarró un trozo de escobillón y empezó a pasarlo por los estantes. De esa manera eliminó varias capas blanquecinas adheridas a las cajas. No paraba de encontrar nuevos artefactos, cajas de plástico con enigmáticos botones e interruptores, cartas de navegación laminadas y libros de contabilidad medio podridos.

Gleb contempló a Chamán mientras el otro registraba la sala, y luego la atravesó él mismo. Entretanto, los exhaustos Stalkers se habían quitado las máscaras de gas para dar un respiro a sus rostros sudorosos. El gigantesco Humo estaba en cuclillas junto a la pared y examinaba su fusil ametrallador. El muchacho se fijó en un aparato muy interesante: un marco de hierro, dos ruedas con un gran número de radios muy finos, y un cable. Junto a ese aparato había un bloque acumulador. El muchacho reconoció en seguida el aparato, porque tenían uno parecido en la sala de generadores de la Moskovskaya. Invariablemente, cuando los gasóleos cortaban la electricidad, se encendía en la sala de generadores una lámpara que recibía la corriente de un artefacto semejante. Karpat y él mismo habían trabajado horas y horas a la luz de aquella lámpara para darle nueva vida al generador dañado por el paso del tiempo.

—¡Anda, es una dinamo! ¡De una bicicleta! ¡Vaya una cosa! —exclamó Chamán con entusiasmo—. ¡Nuestro suicida no lo tenía mal montado! Si hago unos pocos arreglos con los electrólitos, tal vez pueda…

Gleb no entendió ni una palabra de lo que murmuró a continuación el viejo mecánico.

—Oye, ¿ése es gasóleo? —le preguntó a Nata.

—No, Gleb. —Nata le sonrió—. Pero su mundo es la mecánica. Cuando se tratan cuestiones técnicas, se siente como un pez dentro del agua. Gentes como él valen su peso en oro para la Alianza. A veces construye aparatos nuevos y nadie entiende cómo se le han podido ocurrir.

Farid había despejado un área pequeña en el centro de la sala para montar el campamento nocturno. Un cazo de hojalata con agua hirviendo humeaba sobre el inestable hornillo… Nata preparaba té. Algo más tarde, Ksiva y Okun volvieron de su expedición de reconocimiento. Cóndor llegó a la conclusión de que allí arriba no los amenazaba ningún peligro y se decidió por no organizar ninguna guardia nocturna.

Descolgaron los restos mortales del anterior habitante de la torre y los arrojaron al vacío desde el balcón. Aquello fue brutal, desde luego, pero en su situación no podían hacer otra cosa. No podían ponerse sentimentales. Al fin y al cabo, no se hallaban en el metro.

Mientras los luchadores se organizaban en la sala, Chamán les asignó algunos encargos. En primer lugar necesitaba una antena, y Farid, con la ayuda de Humo, trepó hasta lo más alto de la torre para sujetar allí un cable. Luego le tocó el turno al sectario. Chamán llevó al hermano Ishkari casi a patadas hasta la bicicleta para que cargase el acumulador. El pobre diablo soportó la fatiga de tan importante misión con estoica serenidad y pedaleó con denuedo hasta que el mecánico se apiadó de él.

Los viajeros se sentaron en círculo en torno a la hoguera. Charlaron durante largo rato sin decir nada en concreto, mientras que Chamán, sin prestar atención al alegre corro, seguía trabajando sin descanso con los restos de los aparatos.

Gleb se había sentado junto a Martillo y había extendido sus piernas fatigadas. Atento a las fábulas que contaban los Stalkers, casi había olvidado su lata de carne humeante. Pero después de que su maestro le lanzase una expresiva mirada se apresuró a tomar la cuchara, aunque no dejara de escuchar la conversación.

—Y entonces está esa otra historia… —Por supuesto era Ksiva, quien, como de costumbre, tenía que exhibir sus artes oratorias—. Aquella vez iba de camino con Sergey Domkrat, porque habíamos salido a procurarnos revistas.

—¿Revistas?

—Sí, claro, revistas. Las muchachas que estaban con nosotros podían contarse con los dedos… —Okun estalló en carcajadas al mismo tiempo que servía el té. Nata hizo una mueca de asco, pero se guardó el comentario mordaz que había llegado a tener en la punta de la lengua—. Revolvimos el almacén de una librería, llenamos las mochilas hasta arriba y regresamos. Poco antes de llegar a la entrada del metro vimos en el cruce a un tío que llevaba puesta una túnica de penitente. Estaba en medio de la calle, inmóvil como una columna. Era imposible, totalmente imposible, ver el rostro oculto bajo la capucha. Lo llamamos: «Hermano, ¿de qué estación eres?» ¡Y él permanecía callado como un muerto! ¿Qué podíamos hacer? Lo dejamos allí. Ya casi habíamos llegado al metro. Yo iba el último. De pronto sentí una gran angustia y me di la vuelta. ¡Y vi cómo ese tío raro se subía de un salto hasta el tejado de uno de los edificios!

—¡Cuéntale ese cuento a otro!

—¡Juro que es cierto! —Ksiva se inclinaba y gesticulaba como loco—. ¡Se puso en cuclillas tan sólo un momento y luego pegó el salto! ¡Pasó sobre el alero del tejado y luego desapareció!

—Todo eso son cuentos chinos…

—¡Que me mate la radiación si miento! ¡Pregúntale a Martillo! Oye, Stalker, seguro que tú has visto alguna vez a un personaje como ése.

Martillo pareció pensativo y luego respondió:

—Nunca he visto a ninguno.

Okun sonrió con sorna. Nata arrugó las cejas y asintió con la cabeza, como queriendo decir: «No pasa nada, muchacho, puedes inventarte lo que quieras».

Pero a Ksiva no le gustó. La actitud de sus compañeros lo mortificaba.

—¡Vosotros no tenéis ni idea! Tuve tanto miedo que estuve a punto de ensuciarme los pantalones. Aunque el metro estuviera muy cerca y aquel tío no quisiera nada de nosotros. —Parecía que Ksiva mirara a través de sus compañeros de conversación. Su mirada era la de un hombre abatido y, a la vez, confuso—. Estaba allí y de pronto pegó el salto. Fue de locura.

Los luchadores no decían nada y contemplaban la pequeña llama del hornillo.

—Martillo, ¿tú has sentido miedo alguna vez? —preguntó repentinamente Nata.

Por un momento habían llegado a pensar que el Stalker dormía. Pero no era así. se movió, levantó la cabeza y miró a la muchacha, cansado y, a la vez… tenso.

—Sí, he sentido miedo. Con esta vida que vivimos, habría que ser idiota para no sentirlo nunca.

—¿Y en qué momentos lo has sentido?

Gleb estaba inmóvil y escuchaba todas y cada una de sus palabras. El maestro callaba, con la mirada fija en un punto. Sus dedos temblaban, delataban su nerviosismo. El muchacho estaba seguro de que el Stalker iba a mandar al diablo a la joven. Pero, para sorpresa de Gleb, Martillo empezó a contar una triste historia.

—Esto sucedió el año en el que terminé mi período de servicio. Regresé a Piter. Los amigos y conocidos me invitaban a menudo. Para ellos era un honor tener como colega a un soldado profesional, y todavía más si había servido en zona de guerra. Estábamos siempre de fiesta. Me gasté en seguida el dinero que había ganado en cinco años. Tuve que buscar trabajo, pero ¿qué podía hacer un hombre sin experiencia laboral? Al final me aceptaron como guardia de seguridad en un hospital. Por un sueldo de hambre que a duras penas me alcanzaba para el alquiler del piso.

»Entonces el jefe médico me asignó una tarea suplementaria: tenía que encargarme de arreglar el refugio antibombardeos que tenían en el sótano. Así que me encargué de renovarlo. Al principio el trabajo se me hacía extraño, pero no tardé en acostumbrarme. Aprendí a limpiar, a pintar, a trabajar la madera. El refugio me quedó muy bien y le dieron su aprobación. El jefe médico quedó tan contento que me autorizó a vivir en él hasta que pudiese ahorrar dinero suficiente. Más tarde cerraron el hospital entero, también por renovación. Y yo me quedé a trabajar allí como una especie de guardia.

El Stalker se interrumpió unos instantes, echó un trago de su cantimplora y suspiró.

—En aquel tiempo tenía novia. Era guapa… como tú, Nata.

Aquel día teníamos planeado ir hasta el centro y pasearnos por la Nevski. Yo la esperaba en la Moskovskaya. El sol brillaba, los pájaros trinaban. Un día soberbio. Entonces, de repente, aullaron las sirenas. Seguro que habéis visto los megáfonos en los tejados. Se activaron todos a la vez. Las gentes se detuvieron y se miraron entre sí. Los muchachos hacían bromas y se reían entre dientes. Pero las sirenas no dejaron de aullar. Había abuelitas que gritaban y se dirigían a los pasos subterráneos, y entonces, de pronto, todo el mundo empezó a ponerse nervioso. Primero fueron individuos aislados, y luego eran grupos los que empezaron a entrar en el metro.

Un coche de la policía de tráfico frenó a la entrada del metro y los polis que iban dentro saltaron a la calle y entraron corriendo por la bocana. Y entonces el resto de la gente pareció despertar de pronto. Hubo un griterío y todo el mundo echó a correr hacia el metro.

»Saqué al instante el teléfono móvil. En aquel tiempo todo el mundo llevaba teléfonos móviles. Saqué, pues, el teléfono móvil para llamar a Oxana. Mientras esperaba a que me respondiera, vi que la gente acudía de todos lados para refugiarse en los pasos subterráneos. Los que iban en coche tuvieron que frenar bruscamente, porque, en un instante, la calzada se había llenado de gente. Un autobús se desvió hacia un lado y se estrelló violentamente contra una floristería. Las dos vendedoras murieron en el acto. Se oían gritos y chillidos por todas partes. Todos corrían, se rompían las piernas en los escalones. El tumulto que había en los pasos subterráneos era demencial. Los críos chillaban y lloraban. Todo el mundo se había vuelto loco. Se empujaban, se golpeaban, se pegaban, a veces incluso con botellas. Todo el mundo quería salvar la vida. Un hombre agarró a una muchacha que había quedado atrapada entre el gentío. Estaba inconsciente. Yo pensé, «excelente, bien hecho, ha ido a salvarla». Pero el muy cabrón la arrojó sobre la hierba y empezó a desnudarla. Entonces no pude más.

Sólo recuerdo que lo golpeé en la mandíbula hasta que la mano me dolió.

»Entonces vi a Oxana. La pobre cojeaba porque se le había roto un tacón. Estaba totalmente fuera de sí, con los ojos desorbitados. Al verme, se alegró visiblemente y me hizo señas. Al instante, la multitud la engulló y la arrastró sobre el asfalto. Se la llevó consigo. La pisoteó…

»No sé cómo pude abrirme paso hasta ella. Había cadáveres por todas partes. Los heridos sollozaban. El suelo había quedado cubierto de sangre y estaba resbaladizo. Y todo había sucedido en unos pocos minutos. Mi chica estaba en el suelo con los ojos muy abiertos y miraba hacia el firmamento. Había muerto.

»La arrastré fuera del caos, pero las piernas dejaron de sostenerme. Me dejé caer sobre el asfalto, en el mismo lugar donde me encontraba. No recuerdo durante cuánto tiempo estuve sentado allí.

No podía hacer otra cosa que quedarme sentado allí y mirarla. Se veía tan indefensa… tan frágil… Todavía puedo ver su rostro desconcertado. Me quedé con la sensación de haber estado allí durante una eternidad. En realidad fueron cinco minutos, ni uno más.

»Se oían gritos en los pasos subterráneos: “¡Han cerrado las puertas! ¡Ya no se puede entrar en el metro!”.

»Hubo una explosión en la lejanía. La luz fue tan intensa que los que miraban en aquella dirección tuvieron que cubrirse el rostro con las manos. Se frotaban los ojos y doblaban el cuerpo. Me sentí tan mal que olvidé al mundo entero. A toda la gente, incluso a mi amada…

»Mientras corría hacia el hospital se produjeron más explosiones. Pero, gracias a Dios, siempre en la lejanía. Mientras estaba de camino no paraba de encontrarme con otras personas. Todas ellas corrían hacia el metro. Una mujer prácticamente arrastraba a sus dos niños detrás de sí. Los pobrecitos ya no podían seguirle el paso. Tropezaban sin cesar y lloraban.

»No me detuve. No se me ocurrió que tal vez habría podido salvarlos. El miedo me había hecho perder la razón. Mientras pude, no dejé de correr. Quería salvar mi propia piel. En el mismo momento en que trataba de abrir el cerrojo del refugio, empecé a oír nuevas explosiones a mi espalda. Primero fueron débiles. Lejanas. Luego, cada vez más fuertes. Las manos me temblaban tanto que en un primer momento no logré meter la llave en la cerradura. Luego, por fin, entré en el refugio, cerré la puerta hermética, y entonces me dejé ir. En lo alto se oía un estruendo indescriptible, todo temblaba, el revestimiento de las paredes se desprendía. Y yo me había echado en el suelo y daba gritos; había perdido todo control sobre mí mismo…

Martillo enmudeció y tomó otro trago. Todos callaban. Nata estaba pálida y era incapaz de seguir con la conversación. Gleb, conmovido, miraba a su maestro con los ojos como platos. Era la primera vez que Martillo hablaba de manera tan prolongada.

—Yo sólo tenía dos años —dijo Cóndor para poner fin al silencio—. No me acuerdo de nada. Siempre le preguntaba a mi viejo por aquel día. Una idiotez por mi parte.

—Esas pruebas nos fueron enviadas desde lo alto —dijo tímidamente Ishkari—. Tan sólo los que son constantes en su espíritu alcanzarán la salvación. Tenemos que creer en…

—¡Cállate! —le gritaron varias voces a la vez.

Silenciosos y atormentados, los luchadores contemplaban la hoguera. La conversación había llegado, en cierta medida espontáneamente, a su fin.

De pronto se oyó un murmullo en los altavoces polvorientos que Chamán había instalado sobre un montón de cajas. Los Stalkers se volvieron hacia allí. El mecánico, cubierto de polvo grisáceo e inmóvil como una estatua, se erguía entre los aparatos ya montados y atornillados, enredado en una maraña de cables.

—¿Qué me dices, Kulibin?[13] ¿Hay vida en Marte?

Chamán no reaccionó. Sin embargo, el murmullo que se oía en los altavoces era cada vez más fuerte. Entonces, el murmullo se interrumpió y en el atronador silencio se oyó con nitidez:

—¡… arriba, hasta ocultar el cielo!

Entonces el receptor empezó una vez más con los crujidos y murmullos.

—¡Espera! ¡Hazla girar en dirección opuesta! ¡Dale más volumen! —gritaron todos los luchadores a la vez, y acudieron a su lado.

Chamán tenía la mirada fija en el tablero de controles y sujetaba con dedos sudorosos la ruedecita de selección de canales. Tenía el rostro perlado de gruesas gotas de sudor. Sus ojos seguían atentamente los indicadores por el cuadrante.

—¡Hazlo de una vez, Chamán! ¡Hazlo! —Nata bailoteaba con impaciencia a la espalda del mecánico.

—Venga, tío, hazla girar en la dirección opuesta —exclamó Ksiva.

—¡Callaos! ¡Dejad de gritar, maldita sea! —bramó Chamán. Al instante, los luchadores callaron, y el mecánico se inclinó una vez más sobre los aparatos.

Poco a poco, una voz se abrió paso entre el ruido de fondo. Gleb escuchó extasiado el ronco murmullo, pero por mucho que se esforzara no entendía ni una sola palabra. Chamán seguía manipulando los aparatos. La voz monótona que se oía a duras penas en el altavoz parecía de una persona segura de sí misma. Pero ¿qué era exactamente lo que…?

Entonces, un golpe violento sacudió el techo de la sala de control, y luego otro. El desagradable crujido del metal les chirrió en los oídos. El edificio entero retembló. Se oyó en lo alto un grito sordo y prolongado.

—¡Apagad las linternas! ¡Y también el hornillo!

Los viajeros se quedaron inmóviles y escucharon mientras el desconocido animal se debatía en lo alto y tanteaba con unas garras gigantescas el tejado de la sala de control. Arrancó estrepitosamente una de las ventanas. Una garra arqueada de metro y medio de longitud apareció en el marco vacío.

—Ya la tenemos liada. —Ksiva se guareció bajo el tablero de controles.

Farid le susurraba plegarias a Alá. Cóndor se afanaba por volver a tender la cuerda hasta el piso inferior. Martillo se había tumbado de espaldas y apuntaba al techo con la boca de su fusil de asalto. Humo mordía nerviosamente el cigarrillo mal liado que aún no había encendido.

El muchacho estaba tumbado en el suelo, medio muerto de miedo, y contemplaba el techo con pavor, mientras empezaban a abrirse imponentes hendiduras. Si hubiera conocido las plegarias de Farid, habría rezado con él. Sentía estremecimientos por todo el cuerpo. Ni siquiera la cercanía de su maestro lo aliviaba.

Se oyó un golpe tremendo, y entonces la torre empezó a moverse y se oyó el aleteo de unas alas gigantescas. El monstruo se había marchado volando. Paralizados por el terror, los Stalkers aguardaron algún tiempo en absoluta quietud, hasta que se oyó la voz malhumorada de Chamán.

—¡Ese cabrón…! ¡Ese barrigudo con plumas ha arrancado la antena!

El Stalker corrió hacia el receptor e hizo girar las manivelas, tocó varios aparatos por dentro… pero fue en vano. Los altavoces crepitaron, pero no logró recuperar la enigmática voz.

—Vamos. —Martillo recogió la mochila del suelo.

—¿Te has vuelto loco? —Ksiva se levantó del suelo, dubitativo—. Está anocheciendo, ¿adónde quieres que vayamos?

—Tiene razón. Tenemos que salir de aquí. —Cóndor, que aún sostenía la cuerda con la mano, se quedó escuchando—. ¿No sientes la vibración?

Como para reforzar sus palabras, más abajo se oyó un estrépito que no presagiaba nada bueno. La torre se tambaleaba. El estrépito se volvió más fuerte.

—Está a punto de caerse —dijo Humo en voz baja. El mutante de piel verde palideció y su color se volvió como el de una hoja de col en escabeche.

Los luchadores bajaron precipitadamente hasta el piso inferior. Al hermano Ishkari le aleteaban los bajos del abrigo durante el descenso. Cóndor se disponía a seguirlo cuando de pronto se fijó en Chamán. El mecánico hacía gestos de desesperación con la cabeza y se afanaba con los cables.

—¡Chamán! ¡Baja en seguida! ¡Esto se hunde!

—No, no… —murmuraba Chamán—. Tengo que localizar dónde estaba ese canal… para que luego podamos captar sus señales…

Cóndor agarró al mecánico y lo arrastró hasta la abertura. Con la ayuda de Martillo obligó al Stalker a bajar hasta el fondo, pese a todos sus forcejeos. Mientras los últimos miembros del grupo saltaban al piso de abajo, la construcción se tambaleó de manera agónica. Al cabo de un instante, la torre de hierro se ladeó y cayó con un estruendo terrorífico, y toneladas de mugre acumulada se transformaron en polvareda.

Cóndor contempló durante largo rato los resultados del pequeño apocalipsis. Luego escupió al suelo y gritó una maldición.

—¡Poneos las máscaras y comprobad el estado de vuestras armas! ¡Vamos! ¡En marcha!

La esperanza es como un reflejo en el agua. Primero está allí y luego desaparece bajo las ondas de acontecimientos posteriores que agitan la superficie. Pero aunque se desvanezca en un instante, siempre deja tras de sí un aroma apenas perceptible, se consume en algún rincón escondido en lo más hondo de la consciencia, y al cabo de un tiempo su forma inconstante aparece de nuevo en la apacible superficie de nuestras inquietudes nocturnas. En esos instantes nos acomete la maravillosa sensación de recuperar lo que se perdió hace mucho tiempo. Lo que podríamos perder en cualquier instante. Y lo mismo nos ocurre una y otra vez.

Gleb contempló las ruinas del Raskat. Pensó tristemente en el receptor destrozado, pero su corazón temblaba de alegría al pensar en lo que habían descubierto: «No estamos solos».

La esperanza es un sentimiento extraño.