7

LA JUNGLA

Tienes claro que has abandonado tu puesto? —Cóndor iba de un extremo a otro de la formación de luchadores y le hacía reproches al causante del «desastre» con una voz que asustaba por su misma suavidad—. ¡Todos los que estamos aquí podríamos haber muerto por tu culpa, mocoso!

—Habría sido bonito descansar todos en la misma tumba —le susurró Okun a Farid, y sonrió.

—Como un panteón familiar —añadió Ksiva al otro extremo de la hilera.

—¡Basta de cháchara! —Cóndor se plantó frente a Gleb—. Escúchame con atención, muchacho. No voy a repetirlo. Como vuelvas a desobedecer una de mis órdenes, te sacaré el cerebro del cráneo a puñetazos. No pienses que voy a tener reparos.

Agitó un imponente puño frente a la cara del muchacho. Gleb, inseguro, miró a su maestro, que no tardó en hablar:

—Y yo volveré a meterte los sesos dentro y te los volveré a sacar.

La paliza de primera hora de la mañana no había logrado que Gleb perdiese el buen humor. Seguía con vida, y eso, por sí solo, ya era sensacional. El ojo morado recobraría la normalidad. Le hubieran podido arrear mucho más fuerte por la avería en el aparato de visión nocturna.

El grupo hizo todos los preparativos para la marcha y se puso en camino por la carretera de San Petersburgo. Un viento ligero con nevisca se arremolinaba sobre los restos del asfalto y arrastraba hojas caídas y arena fina. Los Stalkers avanzaron en formación por el salvaje y desconocido territorio. La vegetación que los rodeaba era cada vez más densa. Gigantes verdes de hoja ancha se alternaban con frondosas espesuras de arbustos mutantes, en las que se oían los aullidos de depredadores desconocidos. Al llegar a las cercanías del antiguo parque de Mikhailov, Martillo les ordenó que saliesen del camino. El trazado del cual era casi irreconocible. Los contadores Géiger crepitaban con fuerza cada vez mayor, por lo que el guía de la expedición los hizo desviarse cada vez más hacia la izquierda, hasta que el grupo llegó a una hilera de casas de dos pisos que parecían haberse hundido en una alfombra de hierbas altas y espesas

—Esto es la Mikhailova. En otro tiempo fue un área residencial para la élite. —El guía examinó el plano—. Vamos a atravesarla.

La zona que se encuentra al otro lado no está edificada… Era un campo de golf.

Los Stalkers pasaron con gran precaución entre las casas unifamiliares dispersas, ya a punto de venirse abajo. Gleb trató de imaginarse cómo había podido ser la fuerza que había arrancado los tejados de unos edificios que a primera vista parecían muy resistentes. Se maravilló de que los extraños edificios estuvieran separados. En el metro, lo más práctico y seguro era vivir en las estaciones pobladas del centro, lo más cerca posible de las cocinas y de la guardia. Las estaciones que estaban abandonadas, o en la periferia de la red de metro, tenían como únicos habitantes a los que no podían establecerse en el centro. La gente que había vivido en ese lugar tenía que haber sido muy pobre para verse obligada a instalarse tan lejos de la ciudad.

«Luego tendré que preguntar qué es lo que significa “élite”», pensó Gleb.

Perdido en sus cavilaciones, no se dio cuenta de que habían dejado atrás el área residencial. A su alrededor tan sólo había un campo sin límites, cubierto de hierbas altas. Durante unos instantes, el resplandeciente astro solar se asomó entre las nubes y bañó todo el paisaje con una luz refulgente, una luz anhelada desde hacía mucho tiempo. Los viajeros miraron a su alrededor, estupefactos, y gozaron del paisaje sereno, tan bello que resultaba irreal.

—¿A ti qué te parece, Martillo? —preguntó Cóndor, interrumpiendo el silencio.

—Mal sitio. Demasiado tranquilo.

Farid fue el primero en percatarse del surco que atravesaba la tierra. Martillo ordenó al grupo que se detuviera. Los luchadores obedecieron y miraron expectantes a su guía. Al cabo de un minuto de inmovilidad, éste apoyó una rodilla en el suelo y acercó el oído a tierra.

—Vamos a volver atrás. Buscaremos otro camino.

—¿Con qué nos sales ahora, Stalker? ¿Qué otro camino? Estamos muy lejos de la costa —le objetó Cóndor—. Aquí no hay ni un alma humana. Tú mismo puedes verlo.

—¡Vamos a volver atrás!

—No te pongas histérico, Martillo. No dudo que seas un hombre muy experimentado, pero a veces…

Ninguno de los que estaban allí se vio en posición de reaccionar de manera racional cuando, de pronto, la tierra empezó a moverse y un hocico gigantesco y alargado, cubierto de piel lustrosa y gris, emergió a la luz del sol. Los luchadores se apartaron entre gritos y, al instante, el Kalashnikov de Farid empezó a disparar. El furioso Humo se arrancó la cartuchera, porque se le había enredado. Cóndor gritaba órdenes entremezcladas con maldiciones.

—¡Pero ¿qué mierda es eso?! —aulló Ksiva, y miró en todas direcciones.

Alrededor de él la tierra explotó, arrojó chorros de mugre, se agitó con tremendos espasmos. De su interior surgía un estrépito sordo y rítmico que poco a poco ganaba intensidad.

—¡Son topos! —gritó Martillo bajo la máscara de gas, con el cuerpo en tensión extrema—. ¡Todos quietos! ¡Que nadie se mueva! ¡Quietos, maldita sea!

Los Stalkers comprendieron por fin y se quedaron inmóviles en el lugar donde se hallaban. Por el agujero que se había abierto en la tierra, quizá a unos siete metros del grupo, se abría paso enérgicamente el voluminoso cuerpo del voraz animal. Sus patas eran gigantescas y estaban provistas de garras. Volvió hacia los visitantes sus fauces abiertas y olisqueó ruidosamente, primero una vez, y luego otra. El gigantesco topo ciego volvía hacia uno y otro lado el hocico como si se tratara de una sonda y avanzaba a trompicones.

—No disparéis. No os mováis. Esos animales no ven.

El monstruo se detuvo a pocos metros de Belga y movió el hocico hacia un lado y luego hacia el otro. El luchador aguardaba en su sitio, más muerto que vivo. Agarraba el fusil con visible crispación.

—No temo a la oscuridad de mi propio corazón —murmuraba el hermano Ishkari con voz trémula, y se agarraba fuertemente con manos temblorosas a un libro de oraciones—. La desgracia no alcanzará a los seguidores de Éxodo. Porque tengo fe.

Otro topo se acercaba entre las hierbas altas. El primero olió a su rival, profirió un grito breve y abrió las fauces. Fue demasiado para Belga: levantó el arma y empezó a disparar. Las balas alcanzaron el hocico hirsuto de la bestia y atravesaron su piel callosa. El topo bramó y se apartó a un lado. Sin embargo, el segundo gigante siguió a ciegas el sonido. Humo saltó en plancha a un lado y logró esquivar a la vivaz criatura. El Utyos que sostenía con sus enormes manos se puso a vibrar como un taladro de aire comprimido, y sus implacables proyectiles incendiarios hicieron pedazos al coloso.

—¡No! ¡No disparéis! —Martillo trataba de imponerse a los luchadores con sus gritos, pero la infernal algarabía impidió que se oyera su voz. El grupo entero se puso a disparar contra los nuevos monstruos que iban emergiendo a la superficie.

Durante unos instantes lograron frenar la acometida de las furiosas criaturas, pero de pronto, la tierra que tenían bajo los pies se vino abajo y se resquebrajó por varios puntos hasta formarse una red de hendiduras. Los luchadores se alejaron a toda prisa entre una densa polvareda. Gleb corrió en pos de su maestro, siempre en zigzag, para evitar los gigantescos agujeros que se abrían en el suelo. Vio a su izquierda a Belga, pero, de repente, la tierra desapareció bajo los pies de su compañero, el fusil se le escapó de las manos y cayó en una profunda zanja. No muy lejos de él emergió una nueva criatura. El topo se abría paso enérgicamente por la tierra blanda y se acercaba con vigorosas zancadas a su víctima.

Todo sucedió muy rápido. Mientras Gleb aún llamaba a los Stalkers y empuñaba la Pernatch, Belga recobró el FN F2000 que se había caído a la zanja. Se oyó el gatillo, pero el sofisticado fusil había tragado demasiada porquería y ya no funcionaba. Una zarpa se abatió sobre Belga y lo golpeó. Se oyó un repugnante crujido… Las gigantescas mandíbulas, veloces como el rayo, le habían lanzado un mordisco al abdomen.

—¡Sanya! ¡Sanya-a-a!

Okun, que había acudido a toda prisa, iba a saltar al interior del hoyo, pero Humo logró agarrarlo cuando ya se hallaba en el borde. Tiró de Okun hacia arriba, lo sujetó con fuerza y no lo soltó.

—¡Ya es demasiado tarde, hermano! ¡Déjalo! ¡Ya no puedes ayudarlo!

Okun forcejeó frenéticamente en un intento por librarse de los brazos del mutante, pero luego cayó al suelo sin fuerza alguna y empezó a lamentarse:

—Ya le había dicho a ese idiota: tira a la basura esa mariconada de importación. El Kalashnikov es el mejor. Pero ese gilipollas estaba empeñado en que quería uno…

El muchacho no se enteró. Mientras el animal se agitaba en el subsuelo y devoraba a su presa, Gleb gritaba maldiciones y disparaba histéricamente, aunque supiese muy bien que no le iba a servir de nada. Y mientras disparaba contra el topo lo asaltó el sentimiento, largamente olvidado, de haber perdido a uno de los suyos… aun cuando hiciera pocos días que había conocido a Belga. Entonces su maestro emergió de la polvareda y lo obligó a marcharse con él.

—¡Venga, tenemos que seguir adelante!

Regresaron a la carretera de San Petersburgo en un tramo cercano al Peterhof. El grupo avanzaba en completo silencio. Incluso el parlanchín de Ksiva tenía la boca cerrada. Cóndor y Martillo habían vuelto a discutir. Gleb aún tenía en los oídos su irritada conversación. Como siempre, las duras palabras del maestro lo habían incomodado.

—Si hubiese hecho lo que yo decía aún estaría vivo. Lo que le ha ocurrido, le ha ocurrido por decisión suya. Una lección para los demás.

Duras, pero justas. Tal vez fuera por eso por lo que los Stalkers estaban tan silenciosos y seguían al pie de la letra las instrucciones de su guía. Al avanzar hacia la ciudad tuvieron que acelerar el paso. A lo largo de aproximadamente un kilómetro, la carretera se transformó en una simple vereda que atravesaba un bosque frondoso. Entre los restos del asfalto sobresalían nudosas raíces de árbol. Ramas verdes y venenosas les azotaban los cascos. Constantemente había algo que se agitaba en la densa maleza, extrañas sombras que pasaban a toda velocidad por su lado. Gleb se sentía cada vez más inquieto. Se pegaba a los talones de su maestro y miraba sin cesar en todas las direcciones.

Finalmente abandonaron la espesura y se encontraron frente a un edificio. Mejor dicho: lo que quedaba de éste. La vegetación había penetrado en su interior por todas partes; la ciudad era idéntica a las ilustraciones de un libro sobre los indios mayas, propiedad de Nata, la amiga coja que Gleb tenía en la Moskovskaya. Al cabo de un rato, Martillo ordenó un alto y desapareció en el hueco de la escalera de una casa cercana. Entretanto, los viajeros, de acuerdo con las instrucciones que les había dado, siguieron adelante a paso lento. Unos minutos más tarde, Gleb divisó a su maestro sobre un tejado. El Stalker atornillaba el largo cilindro de un silenciador a su fusil de precisión. Gleb miró a su alrededor, pero no vio nada que le pareciera peligroso. Un fuerte ruido que se oyó en el tejado del edificio vecino hizo que los luchadores empuñaran sus fusiles de asalto. Al cabo de un instante, el cadáver acribillado de un hombre lobo cayó a los pies del hermano Ishkari. El sectario saltó a un lado, aterrorizado, y se puso a gimotear.

El muchacho miró hacia atrás. Martillo apuntó de nuevo. La poderosa arma se estremeció una vez, y otra. Entonces, el Stalker desapareció por una ventana que daba al tejado. El maestro regresó con el grupo, que, entretanto, se había apostado en una profunda zanja que atravesaba la avenida.

—Era un explorador —le explicó a Cóndor—. Si no se los mata, luego acude la manada entera. Así quizá podremos pasar sin que se den cuenta de nuestra presencia.

Siguieron adelante hasta que apareció a su izquierda una edificación alta y portentosa, que sobresalía con orgullo de la lujuriante vegetación. Era la primera vez que Gleb veía una maravilla semejante. Cuatro torres pequeñas flanqueaban una más grande que se hallaba en el centro. Tres de ellas conservaban incluso la cúpula, aunque su revestimiento dorado se hubiese oscurecido con el paso del tiempo. Pese a la capa de mugre que recubría las paredes, los solemnes colores verdes y rojos del edificio aún atraían las miradas.

—La catedral de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo. —Martillo miró hacia lo alto con respeto—. Sobrevivió a la guerra contra los alemanes. Y luego también a la catástrofe. En verdad, es un lugar sagrado.

—¿Qué es un apóstol? —preguntó Gleb en voz baja.

Ishkari cobró vida de repente y se acercó a él.

—El hermano Saveli es el apóstol de la nueva fe, la fe en el Éxodo…

—¡Cierra la boca, blasfemo! —Martillo, fuera de sí, agarró al sectario por el cuello y lo levantó en el aire.

Al darse cuenta de que Cóndor lo miraba, volvió a dejar en el suelo a Ishkari. Éste se escondió tras las espaldas de los otros Stalkers.

—¿Tan antigua es esa catedral? —trató de cambiar de tema Nata.

—Su piedra angular se puso en el tiempo de los zares. —El guía contempló una vez más el edificio—. Durante la Gran Guerra Patriótica[10] sufrió serios daños. Tuvo que aguantar multitud de disparos, porque un explorador alemán espiaba desde allí nuestros barcos, y también Kronstadt.

Se hizo una larga pausa. Cóndor y Martillo se miraron y, sin decir nada más, se dirigieron hacia la entrada. Gleb fue tras ellos. Cóndor ordenó que los demás aguardaran abajo.

No pasó mucho tiempo hasta que encontraron la escalera que llevaba a la columnata. La reja que en otro tiempo había cerrado la entrada yacía sobre los peldaños polvorientos. Mientras subían cada vez más arriba, Gleb tocó precavidamente con los dedos las paredes de la majestuosa casa de Dios. El antiguo poder que emanaba del edificio era casi palpable. ¿Qué secretos debían de esconder sus silenciosas paredes? ¿Cuánto dolor humano iba a experimentar todavía aquella casa de Dios? En un trecho de pared del que se había desprendido el revestimiento, Gleb vio unas líneas que alguien había escrito con letras pequeñas y torcidas.

«…hubo un gran terremoto, y el sol se volvió negro como un saco de pelo de cabra, y la luna se tornó toda como sangre, y las estrellas del cielo cayeron sobre la tierra como la higuera deja caer sus higos sacudida por un viento fuerte, y el cielo se enrolló como un libro que se enrolla, y todos los montes e islas se movieron de sus lugares. Los reyes de la tierra, y los magnates, y los tribunos, y los ricos, y los poderosos, y todo siervo, y todo libre se ocultaron en las cuevas y en las peñas de los montes».[11]

Lo que venía después estaba ilegible. Aunque el muchacho contemplara la áspera superficie de la pared para saber algo más sobre los terribles días de la catástrofe, la casa de Dios no se lo revelaba.

Gleb había intentado varias veces que Palych le explicara lo que había sucedido. Pero el viejo se había escudado siempre en el silencio, y tan sólo en una ocasión había logrado que dijera unas pocas frases sobre las sirenas, los gritos, el pánico, sobre las gentes que se apiñaban durante la evacuación, el hambre y las privaciones de los primeros meses bajo tierra. Palych no quería pensar en ello. Tal vez le doliera demasiado pensar en su hogar perdido, o quizá tuviese otra razón. En cambio, hablaba a menudo sobre los seres humanos.

Hablaba de los que habían llevado al mundo al borde de la catástrofe con sus riñas y sus ambiciones, o de los que, llevados por el pánico, habían pasado sobre las cabezas de otros para refugiarse en el seno de la red de metro. Hablaba con dureza, con ira…, como si le guardase rencor al mundo entero. Después de las conversaciones de ese tipo se refugiaba siempre en su rincón para emborracharse.

Martillo llamó a su pupilo. Gleb obedeció y siguió a los Stalkers, subiendo los escalones siempre de dos en dos. Una vez llegó arriba, el muchacho se quedó sin aliento al contemplar las abrumadores imágenes que se ofrecían a sus ojos desde la terraza. Los interminables horizontes de aquel mundo abandonado entusiasmaron a Gleb, pero al mismo tiempo el muchacho percibió con amargura la soledad y la falta de vida. ¡Cuán inmensos debían de haber sido el odio y la irracionalidad de los hombres, que fueron capaces de sacrificar toda vida… la naturaleza, las aguas, la tierra…!

Al mirar en otra dirección, no pudo creer en lo que veían sus ojos: igual que en sus sueños, se extendía, más allá de los árboles…

—El mar.

—Más o menos. Eso es el golfo de Finlandia. —Martillo señaló a la lejanía—. Y ese trocito de tierra que ves allí es Kronstadt.

Cóndor sacó unos prismáticos y contempló con detenimiento la otra orilla.

—¿Qué es lo que se ve?

—Todo está tranquilo y en calma. No reconozco ningún tipo de señal.

Cuando se hubo hartado de contemplar la resplandeciente superficie de las aguas, Gleb fue hasta el otro extremo de la galería. Vio desde allí un lago empantanado. Su superficie embarrada emitía gases. Los vapores blanquecinos que se elevaban desde las aguas ocultaban dos islas pequeñas, cubiertas de exuberantes matorrales, que se hallaban en el centro. Al mirar más de cerca, el muchacho descubrió que algo se movía. Llamó a su maestro.

«¿Y si allí hubiera seres humanos? —pensó Gleb—. En la Moskovskaya se van a quedar boquiabiertos cuando sepan que precisamente yo…»

—Allí. —El experimentado Stalker descubrió algo por medio de la mira de su arma—. Unos viejos conocidos. Han llegado hasta el estanque de Olga.

Cóndor corrió hacia allí. Miró por los prismáticos y profirió una maldición. Gleb, consumido por la curiosidad, se los quitó de las manos sin contemplaciones y miró a su vez. Entre la vegetación de la orilla se movían las cabezas grises de los hombres lobo. Por un instante le pareció a Gleb que uno de los rostros lo observaba. El mutante echó la cabeza hacia atrás y lanzó un aullido prolongado. Entonces aparecieron entre los arbustos las anchas y encorvadas espaldas de sus hermanos de raza. Como si hubiese estado esperando la llamada, la masa gris se puso en marcha y avanzó hacia el puentecillo que unía ambas islas.

—¿Qué vamos a hacer, Stalker? ¿Esperar? ¿Escondernos? —Cóndor hablaba cada vez con mayor nerviosismo, al tiempo que miraba cómo los hombres lobo, dando largas zancadas, iban hasta la otra isla. Los más veloces habían saltado al puente que llevaba hasta la orilla del estanque.

—Largarnos.

Por así decirlo, volaron escalera abajo y salieron al exterior. Los demás empuñaron al instante sus armas y corrieron tras ellos.

El ritmo que marcaban las pesadas botas sobre el pavimento tranquilizó a Gleb. Sentía una desagradable picazón en la piel que le había quedado bañada en sudor bajo la máscara de goma.

—No hacemos más que correr y correr —se oyó que decía Humo—. Tengo la sensación de haberme convertido en un antílope de Mongolia. Tendríamos que matar a tiros a esos chuchos y dar esto por terminado.

—¿No te ha bastado con lo de Belga, Gena? ¿Es que aún no has visto lo suficiente? —le respondió su cáustico comandante—. ¡Más rápido, Nata, más rápido!

—¡Al parque! —gritó Martillo.

Humo, sin detenerse, se arrojó con todas sus fuerzas contra la puerta de hierro forjado. Con lastimero estrépito, los batientes se abrieron, y uno de ellos se salió de sus goznes. Los Stalkers corrieron por el Parque Alto, rodearon las ruinas del palacio y treparon por los anchos escalones de la Gran Cascada. Sus perseguidores aún no les habían dado alcance.

Al pie de la cascada, Gleb vio una estatua: un hombre desnudo y musculoso luchaba él solo contra una extraña criatura.

—¿Quién es ése?

—Sansón.

—¿También es Stalker?

—¡Y vaya uno! —exclamó entonces Ksiva, riéndose para sus adentros—. No quiso llevar nunca traje antirradiación. Por una cuestión de principios.

Los otros Stalkers le pusieron mala cara. No estaban de humor para bromear… el recuerdo de la muerte de Belga aún estaba demasiado fresco. Tan sólo el hermano Ishkari quiso seguir estúpidamente con los chistes, pero la risa se le heló cuando el grupo se acercó a la estatua. La fuente, ya seca, en la que se alzaba la estatua de Sansón estaba cubierta hasta arriba de restos de cadáveres humanos. Huesos que con el tiempo y el polvo se habían oscurecido, en los que aún quedaban jirones de ropa maltratada por la intemperie. Lúgubres calaveras que sonreían.

—¡Maldita sea! Cómo hay que odiar la vida para esto… —A Chamán le temblaban los labios.

Gleb había visto cadáveres de vez en cuando. En una ocasión había llegado a contemplar un esqueleto humano. Un año antes, un tío raro de la Moskovskaya se había emborrachado y se había dormido en un túnel de enlace no muy lejos de la estación. Lo habían encontrado al cabo de pocos días: tan sólo quedaban los huesos. Las ratas los habían dejado exquisitamente limpios.

Pero aquello… Qué podía suceder en la conciencia de los hombres para que se transformaran de un día para otro en…

—Bastardos… —dijo Martillo.

El muchacho se volvió hacia su maestro, que en aquel momento estaba a su lado.

—¿Cómo es posible que unos seres humanos hayan hecho eso? ¿Por qué se han matado los unos a los otros? Aquí ha sucedido algo terrible.

—El odio humano tiene muchas máscaras —respondió con su típica cantinela el hermano Ishkari en lugar del Stalker—. Eso que vemos ahí es tan sólo un ejemplo.

—Pero esto no está bien. No puede ser igual en todas partes.

—¿Y cómo puedes estar tan seguro, Gleb? —respondió Martillo, e hizo un gesto de abatimiento con la cabeza—. Hace veinte años que este mundo no está bien.

—No lo sé. Me gustaría creer que también hay alguna otra cosa. Algo bueno. Gente normal, una tierra sin contaminación… —El muchacho cerró los ojos, perdido en sus ensueños—. ¡Tengo que encontrar un lugar donde todo sea distinto!

El Stalker sonrió.

—¿Y cuál es el problema? ¡Búscalo!

—Pero ¿dónde? —Gleb miró a su maestro—. ¿Y cómo?

Entonces Martillo se puso muy serio.

—Eso no tiene ninguna importancia. Si te decides a hacer algo, tienes que dar el primer paso. Y no sentir ningún miedo por el segundo. El único error que podrías cometer es el de no hacer nada. Lo único importante es que tengas siempre los ojos puestos en tu meta… Olvídate de todo lo demás.

Las palabras del Stalker llegaron hasta lo más hondo del alma del muchacho. A menudo había imaginado en sueños cómo debían de haber sido las ciudades antes de la catástrofe. En ese momento tenía muy claro lo que deseaba por encima de todo. Mientras le quedaran fuerzas, buscaría un lugar en la Tierra que estuviera intacto. Aunque sólo fuera por el recuerdo de sus padres, que siempre habían soñado en ello, y que le habían contado con voz trémula las cosas más sorprendentes de aquel mundo perdido.

Gleb miró directamente a los ojos a Martillo.

—Gracias.

—¿Por qué? —le preguntó el maestro, no sin ironía.

—Por haberme elegido.

—Bueno, poco a poco lo vas entendiendo —observó el Stalker, y se volvió hacia Cóndor—. Sería demasiado peligroso quedarse aquí. Tenemos que seguir adelante.

Cóndor asintió con la cabeza.

—¡Venga, muchachos, que hacéis ahí parados! ¿Es que no habíais visto huesos en toda vuestra vida? ¡Vamos!

Volvieron otra vez a las marchas forzadas. El grupo, guiado por Martillo, se alejó de la cascada. Se abrieron paso por la jungla de la orilla, donde, de vez en cuando, tuvieron que esquivar lugares en los que la radiación era más fuerte.

—Esto es la calle de Abajo. —Por el camino, Martillo le enseñó el plano a Cóndor—. Vamos a pasar primero por la depuradora de aguas y luego seguiremos por la carretera de Oranienbaum. Aquí es donde giraremos en dirección a la orilla. Una vez allí, tendremos que recorrer tan sólo otros quinientos metros hasta Raskat.[12]

Una vez más, una palabra desconocida. Gleb tomaba nota mental. Era evidente que la jornada de viaje estaba a punto de terminar. Al pensar en la posibilidad de un descanso, Gleb se dio cuenta de que aquel día lo había dejado exhausto. El muchacho siguió adelante con un único deseo: que nadie más se interpusiera en su camino.

Al parecer, el mundo hostil de la superficie se había decidido a conceder una pausa a sus huéspedes no invitados. La cuadrilla recorrió sin más problemas la ruta que se habían propuesto. Entre las copas de los árboles nudosos divisaron la punta de una torre de hierro muy alta. Cuanto más se acercaban a la orilla, más grandes e imponentes parecían las columnas de color gris rojizo. En lo más alto, la torre tenía un remate cilíndrico con ventanas desde las que se podía mirar en todas direcciones. En el revestimiento de acero de sus fundamentos quedaban a la vista unos surcos profundos y paralelos…, como la firma de un desconocido depredador.

—¿Qué es esa torre? —le preguntó Okun al guía.

—Es Raskat, la central desde donde se dirigía el tráfico marítimo.

Si queda alguna instalación de radio desde la que podamos retransmitir, estará ahí. Merece la pena intentarlo por lo menos una vez.

—¿Con eso quieres decir que…?

—Con eso quiero decir —lo interrumpió Martillo, al tiempo que le lanzaba a Gleb una rápida mirada— que puede ser que allí obtengamos algunas respuestas.