Gleb recordaba tan sólo a duras penas el momento del choque. El crepitar del contador Géiger, las estruendosas sacudidas que padecía la vagoneta al pasar por encima de algún objeto abandonado sobre las vías, las vehementes maldiciones de los Stalkers, que se apelotonaban unos sobre otros como arenques en la lata… toda esta cacofonía se interrumpió de golpe. La vagoneta se estrelló con gran estrépito contra una segunda barrera y descarriló. Los Stalkers rodaron sobre las vías. La cabeza del muchacho rebotó dolorosamente sobre un riel. Todo daba vueltas a su alrededor. El casco se le había salido de su lugar. Puntitos brillantes le retozaban en las pupilas.
La luz de las linternas perforó la oscuridad. Según pudieron ver, la vagoneta había llegado casi hasta el final de la estación y había volcado poco antes de volver a entrar en el túnel. Gleb echó una mirada furtiva a su alrededor, pero no logró distinguir ningún detalle concreto entre las sombras. Se acordó, de pronto, de que Palych le había dicho que era la más hermosa de todas las estaciones.
—¡En pie, blandengues! ¡Venga, venga! ¡A paso ligero… en marcha! —Cóndor se puso a repartir patadas para estimular a sus hombres.
Martillo se puso en cabeza. Sus botas chapoteaban en el agua estancada entre las vías. Se adentraron de nuevo en el túnel y echaron a correr. El sonido de su rítmica respiración traspasaba el filtro de las máscaras. Los segmentos de túnel que tenían más adelante se hacían inacabables. Humo, por el contrario, fumaba un cigarrillo sin inmutarse. Al descubrir la mirada de Gleb, le guiñó alegremente un ojo.
—No se preocupe usted, Gleb, vamos a llegar en seguida al otro lado. Tu compañero es un hombre inteligente. ¡Ha tenido una idea muy buena con lo de la vagoneta!
El muchacho se animó a empezar una conversación y le preguntó:
—Gennadi, ¿por qué no se pone usted la máscara de gas?
El mutante expulsó una nube de humo y sonrió con sorna.
—Tendrías que encontrarle una boquilla que encajase en su cara, pequeño —dijo entonces Ksiva.
Los Stalkers echaron a reir estentóreamente.
—Él ya no tiene ninguna necesidad de protegerse —añadió Belga, riéndose por lo bajo—. La dosis que se tomó nuestro cocodrilo Gena[6] ya le basta para toda la vida. No te creas que está tan verde porque sí.
Una vez más, el grupo entero estalló en carcajadas. La atmósfera tensa que hasta entonces había reinado entre ellos desapareció a medida que los compañeros se alejaban de la Avtovo.
—¡A usted, mi honorable Belga, le ha faltado tacto en un grado catastrófico! —Humo apagó el cigarrillo sobre el casco de su amigo.
—¿Y por qué lo llaman Belga? —quiso saber Gleb.
En vez de responderle, el luchador empuñó su fusil de asalto y lo sostuvo bajo el rayo de luz de la linterna.
—Es un FN F2000 belga —susurró Ksiva—. ¡El único de todo el metro!
—¡Basta de charla! —los interrumpió Cóndor—. Todos quietos.
La cuadrilla se detuvo. Cóndor sostuvo el contador Géiger, se fue acercando a cada uno de ellos y les midió la radiación.
—Es soportable. En esta ocasión hemos tenido suerte. Martillo, ¿qué sabes sobre la estación Leninski Prospekt?
—En mi vida he estado allí. La salida al exterior está cegada. Un buen trecho de calle se vino abajo y el paso subterráneo quedó lleno de escombros. Tampoco tendría ningún sentido ir hasta la estación Prospekt Veteranov. Ambas estaciones se encuentran a una profundidad de ocho o nueve metros. Están a tope de radiactividad y no son un buen camino de salida. Así que tendremos que andar un buen rato por el exterior.
—¿Y cómo lo haremos?
—A continuación de la Avtovo hay una vía que conduce hasta unas cocheras en la superficie.
—Entonces tendremos que volver atrás. Hasta la salida de la estación.
—De eso nada. Éste es el túnel que tenemos que seguir. Nos falta poco para llegar a la salida.
Cóndor maldijo con voz apenas audible y miró de reojo a Martillo.
—Pero qué astuto eres, tío. ¡Ponte en cabeza!
La cuadrilla entera siguió a Martillo. Gleb sintió un agradable hormigueo: ¡Iba a contemplar de nuevo la luz del día! En compañía de los Stalkers armados hasta los dientes se sentía casi seguro.
¿Qué habría dicho su padre si hubiera visto a su hijo en compañía de tan temerarios guerreros en la superficie? Gleb no pudo evitar una sonrisa al pensarlo… Suerte que nadie lo veía en la oscuridad.
Poco más tarde, los Stalkers se acercaron con precaución a la salida. El túnel terminaba de pronto, pero las vías seguían adelante, hacia la cochera. Un retazo de cielo turbio hizo que el corazón de Gleb se acelerara. La superficie se hallaba muy cerca. Seductora, pero también peligrosa y traicionera, como daba a entender la gran cantidad de huesos y jirones de piel que iban encontrando.
De pronto, Martillo se adelantó y derribó a Belga de un rudo puntapié en las piernas.
—¡Pero qué te pasa, tío, es que te has vuelto loc…!
—¡Quédate en el suelo y calla!
Se detuvieron en el umbral exterior del camino de salida. Fue entonces cuando Gleb se fijó en la sustancia transparente que pendía del alero del edificio de hormigón. Como si alguien hubiera colgado un chal tejido con el hilo más fino. El ligerísimo paño se agitaba al viento sin que apenas se notara y sus extremos casi rozaban a los Stalkers tendidos sobre las vías. Martillo se fijó en el momento en que la sustancia se contraía de nuevo, se levantó bruscamente de las vías y arrastró detrás de sí al otro luchador. La enigmática cortina se estiró hacia ellos, pero ya era demasiado tarde, y al instante se contrajo de nuevo.
—¿Esa cosa está viva? —Belga hizo una mueca de asco; por fin, la adrenalina le había inundado las venas—. Pero ¿qué es?
Martillo miró a su alrededor. Agarró un cadáver de rata medio podrido que encontró junto a la pared y lo arrojó en dirección a la salida. En un primer momento pareció que saliera disparado hacia fuera sin más, pero entonces el «tejido» descendió nuevamente del alero, capturó a su presa con la velocidad del rayo y la envolvió en varias capas.
—Podemos pasar —murmuró el guía, y miró a Cóndor.
Éste asintió en silencio. Los viajeros salieron a la superficie, y en ese mismo instante la cuadrilla sufrió una transformación: los luchadores se pusieron en tensión, empuñaron las armas y se distribuyeron hábilmente por el terreno a fin de explorarlo. En un instante se acabaron todos los chistes y toda la cháchara. Reinaban tan sólo la calma y la más extrema concentración.
Gleb miró de reojo a Ishkari. Éste se encontraba a su lado. Era evidente que el sectario no se sentía a gusto dentro de su propia piel. Miraba de un lado para otro como si se sintiera acorralado y ajustaba una y otra vez la boquilla de la máscara de respiración.
Martillo debió de aguardar en pie durante un minuto, como si estuviera escuchando a su propia voz interior, y luego se decidió y avanzó a paso ligero. Los demás lo siguieron. Treparon en fila india sobre una barrera de hormigón de gran altura y salieron de las cocheras. Unos cien metros más hacia la izquierda había un enorme boquete en la pared. ¿No habría sido posible salir por allí? Pero el maestro de Gleb seguía su propia lógica, que tan sólo él conocía. Sin detenerse ni un solo instante, Martillo animaba a la cuadrilla a seguir adelante. Pasaron frente a un terreno grande, abierto, lleno de restos herrumbrosos de camiones, y frente a un gigantesco edificio cuyo tejado se había venido abajo. Siguieron adelante hasta que el muchacho descubrió una imagen fascinante: un imponente desierto sin edificar, una superficie desnuda, casi interminable, que desaparecía en la lejanía, entre las casas que se hallaban a un lado y los árboles gigantescos del otro.
—¿La Prospekt Statchek? —preguntó Cóndor—. Vamos a morir, en terreno abierto. Sería mejor que pasáramos por los patios.
—Aquí abundan los hombres lobo —le replicó Martillo, sin detenerse—. En los patios podrían acorralarnos y quedaríamos atrapados. Si vamos por la avenida podremos intimidarlos. Llevamos muchos fusiles.
Los Stalkers avanzaron a paso ligero por el asfalto resquebrajado, con la respiración acompasada, entre restos de coches que se habían hundido en tierra, carteles publicitarios torcidos y cables eléctricos arrancados. Lo único que preservaba el recuerdo del poder desaparecido del hombre eran los grandes edificios, aunque abandonados y deprimentes. Por todas partes había huellas de animales desconocidos, montones de excrementos y vegetación exuberante… en cambio, las ruinas de los edificios parecían fuera de lugar y antinaturales. Gleb era incapaz de imaginar que en otro tiempo los humanos hubiesen dominado en aquellos parajes. Aún le resultaba más difícil de imaginar que en otro tiempo había sido posible bañarse en las aguas y que por los parques de la ciudad habían paseado parejas de enamorados y no criaturas implacables. ¿Y si Palych se lo había inventado todo?
Más adelante encontraron un campo cubierto de frondosa maleza en el que convergían varias calles asfaltadas y anchas.
—Esto es la plaza de Kronstadt. —Cóndor se había cerciorado de ello después de comprobar el plano—. ¡Una buena señal! Puede ser que por aquí logremos llegar a Kronstadt.
—No grites, jefe —le recriminó el canoso Chamán.
Al pasar frente al edificio destrozado del Maxidom, el Stalker al que habían llamado Okun se detuvo.
—Esperad… si ya hemos llegado, ¿no sería mejor que hiciéramos un reconocimiento? Seguro que encontraremos algo que podamos aprovechar.
—No —lo interrumpió lacónicamente Martillo.
Cóndor le echó de reojo una mirada hostil y se volvió hacia el antiguo hipermercado.
—Vamos a mirar ahí dentro.
—¿Para qué?
—¡Vamos a mirar ahí dentro! —El luchador, nervioso, empuñó el fusil de asalto con más fuerza todavía.
Durante unos momentos intercambiaron miradas hostiles, y luego Martillo cedió. A todas luces, no quería cuestionar en aquel momento la autoridad del obstinado Stalker. Los viajeros se dirigieron al edificio en ruinas envuelto por una maraña de plantas trepadoras. No le pasó inadvertido a Gleb que Martillo sostenía el AK-74 más cerca del cuerpo que de costumbre, y que no apartaba los ojos de las negras fauces de la entrada. Los luchadores apagaron las linternas que llevaban adosadas a la frente y anduvieron con mucho cuidado entre los carritos de la compra abandonados en absoluto desorden.
Los rayos de luz alumbraron estantes tumbados, así como montones de papel de embalar, cajas y celofán. Todo había quedado cubierto por una gruesa capa de porquería de color blanco. Al mirar con más detenimiento, Gleb se dio cuenta de que aquella costra no era una masa uniforme. Estaba formada por millones de… como el estiércol en la jaula donde Nata, su amiga en la Moskovskaya, criaba a su mascota, un pequeño gorrión gris.
Una terrible suposición impulsó a Gleb a apuntar hacia arriba el rayo de luz. Su maestro parecía haber llegado a la misma conclusión, porque en ese mismo instante iluminó el techo con su propia linterna. En lo alto se agitaba un mar de cuerpos aceitosos y negros como la brea, semejante a una alfombra viva.
Martillo se puso a gesticular con vehemencia para llamar la atención de los Stalkers. Los luchadores, horrorizados, retrocedieron… sin hacer ruido, callados. Faltaban tan sólo unos metros para la salida cuando el grito de terror y angustia de Ishkari puso fin al silencio.
Al instante se hizo el caos. La alada horda de murciélagos se soltó y voló hacia fuera como una única y densa masa. Los Stalkers salieron del hipermercado aullando maldiciones. La masa vacilante de cuerpos alados escapaba por la salida y se elevaba hacia lo alto. El estrépito era infernal. La mancha negra se disgregó nada más llegar al cielo. Los luchadores disparaban a ciegas y sólo pensaban en alejarse lo antes posible del monstruoso nido.
De pronto, la bandada descendió en picado.
Los cuerpos tendinosos de los bebedores de sangre se fundieron en una compacta nube gris. Gleb sufrió un fuerte empujón en la espalda y rodó por el suelo. Por unos momentos, unas fauces repugnantes, con largos colmillos, le impidieron ver el cielo. Martillo apartó a la criatura con una fuerte patada y luego le disparó a quemarropa.
—¡No te duermas, mocoso! ¡Corre!
El muchacho se puso en pie de un salto y corrió tras su maestro. Se oían por todas partes vehementes maldiciones y disparos atronadores.
—¡Atrás! ¡Atrás, os digo! ¡Pegaos a la pared!
Los Stalkers obedecieron. La cuadrilla retrocedió hasta el hipermercado y dio la vuelta en torno al edificio. Los cuerpos negros aleteaban sobre sus cabezas, pero como no tenían espacio suficiente para maniobrar, arañaban con sus alas membranosas el armazón metálico del edificio. Los luchadores, sin detenerse, se marcharon corriendo por la Korabelka.[7] A juzgar por las marcas en las paredes, debía de haber habido un tremendo incendio en la antigua Universidad Naval. En aquel momento tan sólo el viento jugueteaba con sus restos carbonizados. Pero el edificio, incluso después de su «muerte», prestó un buen servicio a los seres humanos. La cuadrilla avanzó a lo largo de la pared hasta que se hubo alejado lo suficiente del lugar donde anidaban las bestias.
Los luchadores hubieran querido detenerse para tomar aire, pero la naturaleza que reinaba en la superficie de la Tierra les recordó que allí no cabía la posibilidad de relajarse. Varias criaturas especialmente insistentes bajaron aleteando desde una ventana, apartaron a Nata del resto del grupo y arrastraron sobre el asfalto a la muchacha mientas ésta daba puñetazos al vacío. Al instante descendieron otros murciélagos, como piedras caídas del cielo, que habían divisado la presa desde lejos. Humo y Cóndor corrieron en auxilio de Nata, mientras que los demás abrieron fuego contra los atacantes que venían por el aire. Por fin, Gleb logró salir de su estupor y se puso a disparar junto con los demás. El estruendo de los disparos era ensordecedor. Belga estaba de espaldas a la pared, al lado del muchacho. Parecía que la mira del fusil formara parte de su cuerpo, y disparaba ráfagas breves y muy certeras con su maravillosa arma. También Farid y Okun diezmaban a la bandada con sus eficaces fusiles Kalashnikov. Chamán les protegía las espaldas y cubría con su arma las ventanas de la universidad.
Por fin, las criaturas se dispersaron sin orden alguno. Docenas de chupadores de sangre yacían en tierra y agonizaban. El ataque por aire podía considerarse frustrado. Gleb miró con emoción en derredor. Cóndor estaba rescatando a la joven de entre un montón de cadáveres que había apilado el mutante. Humo aún daba vueltas como una peonza de hojalata, arrojaba cuerpos muertos sobre el asfalto, profería gritos roncos y despedazaba con ambas manos los cadáveres reventados.
—¡No os quedéis quietos! ¡En marcha! ¡En marcha! —Martillo exhortaba a los Stalkers a seguir adelante.
Al cabo de unos diez minutos, los viajeros empezaron a caminar a un ritmo más pausado. Los murciélagos, por fin, los habían dejado en paz y se habían quedado más atrás. Durante un rato se oyeron los penetrantes chillidos de las irritadas bestias… Luego enmudecieron. Los luchadores, fatigados e inquietos, reanudaron su camino.
A partir de entonces, Cóndor ya no trató de imponer sus decisiones y acató las órdenes del guía. Martillo siguió adelante tras echar una ojeada al contador Géiger. Bordearon la espesura del parque Poleshayev, las ruinas de la Perla del Báltico —el Chinatown de San Petersburgo, que en su momento no se llegó a terminar—, las corrosivas emanaciones del estanque de la Sergiyevskaya Sloboda.[8] Los árboles tenían una apariencia de lo más singular. Una tremenda fuerza había retorcido y desfigurado sus troncos nudosos. En sus ramas muertas no quedaba ni la hoja más menuda, ni una pizca de verde. Una niebla densa de color gris amarillento, suspendida cerca de la tierra emponzoñada, completaba el cuadro. En medio de la horrenda desolación había un estanque envuelto en sombras. De pronto se oyó un aullido profundo, sordo y vibrante que provenía de allí.
Martillo miró alarmado en derredor.
Los Stalkers dieron un buen rodeo para evitar aquel paraje tan extraño y temible. Llegaron a la carretera de San Petersburgo. A una gran plaza en cuyo centro, en orgullosa soledad, se erguía un imponente edificio.
Gleb sintió curiosidad y le dio un tirón en la manga a Martillo.
—Es la Makarovka —explicó este—. La Academia de la Marina.
El sordo aullido se repitió. Gleb sintió un escalofrío en la espalda, y también los otros luchadores parecieron estremecerse.
—Pongámonos a cubierto —decidió Martillo, y señaló con la cabeza en dirección a la academia—. Un momento —ordenó—. Podría ocurrir que esa cosa saliera de pronto.
—Hay algo que se mueve tras las ventanas. —Belga observaba el edificio a través de la mira de su FN F2000—. No tengo ni idea de lo que puede ser. Casi parece una persona.
—Las personas no me dan ningún miedo.
Martillo empuñó el Kalashnikov que llevaba al hombro y, decidido a encontrar un sitio donde pudieran ponerse a cubierto, anduvo hacia el edificio. Los Stalkers lo siguieron. A medio camino, el silencioso tayiko Farid se apartó de pronto a un lado.
—¡Shaitan![9] Jefe, vuelve aquí. ¡Mira!
De la tierra sobresalía una flecha. En efecto: una flecha de verdad, larga y con plumas en su extremo.
—¿Un indio, o qué? —Ksiva disparó una ráfaga contra el edificio de la academia.
—¡Ahorra cartuchos! —le ordenó Cóndor—. Adelante. Y tened los ojos bien abiertos.
Cubriéndose entre sí, los Stalkers llegaron al vestíbulo. Se encontraron con la habitual escena de devastación y podredumbre, de cúmulos de basura y paredes agrietadas. En el lúgubre silencio se distinguía un roce de pies. Cóndor y Chamán siguieron el sonido por el pasillo, se metieron por una puerta abierta y llegaron al hueco de una escalera. Sobre los escalones, entre la porquería, se veían las huellas de pies humanos desnudos. Descendieron varios rellanos y llegaron a un pasillo ancho que conducía a las salas subterráneas. Pero una puerta hermética entreabierta los alertó. Cóndor indicó a los demás que esperasen fuera. Luego, entró acompañado de Chamán.
Gleb y Martillo regresaron al vestíbulo a fin de observar los alrededores. El muchacho se puso bien la boquilla del aparato para respirar. La piel le transpiraba bajo la goma y sentía insoportables picores. El desolado paisaje que alcanzaba a divisar desde la ventana destrozada no le inspiraba ya ningún entusiasmo. Después de tanta marcha forzada, las piernas le pesaban como si fueran de plomo y su estómago vacío gruñía.
—¿Cómo estás, chico? —El hermano Ishkari se agachó a su lado y se masajeó las fatigadas pantorrillas.
—Todo bien —murmuró Gleb.
No tenía ningunas ganas de iniciar una conversación con el sectario medio loco. Al muchacho le interesaban mucho más los misterios escondidos en los subterráneos del edificio. Sin embargo, Ishkari no pareció darse cuenta del tono de voz desagradable con que le había respondido Gleb. Buscó entre los pliegues de su chaqueta y sacó una fotografía amarillenta. El muchacho no pudo evitar un grito de sorpresa. En la foto se veía agua. Mucha agua. Hasta el horizonte. El mar. Tal vez el océano. Entre las olas se erguía con orgullo un barco de hierro, en cuyo casco estaba escrito 011 con cifras grandes y blancas.
—Es el lanzamisiles Varyag —susurró Ishkari con respeto—. La nave enseña de la flota rusa del Pacífico. El Arca que nos va a llevar hasta la Tierra Prometida.
—Martillo dice que hace tiempo que todos nosotros podemos darnos por muertos. Y que no merece la pena abrigar esperanzas. ¿Cree usted de verdad que habrá vida en otras ciudades lejanas? —El muchacho miró con incomodidad al sectario.
—Sí, lo creo, muchacho. Son muchos los que dicen que Éxodo no es más que un puñado de fanáticos ciegos que no queremos reconocer ni aceptar la realidad. ¡Sí, nos mantenemos inconmovibles en nuestra fe! —Ishkari se acercó más a Gleb, lo miró fijamente a los ojos y siguió susurrando—: Nuestra fe se sustenta en hechos. La terrible radiación y las destrucciones que provocó el ser humano han dejado el mundo inhabitable. Pero quedan lugares que han escapado del codicioso abrazo del caos. ¡Los hay! ¡Éxodo lo sabe, Éxodo cree en ellos! ¡Cree tú también, chico!
Martillo interrumpió el apasionado discurso de Ishkari y lo obligó a marcharse al rincón opuesto. La foto amarillenta quedó en manos de Gleb. El muchacho escondió con disimulo la hoja de papel en un bolsillo del uniforme. Las palabras del sectario resonaban con fuerza dentro de la cabeza de Gleb: «Quedan lugares que han escapado del codicioso abrazo del caos… quedan lugares… quedan lugares…»
Gleb también quería creerlo.
Debían de quedar lugares en la tierra donde los seres humanos aún podían vivir sin máscaras de gas, sin contadores Géiger, en la superficie, bajo la luz del sol, ¡una vida igual que la de antes! Donde la hierba todavía era verde y blanda, como en las ilustraciones de los libros infantiles, y el cielo azul, el agua limpia y la comida abundante. En algún lugar debía de existir un mundo como ése, el mundo del que le había hablado su madre cuando era niño, cuando lo ponía a dormir.
—Tengo que encontrar ese lugar. —Gleb había hablado en voz alta sin darse cuenta.
—¿Qué? —Martillo se volvió hacia su pupilo—. ¿Qué has dicho?
El muchacho pareció confuso y negó con la cabeza.
Entretanto, los Stalkers habían vuelto por el pasillo. Cóndor y Chamán llevaban consigo a un hombre cubierto de sucios andrajos. El desconocido forcejeaba, profería sonidos inarticulados y enseñaba los dientes. El pobre diablo llevaba una piel de lobo embadurnada en torno a las caderas y un collar de rabos de rata secos en la garganta. La frente hundida y los ojos demasiado juntos contribuían al singular aspecto del salvaje.
—¿Habías visto algo semejante en toda tu vida, Martillo?
—No había encontrado nunca a un ser humano en la superficie. Un hermano espiritual, podríamos decir…
—¿Es mutante o qué? —preguntó Ksiva, pero se calló y miró azorado a Humo.
—Ahí abajo hay un búnker en ruinas. Huesos, jirones de piel, carne seca. A juzgar por lo que he visto, deben de ser bastantes los que viven allí. —Cóndor apartó a un lado al desconocido—. Sólo que nuestro Neandertal no tiene ganas de decirnos dónde se han metido sus compinches.
—A mí me parece que ni siquiera os comprende.
El guía se acercó al desconocido. Lo miró a los ojos, como si quisiera escudriñar su alma. El salvaje dejó de lloriquear.
—¿Quieres comer?
El salvaje volvió a la vida. El interés brilló en sus ojos. Martillo le dio un bizcocho empaquetado de producción militar que llevaba con sus propias provisiones. El salvaje abrió el envoltorio de un mordisco y devoró el bizcocho con fruición. El Stalker aún tenía en la mano una porción, pero la apartó de él. El desconocido tendió tímidamente su mano sucia y se acordó con gran esfuerzo del lenguaje de los hombres. Logró pronunciar tan sólo una palabra:
—Da… dame…
—¡Bueno, hemos logrado hacerlo hablar! —Cóndor se inclinó ante el vagabundo—. Dónde. Otros. Cómo tú.
—No… —El salvaje pensó y buscó con gran dificultad las palabras—. S-se fueron… hace mucho… estoy… solo… hace mucho…
Martillo le dio el bizcocho al salvaje.
—Dejadlo en paz. Es inofensivo. Dentro de unos quince años nosotros también estaremos así.
—¡No seas tan pesimista!
Dejaron marchar al vagabundo. Los luchadores silbaron y gritaron insultos mientras el hombre semidesnudo se marchaba a toda prisa cojeando, porque tenía una pierna más corta que la otra y cubierta de bultos.
Un aullido largo y tenso resonó por todo el lugar. Procedía de las marismas, y junto con él se levantaron vapores venenosos.
Chamán se santiguó.
—¿Y si pasamos aquí abajo la noche? No tengo ganas de andar a tientas en la oscuridad como un cachorrillo ciego.
—Este lugar tampoco me gusta. El palacio de Constantino no está lejos de aquí. Los sótanos de ese edificio estaban aislados y tendrían que estar secos. Podemos pasar allí la noche. —Martillo salió bajo la lluvia.
—¿A qué esperáis? ¡Andando! —ordenó Cóndor a los Stalkers.
Salieron de la Academia Makarov. Gleb siguió a su maestro. El encuentro con el hombre deforme lo había turbado. ¿Y si los habitantes de la lejana ciudad habían corrido la misma suerte? ¿Y si en vez de sus antiguos moradores tan sólo había salvajes estúpidos y degenerados en sus barrios miserables? El muchacho se atormentaba con tales pensamientos.
Pero en el bolsillo, junto con el mechero, llevaba la vieja foto. Y esa foto le exigía a Gleb que no abandonara la búsqueda.