El fulgor irregular de las antorchas jugueteaba sobre las caras de los hombres. El eco del vocerío resonaba entre los elevados arcos y se fundía en un único y monótono rugido. Los miembros de la comunidad habían cerrado los ojos y tendían las manos hacia arriba, unidos en una especie de éxtasis, hacia un pedestal cubierto de terciopelo negro sobre el que se erguía un hombre ataviado con una bata blanca. Sus finos cabellos ondeaban bajo la casi imperceptible corriente de aire del túnel, sus manos sostenían un cáliz lleno de agua, pero miraba hacia la lejanía, hacia un punto que se encontraba más allá del primitivo centro de oración, más allá del túnel oscuro y húmedo, más allá de las capas de tierra irradiada. Miraba hacia la superficie.
—¡Escuchad, hermanos! Se acerca el día en el que nuestras almas pecadoras hallarán la salvación. ¡Se acerca el día en el que nuestras familias serán libres de la prisión del mundo subterráneo! —La voz del aquel mesías era cada vez más fuerte, ofuscaba e hipnotizaba a la multitud—. Hoy, el siervo del Éxodo nos ha dado una vez más una señal. ¡Allí, en las Aguas Grandes, se ha puesto en pie, sin prestar atención a los peligros del mundo emponzoñado, y se le ha revelado la luz resplandeciente! ¡La luz del Arca, que ha anunciado ya su llegada! ¡Falta poco para la Redención! ¡Éxodo guiará a todos los dolientes hasta el Arca y nos llevará a orillas de la Tierra Prometida! ¡Éxodo cree en la salvación! ¡Éxodo reza por vosotros! ¡Rezad vosotros también, hermanos y hermanas! ¡Se acerca el día del Gran Éxodo! ¡Falta poco para la Redención!
—¡Se acerca el día del Gran Éxodo! —dijeron al unísono los miembros de la comunidad, sumidos en un éxtasis común—. ¡Falta poco para la Redención!
El mesías en vestidura talar colocó cuidadosamente el cáliz sobre el pedestal. La multitud contempló un barquito de juguete que se mecía sobre las aguas. La luz de una vela delgada que se hallaba en el centro del barco capturó sus miradas. El tumulto de voces subió de intensidad.
—¡Falta poco para la Redención! ¡Éxodo está a punto de llegar!
Martillo regresó sin que Gleb lo oyera. Al despertar por la mañana, el muchacho se encontró con que su maestro dormía plácidamente en el otro camastro. El estómago de Gleb refunfuñaba por culpa del hambre, pero el muchacho dudaba en levantarse por miedo a despertar al Stalker. La situación se solucionó por sí misma cuando el «encargado de recepción» del día anterior llamó a la puerta. El astuto anciano había ido con la clara intención de obligar a los huéspedes a marcharse o pagar una segunda noche. Martillo se puso en pie y, entre maldiciones, hizo pasar otro paquete de pastillas por debajo de la puerta.
Curiosamente, no iban a quedarse una sola noche en la estación. Era evidente que Martillo esperaba algo, o a alguien, pero en ningún momento le reveló a Gleb cuáles eran sus planes. Después de un desayuno espartano, el Stalker se dedicó a la instrucción de su pupilo: le ordenó a Gleb que hiciese flexiones de rodillas y de brazos hasta derrumbarse… con la mochila a la espalda. Durante las breves pausas, le enseñó el manejo de las armas. Hacia el mediodía, Gleb dominaba hasta cierto punto la pesada Pernatch y sabía cargarla en pocos instantes. Luego, Martillo le enseñó al muchacho los fundamentos de la lucha con arma blanca. En las experimentadas manos del Stalker, el machete de paracaidista que llevaba Gleb se movía con la delicadeza de una mariposa. Por supuesto que no le exigió a su pupilo que hiciera lo mismo, sino que se contentó con enseñarle los métodos más efectivos para matar o inmovilizar a un contrincante. Gleb llegó a sentir náuseas por todo lo que le explicó sobre tendones y arterias. Sin embargo, escuchaba con mucha atención a su maestro, porque cada vez que hacía algo mal éste le propinaba una sonora bofetada.
Hacia la noche, el muchacho maldijo en silencio al Stalker. Sus músculos estaban rígidos y lo torturaban con un dolor sordo; la cabeza le zumbaba por exceso de información. Martillo miraba insistentemente el reloj y tenía el oído puesto en el pasillo.
Hacia la medianoche, una vez más, alguien se acercó a su puerta. Pero en esta ocasión la puerta retembló y crujió terriblemente a causa de los golpes que recibía. Martillo abrió… y Gleb gritó de asombro; se cayó de la cama y la vieja mesa se le cayó encima. En el dintel de la puerta había un monstruo. Un gigante de espaldas anchas, de más de dos metros de estatura, con un rostro deforme y carnoso, y una sonrisa torcida, se inclinó torpemente y miró dentro de la habitación, como si estuviera esperando que lo invitaran. Tenía la piel enferma, verdosa. Un mutante.
El monstruo se inclinó ante ellos y logró meterse dentro. Ocupaba casi la mitad de la habitación.
—Me llamo Gennadi —se presentó con ronca voz de bajo, y le tendió al Stalker su gigantesca zarpa—. «Humo» para los amigos. Y supongo que tú debes de ser Martillo.
—Encantado. —El Stalker le estrechó la mano al gigante y señaló al muchacho—. El chico se llama Gleb.
El muchacho se asombró de nuevo. En esta ocasión por las palabras de su maestro. Estaba claro que sabía su nombre. ¡Quién lo hubiera dicho!
—Es un placer —dijo la atronadora voz de bajo de Gennadi.
El muchacho asintió, aunque inseguro, y salió de debajo de la mesa. Sentía una terrible vergüenza por lo que había sucedido. En un intento por salir un poco más airoso de su situación, preguntó:
—¿Por qué Humo?
El mutante señaló con el dedo la colilla que sostenía entre los dientes.
—Un vicio antiguo. —Humo jugueteó con el cigarrillo entre las comisuras de sus gigantescos labios, y añadió—: La puerta al final del pasillo. Os esperamos. Pasad por allí.
El mutante cruzó el umbral con precaución y cerró la puerta con dos dedos al salir. El portazo fue sonoro. La puerta vibró. Una vez en el pasillo, el gigante maldijo en voz baja y abrió de nuevo la puerta.
—Disculpadme. —Gennadi dejó sobre el umbral el pomo de la puerta que acababa de arrancar y se marchó.
Gleb lo siguió con la mirada, estupefacto. La cortesía del misterioso visitante no cuadraba para nada con su temible apariencia. El muchacho miró con disimulo a Martillo. De pronto, el Stalker ya no le parecía tan terrible, ni tan extraño.
—¿A qué esperas? Pongámonos en marcha.
Mientras se ataba los zapatos, Gleb se acordó de un viejo cuaderno con ilustraciones que en cierta ocasión había hojeado junto con Nata. Era uno de esos que la gente llama «comics». Y en aquel cómic había una figura idéntica a la de Gennadi. Igualmente verde y cuadrado. Pero no tenía tanto tacto. Y enseñaba los dientes.
Tras cerrar la puerta con llave, Martillo y Gleb se dirigieron al lugar que les habían indicado. En la espaciosa estancia —aquel espacio no habría podido llamarse, ni siquiera con la mejor voluntad, habitación— pululaban los trajes de protección militares con colores de camuflaje. Aparte del gigantesco Humo, el muchacho contó a siete adultos que se habían repartido por la sala. Había también otra persona que estaba en cuclillas en un rincón, envuelta en un capote impermeable.
Gleb no tuvo ningún problema para identificar al líder entre los presentes: un hombre alto, de aspecto siniestro, con camiseta y pantalones militares. Estaba sentado frente a una mesa de madera y estudiaba un plano amarillento con cara de concentración e interés. Gleb observó con disimulo al luchador.
Tenía el cabello oscuro, los pómulos muy marcados y rasgos angulosos. Llevaba sobre el hombro derecho un tatuaje hecho con esmero: el emblema de la Alianza Primorski. En resumen: un Stalker de manual.
Martillo se sentó frente al luchador, al otro lado de la mesa. Se acomodó en la silla y el respaldo crujió sospechosamente.
—¿Cóndor?
—Sí, soy yo. Y tú debes de ser Martillo. —Gleb notó que la mirada del luchador era tensa, incluso hostil—. Me han contado muchas cosas sobre ti, Stalker. Si tan sólo la mitad es cierta, tienes un lugar entre mis hombres.
—Siempre trabajo solo.
—¿Quién es ese mocoso? —Cóndor echó una mirada por encima del hombro de Martillo y observó con escepticismo al muchacho.
—Gleb. Es mío. —La voz del Stalker era monótona, como siempre, sin variación alguna, y apenas se notaba el movimiento en sus pómulos.
El luchador miró hacia la sala e hizo un gesto con la cabeza en dirección a sus subordinados.
—Chamán. Ksiva. Belga. Okun. Farid. Nata.
Al oír un nombre que le resultaba tan familiar, Gleb se estremeció y estiró el pescuezo. Entonces se dio cuenta de que uno de los Stalkers era una mujer joven. Ésta se bajó la capucha de la trinchera, se frotó el cuello, que debía de tener rígido, y miró de mal humor a los huéspedes. Cabello corto, guantes con púas. Tenía el porte orgulloso y una mirada penetrante adornada con largas pestañas. En sus movimientos severos, y a la vez armoniosos, se reconocía la gracia y el poder de un depredador salvaje; movimientos reposados pero, al mismo tiempo, prestos en todo instante para arrojarse contra quien fuera, aun cuando se tratara del más temible de los adversarios.
—Ya conocéis a Humo. —Cóndor se volvió hacia la figura solitaria envuelta en el capote—. Y a ese camarada de allí nos los han endosado los sectarios. Seguro que habéis oído hablar de Éxodo. ¿Cómo te llamas, amigo?
El desconocido se incorporó y se acercó a la mesa.
—Soy el hermano Ishkari, servidor de la nueva fe. Querría comentarles que Éxodo no es ninguna secta, sino el mensajero de la Redención, y que solamente quienes crean…
—¡Basta! —lo interrumpió Cóndor—. Sólo llevas un día aquí y ya nos duelen los oídos por culpa de tus prédicas.
El joven sectario enmudeció al instante y regresó a su rincón.
—¿Por qué habéis tardado tanto? —preguntó Martillo.
—Ha habido un hundimiento en la Baltiskaya. Tuvimos que esperar hasta que el camino estuvo despejado de nuevo. Chamán, hazles un bosquejo de la situación a nuestros huéspedes.
Cóndor se movió hasta el extremo de la mesa y empezó a desmontar un pesado fusil ametrallador Pecheneg.
Entonces se sentó a la mesa un hombre menudo, bien alimentado, de mediana edad. Era el único entre los presentes que parecía mayor que Martillo.
Tenía los cabellos largos, con mechones grises, cuidadosamente recogidos sobre la nuca. Llevaba una complicada toca que le sujetaba una lente sobre el ojo izquierdo. Chamán le hizo señas con la cabeza a Martillo, entrelazó los dedos de sus manos nervudas y acercó los mapas.
—Hace unos días, los Stalkers de la Vasiliostrovskaya emprendieron una expedición. Hicieron un alto sobre uno de los promontorios de la orilla. —Chamán indicó un lugar sobre un plano de San Petersburgo—. Justo aquí, detrás de la Primorskaya, vieron una luz. Más o menos en la dirección de Kronstadt. De acuerdo con todas las apariencias, se trataba de un faro de señales. Sin embargo, las señales eran tan borrosas que no lograron descifrarlas. Los zumbados de Éxodo piensan que hay un barco en el golfo de Finlandia. De acuerdo con sus creencias, piensan que es el salvador que tiene que venir desde Vladivostok.
—¡Sí, exacto! —El sectario se puso de nuevo en pie—. ¡El Redentor que viene de la Tierra Prometida!
—¡Cállate, imbécil! —Chamán se dirigió de nuevo a Martillo—. En resumen: no sé de dónde habrá sacado Éxodo esa información, pero piensan que Vladivostok escapó del holocausto nuclear y que allí se encuentran los únicos supervivientes de todo el país.
Se hizo una larga pausa en la sala. Cada uno se entretenía con sus propios pensamientos.
—Parece una ingenuidad —siguió diciendo Chamán—, pero, como se suele decir, en el momento de la desesperación todo el mundo se agarra a un clavo ardiendo. Tan sólo los muchachos de la Technoloshka han sabido darnos otra versión. Cuentan que en el recinto de los astilleros KMOLS de Kronstadt había un búnker a prueba de explosiones nucleares. Dicen que era bastante espacioso. Y si pensamos que en esos astilleros se trabajaba para el Ministerio de Defensa… podemos imaginar que tendrían almacenados gran cantidad de recursos y tecnología. En resumen: los gasóleos están seguros de que las señales proceden de un grupo de supervivientes. Y piensan que tenemos que contactar con ellos sea como sea. No han encontrado un reflector con potencia suficiente para que su luz llegue hasta Kronstadt y por eso han recurrido a la Alianza. Y la dirección ha decidido organizar una expedición para aclarar todo esto. Pero ¡qué situación más estúpida! Entre nosotros no hay nadie que haya salido nunca de la ciudad.
—Tú nos ayudarás durante el viaje —intervino Cóndor—. Pero te lo advierto: no nos crees problemas. Tendrás que obedecer mis órdenes sin rechistar.
Martillo no había parpadeado siquiera mientras los escuchaba. Entonces levantó los ojos hacia el cabecilla y lo miró con aquella mirada que siempre le ponía la piel de gallina a Gleb.
—No lo voy a hacer.
Todos los que estaban allí se volvieron al mismo tiempo hacia la mesa y se acercaron con movimientos imperceptibles. Se hizo otra larga pausa.
—¿Y cuál es el motivo?
Martillo apoyó el codo sobre la mesa.
—Si quieres, puedes dar órdenes a tu cuadrilla de payasos durante las pausas. Pero cuando estemos de camino seré yo quien tenga el mando. Y no habrá nadie que respire si yo no lo autorizo. Si es que para entonces todavía respiráis.
Por unos instantes, ambos se midieron con la mirada. La tensión crecía por momentos y amenazaba con terminar en una violenta pelea.
—¡No sabes lo que dices, Stalker! Tu papel en esta misión que ha propuesto la Alianza…
—¡Yo no estoy en vuestra Alianza! Si pensáis que voy a jugarme el pescuezo por las estupideces que se le hayan ocurrido en plena borrachera a un idiota senil…
Cóndor había dejado de escucharlo. Su puño gigantesco golpeó hacia arriba como si fuera una maza. Martillo se apartó a un lado y saltó sobre la frágil mesa. Sin despegar los labios, Gleb contempló los movimientos, veloces como el rayo, de ambas máquinas de luchar. Ataque y defensa se sucedieron en rápida alternancia. Una vigorosa patada arrojó contra la pared una silla que se rompió en varios pedazos. Un terrible puñetazo arrancó un buen trozo de revoque de la pared. La lucha cuerpo a cuerpo de los dos maestros del pugilato fue enconada y breve. Con un imperceptible movimiento, Martillo agarró por el brazo a su adversario y lo arrojó con inmensa fuerza al otro extremo de la habitación. Cóndor gimoteó al estrellarse contra el suelo. Una pesada bota oprimió su cabeza contra el áspero hormigón mientras una mano le retorcia dolorosamente el brazo detrás de la espalda. Cóndor enmudeció y se dio por vencido. Los Stalkers miraron estupefactos a su comandante derrotado.
El hermano Ishkari abandonó una vez más su rincón.
—La violencia es el destino de los débiles. De los débiles de espíritu. ¡Tan sólo la humildad muestra el camino hacia la Redención, hermanos! La humildad y la virtud.
—Cierra el pico. Nos marchamos, Gleb. —Martillo soltó a su adversario y se dirigió hacia la puerta.
—Espera. —La voz que había hablado era la de la joven—. Cóndor ha tenido una reacción excesiva. ¿Verdad que sí, Cóndor?
Cóndor torció la boca y se puso en pie. Escupió sangre y arrojó una mirada lúgubre al Stalker. Asintió con la cabeza.
—Saldremos mañana a primera hora. —Martillo iba a agarrar el pomo de la puerta, pero entonces, como si lo hubiese golpeado un rayo, se desplomó en tierra y todo su cuerpo se puso a temblar. Sus pies se agitaban sobre el hormigón y tenía los ojos en blanco.
—¿Qué le pasa? —Cóndor iba a agacharse frente al Stalker, pero Gleb se había puesto delante de su cuerpo tembloroso para protegerlo. La boca de su pistola apuntaba con firmeza a la frente del luchador.
—¡Atrás! —gritó el muchacho con una voz que no era la suya—. ¡No lo va a tocar nadie!
Los Stalkers se pusieron en pie y echaron mano de sus armas. Sin perderlos de vista, Gleb se agachó al lado de Martillo y sacó una jeringuilla con la mano que tenía libre. La aguja, acompañada por un sordo roce, se clavó en el hombro del Stalker.
—¡No hagas ninguna estupidez, pequeño! —Chamán levantó la mano para tratar de calmarlo.
El muchacho, nervioso, iba apuntando con el arma hacia uno y otro lado.
—Que nadie se mueva. Y tú, palurdo, ya puedes dar dos pasos para atrás. ¡Venga!
—Este pequeño tiene arrestos… —Cóndor retrocedió hacia la pared, como le había ordenado.
Gleb enseñaba los dientes como una rata acorralada en un rincón. La pistola que llevaba en la mano temblaba de manera peligrosa. Entretanto, Martillo tuvo un acceso de tos y gimió.
—Parece que se está recuperando. —Chamán miró con curiosidad a la extraña pareja—. Nuestro guía es un pozo de sorpresas.
Cóndor negó con la cabeza, preocupado.
—Esto pinta cada vez mejor. Procura que el epiléptico de tu compañero pueda volver a ponerse en pie en seguida. Mañana por la mañana nos pondremos en marcha. Con él o sin él. Pero ahora nos vamos todos a dormir.
Gleb ayudó a su maestro a incorporarse y lo llevó tambaleante hasta la «habitación». Ambos se acomodaron en sus camastros sin quitarse la ropa. El muchacho miraba las manchas de humedad de la pared y trataba de acallar sus propios miedos. La lucha enconada. Lo que les habían dicho sobre la expedición. No lograba quitarse de la cabeza las palabras de Ishkari sobre la misteriosa luz. Deseaba con tanto anhelo que fueran ciertas…
Gleb trataba de imaginarse a sí mismo en la cubierta de un potente navío que lo llevaría hasta un país secreto donde las aguas eran limpias y el aire fresco. A lo mejor sería el mismo sitio del que le habían hablado sus padres. El muchacho cerró los ojos y empezó a soñar.
—Gracias… Gleb —oyó entonces.
Las palabras le parecieron casi irreales, a duras penas lograron abrirse camino en el silencio. El cronómetro de Martillo hacía tictac sobre la mesa. El agua que se había condensado en el techo irregular goteaba sobre el suelo ya húmedo. En la cabeza del muchacho rugía una tormenta.
—Martillo… ¿cuál es su verdadero nombre?
El muchacho aguardó sin moverse. De pronto sintió un gran deseo por conocer la respuesta. Si hubiera sabido el nombre del Stalker, tal vez no habría sentido la inexplicable angustia que éste le inspiraba y habría dejado de odiarlo.
—¿Y qué importa eso? Mi nombre pertenece a mi antigua vida. Me llamo Martillo. Duerme.
Se oía un tremendo estrépito en un conducto de ventilación cubierto por una gruesa capa de polvo. Un gigantesco ventilador crujía aparatosamente y empleaba sus últimas fuerzas en insuflar aire en el interior de la estación. Un técnico manchado de aceite industrial cuidaba del eje que daba vida a la antiquísima máquina. Era el último sistema de ventilación que aún funcionaba y lo cuidaban como a la niña de sus ojos. El aire de la estación Kirovski Savod apestaba cada día más a los gases de los generadores diésel que habían metido allí. Sin el ventilador, aquel sitio habría sido inhabitable.
Al terminar la inspección de rutina, el hombre se limpió las manos sucias con un trapo. De repente se fijó en una luz de un color rojo incandescente. Se inclinó sobre el aparato, miró al interior del pozo y se quedó petrificado. En la pared interior parpadeaba la minúscula luz roja de un explosivo. El pobre diablo apenas tuvo tiempo de tragar saliva cuando el diodo dejó de centellear y el color rojo permaneció fijo. Entonces, un estridente estallido se lo llevó por delante. La detonación se prolongó cual oleada de fuego por el pozo de ventilación, se precipitó por el túnel y lamió como una lengua abrasadora a un grupo de personas que vivían allí y se dirigían a la estación.
El estruendo de la explosión y los hombres envueltos en llamas que entraron gritando en la estación arrastraron a todos los demás al pánico. La Kirovsky Savod bullía como un hormiguero agitado.
Nuevamente, unos golpes violentos en la puerta arrancaron a Gleb del reino de los sueños. Se oían en el pasillo las voces del «administrador». El viejo irrumpió en el cuarto pegando gritos y lanzando miradas de desesperación.
—¡Esto se ha acabado, muchachos! ¡Tenéis que marcharos! Algún canalla ha hecho saltar por los aires el ventilador. El jefe está que trina. ¡Piensa que lo han hecho Martillo y sus secuaces! ¡No tiene ninguna duda de ello!
Martillo le arrojó la mochila al muchacho.
—¡Mete dentro todas tus cosas! ¡Date prisa!
Recogieron en poco tiempo todo el equipo que llevaban.
—¡Sé muy bien que no serías capaz de hacernos esa cerdada! —siguió diciendo el viejo—. ¡El jefe ha llamado a sus muchachos! Ha dicho que quería tu cuero cabelludo. ¡Al oírlo, he venido de inmediato a avisarte!
Nada más salir al pasillo se encontraron con el grupo de Cóndor.
—Estoy al corriente de lo sucedido —exclamó el luchador mientras corrían—. Me gustaría saber quién es el cerdo que ha tratado de llevarnos al matadero.
Corrieron todos juntos por pasillos y zonas de acampada, entre los habitantes de la estación, que gritaban al verlos, y las montañas de cristal roto. Mientras iban por el andén, Martillo se dio cuenta de que no podrían llegar a las escaleras mecánicas. Un grupo de ruidosos matones bloqueaba la salida con escopetas y fusiles. No parecían guerreros temibles, pero los superaban ampliamente en número. Martillo agarró a Gleb por la manga y saltaron a las vías.
—¡Están allí! ¡Dad su merecido a esos miserables!
Hubo disparos. Los hombres corrían de un lado para otro y gritaban. Los esbirros del jefe de estación disparaban sin cesar contra la cuadrilla. Los luchadores de Cóndor se distribuyeron por el andén, se parapetaron detrás de los montones de basura y respondieron al fuego enemigo con breves ráfagas. Algunos de los bandidos se desplomaron, segados por disparos certeros. Saltaban esquirlas de hormigón peligrosamente cerca de los viajeros. La escaramuza amenazaba con terminar en una catástrofe irreparable.
Martillo se llevó la mano al cinturón y sacó una granada de humo que arrojó sobre el andén. Brotó un humo espeso que separó al Stalker de los bandidos. En respuesta a un gesto de Martillo, Cóndor ordenó la retirada. Cubriéndose los unos a los otros, llegaron por fin a un extremo del andén y escaparon por el túnel.
—¡¿Es que te has vuelto loco, Martillo?! ¡Nos hemos metido en una trampa! ¡Vamos en dirección a la Avtovo!
Gleb se estremeció. Sabía que era una estación abandonada. El abuelo Palych le había contado que se hallaba a tan sólo catorce metros de la superficie. En otro tiempo había llegado a estar habitada. Hasta que la radiación se había infiltrado junto con las aguas subterráneas. En el momento presente tan sólo la habitaban la muerte y la desolación.
—¡¿Pues qué quieres que hagamos, gilipollas?! ¡¿Que volvamos atrás y nos acribillen?! —Pasó silbando una bala que se estrelló contra una de las vigas del túnel. Y luego otra—. ¡Hablando del diablo! ¡Seguimos adelante!
Los Stalkers contuvieron a sus perseguidores con disparos aislados y se adentraron cada vez más en el túnel. Los bandidos les disparaban sin cesar, pero no apuntaban bien. Farid se desplomó sobre las vías. Con el rostro contraído por el dolor, se arrastró hasta la pared, se palpó el traje aislante e indicó con gestos que no le pasaba nada. Humo habría querido empuñar el Utyos de gran calibre que llevaba al hombro, pero Cóndor le ordenó que no lo hiciese.
—¡Deben de ser como mínimo cien! ¡No nos detengamos!
La cuadrilla siguió adelante por el túnel hasta que divisaron a lo lejos la forma rectangular de una puerta hermética cerrada. Delante de ella había un montón de planchas sueltas de metal y otros materiales. También vieron una vagoneta herrumbrosa sobre las vías. Seguramente la habían empleado para llevar todo aquello hasta allí.
—Hemos llegado —comentó Belga, un luchador pequeño con los cabellos negros como la brea.
Martillo inspeccionó la barrera y echó una ojeada a la aguja del contador Géiger.
—Todavía se puede aguantar.
Cóndor arreó una patada a los metales apilados.
—Por eso habrán cerrado la puerta. Para que la radiación no escape de la Avtovo.
—No sólo la han cerrado, sino que han traído hasta aquí plomo de la fábrica. —De pronto, Martillo agarró una de las planchas y la arrojó sobre la vagoneta—. El plomo protege de la radiación. ¡A qué esperáis!
Por unos instantes, Cóndor contempló con mirada confusa al experimentado Stalker, pero entonces él también lo comprendió.
—¡Belga, Farid: vosotros nos vais a cubrir! ¡Chamán, Nata: a la puerta hermética! ¡Debe de tener una palanca de apertura manual! Ksiva, Humo, nosotros vamos a despejar el camino.
Los viajeros se distribuyeron cada uno en su lugar. Cubrieron los lados y el fondo del espacioso vehículo con varias planchas de plomo. También apuntalaron otras planchas en los costados, a modo de improvisada protección. Entretanto, el mutante había logrado despejar el acceso a la puerta hermética. Con sus gigantescas zarpas había apartado a ambos lados todos los objetos que lo bloqueaban. El mecanismo de cierre chirrió. Poco a poco, la puerta hermética empezó a moverse.
—¡Todos a la vagoneta!
El hermano Ishkari miró a su alrededor con cara de espanto y se instaló tras la carrocería. Los luchadores se reunieron detrás de la vagoneta y empezaron a empujar. Las ruedas se movieron, la vagoneta avanzó sobre las vías y tomó velocidad. Martillo agarró a Gleb por el cuello y lo arrojó dentro. Como si se tratase de un trineo, los Stalkers saltaron uno tras otro al interior de su medio de transporte. El vehículo cobró más velocidad.
—Ahora la radiación es más fuerte. ¡Poneos las máscaras! ¡Métete dentro, Humo!
El gigantesco mutante apoyó todo su peso en la trasera del vehículo y lo aceleró. Los músculos de sus robustas piernas se hincharon, su enorme pecho bombeaba aire como el fuelle de un herrero. La vagoneta avanzaba ya con la velocidad deseable.
—¡Estás recibiendo demasiada radiación! ¡Métete dentro de una vez, maldita sea! —bramó Cóndor.
Humo gruñó, siguió corriendo hasta unos metros más allá, y entonces hizo un esfuerzo más tremendo todavía y saltó dentro de la vagoneta. Gleb oyó el crujido de la plancha de plomo que protegía el vehículo. El ataúd metálico circulaba a toda velocidad sobre las vías. El chirrido de las ruedas resonaba en las paredes del túnel hasta volverse ensordecedor. Al cabo de unos segundos pareció que el horroroso estruendo se alejara y se disolviera en un espacio más amplio. Atrapado entre los cuerpos de los Stalkers, Gleb no veía nada. Probablemente era mejor así: con toda seguridad, tan sólo les quedaban unos pocos instantes de vida. El muchacho sentía una angustia inexpresable. Cerró con fuerza los párpados y casi se olvidó de respirar.
El contador Géiger acoplado al traje aislante se puso a crepitar como si se hubiera vuelto loco. Los viajeros habían entrado en la estación Avtovo.