La estación Park Pobedy recibió a los viajeros en tenso silencio. Pasaron por la puerta hermética y vieron la austera decoración del andén. Había quedado sumido en la oscuridad. En un extremo de la estación había chozas apiñadas, montadas con lo que habían podido encontrar por allí. Sus escasos habitantes estaban apretujados en torno a un par de débiles fogatas. Era una de las estaciones con separación entre el andén y las vías, pero prácticamente ninguna de las puertas seguía en su lugar. A la entrada de los pasillos se amontonaban mercancías sencillas, como en la tienda de un trapero: carne seca de rata, vestidos mal cosidos, rollos de cable, cuchillos…
Se oyeron unas pisadas lentas procedentes del túnel que llevaba a la Elektrossila.[5] Gente que entraba en la estación. Sus habitantes lo dejaron todo, corrieron hacia los puestos de venta y se pusieron a llamar a los viajeros.
Martillo llevó a Gleb hasta el centro de la estación, donde había una escalera que bajaba hacia las instalaciones de mantenimiento. Al lado de la escalera había un centinela de mirada siniestra, con un fusil de cañón liso. Cuando vio al Stalker, se asomó por la baranda y silbó con fuerza. Un muchacho no mucho mayor que Gleb salió del interior del andén.
—Llévalo donde Batya —le susurró, y miró de reojo a Martillo. Gleb habría querido seguir al Stalker, pero el centinela lo detuvo con la mano—. Éste se queda aquí.
Martillo le hizo un gesto con la cabeza a su pupilo para que obedeciera y desapareció escalera abajo. Gleb se quedó esperando.
Miró a su alrededor y comparó inconscientemente aquel lugar con la Moskovskaya. Cuanto más tiempo empleaba en ello, más evidente se le hacía la diferencia entre ambas estaciones. En el lugar donde se encontraba, la vida transcurría en su nivel más primitivo.
Ni siquiera tenían luz eléctrica. Desde abajo le llegaba la algarabía de niños peleando y mujeres insultándose. Olía a carne quemada.
—¿Y de dónde vienes tú?
El hombre de poca estatura que empuñaba el fusil estaba visiblemente aburrido y le apetecía charlar.
—De la Moskovskaya.
—Vosotros sí que tenéis una estación bonita. —El centinela suspiró hasta lo más hondo—. Cuentan que allí las mujeres también están muy bien. He pensado en irme a vivir allí. Batya nos ha reducido una vez más las raciones. Ha perdido totalmente los papeles…
—¿Y dónde vivís vosotros? ¿Abajo?
—¡Sí, por supuesto, abajo! En esta estación entra quien quiere. Las puertas quedaron todas abiertas y no hay servicio de guardia que pueda con eso. ¿Qué otra alternativa nos queda? Arriba hay un parque. Por allí merodean todos los animales imaginables. Tampoco podemos emprender expediciones por la superficie. A duras penas vivimos de lo que comerciamos.
Un chiquillo de unos cinco años se acercó a Gleb y contempló con temor las armas que llevaba. Se quedó mirando la culata del revólver que sobresalía de la funda.
—¡Oye, Stalker, dame un cartucho!
En un primer momento, Gleb no se dio cuenta de que el crío le hablaba a él. Pocos días antes, el propio Gleb había mirado a Martillo con los mismos ojos desorbitados que el mocoso. Era un recuerdo ya lejano. Como si proviniera de otra vida. Gleb abrió el bolsillo donde llevaba los cartuchos, sacó uno y se lo dio al niño. Reflexionó durante unos instantes, agarró la mochila y buscó un terrón de azúcar. Los ojos del chiquillo se iluminaron de alegría. En cuanto tuvo el regalo en sus menudos puños, se marchó brincando hacia los puestos de venta.
—¡Mamá, mamá, mira lo que tengo!
El centinela lo siguió con los ojos y dijo en voz baja:
—No eres como Martillo. Te voy a dar un consejo, muchacho: apártate de él. Márchate corriendo tan rápido como puedas. Ese monstruo camina sobre cadáveres sin que se le mueva una pestaña. Todo lo que tenía de humano ha desaparecido.
Un violento golpe en la espalda detuvo el torrente de revelaciones. El centinela se estremeció.
—Habla por ti, perro. —El Stalker le echó una mirada lúgubre al centinela—. A vuestros niños se les hincha el vientre de hambre y tú estás aquí con el culo bien asentado. Te lo has montado muy bien, rata.
Gleb corrió en pos de Martillo. Bajaron a las vías, pasaron una vez más entre los puestos de venta y desaparecieron en el túnel. Gleb aún tenía en los ojos la mirada de gratitud de la madre del chiquillo. Salieron de la estación.
Llegaron a la Elektrossila sin incidente alguno. Tan sólo en una ocasión tropezaron con un extraño desfile: gentes tristes cargadas con palas. Tan pronto como vieron llegar a Martillo y a Gleb, se apartaron a un lado y les dejaron el camino libre.
—¿Adónde van ésos?
—A la estación Kaputchino. Allí se está cavando un túnel que tendría que llegar hasta Moscú.
—Pero si Moscú está muy lejos…
—Sí. Pero a esos zumbados les da igual. Quieren alcanzar la redención. La esperanza es peligrosa, muchacho. Aún más terrible que la estupidez humana.
Más adelante vislumbraron el fulgor de una hoguera. Alguien dio el alto a los viajeros. Al reconocer a Martillo, el centinela los dejó entrar en la estación. Estaba mucho mejor iluminada. Las lámparas alumbraban las tiendas dispuestas en hilera. A un lado del andén había un convoy de metro. Las ventanas conservaban las cortinas y reflejaban la agradable luz. Los habitantes de los vagones, gentes que habían alcanzado un cierto bienestar, habían instalado allí su pequeño mundo. En el andén reinaba un ajetreo como el de un hormiguero que ha sufrido alguna agitación. Comerciantes de toda suerte iban arriba y abajo por la estación y por todas partes se negociaba animadamente. En un rincón alejado, aislado con chapas de hojalata, se oían gritos de borrachos y estentóreas risas.
—Pentágono —Gleb había leído el cartel de la entrada y, a modo de pregunta, miró al Stalker sin decir nada.
—Aquí, en la superficie, hubo en otro tiempo una fábrica —le explicó Martillo—. Se llamaba Elektrossila. Al sonar la sirena de alarma, todos los que estaban allí se refugiaron en el metro. Y en el búnker de la fábrica. No está lejos de aquí. En aquella época, los trabajadores llamaban Pentágono al edificio de administración, porque era el centro de mando, como en Estados Unidos. El nombre se mantuvo. La vida entera se organiza en torno a ese bar. Y aquí es donde podremos calibrar nuestras posibilidades.
Dejó la mochila en el suelo y se dirigió al bar.
—Espérame aquí. Y vigila las cosas.
Gleb miró alrededor y descubrió a un sujeto curioso, ataviado con una túnica larga de color claro. El desconocido agitaba un libro delgado frente a la muchedumbre y clamaba con voz cantarina: —¡Ese día está a punto de llegar y las puertas del paraíso se abrirán! ¡Llega el día en el que aparecerán los mensajeros del mundo nuevo! ¡Un Arca divina llegará a la orilla y conducirá a los mártires hasta la Tierra Prometida! ¡Podéis estar seguros, hijos de Dios! ¡Se acerca el día del gran éxodo! ¡Falta poco para la Redención! ¡Uníos a Éxodo, hermanos, y se os revelará la verdad! ¡Éxodo está aquí! ¡Éxodo está con todos vosotros!
Gleb no pudo oír más. El desconocido de ojos febriles desapareció entre la multitud.
Aunque el muchacho se esforzara por no llamar la atención, su extraño uniforme atraía las miradas de los transeúntes. Poco a poco se formó a su alrededor un corro de curiosos. Dos tipos musculosos en uniforme de camuflaje, atraídos por el alboroto, se abrieron paso entre el gentío.
—¡Eh, chico, saca de en medio tus cosas! —le gritó uno.
El muchacho bajó la cabeza, pero no se movió de donde estaba.
Le habría dado mucho más miedo desobedecer la orden de Martillo. Los desconocidos miraban su armamento de reojo, con codicia.
—¿Es que estás sordo o qué? —El hombre pisó la mochila con una bota de caza raída—. Aquí no damos limosna. ¡Lárgate!
El tipo se inclinó sobre el estuche del que sobresalía el fusil de fuego rápido de Martillo y, de repente, se quedó paralizado. La fría boca de una pistola se había apoyado en su sien.
—Lárgate tú —respondió Gleb en voz baja, y le quitó el seguro a la Pernatch.
—Te has pasado de rosca, muchacho. —El hombre se levantó poco a poco y le lanzó una mirada hostil—. ¡Cómo puedes ir con el arma en la mano por la estación!
Le dio un fuerte golpe en la mano a Gleb y el arma cayó al suelo. Siguió otro golpe, esta vez en la barriga. Gleb cayó al suelo y tuvo que esforzarse por respirar. Una bota se acercaba a toda velocidad. El muchacho la esquivó. La mitad derecha de la cara le ardía de puro dolor. Gleb hubiera querido agarrar la pistola, pero la bota de cazador le aplastó la mano contra el suelo. El muchacho chilló y apretó los dientes.
De pronto, el tipo cayó al suelo; su compañero aún tuvo tiempo de mirar al Stalker con ojos desorbitados, y luego éste le propinó una patada tan fuerte que perdió el conocimiento.
—¿Cómo es que quieres llevarte una propiedad ajena, cabrón? —Martillo aplastó al primero de los atacantes contra una columna rota. Luego le asestó un golpe que lo dejó con la cabeza bamboleándose sin fuerzas a un lado—. ¿No has sabido ganarte nada por ti mismo?
Después de unos cuantos puñetazos, el desgraciado se marchó cojeante entre la multitud mientras se secaba la sangre del rostro retorcido por el dolor.
—¡Ponte en pie! —Martillo se quedó mirando mientras Gleb se levantaba poco a poco, y luego le puso el machete en la mano—. Ha tratado de robar, y en el metro no tenemos contemplaciones con los ladrones.
El Stalker se arrojó sobre el otro que aún estaba en el suelo, le retorció el brazo y apretó la mano contra el áspero hormigón.
—¡Córtale los dedos! —El pobre diablo chilló y se dio la vuelta. Pero Martillo lo retuvo con brazos de hierro—. ¡Te he dicho que se los cortes!
Gleb miraba al Stalker con horror. Respiraba pesadamente y le temblaban las manos.
—No…
—¡Hazlo de una vez!
—No, no pienso hacerlo.
—¡Córtaselos, mocoso, si no quieres que haga carne picada con tu cadáver!
Gleb aguantó la severa mirada de su maestro, y luego, lentamente, le acercó el machete.
—Pues hágalo. Seguro que es el mejor en eso. Pero deje marchar a éste.
Se había reunido una turba de curiosos en torno a ellos. En el reducido espacio que ocupaban reinaba un silencio de muerte. Los mirones escuchaban cada palabra que se decía. Martillo se puso en pie y dejó que el ladrón se marchara. Durante un instante, Gleb creyó ver en los ojos de su maestro un destello de satisfacción.
—¡Márchate de aquí, inútil! —El Stalker le dio una patada al sujeto—. Hoy has tenido suerte.
Gleb tomó aliento y sintió que le abandonaban las fuerzas. Volvió el traicionero temblor a sus piernas. Martillo y él cargaron con las mochilas, tomaron en silencio sus armas y se dirigieron a la entrada del área técnica de la estación.
Allí los esperaba un muchacho joven y espabilado, de unos veinte años, cuya inquieta mirada parecía estar dotada de vida propia.
Llevó a los viajeros por la zona de calderas y luego hasta una cámara húmeda donde despedazaban a los cerdos recién sacrificados.
Bajo la mirada atenta de los habitantes de la estación, pasaron por la zona del matadero y llegaron por un estrecho corredor hasta la fosa séptica. Después de vadear unos cien metros de caldo pestilente, treparon por una escalerilla herrumbrosa, abrieron una trampilla en el techo y entraron en uno de los corredores circulares del búnker de la fábrica. Gleb había renunciado a aprenderse el camino. En aquel sitio habría sido imposible llegar muy lejos sin un guía. Después de pasar por una puerta de seguridad abierta de par en par, el avispado muchacho los llevó por un breve laberinto de pasillos y finalmente salió con ellos al edificio de la fábrica.
—Tendréis que subir. —El joven señaló con la mano el terraplén donde estaban instaladas las vías—. Esperad donde el ferrocarril; va a llegar dentro de poco.
El joven se cubrió la boca con la manga de la camisa y se marchó a toda prisa por la puerta. Gleb se ajustó la boca del sistema de respiración y sintió un escalofrío. No se habría arriesgado jamás a salir al exterior así como así, sin equipamiento.
Martillo caminaba hacia el trecho de vías con la metralleta a punto para disparar. Se oían truenos a lo lejos. Empezó a caer una fina llovizna. Los viajeros pasaron por un mercado de abastos ya saqueado y llegaron a la vía. A la derecha se encontraban las ruinas de un puente. En la brecha dejada por éste se hallaban los restos de varios vagones que bloqueaban la Moskovsky Prospekt. En cambio, las vías que iban hacia el oeste parecían intactas. Gleb se dio cuenta de que en algunas de las traviesas había tuercas nuevas. Era evidente que el ferrocarril aún funcionaba.
De súbito, Martillo empujó al muchacho terraplén abajo. Ambos rodaron por la cuesta y se quedaron tendidos en la zanja. Una imponente sombra pasó a toda velocidad a ras de tierra. El Stalker siguió con la mirada el vuelo del depredador y obligó a Gleb a esperar unos minutos antes de incorporarse.
—¿Vosotros dos tenéis billete o qué?
El muchacho se volvió hacia la voz y se quedó atónito ante lo que se les acercaba. Sobre las vías avanzaba una dresina con una jaula de gruesos barrotes de hierro colado sobre la plataforma. En la parte de arriba había una escotilla cuadrada, protegida con barrotes idénticos a los demás.
—¡Hola, Martillo! —Un tipo extraño, de cabellos apelmazados en mechones largos y grasientos y una sonrisa sin dientes, los miraba a través de los barrotes de la jaula. Tenía el rostro cubierto por varias capas de costras, hasta el punto de parecer deforme. Sobre el ojo derecho le había crecido un voluminoso lobanillo.
—El tren expreso partirá de acuerdo con el horario. ¡Se ruega a los acompañantes que abandonen los vagones!
—Sería mejor que te pusieras la máscara para respirar, Caronte. —El Stalker ayudó a Gleb a subirse a la dresina—. Aunque con esa jeta que tienes logras asustar a todos los mutantes.
—¡Como si me hicieran alguna falta vuestros artilugios! —El monstruo agarró la palanca de acción y les sonrió nuevamente con sorna—. A mí la radiación no me hace nada.
Martillo echó una ojeada a la aguja del contador Géiger y arrugó la frente. La dresina arrancó con dificultad y avanzó sobre las vías.
—¿Por qué «Caronte»? —Gleb se puso en cuclillas al lado de su maestro y contempló a través de los barrotes el desolado paisaje de la ciudad destruida.
—Es un apodo. Los antiguos griegos tenían un personaje que se llamaba así. Llevaba las almas de los muertos al otro lado de la laguna Estigia.
—¿Y este Caronte de aquí también transporta a los muertos?
—Claro que sí. —El Stalker suspiró hasta lo más hondo—. Estamos todos muertos desde hace veinte años. Nos hemos sepultado a nosotros mismos y erramos por el subsuelo como espíritus que no han hallado reposo. Buscamos unas cosas y otras, nos organizamos el día a día… y todo es en vano. Estamos muertos. No existimos.
Se oyó un aullido prolongado en los garajes. Sombras grises y difusas corrían de un lado para otro y saltaban de tejado en tejado.
Indudablemente no eran perros… pero tampoco seres humanos.
Tenían los hocicos largos, las orejas enhiestas, el pellejo hirsuto; en vez de patas delanteras, unos brazos humanos musculosos… con garras. Y espaldas de una anchura que no era natural. El Stalker empuñó el Kalashnikov que llevaba colgado al hombro.
—Maldita sea, esto es igual que en el zoo. Nos ven como si fuéramos papagayos en una jaula.
Martillo disparó una ráfaga breve y ensordecedora. Uno de los monstruos contrajo sus patas deformes y se precipitó en la zanja.
Los demás siguieron persiguiéndolos con los dientes desnudos, gruñendo. Gleb sacó la pesada Pernatch, apuntó y disparó dos veces.
Otra de las criaturas se alejó cojeando hacia los edificios en ruinas.
—¡Venga, hermano, no se lo pongamos fácil! —Martillo estaba al otro lado de la palanca de acción.
La dresina cobró velocidad. Los hombres-perro se quedaron atrás, excepto uno de ellos, desacostumbradamente grande, que los perseguía tenazmente. De repente, tomó impulso y saltó sobre el techo de la jaula. Gleb se llevó tal sorpresa que se quedó tendido de espaldas.
A través de los barrotes lo miraban dos ojos ardientes.
—Pero ¿tú a qué esperas, maldita sea? ¡Cárgatelo!
El muchacho necesitó unos instantes para salir de su aturdimiento. Pero entonces le quitó el seguro a la pistola, apuntó y disparó una enérgica descarga contra el cuerpo peludo. Algunas de las balas se estrellaron contra los barrotes y les arrancaron chispas. El mutante se estremeció una vez, y otra. Trató de agarrar al muchacho con su zarpa de cuatro dedos, pero la siguiente bala le dio en la cabeza. Una sangre espesa y oscura se derramó por toda la dresina. El hombre-perro no se volvió a mover. Caronte estalló en carcajadas y se enjugó la sangre de su rostro deforme. Martillo maldijo entre dientes. Gleb estaba tendido de espaldas, sostenía con el brazo extendido la pistola, ya descargada, y temblaba desde la cabeza a los pies. No tenía fuerzas para apartar la mirada del cadáver descabezado que seguía en lo alto.
La pistola que empuñaba con manos insensibles había dejado de ser un juguete vistoso. El muchacho contempló las gotas de sangre espesas como brea que caían desde los barrotes y se dio cuenta, por fin, de que lo que tenía en sus manos era un arma. Un arma de verdad, y la había empleado para quitarle la vida a otra criatura. Gleb sintió náuseas.
—Conduces un expreso muy divertido, Caronte. —El Stalker sacó un puñado de cartuchos—. ¿Aún no te has cansado de estos viajes? —Tú tienes tu oficio, Martillo, y yo tengo el mío —respondió Caronte. De repente, su estúpida sonrisa había desaparecido—. Ya hemos llegado. Bajad.
Habían llegado al Prospekt Statchek.
Los viajeros pagaron y salieron de las vías. Avanzaron por la calle en breves etapas. Gleb descubrió unas letras muy grandes en la pared de un edificio gigantesco en cuyas ventanas ya no había cristales: fbrakro.
—¿Es la fábrica Kirov?
—En efecto. Sólo nos queda cruzar otra calle y llegaremos al metro.
Gleb había visto a menudo el plano de la red de metro.
—¿Por qué no hemos ido por la Technoloshka? —preguntó—. Abajo está mucho más tranquilo.
—Digamos que hemos tomado un atajo. Por otra parte, no nos habrían dejado pasar con las armas. Y tanto tú como yo vamos cargados como un árbol de Navidad. —El Stalker se echó de nuevo a andar a su ritmo normal y dio un rodeo en torno a un cráter. El contado Géiger empezó a crepitar—. Aquí hay mucha radiación… Camina detrás de mí. Y no se te ocurra decir ni una palabra sobre ese trecho de vía de ferrocarril. Es una conexión secreta. No hay otra manera de llegar hasta el centro desde la fábrica Kirov. Los gasóleos no quieren hampones. Pero no se espera que lleguen desde la Frunzenskaya. Se cuelan por allí.
Gleb se dio cuenta de que, mientras charlaban, habían llegado a la entrada del metro. Varias columnas del edificio se habían venido abajo y cegado en parte la entrada. Los viajeros se abrieron paso entre los escombros y accedieron al vestíbulo. A su alrededor tan sólo había devastación. Como si una horda de mutantes hubiese dado rienda suelta a su ira. Un cadáver con la cabellera arrancada colgaba de medio cuerpo de una de las ventanas de la garita de vigilancia.
—¿Quién ha hecho esto? —preguntó Gleb en voz baja.
—Sólo existe un animal que mate por placer.
—¿El ser humano?
—Al menos los bastardos que forman parte de esa especie. Vete acostumbrando. Vamos a llegar a una estación poblada por gente de ese calibre.
Martillo dejó atrás los cascotes de hormigón y bajó por la insegura escalera mecánica. Toda la estructura se puso a temblar de manera inquietante, pero el Stalker descendió sin vacilar, si bien con la prudencia de evitar las grietas. Gleb lo siguió pegado a sus talones. Cuando estuvieron un poco más abajo, encendieron las linternas. Los viajeros se adentraron nuevamente en la penumbra del subsuelo, pero Gleb, por el motivo que fuera, no se alegró. Durante el breve espacio de tiempo que había pasado fuera, la luz natural y el cielo en lo alto habían cobrado una importancia vital para él.
Al llegar a la puerta hermética, Martillo llamó con el puño. Los golpes resonaron en el corredor. Por un momento, Gleb tuvo la impresión de que la luz que les llegaba desde arriba había desaparecido en parte tras una extraña sombra. Llevó la mano a la pistola… Pero no, mejor que no. Entonces se dio cuenta de que había adquirido la costumbre de sacar el arma.
Entretanto, la puerta empezó a chirriar. Apareció en el umbral un hombre de aspecto desastrado, alto, con barba, vestido con una chaqueta acolchada. Llevaba una escopeta de cañones recortados en las manos.
—¿Qué queréis?
—Pasar la noche aquí. Y hablar con el jefe.
El hombre de aspecto desastrado lanzó a los huéspedes una mirada penetrante, les cobró el peaje, se apartó a un lado y los dejó pasar. Al instante, los pulmones de los viajeros se llenaron de un aire muy cargado, de una absurda mezcla de punzante humo de tabaco, olor a orina y a gases de escape de un motor diésel. Gleb no pudo evitar la tos. En la columnata se alternaban linternas de escasa potencia y antorchas humeantes. En el andén reinaba el caos. El suelo había desaparecido bajo una gruesa capa de basura, cristales rotos y porquería. Los que allí vivían se habían echado entre las montañas de basura y bebían cerveza turbia sin alcohol, jugaban a las cartas y hacían sus necesidades allí en medio.
Gleb miró a su alrededor con agobio. En cambio, era evidente que Martillo no se metía por primera vez en aquel «reino de los cielos». Agarró al muchacho por la manga y lo llevó hasta la mitad del andén. Un puente de madera tendido sobre las vías llevaba hasta la pared opuesta y terminaba en una amplia abertura de contorno rectangular. El revestimiento decorativo de madera que en otro tiempo había ocultado aquella entrada había caído sobre las vías. Los viajeros entraron en una sala espaciosa, a lo largo de cuyas paredes había estantes a diferentes niveles.
—En otro tiempo tenían aquí su despensa —le aclaró Martillo.
Pero, en aquel momento, los poco sociables habitantes de aquella estación de forajidos dormían en los estantes como si hubieran estado en un vagón de literas de tercera clase. El Stalker guió al muchacho por senderos estrechos, entre cuerpos ebrios y montones de excrementos, hasta llegar a una puerta con revestimiento de hierro sobre la que un desconocido gracioso había garabateado las pretenciosas palabras: HOTEL PLAZA KIROV.
Un rostro apergaminado se dejó ver por la mirilla. El viejo reconoció a Martillo, pero miró con recelo a Gleb.
—¿Ese de ahí es tuyo?
—Sí.
El viejo sonrió con astucia.
—Entonces te va a costar el doble.
—¡Abre de una vez, viejo usurero!
El cerrojo herrumbroso se abrió con un desagradable chirrido y los viajeros entraron. Detrás de la puerta había una mesa que había conocido tiempos mejores. Obstruía en parte el acceso a un pasillo oscuro con varias puertas. Sobre la mesa había un hornillo de petróleo y una caja de madera contrachapada repleta de hojas de papel.
El viejo se apresuró a ponerse las gafas —uno de cuyos cristales estaba agrietado—, se sentó a la mesa y tomó un lápiz ya muy usado.
—Nombres, apellidos, año de nacimiento —dijo, listo para escribir en una hoja de papel amarillenta.
—Oye, viejo, ¡¿es que te has vuelto loco?! —gritó el Stalker, enfurecido.
El viejo carraspeó, sin inmutarse, y miró a los visitantes por encima de las gafas.
—¿Objeto de vuestra estancia? ¿Para cuántas noches vais a necesitar la habitación?
Martillo arrojó un paquetito de aspirinas sobre la mesa.
—Una suite de lujo hasta mañana a primera hora. Y deja ya esta mascarada.
El viejo, molesto, arrugó la frente, arrancó un trozo de papel, escribió algo, y se lo entregó a Martillo.
—Esto es el cupón para el desayuno. El comedor se encuentra al final de…
—Métete los cupones donde te quepan. —El Stalker recogió la mochila que había dejado en el suelo—. Llévanos hasta la habitación, capullo burócrata.
La habitación resultó ser un frío cuarto entre paredes de hormigón, de tres metros por cinco, con dos camastros hundidos, una mesa que no se aguantaba de puro vieja y un par de taburetes. En un rincón encontraron un lavamanos de esmalte muy deteriorado y un recipiente de arcilla repleto de agua turbia. Alguien había tenido la precaución de apoyar la mesa contra la pared, porque, por el motivo que fuese, le faltaba una pata. La pálida lamparilla titilaba sin ton ni son… consecuencia, sin duda alguna, de un generador que no daba para más, pero era suficiente para no estar a oscuras.
—Ponte cómodo. —Martillo dejó la mochila en el rincón y el Kalashnikov y el rifle apoyados contra la pared—. Y no hagas ruido. Aquí estarás a salvo. Por seguridad, voy a cerrar la puerta cuando salga. Yo soy el único que tiene llave.
Martillo salió por la puerta. Se oyó cómo echaba el cerrojo. Gleb se despojó del traje aislante y se quitó los zapatos húmedos. Sintió una fatiga insoportable, sus propios pensamientos se desdibujaban. Se dejó caer sobre el camastro y se envolvió con la vieja frazada. En el agradable silencio se oía tan sólo el tenue rumor de la lámpara. El muchacho contempló la temblorosa luz y gozó de una cierta sensación de seguridad. Por fin había terminado el día. Se durmió con el mechero en la mano.