Los viajeros pasaron la patrulla de control y entraron en las negras fauces del túnel. La agradable penumbra de la estación quedó atrás. Martillo encendió la linterna y un brillante rayo de luz perforó la oscuridad. Gleb parpadeó sin poder evitarlo. Aquella luz era mucho más brillante que la de las lámparas de la Moskovskaya. El Stalker avanzaba sobre las traviesas con pasos seguros. Gleb lo seguía a pasitos y miraba con precaución todos los detalles iluminados por la linterna: las tuberías que rezumaban líquido, la maraña de cables enmohecidos, los armazones oxidados en las gigantescas paredes. Los viajeros no se dijeron ni una sola palabra, pero el silencio era engañoso. Además del constante goteo del agua y del silbido casi imperceptible de los conductos de ventilación, se oían también sonidos lejanos que Gleb no lograba identificar. Le resultaban inquietantes. Había entrado por primera vez en el túnel y no se sentía cómodo.
Más adelante se toparon con un pasillo lateral de techo bajo, con unos escalones pequeños que se adentraban en la oscuridad. Gleb hubiera querido pasar de largo lo antes posible, pero el Stalker lo obligó a entrar. La escalera resultó ser mucho más corta de lo que el muchacho había pensado. Anduvieron unos pocos metros más allá por un pasillo estrecho y entraron en una habitación pequeña abarrotada con todo tipo de cachivaches. Martillo buscó entre los trastos y rollos de cable hasta encontrar una pesada anilla y tiró de ella. Una trampilla se abrió ruidosamente. Un breve descenso por un pozo vertical los llevó hasta otro corredor, cuyo final era invisible en la lejanía.
—Más rápido. —El Stalker aceleró el paso y también la respiración.
Pasaron una bifurcación, y, de pronto, Martillo echó a correr. Llegaron a un nuevo pozo vertical que llevaba hacia arriba.
—¡Más rápido!
El muchacho, víctima del pánico, escudriñó la galería a oscuras que estaban a punto de abandonar. ¿De quién huían? ¿Cómo era posible que un Stalker armado huyera de ese alguien —o algo— como un diablo huiría del agua bendita? Pocos metros antes de llegar a la escalera, Martillo dio un traspié y se cayó al suelo. Una mueca de dolor apareció en su rostro y violentos espasmos sacudieron su cuerpo.
Gleb se quedó inmóvil, perplejo. ¡Estaba perdido! El temible guerrero yacía a sus pies arrebujado como un embrión, gimoteaba débilmente y todo su cuerpo temblaba. Martillo se mordió los labios y abrió torpemente el bolsillo donde llevaba los cartuchos. Una vieja funda se cayó de su interior y el contenido se desparramó sobre el hormigón. Un par de jeringuillas con un líquido turbio… El muchacho agarró una de ellas y se apresuró a entregársela al Stalker. Éste se la quitó con manos temblorosas y le dio una patada a su propio fusil de asalto, que resbaló por el suelo y fue a chocar contra los zapatos de Gleb.
—Controla… el pasillo… —logró decir el Stalker, y luego, con dedos rígidos, se clavó la jeringuilla en el antebrazo.
Gleb levantó el rifle con precaución y apuntó hacia la negrura del corredor. No le resultó nada fácil. Palpó el gatillo con el dedo. Al tener el arma en la mano se tranquilizó un poco.
El Stalker no se movía. El muchacho miró a su alrededor.
El aliento de Martillo se había vuelto más regular y sus músculos agarrotados se relajaban gradualmente. Al cabo de cinco minutos de tensa espera, el Stalker se puso en pie, le quitó el fusil de las manos a Gleb y empujó al muchacho hacia la escalerilla.
Treparon por la herrumbrosa escalerilla del pozo y salieron por una nueva trampilla. Gleb no se atrevía a preguntarle al Stalker por el súbito ataque que había sufrido, y más adelante no iba a tener ninguna oportunidad. Se oyó el chasquido de un interruptor y se encendieron varias lámparas. El muchacho se vio en una sala de dimensiones impresionantes. ¡Allí había de todo!
Junto a una de las paredes había literas sobre las que se acumulaba todo tipo de trastos. A lo largo de la otra había toneles, bidones, un par de pesadas máquinas, así como un largo banco de trabajo con infinidad de herramientas. Algo más lejos, Gleb descubrió hileras de latas de conservas de los tipos más variados. Hasta aquel momento había pensado que la palabra «conservas» significaba carne enlatada. Mayor fue su sorpresa al descifrar las denominaciones que figuraban en las etiquetas.
—Búscate algo… para comer —ordenó Martillo en tono cortante, y desapareció en el interior de la morada—. Y también algo para mí.
—Me… lo… co… tón —silabeó lentamente Gleb. Sobre la etiqueta medio borrada había una imagen desconocida, de color amarillo. El muchacho se llevó aquel portento así como unas pocas latas adornadas con el dibujo, este sí familiar, de la cabeza de una vaca. Luego pasó a la habitación siguiente. El Stalker tenía allí su cocina.
Al cabo de poco, la leña crepitaba, y el agua caliente hervía en una olla de hierro colado.
Gleb se sentó con precaución en el inseguro taburete del rincón y se recostó contra la áspera pared. Las tensiones del día se hacían sentir. Echó una cabezada.
En esta ocasión soñó con su padre. Alto, flaco, y siempre bien afeitado. Incluso cuando regresaba del turno de noche, lo primero que hacía era sacar un trozo de espejo y una navaja de afeitar y se dirigía al lavamanos. Así lo recordaba Gleb.
En el día memorable en el que padre y madre habían emprendido el camino hacia la Sennaya, el muchacho no había pensado en absoluto que no volvería a verlos. Ese día sólo uno regresó a la Moskovskaya. La noticia tardó unos días en llegar a la estación: unos bandidos del Imperio de los Vegetarianos había asaltado los puestos de venta de la Sennaya. Los colonos vegetarianos que habían colonizado la línea verde habían querido introducir un nuevo sistema ecológico en el metro para volverse uno con la naturaleza. Se decía, incluso, que ya no eran verdaderos seres humanos. Pero, sobre todo, tenían mala fama por su crueldad. Palych fue el único que logró regresar a la estación y contó la horrenda matanza.
Un sonido áspero y metálico despertó a Gleb de sus sueños. Martillo empleaba con destreza un machete de paracaidista para abrir las dos latas de carne. Luego las vació en el puré que humeaba dentro de la olla. Removió cuidadosamente la sencilla comida con el gigantesco machete, sacó dos cucharas de aluminio y le acercó la olla al muchacho.
—Cómetelo. ¿No habías probado nunca el puré de alforfón? Antes de la catástrofe se encontraba en todas las tiendas.
El muchacho miró de reojo al Stalker. Martillo tomó una cucharada de puré y se puso a masticar con apatía. Estimulado por el olor del sencillo y sustancioso plato, Gleb se puso a comer de inmediato. No era la primera vez que comía puré de cereal. Pero el alforfón que los colillas les proporcionaban a cambio de la madera no podía compararse con aquel exquisito manjar.
Luego les llegó al turno a los enigmáticos me-lo-co-to-nes. Gleb se dio cuenta en seguida de que aquella comida no sólo le calmaría el hambre, sino que le procuraría un indescriptible deleite. El muchacho cerró los ojos con placer y devoró de un tirón el contenido de una de las latas. Tan sólo por eso habían merecido la pena los esfuerzos de aquel día.
Gleb se sobrepuso a su timidez y logró que un «gracias» aflorase a sus labios.
—Recoge todo esto, pero no toques nada más. —El Stalker agarró su fusil—. Tengo que marcharme durante un rato.
Ahíto y fatigado, Gleb se decidió a preguntar:
—¿Se encuentra usted mejor?
Martillo se detuvo en el corredor y miró con enfado al muchacho.
—No me hagas preguntas inútiles, chico. Si vuelve a ocurrirme, inyéctame la misma mierda. Acuérdate de que ésa es tu obligación más importante y que de ella depende tu inútil vida.
El Stalker desapareció por la puerta. La trampilla se cerró.
Gleb se quedó solo con sus preguntas y sus impresiones.
Al día siguiente no sucedió nada importante. Gleb exploró el «apartamento» de Martillo y contempló con interés los extraños aparatos, la maraña de tubos y las estanterías en las que se amontonaban armas de todos los calibres y para todos los gustos. Aquí y allá, sus ojos se detenían sobre pequeños carteles con enigmáticas inscripciones: Extractores de ventilación, Generadores, Válvula de calefacción… en cuanto su estómago empezó a refunfuñar, el muchacho emprendió nuevas investigaciones por el almacén de alimentos y se acostumbró a terminar todas sus comidas con una nueva porción del divino me-lo-co-tón.
También encontró, por fin, la salida principal de la cámara del tesoro: una escalera que ascendía hasta una pesada puerta hermética. A juzgar por lo oxidado que estaba el cerrojo, el Stalker no empleaba aquella salida. Por otra parte, Gleb descubrió una puerta más pequeña en el otro extremo del almacén, junto a unas botellas de oxígeno. Tenía una ventanilla enrejada con un cristal opaco. Al otro lado reinaba la más absoluta oscuridad. En el suelo, al lado de la puerta, descubrió un cartel con un texto escrito en correcta letra de imprenta. El muchacho recorrió con los dedos su color desvaído y leyó: «Búnker n.º… El número era ilegible. Debajo: RESPONS. SAZONOV, V. P., LLAVE A CARGO DEL MÉDICO DE SERVICIO EN EL HOSPITAL N.º 20, TF. 371…». El resto también estaba ilegible.
El muchacho examinó concienzudamente el cartel y se sumergió en sus reflexiones. Entendió que ése era el motivo por el que Martillo no vivía en la estación. En aquella instalación subterránea de defensa antiaérea se vivía mucho más cómodamente que en una estrecha tienda. Y era evidente que al otro lado de la puerta empezaba un pasillo que enlazaba el búnker con el sótano del hospital. Por supuesto: ¿Cómo, si no, habría sido posible trasladar a los heridos y los enfermos?
El muchacho echó otra mirada por la ventanilla. Estaba helado. La oscuridad del otro lado de la puerta tenía algo de irreal, tan completa era su negrura. De pronto tuvo una idea: ¡Probablemente aún habría medicamentos en el hospital! Gleb se imaginó regresando a la Moskovskaya con un montón de pastillas y de vendas. Seguro que los suyos se iban a alegrar. Y quizá el tío Nikanor lo tendría en mejor concepto y lo aceptaría de nuevo.
El pensamiento complació de tal manera al muchacho que, presa del entusiasmo, corrió de un lado a otro por el búnker para hacerse con todo lo necesario. Se apresuró a ponerse la máscara de respiración, arrancó el seguro del cartucho de filtro, agarró una imponente linterna del banco de trabajo y se dirigió, resuelto, hacia la pesada puerta. Las bisagras estaban bien engrasadas y no crujieron. El Stalker sí empleaba aquella salida. El muchacho se detuvo en el lindar y escuchó. No oyó nada, salvo su propia respiración al pasar por la máscara de gas. No había ningún peligro. Gleb se tranquilizó y encendió la linterna. Ésta centelleó un par de veces e iluminó el pasillo con un pálido rayo de luz. No importaba, sería suficiente. Le bastaría con un instante. Para ir y volver una sola vez.
Pero a Gleb no le resultó nada fácil cruzar la frontera entre la luz y la oscuridad. Las piernas, traicioneras, le temblaban y no querían obedecerlo. Ah, pero lo iba a conseguir. Era ridículo… Primero hasta el final del pasillo, y luego ya vería lo que se encontraba más adelante.
Al fin, Gleb logró dominarse y avanzar. El pálido rayo de luz se adentraba tan sólo unos pocos metros en la oscuridad. El muchacho creía sentir que la oscura nada se defendía del minúsculo rayo de luz que llevaba en la mano. Casi a cada paso, Gleb se volvía hacia la puerta iluminada, que se hacía cada vez más pequeña en la lejanía. El pasillo lo llevaba hacia el corazón de las tinieblas. Una angustia pegajosa le recorrió el cuerpo desde los dedos de los pies y subió lentamente, cada vez más arriba, hasta anidarle en la nuca.
Más adelante se oyó inequívocamente un crujido. Gotas de sudor afloraron a la frente de Gleb. Como en trance, avanzó poco a poco y trató de encontrar el origen del ruido. Presa del temor, no se atrevió a dar la vuelta y correr hacia la luz salvadora del búnker.
No habría sido capaz de dar la espalda a lo desconocido. Tan sólo quería una cosa: ver lo antes posible lo que tenía delante. Y convencerse de que era el conducto de ventilación que agitaba las hojas esparcidas por el suelo, o ratas que buscaban comida. No podía ser otra cosa. ¡Imposible!
Los contornos de una esquina tomaron forma en la oscuridad. El muchacho iluminó lo que había al otro lado. Un nuevo pasillo que no conducía a ninguna parte. Gleb echó una última mirada a la lejana puerta del búnker y desapareció tras el recodo. Parecía que era allí donde empezaban los sótanos del hospital. Techos bajos de hormigón, montañas de cristales rotos en el suelo, armazones de camas herrumbrosos que encontraba de vez en cuando… En algún sitio debía de haber una escalera que condujera a la planta baja. Después de registrar varias habitaciones repletas de trastos, Gleb llegó al umbral de una sala más grande, cuya pared opuesta desaparecía en la penumbra.
Una vez más: el crujido. En esta ocasión lo había oído mucho más cerca. Nervioso, Gleb se puso a iluminar todos los rincones con la linterna para descubrir qué era lo que se movía. El pálido círculo de luz capturó por unos instantes una figura grande y borrosa, pero no se detuvo allí. El muchacho había visto a duras penas a la criatura, y, por pura inercia, había enfocado la linterna en la dirección opuesta. La luz titilante y pálida distorsionaba el perfil de los objetos y arrojaba sombras maravillosas sobre las paredes. Gleb no habría sido capaz de reconocer la borrosa figura que tenía delante. Recordaba a un niño castigado a quedarse de pie en el rincón, con la cabeza oculta bajo un harapo informe. Una fea joroba adornaba su espalda. El muchacho dio un paso hacia la criatura. Y luego otro. Por un instante le pareció que la figura se había movido. Tal vez fuera la linterna la que había oscilado a causa del temblor de su mano.
Otro paso… La figura tenía contornos cada vez más precisos. Un poco más, se decía Gleb, y desaparecería el producto de su imaginación, y descubriría que tan sólo se trataba de un inocuo montón de cachivaches como los que había por todo el sótano. ¡Qué iba a ser, si no!
De repente, la linterna se apagó. Fue tan repentino que el muchacho se quedó inmóvil, sin atreverse a respirar. En aquella absoluta quietud, oyó un crujido frente a él. Una terrible escena se desarrolló en la imaginación de Gleb: la pesada figura se incorporaba lentamente, se daba la vuelta, arrojaba al suelo los harapos a medio pudrir y tendía hacia él sus manos largas y nudosas, con garras afiladas como navajas de afeitar.
El muchacho jadeó de puro espanto y retrocedió. En aquella absoluta oscuridad, creyó ver una sombra que se plantaba frente a sus ojos. Se cayó de espaldas, agitó las piernas y se arrastró por el suelo polvoriento con el cuerpo convulso.
Un aullido prolongado y ensordecedor se hizo oír en el gigantesco sótano. Se le erizó el cabello. Una gélida oleada de terror inundó su conciencia. No acababa de entender que era él mismo quien había aullado de miedo. Gleb trató de escapar y, en la negrura, se estrelló una y otra vez contra la interminable pared de la bóveda subterránea. Comprendió, en su desesperación, que si no tenía luz no encontraría jamás el camino de vuelta, perdió totalmente el control y dio traspiés y chocó contra un montón de muebles rotos. Uno de los costados le ardía a causa del golpe, se le cortaba el aliento. Por un instante, Gleb llegó a pensar que se le había estropeado la máscara de gas, porque no lograba inspirar el aire con olor a goma.
Respirando con dificultad, a punto de ahogarse, el muchacho buscó a tientas por el suelo algún objeto que le sirviera como arma. La mano le entró, como si tuviera vida propia, en el bolsillo de los pantalones. El contacto con el metal liso del mechero le tranquilizó un poco. Tomó aire hasta el fondo, sacó el encendedor del bolsillo e hizo girar la ruedecita. La oscuridad cedió ante el pequeño fuego que el muchacho sostenía con la mano en alto. Gleb echó a andar por el intrincado complejo subterráneo, con la trémula llama que le iluminaba el camino, hasta que por fin encontró el corredor que buscaba. Reconoció desde lejos el contorno desdibujado de la puerta del búnker. El muchacho corrió por el pasillo, pasó al otro lado, cerró la pesada puerta y, ya sin fuerzas, se dejó caer al suelo. La tensión le provocó estremecimientos por todo el cuerpo. Dejó a un lado la húmeda máscara de gas, se abrazó al mechero que tanto amaba, y se puso a sollozar.
El Stalker regresó al segundo día, sucio y malhumorado. Contempló su propia cueva con enojo. Bebió con afán media tetera de agua y llamó a Gleb.
—Desnúdate.
El muchacho, azorado, no hizo otra cosa que apoyarse primero sobre un pie y luego sobre el otro mirando al suelo.
—¡Te he dicho que te quites esos andrajos! —bramó Martillo, y desató los nudos de la mochila.
Mientras el muchacho se despojaba con torpeza de su camisa raída y llena de agujeros, el Stalker sacó un fardo tras otro de su gigantesca mochila. ¡Prendas de ropa, y algunas de ellas parecían totalmente nuevas! Con los ojos como platos, Gleb se admiraba de los montones de calcetines, camisetas y pantalones. Al fin, Martillo sacó unas botas impecables, con suelas estriadas y cordones hasta la rodilla.
—Para ti, para ti —respondió el Stalker a la muda pregunta de Gleb—. Pero lávate. Todo el cuarto huele mal por culpa tuya.
Resultó que en el búnker había incluso un cuarto de baño. Gleb, descalzo, tanteó las baldosas del suelo durante un buen rato sin encontrar el plato de la ducha. El Stalker se dio cuenta por el ruido que hacía y entró a explicarle cómo funcionaba todo. El muchacho tan sólo conocía los baños de la Moskovskaya, donde no había otra posibilidad que echarse por encima cubos de agua fría y turbia, y por ello los chorros de agua caliente que bajaban desde el techo le parecieron el paraíso. El deleite, sin embargo, fue breve, porque Gleb no tardó en oír la brusca voz del Stalker. Salió al instante de la ducha y se secó.
—Vístete y cocina algo para comer. —En ese instante, el Stalker examinaba con detenimiento un traje aislante contra armas químicas. Suspiró profundamente y se lo llevó a su taller.
Pasó allí la mayor parte de la noche. Hacía ruido con las herramientas y trabajaba sin cesar. De vez en cuando salía como un oso de su cueva y entraba en la cocina para comer un bocado. El muchacho, entretanto, no paraba de probarse ropas distintas. Empezaba ya a aburrirse cuando por fin el Stalker salió de su taller con un voluminoso fardo en la mano.
—Pruébate esto.
Una verdadera maravilla se desplegó ante Gleb: ¡un traje protector impermeabilizado! Con placas blindadas en el tejido elástico para proteger los órganos vitales. ¡Un verdadero traje protector de Stalker, pero de la talla de Gleb!
El asombroso traje estaba cubierto de enigmáticos bolsillos y estuches para instrumentos. Debajo del mentón había un pequeño contenedor del que salían dos tubos. Éstos pasaban por encima de los hombros y terminaban en una mochila plana y estriada que llevaba a la espalda. En el antebrazo izquierdo tenía adosada una vaina de cuero de la que sobresalía la empuñadura de una daga.
El traje protector modificado le encajaba como hecho a medida. Finalmente, el Stalker le puso a Gleb un pesado casco con una abertura en la boca para el sistema de respiración. Tras conectar la entrada de oxígeno, dio un paso hacia atrás y examinó el resultado de su trabajo.
—¡Maldita sea, si pareces Darth Vader! —Martillo sonrió con cierto mal humor y bostezó—. Ya está. Quítate el traje, astronauta. Mañana por la mañana nos pondremos en marcha. Me voy a dormir.
Gleb necesitó cierto tiempo para comprender los peculiares cierres. Luego colocó cuidadosamente el traje sobre una silla y se marchó de puntillas hacia su catre. Una vez allí, dio vueltas de un lado para otro, pero no logró dormirse. Un súbito impulso lo hizo incorporarse a medias sobre el codo. Martillo dormía más atrás, en su propio catre, de cara a la pared. «¿Por qué yo?», cavilaba el inquieto Gleb, y sin darse cuenta murmuró en voz baja la sencilla pero crucial pregunta.
—No te hagas el loco, muchacho. —Fue como si el Stalker, a pesar de estar dormido, lo hubiera oído—. Tienes fuerza dentro de ti. Quédate a mi lado. Puede que así no mueras.
Tras pronunciar tales palabras, el Stalker bostezó de buena gana, y al cabo de unos instantes Gleb lo oyó roncar.
Había agua por todas partes. No importaba adónde mirase, no había nada salvo agua. Oleadas gélidas y paralizantes se arrojaban sobre él y le sumergían la cabeza. A duras penas se sentía las piernas, una terrible fatiga se había adueñado de su cuerpo. Mudo como un pez, abrió la boca, pero en vez del aire salvador, tan sólo tragó agua. Por última vez, pugnó con brazos fatigados para no hundirse, pero una nueva oleada se abatió sobre él, y la luz que se abría paso entre las poderosas olas empezó a perder fuerza.
Gleb despertó y sufrió un ataque de tos. El corazón se le había acelerado y sus pulmones sufrían espasmos al respirar el aire estancado del búnker. Había sido tan sólo un sueño. Una pesadilla. Gleb no había visto tanta agua junta en toda su vida. Y dudaba de que pudiese llegar a verla nunca. Por supuesto que el muchacho había oído hablar de la inundación de la Gorkovskaya, pero en su sueño había mucha más agua de la que podía caber en una estación.
Gleb se frotó los ojos y trató de olvidarse del sueño. Salió de debajo de la manta y se vistió. Martillo trasteaba en la cocina con los platos. Sobre la mesa humeaba un cuenco de sopa con un aroma exquisito.
Mientras Gleb engullía su ración, Martillo empaquetó sus cosas. A continuación ayudó al muchacho a ponerse el traje protector. Gleb se dio cuenta de que el traje se había vuelto más pesado. Llevaba una pistola de fuego rápido de la marca Pernatch, una gran cantidad de cargadores de repuesto y todo tipo de equipamiento para la marcha.
—¿Sabrías manejarla? —preguntó el Stalker, y él mismo desenfundó la pistola que Gleb llevaba en el traje. Al ver la mirada de desconcierto del muchacho, Martillo cargó la pistola y le dio una breve explicación—: Tiene dos modos de disparo, uno a uno y automático. El conmutador para cambiar de modo se encuentra aquí. Los cargadores tienen veintisiete disparos. Es bastante pesada, pero no importa, ya te acostumbrarás. Y esto lo tendrás que proteger como si fuera las niñas de tus ojos. —El Stalker le entregó una cartuchera enrollada de la que asomaban unas jeringas metálicas parecidas a cigarrillos.
Gleb hizo acopio de valor y le preguntó:
—¿Es usted… yonqui?
El Stalker sonrió con malicia, se acercó a la mesa y se sentó en el taburete.
—¿Has oído hablar del diablo de los pantanos?
Gleb recordaba que Palych le había contado algo, pero no sabía muy bien…
—Es un insecto. Una mosca mutante. —En los ojos del Stalker brilló la ira—. Su picadura no mata en seguida, pero es mucho más nociva para la sangre que la cerveza sin alcohol que te dan los inmigrantes moscovitas[4] de la Mayakovskaya. Al principio tuve fiebre. Un virus. No hay manera de destruirlo. Se le puede llamar con todo derecho «diablo». He probado todo tipo de medicinas. Los únicos que pudieron ayudarme fueron los vegetarianos.
—¡Pero ésos son enemigos nuestros! —gritó Gleb, y apretó los puños—. Fueron por mis padres y los….
El muchacho se interrumpió. No llegó a pronunciar la terrible palabra. Si la hubiese dicho, habría pronunciado una sentencia definitiva y hubiera tenido que abandonar toda esperanza.
—Por supuesto, esos vegetarianos chupan sangre. Pero incluso el más endiablado criminal puede ser un buen socio cuando se lo trata como hay que tratarlo y se toman medidas de precaución. Y todavía más en nuestro apestoso hormiguero que lleva con orgullo el nombre de Ferrocarril Metropolitano. Fíjate en esto, muchacho. —El Stalker sacó de la cartuchera una de las jeringas. Estaba repleta de un líquido marrón—. No tengo ni idea de lo que han metido ahí, pero este extracto atenúa los ataques. Así pues, tienes que actuar con rapidez la próxima vez que sufra uno.
Gleb se guardó el medicamento en la riñonera. Le quitó el seguro a la pistola, la metió en la funda y cruzó con el Stalker la misma puerta por la que había pasado durante la escapada de la noche anterior.
El Stalker cerró la puerta por fuera y condujo al muchacho por el largo pasillo. Gleb había dejado de sentir angustia, porque estaba en compañía de Martillo y porque llevaba un arma en el cinturón. Ni tampoco el sótano del hospital le causó el mismo temor bajo la luz brillante de la linterna que ahora llevaba adosada a la frente. Descubrió que en el infausto rincón no había nada más que una alfombra enrollada y apoyada en la pared. El muchacho, avergonzado, se acordó de lo que había vivido la noche anterior. Al subir por la escalera cruzaron otras varias bifurcaciones. Una rata rechoncha pasó corriendo junto a sus pies sin hacer ningún ruido. Más adelante, por el resquicio de una puerta entrecerrada, se colaba la luz del día.
De repente, Gleb se alarmó.
—¿Vamos a salir a la superficie?
Martillo entreabrió la puerta cubierta de arañazos y echó una ojeada al exterior. Luego salió al patio del hospital. Igual que el día anterior, el muchacho se hallaba en la frontera entre la luz y la oscuridad. Pero en esta ocasión vaciló en cruzar el umbral y abandonar su mundo envuelto en penumbra.
—Ven, muchacho. Nos queda poco tiempo. Tendrás que aprenderlo todo sobre la marcha.
Gleb dio unos pasos torpes y parpadeó bajo la intensa luz. Las lágrimas se le agolpaban en los ojos. Levantó la cabeza y, entre gimoteos, cayó al suelo y se quedó a cuatro patas. Ya no había techo. Ni siquiera había un techo mucho más arriba, como había llegado a imaginarse… No, simplemente no había nada. El cielo interminable, cubierto de nubarrones de lluvia, abrumó al muchacho. Quiso agarrarse con ambas manos a la tierra, oprimir el cuerpo contra ella para no desaparecer en aquella nada de color azul grisáceo.
—¡Ponte en pie! —El Stalker estaba irritable y tenso—. Acostúmbrate a esto. ¡Venga, camina!
Gleb caminó, tambaleante, tras la poderosa figura del Stalker. Sufría un mareo terrible. Sintió que las náuseas le subían por la garganta. Tropezó y se cayó sobre la hojarasca podrida del otoño. Una vez más, el Stalker se dio la vuelta, pero tan sólo un momento, y luego siguió adelante con largas zancadas. Gleb se colocó bien la máscara de gas y corrió detrás de él. Uno, dos, uno, dos… se concentró en el movimiento de sus propias piernas y eso, poco a poco, lo tranquilizó. La tierra dejó de dar vueltas y ya no veía doble.
—¡Mira por dónde andas! ¡Ten cuidado! —Martillo aceleró sus pasos.
Gleb no estaba acostumbrado a caminar tan rápido y le fue difícil seguirle el paso al Stalker. Pasaron de largo frente a edificios gigantescos de paredes grises y agrietadas. A la derecha había un terreno amplio sin edificar, excavado por varios sitios, que recordaba a una tarta con masa de copos de avena. Al otro lado de la plaza había más edificios.
—¿Qué es todo eso?
—Ten los ojos bien abiertos, muchacho. Leer sí que sabrás.
Era verdad: en la pared de la izquierda había un cartel cubierto de polvo en el que se leía: Av. Y. Gagarin. La avenida Gagarin.
—¿Y qué es esa tierra?
—Han sido los topos. Antes de la catástrofe eran unos animalitos simpáticos. Pero ahora se han vuelto enormes. Y desde luego que no les falta el apetito. Este bulevar es su territorio. Por suerte, sus galerías no son profundas, porque, si no, habrían invadido hace tiempo el metro entero.
Gleb miró de reojo los montones de tierra, y para sentirse más seguro se puso a caminar cerca de las casas, tan lejos como pudo de los enormes hoyos.
Habían dejado atrás varios bloques de pisos. Al otro lado de la calle, tras una verja, crecía una frondosa selva de árboles extraños cuyas ramas se enmarañaban entre sí. Más a la derecha se encontraban las ruinas de un gigantesco edificio redondo.
Gleb se acordó de un dibujo que había visto en un antiguo libro ilustrado y dijo con emoción:
—El Coliseo.
—¿Disculpa? ¿Qué has dicho sobre el Coliseo? —Se notó por la voz del Stalker que la observación le había hecho gracia—. Eso es el Centro para Deportes y Conciertos Lenin. En otro tiempo se hacían competiciones en este lugar.
—¿Como en el Coliseo?
—Sí, por qué no. Como en el Coliseo. ¡Quédate detrás de mí!
Giraron hacia la izquierda y anduvieron en dirección paralela a la jungla sin separarse de las casas. El viento transportaba los prolongados gritos de los animales y los chillidos de aves desconocidas desde el antiguo parque. Gleb miró en todas direcciones y le preguntó al Stalker:
—¿Hacia dónde vamos?
—Hacia la estación de metro Park Pobedy.
—Pero ¿por qué vamos por la superficie? Un túnel sin obstáculos llega hasta allí desde la Moskovskaya.
—Muchacho, soy yo quien te guía. Mejor que te preocupes de cuidar de ti mismo. No voy a tener tiempo de hacerlo yo durante el camino.
Al fin, la espesura a su derecha terminó bruscamente. Tras algunos árboles se perfilaba con contornos irregulares el edificio bajo de la entrada del metro. Faltaba un buen trozo de edificio, como si un gigante le hubiera pegado un mordisco. A modo de migajas del extraño «festín» habían quedado tan sólo unos enormes cascotes de hormigón en el cruce entre Moskovsky Prospekt y la calle Basseynaya. Los viajeros treparon sobre los escombros y se dirigieron a la boca del metro.
A sus espaldas se oyó un sordo gruñido.
El Stalker no había terminado de darse la vuelta cuando ya empuñaba el Kalashnikov.
Un lobo salió lentamente de detrás de uno de los bloques de hormigón. Los hombros de la bestia debían de hallarse a un metro de altura. Le brillaban los ojos, las patas tenían una longitud antinatural y su pelaje era moteado. Gleb se escondió tras las espaldas del Stalker, pero un crujido que oyó más atrás hizo que se volviera. Varios congéneres del depredador emergieron de la espesura y empezaron a rodear a los viajeros. Del segundo piso de una casa medio destruida salió la sombra de un nuevo animal… el más grande. El gigantesco lobo igualaba en altura a un hombre adulto. Saltó sin dificultad sobre los escombros y aterrizó suavemente al lado del primer animal. «El que va en cabeza», pensó Gleb.
—Una loba y su camada. Bestias malvadas. —El Stalker levantó el seguro del arma—. Quédate ahí.
El Stalker disparó al aire a modo de advertencia y apuntó a la loba con el cañón del arma. Ésta enseñó con inquietante ferocidad sus colmillos amarillentos, pero no se decidía a atacar. Luego gruñó débilmente, y entonces sus crías se reunieron a su alrededor. Reinaba una calma tensa.
De pronto, Gleb notó que algo le tocaba por la espalda. Antes de que tuviera tiempo de pensar, el Stalker lo agarró por el cuello y le dio un empujón hacia adelante. El muchacho cayó en el asfalto, frente a la jauría. Se volvió hacia Martillo. Éste tenía el arma baja y observaba a las bestias sin mover una pestaña. Gleb volvió a sentir que lo invadían la rabia y el miedo, pero no tenía tiempo para sentimientos. Un joven lobo se destacó de la jauría. Su madre le había dado unos golpecitos con el hocico para que se adelantara.
Era la hora de la lección de caza.
El aterrorizado Gleb se arrastró hacia el Stalker, pero éste lo detuvo con un grito brusco:
—¡O te mata él, o te mato yo! Tú eliges.
El muchacho, desesperado, se volvió hacia el depredador, desenfundó la pistola y disparó. No había esperado que el retroceso fuera tan fuerte: el cañón se volvió hacia un lado. De pronto el lobo saltó y cayó sobre su víctima.
El violento choque con el pesado animal expulsó todo el aire de los pulmones de Gleb. El muchacho rodó sobre los adoquines. La pistola quedó a un lado. Aparecieron sobre él unas fauces babeantes con largos colmillos. Pero el casco impidió que el depredador le mordiese la garganta. Gleb se echó boca abajo, lanzó un grito incomprensible y tendió el brazo hacia el Stalker. Éste, impasible, contemplaba el enfrentamiento sin intervenir. Los dientes del depredador se cerraron sobre la pierna del muchacho. Las láminas de kevlar le protegieron los músculos, pero el robusto animal, al retroceder, sacudió su cuerpo de un lado para otro.
El cielo y la tierra daban vueltas ante sus ojos, el lobo sacudía a Gleb como a un muñeco. En algún momento, el dolor de la pierna se le hizo insoportable y el muchacho gritó. El animal se detuvo un instante y Gleb lo golpeó en los ojos con el talón. Sus mandíbulas se abrieron y Gleb sintió que el dolor se calmaba en cuestión de segundos. El lobo retrocedió y se agachó, a punto para iniciar un nuevo ataque.
—¡Mátalo! —rugió de pronto Martillo.
En ese momento Gleb no estaba seguro de que el grito del Stalker se hubiese dirigido a él. Y ésa fue la gota que colmó el vaso. La rabia hervía en su interior. Rabia contra el Stalker que lo había arrojado como un hueso a los mutantes para que lo devoraran.
Gleb sacó el machete que llevaba en la cintura. Se puso en pie a tiempo para frenar el ataque de la bestia enloquecida. Los dientes le crujieron por la violencia del golpe y su brazo izquierdo se retorció dolorosamente, pero Gleb logró mantenerse en pie y, con un grito salvaje, hundió la ancha hoja en el vientre del animal. El mutante se estremeció, sus mandíbulas parecieron aflojarse. Gleb lo apuñaló otra vez, y otra. Poco a poco, la bestia resbaló hasta el suelo: una masa de carne convulsa. El muchacho se arrojó encima del animal y lo acribilló a puñaladas al azar. El lobo se revolvía en espasmos agónicos. Gleb se levantó tambaleante del viscoso charco de sangre humeante y avanzó con mirada de loco hacia el Stalker. De la punta del machete caían gotas púrpura que dejaban un rastro sinuoso sobre el asfalto. Cuando estuvo cerca de Martillo, quiso arrojarse sobre él, pero el Stalker le agarró el brazo con un movimiento apenas perceptible y se lo retorció. El machete cayó al suelo. Martillo sujetó al muchacho con mano férrea y recogió el machete, limpió la hoja en la manga y volvió a meterlo en la funda incorporada al traje de Gleb.
La loba olisqueó el cadáver, se dio la vuelta y se marchó, seguida por el resto de su camada. Al cabo de un minuto los viajeros volvían a estar solos. Martillo se puso en marcha en dirección a la entrada del metro. El muchacho aún jadeaba con fuerza y miraba al Stalker con furia. Pero, poco a poco, la rabia cedió su lugar a una apática serenidad y a un infinito cansancio.
—Puede que éste no muera —oyó Gleb que decía Martillo en voz baja. Como si lo hubiera devuelto a la realidad, se apresuró a recoger la pistola, que había quedado cerca de allí, y corrió en pos de su maestro.
Había conocido el mundo exterior.