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EL ACUERDO

La sombra negra atravesó, veloz como una flecha, el lúgubre cielo nublado. El pteranodonte surcó majestuosamente el aire con sus alas de piel de tres metros de envergadura y se cernió sobre las ruinas de la ronda de circunvalación. De vez en cuando, un escalofrío recorría su cuerpo tendinoso. Indudablemente, había llegado la hora de comer. Su cabeza deforme se movía, inquieta, hacia uno y otro lado, en busca de cualquier indicio de vida que pudiera detectar en tierra. De súbito, con un soplo del frío viento del invierno, el reptil se arrojó hacia el cauce seco del río Neva. Pasó de largo a toda velocidad sobre carcasas de automóviles, montones de basura, andamios herrumbrosos y columnas de puentes que se habían venido abajo: una jungla de hormigón creada por la mano del hombre, la herencia de los «señores de la vida» de antaño.

Un par de aleteos después, relampaguearon en tierra las vías del tren, que aquí y allá asomaban entre el musgo parduzco. El depredador tenía por costumbre hacer varias rondas seguidas sobre la estación de clasificación, con la esperanza de encontrar una presa de dos patas. En otro tiempo, las singulares criaturas habían aparecido a menudo por ese sitio para hurgar en la tierra helada. Pero el único recuerdo que había quedado de sus visitas eran las vías contrahechas, así como, perpendiculares a éstas, unos surcos regulares de contorno rectangular: hacía tiempo que alguien se había llevado las traviesas.

Tras echar una última mirada a la hilera de vagones de metal oxidado, siguió adelante, sobre las ruinas de la Prospekt Slavy.

Como las paredes de un cañón, las casas medio destruidas marcaban el camino al depredador. Pese a las fuertes ráfagas de viento, se movía con seguridad por su ruta habitual. De pronto aceleró y se arrojó sobre el asfalto reventado: más adelante la calle pasaba bajo el puente Novo-Volkovski. Las hebras gruesas y pegajosas de una gigantesca red, tejidas por un desconocido depredador, cegaban el hueco debajo del puente. Como para burlarse, el pteranodonte aceleró todavía más y, profiriendo fuertes chillidos, atravesó el obstáculo. Las hebras desgarradas en torno al agujero recién abierto se agitaron con el fuerte viento, y, desde la parte inferior de la red, once ojos maliciosos observaron al saurio volador que se alejaba.

Amanecía sobre aquel mundo nuevo y enloquecido, un nuevo día en una vida nueva y trastornada…

Entretanto, la bestia había llegado a la plaza de Moscú y se detuvo sobre la gigantesca estatua para preparar el ataque. Se posó suavemente sobre la mano tendida del líder del proletariado mundial, encontró la posición más cómoda tras varios intentos, y aguardó, por fin, en inmóvil espera. Contemplaba atentamente la salida de la «cueva», el paso subterráneo derruido que conducía a la estación Moskovskaya. Eran varias las ocasiones en las que el saurio volador había avistado en aquel mismo sitio a criaturas que surgían de la tierra. Poco tiempo antes había logrado, incluso, hacerse con una de ellas, y quería probar suerte una vez más. El recuerdo del olor de su carne cálida y dulce provocó nuevos escalofríos en el cuerpo del reptil.

Al instante se oyó una ensordecedora detonación. El insólito estruendo retumbó por todo el lugar y arrancó ecos a las paredes agrietadas de las casas. La bestia, sin embargo, no pudo oír nada más… La cabeza del pteranodonte había estallado en trozos pequeños, y un grueso chorro de sangre brotó espasmódicamente de su cuello y se derramó sobre las losas de granito escarchadas del pedestal.

En una de las ventanas del séptimo piso de un edificio de época estalinista que se hallaba al otro lado de la plaza se vislumbró fugazmente la silueta de un hombre alto, con máscara de gas y un amorfo traje de protección contra armas químicas. Estaba atareado en desmontar un fusil dotado de visor óptico y de un formidable accesorio en la boca del cañón. Minutos más tarde salió por la puerta principal, miró en todas direcciones y cruzó poco a poco la plaza entre los gigantescos montículos de basura. El cadáver del pteranodonte estaba hecho un guiñapo al pie del monumento. El cazador tomó un hacha de temibles dimensiones que llevaba colgada del cinturón y, con un golpe certero, seccionó una punta de hueso del ala del mutante. Después de guardarse el trofeo en uno de los bolsillos de su chaleco militar, empuñó el Kalashnikov que llevaba colgando al hombro y permaneció a la espera.

Entonces salió del paso subterráneo un grupo de seres humanos envueltos en andrajos de color gris. Iban provistos de ganchos y trineos. El Stalker se limitó a mirar mientras sus colegas arrastraban a toda prisa el gigantesco cadáver del monstruo hasta el vestíbulo de la estación. Luego, por última vez, echó una aguda mirada a su alrededor, y a continuación descendió bajo tierra. Los escasos rayos del sol que se colaban por las grietas del lúgubre techo de nubes iluminaban con timidez las ruinas de la Moskovsky Prospekt. Había amanecido un nuevo día sobre Piter…[1]

—¿Cómo es eso, huerfanito? ¿No vienes a saludar a los Stalkers?

Un muchacho flaco de unos doce años, con los pelos mal cortados en puntas, contempló a los jóvenes que se echaban a correr. Luego se puso en marcha, como si de pronto hubiera vuelto en sí, y se apresuró a ir tras ellos. No, no se sentía insultado. Por huerfanito se entendía un niño sin padres. Pero él sí tenía padres. ¡Y qué padres! Pero se habían ido al cielo. Antes, su papá le hablaba del cielo a la hora de acostarse. Allí había aire fresco, mucho verde y agua limpia, y el cielo era azul. Gleb se había imaginado muy a menudo la estación donde nació, la Moskovskaya, cubierta de patatales y de pozos de agua, y en el techo, en vez de hollín negro como el carbón, un color azul, muy azul, como el cielo.

Al llegar donde estaban los otros niños, Gleb se abrió paso entre la muchedumbre y se quedó al lado de Nata la Coja, la niña de los vecinos de la tercera tienda.

—¡Mira, Gleb, ya vienen! —La niña, de acuerdo con una costumbre ya antigua, se apoyó sobre el hombro que su previsor compañero de juegos le había ofrecido, y así su pierna atrofiada pudo descansar.

Más allá tenía lugar una escena fascinante y, a la vez, turbadora. De las chapas mal montadas que hacían las veces de esclusa surgió una nube de vapor. Aquel espectáculo tenía un nombre bonito y misterioso: «Desinfección». Al fin, la puerta se abrió, acompañada por un desagradable matraqueo. El tío Saveli entró en la esclusa, sacó la manguera de desinfección y se quedó a un lado. Apareció en la puerta la imponente figura de un Stalker: botas gigantescas, cartuchera de impresionantes dimensiones sobre el torso, y manos igualmente gigantescas. A la sombra de la capucha apenas si se le veía la cara…

Gleb sentía curiosidad y miró de arriba abajo al recién llegado. Cuando éste se quitó la capucha, se oyó un murmullo entre las filas de los muchachos. El visitante no era, en absoluto, un monstruo; su cara tosca y mal afeitada no tenía cicatrices. Pero en la mirada del Stalker había algo extraño que inspiró malestar en todos cuantos se encontraban allí. Una sensación parecida a la que experimentamos cuando tanteamos a ciegas para tratar de encender una lámpara en una habitación a oscuras, y entonces, de repente, palpamos una cosa resbaladiza que se mueve y trata de atraparnos la mano. El Stalker irradiaba una fuerza indomable. Y, sin embargo, sus pesados andares comunicaban una especie de resignación. Como los pasos de un anciano cansado de la vida.

La multitud se apartó y lo dejó pasar. Al tenerlo cerca, Gleb sintió un estremecimiento. Le daba escalofríos y al mismo tiempo le inspiraba una turbadora fascinación. Gleb se abrió paso de costado entre los mirones que perdían el tiempo sobre el andén y buscó un lugar cerca de la hoguera central para escuchar la conversación.

—Bienvenido, Martillo. Ven aquí y siéntate junto al fuego. —Un anciano enérgico, de cabello gris, se acercó a una pequeña marmita y sirvió una generosa ración de sopa en una escudilla—. ¡Hoy la sopa está buenísima! Toma, buen hombre, saboréala. Tanta como quieras…

El hombre de cara adusta dejó en el suelo el fusil, se sentó sobre una caja de cinc y tomó de manos del anciano la escudilla con la sopa espesa y humeante. Abrió uno de los bolsillos del chaleco, sacó un contador Géiger en miniatura y lo arrimó a la sopa.

El anciano gesticuló como si alguien hubiera tratado de hacerle un corte en la cara con una hoja de afeitar. Pero permaneció callado y se contentó con una sonrisa tensa.

—Come, Martillo, no te preocupes. Todos los ingredientes son naturales y crecieron aquí. Las setas, las patatas… ¡Todo recién cosechado!

Otro de los habitantes de la estación emergió de las tinieblas. Calzaba unas botas de fieltro y una chaqueta acolchada que acumulaba ya muchas vivencias. Se sentó con los demás y empezó a relatar con alegría:

—Sachar y su tropa han empezado a sacarle las tripas al pajarillo. Tienes una puntería condenadamente buena, hermano. Te has cepillado a ese cabrón con un solo disparo. —Era un hombre de poca estatura. Se llamaba Karpat. Notó la mirada sombría del Stalker y cambió de tema al instante—. Vamos a venderles la bilis a los colillas —informó con entusiasmo. Los colillas eran un clan de seres humanos asilvestrados, degenerados, que se alojaban en un museo subterráneo cercano a la Moskovskaya—. Nos haremos botas con la piel. Y seguro que vamos a sacarle un quintal de carne.

Bueno, qué dices tú, abuelo: ¡Ese Messerschmitt no volverá a volar! —Puedes darle las gracias a Martillo. ¡Y deja de decir tonterías! —El anciano arrojó otro leño al fuego y se volvió hacia el Stalker—. Te damos las gracias, buen amigo, por tu ayuda. Tú mismo sabes que sin las expediciones a la superficie no sobreviviríamos.

Ahora mismo no se encuentra madera en las tiendas y tenemos que asomar la nariz una y otra vez…

El Stalker masticaba lentamente la comida y contemplaba la fogata.

—Perdimos a Venya Yefimchuk por culpa de esa horrenda criatura. ¡Ése sí que era un hombre! —Sin duda alguna, el viejo Palych tenía ganas de recrearse con sus recuerdos, pero la confortable atmósfera desapareció al cabo de poco rato, cuando se presentó junto a la hoguera el flaco jefe de estación, Nikanor.

—Como habíamos acordado —anunció con voz áspera, y dejó un saco muy grueso a los pies del Stalker.

Martillo deshizo sin prisas los apretados nudos y vació despreocupadamente su contenido sobre el suelo de hormigón. Así tomó forma un abigarrado montículo de pastillas, botellines y rollos de vendas, de donde el Stalker seleccionó varios objetos con aire de suficiencia y los dejó a un lado. Al cabo de un minuto de revolver el montón, volvió a meter en el saco la mayor parte de los medicamentos, se puso en pie, y se lo echó al hombro.

—Escucha, Martillo… —El anciano no se atrevía a mirar a los ojos al Stalker. Durante unos instantes vaciló y luego suspiró hasta lo más hondo—. Eso que llevas ahí son casi todos los medicamentos que nos quedan. Tal vez pudiéramos pagártelos con comida… o con alguna otra cosa.

Nikanor no se movió. Tan sólo los músculos de la cara se le marcaron con más fuerza en la piel.

—Comprádselos a los colillas —replicó bruscamente Martillo. Arrojó un par de cartuchos en la escudilla para pagarles la comida y el alojamiento, agarró el rifle y se marchó de la estación.

El desconcertado Palych dio una palmada de pura sorpresa, pero Nikanor, colérico, escupió en el suelo. Sus airados ojos se volvieron hacia Gleb.

—¡Y tú qué haces ahí mirando embobado, inepto! ¿Es que ya has terminado el trabajo de hoy? ¡Pues te voy a dar más!

Gleb corrió hacia una puerta lateral para escapar lo antes posible de la mirada del furioso jefe de estación. Se marchó a toda prisa por el estrecho pasillo, agarró una paleta que estaba junto a la pared y la empleó para limpiarse las botas militares, cubiertas por una capa de mugre reseca, y luego, como de costumbre, bajó a la cloaca. La emoción del encuentro con el temible Stalker aún tenía impresionado al muchacho.

Sin embargo, retirar la porquería de los demás era una ocupación más segura y tranquila.

—¡Hola! ¡Hola! —gritaba Nikanor con voz chillona por el auricular. La conexión con la Technoloshka[2] (así era como llamaban a la estación de metro de la Universidad Técnica) era tan mala como siempre. Pese a los ruidos de fondo, una voz lograba hacerse oír de vez en cuando desde el otro extremo de la línea, pero el jefe de estación no lograba comprender ni la mitad de las palabras.

—¡Se lo repito! Tienen que hablar con él en la Moskovskaya. Es terco como un buey. —Nikanor escuchó con atención por el teléfono, luego asintió enérgicamente con la cabeza—. ¡Sí, sí! Ya nos los puede enviar. Avisaré a la patrulla. Los esperaremos.

Nikanor arrojó el auricular sobre la horquilla, se dejó caer sobre un sillón gastado y encendió un cigarrillo liado a mano. El teléfono debía de ser el último indicio de civilización que aún perduraba en la Moskovskaya. Ni siquiera habían sido ellos quienes habían instalado el cable, sino los llamados «gasóleos». Los mismos que administraban la electricidad de las escasas e insuficientes lámparas que alumbraban miserablemente la estación. Exigían un precio abusivo por la luz, y por ello no eran queridos entre el pueblo. Nikanor no soportaba a aquellos arteros engendros, pero tampoco tenía ninguna posibilidad de hacer nada contra ellos.

Apagó la colilla y se levantó de la mesa. Había llegado el momento de organizar la recepción de los huéspedes.

Clac. Clac. Clac. El sonido del Zippo que se abría y cerraba lo tenía hipnotizado. Sobre el pulido metal del mechero se distinguía con nitidez una figura en relieve de un águila con dos cabezas. A veces, en muy escasas ocasiones, Gleb se permitía hacer girar la ruedecita. Entonces contemplaba con entusiasmo la trémula lengua de fuego. Su padre le había dicho que había que ahorrar con el mechero y Gleb lo tenía bien inculcado. Durante todos los años que habían pasado desde la muerte de sus padres, el muchacho no se había separado ni un solo instante de su preciada alhaja de metal. Era el único recuerdo que le quedaba de la familia que había perdido. Y el Zippo todavía funcionaba, aunque cada vez peor, y por eso mismo Gleb lo encendía cada vez menos. El fuego del hogar. El muchacho comprendía tan sólo de manera muy vaga lo que podía significar esa expresión, pero creía con firmeza que en ese momento el guardián del fuego del hogar era él, y que sus padres estarían cerca mientras la llama del mechero proyectara su débil fulgor.

Gleb no se dio cuenta de que el sueño se apoderaba de él.

El mechero mágico se disparó. Un rostro apareció en la oscuridad. Le resultaba tan familiar… esos ojos entrecerrados y esos rizos rebeldes que olían tan bien… madre…

Alguien tiró con rudeza de la mano del muchacho y lo sacó de sus ensueños. Gleb levantó la mirada y vio al gordinflón Procha, conocido en la estación por pendenciero e intrigante. Procha le daba vueltas al mechero con sus gruesos dedos y contemplaba el botín. Algo más allá se habían apostado tres sucios individuos —sus secuaces— y contemplaban con sonrisa cruel los actos de su cabecilla.

—Mirad esto —dijo el gordo, satisfecho, y enseñó el trofeo a sus camaradas.

—¡Devuélvemelo! —Gleb se puso en pie de un salto y miró con odio a su contrincante—. ¡Es mío!

—¡Pues ven a cogerlo! —El gordo sonrió con malicia y sostuvo en alto el mechero.

Gleb saltó sobre él y trató de quitárselo. Los muchachos lo miraron con sorna. El gordo le sacaba una cabeza a Gleb y era el doble de ancho. Gleb no tenía ninguna oportunidad. Procha sonreía satisfecho y se le veían los dientes podridos.

—Dame eso —se lamentaba Gleb, desesperado—. Es un regalo de mi padre. ¡Devuélvemelo ahora mismo!

El gordo se había hartado de jugar y lo golpeó en la cara con uno de sus puños rechonchos, y Gleb aterrizó violentamente en el suelo. Le salía sangre por la nariz y estaba a punto de llorar. Sintió tanta desesperación y tanta humillación que habría querido desaparecer. Que el suelo se lo tragara. Marcharse de aquel horrible sitio. Para volver a estar con sus padres.

—¡Ponte en pie y límpiate los mocos!

Gleb se aterró al oír las inesperadas y severas palabras. Al instante se dio cuenta de que ya conocía aquella voz masculina. La había oído poco antes.

Turbado, se dio la vuelta.

Ante él se erguía el gigantesco Stalker venido de otro lugar. Al parecer, había estado allí desde el principio y había contemplado la denigrante escena. Gleb no se atrevió a desobedecer la orden y se levantó como si lo hubiera picado una tarántula.

¿Cómo lo habían llamado? ¿Martillo?

—¿De qué tienes más miedo? ¿De que te peguen en la jeta o de quedarte sin tu juguete? —La mirada rabiosa de Martillo atravesó a Gleb, hasta el punto de que el muchacho no se atrevió a apartar los ojos—. Es tu propiedad. Te pertenece sólo a ti, y a nadie más.

El Stalker escupía estas duras frases como si las cortara con un hacha. Pero a medida que pronunciaba cada una de esas palabras se encendía en Gleb una furiosa resolución, que acabó con la desesperación y la angustia que había sentido poco antes. Los puños se le cerraron como por sí solos. Al instante, el muchacho se plantó frente al gordo y le enseñó los dientes como un depredador. Su cuerpo reaccionó por mero instinto. El muchacho se agarró con ambas manos a los grasientos cabellos de su contrincante y empleó todas sus fuerzas para golpearlo en la cara con su propia frente. El gordinflón retrocedió tambaleándose, se cubrió con las manos la boca herida y aulló con fuerza. El mechero cayó sobre el andén.

Gleb lo recogió y miró a los seguidores de Procha con ojos llenos de odio: ¿alguien más quería quedarse con su tesoro? Sin embargo, los camaradas del gordo no quisieron enfrentarse con él. Al cabo de unos pocos instantes desaparecieron.

El Stalker vio, sin intervenir, cómo Gleb se dejaba caer al suelo y estrujaba contra el pecho su preciosa joya. Había algo extraño en el muchacho. A primera vista parecía un adolescente como tantos otros que circulaban por las estaciones. Cabellos mugrientos e hirsutos, mejillas chupadas, bolsas bajo los ojos. Un muchacho sucio de nariz respingona. No tenía nada especial que lo diferenciara de otros chicos de su edad. Salvo su mirada despierta, extrañamente adulta. Y tampoco se hallaba en sus ojos la fatigada resignación que anidaba en la mirada de la mayoría de los habitantes del subsuelo.

Si bien con cierta renuencia, Martillo dio media vuelta y se marchó en dirección a la hoguera. Las inquietas llamas iluminaban el círculo de personas que rodeaba la fogata. Entre ellos había muchos conocidos, pero Gleb descubrió también un par de caras nuevas. Se guardó el mechero en el bolsillo de sus pantalones desgarrados y se acercó al fuego.

Los dos recién llegados se distinguían de las gentes del lugar por su ropa limpia y por unos curiosos cinturones anchos en los que no llevaban ningún arma, sino herramientas variadas: martillos, tenazas, destornilladores. Era obvio que la extraña pareja provenía de la Technoloshka.

Gleb había oído muchas historias maravillosas acerca de aquella estación. Se decía que allí había luz en todos los rincones, y cierto número de instalaciones técnicas y máquinas. Al parecer, no había granjas de cerdos ni cultivos. Los gasóleos obtenían toda su comida en otras estaciones. La cambiaban por armas y aparatos necesarios para su economía.

Gleb supo en seguida quién era el jefe. Era el de la barba y el rostro severo. El gasóleo carraspeó e intercambió una mirada fugaz con Nestor, que se sentaba junto a él, y se volvió hacia el Stalker.

—Así pues, ¿tú eres Martillo? —El Stalker tendió ambas manos hacia el agradable calor de la fogata y fingió no haber oído la pregunta—. No has aceptado nuestra invitación. Por eso estamos aquí. Como se suele decir: si la montaña no va a…

—¿Para qué me necesita la Alianza? —lo interrumpió bruscamente Martillo. El gasóleo se calló a media frase, pero retomó en seguida el hilo de lo que estaba diciendo:

—Eres astuto, Stalker. Sí, somos representantes de la Alianza Primorski y tenemos un trabajo que encargarte.

—No me interesa ningún trabajo.

—Bien. —El barbudo lo miró con el ceño fruncido—. Pues entonces no será ningún trabajo… Necesitamos tu ayuda, Martillo. Es muy importante para la Alianza. Para todos nosotros.

—¿Qué queréis exactamente? —El Stalker miró al gasóleo como a una mosca molesta.

—No podemos hablarlo aquí mismo… pero te voy a decir lo siguiente: se trata de una expedición… Te consideramos el candidato más apropiado para guiar a la tropa…

—¿Hacia dónde?

—Bueno… —El barbudo contuvo la respiración—. Hacia Kronstadt.[3]

El Stalker se incorporó en silencio y se encaminó hacia la salida de la estación. Los representantes se agitaron, intranquilos.

—¡Te pagaremos con cartuchos, Stalker! ¡Todos los que te puedas llevar!

Los habitantes de la estación escucharon los fútiles intentos de los huéspedes por convencerlo.

—¡Comida! ¡Medicamentos! ¡Armas!

—No te esfuerces, gasóleo —respondió Martillo sin volverse.

—¿Ésa es tu última palabra?

—Vete al infierno. —Martillo se dio la vuelta y echó una maligna mirada al gasóleo.

—Ésa sí que ha sido su última palabra —comentó Palych con una sonrisa irónica.

El barbudo pareció hundirse, pero, al instante, se puso en pie y gritó con desesperación:

—La Alianza te va a demostrar su agradecimiento. ¡Podrías pedirles lo que fuese, Martillo! ¡Tendrías todo lo que quisieras!

El Stalker se detuvo y reflexionó.

—¿Todo?

—Todo lo que se encuentre en poder de la Alianza.

Poco a poco, como en un terrible sueño, el Stalker levantó la mano…

—Quiero a ese chico.

Señaló con el dedo a Gleb.

El muchacho se quedó paralizado. Un escalofrío de horror le recorrió el cuerpo. Tenía la boca seca. Como a través de un velo de algodón, oyó que el jefe de estación cuchicheaba con los gasóleos. Nikanor agitaba las manos y sus gritos se volvían cada vez más fuertes, hasta que el muchacho oyó claramente lo que decían.

—¡Cómo se os ocurre siquiera proponerlo! ¡Diez kilos de carne de cerdo por un picaruelo! ¡¿Dónde se ha oído algo semejante?! —Nikanor miró al petrificado Gleb y volvió a apartar en seguida la mirada—. Dadnos como mínimo un peso equivalente al del crío. ¡De ahí no bajamos!

Gleb tan sólo recordaba vagamente lo que sucedió después, como si lo hubiera visto a través de una niebla. Las lágrimas le ardían en los ojos: lágrimas de humillación y de angustia. Fragmentos, cada uno de ellos más absurdo que el anterior, pasaron frente a él como en una película muda. El viejo Palych iba de Nikanor al gasóleo, del gasóleo a Nikanor, y les gritaba, unas veces a uno, y otras al otro. Nata, la chica de los vecinos, lloraba en los brazos de su madre y miraba asustada a Gleb. Nikanor discutió con la mirada baja los detalles del acuerdo con los gasóleos. Luego, la figura del Stalker se plantó frente a la del chico.

—Lo has oído todo, muchacho. Tus compañeros de estación son basura, el aire que se respira aquí es basura, y tu trabajo, por lo que he oído, es basura de la más fina. Aquí no vamos a encontrar mucho más. Nos marchamos.

Gleb se enjugó las lágrimas con una manga raída, echó una última mirada a la bóveda de su estación y siguió a Martillo con andares pesados. En lo más hondo de su alma presentía que no iba a regresar jamás a su antigua vida.