De pronto, una tarde, llega un pájaro que hace su nido en un árbol frente a mi casa y no se cansa de cantar día y noche.

Al comienzo es divertido y hasta inspirador, pero luego empieza a fastidiar porque no para de trinar en distintos registros más o menos agudos y cuando uno quiere dormir o escribir y el pájaro sigue proclamando su felicidad ya termina por ser irritante.

Lo raro es que canta a toda hora y por lo visto no duerme. Pensaba que los pájaros cantaban a unas ciertas horas, al amanecer por ejemplo, pero este es un pájaro extraño que canta por la mañana, por la tarde, por la noche, a toda hora.

No es que haga un ruido escandaloso, es sólo un pájaro trinando, pero es un ruido persistente, que no cesa, un ruido que acaba por molestar porque uno supone que canta de ese modo tan estridente porque está feliz. Lo que más irrita entonces no es su infatigable vocación cantarina sino la certeza de que ese advenedizo es mucho más feliz que uno o es todo lo feliz que uno nunca será y además nos lo recuerda cada diez segundos.

Por eso salgo una noche a las cuatro de la mañana, harto de sus impredecibles exploraciones musicales, que son distintas una de la otra, como si estuviera buscando un modo de expresar su alegría que siempre resulta insuficiente o imperfecto y justifica por ello un gorjeo o cántico más, me acerco al árbol, lo veo trinando con un júbilo que ofende y decido que debe morir.

Han sido muchos días soportando sus gorgoritos odiosos, toda una semana oyéndolo proclamar lo estupendamente bien que se la está pasando allí arriba de ese árbol y de ese cable vecino de alta tensión: por su culpa no puedo dormir la siesta, no consigo escribir más de tres líneas, despierto de madrugada torturado por sus recitales, me encuentro fatigado, de pésimo humor.

El pájaro feliz debe morir. No me gusta matar a nadie, pero en este caso es un acto de legítima defensa. Debo elegir entre su felicidad que no tiene límites y mi derecho a vivir en paz o al menos en silencio.

Busco unas piedras y las arrojo con todas las fuerzas de las que soy capaz. No consigo darle. El pájaro se asusta y vuela hasta una palmera media cuadra más allá. Por un momento se calla por fin.

Regreso a la casa pensando que no molestará más.

Vana ilusión. No pasan más de diez minutos y de nuevo está en el árbol frente a mi casa, anunciándonos a los vecinos de la calle que es allí donde ha decidido instalarse, residir, fundar familia, dar conciertos gratuitos y expandir su felicidad con curiosos quiebres vocales.

Recuerdo entonces la sabiduría de mi padre, que solía tener en casa toda clase de armas de fuego: pistolas, revólveres, carabinas, rifles, escopetas. Recuerdo aquella mañana en que vació los cartuchos de su escopeta sobre unas palomas que arrullaban y defecaban en el techo de la casa, conspirando contra nuestro merecido derecho al descanso. Entonces psé, al verlo disparando contra las palomas, que era un acto de crueldad. Ahora pienso que fue un acto heroico, admirable, un acto de legítima defensa que restauró la paz que esas palomas nos habían arrebatado.

Como no tengo armas de fuego, salgo de nuevo a la calle con el monedero que traje de Buenos Aires la semana pasada y le tiro al pájaro cantor todas las monedas argentinas que tengo conmigo, con la esperanza de que alguna de ellas le dé en el pecho, lo derribe y acabe con sus trinos enloquecidos. Monedas de un peso, cincuenta centavos, veinticinco centavos, diez y cinco centavos vuelan por los aires y pasan lejos del pájaro, que, soberbio, altanero, sigue piando y gorjeando sobre mi cabeza, indiferente al sufrimiento que causa en mí, humillándome, recordándome que su felicidad impúdica nunca será la mía y que, si bien yo salgo en televisión y él no (o todavía no), tiene sin embargo más poder que yo, pues nada puedo hacer para acallarlo y tengo que someterme, lleno de rencor, a los dictados caprichosos de su garganta musical.

A la mañana siguiente, ojeroso, exhausto, mirándome en el espejo, viendo con pavor una cara miserable que ya no reconozco, decido que ese pájaro no puede derrotarme tan fácilmente y que, como buen hijo de mi padre, compraré un arma de fuego y lo reduciré a un puñado de plumas volando por los aires cálidos de esta isla después del estrépito que acabará con su corta vida cantarina.

El pájaro canta hasta morir y esta no será una excepción, sólo que seré yo quien decida, apretando el gatillo, cuándo debe morir, cuál será su último gorgorito feliz.

No es fácil comprar una carabina de perdigones en Miami, o no lo es al menos para mí: hay que manejar por autopistas congestionadas, perderse por barrios en los que una salida equivocada o una llanta pinchada puede costarte la vida, caminar por los pasillos de un gigantesco almacén, firmar autógrafos falsos y sonreír falsamente para las cámaras de los celulares de los clientes que me reconocen y se preguntan qué diablos hago allí, negociar con el vendedor, explicarle lo que uno entiende por perdigones o balines, mostrarle documentos de identidad vencidos y pagar más dinero del que uno imaginaba.

De regreso a la isla, manejo muy despacio, temeroso de que me detenga la policía y encuentre en el asiento trasero esa carabina de aire comprimido que acabo de comprar.

Ahora estoy en el balcón del cuarto de mis hijas, apuntándole al pájaro jubiloso y escuchando con deleite el que será su último quiebre musical. Me dispongo a apretar el gatillo cuando el auto azul convertible del vecino pasa lentamente y él me ve allí arriba, parapetado con un arma, y me saluda con un gesto de extrañeza y yo escondo la carabina, como si estuviera haciendo algo malo, y un poco más allá veo que marca unos números y habla por el celular.

Ha sido un infortunio que el vecino me pillase en el momento en que apoyaba la carabina sobre el balcón. Debo actuar rápidamente. Apunto al pájaro cantor y disparo. El pájaro cae y algunas de sus plumas quedan suspendidas en el aire. Un ramalazo de euforia recorre mi espinilla. Me siento orgulloso de ser quien soy. Me siento un digno hijo de mi padre. Que vengan otros pájaros musicales, que acá los espero con una lluvia de plomo para que sepan quién manda en esta calle.

Cuando estoy entrando al cuarto de mis hijas, oigo a un pájaro trinando exactamente como cantaba el que había derribado. Tal vez he matado por error a un pájaro inocente que no era mi enemigo. Tal vez ha llegado otro cantante aficionado de esa familia artística a seguir torturándome.

Salgo con la carabina, dispuesto a clavarle un balín en el vientre, cuando veo que se acerca el auto de la policía.

A fines del año pasado mi hermano Javier viajó a Buenos Aires a pasar unos días conmigo. No conocía la ciudad y yo le había prometido desde que éramos chicos que algún día iríamos juntos a ver buen fútbol y comer rico.

Unos días antes de su viaje le pregunté si tenía ganas de conocer a Martín. Tenía el temor de que, por razones morales o religiosas, por la educación que habíamos recibido en casa, Javier no aprobase mi relación con Martín y se incomodase al verlo. Por suerte me respondió que estaría encantado de conocerlo.

Le dije que, dado que Martín y yo dormíamos en cuartos separados y no teníamos un cuarto para alojar a los amigos de paso, prefería invitarlo a un hotel muy bonito, en el centro de San Isidro, frente a la catedral. A Javier le pareció una buena idea, así podía moverse con más libertad.

Una noche Martín se quedó en el departamento viendo televisión y Javier y yo salimos a cenar.

Yo sentía que estaba descubriendo a un hermano. Siempre lo había tenido entre mis favoritos, y por eso quise que fuera el padrino de Camila, pero estaba sorprendido por su inteligencia, su sentido del humor, sus aptitudes para la conversación risueña y relajada y su encantadora capacidad para tomarse todo con calma. Nunca me había sentido tan amigo de un hermano y tan hermano de un amigo. Era un hallazgo que no dejaba de alegrarme en cada pequeño momento que compartíamos: en el auto, rumbo a los campos de Pilar; tomando el té en la terraza de John Bull; en el bar del hotel Plaza (donde conocí a Martín); caminando por las calles laberínticas del barrio Parque Aguirre, donde le decía que quería irme a vivir cuando me retirase de la vida pública.

Esa noche, después de cenar, caminamos de regreso al hotel y, al llegar, nos sentamos a conversar en el patio de esa vieja casona, oyendo el rumor de los autos que corrían sobre la pista empedrada del casco histórico.

Fue entonces cuando me contó cómo estuvo a punto de matar a golpes a nuestro hermano José unos años atrás.

Se encontraron en una discoteca de Miraflores, bien entrada la madrugada. Javier tenía veintidós o veintitrés años, José estaba por cumplir treinta. Los dos habían tomado bastante, aunque estaban acostumbrados a tomar bastante. En algún momento, José le dijo a Javier para llevarlo a casa de nuestros padres, donde ellos todavía vivían. Javier subió a la camioneta de José. Todo estaba bien, hablaban de mujeres, se reían. Javier y José siempre habían tenido éxito con las chicas. José salía con una artista muy linda; Javier, con una estudiante de arquitectura de pelo ensortijado y ojos celestes. De pronto, algo se torció fatalmente. José le preguntó por mí, sabiendo que Javier y yo éramos amigos. Javier dijo que no sabía nada de mí. José dijo algo contra mí. Javier no quiso decirme qué fue lo que dijo José. Pero fue algo que le molestó. Probablemente me criticó por decir que era bisexual o por publicar ciertos libros o por separarme de Sofía, con quien él y nuestro hermano Óscar se llevaban muy bien, casi diría que mejor que yo. Lo cierto es que dijo algo contra mí y Javier se molestó y me defendió. Le he preguntado varias veces qué dijo exactamente José y, a pesar de la confianza que nos tenemos, se ha negado a decírmelo, lo que me hace pensar que fue algo muy duro, muy tremendo, algo que tiene pena o vergüenza de decirme porque piensa que podría herirme.

Cuando llegaron a la casa de mis padres, ya estaban discutiendo violenta y acaloradamente. José seguía criticándome, burlándose de mí o insultándome, no lo sé bien, y Javier insistía en defenderme, cuando hubiera sido mejor renunciar a ese empeño imprudente e inútil. Todos dormían en los cuartos de arriba. Javier y José entraron a la cocina, abrieron la refrigeradora, se sirvieron algo para tomar. Javier no se dejaba intimidar por los modales bruscos, prepotentes de su hermano mayor. Lo seguía enfrentando con coraje. José perdió la paciencia y lo empujó. Javier estuvo a punto de caer. Si no repelía la agresión, quedaría como un cobarde. Nunca antes alguien en esa casa de tantos hombres jóvenes (somos ocho hermanos) había osado desafiar la supremacía física de José. Javier fue el primero y por eso lo sorprendió: le dio dos golpes de puño en la cara, llenos de ferocidad, y lo arrojó al piso.

Cuando José se levantó, tenía la cara ensangrentada.

—Te voy a matar —le dijo.

Enseguida se abalanzó sobre su hermano menor, estudiante de arquitectura, notable jugador de fútbol, escritor de cuentos sobre la amistad y el amor y otros malentendidos, con la certeza de que cuatro o cinco golpes bien dados confirmarían su hasta entonces indiscutido liderazgo como el macho oficial de la casa, aquel al que todos temían. Menuda sorpresa habría de llevarse: si bien Javier se permitía los modales refinados de un artista, había heredado de nuestro padre un talento para la pelea callejera, la riña física y el combate inesperado con el taxista que se le cruzó en la calle, el peatón que piropeó insolentemente a su chica o el borrachín de la discoteca que se burló de mí, su hermano con fama de maricón, y ese talento lo había entrenado tumbando a golpes a aquellos enemigos ocasionales y lo había fortalecido haciendo pesas y pesas y más pesas en el gimnasio y en su cuarto del tercer piso, como si hubiera estado esperando este momento, el momento de pelearse con José, borrachos los dos, en la cocina de la casa de nuestros padres.

Con aplomo y sangre fría, Javier esquivó los golpes, encajó algunos, neutralizó otros y luego dejó escapar a la bestia que llevaba encerrada y lo atormentaba, al hombre lleno de furia que lo hacía chocar carros en el malecón, empujar e insultar a policías uniformados y tomar rabiosamente, con ánimo autodestructivo, en la fiesta por mis treinta y cinco años: fue tal la paliza que le dio a José, que lo dejó en el piso, lleno de sangre, con varios dientes menos y los ojos tan hinchados que no podía ver. Aquella madrugada, por defenderme, Javier estuvo a punto de matar a José, y aún ahora mi madre asegura que cuando bajó corriendo a ver qué pasaba (pensando que habían entrado ladrones), los encontró con cuchillos en la mano, pero Javier lo niega, dice que nadie agarró un cuchillo, que mamá vio tanta sangre que creyó ver cuchillos.

José estaba tan malherido que Óscar tuvo que llevarlo a la clínica Americana, donde estuvo internado tres días. Javier recuerda riéndose que cuando se lo llevaban a la clínica, dejando manchas de sangre a su paso, José alcanzó a gritarle:

—¡Esa judía que te estás agarrando es una puta!

Al día siguiente Javier fue a la clínica a visitarlo y se pidieron disculpas. Pero ya nada volvió a ser igual. Desde entonces, mis hermanos entendieron que a Javier había que tratarlo con respeto y que en él cohabitaban extraña y maravillosamente un artista sensible y una bestia peligrosa. Y tal vez entendieron también que si se burlaban de mí y hacían bromas vulgares aludiendo a mi sexualidad, podían terminar en una clínica con los ojos reventados.

—No fue la primera vez que tuve que sacarle la mierda a alguien por defenderte, James —me dice Javier, y luego toma un poco de vino tinto.

Luego hace una pausa y añade:

—Y no será la última.

Extrañamente en Lima duermo mejor que en Miami. No me pongo ropa de dormir, hace ya algún tiempo dejé de cambiarme de ropa para dormir. Me dejo caer en la cama del hotel con la misma ropa que he usado durante el día. No me quito los zapatos, no veo por qué debería quitármelos. Me echo boca abajo. Antes he prendido en máxima potencia la Electrolux portátil que compré en Buenos Aires. Acerco mis pies al calefactor. El aire caliente me hunde en un sueño profundo.

Despierto unas horas después, bañado en sudor, los pies ardiendo. A veces consigo dormir seis horas.

Si no tengo el calefactor Electrolux argentino quemándome los zapatos, me dan pesadillas —mi padre me insulta y me pega; mis hijas se pierden o se ahogan; los aviones caen mientras rezo ya tarde— y cuando despierto estoy furioso, irritado, con ganas de pelearme con alguien y además no paro de toser y expectorar cosas innombrables y Sofía se impacienta porque escupo en sus macetas y en sus alfombras importadas y en sus revistas de decoración, que es donde más me gusta escupir porque siento que es mi manera de decorar la casa.

En Miami las noches son peores. El calefactor Electrolux argentino no funciona. He hecho todo lo posible para hacerlo funcionar pero he fracasado. He comprado otros calefactores pero ninguno funciona igual, ninguno me quema los pies, son tibios y débiles y botan un aire ridículo y no sirven para nada. No es fácil encontrar un calefactor en Miami, nadie los necesita, salvo los enfermos y los locos. La mayor parte tienen un termostato incorporado que apaga el aire caliente cuando se llega a la temperatura máxima. Esos son los más despreciables. Los pies se me enfrían y despierto furioso y pateo el calefactor de cuarenta dólares que compré en el Sears de Coral Way después de tomarme fotos con las vendedoras uniformadas que todavía no se han enterado de que no soy heterosexual y aun si les dijera que no lo soy tampoco me creerían porque uno cree lo que quiere creer.

En Miami duermo boca arriba porque boca abajo me asfixio. No prendo el aire acondicionado porque el frío en cualquiera de sus formas es el mejor aliado de la enfermedad. No puedo precisar la naturaleza de la enfermedad. Es incierta, misteriosa y obstinada. No me deja respirar, no me deja dormir, no me deja escribir, no me deja hacer el amor ni creer en el amor. No quiero saber el nombre de la enfermedad ni su exacto lugar de alojamiento. Sé que vive conmigo y que me ha poseído con amor perverso e incomprendido y que tengo la batalla perdida. Sé que esos bichos son mis bichos y quieren quedarse con mi cuerpo y yo siempre le di mi cuerpo a cualquier mal bicho que lo deseara poseer. Por eso no voy a ningún médico. O voy y cuando me dicen que tienen que sacarme sangre me escapo. O voy y cuando me hacen esperar más de una hora me largo escupiendo en los pasillos alfombrados de esa clínica de lujo los bichos que me habitan.

En Miami prendo un radiador de aceite en un cuarto y otro radiador igualmente pesado en el cuarto de al lado y nunca sé dónde despertaré porque en un cuarto se oyen los ladridos del perro del vecino y en el otro los cantos del pájaro feliz y los gritos de los niños del parvulario que han abierto frente a mi casa y entonces voy de una cama a otra buscando el silencio esquivo, imposible, y tratando de que el calor de los radiadores me devuelva al sueño y neutralice el avance de los bichos que me roban el oxígeno y se quedan con lo mejor de mí.

Nunca duermo más de dos horas y cuando despierto bajo a la cocina y ataco a las cucarachas con el aerosol de Mr. Clean y a pesar de la mala noche me siento feliz cuando consigo matar a una de esas malnacidas que merodean la basura y seguramente están esperando a que me muera para comerme.

Entonces vuelvo a alguna de mis camas según los ladridos del perro o los exabruptos musicales del pájaro cantor o los chillidos de los niños del parvulario o los ruidos del jardinero de la casa vecina que aspira la hierba cortada con una máquina satánica que hace el peor de todos los ruidos posibles. Y como nunca puedo volver a dormir y ya es media mañana y siento que estoy a punto de enloquecer y salir a la calle disparando perdigones al jardinero, al perro, al pájaro cantor y a las maestras del parvulario, sé que es el momento de entrar al baño y elegir la pastilla que me haga morir un poco.

No es una elección fácil porque son cuatro pastillas distintas y cada una tiene su probada eficacia y sus efectos secundarios. Los Alplax que me regaló la mamá de Martín son buenos porque me relajan y me vuelven una persona mejor pero no me hacen dormir más de tres o cuatro horas y al día siguiente me dejan la boca reseca. Los Lunesta que me venden en la farmacia sin pedirme prescripción son mejores porque me hacen dormir seis o siete horas, pero al día siguiente me dan resaca, me duele la cabeza, me vuelven tacaño y miserable y me paso el día insultando imaginariamente a mis enemigos, que no son pocos. Los Stilnox que me recetó la doctora en Lima son peligrosos pero por eso mismo los que más me tientan: no dejan resaca, me hacen dormir profundamente y boca abajo y con los radiadores apagados, lo malo es que me hacen alucinar y me dan sonambulismo y a veces despierto sin zapatos en el sillón de la cocina o en calzoncillos en el sillón de la sala y no recuerdo cómo llegué allí ni dónde me quité la ropa y esos cambios bruscos de temperatura me dejan al día siguiente con una tos odiosa y la sensación de que la enfermedad recrudece cuando tomo los Stilnox que, según he leído, Jack Nicholson le dijo a Heath Ledger que dejase de tomar porque podían costarle la vida. Pero cuando uno está loco de no poder dormir se toma una pastilla o varias sabiendo que se juega la vida y no importa, lo que importa es dormirse aun si después ya no despiertas. Y luego están los Klonopin que Thais metió en mis bolsillos una noche y volvió a darme cuando nos encontramos en Buenos Aires y que son espléndidos porque me hacen dormir hasta ocho horas en la misma posición y con zapatos y sin radiadores y sin oír niños ni pájaros ni perros ni maestras jardineras, pero al día siguiente no puedo moverme de la cama, me quedo echado viendo televisión y no puedo hablar con nadie, ni siquiera con Martín, y sólo me provoca salir a montar en bicicleta y escupir en los jardines de las casas más lindas de la isla, y cuando a la noche voy a la televisión estoy tan idiotizado que a duras penas puedo hablar, sólo quiero seguir montando en bicicleta y escupiendo la enfermedad en los jardines de los que están sanos.

Las noches peores pongo en mi mano derecha un Alplax argentino, un Lunesta azulito que tal vez ya expiró porque tengo muchos y algunos muy antiguos, un Stilnox peruano que seguro es pirata y un Klonopin cortado por la mitad porque así me los dio Thais, y los miro y los huelo y pienso tomármelos todos juntos a ver qué pasa, cuántas horas duermo, cómo me cambia el humor al día siguiente, pero después recuerdo que les he prometido a mis hijas llevarlas a París y entonces tiro las pastillas sobre la cama y la que más cerca termina de mi almohada es la que finalmente meto en mi boca.

Martín ha decidido abreviar sus días en Miami conmigo para invitar a su madre a Madrid y París, donde pasarán tres semanas. Cuando llegó, me dijo que se quedaría todo el verano en Miami y volvería a Buenos Aires con la llegada de la primavera porque no soportaba el frío de su ciudad.

Pero sólo ha pasado un mes y ahora parece que no soporta el calor de Miami y entonces vuelve a Buenos Aires a pesar de la ola de frío para llevar a su madre a Europa. Me da pena que se aleje de nuevo, pero también me alegra que Inés, que ha sufrido tanto en los últimos tiempos, pueda hacer este viaje con su hijo.

Tal vez debería hacer un viaje con mi madre, invitarla a Madrid y París como Martín ha hecho tan generosamente con la suya, pero, a pesar de lo mucho que nos queremos, tengo miedo de que, estando tanto tiempo juntos, hablemos de las cosas que nos distancian y terminemos discutiendo.

Ella nunca aceptará el amor entre personas del mismo sexo como algo natural y yo nunca sentiré simpatía por la rigidez moral del Opus Dei ni por los cardenales que ella admira. Ese abismo nos separa y me temo que nos separará siempre. Podríamos viajar juntos y no hablar de nada de eso, pero no sé de qué hablaríamos si no podemos hablar de las cosas que de verdad importan, como el amor.

Por lo demás no tengo ganas de viajar a ninguna parte, ni siquiera a Lima, donde están mis hijas, a quienes extraño los fines de semana que me quedo en Miami, a pesar de lo bien que me tratan en el spa del Ritz, donde puedo dar fe de que la felicidad existe y viene en la forma de una bata muy suave, unas sandalias de jebe, una cámara de vapor, una sala de relajación con muchas velas y luz tenue y música sosegada y un muchacho cubano que me trae tés verdes con miel y me pregunta si deseo un masaje más en la espalda. Mis hijas no quieren pasar sus vacaciones en Miami porque dicen que ya se hartaron de Miami, de las compras en Aventura, de las películas todas las tardes en los cines de Lincoln Road, de las noches sofocantes en mi casa porque no enciendo el aire acondicionado y las pobres tienen que prender ventiladores que hacen el ruido de un helicóptero y a veces terminan durmiendo en los cuartos de abajo y hasta en la cocina sólo para refrescarse con el aire acondicionado que yo, egoísta, no tolero en el segundo piso. Por suerte mis hijas no me tienen miedo como yo temía a mis padres y me dicen que ya no se divierten conmigo en Miami y que lo que quieren hacer es ir a París. No sé por qué están tan seguras de que deben ir a París y no a Madrid o a Barcelona, donde yo la paso tanto mejor que en París. Ellas lo tienen claro, es a París adonde quieren ir, y por supuesto Sofía, su madre, no puede estar más de acuerdo y no hace el menor intento por disuadirlas:

Así como ellas están hartas de Miami y en particular de mi casa no demasiado ventilada de Miami, yo estoy harto de subir y bajar de aviones, de hacer filas en aeropuertos, de que mi vida social consista exclusivamente en hablar con gente en aviones y aeropuertos, gente con la que a menudo preferiría no hablar, y por eso les digo a mis hijas con mucha pena, y con mi ya conocido egoísmo de padre ausente, que no las acompañaré a París y que si no quieren estar en Miami conmigo tendrán que ir a Europa con su madre. Pensé que se sentirían tristes o contrariadas de no pasar sus vacaciones conmigo y reconsiderarían sus planes, pero me llevé una sorpresa que dolió: las chicas estuvieron encantadas de que Sofía las acompañe a París y yo pague el viaje y me quede en Miami echándolas de menos.

Serán entonces las primeras vacaciones que mis hijas y yo no estemos juntos y no ha sido fácil para mí aceptarlo, pero Camila ya tiene casi quince años y es una mujer fuerte, segura, independiente, que sabe lo que quiere, y lo que quiere es irse a París y no precisamente conmigo porque sabe lo odioso y egoísta y caprichoso que soy con los horarios para dormir y las temperaturas del cuarto y las fatigas que me asaltan, y entonces ella, que no es tonta, sólo me pide que le pague el viaje a París y que no se lo eche a perder imponiéndole una presencia que, ya está claro, tal vez le molesta un poco a estas alturas de su adolescencia feliz, menos en todo caso de lo que le molesta, si acaso, la presencia de Sofía, que duerme en la cama con ellas, sin medias las tres, y que va al mismo ritmo infatigable que las bellas Lola y Camila, que tanto se le parecen.

Tratando de ser un buen padre y, a la vez, un buen perdedor y, de paso, un buen amigo de Sofía, que insiste en compartir las vacaciones de las niñas —dos semanas con ella y dos, conmigo— y que, por supuesto, yo pague también su parte de las vacaciones, he renunciado a mis dos semanas con ellas para que puedan pasar todo el mes en París y no estén en Miami aburridas, acaloradas y durmiendo en la cocina cerca del frío de la refrigeradora y acompañándome a la tele y pensando que podrían ser más felices en París, pero he tomado una decisión mezquina y rencorosa de la que no me enorgullezco pero que en cierto modo me parece justa: si van a viajar con su madre y no conmigo y si insisten en ir a una ciudad tan cara como París, deberán hacerlo en los asientos más angostos de clase económica, a los que ellas no están precisamente acostumbradas, porque las tarifas en ejecutiva a París cuestan una fortuna, y quedarse en un modesto hotel de tres estrellas, pues ya bastante me duele pagar unas vacaciones de las que no seré parte, a no ser por las fotos que me manden todos los días a mi correo electrónico y por las cuentas que me lleguen a la tarjeta de crédito. No soy, por lo visto, tan buen perdedor ni buen padre, porque mi plan secreto o ya no tanto es que ellas comprendan que si no vienen a Miami conmigo, a la rutina perezosa de las películas y las siestas y las tardes en la piscina y las compras renuentes por mi parte en Aventura, entonces tendrán que renunciar a ciertos privilegios, por ejemplo los asientos más anchos y mullidos de ejecutiva y las compras irrestrictas porque siempre he creído culposamente que la manera de suplantar mi ausencia física como padre es comprarles toda la ropa que quieran.

Mientras Martín y su madre paseen por Madrid y París, y mis hijas y su madre recorran incansables las calles de París, y quizá algún día Sofía y Martín caminen las mismas calles al mismo tiempo y entrecrucen miradas y no se reconozcan y mis hijas se queden calladas porque no quieren delatar que ese chico alto y flaco es el novio de su padre, yo estaré en bata y sandalias en la sala de relajación del Ritz y me consolaré pidiéndole al cubano que me traiga unas fresas más y que me haga ese masaje en la espalda que me hace pensar que la felicidad existe pero cuesta ochenta dólares la hora. Así todos seremos felices y espero que el cubano también.

—De ninguna manera van a servir cerveza en tu fiesta —dice Sofía.

—Pero en todas las fiestas sirven cerveza, mami —dice Lola.

—Es una fiesta de trece años —dice Sofía.

—Pero van a venir chicos de quince —dice Lola—. Tengo un montón de amigos de quince.

—¿Y qué? —pregunta Sofía.

—¿No entiendes? —dice Lola—. Todos los chicos de quince toman cerveza. Todos.

—Mala suerte —dice Sofía—. En la fiesta de mi hija de trece años no se va a servir cerveza. Yo no lo voy a permitir. Dicen que está bueno ir al Escorial —dice Martín.

—Me da fiaca —dice Inés—. Todos los monumentos son iguales.

—Eres una pancha —dice Martín—. ¿Adónde querés ir?

—Llévame a H&M, dale —dice Inés.

—Pero ya fuimos ayer y nos quedamos horas, mami —dice Martín.

—Sí, pero no compré un cinturón colorado que me encantó —dice Inés.

—¿Cuánto costaba? —dice Martín.

—Quince euros —dice Inés.

—Bueno, vamos, pero lo comprás con tu plata —dice Martín.

—¿Y después me podés llevar allí frente al palacio Real para que la china me haga otro masaje? —pregunta Inés.

—Es un quemo que te hagan masajes en una plaza enfrente de todo el mundo —dice Martín.

—Es que no sabés cómo tengo la espalda toda contracturada —dice Inés—. Debo de haber dormido en una mala posición.

—Siempre dormís en una mala posición —dice Martín.

—¿Vas a venir por el día del padre, amor? —pregunta mi madre.

—No, mamá, me voy a quedar en Miami —digo.

—Pero ¿cómo vas a estar lejos de tus hijas el día del padre?

—Ya lo celebramos el domingo pasado.

—Pero tienes que estar con ellas este domingo, si no vienes se van a quedar desconcertadas.

—¿Tú crees?

—Sí, claro, tienes que venir, si no tus hijas se van a quedar traumadas.

—Pero no es tan importante, mamá, ellas saben que las quiero, no tengo que ir a Lima para demostrarles que las quiero.

—¿Cómo te vas a quedar solito por el día del padre? ¿Quieres que vaya hasta allá para traerte?

—No, mamá, mil gracias.

—Mira que si me lo pides, yo voy feliz.

—No, gracias, qué amor.

—Y no te preocupes, que yo me pago mi pasaje y si quieres el tuyo también.

—Mi papi me ha dicho que me da permiso para que sirvan cerveza —dice Lola.

—No me importa lo que él diga, acá la que decido soy yo —dice Sofía.

—No es justo, tú no vas a pagar la fiesta, la paga mi papi —dice Lola.

—La pagará tu papá, pero él no sabe cómo son las fiestas —dice Sofía.

—Tú tampoco sabes —dice Lola.

—Yo sí sé —dice Sofía—. Yo iba a fiestas cuando tenía tu edad.

—Eso era hace treinta años, mamá —dice Lola—. Ahora las cosas han cambiado.

—Yo no quiero que en la fiesta de mi hija haya chicos borrachos vomitando —dice Sofía.

—Nadie va a vomitar, mamá —dice Lola.

—¿No sabes que hay una cosa que se llama «coma alcohólico»? —dice Sofía—. La gente se muere por tomar.

—¿Y entonces por qué tomas? —pregunta Lola.

—Yo sólo tomo socialmente —dice Sofía.

—Ja —dice Lola—. Socialmente. Todos los fines de semana llegas oliendo a trago.

—No me faltes el respeto —dice Sofía—. Soy tu madre. Y soy mayor de edad.

—¿Y a los mayores de edad no les da coma alcohólico? —pregunta Lola.

—No camines tan rápido —dice Inés.

—Pero vas como una tortuga a uno por hora —dice Martín.

—Yo camino normal, vos caminás demasiado rápido, no sé por qué andás tan apurado si estamos de vacaciones —dice Inés.

—Porque tenemos que ir al Prado y después a Atocha para comprar el tren a Sevilla y a este paso de tortuga no vas a conocer nada —dice Martín.

—No quiero conocer nada —dice Inés—. Lo que quiero es ir al café Oriente a tomarme un gazpacho.

—Está bueno ese café —dice Martín.

—Lo malo que es tan caro —dice Inés—. Diez euros un gazpacho. ¿Cuánto es eso en pesos?

—¿No podés hacer vos el cambio? —dice Martín.

—Es que me olvido —dice Inés.

—Cincuenta pesos —dice Martín.

—No puedo creer lo caro que es todo acá —dice Inés.

—¿Entonces no vamos al Prado? —dice Martín.

—No, mejor no, necesito sentarme y tomar algo —dice Inés—. Además los museos son todos iguales.

—Y los gazpachos también —dice Martín.

—No, el del café Oriente es el mejor del mundo —dice Inés.

—¿Le estás haciendo caso a la doctora? —pregunta mi madre.

—No del todo —digo.

—Tienes que hacerle caso en todo, amor.

—No puedo. Me ha dicho que duerma desnudo.

—¿Eso te ha dicho?

—Tal cual. Dice que ella duerme desnuda. Y que es absurdo que en Miami duerma tan abrigado.

—Bueno, si la doctora, que es una eminencia, te recomienda eso, por algo será, hazle caso.

—Traté, pero no pude.

—¿No pudiste dormir, amor?

—Me quedé dormido, pero me despertaba a cada rato con pesadillas.

—Mi Jaimín, no sabes cuánto me preocupa tu salud.

—Tuve las pesadillas más horribles. Sólo aguanté dos horas y me vestí.

—¿Y te pusiste medias?

—Sí.

—Pero, mi amor, es Miami, cómo puedes dormir con medias, es algo contranatura.

—Todo en mi vida es contranatura, mamá.

—¿Tú tomas cerveza? —pregunta Sofía.

—Obviamente no, mamá —dice Lola.

—Entonces no tiene sentido que sirvan cerveza —dice Sofía—. Yo a los trece tampoco tomaba cerveza.

—Por eso eres una traumada —dice Lola.

—No me hables así —dice Sofía—. No es normal que los menores de edad tomen cerveza.

—Mi papá dice que sí —dice Lola.

—Tu papá no sabe lo que es normal —dice Sofía.

—¿O sea que mi papá es anormal? —dice Lola.

—Yo no he dicho eso —dice Sofía.

—Sí lo has dicho —dice Lola.

—Lo que he dicho es que lo normal es que los mayores tomen cerveza y los menores no —dice Sofía.

—Pero mi papá es mayor y no toma cerveza —dice Lola.

—Eso es anormal —dice Sofía.

—Le voy a decir a la masajista que sólo puedo darle quince euros, veinte es mucho —dice Inés.

—No podés regatearle el precio, todas esas chinas son de una mafia filipina, después sale el jefe y nos caga a pedos —dice Martín.

—Lo que más extraño es el verde —dice Inés—. Me enferma tanto cemento, tanto concreto.

—Estamos en Madrid, mami —dice Martín—. ¿Qué querés?

—No sé, pero en Buenos Aires hay más verde —dice Inés.

—Y sí —dice Martín.

—No puedo creer que tu papá venía a Europa a ver partidos de rugby y nunca me trajo —dice Inés.

—Te prohíbo que hables de papá —dice Martín.

—Tu abuela dice que Lulú llora toda la noche —dice Inés—. Se ve que me extraña.

—Que le dé un Alplax y que no joda —dice Martín.

—La próxima vez la traigo, no sabés cómo la extraño —dice Inés.

—¿Sabés lo que cuesta viajar con una perra? —dice Martín.

—Entonces no viajo más —dice Inés—. No puedo dejarla a Lulú.

—¿Preferís estar con esa perra histérica que con tu hijo en Madrid? —dice Martín.

—Lo que me gustaría es estar los tres juntos en el café Oriente —dice Inés—. ¿Sabés lo que le gustaría a Lulú el tostón de cerdo?

—¿Te llevaste a Miami la foto de tu papi que te regalé enmarcada? —pregunta mi madre.

—Sí, mamá —digo.

—¿La has puesto en tu mesa de noche?

—No, mamá.

—¿Dónde la has puesto? ¿No la habrás dejado en Lima?

—La tengo en el clóset.

—¿Por qué en el clóset, amor?

—No sé. No puedo verla.

—Pero si tu papi sale lindo, sonriendo.

—Sí. Pero cuando veo la foto me da miedo.

—Pero tu papi está en el Cielo y te quiere, mi amor.

—Puede ser. Pero cuando tengo pesadillas siempre aparece él.

—Pon la foto de tu papi en tu mesa de noche y vas a ver que se terminan las pesadillas, amor.

—No puedo, mamá. No puedo.

Una manera de medir la soledad es contar el número de veces que suena el teléfono de tu casa.

Para que la medición sea confiable debes estar solo en tu casa un día entero, lo que tal vez ya revela una predisposición a la soledad o a investigar el grado de soledad en el que vives.

También es preciso que ese día no hables con nadie, salvo con las personas que te llamen y sólo brevemente con ellas. Pero no debes llamar a nadie porque eso puede provocar que llamen contestando tu llamada y por consiguiente perturbar la fidelidad de la medición que nos ocupa.

En el caso de que tengas celular, es mejor dejarlo apagado, no sólo el día de la medición, sino, a ser posible, siempre, y encenderlo sólo para escuchar, si acaso, los mensajes, unos mensajes que con seguridad no vas a responder, porque son de personas que llaman para pedirte cosas y odias a la gente que te busca para pedir favores.

Si el teléfono no suena tres días seguidos (sin incluir las noches, porque lo desconectas para dormir) y si son dos las líneas telefónicas que tienes en tu casa (una para las cosas personales, otra para las del trabajo) y son seis en total los aparatos telefónicos instalados en tu casa (entre inalámbricos y fijos, todos los cuales desconectas antes de tomar las pastillas para dormir), no conviene que saltes a la conclusión atropellada de que nadie te quiere: si nadie te llama es apenas que nadie quiere hablar contigo, no necesariamente que nadie te quiere. Puede que haya personas que te quieren en silencio, que es una manera noble y elegante de querer, o que te quieren sin conocerte bien, que es una manera menos meritoria porque el afecto se basa en una percepción que a menudo es engañosa o irreal, o que te quieren precisamente porque no te conocen en persona, es decir que si te conocieran no te querrían y tampoco te llamarían.

Pero el hecho cierto, probado y contado es que durante tres días consecutivos el teléfono no ha sonado y eso te ha dejado pensativo, aunque no exactamente preocupado.

En rigor sí ha sonado, pero esas llamadas eran de personas que te hablaban en inglés con voz de robot y te preguntaban si eras otra persona que seguramente había usado antes ese número y te querían vender cosas o te querían cobrar cuentas pendientes o te querían sacar dinero de alguna manera taimada. Es decir que las únicas personas que te han llamado esos tres días andaban buscando a otra persona, no a ti (y tú has fingido ser esa otra persona, hablando como mujer, sólo para indagar qué querían, y era que esa mujer, que tal vez ya está muerta, nunca devolvió un libro a la biblioteca pública) o querían tu dinero, no a ti.

No es agradable que una persona se acuerde de ti sólo para pedirte dinero (y en esto incluyo a la familia), pero es mucho peor no tener dinero, porque en ese caso tampoco van a acordarse de ti y ni siquiera te van a llamar. Al menos cuando te llaman para pedirte dinero sabes que no te llaman por cariño, lo que no es alentador, pero también sabes que esa persona tiene menos dinero que tú, y eso puede servir de consuelo (y en esto sigo incluyendo a la familia, que tampoco me llama porque sabe que siempre encuentro una mentira para no prestar dinero).

Algo habrás hecho mal para que nadie te llame ni siquiera para pedirte dinero, es lo que me digo montando en bicicleta por las calles más tranquilas de la isla, convenientemente sedado por las pastillas.

O algo habrás hecho bien, me digo luego. Porque no cabe duda de que cuando mejor estás es cuando nadie te molesta.

Lo que me lleva a otra cuestión, más ardua por cierto de medir y probar: la mejor versión de mí es sin duda aquella que sólo yo puedo ver. Es decir que la persona que más exactamente soy, la versión menos impostada o deshonesta de mí, aparece con más nitidez cuando estoy a solas. Es decir que cuando estoy con alguien siempre miento porque trato de ser alguien mejor o alguien distinto, no sé si mejor, pero sí más amable y educado, de quien en realidad soy. Es decir que la compañía humana (o incluso la de animales domésticos) no resulta en modo alguno propicia para mi bienestar, aun si se trata de personas (o de mascotas) a las que quiero.

Si esto es verdad (y para mí indudablemente lo es, aunque no podría probarlo, pues sólo puedo probarlo ante mí mismo), soy más feliz cuando estoy solo, porque entonces soy una peor persona.

Se podría inferir lógicamente de lo anterior que soy una mala persona, porque si me siento bien siendo una mala persona y me siento mal tratando de ser una buena persona, es que sin duda lo que me resulta natural es ser una mala persona y lo que me procura cierto grado de razonable bienestar es aceptarme como una mala persona y quererme como una mala persona y cultivar esas cosas malas de mí, por ejemplo la pereza, el egoísmo, la mezquindad, un cierto desprecio por la vida humana en general y por la mía en particular.

No sé si esto que es cierto para mí lo es también para otras personas, pero a veces pienso que algunas personas son infelices porque no saben que en esencia son malas y se engañan y tratan de ser buenas o virtuosas y ese esfuerzo, esa obstinación, esa terquedad por ser mejores no las hace buenas pero sí más infelices.

Tal vez las personas saben que cuando están a solas son peores, y por eso muchas le huyen a la soledad, porque no quieren recordar las miserias que habitan en ellas, porque esas miserias se disuelven o se encubren o se confunden cuando estás con otras personas y entonces tu verdadera identidad se entremezcla con las de los demás y ya nada es verdadero, salvo el esfuerzo por no ser quien eres, por buscar en los demás lo que nunca hallarás en ti porque no tienes el valor de buscarlo, de mirarte a la cara y decir: soy un cabrón y me encanta ser un cabrón y lo que me divierte es ser un cabrón y lo que me aburre es tratar de ser un santo. Santo cabrón es lo que soy.

Que no suene el teléfono o que sólo suene por error puede ser entonces una señal alentadora, por la que no deberías preocuparte: por una parte, parece revelar que eres una mala persona feliz y por otra, tal vez pone en evidencia que las personas que te conocen (y en esto sigo incluyendo a la familia) saben que eres una mala persona. Es decir que la frecuencia del timbre del teléfono, más que medir el grado de soledad en el que voluntariamente te has confinado, lo que mide es cuánto te conoces y cuánto te conocen los demás.

El buzón del correo de tu casa también parece ser un instrumento confiable de medición sobre tus calidades como persona y la información que los demás poseen sobre dichas calidades. Porque después de tres días de silencio telefónico has salido a recoger la correspondencia, has abierto el buzón y has encontrado una culebra negra que por suerte estaba muerta.

Sólo una mala persona encontraría una culebra muerta en su buzón de correo.

No es fácil vivir conmigo. Martín lo sabe bien. Por eso no vive conmigo. Por eso me visita o lo visito cada mes o dos.

No tengo talento para la felicidad. Mi humor suele ser sombrío. Martín me quiere, creo que me quiere, pero cuando está mucho tiempo conmigo, se ahoga, se confunde, se pierde en mis silencios y en mi obsesión autodestructiva.

Esta vez se quedó un mes conmigo. Pensaba quedarse tres. Ahora se va. Es mejor que se vaya.

Merece ser feliz. Merece sentirse libre, cantar las canciones de la radio, mirar y desear y tocar a otros hombres más jóvenes. Sé que debe irse, que es lo mejor para los dos, pero me da pena.

Creo que a él también le da pena, pero sabe que no puede quedarse. Son muchas las cosas de mí que le resultan insoportables. Ha tratado de cambiarlas o acostumbrarse a ellas, ha sido valiente, ha corrido no pocos riesgos, pero ha comprendido que vivir conmigo es una empresa suicida y amarme, un vicio que lo intoxica. Por eso se va. Por eso he tomado más pastillas.

No sé si lo que soy ahora es lo que solía ser o si es un estado de ánimo creado artificialmente por las drogas a las que me he hecho adicto. En mi caso la serenidad se compra en la farmacia y es cara.

Martín me educó en la peligrosa creencia de que las pastillas disuelven los problemas, las angustias, los insomnios. Ahora se va pero me quedo con sus pastillas.

Me ha prometido que volverá pronto. No sé si creerle. Ha dejado algo de ropa. Suele dejar algo de ropa. Cuando no está, a veces me pongo su ropa. No es fácil que me quede bien. No trato siquiera con los pantalones. Pero puede ser divertido ponerme una de sus camisetas o uno de sus calzoncillos, que por supuesto me aprietan mucho.

También ha dejado su laptop. Dice que es una prueba de que volverá pronto. No sé si creerle. Tal vez la ha dejado porque le fastidia viajar con ella, porque tiene otra en la ciudad a la que regresa, porque le da pena verme escribiendo en una laptop vieja y sucia que me resisto a abandonar y quiere que use la suya ya que no puedo seguir usándolo a él.

Con suerte volveré a verlo en un mes o dos. Pero esta vez no estoy tan seguro de que quiera volver. Creo que ya se hartó de mí. No soporta que no limpie nunca la casa. No soporta verme tosiendo y escupiendo y quejándome de una enfermedad imaginaria que, sin embargo, me está matando. No soporta verme gordo, viejo, cansado. Pero sobre todo no soporta que no hagamos el amor.

Yo lo amo pero nunca tengo fuerzas para hacer el amor y todavía no he encontrado una pastilla que me convierta en una persona amorosa. He encontrado pastillas que me convierten en una persona serena, callada, adormecida, con ganas de montar en bicicleta y meterme desnudo a la piscina. Pero no he encontrado ninguna que me devuelva cierto interés en el sexo. En realidad tampoco la estoy buscando.

El problema es que ya no sé lo que me gusta sexualmente. He perdido todo interés en las mujeres y quizá también en los hombres. Martín es un hombre bello pero sólo me apetece mirarlo. Los enredos del sexo me resultan fastidiosos y extenuantes. Prefiero mirarlo sin que se dé cuenta cuando se echa a tomar sol o cuando se ducha. El suyo es un cuerpo que sin duda envidio pero que no por eso deseo poseer. A mi edad o con mi enfermedad o con las pastillas que se disuelven en mi organismo, las posturas sexuales terminan siendo, por previsibles e histriónicas, imposturas.

Por eso terminamos peleando antes de que se fuera. Porque sentimos que debíamos hacer el amor como una manera triste y desesperada de despedirnos. Pero tal vez fue un esfuerzo por su parte y por la mía y todo terminó mal. No sabíamos qué hacer, cómo complacer al otro. Martín quería demostrarme que todavía me deseaba como cuando nos conocimos hace seis años en su ciudad y tal vez por eso me dio una palmada en la nalga que me dolió, que resultó excesiva y hasta cómica, de la que me quejé y me reí. Le pedí que nunca más me golpease de esa manera. Su mirada se enturbió. Se sintió humillado. Nada hiere más que una sonrisa burlona en el acto del amor. Yo me burlé de su nalgada. No pude evitarlo. Y él, que estaba tratando de poseerme por última vez, comprendió que su esfuerzo era inútil, que yo no merecía ese esfuerzo.

Yo no quería que me poseyera porque no tengo esa vocación particular por el sufrimiento. He tratado con cierta obstinación de que el dolor se convierta en placer, pero lo que antes dolía sigue doliendo y no encuentro razones para entregarme al dolor en un acto que sólo debería procurar placer.

El problema es que Martín piensa lo mismo que yo y por eso nunca insiste cuando me pide que me entregue y yo me niego por amor a mí o por respeto a la poca salud que queda en mí.

Cuando le pedí que se diese vuelta, él también se negó. Insistí, le dije que me obedeciera, que no dijera una palabra, que se sometiera a mi voluntad. Pero para mi sorpresa me dijo en tono altivo y desafiante que él tampoco disfrutaba dejándose poseer por mí y que esa noche, la última juntos, haríamos lo que él quisiera, no lo que yo le ordenase.

Me paré de la cama, recogí mi ropa y lo miré con una sonrisa.

Me dijo: «Eres un egoísta».

Le dije: «Por supuesto. Tú también. Por eso te amo».

Salí del cuarto, cerré la puerta suavemente y me fui al baño a tomar dos pastillas.

Más tarde tocó la puerta, abrió y me dijo: «Por favor, no escribas nada de esto».

Al día siguiente no hablamos del asunto. Fue sin embargo o por eso mismo un día razonablemente feliz. Lo fue hasta que tuvimos que despedirnos. El taxista miraba pero no me importó, lo abracé y lo besé y le pedí que se cuidase y que volviese pronto, que estaría esperándolo.

Martín me dijo que volvería, pero no me dijo lo que sospecho que estaba pensando: que cuando vuelva será por menos tiempo y que buscará en otros cuerpos los placeres que ya no encuentra en el mío y que ha renunciado a la creencia o la ilusión de que como nos queremos debemos vivir juntos.

Me sorprendió verme llorando o casi cuando el taxi se alejó. Tomé una pastilla más, me quité la ropa, me metí a la piscina y un momento después oí que sonaba el teléfono. No salí a contestar.

Sé que lo amo y que volveremos a vernos en un mes o dos. Pero sé también que mi interés en las cosas del sexo seguirá declinando y que ningún cuerpo, ni siquiera el suyo, me dará la felicidad que ahora encuentro en las pastillas.

Le pregunto a Lola qué quiere que le regale por su cumpleaños. Me dice: «Euros». Sorprendido, le pregunto: «¿No prefieres dólares?». Me dice: «No, cien euros son ciento sesenta dólares, prefiero euros».

Le pregunto a Camila si quiere leer los primeros capítulos de este libro. Me dice: «No, gracias, no me interesa, además tengo un montón de tareas». Le pregunto si puedo usar su nombre en este libro o si prefiere que le cambie de nombre. Me dice: «Me da igual, ponme el nombre que quieras, igual nadie lee tus libros».

Le pregunto a Sofía si se ha quedado con ganas de tener un hijo. Me dice que sí, que le encantaría. Le digo que todavía es joven, que apenas tiene cuarenta años, que podría tenerlo. Me dice que no ha encontrado al hombre adecuado, que dependerá de la suerte, del destino. Le digo:

«Si no encuentras al hombre adecuado, siempre puedes usarme a mí». Me dice: «Gracias, pero creo que prefiero adoptar».

Le pregunto a Martín cómo fue el vuelo de regreso de Madrid a Buenos Aires. Me dice que fue horrible, que había muchos niños que lloraban, que no pudo dormir, que su madre y él no hablaron una palabra en las doce horas y media de vuelo. Le pregunto por qué se peleó con su madre. Me dice que después de tres semanas de viajar con ella, ya no la aguantaba más y que apenas entraron al avión y se sentaron, él se puso su iPod y ella se lo quitó para decirle algo sin importancia y él se molestó y le dijo: «No me hables en todo el vuelo, no te soporto más, sos una soberbia». Su madre le respondió: «Y vos sos un neurótico, no sé cómo Jaime te aguanta». No hablaron en todo el vuelo, no hablaron mientras esperaban las maletas en Ezeiza (y tardaron casi una hora en aparecer), no hablaron en el taxi de regreso a casa (y había bastante tráfico en la General Paz). Llegando al edificio de su madre, Martín dejó las maletas en la puerta del ascensor y se fue sin darle un beso. Su madre le preguntó: «¿No vas a ayudarme a subir las valijas?». Martín le dijo: «No me jodas, me estoy meando, me voy a casa». Le pregunto si se arrepiente de haber viajado con su madre a Europa. Me dice: «No me arrepiento, tenía que hacerlo, pero ni loco viajo con ella nunca más».

Le pregunto a mi madre si algunos de mis hermanos siguen molestos con ella. Me dice: «Sí, amor, siguen molestos porque no vendí mis acciones cuando ellos me dijeron y por eso dejamos de ganar plata». Le pregunto: «¿Cuánto dejaste de ganar?». Me dice: «No sé bien, pero creo que más de un millón de dólares». Le pregunto: «¿Y ya vendiste por fin?». Me dice: «No, no he vendido nada».

Le digo: «Pero siguen bajando, mamá». Me dice: «Sí, siguen bajando y tus hermanos sufren por eso». Le pregunto: «¿Y cuándo piensas vender?». Me dice: «Cuando Dios quiera, amor». Le pregunto: «¿Dios es tu agente de bolsa?». Me dice: «Sí, y Él me dará una señal». Me río. Ella dice:

«Ya verás que volverán a subir y que ganaré más de lo que perdí por no vender cuando me dijeron, Dios no me falla nunca y San José María tampoco».

La señora cubana de la peluquería de la isla me dice: «Chico, yo no sé por qué al mar que hay entre Miami y La Habana le dicen el estrecho de la Florida. Yo me vine en balsa hace años y te digo una cosa: ¡Ese mar de estrecho no tiene nada! Cuando estás allí en la balsa, es una inmensidad que no se acaba nunca, es sumamente ancho ese mar, no se ve ni dónde termina ¡qué va a ser estrecho eso, chico! ¡Yo no entiendo por qué le siguen llamando estrecho!».

La cajera de la peluquería me dice que está enamorada de un cantante famoso. Le digo que ese cantante no tiene interés en las mujeres, que no se haga ilusiones. Me dice que ella está segura de que el cantante es bien macho. Le digo: «No estés tan segura, no creo que le gusten las mujeres». La cajera me dice: «A mí me gustan bien machos, me gustan los militares, los uniformados». Le pregunto: ¿Te gusta que te peguen? Me dice: «Sí, me encanta, me gusta que me den fuerte, me gusta que me cojan como el toro se coge a la vaca». Me río. Le digo: «Qué raro que te guste ese cantante, no parece un toro». Me dice: «Tú tampoco y tú también me gustas».

La señora que me corta las uñas de los pies me dice: «No te va a doler». Es mentira, me duele mucho, me quejo. Le digo: «Esto duele más que el sexo». No se ríe. Me dice: «No sé, chico, tú sabrás». Se hace un silencio. Luego me dice: «No me gusta que hables de tu vida privada en televisión». Le digo: «Comprendo».

Le pregunto a Sofía si sabe lo que tiene que hacer cuando me muera. Me dice: «No, ¿qué quieres que haga?». Le digo: «Quiero que me incineren y luego quiero que tiren las cenizas a la piscina de la casa de mi madre y después quiero que mi madre y mis hermanos se metan a la piscina y si hay un cura del Opus dando vueltas por ahí, que se meta también». Me dice: «No es gracioso». Le digo:

«Yo sé, pero eso es lo que quiero».

Le pregunto a Sofía si sabe cómo debe repartirse mi patrimonio cuando me muera. Me dice:

«¿No habías escrito un testamento nuevo con tu abogado?». Le digo: «Sí, pero es bueno que lo sepas de todos modos». Me dice: «Dime». Le digo: «Treinta por ciento para Camila, treinta por ciento para Lola, veinte para ti, veinte para Martín y el resto para tu madre». Me dice: «No es gracioso».

Le digo: «Yo sé, pero así está escrito en mi testamento».

Le pregunto si sabe lo que tiene que hacer con mi ropa interior cuando me muera. Me dice:

«¿Con tu ropa interior?». Le digo: «Sí, con mi ropa interior. La mandas al Opus Dei como prueba de que tuve vida interior».

Le pregunto si recuerda lo que debe decir mi epitafio en caso de que no me incineren sino me entierren, que es lo que ella y mis hijas prefieren. Me dice: «¿Qué quieres que diga tu epitafio?». Le digo: «Supo dar y recibir». Se ríe. Le digo: «Y debajo, en letras más pequeñas: “Y es cierto que goza más el que da.”». No se ríe.

Todas las tardes salgo a montar en bicicleta cuando el sol ya no quema. Antes me tomo una pastilla sedante para disfrutar más del paseo.

Sólo recorro las calles más apacibles de la isla, aquellas por las que rara vez pasa un auto o alguien caminando o corriendo.

La prudencia aconseja evitar dos calles en las que hay unos perros sueltos que me han perseguido ladrándome y al parecer queriéndome morder, dos perros a los que quisiera matar y no he matado todavía porque no he encontrado la manera de hacerlo sin que me detenga la policía.

Podría dispararles con mi carabina de perdigones pero sería en extremo difícil y peligroso manejar mi bicicleta con una carabina en la mano y sería todavía más complicado apuntarles en movimiento y disparar con precisión.

Nunca he montado bicicleta más rápido que con un peno ladrando y persiguiéndome. Nunca me he sentido más orgulloso de mí que cuando lo dejé rezagado, exhausto, babeando. Una cierta euforia o confianza en mis aptitudes atléticas me indujo a seguir pedaleando con el mismo vigor.

Poco más allá resbalé y caí en la pista mojada por la lluvia. Por suerte el perro estaba ya lejos y no vino a morderme.

A veces pienso dispararme un perdigón en el pecho pero no lo hago porque creo que sería un suicidio ineficaz además de ridículo y ya fracasé una vez tratando de suicidarme con pastillas.

Nunca imaginé que sería tan feliz tomando tantas pastillas. Mi padre hubiera sido un hombre menos violento y torturado si hubiese tomado las pastillas que yo tomo y que nadie me ha recetado.

A las tres de la mañana tomo una que me hace dormir boca arriba, a las ocho de la mañana tomo otra que me hace dormir boca abajo y destapado y con los más absurdos e inconfesables sueños eróticos, a las dos de la tarde tomo unas pastillas antidepresivas que me hacen rechinar los dientes con la vehemencia que sentía cuando tomaba cocaína y antes de salir a montar en bicicleta a las siete de la tarde tomo una pastilla que me ayuda a ver las cosas con una calma insólita, milagrosa.

La contemplación de la vida, o de las casas y los árboles y los gatos y los canales que son los paisajes habituales de mi vida y me gustaría que lo fuesen el resto de lo que me queda por vivir, es perfecta a la velocidad morosa de la bicicleta, no a la velocidad de la camioneta en la que tengo que prender muy a mi pesar el aire acondicionado ni a la velocidad de mi cuerpo exhausto caminando con unos zapatos que compré por correo y me quedan grandes. Es decir que la bicicleta parece ser el observatorio más lúcido y exacto de la vida en movimiento y las cosas que me rodean, cosas que no alcanzo a advertir cuando manejo y que ciertamente tampoco advertiría si caminase, porque en esta isla hace tanto calor que no se puede caminar y cuando lo he intentado todo me ha parecido feo y triste, probablemente por el cansancio que me provocaba caminar bajo tanto calor y entre gente que pasaba en autos y me gritaba cosas optimistas y se ofrecía a llevarme cuando yo ni siquiera sabía adónde iba.

Había dejado de montar en bicicleta porque las llantas se habían desinflado y las cadenas, oxidado, pero hace unos meses, con ocasión de la visita de Martín, decidí llevarlas a la tienda de un hombre flaco y taciturno que practica yoga y parece la persona más feliz de esta isla en la que casi todos hacen alarde del dinero, a diferencia de él, que se mueve en bicicleta y se sienta en el parque a meditar y nos mira con una serenidad beatífica que le envidio y acaso proviene de su amor por las bicicletas y su desinterés en el dinero y el lujo.

Uno no debería vivir en una ciudad en la que no pueda montar en bicicleta, me digo. No sé si montar en bicicleta es un buen ejercicio, me tiene sin cuidado, no tengo ningún interés en vivir más años de los que sean estrictamente necesarios, pero me parece que hacerlo me permite un conocimiento más preciso y cabal de mis dimensiones humanas y, a la vez, un cierto deslumbramiento ante las bellezas insospechadas de mi barrio: los gatos que me miran con una inteligencia superior a la que poseo, las mucamas que se protegen del sol con paraguas y me saludan con una alegría tropical que nunca será mía, las chicas adolescentes que me ignoran y se ponen pantalones cortos bien apretados y me recuerdan con qué facilidad podría ser yo un criminal si alguna de ellas me mirase y me guiñase el ojo y me permitiese tocar ese cuerpo que las leyes me prohíben tocar, las mujeres que corren cantando una música que sólo ellas escuchan, las ardillas esquivas, los pájaros que se obstinan en cantar sobre los cables de luz, las casas espléndidas en las que nunca viviré y a las que nunca me invitarán porque un escritor impúdico y desleal no es bienvenido en las fiestas de aquellos que preservan una cierta reputación (una reputación que a menudo es falsa), los obreros de construcción y los jardineros ilegales y los limpiadores de piscinas que me quieren y me saludan porque saben que ellos, como yo, no tienen reputación y eso curiosamente nos hermana, nos hace iguales.

Otra de las ventajas de observar la vida desde una bicicleta en movimiento es que a uno se le ocurren cosas que no pensaría manejando un auto, caminando o corriendo. Es decir que probablemente la velocidad de la bicicleta corre pareja con la de mis pensamientos o tiene el ritmo propicio para estimularlos, lo que no ocurre en modo alguno con otros medios de transporte, incluidos, por cierto, el tren (que está sobreestimado) y el avión (en el que debo dormir con todas las pastillas que sean necesarias para evadir sin atenuantes la espantosa realidad de tanta gente cerca).

Montando en bicicleta he recordado que una vez le escribí a mi padre desde Madrid una carta en inglés y he pensado que tal vez fue una manera de decirle que si no podíamos ser amigos en español, tal vez podíamos intentarlo en inglés, pero él nunca respondió.

Montando en bicicleta he comprendido que estoy moralmente obligado a vivir y morir en un lugar lejano del que vivieron mis padres y abuelos.

Montando en bicicleta he pensado que debo llevar siempre conmigo unas pastillas lo bastante letales para acabar con mi vida.

Montando en bicicleta he visto con claridad el rostro de la persona que ordenó que dejasen una serpiente muerta en el buzón del correo de mi casa.

Montando en bicicleta he pensado que en mi familia hay una tradición por defender causas equivocadas (mi tío, al dictador cubano; mi abuelo, al dictador chileno; mi madre, al Opus Dei; mi padre, a los golpes militares) y me he preguntado si no me ocurrirá que después de pasarme media vida diciendo que soy bisexual terminaré descubriendo, ya tarde para desmentirlo, que lo que necesito desesperadamente es que un hombre me ame como no me amó mi padre, pero que tener sexo con un hombre no me interesa mayormente.

Lo curioso de las peleas amorosas es que a veces se originan por las situaciones más inocentes o por malentendidos absurdos o por sospechas que están divorciadas por completo de la realidad.

Los amantes que más se aman pelean a menudo no por falta de amor sino por exceso de amor, que es como una droga que los intoxica y los hace ver alucinaciones peligrosas.

Esto es lo que me pasó en los últimos días, una guerrilla amorosa de la que todavía no me recupero.

El origen de la pelea estuvo dictado por la casualidad y desprovisto de malas intenciones. Yo estaba editando el programa que presento en Miami y tocaron la puerta. Faltaba poco para el programa y a esa hora no me gusta que nos interrumpan. Abrí. Era Manuel, el reportero chileno del canal. Me dijo que venía de entrevistar a un magnate ecuatoriano que vive en Miami y cuyos canales habían sido incautados por el gobierno de su país. Me ofreció la entrevista antes de emitirla en el noticiero del canal. La acepté y agradecí el gesto. Se fue presuroso. No estuvo más de un minuto en la sala de edición y no alcanzó siquiera a darme la mano.

Vimos la entrevista y nos pareció valiosa. Extrajimos tres fragmentos. Los pasé durante el programa. Al presentarlos, agradecí a Manuel y dije que era un «excelente periodista».

Esa noche encontré un correo de Manuel agradeciéndome por elogiarlo en el programa. No le contesté porque estaba cansado.

Al día siguiente regresé de montar en bicicleta a eso de las siete de la tarde, cuando el sol ya no quema, la hora más propicia para salir por la isla, y, mientras me quitaba la ropa para meterme en la piscina, mi rutina de todas las tardes, sonó el celular. Era Martín, desde Buenos Aires. Estaba furioso. Martín odia a Manuel, lo odió desde que lo conoció. Piensa que Manuel está enamorado de mí y quiere ser mi novio. Acababa de ver en YouTube las imágenes de mi programa, cuando decía que Manuel era un «excelente periodista». También había visto un comentario que yo hacía sobre mi renuencia o desinterés en servir a los demás, a la patria. Al parecer había dicho: «Yo sólo sirvo a mis hijas, a la madre de mis hijas (que es como mi hija), a mi madre y a mis amantes incontables. A nadie más». Pero no había mencionado a Martín, el hombre al que más he amado. Y en ese mismo programa había elogiado a Manuel, el hombre al que Martín más odia en todo el mundo.

Fue demasiado para él. Me dijo que lo había humillado, que lo había traicionado, que era un sujeto sin escrúpulos ni sentimientos, que no me quería ver nunca más, que ahora sí era el final definitivo, que nunca me perdonaría esa agresión tan cobarde e innoble. Me dijo luego algo que me impresionó:

—Sos un negro culosucio. No tenés moral.

Nunca nadie me había llamado así, negro culosucio. Me encantó el insulto.

Por supuesto, no me metí a la piscina. Ya no tenía tiempo. Subí a la ducha, me vestí y corrí a la televisión. La televisión tiene, entre otras ventajas, la cualidad terapéutica de que, cuando el público te aplaude y se ríe de tus bromas, te olvidas de tus problemas amorosos y te sientes un tipo listo e ingenioso (lo que es mentira) y no te sientes para nada un negro culosucio.

Al llegar a casa encontré un correo de la madre de Martín. Inés ha sido siempre muy cariñosa conmigo, aunque cuando Martín le contó hace años que estábamos saliendo juntos, ella le dijo:

«Preferiría que salieras con Peña que con ese peruano del orto». Peña es Fernando Peña, un genial actor y comediante argentino, homosexual, ácido, irreverente, provocador, que tiene sida, aunque eso no le impide seguir demostrando su genialidad.

Inés me había escrito un correo titulado: «Daño al pedo». Me intrigó el encabezamiento, presentí que me haría reproches por el daño que, sin querer, había provocado en su hijo, al elogiar en televisión a su peor enemigo y al no mencionarlo explícitamente entre las personas a las que declaraba servir, aunque uno podía alegar que él podía contarse entre mis «amantes incontables», que, por supuesto, son contables, contables con uno o dos dedos, o con los dedos de una mano.

El correo de Inés carecía de introducciones afectuosas. Decía: «Cuando Martín me contó lo que dijiste en tu programa, me entristecí y me dieron ganas de llorar. ¿Qué se siente cuando se logra angustiar a alguien? No conozco el mecanismo. Nunca hice daño conscientemente».

Estuve a punto de responderle, diciéndole que ella también hacía daño conscientemente, porque de otro modo no me hubiese enviado ese correo, y que si bien yo podía hacer daño cuando escribía, también podía no hacer daño cuando no escribía, por ejemplo cuando la invitaba con Martín a París o cuando le prestaba dinero a Martín para que le comprase un departamento a ella, de manera que mi capacidad de hacer daño literariamente a veces podía contrapesarse o neutralizarse con mi capacidad para no hacer daño o incluso hacer el bien económicamente. Pero me contuve y preferí no decirle nada.

A la tarde siguiente, porque las pastillas me hacen dormir hasta las tres, encontré un correo de Martín, en el que me informaba que se iba de nuestro departamento, que se llevaba sus cosas, que no lo vería más.

Le rogué que no se fuese, le sugerí que nos diésemos una tregua, le pedí que ante todo fuese mi amigo y no mi novio celoso y le reenvié el mail de su madre. Me respondió: «Seguro que le habrás dicho que no puede criticarte porque la invitaste a París. Es todo tu estilo. Además yo podría decir cosas mucho peores de tu madre». (Martín y mi madre no se conocen, aunque me encantaría que se conocieran, creo que podrían llevarse bien). Martín se ha ido a vivir con su madre. No quiere verme más. Le he rogado que vuelva al departamento, que me perdone, pero me ha dicho que lo nuestro se terminó, que no lo veré más, que soy un mal recuerdo para él.

Esta tarde he ido al correo y he encontrado la cuenta de mi tarjeta de crédito. Allí figuran, entre otros gastos, los hoteles en que se han hospedado Sofía y mis hijas en París y Londres y aquellos en que se alojaron Martín y su madre en Madrid y París.

Al escribir el cheque para sufragar los gastos de esas personas a las que sirvo y seguiré sirviendo con el mayor gusto (y a las que no mencioné debidamente en televisión), no pude evitar sentirme un negro culosucio (aunque no sé bien lo que es eso). Pero no me arrepiento, es lo que soy: una buena persona cuando no escribo y una mala persona cuando escribo.