Paso dos semanas en Lima. No acaba de sentirse todavía el verano. Ciertas mañanas una niebla espesa esconde el campo de golf.

No consigo dormir bien. Mi siquiatra, el doctor Farinelli, me ha recetado antidepresivos y ansiolíticos. Duermo diez horas corridas. Al día siguiente soy otra persona, una persona aún peor.

Me arrastro, me duermo a cada rato, me siento un pusilánime, un gordo, un hombre sin futuro, acabado, derrotado. Duermo en las camas de mis hijas, con el perro Bombón hecho un ovillo a mis pies. Renuncio a las pastillas argentinas. Prefiero el insomnio.

Lo que me salva es la pastilla que me recomendó Inés, la madre de Martín. La llevo siempre conmigo y me resigno a tomarla los días peores. Como estoy de vacaciones, me drogo tal como me prescribió con amor la madre de Martín. Esa droga, aplicada en dosis pequeñas, me convierte por unas horas en un hombre paciente, tolerante, sin apuro de espíritu risueño. Llevo en la muñeca izquierda el rel de esfera ancha que, tras quitárselo, me regaló el gran poeta y pirata Joaquín Sabina.

Ese reloj me ha cambiado la vida. Ese reloj y las drogas de Inés me devuelven un cierto optimismo.

Desde que uso el reloj de Sabina, me siento más joven, con ganas de volver a pecar. Debo ir con cuidado, sin embargo. Ya no soy un muchacho. Pero este reloj me engaña, por fortuna.

En otros tiempos me hubiera entristecido que mi tío, el gerente de un banco, no me invitase a su almuerzo navideño y que mi prima favorita, a la que siempre encontré irresistiblemente encantadora, tampoco me invitase a su fiesta de casamiento, en la que me cuentan que cantó con la simpatía desbordante, arrolladora, que me embrujó desde niño en su casa de playa, en la que nunca faltaban uvas verdes. Pero ahora no me da pena que prescindan de mí. Me parece una decisión irreprochable. Saben que soy indiscreto y lo cuento todo. Hacen bien en no invitarme. Yo tampoco me invitaría. Y una fiesta es mucho más divertida cuando te la cuentan, los chismes aderezados con esa refinada maldad tan nuestra. Y tengo el reloj de Sabina y las drogas de Inés para recordar que todavía hay unas pocas personas que me quieren, aun sabiendo que no sé guardar secretos y que mi manera torpe de querer es escribiéndolo todo, incluso lo que no debería, especialmente lo que no debería.

Pronto cumpliré años y me tienta la idea de organizar una fiesta, pero no una fiesta lujosa y ensimismada como la que di cuando cumplí treinta y cinco en un hotel de Miraflores, sino una caótica a la que no podría invitar a mi prima ni a mi tío, pues no se sentirían a gusto y deplorarían mi mal gusto, pero a la que invitaría a ciertas personas a las que quiero mucho, por ejemplo a todas las empleadas que han servido y sirven a mis hijas, que son, en orden de veteranía, Meche, Gladys, Aydeé, Gisela, Rocío y Laurita, a las me encantaría sentar a una mesa y atender como reinas esa noche, y al correcto y educado Paolo, chofer de mis hijas que escucha música clásica y recorre la avenida Javier Prado una y otra vez, sin desmayar, sin quejarse, siempre dispuesto a salir de nuevo a complacer algún capricho o extravagancia de mis hijas, alguna visita a la peluquería de ellas o de Bombón, y a un cantante popular al que quiero como si fuera mi hermano, el gran Tongo. Quiero que esa noche o cualquier noche Tongo, Mechita, mi madre y yo cantemos La pituca en inglés y que Tongo pronuncie un discurso conmovedor sobre su vida y la mía, sobre el encuentro improbable entre su destino y el mío, un discurso desmesurado, que nadie entienda y nos haga llorar. Y luego quiero que mis hijas y yo bailemos las canciones de Tongo sabiendo que no es Sabina pero que hay en ellas otras formas de poesía incomprendida que resultan igualmente admirables y me devuelven una cierta fe en la humanidad, en el sinsentido que es vivir en esta ciudad en la que ya nadie o casi nadie me quiere ver, a menos que sea en la televisión, que es la única forma de verme sin correr el peligro de ser delatado.

La noche de Navidad, en casa de Sofía, resulta inesperadamente feliz. Mis hijas y yo cantamos La pituca en inglés viendo los videos de Tongo. Sofía nos deleita con una cena espléndida. El perro Bombón come tanto pavo que ya no puede comer más y se tiende a mis pies, asustado por el fragor de la pirotecnia del barrio. El pavo ha sido horneado con finas hierbas durante siete horas y lo cargan en hombros como si fuera un cortejo fúnebre Aydée y Meche. Sofía está guapísima. Me digo que tengo suerte de ser padre gracias a ella. No sé qué me haría sin mis hijas y Sofía y el reloj de Sabina y las drogas de Inés esta noche de Navidad. Cuando muera, quiero que Aydeé y Meche carguen mi cuerpo henchido como cargaron al pavo siete horas horneado y que alguien cante La pituca en inglés, sólo porque esa canción es como la vida misma en su mejor expresión: no se entiende, no tiene sentido, pero te hace reír.

Las niñas me regalan un sillón que hace masajes. Sentado en ese sillón de cuero, aprieto botones y recibo vibraciones y frotamientos en la espalda y los pies. Es un regalo estupendo. Con mi nuevo sillón de masajes desde el cual escribo estas líneas, ya no necesito que nadie me invite a su almuerzo navideño o a su fiesta de casamiento. Tengo a mis hijas, a la madre de mis hijas, que es como mi madre y mi hija también, y que me hace muchos regalos lindos y compra todos mis regalos de Navidad con una pasión que admiro pasmado, tengo a Martín, mi chico argentino que detesta la Navidad y no regala nada y se queda solo en su casa odiando al mundo y bailando solo como el divo espléndido que es, tengo a mi madre que no conoce a Martín y que tal vez no lo conocerá nunca pero que me quiere más allá de la razón, que es como yo la quiero igual. Y tengo las pastillas de Inés y las canciones de Tongo y el reloj de mi amigo, el pirata y poeta Joaquín Sabina, que llevaré puesto todos los días que me queden de vida. Y tengo este sillón que me hace masajes mientras escribo. No necesito nada más, salvo que me cuenten las fiestas a las que no me invitan.

Las niñas y yo escapamos de Lima para pasar dos semanas en Buenos Aires. No queremos ir a Miami en enero. Hace frío. No nos gusta el frío. Tampoco queremos ir a Punta del Este. Va demasiada gente. Va la gente linda y vanidosa. Va la moda. Tal vez la felicidad consiste en estar en los lugares que no están de moda.

Buenos Aires en enero es un buen lugar para estar de vacaciones porque hay menos gente, menos tráfico y menos ruido. Además, los días más afortunados la temperatura bordea los cuarenta grados, que es, en lo que a mí respecta, el clima ideal para ser feliz. Mis hijas, por suerte, también disfrutan del calor, aunque extrañan a sus amigas, que están en las playas de Asia, al sur de Lima, y que las llaman frecuentemente desde sus Nextel para contarles todas las diversiones que se están perdiendo.

Pero en Buenos Aires conmigo hay otras diversiones, que si bien no rivalizan, lo sé, con las tentaciones adolescentes de la playa Asia, tampoco son del todo despreciables, o eso creo. Por ejemplo, salir a caminar treinta cuadras a las tres de la tarde, cuando despertamos, buscando las sombras espaciadas de la calle José C. Paz, en el barrio de San Isidro. Por ejemplo, sensibilizados por la película Bee Movie, rescatar con coladores a los insectos que caen cada noche en la piscina, aturdidos por la luz de los reflectores en el agua celeste. Por ejemplo, invitar al custodio de la esquina y a su hijo Lucas de once años a bañarse en la piscina con nosotros, aunque no lleven traje de baño ni sepan nadar y se metan en calzoncillos. Por ejemplo, ir al cine en funciones de trasnoche porque Buenos Aires está tres horas por delante de Lima y a medianoche es muy temprano para que nos vayamos a la cama, porque recién son las nueve en nuestro reloj biológico peruano, que no estamos dispuestos a alterar, curioso patriotismo el que nos asalta, negándonos a adelantar nuestros relojes, especialmente el que me regaló el gran Joaquín Sabina, que no me saco ni para dormir. Por ejemplo, jugar billar en el tercer piso de la casa, aunque rara vez le demos a la pelota. Por ejemplo, recorrer las cuadras más anchas de la avenida Libertador, desde Dorrego hasta Pueyrredón, en el Honda automático, que corre delicioso, regulando la velocidad para e no nos toque ningún semáforo en rojo, montándonos felices en la «ola verde» de los semáforos sincronizados, una diversión tonta y memorable que mis hijas llaman el «juego verde» y que tarde en la noche, cuando salimos a las tres de la mañana de los cines del Village, es un poco más arriesgada y a veces te obliga a tomar una bifurcación, un camino que se mete en el bosque de los travestis, sólo para evitar un semáforo en rojo. Por ejemplo, caminar por las calles del Once, en el barrio conocido como Little Lima, buscando un restaurante peruano para comer choclo con queso fresco, un antojo de verano, y firmando autógrafos para las chicas peruanas que se ganan la vida abnegadamente en esta ciudad, siempre con la misma broma que no falla: «Para Rosita, cásate conmigo»; «Para Elena, por qué me dejaste»; «Para Rebeca, todavía te amo», y luego oír las risas felices de las Rositas, Elenas y Rebecas de este mundo, mientras nos alejamos caminando en busca de los cines del Abasto.

Ninguna diversión, sin embargo, es mejor que la que nos regala la perra Lulú, que al comienzo era tímida con nosotros y nos tenía algo de miedo, pero ahora, nada más entrar a la casa con Martín, hace una exhibición escandalosa de su felicidad, sabiendo, claro está, que la meteremos en la piscina y le daremos los pollos a la barbacoa que nos han sobrado del restaurante Kansas y que a ella, Lulú la tímida, caniche blanca siempre bañada y perfumada, la hacen tan feliz, aunque después le provoquen unos estreñimientos de tres días, lloriqueando toda la noche en el cuarto de Inés, la madre de Martín, hasta que por fin, tras mucho dolor, expulse una enorme bola fecal, hecha de muchos pedacitos de pollo a la barbacoa, que no hemos debido darle, pero que ella ha comido eufórica porque la comida balanceada le hace bien pero es horrible. La presencia de Lulú en el jardín, en la piscina, en la cocina, al pie de la refrigeradora, olisqueando los volcanes que han quedado tirados en el jardín desde la noche de Año Nuevo, compensa por suerte la ausencia de nuestro perro Bombón, que ha quedado en Lima, enfermo de conjuntivitis, sometido a un severo régimen de gotas y antibióticos.

Todo fluye lenta y felizmente esos días de verano hasta que por desdicha mis hijas y yo salimos a caminar y discutimos sobre los planes para febrero, mes en que todavía están libres del régimen de cautiverio y explotación al que las someten en el colegio, un secuestro del que, sin embargo, gozan, porque, a diferencia de mí, que odiaba ir al colegio, ellas esperan con ilusión el primer día de marzo, para volver a clases y someterse a todas las sofisticadas formas de tortura con las cuales, en teoría, las educan, privándolas de las ocho horas de sueño a las que cualquier niña tiene derecho. No debí decirles que en febrero deberían ir conmigo a Miami en lugar de refugiarse en las playas de Asia, al sur de Lima, donde las esperan todas sus amigas con carnés vip del bar Juanito. No debí.

Las niñas, que ya no son tan niñas, me dijeron a gritos, indignadas, que de ninguna manera se irán en febrero a Miami conmigo o con su madre, y que ya tienen cada fin de semana comprometido con sus diferentes amigas con casas de playa, uno en Playa Blanca, otro en La Isla, otro en Playa Bonita, otro en Ancón y así hasta que termine el verano. Yo me atreví a decir, cuando debí quedarme callado, que ya bastante tienen con pasar nueve meses al año en Lima, y que los tres meses de vacaciones, es decir, enero, febrero y julio, deberíamos pasarlos viajando, para que conozcan el mundo. Las niñas me hicieron saber que ya bastante se han sacrificado pasando el Año Nuevo conmigo en Buenos Aires, comiendo pan con queso y prendiendo fuegos de colores, mientras sus amigas bailaban hasta el amanecer en la fiesta de Asia, y que ni locas, ni locas, se irán en febrero a Miami. Con lo cual el paseo familiar de una hora terminó mal, casi a los gritos y a las lágrimas y conmigo diciendo algo que nunca imaginé que saldría de mis labios, «bueno, entonces compraré una casa en Asia», y ellas respondiendo algo que no esperaba, «no, ni se te ocurra, nosotras queremos ir a dormir a las casas de nuestras amigas, es mucho más divertido que estar contigo». Por suerte la pelea llegó a su fin cuando, exhaustos por el paseo de treinta cuadras bajo cuarenta grados de sensación térmica, nos metimos a la piscina.

Que es donde ahora están las niñas, riéndose a carcajadas y llamándome a gritos. Que es donde ahora mismo voy corriendo a meterme en calzoncillos, como el custodio de la esquina y su hijo Lucas, que deben estar ansiosos por venir a bañarse con nosotros.

Los Cóndores, Lima. Mi hermana y yo hemos corrido a escondidas hasta la bodega de la esquina.

Nos han fiado chocolates, bebidas y helados. El señor de la bodega apunta en su cuaderno lo que nos ha fiado. Sabe que mi padre le pagará. Mi hermana y yo, que tenemos once y nueve años, confiamos en que mi padre pagará la cuenta sin advertir que hemos sacado dulces furtivamente. Nos equivocamos. El señor de la bodega le informa a mi padre que nos ha fiado cosas ricas. Es un sábado a mediodía. Mi padre no está de buen humor. Lleva en la mano un aerosol para matar insectos. Pierde el control. Dispara el aerosol contra nosotros. Mi hermana y yo nos quedamos tosiendo, frotándonos los ojos. Después nos reímos.

Caraz, Perú. Sofía y sus dos hermanos han viajado diez horas por carreteras malas hasta llegar a la casucha que su padre ha construido frente al río. Cuando quieren verlo, tienen que llegar hasta allí. Su padre ha jurado que no volverá más a Lima. Antes de irse a la sierra, ha quemado todos sus documentos y le ha regalado su auto a su mejor amigo. Sofía tiene siete años, es la menor de los tres hermanos. Quiere a su padre, pero esa casucha llena de arañas, sin colchones, sin luz eléctrica, en la que cocinan a duras penas las cosas que recogen del huerto, le da miedo. Sofía y su hermana tienen que traer agua del río para cocinar y lavar. La llevan en bateas y baldes de plástico. Como pesa mucho, la llevan sobre sus cabezas. Pero un día el balde con agua se le resbala a Sofía y cae al piso.

Su padre pierde el control. Le grita, la castiga, la obliga a sentarse en una piedra sobre el río. Sofía está aterrada. Piensa que si el río viene más cargado, se la llevará. Se queda sentada en una piedra sobre el río la hora entera que su padre la ha castigado.

Los Cóndores, Lima. Una vez más, mi hermano ha conseguido burlar la seguridad de mi madre y abrir sus cajones secretos, allí donde guarda el dinero. Mi madre, harta de sus fechorías, pierde el control. Lo lleva a rastras a su baño, lo mete a la ducha con ropa y abre el agua fría. Mi hermano es pequeño, pero muy fuerte. Grita, se defiende a empellones. Mi madre me pide ayuda. Trato de sujetarlo, pero es inútil, se resiste, nos empuja, es más fuerte que nosotros, no podemos con él. Mi madre grita: «¡Una ducha helada es lo que necesitas para portarte bien!». Terminamos los tres. Mi hermano llora, humillado.

Mar del Plata. Martín, sus padres y hermanos han alquilado una casa en Los Troncos y bajado a la playa del Ocean a pasar el día. Inés reparte sándwiches y bebidas entre los chicos. De pronto sopla un viento fuerte que levanta arena. Martín muerde el pan con jamón y queso y siente la arena en su boca, entre sus dientes. Escupe el pan arenoso. «Es un asco», dice. «Está lleno de arena». Su padre le grita: «¡Te va comer el sándwich!». Martín protesta: «¡Pero está lleno de arena!». Su padre pierde el control: «¡No me importa! ¡Te comés la arena también!». Martín come llorando el pan arenoso.

Buenos Aires. Martín no quiere ir a jugar rugby. Su padre es fanático del rugby y quiere que Martín lo sea también. Pero Martín odia golpearse con otros chicos persiguiendo una pelota, no le encuentra sentido. Su padre le dice que irá a jugar rugby y punto. Martín todavía está lastimado por el partido del domingo anterior. Su padre pierde el control. Lo lleva a empujones hasta el autobús del equipo de rugby y, con todos los amigos de Martín mirando desde sus asientos, lo sube a empellones. Martín llora, humillado. Ni siquiera la discreta contemplación de sus amigos desnudándose en el camarín compensará los dolores de la paliza que recibirá en la cancha por un juego que no entiende y le parece ridículo.

Disneyworld, Orlando. Camila no quiere subir al carrusel. Está cansada, quiere volver al hotel.

Sofía tiene ilusión de subir con Camila al carrusel y se siente frustrada de no poder hacerlo por culpa de un capricho de su hija en ese primer viaje familiar a Disney. Sofía insiste en que deben subir al carrusel. Camila se niega. Sofía me pide que la suba a la fuerza. Me niego, le digo que ya subiremos otro día, que la niña está cansada y quiere irse. Sofía pierde el control. Carga a Camila y la sienta en un caballito del carrusel, a pesar de que la niña llora y patea y trata de bajar. El carrusel comienza a moverse. Los niños parecen felices, saludan a sus padres. Pero Camila llora, furiosa, humillada, mientras su madre la sujeta.

Buenos Aires. Lola está aburrida. No quiere comprar ropa, dice que no hay ropa de su talla. No quiere ir más al cine, dice que se aburre. No quiere escuchar música en su iTouch, no quiere chatear en internet, no quiere bañarse en la piscina, dice que el agua está muy fría. Cuando vamos a comer, tampoco quiere comer, dice que el lomo tiene «venas y telarañas». Pierdo el control. Le digo que si se aburre de vacaciones conmigo, no volveremos a viajar juntos. Lola se va llorando a su cuarto.

Buenos Aires. Mis hijas y yo caminamos por una calle de San Isidro bajo el sol ardiente de enero. Les digo que voy a alquilar una casa en playa del Sol. Se indignan. Me dicen que esa playa es fea, horrible, vulgar, que la gente es ruidosa, que en carnavales te tiran huevos y globos con caca.

Les digo que entonces no alquilaré ninguna casa. Me dicen: «Mucho mejor, contigo nos aburrimos». Pierdo el control. Les digo: «Es la última vez que viajamos juntos, el próximo verano se quedarán en Lima». Me dicen: «Mucho mejor, en Lima nos divertimos más». Llegando a la casa, llamo a la aerolínea y pido tres asientos a Lima esa noche, pero el vuelo está lleno, no podemos viajar. Pierdo el control. Me voy a dormir sin despedirme de mis hijas. Cuando despierto de madrugada, están durmiendo en mi cama.

Cuando estoy lejos de Sofía, me doy cuenta de cuánto la quiero y cuánto alegra mis días cuando me sonríe y me abraza y me lleva a pasear con sus vestidos de verano que se le andan volando y ella tiene que sujetar, pudorosa.

No es que quiera volver a casarme con ella. No es que quiera dormir con ella. No es que quiera amarla con la pasión con que nos amamos cuando éramos jóvenes, una pasión que se extinguió con los años, como tenía que extinguirse. Es que la necesito para estar bien. Necesito ver su cara.

Necesito verla sonreír. La quiero como si fuera mi hija o mi mejor amiga o mi hermana, la quiero como si fuera que en realidad es, la mujer que más he amado sin saber que la amaba.

Ella sabe que no soy el hombre del que debió enamorarse. Ella sabe que se equivocó conmigo, que no debió dejar a Michel por mí. No es tonta y lo sabe. Pero como no es tonta tampoco piensa estas cosas y acepta que el azar entreveró nuestras vidas de un modo que ya es definitivo y por eso sabe que a estas alturas lo mejor es aceptarnos como somos y aprender a querernos a pesar de nuestras miserias, esas pequeñas miserias que uno sabe que no van a cambiar.

La verdad es que me casé con ella muerto de miedo. Ella sonreía y trataba de calmarme. Después de tantos años, ahora pienso que fue una gran cosa casarnos y una tontería divorciarnos. Hubiera sido lindo seguir casados, viviendo cada uno donde le dé la gana, como vivimos ahora, y viéndonos cuando realmente nos provoca, como nos vemos ahora, y durmiendo con quien cada uno tenga que dormir, porque sólo se vive una vez y la libertad no se negocia, pero aceptando que nuestro amor estaba escrito y debió quedar escrito y no ser borrado. Da igual, esos papeles no valen nada. Lo que cuenta es cómo ella me abraza, cómo me mira, cómo me habla por teléfono, cómo me dice todavía esas palabras suaves que me decía cuando empezamos a querernos.

Hubiera sido tan fácil que eligiese odiarme. Mucha gente pensó que yo la había humillado, que la había sometido a unos escándalos bochornosos, que no debía hablarme más. Un periódico de Lima, el más tradicional de la ciudad, publicaba cartas de lectores indignados que, en nombre del honor y las buenas costumbres, le pedían que cambiase el apellido de nuestras hijas. Muchos en su familia le rogaban que me olvidase, que me borrase de su vida, que se fuera a vivir lejos de mí. No les hizo caso. Ella me entendía, sabía que yo tenía que hacer todas esas cosas y que nada de eso ponía en entredicho nuestro amor, ese pacto secreto de querernos libremente, honrando a las hijas que ella me dio contra la opinión de medio mundo, esas personas que le decían que mejor abortase, que no le convenía quedar atada a mí, que yo iba a ser el peor padre del mundo, un padre malo, egoísta, degenerado, un padre ausente. Ella siguió creyendo en mí y comprendió y perdonó todo lo que tuvo que comprender y perdonar, que no fue poco, y creo que al hacerlo se hizo más fuerte y más sabia y en cierto modo también encontró unas formas más serenas de felicidad que quizá le hubieran sido negadas si hubiese elegido el camino de la dureza y el rencor, si hubiese decidido ser mi enemiga, como muchos le aconsejaban.

Pero eligió ser mi amiga. Si no podíamos ser los esposos felices, la pareja convencional, quizá podíamos tratar de ser amigos, respetando que cada uno tuviese unos amantes de los que era mejor no hablar para no lastimarnos más de lo que ya era inevitable. Y fue así como, en lugar de alejarnos, nos fuimos conociendo y queriendo más. La libertad que nos dimos resignados, pensando que era una derrota, terminó siendo un estímulo formidable para el amor, una victoria compartida, un discreto triunfo moral que nos hermanó.

El amor está en las pequeñas cosas, no en los revolcones que uno se da en la cama. Ella me demuestra su amor todos los días, en las pequeñas cosas.

Si mis calzoncillos están viejos, ella me compra los que ya sabe que me gustan. Si necesito un traje nuevo, ella me consigue el más lindo. Si el chofer choca mi camioneta, ella no me dice nada para evitarme un disgusto y paga la reparación. Si me siento mal y no paro de toser, me consigue citas con los mejores médicos y me lleva y me espera y me aconseja y me compra los inhaladores para que pueda respira mejor. Si estoy por llegar a la ciudad, ordena que compra las granadillas y las uvas y los plátanos y los jugos de mandarina que sabe que me hacen feliz. Si es domingo, me espera en su casa con la carne a la parrilla y unos postres exquisitos que ella ha preparado.

Si alguien dice algo bueno de mí, me lo cuenta. Si alguien dice algo malo de mí, no me lo cuenta. Si le digo para viajar, siempre está lista. Si le digo que mejor no viajamos porque estoy harto de tantos aviones, no se molesta, entiende.

Si es Navidad, compra regalos para todos, vuelve a ser una niña, goza de un modo que me da envidia. Si hay un cumpleaños, compra los sándwiches y los dulces más ricos, se ocupa de que todo salga perfecto. Si necesito cambiar de hotel, me hace las reservas, me consigue las mejores tarifas.

Si estoy por salir a la televisión y me doy cuenta de que mis zapatos están viejos, viene corriendo con unos zapatos nuevos que yo no sabía que tenía, ella siempre me da esas sorpresas. Si le pregunto qué quiere hacer cuando cumpla cuarenta años, me dice que quiere ir a París con las niñas y conmigo. Y yo le digo que iremos a París y ella será mi traductora y caminaremos las mismas calles que caminamos hace tantos años, cuando fuimos de luna de miel, ella embarazada de Camila, y la besaré en la mejilla y le diré al oído, sin que las niñas se den cuenta:

—Eres la chica más linda del mundo.

Tocan la puerta. Estoy tratando de escribir. Me interrumpen. No pienso abrir. Agazapado en una esquina, trato de espiar a la persona que está afuera. Es una mujer. No sé quién es.

Vuelven a tocar. No tocan el timbre porque no hay timbre. No hay timbre porque lo he desconectado. Lo he desconectado porque generalmente lo tocan muy temprano y me despiertan.

Un día vinieron unas mujeres a las nueve de la mañana y no pararon de tocar el timbre hasta despertarme. Bajé furioso con mis pantuflas de conejo. Me dijeron en inglés que querían venderme galletas. Les dije en español: «Vayan a venderle galletas a su abuela». Me miraron consternadas.

Ese día desconecté el timbre y pegué en la puerta un papel que dice: «No tocar la puerta antes de las dos de la tarde en ningún caso». Lo dice en español y también en inglés por las dudas.

Ese papel sigue pegado en la puerta. Pero son las cuatro de la tarde, tal vez por eso la mujer insiste en tocar. Derrotado, abro. No sé quién es.

—Buenas tardes —dice en español—. Soy su vecina. Es una mujer alta, distinguida, algo mayor que yo.

—Perdone que lo moleste —dice—, pero el ruido de su aire acondicionado me está matando.

Está nerviosa, agitada, aunque procura controlarse.

—No sé a qué ruido se refiere —le digo—. Tengo el aire apagado. Nunca lo prendo.

Hace un leve gesto de fastidio, como si no me hubiera creído, como si pensara que le he mentido fríamente.

—Pues hay un ruido que viene de su jardín que no me deja dormir —dice, levantando la voz.

Me está volviendo loca. Tiene que hacer algo.

—No sé de qué me está hablando —le digo—. No soy una persona ruidosa.

—Déjeme mostrarle, si no me cree —dice ella.

Luego camina y entra a mi jardín por la puerta lateral que usan el jardinero y el hombre que limpia la piscina. Camino detrás de ella. Al seguir sus pasos, oigo un ruido que se acrecienta. La mujer señala una máquina negra que está encendida.

—Es la bomba de la piscina —le digo—. No es el aire acondicionado.

—Me da igual —dice ella—. Este ruido me está volviendo loca. No puedo dormir. No puedo pintar por las tardes. No puedo hacer nada.

Me parece que está exagerando. Es un ruido tolerable, el ruido de una bomba de piscina.

—No lo había notado —le digo—. Le pido disculpas. Usted comprenderá que no me ocupo de estas cosas.

—Pero algo hay que hacer —dice ella, llevándose las manos a la cintura, mirándome con dureza—. Este ruido no es normal.

—¿Le parece? —pregunto, sorprendido—. Yo diría que este ruido no molesta gran cosa comparado con el ruido de su perro.

Me mira, entre sorprendida y furiosa.

—No tengo un perro —dice.

—Qué raro —le digo—. Porque todas las mañanas me despiertan los ladridos de un perro que juraría que está en su casa.

—No es mi perro —dice ella—. Es el perro del vecino de allá —añade, y señala la casa al otro lado de su jardín.

—Bueno —le digo—. Veré qué puedo hacer. Llamaré al hombre de la piscina.

La mujer camina unos pasos hacia la salida. La sigo. Se detiene y me dice:

—Esta noche tengo una cena. Por favor, le ruego que apague ese ruido.

—No se preocupe —le digo.

La veo irse caminando deprisa. Vuelvo a la bomba de la piscina y la apago. Al apagarla, me doy cuenta del ruido fastidioso que hacía. Curiosamente, no lo había sentido dentro de la casa y nunca salgo al jardín o la piscina en estos meses.

Esa noche oigo la música, los gritos, las risotadas, el escándalo de la cena en casa de la vecina.

Son las cuatro de la mañana, estoy en la cama y no puedo dormir porque no paran de reírse y dar gritos. Calzo mis pantuflas de conejo, bajo al jardín y enciendo en venganza la bomba que tanto le molesta.

Tocan la puerta. Ya amaneció. Despierto asustado. Bajo en mis pantuflas de conejo. Es la policía. Abro más asustado. Muera hay un auto de la policía. Un oficial obeso en uniforme azul me dice en inglés que la vecina se ha quejado de unos ruidos molestos que provienen de mi casa. Le digo que es insólito que me despierten por una queja sin fundamento, que no he hecho ningún ruido de ningún tipo. Me dice que la vecina alega que una máquina averiada genera un ruido insoportable para ella y que, a pesar de sus quejas, insisto en dejar esa máquina encendida. Camino con el oficial hasta la bomba de la piscina y señalo la máquina supuestamente estropeada.

—¿Le parece que este ruido es excesivo o anormal, oficial? —pregunto, con la certeza de que la razón me acompaña y mi vecina es una loca rencorosa.

—Sí —me dice el policía—. Este ruido no es normal. La bomba está dañada. Por eso hace tanto ruido. Debe cambiarla cuanto antes.

Desconecto la bomba y me quedo en silencio, humillado por la autoridad.

Apenas se va el agente policial, vuelvo a la cama a tramar mi venganza. Descarada, pienso.

Tienes un perro odioso que no para de ladrar y lo niegas. Haces fiestas escandalosas que no me dejan dormir. Y llamas a la policía porque la bomba de mi piscina está gastada. Caradura. Me vengaré de ti.

Más tarde llamo a la policía y me quejo de que en la casa de mi vecina hay un perro histérico que ladra a todas horas y no me deja dormir. Poco después la policía llega a la casa de mi vecina. Espío desde la ventana. Por suerte es otro oficial. Habla con la vecina. Entran en la casa. No mucho después el agente viene a mi casa.

—Está mal informado —me dice, amablemente—. En esa casa no hay ningún perro.

—Es imposible —le digo—. Yo lo oigo todas las mañanas. Lo habrán escondido.

—La señora de la casa me dice que no tiene perros y yo no tengo por qué no creerle —me dice.

Luego se marcha sin prisa. Pero yo sé que la vecina miente, que tiene un perro histérico al que odio hace meses y quiero acallar como sea.

Esa madrugada salgo al jardín y enciendo la bomba para molestar a la vecina.

A la mañana siguiente encuentro una nota pegada en la ventana de mi camioneta. Dice:

«Gilipollas, no me dejas dormir».

Llevo una nota y la dejo en el felpudo de la vecina. Dice: «Yo cambio la bomba si tú callas a tu maldito perro».

Por la tarde apago la bomba porque el ruido ya me molesta a mí también. Pero en la noche salgo a prenderla para que la vecina no pueda dormir, aunque yo tampoco pueda dormir.

A la mañana despierto con los ladridos del perro de la vecina que ella esconde tan bien. Bajo a mirar si me ha dejado otra nota. No encuentro nada. Es una decepción.

Salgo al jardín. La bomba está apagada. La puerta lateral está abierta. La vecina ha entrado y la ha apagado ella misma.

Su perro vuelve a ladrar. Estoy seguro de que en esa casa hay un perro. Los ladridos salen de allí.

Me acerco a la piscina. Veo tres libros hundidos al fondo. Son tres novelas mías. La vecina ha arrojado a la piscina tres novelas mías.

El perro vuelve a ladrar. Tengo que encontrar una manera de entrar a esa casa, secuestrar al perro y callarlo para siempre.

Esta guerra recién comienza.

El escenario de la pelea familiar a punto de estallar es un auto japonés, automático, cuatro puertas, que avanza a ciento cuarenta kilómetros por hora en la ruta de Mar del Plata a Buenos Aires, un jueves por la tarde, con Martín al timón. Su madre, Inés, está a su lado. Atrás va Cristina.

Los tres han pasado una semana de vacaciones en Mar del Plata y tal vez ya están cansados de verse las caras tan a menudo, como están agotados por el viaje de cinco horas en auto. Como suele ocurrir con los viajes familiares, cada uno está pensando (pero no lo dice) que a la familia es más arduo quererla cuando se la ve todos los días y que la mejor manera de llevarse bien con ella es tomándose vacaciones no para verla a toda hora sino para alejarse de ella. Estas cosas, claro está, se piensan, si acaso, pero no se dicen.

Sin reparar en que el curso que ha tomado en la conversación es uno de colisión con su hermano, Cristina dice:

—No es justo que mamá no le preste el auto a papá los fines de semana.

Inés permanece en silencio, extrañando a su perra Lulú, que ha quedado sola en el departamento.

No hace mucho, cuando Enrique la dejó. Inés lloró días enteros, pensó que era una tragedia inexplicable, se hundió en una depresión. Pero luego, sorprendentemente, las cosas empezaron a cambiar: encontró en Lulú una compañía más amorosa, serena y leal que la de su marido, se mudó a un departamento que Martín le regaló para que dejara atrás los malos recuerdos, se sintió más libre y despreocupada y, para su sorpresa, empezó a darse cuenta de que la ausencia de Enrique, lejos de abatirla, podía resultar propicia para su felicidad. Por eso, cuando Enrique le hizo saber que le gustaría usar el auto los fines de semana, ella se negó a dárselo.

—El auto es de mamá —dice Martín, conduciendo a una velocidad imprudente—. No tiene por qué prestárselo.

Cristina, que se lleva mejor con su padre que Martín, y que en las discusiones familiares suele tomar partido por su padre, dice en tono airado, seguramente harta de tantas horas de ver a su hermano en el hotel de Mar del Plata, en el club de playa y ahora en el auto:

—El auto de mamá también es mío. Yo puse parte de la plata para comprarlo. Tengo derecho a usarlo. Y tengo derecho a prestárselo a papá.

Cristina es abogada y conoce bien sus derechos. Siempre fue la más estudiosa de la familia, la promesa académica, la que mejores notas obtenía en el colegio y la universidad. Martín, no siendo tan estudioso, se las ha ingeniado, sin embargo, para hacer más dinero que ella por vías no convencionales (pero dentro de la ley), gracias a su audacia y su ingenio. Ese hecho no menor, que ella haya estudiado más y que él, a pesar de eso, tenga más dinero, es algo que probablemente le irrita, aunque estas cosas tampoco se dicen.

—No digas boludeces —se ofusca Martín—. El auto es de mamá. Lo pagó con su plata.

—Yo también puse plata —protesta Cristina.

—Nadie te obligó —dice Martín—. Y ahora el auto es de ella. Y si mamá no quiere prestarle el auto a papá, me parece muy bien. ¿Con qué cara el tarado le pide el auto si la dejó?

—No hables mal de papá —dice Cristina—. La dejó porque está deprimido.

—No —dice Martín—. La dejó porque es un egoísta. Desde que Jaime se separó de su esposa, siempre se preocupó por darle plata, nunca la abandonó.

Inés va en silencio, se abstiene de intervenir, pero naturalmente está de acuerdo con su hijo. Más que la separación, lo que le duele es el modo en que Enrique la dejó, la crueldad con la que ejecutó la operación de irse con el dinero y dejarla a su suerte.

—Claro, tu noviecito es perfecto porque es gay —se burla Cristina—. Vos también sos perfecto porque sos gay —continúa, reforzando las sospechas que Martín siempre ha tenido: que su hermana es homofóbica—. En cambio papá es malo porque no es gay.

—Me da igual —dice Martín—. Yo no quiero verlo más. Pero el auto es de mamá, no tuyo.

—En parte es mío —levanta la voz Cristina—. Yo puse plata para comprarlo.

—No hablemos de plata, por favor —dice Martín—. Si vamos a hablar de plata, yo acabo de comprarle un departamento a mamá para que pueda rehacer su vida y vos no pusiste ni un mango.

—¿Con tu plata? —pregunta Cristina—. ¿O con la plata de tu noviecito?

—Cristina, por favor —protesta Inés.

—Lo compré con mi plata —dice Martín—. Y si lo hubiera comprado con plata de Jaime, ¿a vos qué carajo te importa? ¿Por qué tenés que burlarte de él?

—Porque es un aparato —dice Cristina—. Y porque vos te hacés la estrella de la familia y criticás a papá, pero sos un mantenido que vivís de tu noviecito.

—Gorda de mierda —se exalta Martín—. No te permito que me hables así en mi auto.

—Te duele porque es verdad —grita Cristina—. Sos un mantenido. Tenés más guita que yo, pero yo laburo.

—Yo también laburo, gorda boluda —grita Martín—. Laburo todos los días.

—Con tu novio.

—Sí, con Jaime, ¿y qué tiene de malo trabajar con él? Somos un equipo.

—Un equipo, claro. Dejá de joder.

—Y vos, ¿qué? ¿Acaso no trabajás con el tío Pepe? ¿No has trabajado toda tu vida en el estudio de Pepe porque él te llevó allí?

—Porque es el estudio de la familia y porque soy abogada recibida, no como vos, que no terminaste la universidad. Yo no vivo de mi noviecito.

—Porque no tenés novio ni nunca vas a tenerlo —grita Martín—. Porque sos una gorda insoportable. Por eso me tenés envidia, porque yo tengo un novio que me ama y vos estás sola.

—Puto de mierda, ¿qué sabés vos de mi vida amorosa? —grita Cristina.

—Lo que sé es que no te cogés ni a una foca —grita Martín.

Inés llora en silencio y se lamenta de haber dejado sola a su perra Lulú, que la quiere sin peleas, gritos ni reproches.

—Y vos te cogés a quién: a un peruano ridículo que te lleva como veinte años y que es una víbora que cuenta las intimidades de la familia —dice Cristina.

Martín frena bruscamente y grita:

—Bajá ahora mismo de mi auto.

—Martín, por favor —interviene su madre.

—Bajá —grita Martín.

—Andá a cagar —grita Cristina, abre la puerta y baja.

—No quiero verte más —le dice Martín.

Cristina se queda llorando al pie de la autopista. Martín acelera.

—¿Qué se ha creído esta gorda para hablarme así? —dice.

Inés tal vez piensa: No vuelvo más a Mar del Plata con mis hijos, las mejores vacaciones son quedarme en casa con Lulú.

Martín tal vez piensa: No aguanto más a esta familia de locos, me voy a Miami.

Cristina tal vez piensa: Dejé mi cartera en el auto, ¿y ahora cómo llego a casa?

Antes de irme de Buenos Aires, Martín y yo vamos a los cines del tren de la costa. Son cines viejos, descuidados, pero a mí me gustan porque va poca gente y el boletero me mira con intención.

Martín se desespera porque una mujer hace crujir su butaca una y otra vez. Le dice a gritos que se cambie de asiento. La mujer no se da por aludida, sigue haciendo chirriar la butaca. Martín abre un paquete de M&M’s y empieza a arrojarle esos proyectiles multicolores. Cuando le da en la cabeza, la mujer voltea y nos insulta. Martín le dice que si no se cambia de asiento seguirá tirándole M&M’s. La mujer y su amiga se van del cine.

Esa noche, Martín y yo hacemos el amor. «Ha sido un momento sagrado», le digo. «Nunca fue tan perfecto como hoy».

Llegando a Lima voy a una casa de playa donde me esperan mis hijas y Sofía. Llamo a Martín.

No le digo que voy a la playa. Le miento. Le digo que voy a casa de mi madre.

Martín sabe que le he mentido porque me oyó en el departamento en Buenos Aires hablando con Lola, diciéndole que me esperase en la playa. Sabe que le he mentido pero no me dice nada.

En la playa me doy un baño de mar, duermo la siesta y me siento a comer con mis hijas y Sofía.

Me queda poco crédito en el celular, he olvidado comprar una tarjeta. Entro al baño y llamo a Martín. Hablo en voz baja para que Sofía no me oiga. Vuelvo a mentirle, le digo que estoy en casa de mi madre. Martín se da cuenta de que algo le oculto. Se despide fríamente: «Hasta luego».

Más tarde, estoy hablando con una amiga cuando aparece una llamada que se anuncia como:

«Privado». No imagino que es Martín. No contesto. Poco después se me acaba el crédito.

A la una de la mañana, salgo de regreso a la ciudad. Llegando a Lima no recargo el celular, me voy a dormir al hotel. Cuando despierto, paro en una gasolinera y cargo el celular. Entonces escucho mis mensajes. Tengo tres de Martín. Son violentos. El último dice: «A mí nadie me apaga el celular. No me llames más».

Le escribo explicándole que mi celular se quedó sin crédito. Pero Martín sabe que le he mentido.

Por eso me escribe: «Sé la verdad. Dime la verdad».

Le escribo diciéndole que fui a la playa y no se lo dije porque no quería molestarlo.

Martín me escribe un correo brutal. Me dice que no merezco estar con él, que no merezco a un chico inteligente, refinado y divertido como él, que merezco volver con Sofía, dormir con Sofía, tener sexo con Sofía, vivir en Lima, esa ciudad que él detesta. Luego me escribe algo terrible: «Ya ni siquiera me gusta coger con vos».

Leo ese correo y entro al estudio a hacer el programa de televisión.

Al día siguiente viajo a Miami. En el aeropuerto leo un correo de Martín. Me dice que se enfureció porque la noche que me llamó y no le contesté quería contarme que le han encontrado unos pólipos malignos y tendrán que operarlo.

Antes de subir al avión le escribo diciéndole que lo siento mucho, que iré a acompañarlo el día de la operación.

Llegando a Miami dejo de llamarlo y escribirle. Estoy dolido. Recuerdo las palabras que me escribió: «No me merecés, merecés Lima, merecés volver con Sofía».

Una tarde me llama y deja un mensaje. Estoy allí pero no levanto el teléfono.

Le escribo: «No puedo olvidar las cosas horribles que me dijiste. Si mereces a alguien mejor, no estés conmigo».

Me escribe: «Estoy loco y soy malo, pero te amo».

Luego viene la enfermedad. No puedo respirar. Me ahogo. Siento que voy a morirme solo en la casa y que pasará una semana sin que nadie lo advierta.

No he cambiado mi testamento. Si muero, todo pasará a mis hijas. A Martín no le estoy dejando nada.

Tosiendo y ahogándome, manejo de madrugada hasta el hospital. Me piden mi seguro médico.

Entrego mi tarjeta del seguro peruano. Me dicen que no pueden admitirme con ese seguro. Ofrezco mi tarjeta de crédito. Me dicen que no aceptan pacientes sin seguro. Me siento humillado.

Nunca imaginé que, siendo casi famoso, me rechazarían de un hospital.

Llegando a casa llamo a Martín y le digo tosiendo: «Estás loco y eres malo, pero te amo».

Todo empeora un jueves por la mañana. Una tos persistente y Morosa me recuerda que algo sigue mal. Enemigo como soy de los médicos y los medicamentos, espero a que me dé una tregua y deje de acosarme.

Pero esa tos de origen misterioso se ensaña conmigo con más crueldad de la que había imaginado. Lejos de ceder, se apodera de mí con tal virulencia que no me deja respirar, dormir, comer o siquiera caminar.

A tal punto me ha debilitado que caminar unos pocos metros dentro de la casa, arrastrando mis pantuflas de conejo, resulta una operación para la que debo prepararme mentalmente, haciendo acopio de las pocas fuerzas que me quedan, y subir al segundo piso, donde se encuentra mi habitación polvorienta, es ya una empresa fuera de la realidad, que los achaques respiratorios me tienen vedada.

Me digo, sin embargo, que, con sólo tomar mucha agua y abstenerme de ingerir jarabes o antibióticos, pronto estaré recuperado y volveré a respirar como de costumbre.

Thais, cuyo hijo murió de sida y tal vez por eso me quiere como si fuera su hijo, me trae sopa de pollo, jugo de naranja, antibióticos, jarabes, pastillas para aliviar el dolor de garganta, pero no tengo hambre, no puedo comer nada y los antibióticos me debilitan todavía más, quizá porque los he tomado sin comer en varios días.

El domingo a la noche mi pequeño reino privado, cuyos dominios han venido empequeñeciéndose gradualmente a medida que la enfermedad avanza, se reduce al sillón del que ya no me puedo levantar, el sillón en el que, tendido en ropa de dormir, con el teléfono en una mano y el control de la televisión en la otra, tal vez me encontrarán en unos días, helado y ausente, cuando la pestilencia se inmiscuya insidiosamente en la casa de los vecinos, que por cierto me odian.

Temeroso de morir asfixiado, incapaz de ir del sillón a la refrigeradora o del sillón a la computadora o del sillón a ninguna parte, llamo a emergencia y pido ayuda médica.

Un momento después, estoy tendido en una camilla, dentro de una ambulancia, con una mascarilla de oxígeno, mientras el ulular de la sirena destruye la quietud de la noche y me somete a esa incomprensible forma de tortura.

Le pido al enfermero que apaguen la sirena. Me dice que no será posible y que no me quite la mascarilla. Le digo que lo que me está matando no es la enfermedad sino la sirena.

En urgencias me pinchan sin compasión toda vena o arteria posible, me sacan más sangre de la que creía tener, me someten a pruebas humillantes, me inyectan sustancias amarillentas innombrables, me hacen firmar papeles diciendo que si muero o quedo inválido ellos no tienen la culpa de nada y me preguntan a quién deben llamar en caso de que algo muy malo suceda. «A nadie», digo. La señorita me pide un nombre y un número. Digo dos, el de Martín y el de Sofía, pero están en Sudamérica y ellos no pueden hacer llamadas internacionales. Me pide un número local, de Miami. «No tengo amigos en esta ciudad», le digo. Pero ella insiste en pedirme un número.

«Ponga su número, llámese usted misma», le digo.

Una doctora rubia y de anteojos me dice que el nivel de oxígeno en mi sangre es muy bajo. Me informa de que procederán a internarme. Le digo que ya me siento mejor con todas las cosas que me han metido y que si me venden un balón de oxígeno me iré encantado a casa. Me dice que no puedo irme a casa, que tiene que internarme. Claro, pienso, lo que quieren es sacarme dinero, sanguijuelas.

En algún momento al final de la madrugada me llevan a mi habitación en el tercer piso, con vista a la playa de estacionamiento y a medio árbol. Estoy helado. El aire acondicionado está a tope y no puedo apagarlo porque proviene de un sistema central cuya temperatura gélida alguien decide sin piedad alguna por quienes padecemos de frío crónico. No puedo abrigarme. Como estoy pinchado, entubado y atrapado, tengo que permanecer casi desnudo, vistiendo apenas la bata vieja y rasgada, de color verdoso, que a no pocos muertos habrá despedido y ahora posa su gastada, indeseable tela en mí.

Estoy extenuado pero no puedo dormir por el frío del aire acondicionado, la tos que no cede, la humillante condición de rehén y los gritos de un enfermo que se ha parado en medio del pasillo, a la salida de mi habitación, vociferando:

—¡No soy un bendito ni un comemierda! ¡No soy un bendito ni un comemierda! ¡No soy un bendito ni un comemierda!

El sujeto, que grita con un marcado acento boricua, acusa a los médicos y enfermeros de querer matarlo, de haberse confabulado para privarlo de su libertad y minar lenta y calculadamente lo poco que le queda de salud.

Nadie consigue acallar al paciente enloquecido. No puedo dormir y la tos me está matando. Pido que me den un sedante: es en vano, a nadie le importa que no haya dormido ni comido en varias noches, todo lo que quieren saber es qué voy a desayunar, almorzar y comer, si quiero huevos o cereales, si deseo el flan de postre, si me apetece la trucha o la merluza. Y yo sólo quiero irme de allí, desaparecer del todo, que alguien me duerma doce horas. Pero eso, al parecer, es mucho pedir.

A las ocho de la mañana, ya callado el bendito del pasillo, me traen un desayuno grasoso y pestilente, un plato de huevos, hamburguesa y papas cuya sola contemplación me hunde en la náusea pura e infinita.

No deja de sorprenderme que cada quince minutos alguien entre a mi cuarto a cumplir alguna tarea rutinaria, menor, como dejarme un peine o quitarme las medias o tomarme la presión o cambiar el oxígeno o suministrarme más líquidos amarillos o dejarme lociones y champús o dejarme incluso unas medias coloradas que se adhieren bien al piso para que no me caiga. Cada diez o quince minutos alguien entra y me toca un poco, me pincha de nuevo, me da vuelta, me enrosca y atrapa más todavía y luego se va y yo me quedo angustiado, viendo cómo pasan las horas sin poder dormir.

Los médicos me han dicho que debo quedarme varios días soportando los gritos del bendito. Les digo que debo irme, pero me dicen que no pueden autorizar mi salida, que mi salud corre serio riesgo si me voy. «Más riesgo corre si me quedo», les digo.

Por la tarde encuentro al cómplice que estaba buscando, un enfermero joven, todo de blanco, muy guapo, de nombre Armando, que me ha reconocido de la televisión y es muy amable conmigo.

Le ruego que me ayude a escapar. Se compadece de mí. Me hace firmar unos papeles, me quita todos los tubos y parches adhesivos, trae una silla de ruedas, me sienta en ella y, desafiando las miradas de los médicos (que, en venganza, se han negado a darme las prescripciones para mi tratamiento), me saca de ese infierno. Uno de esos médicos, un sujeto odioso, de panza y bigotes, me interrumpe a la salida del ascensor y me pregunta por qué me voy del hospital contra su opinión profesional.

—Porque no soy un bendito ni un comemierda —le digo, y él me mira sin entender.

Pero un poco más allá, Armando, mi enfermero y cómplice, se ríe y yo pienso que algún día volveré al hospital no para terminar de morir allí sino para decirle que esa mañana tosiendo y tosiendo me enamoré de él y de sus manos bienhechoras, y que la tos, como el amor, es algo que no se puede ocultar.

Es virtualmente imposible sentirse bien un domingo a medianoche en Lima bajo una llovizna inesperada y pérfida como los chismes que envenenan la vida de la ciudad. Es imposible sentirse bien si uno ha terminado el programa de televisión, todavía está maquillado, no para de toser y maneja con instinto suicida por una autopista desolada y oscura que bordea el litoral de las playas del sur.

Lo que me anima a persistir en el empeño, acelerando un poco más, sintiendo cómo las llantas resbalan levemente en las curvas que parten el desierto y me alejan de la ciudad, es la ilusión o la fantasía de que llegando a la casa de playa que me ha prestado Sofía me sentiré mejor, la tos cederá, conseguiré dormir sin drogarme y encontraré en el aire puro que viene del mar la cura para todos mis males.

Mi madre me ha dicho alarmada que debo ver a un médico sin demora, me ha recomendado doctores altamente calificados (ninguno de los cuales, sospecho, es agnóstico), me ha hecho citas para ese lunes por la tarde en la clínica donde murió mi padre, pero yo le he dicho que no tengo fuerzas para volver a esa clínica ni a ninguna y que cinco días a solas frente al mar me harán mucho mejor que los tocamientos de cualquier doctor pasmado por el verano de la ciudad.

Como era previsible, nada cambia demasiado estando ya en esa casa grande, de un solo piso, muchas habitaciones con más camas y una decoración en extremo arriesgada, levantada temerariamente a menos de cien metros de la orilla del mar. Nada cambia porque sigo tosiendo, insomne y helado, tendido en una cama sin frazadas, los pies cubiertos por tres pares de medias, dos estufas soplando aire caliente a centímetros de mis pies, tan cerca que a veces despierto con los pies hirviendo y la sospecha de que las medias están en fuego. Lo que cambia no es mi salud sino el escenario en que ella sigue deteriorándose: una casa tan vacía que mi tos produce eco y un mar tan cercano que las olas mueren no muy lejos de las estufas que me mantienen tibio.

Eso, la contemplación del mar, la ausencia de criaturas humanas en la playa y en los alrededores de la casa, la compañía gratificante de las arañas en las esquinas y las moscas que, estando todas las puertas y ventanas cerradas, aparecen misteriosamente en la cocina, podrá no ser la cura para mis males, pero al menos resulta un consuelo para mi espíritu, sabiendo que en esta casa soy libre en grado sumo y no molesto a nadie ni nadie me molesta a mí, y recordando la humillante condición de rehén entubado de la que escapé de un hospital de Miami al que sólo volveré si me llevan dopado, inconsciente o sin vida.

Resignado a que los cinco días a solas frente al mar transcurran sin el menor sobresalto, comiendo solo miel, polen y bananas, arrastrándome de una cama a otra de la casa, oigo a lo lejos, con creciente irritación, unos gritos que provienen de la playa, lo que me lleva a acercarme a la terraza y observar perplejo el espectáculo impensado que se desarrolla ante mis ojos: veinte hombres jóvenes, morenos, fornidos, en trajes de baño mayormente ajustados y por lo general de color negro, han instalado dos pequeños arcos de fútbol y persiguen ardorosamente una pelota blanca que va y viene, dando botes caprichosos, por la arena de la playa, exactamente frente al jardín de la casa, al tiempo que gritan, se arengan, protestan y celebran con euforia cuando convierten un gol.

El espectáculo resulta de una belleza insólita y sobrecogedora y por eso abro las puertas de la terraza, me expongo a la brisa del mar, lejos ya de mis estufas, y me siento o dejo caer en una silla plegable a contemplar extasiado cada pequeño detalle de esa formidable exhibición atlética que esos muchachos, seguramente salvavidas, jardineros o vigilantes de estas casas de lujo, han tenido la generosidad de obsequiar, sin saberlo, a un hombre enfermo, que no ha jugado fútbol hace tiempo, desde aquel partido en Rosario, pero que todavía sigue maravillado el vaivén de la pelota en cualquier partido profesional o aficionado, jugado por hombres o mujeres: doy fe de ello porque, cuando salgo a caminar por el parque de Key Biscayne y están jugando fútbol, no hay manera de que mis ojos puedan resistirse al embrujo de la pelota y por eso termino sentándome en una banca a mirar el partido y recordar los tiempos en que yo todavía jugaba, creo que no tan mal.

Esa hora y media que mis ojos se posan en los movimientos díscolos de la pelota, a menudo torcidos o interrumpidos por la arena, que no ayuda a que el juego fluya, pero especialmente en los cuerpos briosos y admirables de quienes la persiguen sin desmayo, derrochando unas formas de energía y vitalidad que nunca más serán mías, me olvido de todos mis males, dejo de toser y sentir frío en los pies y, para mi sorpresa, me encuentro invadido por unas ganas crecientes de bajar a la arena a jugar con ellos. Cuando se van, luego de darse un baño de mar, la enfermedad o el recuerdo de la enfermedad se apodera de nuevo de mí.

Al día siguiente, a la misma hora, la una de la tarde, los mismos hombres infatigables, en tan escuetos trajes de baño, regresan a esa franja de arena frente a la casa, instalan los arcos, calientan músculos y comienzan a gritar mientras persiguen la pelota, ajenos a toda forma de cansancio. De pronto, uno de ellos me ve sentado en el jardín, hipnotizado por el juego y la belleza de sus protagonistas, y me pregunta:

—Flaco, ¿quieres jugar?

Está claro que lo de flaco no responde a una observación cuidadosa de mis carnes sino a una expresión de uso corriente, cargada de buenas intenciones.

—¿No están completos? —pregunto.

—No —dice él—. Nos falta uno.

Minutos después, me he sacado la ropa, he vestido un traje de baño estampado con flores, esparcido protector de sol en la cara y los hombros y bajado a la playa. Tras los saludos y las bromas previsibles, pues todos me reconocen de la televisión y se sorprenden de verme allí sin traje ni corbata, con la barba crecida y la barriga menoscabada por la enfermedad, empiezo a trotar, a buscar la pelota, a pedirla, a desmarcarme, a tocar en primera antes de que me caiga encima uno de esos jóvenes musculosos. No hay tos, enfermedad ni fatiga crónica que me impida disfrutar de ese partido en la arena, aunque mi precaria condición física no me permite correr a la velocidad de mis compañeros ni aventurarme a sortear a los rivales, lo que me obliga a jugar mayormente parado, dosificando con avaricia el poco aire que atesoro y haciendo piques cortos sólo cuando son estrictamente inevitables, piques que son seguidos de un salivazo a la orilla y un mareo pasajero.

Es entonces cuando, recordando viejos tiempos, encuentro un segundo aire, me enredo en una combinación rápida y endiablada, amago que voy a disparar, eludo al defensa incauto y pateo suavemente a la esquina del arco diminuto, con tan buena fortuna que la pelota entra allí mismo, por el rincón invicto al que apunté. Lo mejor no es la gloriosa sensación de marcar un gol después de tanto tiempo sin jugar al fútbol. Lo mejor es confundirme en los abrazos sudorosos de los salvavidas y los jardineros y los vigilantes que me dicen Jaimito y palmotean mi espalda y me hacen sentir la espléndida firmeza de sus cuerpos. Luego anuncio que abandono el juego, me dejo caer en la arena sin más fuerzas ira correr, miro el cielo mezquino que escamotea el sol y vuelvo a toser, pensando que voy a meterme al mar aunque me muera a la noche, confortado por las estufas.

El avión desciende sobre las arenas de Lima mientras despunta el amanecer. No he dormido. Tengo la mascarilla blanca que me dio la doctora cubriendo mi nariz y mi boca para no contaminarme con los bichos que, según ella, pululan por la cabina y saltan de un pasajero a otro, infectándonos a todos.

—¿Llevas una vida saludable? —me preguntó la doctora.

—Sí —respondí—. No fumo, no tomo alcohol, no como mucha grasa, camino todas las tardes por el parque.

—¿Con qué frecuencia viajas? —preguntó.

—Todos los fines de semana —respondí.

—Entonces no llevas una vida saludable —sentenció.

—¿Por qué? —pregunté.

—Porque los aviones están repletos de gérmenes. Los aviones te están matando.

Le expliqué que no puedo dejar de volar con tanta frecuencia porque he firmado unos contratos que debo cumplir, aunque me llene de bichos.

—Entonces vas a viajar siempre con la mascarilla puesta —dijo ella.

El problema de viajar con la mascarilla puesta es que las azafatas y los pasajeros te miran con lástima y se mantienen a prudente distancia. Bien mirado, puede que no sea un problema.

—¿Estás enfermo? —me preguntó una azafata, mientras colocaba la bandeja con la comida en la mesa plegable del asiento vecino, que por suerte estaba desocupado.

—Sí —le dije.

—¿Qué tienes? —preguntó.

—Siento que estoy en el cuerpo equivocado —le dije. Me miró alarmada y tuvo el buen juicio de no hacer más preguntas.

No es que quiera ser mujer o que me disgusten mis colgajos. Es que todo mi cuerpo —la panza obscena, la penosa flacidez, las cavernas estropeadas, las canas púbicas que no cubriré de tinte— me parece un error.

Dicen que el alma no es inmortal, es tan mortal como el cuerpo y a veces se muere antes que el cuerpo. Puede que sea mi caso. Tal vez nunca tuve alma, tal vez nací desalmado, no lo sé. Pero si tuve alma, la mía era mortal y me parece que se murió por exceso de maquillaje y horas de televisión, se murió en algún estudio de televisión y yo seguí hablando, ya sin alma.

Después de dormir dos horas boca abajo y con los zapatos puestos, voy a ver a la doctora. Le llevo escupitajos en un frasco esterilizado, ¿será eso lo que queda de mi alma? La doctora me toca, me palpa, me ausculta, soba mi espalda, me regala chocolates. Luego me pregunta si me inyecto drogas. Le digo que no. Me dice que tengo bichos en la sangre. Me dice que tengo los pulmones infectados. Me dice que tiene que sacarme sangre ahora mismo. Le digo que necesito ir al baño.

Pero no voy al baño. Salgo de su consultorio, bajo cinco pisos por la escalera, camino media cuadra, compro una cremolada de uva borgoña, subo a la camioneta y me alejo de allí, recordando con una sonrisa el diagnóstico de la doctora:

—Gordo, estás lleno de moco.

Llegando a la casa, leo un correo electrónico de Thais que me recomienda inyectarme un medicamento para reforzar mi sistema inmunológico. Voy a la farmacia, compro varias cajas de ese medicamento, vuelvo a la casa y le pido a Sofía que me ponga la inyección.

Sofía me ponía inyecciones cuando vivíamos en Washington, conoce bien mis nalgas y sabe lo que tiene que hacer. Me lleva a su cuarto, prepara la inyección, coloca una toalla blanca y me pide que me tienda boca abajo. La escena no carece de un cierto erotismo, al menos para mí, que no tengo alma o que la escupo a menudo.

Me bajo los pantalones, me tiendo en la cama que trajimos desde Miami en barco, me bajo los calzoncillos y exhibo con orgullo recatado el único talento que poseo, aquello que me ha permitido abrirme paso en la vida, mi bien más preciado, la clave de todos mis triunfos: mis nalgas. Poco importa que se te muera el alma si tienes unas nalgas altivas, pundonorosas y justicieras como las mías, unas nalgas que han sobrevivido a mil batallas ásperas y siempre están dispuestas a dar una pelea más, en nombre del honor.

Sofía pasa un algodón con alcohol por mi nalga, juega con ella, me hinca las uñas tratando de prepararme lenta y amorosamente para el dolor que se avecina y yo levanto las nalgas con gallardía y espero el aguijón.

En ese momento, sin que ella ni yo lo advirtamos, su madre, que mucho no me quiere, y cuya alma seguramente expiró antes que la mía, llega a la casa, se acerca al cuarto y oye a Sofía decirme:

—Te va a doler cuando te la meta, pero te va a doler más cuando te la saque.

La madre de Sofía, que no ignora mis veleidades amorosas, se detiene, sin poder creer lo que acaba de oír, y se asoma discretamente, escondida detrás de la puerta. Lo que ve la llena de estupor, la horroriza, le provoca escalofríos: yo estoy tendido boca abajo, los ojos cerrados, las nalgas desnudas y enhiestas, a la espera del ansiado castigo, y digo, con una voz sospechosamente optimista:

—Métela sin miedo. Métela de una vez.

—Pero te va a doler.

—No importa. Ya estoy acostumbrado.

La madre de Sofía da un paso atrás, espantada, y siente que va a desmayarse. Luego oye a su hija decirme con voz amorosa:

—Te va a doler más porque está un poco gelatinosa.

Esto ya es demasiado. Ella, una dama honorable de alta sociedad, sabía que yo era un mal bicho, un pervertido, un degenerado. Pero jamás imaginó que oiría a su propia hija, educada en Washington, Philadelphia y París, decirme:

—¿Dolió mucho cuando la metí?

Y a mí contestarle:

—No dolió gran cosa. Métela toda. Métela hasta la última gota.

Y a ella, en control de la situación, disfrutando del dominio que ahora ejerce sobre mí en la cama, decirme:

—Te va a doler cuando te la saque.

Y a mí rogarle:

—Por favor, sácala ya. No aguanto más.

Y a ella negarse:

—Todavía no. Falta un poco más. Aguanta. Esto te va a hacer bien.

La madre de Sofía sale de la casa llorosa, mareada, aturdida, preguntándose qué cosas habrá hecho tan mal para que su hija acabe sodomizando con algún artilugio gelatinoso a ese escritor mediocre y haragán, que ha destruido todo lo bueno y noble que alguna vez tuvo su hija y la ha corrompido con su espíritu disoluto y sus ideas libertinas.

Al pasar al lado de la ventana, seguida por los perros odiosos que no paran de ladrar, se detiene, nos ve abrazados detrás de la cortina y me oye decirle a Sofía, invadido por esa forma de amor que no conocíamos cuando hacíamos el amor en aquella cama que trajimos de Miami:

—Nadie lo hace mejor que tú, gordi.

Luego se marcha a toda prisa, pensando que ha llegado el momento de envenenarme, sin saber que ya estoy envenenado y que por eso su hija ha hincado mi nalga y la ha infiltrado de un medicamento seguramente inútil.

Los doctores en Miami me dijeron que, teniendo los pulmones infectados y un cuadro agudo de asma, no debía viajar a Buenos Aires. Les pregunté: «¿Quién no está infectado? ¿Se puede vivir no infectado? ¿No soy yo mismo una infección?».

La doctora en Lima me hizo un dibujo atropellado para explicarme que la parte inferior de mis pulmones aparecía negra en las placas, como si fuera un veterano fumador, y que, si no conseguíamos limpiarla con un ataque de antibióticos, tendríamos que extirparla para evitar un cuadro canceroso. Dijo también que sólo estaba usando la mitad superior de mis pulmones y que por eso me faltaba aire y cuando salía a correr por el parque me pasaban caminando las señoras mayores, una humillación que yo mismo le había relatado: «Corro tan despacio, doctora, que me pasa la gente caminando». La doctora me pidió que cancelara el viaje a Buenos Aires.

Pero todos esos doctores amables, a quienes no he pagado haciéndoles creer que ya les pagará el seguro cuando en realidad no estoy asegurado, no sabían que, infectado o no, tenía que viajar a Buenos Aires para celebrar que Martín cumplía treinta años, treinta años que por su cara de bebé parecen veinte (y por eso a veces algunas señoras despistadas me preguntan si es mi hijo), treinta años de los cuales yo lo he tenido conmigo los últimos seis, porque antes él salía con chicas lindas que querían ser cantantes famosas.

Le había prometido a Martín que daríamos una fiesta peligrosa y excesiva, como supongo que tienen que ser las buenas fiestas, para celebrar sus treinta años que parecen veinte (y que son trece menos que los míos) y ningún doctor ávido por esquilmarme ni mancha negra en mis pulmones me privaría del placer de verlo bailar extasiado toda la noche, lleno de mojitos y estimulantes, que es, por cierto, el único modo en que bailamos juntos, dada mi impericia para bailar: Martín dando saltos como un lunático y yo sentado, mirándolo no menos extasiado, saltando imaginariamente con él y bebiendo champagne rosado dulzón.

Saliendo de Ezeiza al amanecer, un viento helado me recordó que había llegado el otoño: cuatro grados, decían los locutores en la radio.

Martín estaba despierto cuando llegué, duchándose porque tenía que ir al médico (él y yo vamos al médico todas las semanas, sólo que él les hace caso), y, apenas se vistió, me enseñó las ventanas herméticas alemanas que habían instalado en la sala y los cuartos, para protegernos del frío y neutralizar los ruidos de la calle. En la cocina, sin embargo, seguía la ventana vieja e inútil de siempre, tan oxidada que no podía cerrarse. No la habían cambiado por decisión de la arquitecta, que convenció a Martín de hacer unas reformas y achicar el tamaño de la ventana. Cuánto habríamos de lamentarnos de no cambiarla (la ventana o la arquitecta) los días siguientes.

Como la ventana seguía sin poder cerrarse y el frío se colaba por las rendijas, manteníamos cerrada la puerta de la cocina para que la crudeza del otoño no se sintiera en todo el departamento, lo que nos permitía vivir en tres temperaturas: la de mi cuarto, muy cálida; la de la cocina, helada; y la del resto del departamento, tibia para Martín, algo fría para mi gusto.

Una madrugada desperté ahogándome. No podía respirar. Pensé que era la enfermedad que había vuelto para estropearme la fiesta. Salí de mi cuarto. No supe dónde estaba. No podía ver qué había en la sala, dónde estaban las cosas: todo estaba cubierto y difuminado por el humo, una densa nube de humo que se había filtrado por la ventana de la cocina y, como Martín había olvidado cerrar la puerta de la cocina al irse a dormir, había invadido todo el departamento, escamoteando de nuestra visión el lugar habitual de las cosas, confundiéndonos en la inquietante ambigüedad de la niebla, que nunca se sabe de dónde viene ni dónde termina. Me asusté. Corrí a despertar a Martín. Le dije:

«Se está quemando el edificio, salgamos rápido». Martín se puso unas zapatillas y salió corriendo.

No tuve que cambiarme porque, como es común en mí, había dormido con ropa de calle y zapatos.

Me puse un saco y salí detrás de él. Bajé a toda prisa la escalera llena de humo. Al salir a la calle, advertí con perplejidad que el humo estaba en todas partes: en la vereda y sobre la pista de antiguos adoquines y envolviendo los autos y sobre las copas de los árboles y en las canchas de tenis y escondiendo la luz del semáforo y borrando los suaves contornos del rostro de Martín, que, demudado, parecía un fantasma en ropa de dormir. Podría haber sido un momento romántico, si yo no hubiera empezado a toser. ¿De dónde venía todo ese humo? ¿Qué dioses sañudos nos lo habían mandado? ¿Qué se había quemado o seguía quemándose para que tanto humo se instalara sobre la ciudad, esparciéndose por calles y plazas, entrometiéndose en las casas, penetrando las fosas nasales, infectándonos sin compasión? Recordé lo que les dije a los doctores: «¿Quién no está infectado de algo?». El humo había llegado para infectarnos a todos.

Ya era tarde. Ya el departamento había sido colonizado por el imperio del humo. Me puse la mascarilla que uso en los aviones, me eché en la cama y me enteré, viendo la televisión, del origen del humo: alguien había quemado miles de hectáreas en las afueras de la ciudad, obligándonos, deliberada o accidentalmente, casi da igual, a respirar un aire viciado, pestilente, tóxico, aunque a la mañana ciertos diarios asegurasen que el humo no hacía daño, sólo fastidiaba.

Pero a mí, aun con la mascarilla puesta, no me dejaba respirar, lo que quizá era menos culpa del humo que de la mascarilla. Lo cierto es que estaba asfixiándome. Y además discutíamos con Martín, porque yo le decía que si hubiese cambiado la ventana de la cocina no estaríamos tragando humo.

En un momento de angustia fui a la clínica y dije que no podía respirar y pedí que me durmieran y me hicieran respirar de un balón de oxígeno.

Cuando desperté, ya era el cumpleaños de Martín. Le di un abrazo y nos fuimos caminando, yo todavía sedado. El humo seguía allí, pero ya uno se acostumbraba y tal vez hasta lo disfrutaba, como si tuviese una imprecisa cualidad literaria, como si una ciudad hecha de gente borrada por el humo fuese por eso mismo un lugar propicio para vivir y morir, como si aquella nube maloliente y gris no fuese otra cosa que el recuerdo impertinente de que todos somos también grises y malolientes.

Martín sugirió que cancelásemos la fiesta pero yo me negué. «El humo la hará inolvidable», le dije. Aquella noche Martín bebió todos los mojitos que pudo y yo me quité la mascarilla con la que recibía a los invitados para beber champagne rosado dulzón hasta emborracharme como hacía mucho que no me emborrachaba. Y en algún momento uno de los jóvenes que ponían la música no tuvo mejor idea que disparar una ráfaga de humo sobre la pista de baile. Y Martín estalló en una carcajada al ver que esa ráfaga de humo vino directamente hacia donde yo estaba sentado. Y luego, al verme toser en medio del humo de pastizales quemados y artificios de discoteca, se molestó tanto que cogió la tijera con la que su amigo Nico cortaba las pastillas estimulantes, subió al segundo piso y le dijo al chico que ponía la música que si volvía a dispararme humo lo mataría con esa tijera. Y cuando vino a bailar de nuevo a mi lado lo besé entre tanto humo, sin estar seguro de que era él.