Mi madre vive sola en una casa grande con muchos cuartos vacíos que eran de sus hijos, que ahora ya no están porque se casaron o se fueron a otros países.
Sin embargo, no se siente sola porque es atendida risueña y amorosamente por dos jóvenes a su servicio, Lucy y Manuel, que se conocieron en esa casa y ahora están enamorados y han anunciado que pronto se casarán en una iglesia que todavía están buscando, lo que hace muy feliz a mi madre, que los quiere como si fueran sus hijos y que tal vez dejaría de quererlos si se casaran civilmente y no bendecidos por la religión que tanto la ha confortado a ella.
Mi madre está llena de amor. Ama a su Creador, el Altísimo, cuya casa visita cada mañana antes de desayunar y a quien a veces, al elevar una plegaria, llama Flaquito, Papito o Cholito, pues son ya muchos años de encendidas pláticas con Él y es casi natural que de tan antigua familiaridad surja ese trato de confianza, salpicado de diminutivos afectuosos. Ama a su esposo, que ya no está, a quien imagina en el cielo, gozando de la paz que le fue esquiva entre nosotros. Ama a sus hijos, a todos sus hijos, aunque comprensiblemente ama de un modo más parejo y consistente a aquellos que comparten su fe religiosa y de un modo más atormentado, pero no por eso menos intenso, a cierto hijo díscolo que, poseído por la soberbia, ese venenillo que le inocula el Diablo en su astucia infinita, se declara agnóstico y se burla del cardenal. Ama a sus empleados domésticos, a los que suele bautizar, confirmar y educar en el camino de la santidad, un camino que ella ha recorrido sin desmayar. Ama a las cajeras del supermercado, a las vecinas pedigüeñas, a los tullidos que la esperan después de misa, al presidente converso, a sus amigas del colegio, a todos los habitantes del país que la vio nacer y del que nunca quiso irse. Y últimamente ama a Miguelito, con quien desayuna, almuerza y cena todos los días.
Miguelito es un pollo pálido y amarillento que nació hace dos meses y llegó a esa casa en compañía de sus cuatro hermanos, metidos en una caja de cartón. Uno de mis hermanos le dijo a mi madre que tenía que viajar y le pidió que cuidara a los pollos mientras estuviera de viaje. Ella aceptó encantada, sin saber que en pocos días morirían de hambre, frío o tristeza cuatro de los cinco pollos, los que fueron enterrados en ceremonia laica, exenta de rezos, en el jardín de la casa.
Sólo uno sobrevivió, Miguelito. Mi madre pensó que también moriría, pues no quería comer, temblaba y caminaba a duras penas. «Estaba deprimido», asegura ahora, acariciándolo. Entonces decidió amarlo sin reservas, adoptarlo como si fuera un hijo más. Lo llamó Miguelito, en un acto de amor a uno de sus hijos, Miguel, que tan feliz la hacía, un muchacho bondadoso, de gran corazón, que la llenaba de besos y regalos y la hacía reír como ella nunca había imaginado que una señora podía reírse, tanto que pensaba que esas risas podían estar reñidas con el ejercicio adusto de la fe.
Lo llevaba a misa en su cartera, lo hacía dormir a sus pies (pues Miguelito rehusaba dormir en la alfombra y trepaba a la cama), le rezaba el ángelus, le cantaba avemarías y hasta lo dejaba picotearle el rosario, le disparaba aire caliente con la secadora y lo sentaba en su regazo cuando comía. Pero Miguelito no mostraba interés en comer.
Hasta que un día mi madre vino a descubrir accidentalmente lo que Miguelito quería comer, aquello que le salvaría la vida y lo haría crecer hasta convertirse en un pollo robusto y trepador, que no se resignaba con vivir a ras del suelo y saltaba a los zapatos de su protectora y escalaba luego hasta sus faldas. Harta de tantas polillas en su cuarto, cogió un matamoscas y aplastó a una sin misericordia. Tan pronto como los restos de ese bicho cayeron en la alfombra, Miguelito corrió hacia ellos y los devoró con una determinación que mi madre no había visto nunca en él. Entonces siguió matando polillas y viendo a Miguelito comérselas sin vacilar. Esto cambió la vida del pollo, que empezó a engordar y crecer, como cambió también las vidas de mi madre y Lucy y Manuel, que ahora pasan horas cazando polillas con matamoscas.
A la noche, antes de meterse en la cama, mi madre se obliga a matar diez polillas. Para evitar que Miguelito se las coma al caer, lo encierra en el baño y lo oye piar con un desgarro que la conmueve.
Pero ella necesita matar diez polillas para meterlas luego a la pequeña refrigeradora de su cuarto y estar segura de que, al despertar, cuando Miguelito salte de la cama, podrá servirle un desayuno fresco y reparador, consistente en diez polillas refrigeradas, que él comerá sin hacer ascos, aunque sin duda preferiría comerlas «fresquitas», como dice mi madre, es decir, recién emboscadas y machucadas.
Uno de mis hermanos le ha dicho que es una locura que lleve a Miguelito a misa en su cartera, que rece el rosario con él, que le sirva diez polillas frías cada mañana. Pero mi madre le ha contestado que ella quiere a Miguelito como si fuera su hijo, que es un pollito muy sufrido que no conoció a su madre y vio morir a sus cuatro hermanos y que nada de malo tiene amarlo como ella ama a ese pollo con ínfulas humanas.
Como nadie está libre de ganarse enemistades, Miguelito las tiene también, y son las palomas del barrio que, apenas ven que le sirven sus bichos acompañados de maíz, arroz y pan (lo que varía según las instrucciones que da mi madre: «Sírvanle pan con polilla a Miguelito» o «sírvanle polilla con arroz para que no se aburra»), bajan impacientes, lo asustan a aletazos, alejándolo del plato, y se disputan esa comida que no era para ellas.
Al ver a las palomas comiéndose la comida de su Miguelito adorado, mi madre no ha dudado en subir al cuarto de su marido que ya falleció, sacar la escopeta, meterle dos cartuchos, apuntar desde la ventana y descargar una lluvia de plomo sobre ellas. Nunca imaginó, declarada enemiga de las armas y la violencia, que sentiría tanta felicidad matando palomas.
Ahora, todas las tardes, después de alimentar a su Miguelito en el comedor de la casa (pues en el jardín el pobre se trauma al ver una paloma y pierde el apetito), mi madre le pide a Lucy que lleve a Miguelito a dormir la siesta, saca la escopeta, se sienta en la terraza y espera pacientemente a que alguna paloma se pose sobre las ramas de los árboles del jardín. Cuando eso ocurre, se encomienda al Creador, apunta a la paloma, dispara, siente un ramalazo de euforia al ver la explosión de plumas volando por los aires y dice, encantada:
—Una cagona menos.
Luego manda a Manuel a recoger la paloma muerta y arrojarla por encima de la pared a la casa del vecino.
Lucía tiene veinte años y estudia filosofía en la universidad. En realidad no estudia, se aburre en la universidad, detesta ir a clases. Está harta de levantarse temprano, manejar hasta la universidad en medio del caos y quedarse semidormida en la clase de algún profesor que le parece incomprensible y arrogante. Me pregunta qué le aconsejo. Le digo que no tuve una buena experiencia en la universidad, que me aburría en las clases, que las lecturas que perduran no son las que a uno le imponen sino las que uno elige, que los profesores de entonces eran muy tramposos porque te mandaban a leer los libros que ellos mismos habían escrito y no aquellos que desafiaban sus puntos de vista, que si no le interesa lo que está estudiando debe dejarlo y ya, que no insista, que no sufra, que la vida es corta y hay que pasarla bien, incluso cuando se es tan joven, especialmente cuando se es tan joven.
Lucía regresa al departamento de sus padres, se pone su pantalón con puntitos rosados y sus pantuflas atigradas (lo que ella llama su «ropa de payasa» y con la que a veces sale a caminar sin saber adónde ir y sin prestar atención a las miradas libidinosas de los transeúntes que se inflaman al ver su cuerpo estupendo, la belleza de su rostro) y les dice a sus padres que ha decidido dejar la universidad, que no terminará ese ciclo, que no puede más con los exámenes parciales de filosofía.
Su madre le pregunta qué va a estudiar. Lucía le responde que por el momento nada, que no quiere estudiar filosofía ni literatura ni nada. Su padre le pregunta si piensa trabajar. Lucía le responde que no tiene ganas de trabajar. Su madre le recuerda que si no estudia ni trabaja no tendrá dinero. Lucía le responde que no necesita dinero para ser feliz. Su padre le pregunta qué es lo que en realidad quiere hacer con su vida, dado que no quiere estudiar ni trabajar. Lucía responde la verdad:
—Quiero dormir hasta tarde, caminar por el malecón y escribir.
—¿Escribir qué? —le pregunta su padre.
—No sé —responde ella.
Sus padres aceptan la decisión aunque dejan constancia de que no están de acuerdo y le dicen lo que ella ya sabía, que si no irá más a la universidad ni tiene planes de trabajar, dejarán de darle dinero. Lucía les dice que ella es feliz caminando por el malecón sin un sol en los bolsillos de su pantalón de payasa.
Cuando Lucía me cuenta todo esto, le digo que está loca y que la admiro y que presiento que ha tomado la decisión correcta. Le digo que dormir hasta tarde y camina por el malecón parecen dos buenas maneras de organizar una vida, cualquier vida, y que lo que se construya sobre esos dos pilares sólo puede ser algo bueno y perdurable.
Lucía sale a caminar por el malecón con Tomás, su novio. Están juntos hace cinco años. Se conocieron en una playa cuando eran adolescentes. Corrían olas juntos. Descubrieron juntos, pasmados, los secretos del amor. Se quieren tranquilamente, sin ambiciones ni promesas. Tomás ama las motos. Tiene una moto. Le gusta competir en carreras de motos. Cada tanto se cae y se rompe un hueso y le ponen yeso y le promete a Lucía que nunca más subirá a la moto. Pero cuando le quitan el yeso, no puede evitarlo y regresa a la moto. Lucía ya se ha resignado a que Tomás nunca dejará la moto. Ella sabe que Tomás es feliz montando en moto y ha comprendido que no tiene sentido tratar de combatir esa forma enloquecida de felicidad que a ella le provoca tantos desasosiegos, porque a veces sueña que Tomás se cae de la moto y pierde la vida.
Lucía regresa al departamento de sus padres y encuentra un panorama desolador: su padre está borracho, su madre llorando en la cama. Lucía odia que su padre se emborrache, sabe que cuando está borracho sale lo peor de él, se vuelve malo, mezquino, cruel. Su padre la llama a gritos, le dice que es una vergüenza que ella tenga el cuarto tan desordenado, hecho un caos. Lucía no le responde, sabe que cuando está borracho no debe responderle, lo mejor es quedarse callada. Su padre le dice a gritos que ordene el cuarto inmediatamente, que si no aprende a ser ordenada tendrá que irse a vivir a otra parte. Lucía obedece. De pronto su madre se encierra en el baño. Lucía presiente que algo malo está pasando allí adentro. Le pide a su madre que abra, pero es en vano. Lucía sabe que su madre ha tratado de suicidarse varias veces y teme que esa noche lo intente de nuevo, por eso le ruega que abra, pero nadie responde. Con paciencia y coraje, manipula la cerradura de la puerta hasta que consigue abrirla. Encuentra a su madre tragando pastillas para dormir con el rostro lloroso y desencajado. Le arrebata el frasco de pastillas, la lleva de regreso a la cama, trata de calmarla, le hace cariño en la cabeza, le canta canciones y la deja durmiendo. Su padre, mientras tanto, se ha quedado dormido viendo un partido de fútbol con un vaso de vodka en la mano que se le ha derramado en el pantalón.
Lucía sale del departamento, sube a la azotea, me llama y me cuenta lo que ha pasado. Está tranquila. Se ríe. Me dice que su vida es una locura pero que no la cambiaría por ninguna otra. Ama a sus padres a pesar de todo. Los entiende. Sabe que son buenos. Comprende que están heridos. A su madre le han rebajado el sueldo, la han humillado, de nada le sirvieron tantos estudios, maestrías y doctorados. Su padre se ha enterado de que van a despedirlo la próxima semana y por eso ha vuelto a tomar. Le digo que es una chica muy linda, muy suave, muy deliciosamente loca y perturbada, que hay algo en ella, en su manera de escribir, de caminar, de mirar pasmada el caos, que me hace quererla de un modo que pensé que ya no existía en mis entrañas. Le ofrezco mi ayuda, una beca literaria, una pensión de viuda, una reparación civil por todo lo que ha sufrido injustamente. Me dice que no quiere dinero, que lo único que ella quiere es que yo sea su amigo muy gay y que sólo de vez en cuando la deje besarme las tetillas.
Lucía regresa al departamento y descubre que no tiene llaves para entrar. No toca el timbre, sabe que sus padres están dormidos y que no conviene traerlos de vuelta a la realidad. Sale a caminar con sus pantuflas atigradas y su pantalón con puntitos rosados y la chalina amarilla de su abuela rodeándole el cuello. Los hombres la miran de mala manera, le gritan cosas vulgares, se relamen los labios al verla pasar. Ella los ignora. Va escuchando música, tiene el iPod puesto, sólo ve las miradas, las lenguas, los labios que se hinchan y le mandan besos cochinos. Ella mira sus pantuflas atigradas que van poniéndose negras con cada paso. No sabe adónde va. Le gritan loca. Sabe que es verdad, que está loca. También sabe que yo la quiero precisamente por eso.
Cuando me fui a vivir a Miami, hace casi veinte años, descubrí el programa de televisión de David Letterman y me hice adicto a él.
Entonces Letterman tenía bastante más pelo que ahora, no usaba anteojos, solía ponerse medias blancas y todavía no le habían hecho un quíntuple by pass en el corazón ni había tenido un hijo. Yo soñaba con hacer un programa que tuviera esa mirada cínica y burlona sobre todas las cosas. Nadie era tan bueno como Letterman haciendo entrevistas sorprendentes, impredecibles, mezclando a un ritmo arrollador preguntas serias con disparates cómicos. Nadie era tan bueno como él diciendo monólogos de humor sobre la actualidad, burlándose de los famosos, haciendo escarnio de sí mismo, jugando con el público.
Durante años, traté de copiarlo con éxito en la televisión peruana y en la de Miami, pero no lo conseguí.
Cuando comprendí que no sería nunca la versión latina de mi ídolo, me resigné a una idea más modesta, pero de todos modos estimulante: visitar el teatro Ed Sullivan, en la avenida Broadway y la calle 53 de Manhattan, y, confundido entre el público, ser testigo de la grabación de su programa.
Soñaba con ver a Letterman en acción y, con mucha suerte, salir fugazmente, dos o tres segundos, en su programa, riéndome o aplaudiendo desde mi butaca.
Por eso, apenas llegué a Manhattan, corrí al teatro y me puse en la larga fila de personas que deseábamos presenciar esa tarde, poco antes de las cinco, la grabación del programa. Fui advertido de que mis posibilidades de entrar eran remotas, pero no me moví de la fila. Hora y media después, ya a punto de entrar, una mujer de modales bruscos anunció que el teatro estaba lleno y que debíamos irnos. Me acerqué a ella y le pregunté quién era el invitado principal del programa. Me dijo que Ben Stiller.
Volvía descorazonado al hotel cuando recordé que a veces Letterman sacaba una cámara a la calle y la hacía fisgonear y fastidiar en una bodega a espaldas del teatro, el Hello Deli, de Rupert Jee, un comerciante oriental, hijo de inmigrantes chinos, que se había convertido en uno de los personajes pintorescos del programa. Caminé un par de cuadras, entré en la bodega (que, como suele ocurrir, se veía mucho mejor en la televisión que en la vida real), le pedí un autógrafo a Rupert, su ya famoso dueño, quien me lo firmó con cierta renuencia o desdén, y me quedé esperando, junto con otras personas de distintas partes del mundo, a que de pronto apareciera la cámara, guiada por Letterman desde el estudio, para hacer travesuras. Si tenía mucha suerte, podía aparecer un segundo en el programa, saludando desde la puerta del Hello Deli, o incluso podía ser llamado a jugar uno de los juegos tontos que Letterman solía proponerle a Rupert, el bodeguero oriental.
Desgraciadamente, no era mi día de suerte: cuando ya el camarógrafo estaba listo para hacer su recorrido callejero, algún percance ocurrió, y entonces el camarógrafo hizo señas desesperadas a un productor, advirtiéndole que su cámara estaba fallando, y el productor avisó enseguida al estudio y se canceló el segmento con Rupert. Desde la calle, los espectadores comprendimos que no saldríamos esa noche en el programa de nuestro ídolo, ni siquiera desde el Hello Deli, y nos dispersamos, abatidos, pero dispuestos a encender el televisor a las once y media de la noche para renovar nuestra lealtad al comediante de Indianápolis.
Ya me iba caminando a solas, hundida la mirada en el asfalto de Broadway, cuando un chorro de agua me dio en la cabeza y la espalda, sacándome de golpe del estado melancólico en que me hallaba. Me detuve, miré a mi alrededor, no pude descubrir el origen de la agresión acuática y, tras secarme un poco, seguí caminando, triste y mojado, hacia Central Park.
Esa noche, ya en el hotel, puse el programa de Letterman, envidié a los espectadores que pudieron entrar al teatro y, como siempre, me reí con los excesos, desafueros y transgresiones del anfitrión. De pronto, vi que anunciaba un segmento nuevo, que consistía en emboscar a ciertos peatones incautos, mojándolos con un chorro de agua que salía desde algún lugar furtivo. Luego la cámara mostró a un peatón moroso, zigzagueante, algo regordete, indudablemente tonto o confundido, se diría que de humor sombrío, y Letterman decidió que ese peatón merecía ser desasnado con un buen baño de agua y entonces apretó un botón y un latigazo de agua cayó sobre el transeúnte y el público se rió a carcajadas y Letterman también.
Por supuesto, ese peatón tonto y mojado era yo.
Fue un momento glorioso. Había cumplido uno de mis sueños, salir en el programa de David Letterman. No fue como lo había soñado, pues quedé como un idiota, pero quizá fue incluso mejor, porque logré, sin proponérmelo, que el gran Dave se riera de mí. El azar dispuso de ese modo curioso que se hiciera justicia y que, tarde y mal, le pagara a mi ídolo por las muchas, incontables risas que le debía.
Nueve de la mañana. Estoy en Lima. Suena el celular. He olvidado apagarlo. Contesto. Es mi madre.
—¿Estás resfriado, amor? —me pregunta.
—No —le digo—. Vengo despertando.
—Te llamo porque a mediodía vamos a ir a rezarle al Señor de los Milagros —dice ella.
Quedo perplejo.
—Vamos a ir todos en la familia —prosigue—. Y no puedes faltar tú, Jaimín.
Sigo en silencio.
—Tu tía Chabuca nos ha conseguido entrada en Las Nazarenas para estar media hora solitos con el Señor de los Milagros —se emociona.
—Qué suerte —le digo—. Pero no creo que pueda ir.
—¿Por qué, amor? —pregunta ella.
—Tengo un compromiso a mediodía —miento.
—Cancélalo —me aconseja—. Nadie es más importante que el Señor de los Milagros. Él puede hacer milagros en tu vida.
—Comprendo, mamá. Pero no creo que pueda ir, lo siento.
—No lo sientas, amor. Ven con tu mami que tanto te quiere. ¿Te acuerdas cuando eras chiquito y nos íbamos a rezarle a la Virgen?
—Mamá, yo ya no rezo.
—Por eso estás como estás, Jaimín.
—¿Cómo estoy, mamá?
—Estás triste, amor. Te veo como mustio.
—¿Mustio?
—Ya vas a ver los milagros que te va a hacer el Cristo Morado si vienes a rezarle. Van a estar todos tus hermanos. No puedes faltar tú que siempre has sido el más devoto de mis hijos.
—Mamá, soy agnóstico —le digo.
—¿Qué es eso, amor? —se alarma ella—. ¿Estás enfermo?
—No, estoy bien —digo—. Pero no sé si Dios existe. Dudo de la existencia de Dios.
Me siento una mala persona luego de decirle eso. Por suerte ella se ríe y dice:
—Ay, Jaimín, qué gracioso eres, tú siempre me haces reír.
—Pero no es broma —insisto—. De verdad no quiero rezar.
—Tú no eres agnóstico, amor. Tú eres católico de toda la vida, el más católico de mis diez hijos.
Me quedo en silencio.
—¿Te acuerdas cuando hiciste tu primera comunión y me dijiste que querías ser sacerdote?
No digo nada. Ella continúa:
—Me acuerdo como si fuera ayer. Eras tan espiritual que te ponías a llorar cuando rezabas.
—Mil gracias, mamá. Eres un amor.
—¿Entonces nos vemos a las doce en Las Nazarenas?
—Sí, mamá, ahí nos vemos —le digo, sabiendo que no voy a ir.
—Si puedes ponte una camisa morada —me recuerda ella—. Tu tía Chabuca va a estar feliz de verte.
Esa noche viajo a Buenos Aires.
—No puedo tener un novio que está conmigo una semana y luego desaparece tres semanas —dice Martín, al recibirme.
Estamos en el departamento de San Isidro.
—No puedo quedarme a vivir en Buenos Aires —le digo—. Sólo puedo venir una semana al mes.
—No me gusta vivir solo —dice él—. No me gusta dormir solo. Quiero un novio a tiempo completo, que duerma conmigo.
—Yo no puedo ser esa persona —le digo.
—Entonces dejá de venir, dejá de llamarme —me dice.
—No tiene sentido pelear por eso —le digo—. Sigamos siendo amigos. Y si quieres un novio que duerma contigo, búscalo, yo no tengo problemas.
—¿O sea que somos amigos? —pregunta él—. ¿No somos novios?
—No sé lo que somos —respondo—. Da igual lo que somos. Lo importante es pasarla bien.
—Yo no puedo más. Quiero terminar.
—¿Terminar qué?
—Lo nuestro.
—No seas tonto. No terminemos nada. Cuando encuentres al novio que quieres, me lo cuentas y nos acomodamos. Pero yo no quiero dejar de quererte.
—No te conviene —dice él—. Mejor seamos amigos distantes.
—¿Y eso qué significa? —pregunto.
—Que no me llames todos los días.
—Está bien, no te llamaré todos los días —le digo, pero sé que seguiré llamándolo todos los días.
Una semana después regreso a Lima y voy a casa de mis hijas.
—Muérete, imbécil —le dice Lola a Sofía.
Lola está furiosa porque Sofía le ha dicho que no puede volver a la casa de su amiga, donde ha pasado la noche, y que tiene que acompañarla a un almuerzo en el club de polo.
—¿Qué has dicho? —pregunta Sofía, sorprendida.
—Que te mueras —responde Lola.
Al borde de las lágrimas, Sofía me dice:
—Jaime, dile a tu hija que me pida disculpas.
Miro a Lola a los ojos, tan linda ella, y le digo:
—Lola, pídele disculpas a tu madre.
Lola me mira desafiante y dice:
—Jódete, mierda.
Suelto una carcajada. Me hace gracia que sea tan insolente y grosera.
—No te rías —me reprende Sofía—. No podemos permitirle que hable así.
Pero yo sigo riéndome, mientras Lola me mira, terca, valiente, aguerrida, dispuesta a insultarme de nuevo si la obligo a ir al club de polo. Sofía se va sola. Llevo a Lola a la cama, me echo con ella y se queda profundamente dormida.
Es un viernes de otoño en esta isla apacible cercana al centro de Miami. Sofía ha llegado desde Las Vegas, una ciudad que no le ha gustado nada. Inquieto por su llegada, he despertado más temprano que de costumbre. No he tenido fuerzas para ir a buscarla al aeropuerto, he preferido mandar a un chofer. Sofía llega con dos maletas, vestida como si viniera de una fiesta. Poco después llegan los jardineros —dos jóvenes salvadoreños que manejan una camioneta roja— y empiezan con su concierto de ruidos insoportables. Le sugiero a Sofía que salgamos para evitar esa agresión acústica, casi tan odiosa como los incesantes ladridos del perro del vecino.
Sofía y yo nos sentamos en un restaurante de la isla. Ella pide una ensalada; yo, el menú: sopa de lentejas y pollo con arroz. Sofía dice que Las Vegas le pareció horrible, que el hotel era viejo y feo, que le disgustó que en los casinos se pudiese fumar, que la gente era espantosa. Escucho sin agitarme, estoy fatigado, he dormido mal. Luego dice que no está contenta trabajando en la compañía de sus padres, que está pensando cambiar de trabajo. No le aconsejo nada, ya sé que mis consejos son inútiles. Sofía se impacienta cuando habla de su trabajo y de su casa, quiere cambiar de trabajo, de casa y quizá de país, no parece feliz con su vida. No hay nada que pueda hacer, salvo escucharla con cariño e invitarle más lentejas de la sopa, que está deliciosa.
Cuando volvemos a la casa, se han ido los jardineros. Dejo a Sofía en la planta baja y me voy a mi cuarto a descansar. Antes, desconecto el teléfono para evitar que interrumpa la siesta. Despierto cuando ya oscurece, más cansado todavía. Bajo a la cocina. Sofía está echada en el sofá, viendo televisión. Me pregunta si he llamado a la aerolínea para confirmar su asiento en el vuelo de esa medianoche. Conecto el teléfono, llamo a la aerolínea, confirmo su asiento, llamo luego al chofer y le pido que venga a buscarla a las once de la noche. Cuelgo. Estoy a punto de desconectarlo nuevamente cuando suena el teléfono. Contesto. Es Martín, desde Buenos Aires. Quedo sorprendido. Es muy raro que me llame. Sofía está a mi lado, en el sofá de la cocina.
—¿Qué hacés? —pregunta él, con voz cariñosa.
Hemos hablado a mediodía, antes de que Sofía llegase. Yo lo llamé, como de costumbre. No le recordé que Sofía pasaría la tarde en mi casa, no quise decírselo porque él y ella no se quieren.
—Nada, viendo las noticias —digo.
Es verdad, el televisor está encendido en las noticias. Martín nota que mi voz es fría y distante.
No puedo hablarle tan cariñosamente como quisiera porque Sofía está a dos pasos, mirándome, preguntándose quién me llama, por qué me ha incomodado tanto esa llamada.
—Te llamo porque estoy saliendo a la fiesta de Tito y Matías —me dice Martín.
En Buenos Aires son dos horas más que en Miami. Es el cumpleaños de Matías, un amigo de Martín. Matías es dentista, es gay, es un chico encantador, es novio de Tito.
—¿Eso está confirmado? —le pregunto, y me siento muy tonto por haber dicho esas palabras tan raras e inesperadas, que le dan a la conversación una seriedad absurda, forzada, que Martín nota enseguida:
—Ya me di cuenta de que no podés hablar. Ya sé por qué no podés hablar.
Ahora hay un tono de fastidio en su voz. Le ha molestado que no sea cariñoso con él, que le hable con una voz distante porque mi ex esposa, la madre de mis hijas, la mujer que lo detesta, está sentada a mi lado.
—¿Te molesta si te llamo después? —le pregunto.
—No me llames —dice, furioso—. Hasta luego. Cuelgo el teléfono. Sofía pregunta: —¿Problemas en el trabajo?
—No te preocupes —digo—. Nada importante.
No he tenido valor para decirle que era Martín. No he tenido coraje para decirle que ya es hora de que ella acepte que ese hombre es parte de mi vida y que si no le interesa preguntarme nunca por él, yo no estoy dispuesto a seguir escondiéndolo de ella por temor a sus furias y represalias, por miedo a que no me deje viajar con mis hijas en las próximas vacaciones.
Me siento mal de haberme puesto tan tenso cuando llamó Martín. Hubiera querido ser valiente y hablarle con cariño sin importarme que Sofía estuviera a mi lado. No pude. Le tengo miedo a Sofía, a sus ataques de celos, a sus rigores morales, a su incapacidad de aceptar mi sexualidad sin que eso la haga sufrir, sin que sea a sus ojos algo así como una derrota vergonzosa, humillante. No quiero hacerla llorar más. Por eso evito hablarle de Martín, de esos temas que todavía le duelen.
Mientras camino solo por el parque de noche, llamo varias veces al celular de Martín pero no me contesta, sé que no me va a contestar. Sé que está odiándome, piensa que soy un cobarde. No me entiende. No entiende que un miedo que no pude controlar se apoderó de mí cuando oí su voz en el teléfono, con ella a dos pasos.
Antes de irme a la televisión, le recuerdo a Sofía que el chofer vendrá por ella a las once. Ya en la camioneta, llamo de nuevo a Martín pero es en vano, no contesta. Vuelvo a casa a medianoche, exhausto. Encuentro un correo de Martín que dice: «¿Así que no me podés hablar porque está Sofía en la casa? Yo no soy amante de nadie, ¿ok? NO ME LLAMES NUNCA MÁS».
Por supuesto, llamo a Martín. No contesta. Tras varios intentos, ya muy tarde, consigo hablar con él. Le pido disculpas, le digo que no puedo hablarle con el cariño de siempre cuando Sofía está a mi lado, le ruego que me entienda.
—Si querés seguir conmigo, vas a tener que hablar con Sofía de mí —me dice—. Estoy harto de que me escondas. Estoy harto de que no puedas hablarme cuando ella está con vos. Estoy harto de no poder contestar el teléfono cuando estamos con las nenas.
Trato de defenderme, pero tiene razón. Debería ser valiente, enfrentar a Sofía, decirle la verdad: que cuando viajo con nuestras hijas suele acompañarnos Martín y que si ella viene a mi casa tiene que acostumbrarse a la idea de que él puede aparecer en persona o por teléfono y en ese caso no ocultaré el cariño que le tengo.
Tras una larga y extenuante conversación en la que no faltan los reproches, cuelgo el teléfono y subo a mi cama. Ha sido un día malo, desafortunado. Martín no pudo llamar en un momento más inoportuno. Sofía pasó unas horas en mi casa y a él, que nunca me llama, se le ocurrió llamar precisamente esa tarde. Me he quedado sin palabras. Tal vez debería decirle a Sofía que Martín es mi chico y más ve que se vaya acostumbrando. Tal vez debería decirle a Martín que no quiero un novio, una pareja, que quiero vivir solo y encontrar en él a un amigo, no a un amante posesivo. Tal vez debería desconectar el teléfono del todo.
Sabía que ese domingo no era un día bueno. Habían pasado varias cosas desafortunadas y no era improbable que el destino me emboscara de nuevo. Desde que llegué a Lima de madrugada, las cosas empezaron a enredarse. Nada más salir del aeropuerto, el taxi que había reservado no estaba esperándome. Tuve que aguardar media hora a que llegase. Cuando entré al hotel y me dejé caer en la cama, comprendí que no podría dormir porque, a pesar de que eran las nueve de la mañana, estaban haciendo una obra en el piso de arriba y no paraban de martillar las paredes. Aturdido por el viaje, fui a la farmacia a comprar alguna pastilla que aliviase el dolor de cabeza. En la puerta, una mujer me pidió dinero. Le di un dólar. Me miró decepcionada y dijo: «Con esto no me alcanza para nada». Más tarde, en la casa de mis hijas, Sofía salió en su camioneta y pisó sin querer la pata de Simba, una perra que estaba bastante ciega y sorda.
Esa noche fui de malhumor a la televisión. No tenía ganas de hacer televisión ni de estar en Lima. Lo que ocurrió en el programa, que se emitió en directo y fue visto por toda la gente que como yo quería irse de esa ciudad pero que ya no podía porque las obligaciones domésticas la habían vencido, pareció una suma de pequeñas maldades que yo había planeado fríamente, pero en realidad fue obra del azar, una sucesión de casualidades insidiosas, de accidentes felices o desafortunados, según la relación que uno tenga con la víctima, mi ex suegra.
Me encontraba entrevistando a una fogosa dama, congresista ella, amiga de un ex presidente caído en desgracia, cuando, como es habitual, interrumpimos la entrevista para anunciar publicidad.
En ese momento, fuera de cámaras o fuera del aire, la señora, muy encantadora, me contó que había estudiado en el colegio con mi ex suegra. Quedé sorprendido. Me contó que habían sido compañeras de clase en un colegio religioso y que todos los años, o casi todos, se encontraban en las reuniones de ex alumnas.
Apenas volvimos al aire, creo que la sorprendí preguntándole si era amiga de mi suegra o ex suegra, una condición que no quise precisar, la de suegra o ex, para que pareciera lo que en efecto pareció: una venganza. La congresista dijo que, si bien habían estudiado juntas en el colegio religioso, nunca habían sido amigas, lo que se dice amigas. Le pregunté por qué. Dijo que ella era muy deportista, muy sencilla, muy campechana, y en cambio mi ex suegra era, bueno, digamos, un poquito… No encontró la palabra precisa para definirla. Traté de ayudarla: «¿Pituca?». Ella se entregó, después de los vanos rodeos de la cortesía: «Bastante pituca». El público se rió, intuyendo lo que venía. Enseguida le pregunté por qué le parecía que era bastante pituca. Ella contestó:
«Porque no se juntaba con las cholas como yo y tampoco con las gorditas». El público volvió a reírse. Me pregunté si mi ex suegra estaría viendo el programa. La congresista contó, ya más en confianza, que en el colegio se llevaban mal porque mi ex suegra, cuya lengua podía llegar a ser tan venenosa como la mía, les decía «cuerpo de aceituna» a las gorditas y «brownies» a las que no eran tan rubias y blanquitas como ella. Le pregunté si se habían visto recientemente. Dijo que se habían encontrado en una reunión de ex alumnas y que mi ex suegra le había hablado mal de mí («ese chico ha contado todos los secretos de la familia, no tiene moral»), pero e me había defendido («ese muchacho es bien macho, se hace el mariposón pero todo es puro cuento, no te preocupes que ya va a entrar en vereda»). El público celebró esas confesiones, aunque no tanto como yo, que de pronto me encontré hablando de mi ex suegra en la televisión nacional, lo que parecía una curiosa manera de terminar el día.
Las cosas, sin embargo, se torcieron una vez más, y yo no tuve la prudencia de enderezarlas a tiempo.
De pronto, a la vuelta de otros comerciales, asalté a la congresista con una pregunta miserable sobre la edad que roía sus huesos y ella respondió, al parecer honradamente, que nunca había ocultado sus años y que, bien contados, sumaban ya sesenta y dos. Por si no había quedado suficientemente claro, y en un acto innoble, le pregunté si esa era también la edad de mi ex suegra, que en tan pobre estima me tenía, y ella respondió, sin esquivar el riesgo, que efectivamente podía calcularse en sesenta y dos, o incluso uno más, los años vividos por tan distinguida dama (quince de los cuales, quince ya, nada menos, había tenido la suerte yo de conocerla, desde que su hija, mi novia entonces, nos presentó y ella me preguntó qué colonia me había puesto y yo le dije Brut y ella sentenció: «Esa es colonia de cholos»). Así las cosas, dicha la edad de mi ex suegra en televisión, sentí que era un buen momento para terminar la entrevista y despedir a mi invitada, no sin antes arroparla con los acostumbrados elogios.
Durante la tanda publicitaria, una compañera de promoción de la congresista llamó al canal de televisión y habló con una de mis asistentas y le aseguró que su amiga, la congresista, había mentido, pues no tenía sesenta y dos sino sesenta y cinco años, si no más. Mi asistenta corrió a su computadora, entró a los registros públicos y verificó que la congresista se había rebajado tres añitos que no son nada. Luego cedió a la tentación de escudriñar el documento de identidad de mi ex suegra, expuesto también en esos registros públicos, y descubrió que había cumplido ya sesenta y seis.
Tan pronto como fui informado por mi asistenta de las imprecisiones en las que había incurrido la congresista, y agitando las fotocopias de ambas cédulas de identidad en las que constaban sus fechas de nacimiento, pasé por el trance amargo —pero estaba en juego mi reputación como periodista— de comunicarles a los televidentes, entre quienes se encontraba desde luego mi ex suegra, que había sido despertada por una amiga chismosa, quien la conminó a ver mi programa porque «están rajando de ti», que la congresista había mentido coquetamente sobre su edad, pues no tenía sesenta y dos sino sesenta y cinco años cumplidos y bien cumplidos. Pude no añadir lo que dije luego con poca elegancia, pero sentí que, puestos a ajustar cuentas, había que llegar hasta el final: que una compañera de colegio, amorosa ella, nos había llamado para aclarar también la edad de mi ex suegra, que ascendía a sesenta y seis años cumplidos y bien cumplidos, y si alguien tenía alguna duda al respecto, podía entrar a los registros públicos y corroborar dicha información.
Nunca imaginé que esa noche terminaría diciendo la edad de mi ex suegra en televisión.
Tampoco imaginé lo que ella me dijo por teléfono, comprensiblemente ofuscada: «Tú no vas a llegar a mi edad porque te vas a morir de sida». Alcancé a decirle: «Bueno, eso ya lo veremos en veinticuatro años». Pero ella ya había cortado.
Nunca me gustaron los perros. Nunca imaginé que caminaría por esta casa con un perro blanco siguiéndome a cada paso y echándose a mi lado cuando me siento a escribir, a leer el periódico o a ver televisión. Nunca pensé que terminaría compartiendo las pechugas de pollo a la plancha que me sirven a la hora del almuerzo con ese perro que espera que le arroje pequeños pedazos furtivamente, sin que me vean mis hijas o las empleadas, que me tienen prohibido darle de comer nada que no sea su comida balanceada.
Ese perro blanco que se pasea por esta casa como si fuera suya, subiéndose a las camas y los sofás y lloriqueando si lo dejamos solo, fue comprado a un precio en dólares que me pareció desmesurado, teniendo en cuenta que quien lo vendió pertenece a mi familia directa (pero ya se sabe que el espíritu de lucro quiebra con facilidad las lealtades familiares), y fue llamado Bombón por Lola, la responsable de que ese inquieto animal llegase a la casa, a pesar de que su madre, su hermana y yo nos oponíamos de un modo enfático, alegando que ya teníamos cuatro perros en el jardín y no queríamos vivir con un perro dentro de la casa. Lola sólo tuvo que llorar un poco para acallar las discusiones, imponer su voluntad y obligarnos a comprar un perro de la raza, el color y el sexo que había elegido: bichon frisé, blanco, macho.
Si bien es formalmente de ella, yo siento que ese perro me quiere más a mí, aunque no ignoro que su amor es interesado y tiene precio: lo he comprado a escondidas, cada vez que le dejo caer un pedazo de pollo, de jamón, de lomo, de queso. Cuando llego a la casa de algún viaje, el perro hace unos mohínes escandalosos, ladra con una histeria calculada, me lame los dedos de las manos y mordisquea mi pantalón hasta que consigue lo que se propuso: abro la refrigeradora y, sin que me vean las niñas, que creen que lo quiero matar con una salchicha barata de la bodega, le doy un poco de buena comida, lonjas de jamón o pollo, no esa comida balanceada que lo obligan a tragar para que sus deposiciones sean bien sólidas y no apesten.
No podría decir que el cariño que ese animal siente o finge sentir por mí (todos exageramos a menudo nuestros afectos para comer bien) me resulte incómodo en modo alguno. Me hace gracia que me siga a todas partes, incluso al baño; que llore cuando no lo subo al sofá, como si se sintiera humillado por estar en la alfombra; que cuando lo miro fijamente, sin hablarle, me sostenga la mirada, como si tratara de decirme que en realidad soy tan vago como él aunque un poco más idiota; y que me muerda el pantalón para llevarme de regreso a la refrigeradora, donde sabe que se esconde la felicidad, esa felicidad que le resulta esquiva cuando estoy de viaje.
Afuera, en el jardín, sólo quedan tres perros chow chow, dos marrones, uno negro, perros chinos, perros leones, porque Simba, la más vieja, la primera chow chow que llegó a esta casa como un regalo para Camila, hace ya catorce años, ha muerto hoy en la mesa de operaciones de una veterinaria (curiosamente también de origen chino), que trató de que se recuperase del accidente que ocurrió hace pocos días y acabó por costarle la vida.
Antes del accidente, sabíamos que a Simba le quedaba poca vida y por eso la cuidábamos especialmente. Según mis hijas, que saben mucho de estas cosas o se las inventan, los chow chow suelen vivir entre diez y doce años y ella tenía ya más de catorce, caminaba a duras penas y parecía sorda y ciega, pues no respondía cuando la llamábamos y los pedazos de salchicha le rebotaban en el hocico cuando yo se los arrojaba y luego no podía encontrarlos en el piso y los otros perros se los comían antes de que ella pudiera olfatearlos a tiempo. Esa tarde, un sábado, Simba dormía a la sombra de la camioneta azul, Sofía encendió la camioneta, Simba al parecer no oyó el motor o no pudo reaccionar a tiempo o no vio nada, Sofía retrocedió y Simba lanzó un alarido cuando la llanta posterior hizo crujir su cadera. No pudo levantarse más. No volvió a caminar. Quedó tendida en un charco de orín, gimiendo de dolor. Una semana después, murió de un infarto, anestesiada, en la mesa de operaciones.
Yo no quería que la operasen y así se lo dije a la veterinaria, a mis hijas y a Sofía. Yo sugería que la pusieran a dormir.
—No es justo que sufra tanto —dije, cuando la veterinaria nos comunicó que debía hacerle tres operaciones para que, con suerte, volviera a caminar.
—El que está sufriendo eres tú, porque no quieres pagar la operación —me dijo Lola.
La operación a la cadera costaba quinientos dólares. Luego, si sobrevivía, la operarían en la columna, por otros quinientos, y en no sé qué huesos desviados o dañados, por trescientos más.
—Me parece una locura gastarnos tanta plata en operar a una perra vieja, ciega y sorda, que igual se va a morir pronto —dije.
La veterinaria me lanzó una mirada de fuego, no sé si por amor a la perra o porque quería ganarse la plata. Lola dijo:
—La vamos a operar.
—Se va a morir en la operación —dije.
Luego le pregunté a la veterinaria:
—Si se muere, ¿nos va a cobrar por la operación? La mujer, en su uniforme verde, no lo dudó:
—Sí, señor.
Enseguida añadió en tono compasivo:
—Pero si la perra fallece, se le hace un descuento.
—¿De cuánto? —pregunté, soportando las miradas hostiles de mis hijas.
—De un cincuenta por ciento —dijo ella.
—Entonces haga todo lo posible para que se muera —dije, pero la mujer no se rió y me miró con un aire de desdén o superioridad moral que me obligó a retirarme.
Esta tarde, mientras trataba de escribir con Bombón dormitando a mis pies, sonó el teléfono. La veterinaria nos había dicho que la operación duraría unas horas y que nos llamaría apenas concluyese. Era temprano para que llamase. Era ella, sin embargo. Sofía se puso al teléfono. La mujer le dijo:
—Señora, lamento informarle que la perra ha fallecido.
Sofía le agradeció, colgó y me dio la noticia. Mentiría si dijera que fue una mala noticia. Le pedí que me dijera las palabras exactas que le había dicho la veterinaria. Repitió:
—La perra ha fallecido.
Me reí. Supongo que soy una mala persona porque no me apenó que hubiese muerto. Sólo pensé que la operación me costaría la mitad y que ya no oiríamos más sus gemidos. Sofía sonrió conmigo, aliviada. Supongo que es una mala persona. Supongo que por eso me enamoré de ella.
Ahora mis hijas duermen sin saber que la perra está muerta. Sofía y yo hemos pensado que la enterraremos en el jardín, allí donde ella se comía las palomas que atrapaba. Cuando yo muera, quiero que me entierren en ese jardín, con Bombón a mis pies, y que la veterinaria pronuncie este breve discurso fúnebre:
—La perra ha fallecido.
Enrique, el padre de Martín (con quien Martín se lleva mal, siempre se llevó mal), interna a su tía Otilia, una anciana, una clínica geriátrica en las afueras de Buenos Aires, obtiene de ella un poder para disponer de su patrimonio, vende el departamento de Otilia en Palermo, mete el dinero en efectivo en una mochila y le promete a la anciana que le pagará el geriátrico hasta que se muera. No le dice lo que tal vez está pensando: que le conviene que se muera pronto.
Inés, la mujer de Enrique, encuentra la mochila llena de dinero en el cuarto de huéspedes de su departamento, saca unos billetes furtivamente y compra un mueble moderno. Va a mudarse pronto a un departamento que Martín ha comprado para ella, a tres cuadras del que ahora ocupa, en el que ha vivido los últimos veinte años.
Enrique descubre que faltan unos billetes en la mochila y se lo dice a Inés en tono airado. Ella reconoce que los sacó sin decirle nada y le pide disculpas. Enrique se enfurece, dice que ese dinero no es suyo, es de su tía y está reservado para pagarle el geriátrico hasta que se muera. Inés se ríe y le dice que no es para tanto, que sólo fue una travesura.
Inés y Enrique discuten. Inés se queja de que él no la quiere, no la lleva nunca al cine o a pasear.
Le pide que se vaya de la casa. Enrique no lo piensa dos veces: se va con la mochila, dando un portazo. Inés piensa que volverá al día siguiente, que se trata de una pelea más, una de las muchas que han tenido en los treinta y cinco años que llevan casados. Enrique no vuelve. Inés lo llama, le pide que tomen un café, le dice que la casa sin él se siente rara. Se reúnen a media tarde en un café de la calle Chacabuco que se llama Cosquillas. Inés le pide perdón, se emociona, llora discretamente. Enrique le dice que está harto de ella, que no va a volver, que quiere vivir solo y cumplir sus sueños. Inés queda sorprendida, no esperaba eso de su esposo de toda la vida, siente que ese hombre no es el que ella creía conocer. No entiende a qué se refiere cuando habla de cumplir sus sueños.
Enrique alquila un departamento no muy lejos de su barrio de siempre. Pasa los días en el club de rugby con sus amigos. Se siente libre. Algunos lo miran mal por haber dejado a su mujer en ese momento tan delicado, después de la tragedia que se abatió sobre la familia al morir Candy, pero a él no le importa. Inés lo extraña, se arrepiente de haberlo echado de la casa, se da cuenta de que con él no estaba bien, pero sin él está peor. Se consuela con el afecto de su perra Lulú, que duerme en su cama y le lame los dedos de la mano.
Martín lleva a Inés a un siquiatra en Recoleta, el doctor Farinelli, que le receta unos antidepresivos más potentes. Inés los toma, pero igual está triste y llora. Martín está furioso con su padre, le parece que no debió dejar a su madre de esa manera, meses después de la muerte de Candy. Quiere que su madre se enamore de un hombre rico que le consienta todos sus caprichos.
Fumando en el balcón de su departamento, Enrique tal vez piensa: Me conviene cambiar a mi tía Otilia a un geriátrico más barato. Me conviene que la vieja se muera cuanto antes.
Acariciando a su perra Lulú, Inés tal vez piensa: ¿Vendrá Enrique a la comida de Navidad? Si no viene, me voy a morir de la pena.
Trotando en la faja del gimnasio, Martín tal vez piensa: El tarado de mi padre se va a gastar toda la plata de la mochila y va a regresar con el caballo cansado, pero cuando eso ocurra lo voy a echar, porque mamá va a vivir en el departamento que he comprado para ella y ni en pedo dejo que el boludo vuelva a joderle la vida.
Echado en un asiento del avión sin poder dormir, pienso: Voy a comprar la peluquería de Walter.
Estaba cortándome el pelo un lunes a la tarde en el barrio dan Isidro cuando Walter me contó que estaban vendiendo la peluquería y que él no la podía comprar y por eso tendría que irse pronto a buscar otro local, lo que sería muy malo para su negocio, pues corría el riesgo de perder parte de su clientela. Me interesé en el negocio, pregunté el precio de la peluquería, conseguí que el vendedor hiciera una rebaja sustancial y entregué un dinero —una «seña», en lenguaje argentino— para reservar la primera opción de compra. Walter me prometió que me pagaría una renta superior a la que pagaba. Pensé que sería divertido ser dueño de una peluquería por varias razones: parecía un buen negocio, ayudaría a Walter —a quien consideraba un excelente peluquero— y podría decir que me había retirado de la televisión para dedicarme, junto con Martín, a un asunto más provechoso, el de la peluquería en la calle Martín y Omar.
Recibo un correo electrónico que dice «urgente» en mayúsculas y con varios signos de exclamación. Lo ha escrito Gladys, una señora que trabaja como empleada doméstica en casa de mi ex suegra. Gladys me pide un préstamo para comprarse una casa. Es una cantidad considerable, que me sorprende: más de lo que cuesta la peluquería de Walter. Gladys dice que no aguanta más a la patrona, que necesita irse de esa casa en la que ha vivido los últimos veinte años casi como esclava, trabajando duramente a cambio de un salario modestísimo, y que quiere comprarse una casa de tres pisos y ocho habitaciones en el barrio de Salamanca, no muy lejos de la casa de su patrona, de la que quiere irse para no volver más. Gladys me promete que me pagará en diez años, alquilando algunas de las habitaciones de la casa. No le contesto. Le tengo cariño a esa mujer noble y hacendosa, de firmes convicciones religiosas, pero parece imprudente prestarle tanto dinero y esperar diez años a que ella, con suerte, si alquila todas las habitaciones de la casa, me lo devuelva.
De paso por Lima, me veo obligado a decirle que no le prestaré el dinero porque me parece que ella no podrá pagarlo. Gladys se siente humillada. Todos los bancos le han dicho que no le prestarán ni un centavo y ahora el joven Jaime le niega el dinero de su casa de Salamanca con ocho cuartos de los que ella pensaba alquilar seis.
Abrazada a su osito negro de peluche, Gladys tal vez piensa: El joven Jaime es bien malo, qué le costaba ayudarme, yo en diez años todito le hubiera pagado y tendría mi casa propia.
Manejando despacio una camioneta a la que ya le suena todo, pienso: Tengo miedo de que me secuestren en esta ciudad.
Contando los días para que compre la peluquería, Walter tal vez piensa: Cuando venga el peruano Jaime Baylys, ¿le cobraré doce pesos por corte o no debería cobrarle nada porque ahora es el dueño?
Maquillándose levemente antes de ir a un recital de su amiga Sandra, Martín tal vez piensa: Si Jaimito me quiere, pasará la Navidad conmigo en Punta del Este, como me prometió.
Comiendo empanadas frente al televisor, Inés tal vez piensa: Enrique no me quiso nunca, si me quisiera no me hubiera dejado llorando en el café Cosquillas.
Fumando en el bar del club, Enrique tal vez piensa: Pude haber sido un buen jugador de rugby, el matrimonio me jodió la vida.
En el baño del avión, pienso: Quiero pasar la Navidad con Martín en Punta del Este.
Poco antes de las dos de la tarde de un viernes soleado de diciembre, llego a un restaurante de la isla y me siento a esperar a mis amigas cubanas, a las que he invitado a almorzar para despedir el año.
Todavía me sorprende que mis chicas cubanas, que tanto me hacen reír y a las que veo casi todas las noches, sean tan mayores: dos son bisabuelas y una, abuela.
No tarda en llegar la menor, Thais. Guapa, elegante, distinguida, vestida de blanco, con un collar de piedras rojas, carga un bolso en el que trae regalos para mí, para Martín que está en Buenos Aires (con quien ella intercambia correos electrónicos a menudo), para Catita, la sobrina de Martín.
A pesar de que no le gusta manejar, Thais ha venido manejando desde su casa en Coral Gables.
Cumple setenta y un años por estos días, pero parece que tuviera sesenta o menos, tal vez porque todas las mañanas va al hotel Biltmore y hace aeróbicos acuáticos en la piscina. Está casada con un médico que ama la ópera, tiene tres hijos, se divierte haciendo collares y dice que estaba deprimida hasta que me conoció. Me vio una noche en televisión, vino a verme al estudio, me trajo regalos, me contó que había perdido a un hijo cuando él tenía apenas veinticinco años, me enseñó fotos de su hijo, me dijo que yo le recordaba a él y desde aquella noche nos hicimos amigos.
Todos los lunes, Thais me lleva al estudio una bolsa llena de cosas ricas para que no me falte comida toda la semana y no tenga que ir al supermercado. Desde que la conozco, creo que he engordado. Tiene una debilidad por los chocolates y yo tampoco sé resistir esa tentación que ella estimula en mí.
Poco después llegan al restaurante Esther y Delia. Son inseparables, van a verme al estudio casi todas las noches. Esther es alegre, de risa fácil, siempre de buen humor; Delia es más tímida y callada. La que maneja el pequeño auto coreano («mi máquina», lo llama ella) es Esther. Delia camina con cierta dificultad, apoyada en un bastón. Esther tiene ochenta años, pero, como se ríe todo el tiempo, parece de setenta, una niña que ha envejecido sin dejar de ser una niña. Delia ya cumplió ochenta y tres. Yo le digo que nunca conocí a una mujer de esa edad tan despierta, tan curiosa, tan atenta a todo, tan joven. Las admiro a ambas, siempre llenas de energía y vitalidad, siempre diciéndome cosas amables y riéndose de cualquier cosa.
Mis chicas cubanas y yo pedimos la comida. Thais elige la milanesa de pollo; Esther y Delia, el bacalao. Me cuentan cómo llegaron a Miami, jovencitas las tres, Thais enamorada, dispuesta a casarse con el hombre que todavía hoy es su esposo, Esther ya casada, con hijos, huyendo de la dictadura, Delia también casada, con hijos, sin hablar inglés, sin saber cómo se ganarían la vida.
Tuvieron que pasar por toda clase de privaciones y sacrificios, eran pobres, trabajaban como enfermeras, como vendedoras de almacenes, limpiando baños, multiplicándose para cuidar a sus hijos, acompañar a sus esposos y ganar dinero. Dejaron atrás un país, un buen pasar, unos recuerdos, una vida llena de promesas. Nada de eso las hizo duras o amargadas ni las envenenó de rencor. Han tenido vidas tremendas, sorteado adversidades brutales, peleado sin descanso para sacar adelante a sus familias y no por eso han dejado de ser buenas, cálidas, traviesas, coquetas, juguetonas. Yo les digo que son mis chicas cubanas y ellas se ríen y Esther me dice «¡cállate!» y yo me río con ellas y las quiero porque me siento feliz con ellas, olvido mis problemas, comprendo que son nada comparados con los que esas mujeres alegres y aguerridas han tenido que enfrentar y de los que han sabido salir airosas.
Las tres perdieron hijos y me lo cuentan con tristeza pero al mismo tiempo con serenidad, resignadas a las maldades con las que nos golpea el destino. El hijo de Thais se llamaba Héctor y murió de sida a los veinticinco años. Me enseña fotos en blanco y negro. Era guapísimo, parecía un actor de cine, vivía como un príncipe en Manhattan en los tiempos de Studio 54. Adoraba a su madre y ella moría de amor por él, aún hoy muere de amor por él, lo recuerda cada día, lo cuida en sus pensamientos y oraciones, cree ver cosas de él en mí. Soy en cierto modo ese hijo que ella perdió y ella es en cierto modo mi madre cubana, una de mis madres cubanas, y así se lo digo siempre que puedo.
Esther tenía un hijo muy lindo que se llamaba Jorge. Era un adolescente, tenía apenas catorce años, la edad que tiene ahora mi hija mayor. Me enseña una foto de Jorge, un chico bellísimo, la mirada inocente de un ángel. Un día él y sus amigos fueron a la playa. Jorge se arrojó al mar desde cierta altura, se golpeó la cabeza y murió allí mismo. Esther me lo cuenta sin quebrarse, sin llorar, sin sentir compasión por sí misma, con una fortaleza admirable, como si me estuviera contando la vida de otra persona. Estuvo casada casi cincuenta años con Bebo, un cubano del campo, un hombre bueno. Me enseña la foto de Bebo, ya me la había enseñado antes. Bebo murió a poco de que cumplieran las bodas de oro. Vivían en un apartamento cerca de la línea del tren, a Bebo le gustaba el silbido del tren, sentía que estaba en el campo. Esther está orgullosa de sus hijos. Me habla de su hijo Luis. Sus palabras están cargadas de amor. Me cuenta que Luis tiene un compañero, Juan, el español. «A Juan lo quiero como a un hijo», dice. Cuando dice eso, admiro la sabiduría de esa mujer que cree en Dios pero también en la alegría y en el amor, en todas las formas del amor.
Delia es más tímida y callada y sólo interviene cuando le hago preguntas. Eso me gusta de ella, que sabe escuchar. Es inteligente, aguda, refinada en sus bromas y observaciones. Como Thais y Esther, perdió a un hijo y me lo cuenta con enorme dignidad. Se llamaba Mario, tenía cuarenta años o poco más cuando murió de sida. Delia lo cuidó y acompañó hasta el final, como la madre ejemplar que es. Me enseña una foto de él, un hombre guapo, de traje y corbata, sonriente. Me enseña su tarjeta, con una dirección en Coconut Grove. Me habla de su Mario con una ternura y una devoción que me conmueven. Todo en ella es suave y delicado, y el modo en que evoca a su hijo lo es también.
Mis tres chicas cubanas comen panqueques con dulce de leche y me piden que llame a Martín.
Saben que está en Buenos Aires y que yo lo amo. Cuando voy a verlo todos los meses, le mandan cartas y regalos. Saben que Martín perdió a su hermana Candy y por eso lo quieren más y se preocupan por él. Llamo a Martín. Le digo que estoy con mis chicas cubanas. Martín se ríe, me dice que estoy loco. Le digo que ellas lo quieren saludar. Mientras veo a Thais, a Esther y a Delia hablando con Martín, diciéndole cosas lindas y animándolo a que venga pronto a Miami, pienso que soy más feliz desde que conozco a esas tres mujeres adorables y pienso también que es así como me gustaría que mi madre me quisiera.
Me veo obligado a dejar el hotel frente al campo de golf porque los ruidos que hacen los jugadores de la selección de fútbol, alojados en los pisos de arriba, y los chillidos histéricos, inflamados de un patriotismo de corta vida, de sus admiradoras reunidas frente a la puerta del hotel, me impiden dormir.
Escapo unos días a Buenos Aires. No sé de qué escapo, supongo que de la vida pública de Lima, de las obligaciones familiares. Me refugio en el departamento de San Isidro, donde usualmente consigo dormir bien. No tengo suerte en esta ocasión. Están haciendo obras en el departamento de arriba. No hace mucho murió su dueña, una señora mayor, y los hijos están refaccionándolo. El ruido es agobiante y comienza a las nueve de la mañana. Cuando suspenden los trabajos a las cinco de la tarde, tomo un ansiolítico y duermo unas horas para no enloquecer.
Me refugio en un hotel en el campo, a la altura del kilómetro sesenta de la autopista a Pilar. Es una casona antigua, de dos pisos, con habitaciones grandes y bien dispuestas, una piscina de buen tamaño y un amplio jardín por el que a la noche, después de cenar, caminamos Martín y yo. El teléfono de Martín no para de timbrar. Es Inés, su madre, que está muy triste porque Enrique, su esposo, la ha dejado. Martín ama a su madre, le tiene paciencia, la escucha, le da consejos. Pero el teléfono suena y suena. Martín me dice que llevará a su madre a pasar la Navidad en ese hotel en el campo para alejarse del bullicio insoportable de las fiestas y para que ella sienta menos la ausencia de Enrique.
Un día de sol abrasador, vamos a comer a un restaurante del centro comercial de Pilar. En la mesa vecina, un sujeto habla a gritos en inglés. Parece un turista de la India o Pakistán. Parece orgulloso de hablar inglés y tal vez por eso lo habla en ese tono ofensivo, vulgar. Quien lo escucha y asiente dócilmente (quizá porque es su empleado) es un tipo que parece argentino y chapurrea un inglés trabado. No soportamos los gritos y pedimos que nos cambien de mesa. La camarera, una rubia que seguramente piensa que algún día triunfará como actriz y nos mira con cierto desdén, dice que no podemos cambiarnos de mesa porque aquel sector al fondo, lejos del parlanchín odioso, «no está habilitado». Le pregunto quién tiene que habilitarlo, sino ella misma, que, por lo visto, se resiste a caminar unos pasos más. No me responde. Nos vamos del restaurante odiando al gritón y alegrándonos de no haber ido nunca a la India ni Pakistán.
Al día siguiente nos invitan a una fiesta en el Alvear. No podemos resistirnos a los encantos de ese hotel. Martín maneja a toda prisa, le pido que vaya más despacio. Escuchamos un disco de Mika. Martín canta eufórico. Es un momento feliz.
En el salón del hotel hay tanta gente que no se puede caminar. Aparecen unos mariachis y un cantante argentino, suben al escenario, estalla la música. Entre las muchas conversaciones más o menos mentirosas que se funden en el ambiente y el estruendo alegre de los mariachis, a duras penas se puede hablar. Hablo con un diseñador que tiene caballos en Palm Beach. Hablo con el dueño de un restaurante famoso, que me invita a comer al día siguiente. Hablo con una amiga actriz y su novio, que se van a casar en el otoño. Hablo a gritos y todo o casi todo lo que digo es mentira, pero unas mentiras más o menos encantadoras, dichas con absoluta convicción. Al cabo de una hora, cansado de tanto gritar, me voy con Martín al restaurante del hotel. Está lleno, no tienen una mesa libre. Sin embargo, nos acomodan en un ambiente privado. Martín está precioso, toma champagne. Es otro momento feliz.
A mediodía del jueves tengo cita con la masajista. Es una señora gorda, mayor, de anteojos.
Martín dice que le da asco imaginar que esa señora lo toca. La mujer me dice que me tienda boca abajo. Obedezco. Masajea mi espalda sin el rigor que yo quisiera. No quiero que me hable. Me habla. Me pregunta qué me pareció el discurso de la presidenta. Le digo que no lo vi. Me dice que a ella le encantó. Dice: «Esa mujer tiene unos ovarios impresionantes». Sólo apalabra labra «ovarios» en boca de la masajista destruye la posibilidad de que las fricciones de sus manos en mi piel resulten placenteras.
A la tarde tengo cita con el siquiatra, el doctor Farinelli, que es también el siquiatra de Martín y su madre. Caminando por la avenida Las Heras, envuelto en una nube de humo gris que despiden los colectivos vetustos, me siento en Lima. Me duele la cabeza o, como dice Martín, «se me parte la cabeza». Martín dice esas cosas curiosas, que me hacen reír. Cuando está caliente, me dice «te voy a partir al medio». Tomo dos ibuprofenos en un bar de Las Heras y caminamos tapándonos los oídos porque el ruido de esa avenida es insoportable.
El doctor Farinelli me pregunta cuál es mi conflicto. Le digo: «Hay demasiado ruido, doctor».
Me dice que estoy deprimido. Me receta un antidepresivo nocturno y otro diurno. Le pregunto si cuando duermo también estoy deprimido. Me dice que sí. Compro los antidepresivos. Leo las indicaciones. Uno de ellos, el nocturno, podría generar priapismo, es decir, una erección tan prolongada que llega a ser dolorosa. Martín se ríe y me dice que debería tomarlo también de día.
Rumbo al aeropuerto a las seis de la mañana, el remisero no para de hablar. Me tomo un Alplax y dos ibuprofenos para soportar esa cháchara cruel sobre política. Mientras habla a los gritos, baja la ventanilla y trata de espantar una mosca. Al hacerlo, pierde un segundo el control del auto y casi nos estrellamos. Le digo: «Por favor, concéntrese en la ruta». Pero el sujeto sigue discurseando.
Llegando a Lima a mediodía, me refugio en un hotel, en el que quise suicidarme cuando era joven. Intento descansar. Poco después comienzan los ruidos. Están ampliando el hotel, construyendo más habitaciones porque pronto habrá no sé qué convención. Pido que me cambien de habitación. Escapo del hotel.
En casa de mis hijas no puedo escribir porque los perros ladran. Le pido a Aydeé que abra la puerta y los deje salir a la calle. Ella me dice que en el barrio quieren envenenarlos. «Ojalá», le digo.
A la noche regreso al hotel. Me han cambiado de habitación. A las dos de la mañana, duermo por fin en medio de un silencio largamente deseado. Poco dura la felicidad. A la siete y media del domingo, estalla un fragor de música electrónica. Hay una maratón cuyo punto de partida es exactamente frente al hotel. De pie frente a la ventana, veo a centenares de hombres y mujeres, vestidos en indumentaria blanca, deportiva, saltando y bailando al ritmo de los pasos que marcan, desde el escenario, tres jovencitas saltimbanquis, en mallas naranjas. Detesto a toda esa gente optimista y sudorosa que no me deja dormir. El doctor Farinelli tiene razón, debo estar deprimido.
Salgo del hotel, subo a la camioneta y termino en la avenida Javier Prado. No sé adónde ir.
Un tal Manuel Ceballos le escribe insultos y amenazas a Martín desde una cuenta de Yahoo México. No es la primera vez que lo hace.
El tal Ceballos le dice a Martín que es un tonto, un mantenido, un parásito, un bueno para nada.
También le dice que yo no lo quiero y que lo engaño con otros amantes.
Martín, que está en Buenos Aires, me llama por teléfono a Lima y me dice en tono airado que el tal Ceballos no es un mexicano que nos odia sin conocernos sino un chileno que vive en Miami y nos conoce a los dos. Luego me pide que tome represalias contra ese chileno.
Le digo que no puedo tomar represalias contra el chileno porque no tengo ninguna prueba de que él sea el autor de esos correos.
Martín se molesta y me dice que soy un tonto, que es evidente que el chileno lo odia y está obsesionado conmigo y se ha camuflado tras la identidad de Manuel Ceballos para sembrar cizaña entre nosotros. Luego me pide que, si de verdad lo quiero, llame a Miami y, usando del poder que me da la televisión, haga despedir al chileno del canal en el que trabaja.
Le digo que no puedo hacer eso, que tengo que estar seguro de que el chileno es Manuel Ceballos antes de tomar represalias contra él.
Martín me acusa de tener «amigos ridículos» que se obsesionan conmigo y lo odian. Cita a Ana, una amiga que se hizo un tatuaje con mi nombre. Me acusa de no tener amigos sino seguidores fanáticos a los que yo manipulo. Me asegura que el chileno es Manuel Ceballos y está enamorado de mí y por eso intriga contra nosotros.
Le digo que voy a investigar quién es Manuel Ceballos. Martín pierde la paciencia, levanta la voz, discute a gritos conmigo, cuelga bruscamente el teléfono.
El tal Manuel Ceballos ha conseguido lo que quería: que Martín y yo nos peleemos.
Contrato a dos expertos cibernéticos para que consigan meterse en la cuenta de Ceballos en Yahoo México y me den a leer sus correos. Sólo quiero saber si el tal Ceballos es el chileno o un perturbado que no me conoce. Mi intuición me dice que no es el chileno, pero no puedo probárselo a Martín, y él está seguro de que es el chileno quien lo ha insultado y me ha acusado de serle infiel «con un amante en cada puerto».
Los expertos cibernéticos no consiguen penetrar en la cuenta de Ceballos. Me dicen que pueden filtrarse en cuentas de Hotmail o de Gmail, pero no en una de Yahoo.
Frustrado, le escribo a Ceballos diciéndole miserable y cobarde y exigiéndole que deje de escribirle a Martín. También le digo que amo a Martín como nunca nadie lo amará a él.
Ceballos me contesta diciéndome gordo cantinflas, gordo de un amor en cada puerto, gordo mentiroso, gordo cobarde, gordo rastrero. También me dice que él ha sido mi amante y que la última vez que nos acostamos fue el 24 de noviembre «en nuestro hotel favorito». Por supuesto, envía copia de ese correo a Martín.
Lo que más me duele es que Ceballos me diga gordo tantas veces, porque es una acusación que no puedo rebatir.
Martín me cree: no conozco a Ceballos, el 24 de noviembre estuve en Buenos Aires, no me he acostado nunca con ese sujeto que intriga desde las sombras. No sé si me cree cuando le digo que no tengo amantes escondidos. Ciertamente no me cree cuando le digo que no soy un gordo mentiroso. Me dice que, aunque me duela, es verdad que estoy gordo y que soy un mentiroso.
Luego me dice que eso prueba que Ceballos es el chileno: si bien miente sobre nuestro encuentro furtivo del 24 de noviembre, sabe que soy un gordo mentiroso, lo que, según él, revela que me conoce, que es el chileno.
Le escribo a Manuel Ceballos diciéndole que si vuelve a molestar a Martín, me vengaré de él y se arrepentirá.
Contrato a una persona para que me diga quién es Ceballos y dónde vive. Si Martín tiene razón y es el chileno de Miami, pediré que lo despidan. Pero no creo que sea él. Sospecho que es un pobre diablo que no me conoce y que ha leído alguna de mis novelas y se ha obsesionado con nosotros.
Me dicen que hay un Manuel Ceballos en Lima que ha escrito contra mí en foros cibernéticos.
Ha dicho que soy un racista, que no soy santo de su devoción, que no ve mi programa, que me detesta.
Hay un Víctor Manuel Ceballos en México que trabajó como coordinador de producción del programa «Corazones al límite» de Televisa y luego como asistente del programa «Caiga quien caiga» de Azteca. Le dicen la Zorra.
Hay un Manuel Ceballos en México que es escritor de temas históricos y religiosos.
Hay otro Manuel Ceballos en México que ha publicado crítica de arte en el diario El Universal y que puede ser el escritor de temas históricos y religiosos y también puede ser la Zorra, aunque esto último parece improbable.
Hay un Manuel Ceballos que es un actor que vive en Phoenix, Arizona, y que ha actuado en una película independiente.
Hay un Manuel Ceballos que es extremeño y árbitro de fútbol de la segunda división en España.
Hay un Manuel Ceballos que es boxeador peso mediano en Argentina.
Hay un Juan Manuel Ceballos que vive en el Perú y es ingeniero agrónomo y puede que sea el que ha escrito en foros cibernéticos insultándome.
Mis sospechosos son dos: el Ceballos que vive en el Perú y cada tanto me ataca en foros y el mexicano de la televisión al que apodan la Zorra.
Le cuento todo esto a Martín. Se molesta. Me dice que es obvio que Ceballos es el chileno y que estoy perdiendo el tiempo. Me molesto. Le digo que es un testarudo. Me gusta esa palabra. Es un insulto elegante. Martín me cuelga el teléfono.
Consigo los teléfonos del Ceballos mexicano al que le dicen la Zorra y del peruano que me ha atacado en foros cibernéticos. Los llamo y les dejo mensajes amenazantes: «Soy el gordito cantinflas. Si vuelves a molestar a mi chico, te mandaré un par de matones para que te rompan las piernas». Después de dejar esos mensajes, siento que ha sido inútil. Si yo escuchara un mensaje así, no me daría miedo.
Llamo a Martín a las tres de la mañana y le digo que estoy seguro de que nuestro enemigo es la Zorra, el mexicano. Martín me dice que está seguro de que Ceballos es el chileno, que ha sido y sigue siendo mi amante, que el 24 de noviembre me encontré con él en algún hotel o albergue transitorio de Buenos Aires. Luego me dice que está harto de mí y que deje de llamarlo.
El intrigante ha conseguido lo que quería: Martín le cree a él más que a mí y no quiere hablar conmigo.