He venido a esta casa de playa al sur de Lima no porque me guste la playa o esta playa en particular, que se llama Asia, sino para evitar que venga mi ex suegra. Debería estar en Miami, ocupándome de mis asuntos, pero ningún asunto me parecía más urgente que mantener vivo el rencor contra ella y su esposo, frustrar sus planes de fin de año, librar una rápida guerrilla familiar y demostrar, por si me subestiman, que soy un soldado con una misión, y esa misión es azuzar el odio literario contra ellos, que me echaron de su casa con insultos y amenazas cuando publiqué cierta novela.

Estoy solo en la casa de playa, porque ellos, mis enemigos, sorprendidos por mi astucia (pues pensaban disfrutar en mi ausencia de esta casa), no permiten, en represalia, que mis hijas vengan a visitarme, alegando que deben montar a caballo, tomar clases de baile, visitar a la tutora de ortografía o jugar con sus primos, que han venido desde Oslo, donde viven. Estar solo, como se sabe, tiene ciertas ventajas, por ejemplo hacer lo que a uno le dé la gana sin dar explicaciones a nadie, pero, cuando se está en una casa de playa y se pretende bajar al mar sin sufrir una insolación, hace falta alguien que se ocupe de echarle a uno protector de sol en la espalda. Y a eso se reduce entonces el problema de estar solo en la playa: a que no sé cómo echarme protector en la espalda, y después de intentarlo con un cuchillo de cocina, con una espátula de madera, con una botella plástica de tamaño familiar y con un aerosol, me doy por vencido y me resigno a buscar a un amable vecino, curioso o espontáneo que me saque del apuro.

Es entonces cuando entra en escena Candela.

Candela es un joven bajo, de tez morena y ojos chispeantes, uniformado con una camiseta celeste y un pantalón corto azul, que aparece en la terraza para vigilar que los motores de la piscina estén funcionando correctamente, que el agua esté en la temperatura y el nivel adecuados y que no falte una pequeña dosis de cloro para purificarla. Candela cumple su misión en silencio porque ha sido advertido de que nunca debe perturbar la paz de los residentes de esta playa. Por eso, cuando le invito un helado de chocolate y le digo que se siente un momento a conversar conmigo, se sorprende, pero, vencida esa primera reacción de timidez, acepta la invitación y come el helado sin hacer el menor ruido. Una vez que me ha contado algunas cosas de su vida (que se llama Candela, que vive en el pueblo cerca de la playa, que tiene una hija llamada Sheyla para quien me pide un autógrafo a pesar de que la niña tiene apenas trece meses de nacida, que uno de sus sueños es tener una piscina propia y aprender a nadar), me animo a pedirle, de la manera más viril y respetuosa, que, por favor, me eche protector en la espalda, porque quiero bajar a la playa a darme un chapuzón.

Algo sorprendido, pero acostumbrado a atender en todo lo que sea posible a los habitantes de esa playa, Candela acepta cumplir tan innoble y peligrosa tarea, la de cuidarme la espalda de los rigores del sol.

Ahora estamos Candela y yo de pie, él en su uniforme playero, yo en un traje de baño de flores que me queda grande, y Candela abre sus manos y yo deposito en ellas sendos chorros de protector número setenta, el más resistente y grasoso de todos, y luego me doy vuelta y Candela empieza a frotar sus manos por mi espalda con una seriedad y un esmero indudables. Aquel momento en que Candela me masajea la espalda con sus manos recias y grasosas, curtidas por el cloro, el agua salada y el sol, es, con mucha diferencia, el más memorable de cuantos he pasado en estos días atrincherado en la playa, y así se lo hago saber con el debido respeto:

—Lo haces estupendamente, Candela. Por favor, échame un poco más y no dejes ninguna parte sin protector, que odio la erisipela.

—Con mucho gusto, señor —dice él, y estruja el frasco plástico para extraer más protector setenta.

Para mi mala fortuna, cuando Candela se halla frotándome la espalda ya con más confianza aunque no por ello con menos dedicación, pasan caminando frente a la terraza, rumbo a la playa, dos señoras en traje de baño y sombrero, muy elegantes, bañadas por supuesto en protector, y al ver a un muchacho uniformado sobando una y otra vez mi espalda tantas veces sospechada, comentan algo en voz baja, se persignan con estupor y una dice:

—Cómo se ha maleado esta playa.

Al parecer, tan pías y honorables damas han caído en el error de pensar que Candela está acariciándome, llevado por la lujuria, y no echándome loción contra el sol, y que dicho joven uniformado y yo nos hemos entregado con descaro, y a la vista de quienes deseen mirar, a las más bajas pasiones, que, como se sabe (aunque tal vez ellas no lo saben), suelen ser las más placenteras.

Pues no es así, nobles señoras: no es que ame a Candela, es que soy un hombre solo y odio la insolación.

Candela se marcha poco después, agradecido porque le he servido bebidas y bocaditos y le he prometido mandarle saludos en el programa, y yo bajo a la playa, desafiando las miradas hostiles de las damas cuya sensibilidad he herido sin querer, y me doy un baño de asiento en las aguas heladas y arenosas del Pacífico. Y como no parece ser mi día de suerte, una ola chúcara me golpea por detrás y me desacomoda el traje de baño, y mis amigas, escandalizadas, alcanzan a capturar visualmente, en el luminoso horizonte de bufeos y gaviotas, un pedazo de mi trasero tantas veces sospechado, que, puedo jurarlo, no ha tocado ni tocará nunca Candela, aunque ellas no me crean, porque, cuando paso a su lado, bañado en agua salada, una comenta en voz baja, aunque no tanto como para que no pueda oírla:

—Qué desperdicio este muchacho.

Camino a la casa de su hermano Bobby, que la espera para salir a navegar, mi madre se detiene un momento a visitarnos en la playa. Cuando regreso de correr, la encuentro sentada en la terraza, conversando con Sofía y mis hijas, que han llegado esa mañana, escapando de mi ex suegra. Se ve estupenda, guapa, delgada. Ya no viste de negro por la muerte de mi padre. No quiere tomar nada porque se siente un poco mareada por los cien kilómetros que ha recorrido en compañía de un chofer y un custodio que la esperan en la sombra con las flores que llevan para su hermano, el legendario Bobby. Está serena y feliz, sorprendentemente serena y feliz. Dice que mi padre está ahora en un lugar mejor y que algún día ella se reunirá con él y podrán abrazarse como nunca pudieron abrazarse cuando estuvieron de paso por acá. «Ojalá», le digo. «Ojalá, no: así será», me corrige ella, con su sonrisa infinitamente bondadosa. Luego me cuenta que el año pasado hizo muy provechosas inversiones en la bolsa de valores, en ciertas compañías mineras cuyas acciones multiplicaron su valor. Quedo asombrado con la solvencia y naturalidad con que mamá habla de sus astutas movidas bursátiles. Ha ganado dinero, aunque pudo ganar mucho más de no haber vendido a destiempo en un par de ocasiones, mal asesorada por ciertos financistas asustadizos (menciona a uno de apellido Solano), que pensaron que cierto candidato de izquierda ganaría las elecciones. La escucho en silencio, admirado. Es una mujer distinguida, de modales suaves y apariencia delicada, incluso frágil, pero hay en ella una voluntad de hierro, una fuerza escondida, cierta inquebrantable perseverancia que nace, supongo, del ejercicio diario de la fe. Mi madre me anima a invertir en la bolsa con ella. Ya no me anima a ir a misa con ella. Es una manera ingeniosa de buscar alguna forma de complicidad conmigo. Le prometo que seguiré sus consejos financieros, que compraré y venderé lo que ella me diga, que nos haremos muy ricos y me retiraré por fin de la televisión. Me dice riéndose que ella tiene tanta suerte en la bolsa porque en realidad, bien miradas las cosas, no es suerte, es que cuenta con la asistencia y el auxilio de Dios Todopoderoso, que la ilumina en la lenta pero segura expansión de su portafolio. Luego nos deja varios regalos (manás, chocolates, sobres con billetes para las niñas, un saco que era de mi padre para mí) y prosigue su viaje por la autopista al sur, donde, doscientos kilómetros más allá, en la bahía de Paracas, la espera su hermano Bobby, el navegante solitario, legendario por el poder de su inteligencia y la fineza de su humor, que la ha invitado a pasar el fin de semana en su espléndida casa que yo todavía no conozco.

Unos minutos después, mientras estoy probándome con algún temor el saco marrón que fue de mi padre, escucho sorprendido que mamá ha regresado. Nos cuenta, riéndose, que ha ocurrido un percance curioso, que no vamos a poder creer: el chofer y el custodio han cerrado el baúl del auto, dejando las llaves adentro, y ahora no pueden abrir el baúl ni encender el auto. Le pregunto cómo pueden haber dejado las llaves en el baúl y luego cerrarlo. Me dice que, al acomodar de vuelta en la maletera las flores que ella le lleva a su hermano y que habían sacado de allí para que no se estropeasen con el calor, uno de ellos, el chofer, dejó las llaves sin darse cuenta y luego cerró la puerta. No tienen copia de la llave, han forzado la cerradura pero no encuentran manera de abrirla, así que caminarán al pueblo con la esperanza de encontrar a algún cerrajero que les permita recuperar la llave extraviada y seguir viaje hasta la bahía de Paracas. Mamá está encantada: Dios ha querido que se pierda la llave en la maletera para que pueda pasar más tiempo con nosotros. Es una señal o un mensaje que ella acata con resignación y alegría. Llama a su hermano Bobby por el celular, le comunica las malas noticias (que para ella más parecen buenas) y le dice que, si no encuentran un cerrajero en el pueblo, es probable que tenga que quedarse a dormir con nosotros.

Apenas corta la llamada, la llevo a un cuarto de huéspedes y le pregunto si le provoca descansar.

Me dice que ya se siente bien, que ya le pasó el mareo, que lo que de verdad le provoca es darse un baño de mar. Poco después, sale en un traje de baño negro de una pieza, muy conservador como corresponde, con sombrero de paja y bañada en protector. Mis hijas, encantadas, le echan protector en la espalda. Antes de bajar a la playa, mamá ve en el jardín las pequeñas tablas de goma o espuma de las niñas (que ellas llaman «morey» o «pititablas») y me pregunta si puede usar una «para correr olitas». Sorprendido, me río y le cargo la tabla hasta llegar al mar. «No te olvides que yo, de joven, corría olas a colchoneta en La Herradura», me dice ella, sonriendo, acomodándose el sombrero. «Y me metía más adentro que todos los hombres y corría las olas más grandes que ellos no se atrevían a correr». Yo había oído esos cuentos desde que era chico y pensaba que eran fantasías o exageraciones, pero cierta vez, hace ya veinte años, conocí a un periodista sabio y encantador, que fue mi maestro, el gran Manuel d’Ornellas, y él me contó una tarde, almorzando en un restaurante japonés, que, cuando era joven, corría olas en colchoneta con mi madre en La Herradura y que ella bajaba esas olas con una destreza, un arrojo y una habilidad inexplicables que dejaba pasmados a todos los muchachos que corrían con ellos y que no se aventuraban a bajar ciertas olas portentosas que mamá conquistaba sonriendo en una colchoneta azul.

Ahora mi madre se echa sobre la tabla amarilla y se aleja de mí, haciéndome adiós, siempre sonriendo, y sobrepasa con pericia unas olas medianas y luego espera y espera y espera, mientras mis hijas y yo la observamos remojándonos las piernas desde la orilla, y de pronto Lola grita «¡olón!», y algo revive y se agita en la mirada de mi madre, y entonces ella bracea, patalea, se acomoda y, ante nuestros ojos asombrados, se instala en la cumbre de la ola, la posee sin mediar duda alguna y, una vez que la ha conquistado y hecho suya, la baja, recorre, zigzaguea y disfruta como si fuera una de las viejas olas de La Herradura que corría cincuenta años atrás en su colchoneta azul. Mis hijas la aplauden, maravilladas de tener una abuela que todavía corre olas y que las corre mejor que ellas y sus amigas, y yo le pregunto a mi madre si está bien, si no tiene miedo de meterse tan adentro, y ella me mira con sus ojitos santísimos, llenos de bondad, y me dice «no tengo miedo porque Dios es mi tabla, amor, y yo bajo todas las olas con Él». Y yo beso a mi madre en sus mejillas saladas y la quiero más que nunca.

Llego a Buenos Aires a pasar una semana con Martín. No nos hemos visto en algún tiempo. Al llegar al departamento, trato de no hacer ruidos, pero Martín se despierta de todos modos. Nos abrazamos. Martín quiere hacer el amor. Yo sólo quiero dormir. Ha sido un vuelo largo, estoy extenuado. Martín se queda triste, siente que ya no es como antes, cuando nos conocimos.

Duermo todo el día. A la noche, de mejor humor, digo que quiero ir al cine. Martín dice que hace frío, que mejor nos quedamos viendo el programa de bailes en la televisión. Digo que prefiero ir al cine, que en ese caso iré solo. Martín se alista y me acompaña. Vamos en taxi. Todavía no ha salido del taller, de un servicio de rutina, el nuevo auto que hemos comprado, a riesgo de que nos lo roben también. Martín odia ir en taxi, odia que yo hable con los conductores. Yo lo sé y por eso voy callado. Vemos en función de medianoche una película policial, la historia de un asesino en serie.

Martín odia la película, dice que le da miedo, que le recuerda a su hermana enferma, a la muerte.

Quiere irse del cine, pero le pido que se quede hasta el final. Al salir, subimos a un taxi. El chofer estornuda, tose, carraspea. Martín se cubre el rostro con el suéter. «Es un asco, me está tosiendo en la cara», dice. «No exageres, no es para tanto», le digo. Llegando a la casa, le digo que hubiera preferido ir al cine solo. Martín cierra bruscamente la puerta de su cuarto y se va a dormir sin despedirse.

Al día siguiente hace más frío. Despierto cansado, de mal humor. Voy al oculista, necesito anteojos nuevos. Martín me acompaña, me dice: «No sé para qué venís a verme, si estás todo el día de mal humor». Me quedo en silencio, no le hablo. Martín se va sin despedirse. A la tarde, después de la siesta, caminamos al cine. Quiero ver una película sobre un hombre que le dispara a su mujer.

Martín no parece muy animado. Mientras caminamos, me pregunta si algún día vamos a dejar de vernos esporádicamente y vivir juntos. Le digo que no lo sé, que ya se verá más adelante. Martín se molesta y, llegando al cine, dice que prefiere irse. Se va sin despedirse. Veo la película a solas y la disfruto. Saliendo del cine, encuentro a Martín, que me espera. Nos abrazamos.

La noche siguiente, Martín ya tiene el auto recién salido del taller. Propongo ir al cine a una función de medianoche. Quiero ver una película francesa. Martín dice que hace frío, seis grados, cuatro de sensación térmica. Le digo que nunca ha podido saber la diferencia entre la temperatura oficial y la sensación térmica y que, aunque haga frío, iré al cine de todos modos. Como tiene el auto recién afinado y limpiado, Martín decide acompañarme. Cuando llegamos a la cochera, suena una alarma escandalosa. No sabemos desactivarla. No podemos sacar el auto. Lo intentamos varias veces, pero la alarma nos espanta. Nos marchamos derrotados. Vamos caminando a un restaurante oriental. La comida es cara y nos cae mal. Me quedo triste, pensando que la noche se frustró porque con el auto todo es más complicado. La vida era más simple cuando nos movíamos en taxi, pienso.

Ahora hay que pagar cocheras, seguros, patentes, alarmas. Pero no digo nada porque no quiero otra pelea con Martín.

El jueves quiero ver un partido de fútbol en televisión pero no puedo porque tengo que ir a un casamiento con Martín. Es la boda de una amiga, que se casa en el hotel más elegante de la ciudad.

Me niego a ir a la iglesia. No estoy dispuesto a hacer ese teatro religioso. Vamos a la fiesta.

Tenemos suerte: llegamos tarde, pero justo en el momento en que están sirviendo el primer plato.

La cena es espléndida. Converso con mis vecinos de mesa, a quienes acabo de conocer. Martín está encantado. Me dice que algún día le gustaría casarse allí conmigo. Le digo que no me voy a casar de nuevo. Martín se queda triste, toma vino blanco, no habla con nadie. Hablo con unos diseñadores de modas. Cuando ponen música disco, Martín dice para ir a bailar. Le digo que bailar es una vulgaridad. Martín me dice que soy un tonto. Va a bailar solo. Lo miro y pienso que baila lindo.

El viernes almorzamos con Blanca, que ha llegado de Madrid. Le regalo una de mis novelas porque ella cumplirá años en pocos días. No sé qué firmarle. Ella nos ha contado que le divierte una expresión española: «Total-sensacional». Le escribo: «Eres total-sensacional. Con todo mi amor, J».

Martín lee la dedicatoria y piensa que no he debido escribir la palabra «amor». Le molesta que esté siempre tratando de seducir a las mujeres guapas, no importa si son sus amigas. Cuando Blanca se va, me lo dice, me dice que no era apropiado escribirle «con todo mi amor» a una amiga. Le digo que no exagere, que es un amor de amigo, no un amor sexual. A la noche, después de la siesta, digo que quiero ir a ver la película francesa que no pudimos ver la otra noche. También digo que estamos invitados a un musical. Martín dice que prefiere ir al musical. No tengo ganas de ir a un musical, pero cedo. Vamos en el auto, escuchando el nuevo disco de Bosé. Llegando a la calle Corrientes, sufrimos para encontrar estacionamiento. Entramos al teatro. Le digo que, si el musical es aburrido, nos iremos en media hora. Martín acepta. Pero, al comenzar, una de las actrices me saluda, me ha reconocido desde el escenario. Le mando un beso volado. Luego susurro al oído de Martín: «Nos jodimos, tenemos que quedarnos hasta el final». El musical dura dos horas. Nos aburrimos. Pienso que debí ir a ver la película francesa, que hice una concesión a mi chico y ahora me arrepiento.

Saliendo del teatro, comemos algo deprisa. Insisto en ir a ver la película francesa a la una de la mañana. Martín tiene frío y está cansado, pero cede. Ya en la sala, se queja, se mueve mucho, bosteza, dice que está quedándose dormido. A mitad de la película, digo que mejor nos vamos.

Martín acepta encantado. Pero me quedo triste porque no puedo terminar de ver la película.

Subimos al auto. Prefiero manejar porque Martín se cae de sueño. Manejo rápido, demasiado rápido para mi chico, que se queja. No le hago caso, voy a toda prisa. Martín está en silencio, ofuscado.

Llegando a la casa, Martín se va a dormir. Nos despedimos fríamente. Hago maletas, llamo un taxi, duermo apenas una hora y salgo al aeropuerto. Antes de salir, escribo una nota que dice:

«Gracias por todo. Nos vemos en un mes. Besos».

Camino al aeropuerto, le digo al chofer que me lleve a un hotel en el centro. Voy a quedarme unos días secretamente en la ciudad. Quiero estar solo. Quiero ver muchas películas. No quiero hablar con nadie.

Una semana de invierno en Lima puede parecer un año. Las noches son heladas y culposas; en las mañanas una niebla espesa lo difumina todo, incluso la certeza o la esperanza de que me iré pronto; las horas y los días pasan con una lentitud sañuda, exasperante, como si uno estuviese privado de su libertad, confinado en una cárcel de techo gris en la que nació, de la que siempre quiso escapar y a la que acaba volviendo resignadamente, porque no queda más remedio.

Debo pasar una semana en Lima porque Camila cumple años un miércoles (y nada, ni siquiera mi condición de reo o presidiario en esta gran mazmorra polvorienta a orillas del Pacífico, justifica ausentarme de su fiesta) y porque tengo que grabar unos programas para irme con mis hijas un mes de vacaciones a los Estados Unidos, el país donde ellas nacieron, donde escribí casi todas mis novelas y donde somos vulgarmente felices cuando nos bañamos en la piscina, bajo las sombras que nos conceden las palmeras.

Las celebraciones de Camila se dividen sabiamente, porque así lo ha dispuesto ella, en una fiesta adolescente con sus amigas y amigos del colegio, en un inevitable té familiar (que ella espera con cierta resignación, aunque con la curiosidad de ver cómo me tratarán algunas personas de la familia que me detestan cordialmente) y en un desayuno con su hermana y sus padres, a una hora cruel para mí, las siete de la mañana, en que abre bostezando sus regalos (todos los cuales ella ha comprado por internet, enviado a mi casa en Miami y visto a escondidas conmigo, apenas llegué a Lima) fingiendo sorpresa y alegría.

Su fiesta es un éxito ruidoso y eso me provoca alarma. Un número inesperadamente alto de muchachos inesperadamente altos desborda la pista de baile: muchos de ellos no han sido invitados y se han metido a la casa haciendo trampa, mintiendo, burlando al hombre de seguridad, diciendo nombres que no son los suyos pero que están en la lista de invitados, lo que confunde al pobre guardia, que nunca sabe quién es el invitado y quién, el impostor, y por eso, aturdido y humillado por los modales prepotentes de esos jovencitos de otros colegios que ni siquiera conocen a mi hija, los deja entrar a todos. Camila quiere echar a los intrusos, pero yo le aconsejo que no lo haga, que se olvide de ellos y disfrute de la fiesta. Uno de los intrusos se burla de la fealdad de una chica (le grita «Betty, Betty», por Betty la Fea) y ella se harta y le da una bofetada. Todas las canciones, si podemos llamarlas así, pertenecen a ese género esperpéntico y atroz llamado reggaeton, que Camila adora y baila con frenesí, pero que a mí me parece una agresión acústica insoportable, lo que provoca las justificadas quejas de los vecinos, hartos de esas letras pendencieras, obscenas, que los parlantes del jardín expulsan a un volumen despiadado y no los dejan descansar. Le pido al hombre que hemos contratado para que se ocupe de la música que, por favor, ponga algo decente, pero él responde a los gritos, con cara de trastornado, que sólo tiene reggaeton, que mi hija sólo quiere reggaeton, que si no pone reggaeton lo van a echar a patadas. Me siento en una esquina, los pies al lado de la estufa, y veo a lo lejos a mi bellísima Camila bailando esos ritmos grotescos con una gracia y una aparente felicidad que le dan sentido a todo, incluso a la creciente sospecha de que las señoras que comen sanguchitos me odian en silencio y muy educadamente porque digo en televisión que me gustan los hombres y porque me permito decir incluso los hombres que me gustan o me han gustado, lo que para ellas, que comen tan atropellada y felizmente esos sanguchitos que yo he pagado para que sigan engordando sus lindas pancitas, es una cosa de un mal gusto atroz, aunque no tanto como moverse al ritmo del perreo.

El té familiar resulta inesperadamente divertido. Mi ex suegra me saluda con sorprendente cariño. Luce bella, delgada y encantadora. Atribuye su eterna juventud a ciertas raíces, aceites, brebajes, semillas y hojas de la Amazonía que se aplica religiosamente y no duda en recomendar, a riesgo de aumentar la potencia sexual de los consumidores de dichas maravillas curativas. Sofía luce bella, delgada y encantadora. Se ha liberado de un conjuro malvado que alguien tramó contra ella. Sospecha de una mujer que la envidia. Ha visitado a un chamán o curandero, un hombre de corta estatura, aliento alcohólico y mirada extraviada, y le ha pedido que rompa el conjuro, que neutralice la emboscada de su enemiga, que la proteja y purifique del hechizo torvo. El curandero le ha pedido que se desnude. Sofía ha preguntado, con comprensible alarma: «¿Del todo?». El chamán ha respondido, con comprensible rigor: «Del todo, mamita. Si no te calateas, no puedo pasarte el cuy». Sofía se ha tendido desnuda en una camilla maloliente. El curandero ha frotado por su espalda y sus nalgas un cuy vivo, pequeño roedor andino de pelambre marrón. De pronto, ha gritado:

«¡Carajo, se ha muerto el cuy!». Luego ha explicado que el pobre roedor ha expirado por absorber toda la energía negativa depositada dentro del cuerpo de Sofía, como consecuencia del conjuro urdido maléficamente contra ella. Sofía ha sospechado (y yo la he acompañado en esa sospecha) que el curandero ha estrangulado al cuy, sólo para impresionarla y probar de ese modo histriónico su discutible eficacia. Luego, el hombre, tras deshacerse del animal, ha echado agua con pétalos de rosas sobre el cuerpo de Sofía. Ella ha creído ver que algo, no precisamente un cuy, se abultaba y movía entre las piernas del chamán. Después le ha pagado y se ha sentido radiante, liberada del hechizo maléfico, purificada y optimista, como debió de sentirse cuando se divorció de mí con un buen gusto irreprochable.

Al día siguiente, muy temprano, mis hijas y Sofía han salido al aeropuerto, rumbo a Miami. Nos veremos allá en pocos días. Me he quedado en Lima con el espíritu avinagrado, soportando de mala gana la niebla, la garúa, la conmovedora idiotez de los patriotas y los moralistas, los ladridos de los perros de mis hijas, que esperan que les tire más salchichas. Desolado, he abierto la agenda de Sofía, he llamado al curandero y le he pedido que me pase el cuy.

Martín me dice que está harto de la ola de frío en Buenos Aires y que necesita desesperadamente el sol de Miami.

El problema es que Sofía y mis hijas están en Miami. A Sofía no le gusta quedarse en mi casa, prefiere quedarse en casa de sus tíos, que son encantadores y tienen una casa más grande y más linda que la mía, con un yate en el muelle.

Le pido a Martín que no viaje todavía, que espere a que Sofía vuelva a Lima. No quiero correr riesgos. Sofía y Martín no se conocen y no tienen ganas de conocerse. Sofía no tiene una buena opinión de él (le parece un joven interesado, oportunista, que quiere aprovecharse de mi dinero) y Martín no tiene una buena opinión de ella (le parece una mujer intolerante y conservadora, que no está dispuesta a que pase mis vacaciones con mis hijas y mi amante). Martín acepta de mala gana que tendrá que esperar a que Sofía vuelva a Lima para que pueda tomar el avión que lo llevará al sol de Miami que tanto necesita.

Todo parece estar en orden: las niñas pasarán la mitad de sus vacaciones con su madre, y luego conmigo y Martín.

El azar, sin embargo, se ocupa de enturbiar esos planes.

La madre de Sofía decide viajar a Miami y se queda en casa de los tíos. Sofía y su madre se pelean porque ninguna quiere dormir en el sofá cama. Sofía cree que es injusto que su madre la desplace del cuarto de huéspedes y la mande al sofá. Le ofrezco mi casa. Sofía hace maletas y viene con nuestras hijas a mi casa. No es la primera vez que pelea con su madre, ocurre a menudo. Bajo la temperatura del aire acondicionado y enfrío la casa, sé que a Sofía y mis hijas les gusta la casa bien fría.

Sofía decide que la casa está inmunda y que conviene limpiarla. Me encierro en mi estudio a escribir, mientras mis hijas y Sofía se divierten limpiando la casa con un entusiasmo que encuentro admirable e inexplicable a partes iguales. De pronto, Sofía encuentra tres bolsas negras, bolsas de basura, en mi clóset, con ropa de hombre que ella no reconoce. La mira, la despliega, la huele. Va a mi estudio y me pregunta de quién es esa ropa. Sabe que no debería preguntarlo, pero no puede evitarlo. Me siento pillado (aunque sé que no he hecho nada malo, me ruborizo) y respondo que la ropa es de un amigo. Sofía me pregunta por qué la he escondido. Le digo que no sé cuándo volveré a ver a ese amigo y prefiero que no esté colgada en uno de los roperos. Miento. La he escondido porque es la ropa de Martín y no quería que Sofía la encontrase. La he escondido como he escondido mis fotos con Martín. La he escondido porque le tengo miedo a Sofía, tengo miedo de que se lleve a las niñas a Lima si descubre que Martín llegará en pocos días. Sofía no hace más preguntas, se va contrariada, no es tonta y sabe que escondo algo y lo escondo mal.

Pasado el incidente de la ropa, vuelve la calma. Las llevo de compras, les doy plata para que compren todo lo que quieran, las trato como lo que son, las tres mujeres que gobiernan mi vida y de las que me siento un súbdito feliz. De noche duermo mal porque la casa está helada, tengo toda clase de pesadillas, pero me consuelo pensando que las chicas están contentas.

El azar, de nuevo, se encarga de conspirar contra la precaria armonía familiar.

Una noche vamos al supermercado y Sofía ve un tabloide que ha publicado en la portada una foto mía con un titular sobre mi sexualidad («Jaime Baylys: ¡Amo a un hombre!»). Hace entonces lo que tal vez no debió hacer: abre el tabloide, busca la página, lee mis declaraciones (que yo aseguro que son falsas), ve las fotos de Martín (que dice «tenemos un cuasi matrimonio»), y lo deja en el estante dándole vuelta para que las niñas no vean a su padre en esa curiosa circunstancia. Más tarde, en la casa, entra al estudio, cierra la puerta para que las niñas no oigan y me pregunta si Martín vendrá pronto. Miento con descaro, digo que no, que me quedaré solo con mis hijas. Sofía no me cree, pero no tiene pruebas. Luego me pregunta qué es ese aparato gris que tengo en el baño.

No sé de qué está hablando. Vamos al baño. Ella me lo muestra. Parece un consolador. Ella ha pensado que lo es. Pero no lo es: es un aparato eléctrico, de punta redondeada, para depilarse los pelos de la nariz. Sofía me cree cuando hago una demostración de la dudosa eficacia del aparato.

Luego me pregunta si he vuelto a tomar cocaína. Me sorprendo, le digo que no, que no tomo cocaína hace años. Sofía me lleva al estudio y me enseña unos polvos blancos sobre la mesa. Le digo que es el azúcar en polvo de unos alfajores que comí la noche anterior, tratando de escribir la novela. No miento. Es azúcar en polvo. Me comí todos los alfajores, veinte, uno tras otro. Después no escribí una línea.

En vísperas de que Sofía vuelva a Lima, llamo a Martín a Buenos Aires y le pido que postergue su viaje una semana más porque tengo ganas de estar un tiempo a solas con mis hijas, no quiero que Sofía se vaya una noche y él llegue al día siguiente. Martín se enoja, levanta la voz, me dice que está harto de cambiar de planes por culpa de Sofía, que está harto de esconderse de ella. Le pido disculpas, le digo que fue una mala idea, que viaje como estaba planeado. Pero Martín está dolido y ya no quiere viajar, odia que yo le cambie los planes de un modo tan egoísta y caprichoso, odia que le dé prioridad a mi ex esposa sobre él. Esa noche me manda un correo electrónico y me dice que no va a viajar, que no lo llame por un tiempo.

Me quedo solo con mis hijas. Vamos al supermercado. Compramos alfajores. Ellas ven el tabloide escandaloso, ven mi foto y se ríen: ya están acostumbradas a mis escándalos y les divierte burlarse de mí. Llegando a la casa, nos metemos en la piscina. Las chicas parecen felices. Como un alfajor más (qué importa engordar, si ya no vendrá Martín), miro a mis hijas riéndose y pienso que, después de todo, soy un hombre con suerte.

Martín ha llegado de visita. Es un viaje breve porque Candy sigue muy enferma. Volverá en una semana a Buenos Aires para acompañarla en su cumpleaños.

Martín, mis hijas y yo vamos a una tienda de ropa. Camila dice, al llegar:

—La última vez que vinimos acá fue con Manuel.

No se da cuenta de que ha dicho algo que tendrá unas consecuencias devastadoras sobre el ánimo de Martín. Tendría que haber recordado lo que le he contado: que Martín y Manuel se detestan, que Martín odia que yo vea a Manuel.

Le había prometido a Martín que no vería más a Manuel, pero ahora se ha enterado de que no hace mucho salimos de compras con él, y se siente traicionado, siente que soy un mentiroso, que no puede confiar en mí.

Martín me pregunta si es verdad lo que ha dicho Camila, que hace poco fuimos a esa tienda con Manuel, y, mientras mis hijas miran ropa con aire distraído, me resigno a decir la verdad:

—Sí, vinimos con Manuel cuando estabas en Buenos Aires.

—¿Y por qué no me lo contaste? —me pregunta Martín.

—Porque tú odias a Manuel y no quería tener una pelea contigo —me defiendo.

—Me mentiste. Me dijiste que no verías más a Manuel.

—No puedes prohibirme que vea a un amigo al que aprecio. No tiene sentido que odies a Manuel. No te ha hecho nada malo.

—Manuel me odia. Te habló mal de mi libro. Me tiene celos. Le gustaría ser tu chico, por eso me odia.

—No puedes estar seguro de eso.

—Estoy seguro. Es obvio que ese tipo está obsesionado con vos. Es tu stalker. ¿No te das cuenta de que quiere que nos peleemos para que él pueda ocupar mi lugar?

—Eso es imposible, y él lo sabe. Yo lo conocí mucho antes de conocerte y nunca pasó nada entre nosotros y le dije que sólo podíamos ser amigos, que no me gustaba.

—Ya no sé si creerte, Jaime. Mentís tanto que ya no sé si creerte.

—No te mentí. No te conté que salimos con Manuel para no lastimarte. Pero no decir algo no equivale a mentir.

—Pero me dijiste que no verías más a Manuel. Sabés que ese pibe me odia y no te importa verlo.

Si de verdad me quisieras, no saldrías con un tipo que habla mal de mí.

—A mí nunca me habla mal de ti.

—Da igual. Ya me cansé de tus mentiras. No sé para qué vine. Quédate con tu Manuel. Yo me vuelvo a Buenos Aires mañana.

Esa noche, Martín llama a la línea aérea y adelanta la fecha de su viaje de regreso. Le pido que no se vaya, que no haga esa locura. Le explico que no hice nada contra él, que sólo vi a Manuel y no se lo conté, pero Martín está dolido, siente que soy un mentiroso, que soy desleal, que soy capaz de ser amigo de personas que lo detestan, como Manuel, como Ana, la chica que se hizo un tatuaje en la espalda con mi nombre.

—Yo jamás podría ser amigo de alguien que te odia —me dice—. Y vos sabés que Manuel y Ana me odian. Y te chupa un huevo. Y seguís viéndolos igual. Y te escriben tres mails diarios. Y les escribís otros tres mails diarios. Y te dicen que te quieren, que te aman. Y les decís que los querés, que los amás. Y los ves a escondidas. Y me decís que sólo son tus amigos, pero contigo nunca se sabe, Jaime.

—Te prometo que no veré más a Manuel ni a Ana —le digo—. Pero, por favor, no te vayas mañana. No tiene sentido pelearnos por algo tan ridículo. No me has encontrado en la cama con Manuel.

Manuel y yo nos conocimos en una farmacia de Key Biscayne, hace diez años o más. Yo no conocía a Martín. Manuel y yo nunca fuimos amantes, sólo amigos de vernos ocasionalmente. Hice que Martín y Manuel se conocieran en un restaurante de la isla, hace cinco años. Se reunieron pocas veces más. Fue evidente desde el principio que no se entendían, no se veían con simpatía, se rechazaban naturalmente. Siempre que hablábamos de él, Martín me decía:

—Ese pibe es un nabo atómico. No sé qué hace viviendo solo en Miami. Debería volver a Santiago y conseguirse un novio.

Pero ahora Manuel se ha convertido en una causa de guerra para Martín, en la razón para irse bruscamente a Buenos Aires, en el fantasma que agita sus propias dudas y temores sobre la conveniencia de seguir conmigo: ese hombre mayor, gordo, cansado, predecible, aburrido, ensimismado, que se pasa los días tirado en la cama, durmiendo, tratando de dormir, hablando de lo mal que ha dormido, de lo bien que dormía antes de conocerlo.

—Todo esto me pasa por ser demasiado bueno —le digo, exhausto, con dolor de cabeza, a las tres de la mañana, mientras mis hijas duermen y pienso si debo tomar el Alplax para asegurarme siete horas de sueño sin interrupciones—. Debería pasar mis vacaciones solo con mis hijas.

—Por eso me voy mañana —dice Martín—. Para no ser un estorbo en tu vida familiar.

A la mañana siguiente, todos hemos dormido bien. Es un milagro. Lo atribuyo a mi laboriosidad: bloqueé las salidas del aire acondicionado en mi cuarto y mi baño, pegando una servilleta de tela y una lámina de papel platino con cinta adhesiva, de modo que los cuartos de las niñas y Martín se mantuviesen fríos, como a ellos les gusta, pero el mío, tibio, como necesito para no dormir tan mal.

Abrazo a Martín, lo beso en la mejilla, le pido perdón, le digo que lo amo, que es el chico de mis sueños, que, por favor, no se vaya. Martín tiene las maletas hechas, dice que tiene que irse a la noche. Pero lo convenzo de ir a almorzar al restaurante mexicano que tanto le gusta. Comemos fajitas, quesadillas. Tomamos cerveza. Nos emborrachamos levemente. Vamos luego a comer helados. Martín se ríe, borracho y feliz, con sus bermudas holgadas y sus sandalias de jebe y su camiseta sin mangas que muestra los brazos bien trabajados en el gimnasio, y yo siento que nunca he amado ni amaré a nadie como amo a ese chico alto, flaco, frívolo, depresivo, callado y caprichoso, ese chico que algunas señoras confunden con mi hijo y al que de ninguna manera dejaré ir esa noche al aeropuerto, aunque tenga que pedirle perdón y prometer que nunca más veré a Manuel ni a Ana ni a nadie que él, Martincito lindo, el chico de mis sueños, odie con razón o sin ella.

Hace años, llego a Montevideo a presentar una novela. Hablo con cierta desfachatez, cuento historias que estoy seguro de haber contado antes, me dejo retratar por fotógrafos de eventos sociales y despliego mis dudosos encantos para seducir a los invitados que me acompañan en ese hotel de lujo.

En medio de tantas sonrisas y halagos falsos, conozco a una mujer. Es guapa, el pelo negro, la mirada chispeante, el perfil aguileño, pero no es tanto su belleza como su insolencia lo que llama mi atención. Ella se presenta, me da la mano suavemente, dice su nombre, Dolores, y me pregunta:

—Si te gustan los hombres, ¿por qué te casaste con una mujer?

La pregunta no está hecha en tono agresivo. Hay en ella una cierta complicidad. Quedo sorprendido, no sé qué contestar. La miro a los ojos y le digo:

—Te lo cuento más tarde, si dejas que te invite a cenar.

Esa noche, cuando todos se marchan, Dolores y yo bajamos al restaurante del hotel, espantamos a unos músicos que intentan cantarnos casi al oído, bebemos champagne y nos contamos algunos secretos. Ella me cuenta que está casada pero que ya no ama a Daniel, su marido argentino, y que ha tenido y tiene algunos amantes escondidos, y que su pasión es la fotografía, hacer fotos, hacerse fotos ella misma. Yo le cuento que estuve casado con Sofía porque amé y en cierto modo todavía amo a esa mujer, pero que también me gustan los hombres, que me gustaría enamorarme de un hombre (todavía no he conocido a Martín). Ella me cuenta que también es bisexual, que le gustan más los hombres pero que ocasionalmente puede gustarle una mujer, aunque nunca se ha enamorado de una. Cuando terminamos de cenar, me propone subir a la habitación a fumar un porro, tiene marihuana en el bolso. No he fumado hace meses, pero esa noche no encuentro razones para negarme. Fumamos. Luego suena el celular. Es Daniel, su esposo. Ella le miente, dice que está con una amiga, y se va.

Al día siguiente, vuelve al hotel y me pide hacerme fotos. Estamos en mi habitación. Ella me pide que no sonría, que mire a la cámara con seriedad, sin forzar una sonrisa. Luego impide que me quite la ropa, que me quede en calzoncillos aunque me promete que sólo tomará fotos hasta el ombligo, no más abajo. Obedezco, me dejo guiar, encuentro un extraño placer sometiéndome a la voluntad de esa mujer que me hace fotos. Ese juego o encuentro de vanidades me produce una cierta crispación erótica que no consigo disimular. Ella naturalmente lo advierte, deja la cámara y, siempre al mando, me hace el amor.

Desde aquella tarde, nos hacemos amantes. Ella lee los libros que he publicado. Yo contemplo maravillado las fotos que ha exhibido, los retratos que ha hecho de sí misma.

Como está casada y debe ocultarle a su marido los encuentros conmigo, diseña un plan: decirle a Daniel que soy su amigo, pero que no tiene por qué preocuparse, pues soy gay y tengo novio. Me cuenta el plan. Me dice que es perfectamente creíble, porque ya circula por esa ciudad el rumor de que me gustan los hombres, sólo tiene que inventarme un novio, el novio que no tengo todavía pero que estoy buscando discretamente. Aunque con ciertos temores, acepto el plan. Dolores me recuerda:

—Cuando estés con Daniel, tenés que ser muy loca. Así no va a sospechar.

Dolores organiza una cena en su casa en mi honor. Invita a amigas actrices, modelos, fotógrafas; a amigos escritores, periodistas, actores. Conozco a Daniel. Lo saludo de un modo muy afectado, tratando de acentuar mi lado femenino. Le cuento que tengo un novio en Miami (un cubano joven y pujante, al que conocí en el gimnasio) y otro a escondidas en Lima (un actor con fama de mujeriego). Todo es mentira, pero Daniel parece convencido de que soy un homosexual feliz. Al final de la noche, Dolores le pide permiso para llevarme al hotel. Como está borracho y hablando con sus amigos, acepta sin problemas. Dolores me lleva al hotel, sube al cuarto y me hace el amor.

Es un momento perfecto. Hemos encontrado la manera de ser amantes sin que nadie lo sospeche.

Ella regresa rápidamente a casa.

En los meses siguientes, vuelvo con frecuencia a ver a Dolores. No puedo vivir lejos de ella.

Necesito sus besos, sus caricias, sus bromas insolentes, la educación sentimental y musical a la que me somete. La invito de viaje. Daniel, el esposo confiado, aprueba los viajes de su mujer, la fotógrafa, y su nuevo amigo, el escritor homosexual. Dolores y yo vamos a Buenos Aires, a una feria de arte. Casi no salimos del hotel. Nada nos divierte más que fumar porros, beber champagne, hacer el amor y tomarnos fotos impúdicas. En otra ocasión vamos a Lima y Cuzco. Todo lo que recuerdo de ese viaje es que, estando arriba, en las alturas de unas ruinas famosas, tuvimos ganas de orinar y meamos al aire libre, en medio de las montañas, extasiados por el paisaje, y al hacerlo sentí algo parecido a la felicidad. También viajamos a Miami y Nueva York. Ella parece feliz engañando a su marido. Yo me siento culpable de abusar de la confianza de Daniel, que me parece un hombre encantador, pero eso no me impide disfrutar del amor extraño e improbable que he encontrado en esa mujer que a veces seduce a otras mujeres tan lindas como ella y que a menudo me anima a buscarme un chico guapo para que no me aburra con ella.

He pensado que ese amor durará todo lo que me quede de vida. Pero una mañana, estando en la ducha en Miami, suena el teléfono. Contesto. Es ella. Está llorando. Me dice que está embarazada.

No sabe si el bebé es de Daniel, de mí o de un actor uruguayo. Me quedo mudo, no sé qué decir. Le pregunto si va a tener el bebé. Dice que sí, que no puede abortar. Ya tiene tres hijos con Daniel, ama ser madre, no puede interrumpir una vida sólo por cobardía, por no saber quién es el padre. La apoyo, le digo palabras dulces, le prometo que estaré con ella, pase lo que pase. Pero ella me sorprende: me dice que va a tener al bebé, pero va a decirle a Daniel que es suyo. Le digo que es un error, que no debe mentirle, que debe tenerlo y hacer discretamente pruebas genéticas y, si resulta siendo de Daniel, se queda callada y no dice nada, pero si es hijo mío o del actor, entonces tiene que decir la verdad. Dolores no está de acuerdo. Se enfurece. Discutimos. Me dice que no puede hacerle eso a Daniel, que si tiene al bebé diciéndole que es suyo, no puede decirle un buen día que no es suyo, que eso traería mucha infelicidad. Le digo que la entiendo, pero que está equivocada, que debe ser más valiente.

Unos días después me llama y me dice llorando que ha abortado, que no podemos vernos más, que va a tratar de ser feliz con Daniel. Le digo que la entiendo, que la apoyo, que le deseo suerte.

Pasan los meses y no sé nada de Dolores. No vuelvo más a Montevideo. No quiero estar en esa ciudad sin ver a mi chica. No pisaré más Montevideo. Todo en esa ciudad me recuerda a ella.

Dos semanas con mis hijas en Miami, sin viajes ni programas de televisión en la agenda, sin empleadas que las sirvan ni familiares que las amonesten, sin horarios ni obligaciones de ningún tipo, son una promesa segura de ocio feliz para mí, no sé si para ellas también.

Debo dar gracias a quien corresponda por el hecho afortunado de que las niñas heredasen de mis genes, y no de los de su madre, que es una mujer hacendosa y emprendedora, una cierta disposición natural a la vagancia, a asociar el placer con el ocio, la felicidad con la vida sedentaria y la pereza con la virtud.

No por eso dejamos de hacer un número de planes antes de llegar a la casa en Miami, pero, como no tardaría en manifestarse nuestro espíritu haragán y una fatiga crónica que al parecer viene desde muy lejos, presumo que desde mis bisabuelos irlandeses que llegaron embriagados a las costas peruanas, esos planes no pudieron hacerse realidad, porque para ello hacían falta una energía y una laboriosidad de las que carecíamos por completo.

Dijimos que iríamos a Washington a visitar los museos, los parques, el hospital donde nació Camila, las casas donde vivimos, pero les dije que no debíamos correr tan alto riesgo porque en las noticias de la televisión habían advertido que los terroristas estaban tramando un nuevo atentado y parecía imprudente, casi suicida, subirnos a un avión o acercarnos a un aeropuerto.

Dijimos que iríamos un fin de semana a los parques de diversiones de Orlando, pero les dije que en julio hace tanto calor que la gente se desmaya, y las filas de gente esperando los juegos son tan largas que los que no se desmayan por el calor lo hacen por esperar horas de pie, y los que sobreviven al calor y a las filas y consiguen entrar a los juegos a menudo se desmayan o incluso mueren de asfixia, vértigo, taquicardia o ataques de pánico, según pude leer en los periódicos, que contaban que alguien murió en la montaña rusa y alguien más en la casa del terror, con lo cual mis hijas entendieron que era casi una certeza estadística que, si cometíamos la imprudencia de visitar los juegos de Disney, uno de los tres no regresaría vivo.

Dijimos que iríamos a un parque acuático al norte de la ciudad, pero les dije que ese parque había sido clausurado porque muchos niños murieron ahogados allí. Nunca supe de qué parque hablaban mis hijas ni dónde quedaba, pero les conté tantas historias truculentas que perdieron todo interés deslizarse por los toboganes gigantes y jugar con las olas artificiales.

Dijimos que iríamos al gimnasio todas las tardes, un gimnasio en el que estoy inscrito y por cuyo uso he pagado un año entero, pero no fuimos una sola tarde porque podía llover y no teníamos paraguas y además había demasiados mosquitos que podían picarnos en el camino.

Dijimos que saldríamos a montar en bicicleta, pero las bicicletas tenían las llantas desinfladas y les dije que era demasiado esfuerzo llevarlas al grifo, pues no cabían todas en la camioneta y había que llevarlas en varios viajes, una idea que me resultaba extenuante, de modo que las bicicletas quedaron tiradas, con las llantas bajas y las cadenas oxidadas.

Dijeron que verían a sus amigas que también estaban de vacaciones en la ciudad, pero yo dejaba el teléfono desconectado sin que ellas se enterasen y así nunca sonaba el teléfono y nadie las invitaba a ninguna parte y ellas no entendían por qué se habían vuelto tan impopulares y yo les decía que la vida es así, un desengaño tras otro, y que ninguna amistad dura para siempre.

Dijimos que iríamos a la playa, pero yo les decía que era más seguro quedarnos en la piscina de la casa, porque no hacía mucho una raya clavó su aguijón venenoso en los pies de un amigo que estaba metiéndose en el mar de la isla donde vivimos, y ellas recordaban que el último verano en el que fuimos a la playa nos encontramos nadando a pocos metros de un manatí y salimos aterrados, así que nos convencimos de que era mejor refrescarnos en la piscina y enterarnos de la fascinante vida marina viendo los documentales de la televisión.

Dijimos que saldríamos a pasear en un yate alquilado, pero les dije que, debido al aumento del precio de los combustibles, nos costaría una fortuna, así que ellas salieron a pasear en el yate de sus tíos, quienes, por suerte, muy generosos, pagaron la travesía, lo que multiplicó mi cariño por ellos.

Puede decirse entonces, sin exagerar, que no hicimos ninguna de las actividades o excursiones que habíamos planeado, que la prudencia y la pereza conspiraron contra todos los eventos familiares que imaginamos antes de viajar. Pero reconocer que esos planes quedaron en palabras y no se ejecutaron, ni siquiera uno solo, no nos entristeció: al contrario, nos confirmó que fueron unas vacaciones completamente inútiles y, al mismo tiempo, completamente felices.

Sería atropellado saltar a la conclusión de que mis hijas y yo no hicimos nada memorable en las semanas que pasamos juntos. Es verdad que todos nuestros planes fueron desechados, pero no es menos cierto que, dadas las circunstancias, supimos improvisar, apegándonos siempre a dos leyes básicas del haragán: no te agites y respeta la rutina.

Lo que ahora mismo, al final del verano familiar, recuerdo con más orgullo, porque me confirma que no se puede conseguir nada sin una cierta disciplina, es el ahínco o tesón adolescente que depositaron mis hijas en la empresa común de dormir todos los días hasta las dos de la tarde como mínimo, lo que nos permitía levantarnos tan embriagados o dopados de sueño que, luego de un breve desayuno, volvíamos a la cama a descansar del cansancio de haber dormido tanto.

No puedo olvidar la alegría que sentíamos mientras nos burlábamos, criticábamos o imitábamos a nuestros parientes, la euforia que me provocaba arrojarle piedras o agua con cloro al gato del vecino y la gratificante sensación del deber cumplido que nos invadía al ver los libros del colegio que debían leer y no habían leído ni pensaban leer porque yo me encargaría de leerlos por ellas.

Como buen padre, me ocupé de cocinar para ellas, procuranles una dieta balanceada, consistente en leche con cereales de desayuno, pan con jamón y queso de almuerzo, y pan con queso y jamón de cena, acompañados de coca-cola, todo en platos y vasos de plástico desechables para no tener que lavar la vajilla.

Si me preguntasen qué podrían haber aprendido mis hijas en estas vacaciones, tal vez diría unas pocas cosas: que si duermen hasta tarde los días suelen ser más placenteros, que el pan con jamón y queso no facilita la digestión y que la felicidad a veces consiste en inventarse un buen pretexto para no salir de casa.

Regreso a Buenos Aires después de cinco semanas. Los diarios anuncian días helados. No me preocupa demasiado. Al pie de la cama tengo una estufa portátil que sopla aire caliente (robada de un hotel chileno y a la que llamo «soplapollas»), que es como mi mascota y me previene de resfriarme.

Le digo al chofer que me lleve a San Isidro, pero no por la General Paz, que a esa hora, las ocho de la mañana, suele ser un enredo intransitable, sino por una ruta alternativa, Gaona y Camino del Buen Ayre. El chofer me dice que me costará veinte pesos más. Le digo que no importa y que acelere. Me dice que nos pueden tomar una foto y multarnos. Le digo que en ese caso pagaré la multa. Salvo el cansancio, nada me exige llegar pronto a casa. Pero llevo la prisa del viajero frecuente, que, sin pensarlo, impulsado por una antigua costumbre, quiere ser el primero en salir del avión, pasar los controles, subir al taxi y llegar a casa, como si fuese una competencia con los demás pasajeros o con uno mismo, como si quisiera batir una marca personal. Después, al llegar a casa, desaparece esa premura y puedo pasar una hora frente a la computadora, leyendo diarios y correos que tal vez no debería leer.

Duermo pocas horas. Sueño con celebridades. Es una extraña y alarmante costumbre la de soñar con celebridades. Al despertar, llamo al restaurante alemán, digo que estaré allí en quince minutos y pido la comida. De todos los restaurantes que he visitado, es el que más feliz me ha hecho. Se llama Charlie’s Fondue. Está en Libertador y Alem. Cuando estoy en San Isidro, almuerzo allí todos los días, y a veces también voy a cenar.

Después de almorzar, voy a cortarme el pelo con Walter. Atiende en Walter Pariz, con zeta, en la calle Martín y Omar, casi esquina con Rivadavia. Me hice su cliente en otra peluquería, pero tuvo el valor de abrir su propio negocio y no dudé en acompañarlo. Es un joven amable y emprendedor. Me habla de su hija, me muestra fotos de ella. Me habla de San Lorenzo, su otra pasión. Me corta el pelo mejor que ningún peluquero de Miami o Nueva York. Me cobra doce pesos, veinte incluyendo la propina. Le digo que nos veremos en tres semanas, cuando regrese al barrio.

Paso por la clínica San Lucas. Me acompaña Martín. Su hermana Candy sigue batallando contra un cáncer que no cede. Entramos a la habitación. Sus padres me saludan con cariño. Candy está muy delgada. Tiene un calefactor encendido a su lado, en la cama. Me impresiona su lucidez.

Hablamos de viajes, del que hizo a Río con Martín, a Sudáfrica con su hermana, a Londres con su padre. La televisión está prendida en un programa de chismes. De pronto, se queja de estar así, postrada y entubada en un sanatorio, con sondas y sueros y toda clase de dolores y molestias inenarrables por los que una mujer de su edad, apenas treinta años, no debería pasar. Sin quebrarse ni compadecerse de su propia suerte, con una firmeza y un coraje admirables, dice: «Quiero que me saquen todo esto y me dejen volver a casa. Si me voy a morir, prefiero morirme antes. No tiene sentido vivir así, para que puedan venir a visitarme». Se hace un silencio. Nadie sabe qué decir. Al despedirme, le doy un beso y le digo que la quiero mucho.

Los días siguientes grabo mis entrevistas de televisión. No deja de ser una ironía que aparezcan en un programa de modas y glamour, dos asuntos que desconozco por completo. Voy con la misma ropa todos los días, el mismo traje, la misma corbata, los mismos zapatos viejos de liquidación.

Llevo tres pares de medias, por el frío, que no da tregua. Lo que más me gusta de ir a la televisión es conversar con las señoras de maquillaje. Son tres y poseen extrañas formas de sabiduría, además de un número no menor de chismes. Me cuentan el más reciente: una diva, harta de esperar a una actriz joven, que demoró una hora en llegar a las grabaciones, entró al cuarto de maquillaje, le gritó a la actriz joven: «¡Sos una negra culosucio!» y la abofeteó. Ellas, que presenciaron la escena, le dan la razón a la diva. Lo que menos me gusta de ir a la televisión argentina es que me maquillen con esas esponjas sucias, trajinadas, olorosas, impregnadas de cientos de rostros célebres y ajados, bellos y estirados, falsos y admirados. Me digo en silencio que en mi próximo viaje llevaré mis propias esponjas, pues parece riesgoso que a uno le pasen por la cara tantas horas de televisión, tantas partículas diminutas de tantos egos colosales que terminan confundidas en mi cara de tonto, junto con la base, el polvo y la sonrisa más o menos impostada.

Pero los mejores momentos no son los que ocurren en la televisión sino en mi barrio de San Isidro, por el que, a pesar del frío y una llovizna persistente, me gusta caminar sin saber adónde ir, dejando que me sorprenda el azar. Voy al almacén de la esquina a comprar cosas que no necesito, sólo para conversar con las chicas empeñosas que allí atienden. Paso por la tienda de discos a comprar discos que no voy a escuchar, sólo para hablar con los chicos suaves que me saludan con cariño. Entro a la tienda de medias polares y me quejo del frío y me llevo varios pares más, deben de pensar que voy a esquiar. Compro champús franceses, sólo para darme el placer de preguntarle a la señora francesa muy mayor, que no para de fumar, qué champú le vendría mejor a mi tipo de pelo, y ella da una bocanada, echa humo, tose, pierde felizmente un poco de vida, me toca el pelo grasoso y recomienda el Kérastase gris, que es el que peor me va, pero el que me llevo obediente, porque me encanta que me toque el pelo con sus viejas, viejísimas manos. Me detengo en el negocio de computadoras y me siento a imprimir unos cuentos innecesarios, prescindibles, sólo porque quiero mirar a, y conversar con, el chico tan lindo que despacha tras el mostrador. Estos son los momentos caprichosos y felices que, cuando me voy de Buenos Aires, echo de menos, sin contar, por supuesto, los que paso con Martín.

De madrugada, todavía a oscuras, subo al taxi, rumbo al aeropuerto. El chofer me cuenta que tiene diez hijos y hace poco nació uno más, todos con la misma mujer. Le digo que debe de ser muy lindo tener una familia tan numerosa. Me dice: «No. No es lindo. Pasa que llego a casa tan cansado, a las siete de la mañana, que siempre me olvido de ponerme forro». Nos reímos. Hay en su risa enloquecida una extraña forma de sabiduría. Sólo en Buenos Aires uno encuentra gente así. Por eso quiero irme a vivir a esa ciudad.

Cuando era niño, robaba dinero de la billetera de mi padre, mientras él se duchaba. No lo hacía porque necesitase el dinero (aunque tampoco venía mal para comprarme dulces en el quiosco del colegio). Robaba por puro placer.

Nunca me pilló, nunca me dijo que le faltaba dinero, nunca sospechó de mí (o, si lo hizo, no me lo dijo). Cuando llegábamos al colegio, después de un viaje largo y enredado por carretera, que duraba una hora o poco más, sacaba su billetera si estaba de buen humor y me daba dinero por si me pasaba algo malo. Yo me sentía mal porque ya tenía escondido en las medias el billete que le había robado.

Mi padre no era un hombre rico pero vivía como si lo fuera porque así lo habían acostumbrado desde niño sus padres, que tenían dinero gracias a su habilidad para los negocios y una disciplina de hierro. Vivíamos en una mansión de película en las afueras de la ciudad, una casa de jardines interminables sobre diez mil metros cuadrados, que mi padre no había comprado, pues le fue regalada por su padre. Antes habíamos vivido en un departamento frente al club de golf, que mi abuelo también le regaló.

Cuando me preguntaban en el colegio a qué se dedicaba mi padre, yo decía: «Es gerente». Lo decía porque esa palabra sonaba bien y porque era verdad. Fue gerente de una compañía de autos norteamericana, la General Motors, hasta que la compañía decidió irse del Perú. Fue gerente de un banco; de una compañía sueca de autos, la Volvo; de una fábrica de explosivos; y de un club hípico, el Jockey. Ya enfermo de cáncer, trabajó en una compañía minera gracias a la generosidad de su cuñado, el legendario tío Bobby, un hombre de inmensa fortuna que tuvo la nobleza de ayudarlo en aquellos momentos difíciles, a pesar de que en otros tiempos habían tenido ciertos desencuentros.

No siendo mi padre un hombre de espíritu empresarial, pues tal vez carecía de confianza en sí mismo para correr riesgos y fundar un negocio propio, era honrado, disciplinado y laborioso, virtudes que sus jefes no tardaban en reconocer, y contaba con un apellido de prestigio en el mundo de los negocios, que le había sido legado por su padre, que se llamaba como él y era muy respetado por los banqueros y empresarios de la ciudad.

Al morir su padre, no pudo recibir, como hubiera querido, la parte de la herencia que le correspondía. Tuvo que esperar a que su madre, una mujer bondadosa, que lo quería mucho, muriese también. Recién entonces pudo heredar el dinero que necesitaba para sentirse más tranquilo y no tener que ir a trabajar todas las mañanas como gerente de alguien.

Nadie esperó que hiciera lo que hizo: dividió la mitad de su herencia en diez partes iguales, la repartió entre sus diez hijos y anunció que seguiría trabajando como gerente porque no quería quedarse todo el día en la casa, aburrido de no hacer nada. Sus hijos, sorprendidos, recibimos ese dinero como «adelanto de herencia», así lo llamó mi padre.

En aquel momento yo vivía en Washington, estaba escribiendo mi primera novela y no quería saber nada de mi padre, no contestaba sus llamadas, estaba furioso con él. Sin embargo, depositó en mi cuenta bancaria la parte de la herencia anticipada que había decidido regalarme. No le agradecí.

Algún tiempo después, mi novela salió publicada. Gracias al dinero que me regaló mi padre, pude terminar de escribirla. Irónicamente, él fue uno de los principales damnificados de la novela, pues uno de los personajes se le parecía mucho. Sin leerla, me había pedido que no la publicase.

Sabía que sería un escándalo que él quería ahorrarle a la familia. Quería salvar el prestigio del apellido que yo estaba a punto de mancillar.

Año más tarde, mi padre fue acusado, como gerente del Jockey Club, de firmar unas facturas sobrevaluadas. Lo enjuiciaron. Negó que hubiera hecho algo indebido. Dijo que se limitó a firmar los papeles que le pidieron que firmase y que nunca obtuvo un beneficio ilícito a cambio de eso.

Enterado de sus dificultades, lo llamé y le ofrecí la ayuda de mi abogado, un amigo muy querido.

Nos reunimos con varios abogados, ante los cuales mi padre tuvo que pasar por el trance bochornoso de explicar, sentado a mi lado, los enredos de las facturas sospechosas, y finalmente decidió contratar los servicios de mi amigo. Le dije que yo pagaría los honorarios de su abogado, durase lo que durase su defensa legal. Me agradeció, conmovido. No nos abrazamos. Nunca nos abrazamos. Pero quizá en ese momento estuvimos cerca de abrazarnos.

El juicio fue largo y lleno de ramificaciones complicadas. Al final, gracias a la astucia de su abogado, mi padre fue absuelto de todos los cargos. Fue un gran triunfo para él. Me sentí en parte responsable de esa victoria.

Ya no recuerdo cuál fue la naturaleza del escándalo que volvió a distanciarnos, pero probablemente tuvo que ver con mi renuencia a esconder o disimular mi bisexualidad, un tema que le incomodaba y del que prefería no hablar (quizá porque sentía que yo no era tal cosa y hacía alarde de ella para humillarlo). Lo cierto es que, tras largo tiempo sin hablarnos, me escribió un correo electrónico contándome que había vendido la mansión de mi infancia y preguntándome si quería que me devolviese el dinero que le había pagado a su abogado por prestarle esos valiosos servicios.

Debí decirle que ese dinero había sido una contribución desinteresada y que no tenía que devolverme nada. Pero, como estaba ofuscado con él, le escribí diciéndole que me parecía justo que me devolviese la mitad de lo que le había pagado a su abogado y que debía entregarle esa suma a Sofía.

A los pocos días, me escribió diciéndome que mi madre no estaba de acuerdo con lo que yo había pedido, pues ella pensaba que los honorarios del abogado no habían sido un préstamo sino una contribución generosa de mi parte y por lo tanto no cabía que me devolvieran nada. Aunque no me lo dijo (y eché de menos que lo dijera), pareció que él estaba de acuerdo con ella. Desde entonces, y hasta los días previos a su muerte, dejamos de hablarnos.

Ahora creo que fue una mezquindad pedirle que le diese a Sofía la mitad de lo que yo le había pagado a su abogado. No necesitaba ese dinero, como no lo necesitaba cuando lo sacaba de su billetera antes de ir al colegio. Sólo quería que, en ese largo forcejeo de orgullos y vanidades que fue nuestra historia, él, por una vez, cediera ante mí.

Tres días antes de morir, en la cama de una clínica, mi padre pidió un helado. Bajé a comprárselo y lo llevé a su cama. Mientras lo saboreaba lentamente, me miró con cariño y me preguntó: «¿Te debo algo?». No me debía nada, por supuesto. Era yo quien le debía el abrazo que nunca pude darle.

Un tal Gonzalo Brignone me escribe un correo electrónico que dice: «Sólo necesito que me expliques hasta dónde llegó tu relación con mi mujer. Espero honestidad de tu parte por respeto a mis hijos».

No sé quién es Gonzalo Brignone. No lo conozco. Si lo conocí, no lo recuerdo. No sé quién es su mujer. Si la conocí, tampoco la recuerdo. Si no los conozco o no los recuerdo, mi relación con la mujer de Gonzalo Brignone no existió, salvo en la imaginación afiebrada de Gonzalo Brignone, o si existió no llegó a ninguna parte, o a ninguna de las partes que, envenenado por los celos y el rencor, imagina el pobre Gonzalo Brignone.

Por la dirección de su correo electrónico, puedo suponer que Gonzalo Brignone es chileno, aunque podría no serlo o podría incluso no llamarse así.

Como no sé quién es Gonzalo Brignone ni a qué mujer alude, y como parece penoso que invoque a sus hijos para investigar la conducta íntima de su mujer, y como además parece abusivo que me escriba sin conocerme pidiéndome una confesión sobre mi vida sexual o mis supuestos amores furtivos, decido no escribirle.

Pero Gonzalo Brignone está poseído por la fiebre de los celos, esa enfermedad miserable y humana, que suele ensañarse con los más débiles, y no quiere o no puede tolerar mi silencio. Por eso vuelve a escribirme en ese tono seco y agresivo que es el suyo: «Explícame esto. Esto me sorprende dado [sic] tu condición de homosexual o bisexual. ¿Tuviste sexo con mi mujer? Espero tu respuesta». Luego reproduce dos correos: uno que me escribió Francisca Costamagna, su mujer, y otro que yo le escribí a Francisca. Al leerlos, descubro por fin quién es la mujer de Gonzalo Brignone, la mujer que él sospecha que se acostó conmigo. La conocí hace años en Santiago de Chile. Trabajaba en televisión. Era simpática, ocurrente, un poco loca. Quería escribir un libro de cuentos. Me había leído. Le di mi correo electrónico. Me escribió.

Gonzalo Brignone copia uno de esos correos que me escribió Francisca, su mujer: «Mi entrañable y más querido guapo: El embarazo me tiene invernando. No voy a lugares de moda y cada día me da más pereza aparecer en la tele. El matrimonio como siempre en altos y bajos. A veces pienso que mi marido es un ángel por su paciencia. Créeme que a veces no le hablo, le ladro.

»No porque no lo quiera, sino porque soy mañosa y lo reconozco. Pero lo extraño de esta relación es que cuando me siento enamorada, con ganas de tirar rico, es él quien se aleja, se abstrae. Pero cuando yo me alejo, no quiero estar con él y me cae realmente mal, anda baboso detrás de mí. El mundo anda al revés y, al parecer, estoy condenada a una relación inestable. Ahora te toca a ti. Dónde estás, cuándo vienes, qué escribes y cuánto me quieres. Te extraño mucho, muchos besos, Fran».

Enseguida Gonzalo Brignone copia un correo que le escribí a su mujer: «Mi niña: Estoy en Lima. Llegué esta madrugada con mis hijas y regreso esta noche a Miami porque quiero seguir con la novela. Hace un mes que no escribo y eso me inquieta. Ando medio aturdido por el viaje, pero sólo quiero decirte que te quiero. Besos».

Gonzalo Brignone cree o quiere creer que su mujer y yo fuimos amantes y esos dos correos le sirven como prueba. Su mujer me dice «mi más querido guapo» y «dime cuánto me quieres». Yo le digo «mi niña» y «te quiero». Estoy condenado. Gonzalo Brignone ha espiado los correos de su mujer (quién podría reprocharle esa humana debilidad) y parece convencido de que su mujer lo engañó conmigo.

Aunque sé que sería mejor no escribirle y mantenerme al margen de esa triste querella doméstica, le escribo: «Estimado Gonzalo: Lamento el tono y la urgencia de tus correos porque supongo que estás pasándola mal. Sólo una persona que ama con desesperación (como a veces inevitablemente es el amor) haría lo que has hecho tú, que es escribirme con una aspereza innecesaria, pidiéndome unas explicaciones que no tendría por qué darte, pero que elijo darte porque no quiero que sufras más de lo que en apariencia ya estás sufriendo. No, nunca tuve ninguna aventura sexual con Francisca. Fuimos brevemente amigos de escribirnos mails cariñosos, nada más que eso. Creo que no debiste escribirme en ese tono tan violento, pero no pasa nada, el amor es así y uno hace locuras a veces. Te deseo lo mejor. Espero que encuentres serenidad y sabiduría para comprender y perdonar los defectos de los otros, que a veces son más pequeños que los nuestros. Que pase el mal momento. Abrazos».

Pensé que Gonzalo Brignone me agradecería por escribirle unas líneas amables que bien podría haberme ahorrado. Me equivoqué. No tardó en escribirme: «Creo que actuaste de forma justa al responderme. De todas formas obras mal al aprovecharte de tu fama haciéndote dueño de la debilidad de algunos. Sacas lucro de esto sin medir los daños para familias e hijos que no tienen por qué vivir la inmundicia de mundo en el cual te manejas. Quizá para ti son actos furtivos sin mayor importancia pero para el resto es la vida. Mídelos porque tarde o temprano alguien te pasará una cuenta muy cara que no podrás pagar. Espero nunca más ni yo ni Francisca sepamos de ti».

Ofuscado porque su respuesta me confirmó que no debí responderle, le escribí: «Me dices que mi vida es “una inmundicia”. En efecto, lo es. Nunca limpio las casas en las que vivo. Si algún día quieres ayudarme a limpiar la inmundicia que me rodea, prometo comprar dos escobas, una para ti y otra para mí. Te espero con todo mi cariño y mi inmundicia».

Por fortuna, Gonzalo Brignone no volvió a escribirme. Pero Francisca, su mujer, que no me había escrito en años, me sorprendió: «Disculpa el malentendido. Me avergüenza, sobre todo al tener la certeza de que nuestros mails fueron sólo de cariño, e incluso más mío que tuyo. Además, hace tantos años que no sé de ti. Como te podrás imaginar las cosas por mi lado no andan tan bien como me gustaría y tú no tienes nada que ver en este baile. En fin, te pido disculpas nuevamente».

No pude evitar la tentación de amonestar a Francisca. Por eso le escribí: «No te preocupes, no es culpa tuya. Pero una persona inteligente, o cuando menos bondadosa, no escribiría las cosas que este pobre hombre me escribió. Puedo entender los celos, pero no la estupidez. Lo siento por ti. Besos, todo lo mejor».

Francisca me escribió de vuelta: «Nuevamente me avergüenza todo esto. La verdad es que él perdió la perspectiva de las cosas. Nadie tiene derecho a referirse de esa manera a tu persona. Te pido disculpas».

Gonzalo Brignone no ha vuelto a escribirme. Es una lástima. Mi vida es todavía más inmunda cuando él no me escribe.

Mi madre no sabe que tengo un novio hace años. No sabe que amo a Martín. No lo sabe porque no se lo he contado y porque no me lo ha preguntado. No se lo he contado porque no quiero causarle un disgusto más. No me lo ha preguntado porque no quiere hablar de ciertas cosas que le duelen. No lo sabe porque tal vez prefiere no saberlo.

Sofía no sabe que tengo un novio o se hace la que no sabe. Tal vez lo sabe pero no me lo pregunta porque prefiere no hablar de eso. Es una pena porque creo que ella y Martín podrían llevarse bien si no fuera porque yo estoy en el medio envenenando las cosas.

Mis hijas conocen a Martín pero no saben que es mi novio, creen que es mi mejor amigo. No les he contado que mi mejor amigo es también mi mejor amante, o que es mi mejor amigo debido principalmente, si no exclusivamente, a que el mejor amante, de modo que mi amistad por él resulta siendo del todo interesada. No sé si conviene decirles todo eso a mis hijas. Les he contado que me gustan las mujeres y también los hombres, pero creo que ellas no me hacen mucho caso y piensan que soy un poco loco o un poco tonto o ambas cosas a la vez y que nada de lo que les diga debe ser tomado en serio. Me da miedo que algún día me reprochen que no les dijera a tiempo que mi mejor amigo, a quien ellas tanto aprecian, es también mi mejor amante.

Martín no sabe que soy feliz cuando estoy con él pero que también soy feliz cuando no estoy con él, aunque tal vez sea injusto asociar la felicidad con él, porque mi felicidad depende principalmente, si no exclusivamente, de lo bien o mal que he dormido, es decir, de si he tomado o no la pastilla para dormir que me recetó el siquiatra, que es por consiguiente la pastilla de la felicidad. No sabe que yo sé que él también es feliz cuando no está conmigo, cuando me dice que me extraña y a la vez disfruta de mi ausencia. No sabe que tengo miedo de irme a vivir con él pero más miedo tengo de perderlo y de que él se vaya a vivir con otro hombre que lo ame mejor que yo.

No sabe que mis sueños eróticos son extrañamente con mujeres y que a veces todavía tengo ganas de acostarme con una mujer. No sabe que puedo ser toda una mujer con él y todo un hombre con una mujer. No sabe o no cree que puedo disfrutar de ambos ejercicios amatorios, aunque nunca tanto como con él. No sabe que a veces me escribo con mujeres y les prometo citas furtivas y caricias ardientes y que no llego ni llegaré nunca a esas citas porque tengo miedo de no estar a la altura de las expectativas, tengo miedo de defraudarlas, de no ser todo lo hombre que ellas creen que soy, todo lo hombre que, contra toda evidencia, obstinadamente, todavía creo que soy.

Mi madre no sabe cuánta plata tengo en el banco y no le importa porque nunca le importó la plata y por eso la quiero tanto. Sofía tampoco lo sabe o lo sabe sólo a medias y tiene la fineza de no preguntármelo porque ante todo es una dama y por eso la quiero tanto. Martín lo sabe vagamente pero no me lo pregunta porque tiene muy buenos modales y ante todo es una dama y por eso lo amo tanto. Sabe, sin embargo, que si muero repentinamente, como le he dicho que voy a morir, no podré dejarle nada porque he escrito en mi testamento que todo será para mis hijas. Me conmueve que me diga que así está bien, que todo lo poco que tengo, que no lo he ganado trabajando sino fingiendo que trabajo (lo que no deja de ser un trabajo, la trabajosa simulación de un trabajo), debo dejárselo a mis hijas, en compensación por la considerable dificultad que debe de entrañar la ardua tarea de ser mis hijas.

Mi amiga Blanca, que está en Madrid, no sabe cuánto la deseo. No se lo digo porque tiene novio y porque soy un cobarde y no quiero que su novio me dé una paliza. Cree que le escribo porque la quiero como amiga. Siendo eso verdad, que la quiero como amiga, también lo es que la deseo, que sueño con ella, que a menudo me encuentro pensando que tal vez con ella podría ser el hombre a medias que todavía no me he atrevido a ser, un hombre con novia a la que ama y posee y con novio al que ama y se entrega. No le digo nada de esto porque Martín es su amigo y su novio es mi amigo y porque Martín se molesta cuando le cuento que Blanca es la mujer que más deseo.

Mi amigo James, que está en Londres, no sabe cuánto lamento no haberlo besado cuando estuvimos juntos en una cama de Madrid y le dije que prefería seguir siendo su amigo y sólo su amigo. Tampoco sabe cuánto me indispuso contra él, y contra aquel beso nunca consumado, el aire viciado que dejó en el baño antes de echarse en la cama a mi lado.

Mi amiga famosa no sabe cuánto sueño con ella, cuánto gozamos juntos en mis alucinaciones culposas de madrugada, cuánto me erizo en esas películas afiebradas de las que soy pasmado espectador y protagonista gozoso cuando la veo acostada a mi lado y la siento mía, cuánto me arrepiento de no haberla llevado al cine a ver aquella película del naufragio cuando ella no tenía novio y yo tampoco, cuando ella me miraba intensamente y yo trataba de mirarla con pareja intensidad pero probablemente ella sentía que yo, más que desearla, lo que quería era ser como ella.

Mi otra amiga famosa no sabe que la otra noche soñé que era mi novia y que nos íbamos a casar y que se la presentaba a mi madre y mamá naturalmente quedaba sorprendida, si no consternada, porque esa amiga famosa tiene tantos años como ella o quizá dos años menos o incluso dos más.

Esa amiga famosa no sabe que yo sé que el libro que le regalé dedicado no lo leerá nunca y así está bien porque hay tantos libros mejores.

Mi padre, que está muerto, y a quien no creo que volveré a ver en ninguna de las otras vidas que prometen los predicadores, no sabe cuánto lamento haber escrito las cosas insidiosas que escribí pensando en él cuando lo odiaba y no sabía que uno se pasa media vida odiando a las personas que más quiere, sólo para descubrirlo cuando ya no están.

Dos días antes de morir, Candy despertó de un sueño profundo, ya bajo los efectos de la morfina que le era suministrada en dosis crecientes, miró a Martín y le dijo: «Qué lindo te has vestido».

Luego cerró los ojos y siguió durmiendo. Esas fueron las últimas palabras que le dijo.

Tuve la suerte de despedirme de ella una tarde en que todavía estaba lúcida en su habitación de la clínica San Lucas, en San Isidro. Sabía que le quedaba poca vida. No se engañaba. Lo dijo, en un momento inesperado: «Si me voy a morir en dos semanas, prefiero que me lleven a casa». No lo dijo llorando, molesta o quejándose. Lo dijo con una serenidad admirable. Estaba harta de las humillaciones a las que el cáncer no dejaba de someterla. Le pregunté por los viajes más lindos que había hecho. Quería sacarla de allí, viajar con ella imaginariamente, llevarla a los lugares donde había sido feliz. Habló de un viaje que hizo a las sierras de Córdoba con Maxi, su esposo. Sentí que por un momento su espíritu se liberaba de las miserias del cuerpo, escapaba de la habitación y sobrevolaba aquellos paisajes que habían quedado registrados en su memoria como escenarios de la felicidad. Luego pidió té y tostadas. Antes de irme, le di un beso en la mejilla y le dije al oído: «Te quiero mucho». Ella me dijo: «Yo también». Sentí que esa era nuestra despedida y así fue.

Cuando regresé a Buenos Aires, Candy estaba agonizando. Ya casi no podía hablar, raramente estaba despierta. No tuve coraje para ir a verla. No quería verla destruida por la enfermedad. No quería quedarme con ese recuerdo de ella. Era la hermana de Martín. Era mi hermana.

Esa tarde, en la ducha, sentí que alguien llamaba a Martín para darle la noticia. Apenas salí, le pregunté: «¿Llamó alguien?». Me dijo que nadie había llamado. Minutos después, sonó el teléfono.

Tuve el presentimiento de que era la llamada. Martín contestó. Su padre le dijo: «Ya está». Martín vino hacia mí, me abrazó y no lloró. Luego se fue caminando a la clínica. No pude acompañarlo porque tenía que ir a grabar mis entrevistas. En el taxi, rumbo a Palermo, lo llamé. Estaba llorando, no podía hablar. Se había encerrado en un cuarto de cuidados intensivos, en el quinto piso, para llorar a solas. No quería llorar frente a otra gente. Caminó por toda la clínica buscando un lugar donde pudiera estar solo. Cuando lo encontró, se sentó en el suelo y se abandonó a llorar.

Mientras grababa mis entrevistas con una modelo y un actor, me preguntaba en silencio, ocultando mi tristeza, por qué la vida tenía que ser tan miserable, por qué tenía que ensañarse con una mujer joven e indefensa que sólo quería proteger a su hija y darle algunas alegrías más, por qué su hija de apenas tres años tenía que quedarse sin una madre, qué le dirían a ella, a Catita, qué harían con ella el día del funeral.

Después de una seguidilla de días grises y lluviosos, esa mañana, la del funeral, salió el sol. Yo casi no había dormido, era muy temprano, las nueve en Buenos Aires, las siete en realidad para mí, porque mi hora es siempre la de Lima, aunque casi no viva en esa ciudad. Martín dijo que no sé pondría corbata, se vistió sin ducharse y se fue en el auto a buscar a sus padres. Yo le dije que prefería ir en taxi. No quería invadir ese momento de intimidad familiar, Martín con sus padres en el auto, rumbo al cementerio.

Llegué al memorial de Pilar cuando la misa había comenzado. El padre dijo unas palabras sencillas y afectuosas. Dijo que Candy estaba ahora en un lugar mejor, que estaba con Dios, que había vuelto a nacer, que había nacido para toda la eternidad, que en algún momento nos reuniríamos con ella. Me hubiera gustado creer todas esas cosas. No recé. No le pedí a Dios por Candy. Pensé que era absurdo suponer que, si Dios existía, cuidaría mejor de ella sólo porque yo se lo pidiese. Cerré los ojos y le dije a Candy que siempre la quise mucho, que la iba a extrañar y que me disculpase por no haberla llevado al Costa Galana cuando fuimos juntos a Mar del Plata y por tacaño preferí un hotel más barato. Mientras rezaban unas oraciones que ya casi no recordaba, yo sólo pensaba eso: Qué idiota fui de no llevarla al Costa Galana.

Después de la misa, Martín me buscó y saludó con discreción. Luego caminamos por los senderos del memorial, surcando el pasto todavía mojado, en medio de los árboles altos y añosos de Pilar, bajo el sol espléndido de la mañana, siguiendo el ataúd. Había mucha gente de todas las edades, gente joven especialmente. Cuando depositaron el ataúd en el pedazo de tierra que lo acogería y echaron las últimas flores, Martín abrazó a su madre y lloró con ella. Luego descansó su cabeza en mi hombro y lloró sin que importasen las miradas, mientras yo acariciaba su espalda. No había palabras que aliviaran esos momentos de dolor. Yo repetía: «Tranquilo, tranquilo». Pero era inútil.

Inés, la madre de Candy y Martín, que me acogió en su familia con enorme cariño, me dijo, cuando la abracé: «Qué pena hacerte levantar tan temprano». Me sorprendió que se preocupase por mí, cuando acababa de perder a su hija. Ella siempre fue así conmigo, cuidándome el sueño, haciéndome citas con médicos, preocupándose por mi salud. No supe qué decirle. Le dije que lo sentía mucho. Debí decirle algo más: «Eres una gran madre». Porque el modo en que acompañó a su hija durante la enfermedad, hasta el último momento, tomándola de la mano y ayudándola a morir en paz, fue admirable y conmovedor. Y porque a mí, que no soy su hijo, me ha querido como si lo fuera.

Al llegar a casa, abrí mis correos y leí el último que me escribió Candy: «Hola, cómo está todo por esos pagos? Este mail es para decirte una vez más GRACIAS!!! por todo. Martín le compró una tele a Cata y sé que fue con tu ayuda, así que mil gracias. Eso es todo, espero que pronto nos veamos, así me llevan a pasear en su súper auto nuevo, no vas a tener excusa, se escribe así? En fin, te mando un beso graaaaaande grande, te quiero mucho, no sé por qué pero así lo siento, de verdad sos un amigo del alma y de esos yo no tengo muchos, cuidate. Disfruta de tus hijas y nos vemos pronto, Candy».

Hace años, una tarde lluviosa de agosto en Buenos Aires, Martín va a casa de Juan a hacerle una entrevista. Martín es editor de una revista de modas. Juan es un famoso periodista argentino de radio y televisión. Martín es muy joven, tiene apenas veintitrés años, y admira a Juan, aunque no se lo dice por pudor. Juan es guapo, inteligente y exitoso y tiene sólo treinta años.

Martín le pregunta si no le molesta que un famoso periodista de radio, Fernando, diga en público, una y otra vez, con su habitual espíritu provocador, que Juan es homosexual.

—No soy puto —le dice Juan, con una sonrisa—. Soy re puto.

Por primera vez, Juan reconoce en una entrevista que le gustan los hombres. Es una liberación, un acto de afirmación personal. Nunca más tendrá que fingir o simular que es lo que en verdad no es. Durante más de dos horas, le cuenta a Martín, ya emancipado del temor de decir la verdad, cómo descubrió, siendo adolescente, que le gustaban los hombres, cómo intentó en vano desear a ciertas mujeres con las que salió como novio atormentado, cómo se impuso rotundamente sobre su destino la oscura y melancólica certeza de que era homosexual. Martín escucha conmovido y, a ratos, levemente estremecido por una bien disimulada crispación erótica.

Cuando la revista aparece en los quioscos, estalla el escándalo. La prensa del espectáculo no se ahorra detalles.

Todos se enteran de que Juan es homosexual, que está muy a gusto siéndolo y que ya estaba harto de vivir en la penumbra del armario, mintiendo, escondiéndose, ocultando esa verdad que tanto lo define frente al mundo. Curiosamente (y esto quizá sorprende a Juan y a los mojigatos que lo critican), luego de salir del armario, su carrera periodística no entra en crisis ni decae su audiencia, sino que, por el contrario, el público que lo sigue se multiplica y su prestigio profesional se consolida.

Un año después, una tarde lluviosa de agosto en Buenos Aires, Martín, que sigue siendo editor de esa revista de modas, va a un hotel en el centro a entrevistarme. Por entonces, ya no oculto que me gustan los hombres. Martín todavía lo oculta, no ha salido del armario. Lo seduzco. Nos enamoramos. Martín pierde el miedo y se asume como homosexual. Se lo cuenta a sus padres, a sus hermanos, a sus amigos, a sus compañeros de la revista. Todos reciben la noticia con naturalidad y buen humor. Nadie parece demasiado sorprendido.

En abril del siguiente año, me instalo un par de meses en Buenos Aires para presentar un monólogo de humor en un teatro de la calle Corrientes. La obra, si podemos llamarla así, es una visión ácida y atormentada sobre el tardío descubrimiento de mi homosexualidad, mi salida del armario con novela bajo el brazo y las repercusiones escandalosas que provocó en mi familia y en la ciudad donde nací. Es otoño en Buenos Aires. Alquilo un departamento en la calle Gutiérrez, esquina República de la India, frente al zoológico.

Con el propósito de llevar gente al teatro, concedo entrevistas. En una de ellas, la presentadora de un programa de televisión me pregunta cuál es mi tipo de hombre. Menciono a Juan, el famoso periodista de televisión. Minutos después Juan, que al parecer estaba grabando en un estudio contiguo, aparece sorpresivamente en el programa, me abraza, me despeina el flequillo. El encuentro provoca cierto escándalo en la prensa del espectáculo, que reproduce en cámara lenta las escenas afectuosas (Juan despeinándome el flequillo, yo abrazándolo, besándolo en la mejilla) y sugiere que ha nacido un romance entre nosotros.

Esa noche, recuerdo que años atrás entrevisté a Juan para un programa piloto que se grabó en Buenos Aires y nunca salió al aire. En aquella entrevista, deslumbrado por su belleza, por sus ojos verdes, rocé sutilmente el tema del amor entre hombres y él, valiente como siempre, no lo esquivó.

Después, al salir de la grabación, le di mi teléfono, esperanzado en volver a verlo, pero no me llamó.

En vísperas del estreno de mi monólogo teatral, y todavía divertido por los chismes que se dicen en la televisión tras el encuentro con Juan en el programa de variedades de la tarde, recibo una llamada. Es él. Quiere verme. Quiere entrevistarme para su programa de televisión. Acepto encantado.

Juan y yo nos reunimos en un restaurante de Palermo, una tarde de abril. Él viste una camiseta negra ajustada que pone énfasis en sus músculos. Está acompañado de su novio, que también viste ropa ajustada y una cadena llamativa. Yo me he vestido de un modo descuidado, como siempre, y llego con Martín. Tomamos unos tragos. Hace calor. Nos sentamos en la terraza. Los técnicos acomodan las luces, los cables, los micrófonos. Juan y yo nos sentamos uno frente al otro. Nuestros novios observan en silencio. Juan luce bello y atormentado, bello y nervioso, bello y angustiado.

Me pregunto por qué parece tan inquieto, tan sobreexcitado. Intuyo la razón. He oído rumores. He tomado esos polvos cuando era joven. Sé reconocer sus efectos.

Durante una hora o poco más, Juan me somete a un cuestionario inteligente y atrevido, que casi siempre roza el tema de la homosexualidad. Liberado años atrás de los miedos y vergüenzas que impone la triste vida en el armario, cuento con franqueza cómo me casé, cómo tuve dos hijas, cómo me divorcié, cómo me enamoré de Martín. Al terminar la entrevista, invito a Juan y su novio al teatro, al estreno de mi monólogo. Prometen ir a verme.

Por razones que nunca conocí ni probablemente conoceré, la entrevista no llegó a ser emitida en televisión. Quizá Juan, al verla, se vio demasiado turbado o estimulado. Quizá le parecí aburrido o un idiota. Quizá pensó que esas confesiones íntimas eran todo menos novedosas. Lo cierto es que nunca salió al aire.

El día del estreno, aterrado frente a una sala llena que había pagado para reírse, sintiendo que nunca había tenido tanto miedo en mi vida como aquella noche que debía hablar solo durante dos horas sin olvidarme de nada y haciendo reír a la gente, me alegré de ver entrar, ya comenzada la función, a Juan y su novio. Poco duró la alegría. Diez o quince minutos después, se pusieron de pie y se retiraron bruscamente, sin dar explicaciones, al parecer decepcionados por la calidad del espectáculo, y ante la mirada incrédula de Martín, que no podía creer tamaño desaire.

Aquella noche fue la última vez que lo vi: Juan poniéndose de pie y retirándose deprisa del teatro, yo preguntándome qué había hecho tan mal para que mi amigo se marchase a los diez minutos de haber llegado.

Meses después, en febrero, despierto en la habitación de un hotel en Ámsterdam. Hace frío.

Enciendo la computadora y entro a la página de La Nación. No puedo creerlo: Juan ha caído del balcón de su departamento en Palermo y está en coma. Muere al día siguiente, con sólo treinta y tres años. Enciendo un porro, me siento en el piso del baño y lloro recordando a ese hombre bello y torturado que salió del armario para caer del balcón.

Es sábado. Hace calor en Buenos Aires. Martín, su madre Inés, su hermana Cristina y su sobrina y ahijada Catalina van a comer una parrilla al bajo de San Isidro, cerca del río. Cristina elige un restaurante que a Martín no le gusta pero se queda callado y acepta la decisión de su hermana.

Gatita está contenta porque Martín le ha regalado tres pares de zapatillas de colores: blancas, rosadas y celestes. En el auto se ha puesto las blancas. Pero, en medio del almuerzo, mientras su abuela, su tía y su padrino comen más grasa de la que deberían (tienen una debilidad por las papas fritas), decide cambiarse de zapatillas y ponerse las rosadas. Martín celebra la decisión y la ayuda a cambiarse. Cristina se opone de un modo enfático. Martín dice que no tiene nada de malo que la niña use las zapatillas blancas y luego las rosadas. Cristina dice que no puede tolerar esa conducta, que la estarían educando mal si permiten que se cambie de zapatillas en el restaurante.

—Hay que fijarle límites —dice—. No puede hacer lo que quiera. Si se puso las blancas, se queda con las blancas. Si quiere usar las rosadas, tendrá que esperar hasta mañana.

Catita llora a gritos porque no la dejan usar las zapatillas rosadas. Su tía Cristina se mantiene firme y no cambia su opinión. Martín odia a su hermana, no entiende por qué tiene que ser tan estricta con la niña por un asunto menor, sin importancia. Si es feliz cambiándose de zapatillas, que se las cambie, piensa. Pero se queda callado y respeta la decisión de su hermana mayor, mientras su madre contempla la escena con aire ausente, como si no le quedaran ya energías para discutir, y los comensales de las mesas vecinas miran con mala cara, disgustados por el llanto de la niña en medio del restaurante.

Es sábado. Hace frío en Lima. He llegado esa madrugada en un vuelo largo y agotador. No he podido descansar bien, el frío me lo ha impedido. Estoy fatigado, de mal humor, cansado de viajar tanto. Paso la tarde con Lola, que está enferma, mal de la garganta. Camila está en casa de alguno de sus muchos amigos. Lola y yo nos sentamos a comer algo. Ella no tiene hambre, pide un yogur y cereales. Yo como sin ganas lo que me sirve Aydeé. De pronto llega Sofía. Se queja porque Camila está con sus amigos y no sabe qué amigos son. Le digo que se tome las cosas con calma, que la niña ya tiene catorce años, es inteligente y sabrá cuidarse. Sofía me dice que no debemos ser tan permisivos, que la niña hace lo que le da la gana, que debemos fijarle límites para educarla correctamente.

Le digo que no creo en los límites, que los límites sólo sirven para traspasarlos, que lo mejor es darle cariño y confianza y dejar que ella decida lo que es mejor para ella. «Pero es una niña», protesta Sofía. «No, no lo es, ya es una mujer», digo. «Tiene catorce años», se exalta Sofía. «Tiene catorce años, pero ya es una mujer», digo. Luego añado una frase que la encoleriza: «Si quiere tener un enamorado y acostarse con él, es problema suyo». Sofía dice a gritos: «¡No puede tener un enamorado a los catorce años! ¡No puede acostarse a los catorce años! ¡No puedes fomentarle eso a tu hija!». Me defiendo: «Por mí, que tenga enamorado cuando se enamore y que se acueste con él cuando le provoque, no me importa la edad que tenga, me da igual, yo confío en ella». Sofía no podría discrepar más enérgicamente: «¡No tiene edad para eso! ¡Tenemos que ponerle límites! ¡No puede hacer lo que le dé la gana!». Discrepo: «Lo hará de todos modos, con tu consentimiento o a escondidas. Yo prefiero que lo haga en mi casa, con mi aprobación y mi complicidad, sin que me tenga que mentir ni esconderse para estar con su chico». Sofía afirma: «¡yo no voy a tolerar que ella haga esas cosas en mi casa con su enamorado! ¡No voy a permitir eso de ninguna manera!». Digo:

«Entonces lo hará en otro lado, pero no dejará de hacerlo si tiene ganas. Y te mentirá, como ya te miente porque eres demasiado estricta con ella». Sofía dice: «¡No puedo creer que te parezca bien que tu hija de catorce años tenga relaciones sexuales!». Pregunto, ofuscado: «¿Y a partir de qué edad se supone que debemos darle permiso para que tenga relaciones sexuales?». Sofía no lo duda: «A partir de los dieciocho años, antes no». Me río con aire burlón y digo: «Eso es un disparate. Ella hará lo que quiera con quien quiera antes o después de los dieciocho años, y tú ni te enterarás. Pero si le dices que antes de los dieciocho no puede acostarse con su enamorado, te odiará y lo tomará como un abuso y se morirá de ganas de hacerlo sólo para sentirse dueña de su cuerpo y de su libertad frente a ese límite tan caprichoso y arbitrario que le estás poniendo». Sofía dice: «Bueno, esta es mi casa y acá no le voy a permitir que esté con su enamorado encerrados en un cuarto hasta que tenga dieciocho años. Es una cuestión de respeto». Digo: «Muy bien, tienes derecho a eso. Pero en mi casa, yo sí se lo permitiré. Así que si no la dejas ser libre acá, se irá a mi casa y allá hará lo que quiera con su enamorado o su enamorada o con los dos a la vez, y contará con mi absoluta complicidad». Sofía se pone de pie y grita: «¡No puedo creer que seas tan estúpido y hables tantas tonterías!». Luego se va con los labios pintados de un color rojo muy oscuro a una comida de la que regresará tarde. Se va tan ofuscada, golpeando el piso de madera con los tacos, que olvida su celular, uno de sus varios celulares. Me quedo con Lola. Nos reímos. Ella me da la razón. Dice que su hermana tendrá enamorado cuando ella quiera, no cuando nosotros lo decidamos. Aydeé, que ha presenciado la discusión, sonríe a medias. Ya está acostumbrada al carácter risueño y libertino del «joven Jaime», a las discusiones con la señora Sofía por cuestiones morales. Le pregunto qué opina de ese asunto espinoso del sexo y la edad. Ella, que es muy lista, dice: «Lo importante es que le enseñen a cuidarse, joven, porque ahora las chicas rapidito nomás aprenden». Me río y le pido una limonada más. Luego voy a la cama con Lola, la abrazo, espero a que se quede dormida y me quedo con la cabeza recostada en su espalda, escuchando los latidos de su corazón.

Lunes, ocho de la mañana. Las niñas se fueron al colegio. Paolo, el chofer, me recuerda que las llantas de la camioneta están muy gastadas y hay que cambiarlas. Le pregunto cuánto me va a costar. Me enseña un papel con la cifra. Le digo que no llevo esa cantidad conmigo, que le daré el dinero en una semana, cuando regrese. Subo al taxi y voy al aeropuerto.

Miércoles, medianoche. Sofía está manejando mi camioneta porque ha dejado la suya en el taller.

Una llanta se revienta. La camioneta está a punto de volcarse. Ella consigue evitarlo. Queda tan asustada que no se detiene, sigue manejando con la llanta reventada. Llama a su amiga Laura y pide que le hable todo el camino hasta la casa. Llegando a la casa, me escribe un correo: «Tengo que hacer cambios en mi vida, tengo que irme de esta ciudad». Me pregunto si quiere volver a París con Michel. Pero las niñas no quieren irse de Lima. Les encanta Lima, el colegio, las fiestas todos los sábados con sus amigas. No quieren alejarse de esa vida predecible y feliz.

Jueves, cuatro de la tarde. Camila me cuenta el incidente de Sofía y la llanta reventada. Me dice que debí cambiar las llantas cuando el chofer me lo sugirió. Le digo que no imagine que era tan urgente, que pensé que podía esperar una semana más. Le pregunto qué debo hacer. «Vende las camionetas y compra dos nuevas», me dice ella. «Pero las camionetas están buenas», le digo. «Sólo hay que cambiar las llantas». «No», me dice ella. «Están cagadazas las camionetas. Tienes que cambiarlas». Me gusta cuando mi hija dice palabras vulgares. Siento que confía en mí, que no me miente, que somos amigos. Yo a mis padres nunca les dije una palabra vulgar. Le digo a mi hija que mi camioneta tiene apenas cinco años de uso y está bien. «No», me dice ella. «Le suena todo. Tiene pésima acústica». Me hace gracia que use esa palabra, «acústica». «¿Y qué camioneta crees que tiene buena acústica?», le pregunto. «No sé», dice ella. «Pero la tuya no».

Jueves, seis de la tarde. Le escribo un correo a Sofía que sé que no debería escribirle. «Por favor, cuéntame qué pasó con mi camioneta ayer». No escribo «la» camioneta, escribo «mi» camioneta, que ya es una señal de hostilidad. Ella me responde desde su BlackBerry. Dice que la llanta se reventó en la autopista, que pudo ser un accidente peor, que se dio un gran susto, que no me preocupe porque pagará por la llanta si es necesario. Le escribo diciéndole que yo pagaré por las llantas nuevas. Le pregunto por qué estaba manejando mi camioneta y no la suya y por qué no me contó el incidente y tuve que enterarme cuando llamé a mi hija. Me responde que su camioneta estaba en el taller y que no me escribió porque tuvo un día complicado.

Jueves, medianoche. Regreso del estudio. Llamo a Martín. Me cuenta que tuvo un día complicado. Pasó por la casa de sus padres y fue testigo de una discusión familiar. Su madre estaba acariciando a la perrita Lulú que Martín había lavado con champú esa tarde. Su padre le dijo a su madre que últimamente ella le hacía más caso a la perrita Lulú que a él. Su madre le respondió que la perrita Lulú era mucho más cariñosa con ella que él. Le dijo también que a él sólo le interesaba el rugby. «Pero estamos jugando el mundial», le explicó él. «Sí, claro, pero nunca me llevás a pasear, sólo te interesa el rugby», dijo ella. «Bueno, es mi pasión y no tiene nada de malo», dijo él. Luego añadió: «Todos tenemos un tendón de Aquiles, y el rugby es mi tendón de Aquiles». Su madre le dijo riéndose: «No es el tendón de Aquiles, es el talón de Aquiles». Su padre porfió: «No, Inés, es el tendón, eso es lo que le falló a Aquiles, el tendón, y por eso lo mataron». Su madre insistió: «No seas tonto, fue el talón, no el tendón, le tiraron una flecha envenenada al talón de Aquiles». Su padre replicó: «Estás mal. La flecha le cayó en el tendón, se le hinchó el tendón, por eso lo mataron». Su madre no pudo más: «¡Es el talón, no el tendón, boludo!». Estaban a los gritos cuando Martín se fue sin despedirse.

Viernes, mediodía. Martín me dice que ha recibido un correo anónimo lleno de insultos. Me lo reenvía. Alguien le dice que es un niño parásito, una señorita mantenida, una prostituta barata. Me indigna que lo insulten de esa manera tan cobarde. Es triste que alguien piense así de él, sin saber lo delicado y cuidadoso que es conmigo en ese sentido, el del dinero, que nunca le ha importado, y en todos los demás. Pero lo que más me molesta es que ese calumniador anónimo le diga a Martín que yo soy un gordo. Es verdad, por supuesto, pero me duele que me llamen así: el gordo. Llamo a Martín y le pido disculpas por tener que leer las groserías que le escriben los idiotas que lo odian porque yo lo amo. Por suerte se ríe y me dice que le hizo gracia el correo insultante. Le pregunto si quiere acompañarme a una fiesta en Los Ángeles. Me dice que no quiere viajar a ninguna parte, que odia los aviones, que en Buenos Aires está bien. Lo envidio. Le digo que pronto me iré a Buenos Aires a vivir con él y no me moveré más de allí. Sé que no estoy mintiendo.

Viernes, tres de la tarde. Camila ha salido temprano del colegio. Me pregunta si iremos pronto a Buenos Aires. Le digo que sí, que iremos de todas maneras. Se alegra, le gusta esa ciudad como a mí. Le digo que cuando termine el colegio en Lima debería irse a vivir a Buenos Aires conmigo, que allá las universidades son buenas, baratas y sobre todo divertidas. Me dice que estoy loco, que de ninguna manera irá a la universidad en Buenos Aires. «Yo me voy a estudiar a Nueva York o Londres», dice. Tengo que seguir ahorrando, pienso. Luego me pregunta a qué edad fue mi primer beso. Le digo que a los dieciocho años, en la universidad. «Mentiroso», me dice. «Te juro, es verdad, fue con Adriana, una chica linda». «¿A los dieciocho años?», dice ella, sin poder creerlo.

«Eres un huevas tristes», me dice. Me gusta que me diga palabras vulgares. Yo no le pregunto si ella ya dio su primer beso. Sé que no le gustan esas preguntas.

Sábado, tres de la mañana. Voy a la computadora y le escribo al anónimo que insultó a Martín:

«Sé quién eres. Sé dónde vives. Si vuelves a insultar a mi chico, contrataré un par de matones para que vayan a buscarte. Y si vuelves a llamarme gordo, haré que te maten».

Sábado, tres de la tarde. Sofía me escribe un correo que dice: «Gordi, ya cambiamos las llantas».

Sábado, tres y media de la tarde. Martín me escribe: «Gordito rico, te extraño muchito».

Sábado, cuatro de la tarde. El anónimo me escribe: «Flaco no eres».