Entro a una librería de Miami, camino con aire distraído y busco mis libros en la mesa de los más vendidos. Para mi sorpresa, no los encuentro. Luego miro entre los títulos recomendados por la librería, pero tampoco están allí. Preocupado, compruebo que ni siquiera están en los estantes de autores latinoamericanos. Me acerco entonces a un vendedor y le pregunto si mis libros están agotados.

—No están agotados —me dice—. Lo que se ha agotado es la gente que los compraba.

Sonrío de mala gana y le pregunto dónde están mis novelas.

—Allá atrás, en la mesa de saldos —dice, con una sonrisa burlona.

Encajo golpe y, procurando preservar la dignidad, me dirijo a la mesa de liquidaciones, al lado de los servicios higiénicos, allí donde, en medio de una cierta pestilencia a ácido úrico, se apilan desordenadamente los libros caídos en desgracia, las novelas incomprendidas, fallidas, huérfanas de lectores. Es triste ver mis novelas confundidas en esa mesa fantasmal.

Esta es una conspiración, pienso, angustiado. Mis enemigos se han conjurado contra mí. Tengo que hacer algo para defenderme. Enseguida llevo discretamente doce de mis libros, uno a uno, hasta la mesa de los más vendidos, y, sin que se den cuenta de mi picardía, los dejo encima de los títulos de mis enemigos, de modo que en pocos minutos lucen esplendorosos, muy destacados, convenientemente exhibidos, encaramados sobre las montañas de los títulos más vendidos. Me marcho con una sonrisa, pensando que, por fin, el triunfo literario será mío.

Al día siguiente vuelvo a la librería y, nada más entrar, noto que mis libros han desaparecido de la mesa de los más vendidos. Sonrío, encantado. Claro, se vendieron todos, pienso. La treta funcionó.

Sin perder tiempo, me dirijo a la mesa de saldos, encuentro otra docena de libros míos y, en varios recorridos, los llevo a la mesa de los más vendidos. Esta vez, sin embargo, un vendedor me pilla.

—¿Se puede saber qué está haciendo? —me pregunta.

—Sólo estaba ordenando los libros —miento.

—Sus libros no pueden estar en esta mesa —dice.

—¿Por qué? —pregunto.

—Porque nadie los compra —responde.

—Bueno, pero quizá no los compran porque no los ven —me defiendo.

—Por favor, lleve sus libros a la mesa de saldos —dice el vendedor.

—No sea malo —le ruego—. Todos merecemos una segunda oportunidad.

—Si no lo hace usted, lo haré yo —dice el vendedor, con rudeza, y lleva mis libros de regreso al gueto. Indignado, le digo:

—¡Esto es un complot! Ayer dejé doce libros míos en la mesa de bestsellers y se vendieron todos.

—No —dice él—. No se vendió ninguno.

—¿Entonces dónde están? —pregunto.

—En el baño —responde secamente.

—¿Cómo? —doy un respingo.

—Bueno, los libros que ni siquiera se venden en la mesa de saldos, los llevamos al baño para que con suerte los lean los clientes que van a hacer sus necesidades —dice.

Quedo en silencio y me retiro al borde de las lágrimas.

Esa noche juro que no me dejaré abatir. A la mañana siguiente, voy a la librería, compro todas mis novelas y, tras pagar esos treinta y dos libros en pena, le digo al cajero, importando la voz:

—Este es un escritor maravilloso, de un talento exquisito, un verdadero maestro.

—Si usted lo dice —dice él.

Luego pago en efectivo y, cuando ya me marcho, oigo que el cajero me dice:

—Adiós, señor Baylys.

Unos amigos músicos me invitan al concierto de despedida que darán en Miami. Acepto encantado porque me gustan sus canciones.

Es junio y Miami arde de calor, pero no me quejo porque amo los veranos de esta ciudad.

Mis amigos me invitan a pasar unos días en un hotel estupendo en South Beach, frente al mar.

No me viene mal escapar un fin de semana de Key Biscayne. El chico del valet parking es peruano, me saluda con cariño, me dice que no se pierde mi programa.

En la piscina del hotel hay una cantidad asombrosa de mujeres de pechos enormes y traseros estupendos y de hombres musculosos, arrogantes, cubiertos de líquidos grasosos, en trajes de baño muy ajustados. Quedo aturdido. Echado en una tumbona a la sombra, me cubro con varias toallas porque todavía me queda algo de pudor y no quiero estropearles el día a los bañistas.

A la noche no puedo dormir. En el cuarto vecino, una pareja —o más de una pareja— se halla abocada a un virulento y ruidoso combate amatorio. Hablan en inglés, gritan groserías, ronronean, gimen, chillan, aúllan, suplican, rompen copas o vasos (pero algo se cae y se rompe), exigen posturas, servicios, sumisiones, probablemente mienten (quién no miente en la cama). Como la refriega sexual no tiene cuándo acabar, enciendo el televisor. Es inútil. Debo soportar casi una hora esos ruidos guturales, ese dialecto lujurioso y estridente, ese comercio de voces cavernosas.

Lo peor viene después. Acabada la gimnasia, al parecer extenuados o satisfechos, los amantes encienden la música y lo hacen con el mismo espíritu comunitario con el que se entregaron al sexo, es decir, comparten la música, si eso puede llamarse música, con sus vecinos de piso. Mi cama tiembla, se estremece al ritmo de unas cadencias electrónicas que machacan, una y otra vez, un persistente martilleo metálico.

Harto de tantos ruidos indeseables, salgo de la habitación en ropa de dormir y toco la puerta de mi vecino. Es hora de que alguien ponga las cosas en su lugar. No soy un hombre valiente, pero tampoco estoy dispuesto a dejarme atropellar por estos vándalos. Espero, gallardo, desafiante.

Abren la puerta. Un sujeto enorme, negro, desnudo, con un colgajo gigante que parece una boa constrictora, me mira, no sé si drogado o naturalmente atontado, mientras el cuarto expulsa un rotundo olor a marihuana y esa música acanallada sigue violentando la noche.

—¿Qué quieres? —me pregunta, en inglés.

—¿Necesita algo del minibar? —le pregunto, también en inglés, con toda la delicadísima cortesía que me enseñaron en Lima.

—No —responde, y cierra la puerta en mis narices.

Regreso abochornado a mi cama y recuerdo que soy un idiota, siempre lo seré, no debo olvidarlo, es peligroso olvidarlo.

Al día siguiente, en la piscina, paso al lado del negro aventajado, que está tomando sol en una perezosa. Me reconoce, me llama de un grito y me pide que le lleve una cerveza.

—Enseguida, señor —le digo, y camino hacia al bar, le pido al camarero que le lleve una cerveza a ese patán gigante, y escapo luego a la calle, riéndome del malentendido.

El chico peruano del valet parking me saluda con cariño y me pregunta si he notado que hay muchas mujeres atractivas en el hotel. No lo dice así, en realidad. Dice:

—Jaimito, ¿has visto qué tales hembrones hay en el hotel? Le digo que sí, que estoy sorprendido.

—Es que hay una convención porno en el hotel —me dice él, con una mirada traviesa.

Luego me explica que esas mujeres de pechos como globos y traseros memorables, y esos hombres exhibicionistas, arrogantes, con bañadores muy ajustados, son en realidad actrices y actores de la industria pornográfica norteamericana, reunís en el hotel en que estoy alojado. Eso explica varias cosas la insólita duración de la batalla amorosa de mis vecinos de la otra noche, la impudicia con que proclamaban el placer, la abusiva genitalidad del negro a quien fui a reñir y terminé sirviendo tragos en la piscina, y lo que me dijo Tatiana, la chica rusa de la recepción, cuando me registré al llegar:

—Bienvenido, señor. Lo felicito por sus películas.

Ingenuo yo, pensé que Tatiana había visto No se lo digas a nadie o La mujer de mi hermano, pero ella, tan rusa, con esa belleza torva que tienen las rusas, me confundió con un actor porno más.

Esa noche voy al concierto de mis amigos los músicos y me escondo en una esquina detrás del escenario, lejos de los fumadores y los bailarines, y me deleito con esas canciones que evocan tantos momentos felices, por ejemplo a mis hijas cantándolas.

A la mañana siguiente, el chico del valet parking me da las llaves de la camioneta y me dice con una sonrisa:

—Jaimito, no me vas a creer, me has traído suerte, me voy a vivir a Las Vegas.

—¿Cómo así? —le pregunto, sorprendido.

—Me han contratado para hacer varias pornos —me dice, con orgullo.

Es un chico joven, guapo, moreno, musculoso, vestido todo de blanco, con esa pujanza admirable que tienen los chicos que se van lejos de casa, a un país cuyo idioma desconocen, a ganarse la vida como sea, sin quejarse, sin dejar de sonreír.

—Me hice amigo de uno de los productores de películas porno, que está acá en el hotel. Me pidió que le enseñara la cuestión y me contrató ahí mismo. Para que veas, Jaimito: he dejado bien alto el nombre del Perú.

Luego se ríe, le doy un abrazo, lo felicito, le digo que se cuide, que ahorre, que aproveche la oportunidad, que haga una gran carrera en Las Vegas, que no se pierda, que me escriba e-mails de vez en cuando, que ya iré a visitarlo y celebraré sus hazañas fílmicas.

—Si me despiden de la televisión, me voy a Las Vegas yo también —le digo.

El chico del valet parking me devuelve la propina. Ahora es actor porno. No necesita los dólares.

Sonríe, jubiloso. Las Vegas lo espera.

Había esperado ese momento muchos años, siete para ser exactos. Tenía que rendir un examen de conocimientos básicos sobre los Estados Unidos con un oficial de inmigración de ese país. Si pasaba la prueba, sería ciudadano norteamericano.

Esperé mi turno pacientemente. La noche anterior me había desvelado estudiando. Podía decir los estados de la unión con sus respectivas capitales, los eventos históricos más importantes del país, todos los presidentes en orden cronológico, los nueve jueces de la corte suprema, las bases del ordenamiento jurídico, el número de senadores y representantes y muchos otros datos de esa índole.

Mi cabeza estaba atiborrada de información que no recordaría una semana después.

Tras una larga espera, dijeron mi nombre. Cuando me senté a solas frente a mi examinador, leí su nombre en la placa que colgaba de su camisa celeste: Phil. Era gordo, mofletudo, de pelo negro, cejas espesas y ojos fatigados.

Phil me preguntó en inglés si estaba listo y le dije que sí. Luego me miró, leyó unos papeles y me miró más intensamente, copo si me conociera o intentase recordar la circunstancia en que me había conocido. A continuación me preguntó si había nacido en el Perú y si era periodista y escritor. Le dije que sí. Entonces sonrió y dijo:

—Jaimito, hermano, ¿qué haces tú por aquí?

Esto último lo dijo en un español cuyo acento era indudablemente peruano, de modo que comprendí que estaba frente a un compatriota o ex compatriota o nuevo compatriota.

—¿Eres peruano? —pregunté, sorprendido.

—¡Claro, pues, compadrito! —dijo él, poniéndose de pie—. ¡Peruano como el ceviche!

Me puse de pie y Phil me dio un abrazo. Luego dijo:

—¡El Niño Terrible! ¡Te pasas, oye, Jaimito! ¡Yo desde chico veía tu programa! Y mi señora madre, que en paz descanse, mucho se reía con tus locuras.

—Hombre, muchas gracias, Phil —dije, abrumado por tanto afecto—. Qué suerte la mía que justo un peruano me tome el examen.

—Entre peruanos tenemos que ayudarnos —dijo él.

—No te preocupes, que he estudiado —dije—. Pregúntame lo que tengas que preguntarme.

—Pero el que haces las preguntas eres tú, pues, hermanito —dijo él, juguetón.

Luego, imitando mi tono de voz, dijo: «Buenas noches, bienvenidos al programa» y soltó una carcajada que yo secundé.

—¿Llevas tiempo viviendo por acá? —pregunté, apenas volvimos a sentarnos.

—Más de veinte años —dijo él, compungido—. Me fui porque allá no había trabajo.

—Comprendo —dije—. ¿Y te hiciste ciudadano?

—Claro, Jaimito —respondió, muy serio—. Ya tengo años como ciudadano.

—Te felicito —dije—. ¿Y de qué parte del Perú eres?

—De la selva, de Oxapampa —dijo, con orgullo.

—Nunca fui, pero dicen que es lindo —mentí.

—Es bellísimo mi pueblo —dijo Phil—. Sueño con volver allá cuando me retire.

—Qué curioso que te pusieran Phil en Oxapampa —dije, corriendo un cierto riesgo.

—No, no —se rió él—. Yo me llamaba Filomeno pero acá no conviene, pues, hermano. Por eso cuando me hice gringo me puse Phil nomás. Porque los gringos no podían decir Filomeno.

Nos reímos y luego Phil dijo:

—Tengo que hacerte algunas preguntas, flaco.

—Cómo no —dije, muy serio—. Todas las que sean necesarias.

Phil tomó aire y preguntó:

—Dime, hermanito, ¿cómo está nuestro querido Perú? No imaginé que esa sería la primera pregunta del examen. Me tomó por sorpresa. Me apresuré en responder:

—Bueno, tú sabes, igual que siempre.

—¿Has estado por Lima ahora último? —preguntó.

—Sí, hace una semana —respondí.

—¿Cómo están las cosas? —preguntó.

—No muy bien —dije—. La gente no está contenta con el gobierno.

—Oye, Jaimito, y tú que eres un conocedor de la política, ¿quién crees que se la lleva en las elecciones? —preguntó.

—Bueno, la cosa está difícil, todavía no se ve un claro favorito —respondí.

—Dime una cosa, flaco —dijo él—. ¿Tú crees que vamos al mundial de fútbol?

—No, imposible —dije.

—¡Pero ese entrenador es una desgracia, pues! —se impacientó Phil—. ¡Y cobra una fortuna! ¡No hay derecho, hermano!

—No hay derecho —repetí.

Phil levantó el teléfono, marcó un número y dijo:

—Rosita, mi amor, adivina quién está acá conmigo. Miré incrédulo.

—Adivina, pues, chola —dijo Phil.

Luego añadió:

—El Niño Terrible.

Yo sonreí como si estuviera orgulloso de que me llamasen así.

—Acá te paso con Jaimito —dijo Phil.

Luego susurró:

—Es Rosita, mi señora, de Chachapoyas, tu hincha número uno, flaco.

Tomé el teléfono y dije:

—Hola, Rosita, qué gusto saludarte. ¡Jaimito! ¡Qué emoción! —dijo Rosita—. ¿Qué haces con el Filomeno?

—Acá, dando el examen —dije.

—Ay, flaquito, qué bueno que te hagas gringo, es lo mejor para tu futuro, porque con nuestro país nunca se sabe, oye.

—Sí, pues —dije.

—Oye, Jaimito, pero tengo que decirte algo.

—Sí, dime, Rosita.

—Has engordado, oye. No me gusta que salgas así con tanta papada en televisión.

—Voy a hacer dieta, Rosita —prometí.

—Oye, Jaimito, por favor, mándales saludos en tu programa a mis hijitas Rosemary, Kimberley y Britney Purificación.

—Ya, Rosita. Mañana les mando saludos. Acá te paso con Phil —dije.

Phil le dijo a Rosita:

—Ya, cholita, hazme un buen ají de gallina para cuando llegue a la noche.

Luego colgó y dijo:

—Oye, Jaimito, buena gente eres, bien sencillo, no pensé que eras así, en televisión pareces más sobrado.

—Gracias, Phil —dije.

—Flaco, mándales saludos a la chola y a mis cachorritas, pues. Te pasarías, hermano. Ellas son tus fans.

—Seguro, Phil, cuenta con eso —dije.

Luego se puso de pie y dijo:

—Listo, Jaimito, aprobaste el examen.

Me levanté y pregunté, sorprendido:

—¿Pero no vas a preguntarme nada?

Phil se puso muy serio y dijo:

—Sólo una pregunta.

—Listo —dije.

—¿Cuál es la ciudad más bella del Perú?

—Oxapampa —dije.

—Aprobado, Jaimito —dijo Phil, y me dio un gran abrazo.

Luego añadió, sonriendo:

—Welcome to the United States of America.

El avión de Lima a Buenos Aires sale de madrugada y llega a las siete de la mañana. Un viajero desprevenido podría pensar que la parte más odiosa del viaje son las casi cuatro horas de vuelo soportando las flatulencias de los vecinos o los inevitables trámites burocráticos que debe sortear hasta salir del aeropuerto de Ezeiza. Pero recién allí comienza el tramo más lento y contrariado de la travesía: por muy presuroso que sea el conductor de taxi, por muy diestro que sea para abre paso, quedará empantanado en una ciénaga de autos viejos que es la avenida General Paz. Y es allí, bajo el sol impiadoso de la mañana, cuando el viajero, estragado por la mala noche, tratando de bloquear los rayos de sol con una bufanda que cuelga de la ventana, hablando en piloto automático con el chofer lenguaraz al que no se atreve a pedirle un momento de silencio, se prometerá una vez más (sabiendo que es mentira) que pasará un año sin viajar, un año entero sin subirse a un avión más.

Una hora y media después (que es lo que demora el trayecto en taxi entre el aeropuerto y el barrio de San Isidro), el viajero llegará a casa desesperado por callarse y tumbarse en la cama a dormir todo lo que no ha dormido en muchas noches breves.

Que es exactamente como llegué el lunes al departamento en la calle Roque Sáenz Peña, con vista al campo de rugby, al barrio laberíntico de casas antiguas y al río marrón que invita a la melancolía.

Fue entonces cuando ocurrió la primera emboscada del destino, porque los contratiempos precedentes estaban todos más o menos calculados, dado que un lunes de cada mes llego a Buenos Aires a morir un poco en la General Paz: después de despedirme del taxista deseando no verlo más, traté de abrir la puerta de calle del edificio, pero mis esfuerzos, un tanto crispados por la fatiga del viaje, resultaron inútiles y algo patéticos, pues al cabo de unos minutos de forcejear con la cerradura, acabé gritando palabrotas, pateando la puerta, timbrando desesperadamente al portero, que al parecer había salido o estaba dormido. Evidentemente, habían cambiado la cerradura y, como Martín estaba de viaje, no podía entrar.

Extenuado como me hallaba, hice rodar mi maleta por las seis cuadras empedradas que separaban aquel edificio de un hotel de San Isidro, el hotel del Casco, frente a la catedral, donde había dormido no pocas noches. A pesar del cansancio, me asaltó inesperadamente un ramalazo de alegría al caminar por esas calles y reconocer las caras inconfundibles del barrio: la pareja de lesbianas de la bodega, el gordo parlanchín del lavadero, los remiseros en corbata, el viejo cegatón del quiosco, las chicas en mandil que fuman en la puerta de la farmacia, la camarera que me ve en la tele y sabe todos los ratings. Es aquí, me dije, donde quiero venir a morir. Y seguí haciendo rodar la maletita, en busca de una cama que me hiciera olvidarme de mí mismo por unas horas.

Tuve suerte: el recepcionista del hotel me dijo que tenía libre la habitación que más me gustaba, la del segundo piso, con una vista esquinada a la catedral recién remozada. El joven, muy educado, no hizo preguntas (lo que siempre se agradece), me ayudó con la maleta y me recordó que en media hora retirarían el desayuno, por si quería comer algo antes de dormir.

Traté de dormir, pero el recuerdo del espléndido desayuno que servían en ese hotel conspiró contra tan noble propósito, así que me eché agua fría en la cara, tomé dos analgésicos para mitigar el dolor de cabeza y bajé al patio a darme un atracón de medialunas, quesos, jamones, frutas y yogures, uno de esos desayunos que te dejan sin hambre el día entero y con la sospecha de que nunca nadie volverá a desearte. Pocos son los placeres ciertos, indudables, y comer bien sigue siendo uno de ellos, y devorar el desayuno de un hotel que viene incluido en el precio de la habitación puede que sea uno de los placeres más subestimados en los tiempos modernos.

En ese trance me hallaba, comiendo mucho y sin hambre, sacando un provecho mezquino del desayuno gratuito, cuando alguien me saludó:

—Jaimito, dónde venimos a encontrarnos.

Era Cars García, Carlitos, el mejor amigo que tuve en los años de la universidad, argentino, hijo de argentinos, residente en Lima en los ochenta hasta que sus padres se fueron a vivir a los Estados Unidos y él se fue con ellos y dejé de verlo desde entonces, desde que se mudó a Denver, Colorado.

Hombre noble y bueno si los hay, cultor del ocio creativo o del ocio a secas, enemigo del trabajo en cualquiera de sus formas, cuarentón como yo, Carlitos fue quien me inició en el amor por la marihuana, el rock argentino y la vida argentina en general.

Protegido por unas gafas oscuras, y con los sosegados modales que siempre le conocí, Carlitos me dijo que estaba en Buenos Aires porque su madre había muerto. Lo dijo con naturalidad, sin hacer ningún drama, casi disculpándose por darme una mala noticia a esa hora de la mañana:

—Se murió mi mamá. Tenía cáncer. Sufrió mucho. Vinimos a enterrarla acá, como ella quería.

Este fue su barrio de niña. ¿Te acordás cuando vinimos y nos quedamos en la casa de mis abuelos?

Aquel fue, con apenas veinte años, uno de los mejores viajes de mi vida, un mes en Buenos Aires con Carlitos, instalados en una gran casa de sus abuelos maternos cerca del río, comiendo excesivamente, fumando marihuana con fervor religioso, durmiendo juntos en una vieja cama que chirriaba y nos hacía reír, mientras sus abuelos, maravillosos anfitriones, dormían recatadamente en un cuarto lleno de imágenes religiosas y retratos familiares entre los que sobresalía, bella, radiante, angelical, la señora Milagros, madre de Carlitos.

Al terminar el desayuno, fuimos a su habitación y encendió un porro. Hacía algún tiempo que yo no fumaba; parecía la ocasión propicia para corregir ese descuido. Fumamos juntos, como en los viejos tiempos, en una cama vieja de una casona vieja de un barrio al norte de Buenos Aires. Luego me sorprendió:

—¿Vamos a la catedral a rezar por mi madre?

Naturalmente, lo acompañé. Solos los dos en una banca de la catedral, vi a Carlitos arrodillarse, persignarse, cerrar los ojos y orar en silencio. Confortado por los auxilios de aquella hierba matinal, y sospechando que mis plegarias serían desatendidas, recé por la madre de Carlitos, por sus abuelos también fallecidos, por mi padre enfermo, por la santa de mi madre, por el doble milagro de mis hijas, por la bella Sofía, por Martincito, por su hermana Candy, por su hija Catita.

Ana me envía un correo electrónico que dice: «Sos malo». Me lo dice porque hace días que no le escribo.

Le contesto: «Soy malo para que me quieras, si fuera bueno te aburrirías de mí». Se lo digo para que no deje de escribirme.

Ana me escribe: «¿Cuándo venís? ¿Cuándo voy a verte?». Le respondo: «Puedes verme los sábados a la noche en canal 9.»

Se molesta: «Sos malo y además cruel, sabés que no soporto verte en la tele, odio tus entrevistas, parecés un nabo atómico, entrevistás a gente que casi nunca te interesa realmente, no quiero que salgas en la tele, te hace mal como escritor, no te conviene».

Le escribo: «Te amo cuando me dices esas cosas, estás loca pero tienes razón, yo tampoco soporto verme en la tele».

Me escribe: «Entonces dejá la tele y escribe, sólo escribe». Le escribo: «No puedo, la tele paga bien, los libros dejan poca plata, tú sabes que a mí me gusta vivir bien».

Me reprocha: «Un verdadero escritor no tiene miedo a ser pobre».

Me defiendo: «Entonces no soy un verdadero escritor, nunca he podido ser nada completamente verdadero, ni siquiera un hombre verdadero».

Me escribe: «Sí lo sos, sólo que no creés suficientemente en vos».

Le respondo: «Al menos creo suficientemente en ti».

Me amonesta: «Tampoco creés en mí, porque no querés verme, siempre encontrás una excusa para no verme, voy a borrarme el tatuaje que me hice con tu nombre».

Le digo la verdad: «Sabes que te amo, pero no sé si quiero verte, porque la última vez que nos vimos terminamos discutiendo de política».

Me escribe: «Entonces no hablemos de política, pero veámonos, no seas malo».

Le escribo: «Estoy en tu ciudad, llegué ayer, esta tarde tengo que grabar dos programas, termino a las siete con suerte, ¿puedes verme a las siete y media en Palermo?».

No tarda en responder: «Sí, decime dónde».

Le escribo: «En el albergue transitorio de Juan B. Justo, pasando Santa Fe, ¿te parece?».

Me escribe: «Nos vemos allí a las siete y media, esperame en el cuarto si llegás antes que yo».

Le escribo: «Dale, te espero en el cuarto».

Podríamos habernos dicho esto por teléfono y no por correo electrónico, pero Ana no usa celular y cuando estoy en Buenos Aires yo tampoco, y nunca la llamo a la librería donde trabaja y ella no me llama a casa porque nuestros muy esporádicos encuentros tienen siempre esa naturaleza furtiva.

Esa tarde, apenas termino de grabar, tomo un taxi, me bajo en Juan B. Justo, entro al albergue transitorio (que anuncia su condición con un cartel en letras rojas fosforescentes), le pago cincuenta pesos por dos horas a un joven en la recepción que escucha La extraña dama de Valeria Lynch en la versión estupenda de Miranda, subo a la habitación, me despojo del saco, la corbata y los zapatos, me tiendo en la cama y espero a Ana.

Estoy dormido cuando suena el teléfono. El chico de la recepción me dice que ha llegado Ana.

Le digo que puede subir.

Ana me abraza y me regala un libro de Coetzee, Desgracia.

—Estás más flaco —me miente.

Vuelvo a la cama, me meto debajo de las sábanas. Ana no se desviste, se mete a la cama conmigo. Enciendo la tele y voy cambiando de canales hasta que encuentro un partido de fútbol que no puedo perderme.

—¿Vas a ver la tele? —se molesta ella.

—Sólo faltan quince minutos para el entretiempo —le digo—. Apenas termine el primer tiempo, podemos jugar nosotros.

—Odio la tele —dice ella, y me da la espalda—. Siempre preferís la tele y me dejás esperándote.

No digo nada porque no quiero discutir y tampoco quiero perderme el fútbol.

Cuando termina el primer tiempo, apago la tele, me acerco a Ana y veo que se ha dormido.

Mejor, pienso. Así puedo ver tranquilo el segundo tiempo. Llamo al joven de la recepción y le digo que voy a quedarme dos horas más.

Ana duerme o finge dormir mientras veo el segundo tiempo. Parece estar dormida de verdad, porque ronca un poco y a veces hace unos movimientos raros con su pie derecho, unos temblores suaves y repentinos, como si estuviera relajándose profundamente.

Veo el fútbol sin volumen. No bien termina, apago la tele. Estoy cansado. No sé si quiero tener un revolcón con ella. No quiero despertarla. Cierro los ojos. Respiro al mismo ritmo que Ana.

Cuando despierto, miro el reloj. Es la una de la mañana. Ana sigue dormida. Llamo al joven de la recepción y le digo:

—Creo que me voy a quedar toda la noche.

—Pero te va a salir más caro —me dice amablemente—. La gente no viene acá a dormir.

—Comprendo —le digo—. Pero mi chica se ha quedado dormida, así que pasaremos la noche acá.

—Bueno, te haré un descuento —me dice.

—Gracias, estupendo —le digo.

A la mañana siguiente nos vamos sin desayunar del albergue transitorio. Estamos contentos, a pesar de que no hemos hecho el amor o debido a eso.

Solía jactarme de no llevar un teléfono celular, hasta que las mediocres circunstancias que rodean mi vida me obligaron a comprar uno en Miami.

Compré un aparato caro y sofisticado, ultraliviano, de color negro, con un número de funciones que nunca sería capaz de comprender, y, a pesar de la insistencia de la vendedora venezolana, me negué a firmar un contrato con la compañía. Preferí adquirir el teléfono, cargarlo con una tarjeta de cien dólares y continuar usando esa modalidad, la de comprar tarjetas cuando el crédito estuviese por expirar, pues ese sistema, conocido como «prepago», me concedió el dudoso placer, en medio de la vergüenza y el fastidio que me asaltaron al convertirme en un rehén de la cultura celular, de sentirme algo menos prisionero.

Me resultó enormemente difícil elegir el tono musical que debía sonar cuando me llamasen, la imagen que serviría como telón de fondo en la pantalla, el idioma en que aparecerían las palabras (estuve tentado de usar el mandarín) y el nombre del usuario (siempre me ha parecido que Jaime es un nombre chato, desangelado, lo que por otra parte me hace justicia y revela cuán perspicaces fueron mis padres en adivinar mi carácter).

Semanas después, llegué con mis hijas a Buenos Aires. El viaje consistió en dos tramos que duraron casi lo mismo: Lima-Buenos Aires, en avión, y Ezeiza-San Isidro, en taxi, por la avenida General Paz, a las siete y media de la mañana. Esa tarde, tras descansar unas horas, fuimos caminando a una tienda de telefonía móvil y compramos un «chip» que nos permitiese usar mi celular también en Buenos Aires, con un número local y cargándolo con tarjetas. Me maravilló que mi vida hubiese dado ese salto tecnológico alucinante. Luego llamé a mi productor en Miami, me contó apesadumbrado que una entrevista que dejé grabada había salido sin audio, provocando la indignación del público, y recordé las minúsculas, bochornosas dimensiones de mi existencia.

Del mismo modo que en Miami, sólo usaba el celular en Buenos Aires cuando era estrictamente inevitable, pulsando la tecla de altavoz y alejándolo todo lo posible de mi cabeza, pues estaba convencido de que las ondas que irradiaba ese adminículo impertinente me provocaban dolores de cabeza, a menos que usara el altavoz y lo mantuviese a cierta distancia de mis oídos.

El jueves, Día de Acción de Gracias, mis hijas, Martín y yo fuimos a los bosques de Palermo, caminamos por el rosedal y decidimos dar un paseo en bote por el lago de aguas verdosas. Tras pagar quince pesos y embutirnos en unos chalecos rojos salvavidas, subimos al botecito de madera y empezamos a remar con tanta torpeza como alegría. Fue un momento de intensa felicidad. Nos hicimos fotos cegados por el sol de la tarde, alimentamos con dos alfajores Jorgito a un pato, remamos chapuceramente a ninguna parte, las niñas dijeron vulgaridades que me hicieron reír y, cuando nos cansamos de remar, dejamos que las aguas mansas se ocupasen de mecer el precario botecito, mientras Camila me pedía que viniésemos a vivir un tiempo a Buenos Aires.

Luego volvimos al muelle con ganas de tomar un helado. Mis hijas bajaron con agilidad, tomadas de la mano por Martín, siempre tan amoroso con ellas. Cuando llegó mi turno, me puse de pie, el bote se encabritó un poco, hamacándose peligrosamente, y conseguí dar un salto al muelle.

Al hacerlo, algo se deslizó del bolsillo de mi pantalón, rebotó en el borde mismo del muelle y, caprichosamente, pudiendo haber quedado de nuestro lado, sobre los tablones de madera, cayó al agua ante la mirada atónita de mis hijas y Martín.

—¡Tu celular, papi! —gritaron ellas.

Pero ya era tarde. El aparato se hundió en esas aguas misteriosas y desapareció para siempre.

—Un celular más que se cae al lago —dijo el administrador—. No sabés cuántos he visto hundirse. Debe haber como mil millones allá abajo.

Mis hijas lamentaron el incidente, me prometieron que me regalarían un celular nuevo, pero yo me sentía extrañamente aliviado y feliz, como si algún designio superior hubiese obrado un pequeño y oportuno milagro, el de arrebatarme ese aparato innecesario, recordándome las ventajas del silencio y, de paso, restaurando una cierta armonía que el celular, con sus constantes interrupciones, había quebrado.

—No volveré a comprar un celular —dije, mientras comíamos helados a la sombra—. He comprendido el mensaje del lago.

—Eres un tonto —me dijo Camila—. No hay ningún mensaje. Se te cayó porque no lo guardaste bien. No le eches la culpa al lago.

Al final de la tarde, fuimos a los cines de la esquina de las calles Bulnes y Beruti, vimos una película y luego, para celebrar el Día de Acción de Gracias, cenamos pavo con puré en un hotel, rodeados de comensales que hablaban en inglés y cuidaban con celo sus carteras y reían escandalosamente.

Al llegar al departamento, pasada la medianoche, había un mensaje de Sofía en el contestador.

Decía que la salud de mi padre había empeorado, que a duras penas podía hablar, que estaba en la clínica con él llamándome para que hablásemos un ratito, que me había llamado varias veces al celular pero nadie contestaba, que, por favor, llamase de vuelta porque mi padre quería hablar conmigo y no quedaba mucho tiempo.

El lago de Palermo se tragó esa conversación, que pudo ser la última.

Tan pronto como llegué a Lima con las niñas, mi madre me llamó por teléfono y, con admirable tranquilidad —la paz de los que tienen fe, una paz que siempre me fue esquiva—, me dijo que mi padre quería verme, que estaba preguntando por mí, que debía darme prisa porque la situación era grave y le quedaban pocos días de vida. Asustado, fui a la clínica al día siguiente. Mi padre tenía la muerte dibujada en el rostro. A duras penas podía hablar. Hizo un gran esfuerzo para sostener una breve conversación conmigo. Se interesó por mis asuntos con una generosidad que me impresionó.

Al parecer, estaba orgulloso porque una cantante famosa me había saludado en público en su concierto en Lima y había dicho que somos amigos. La bella cantante hizo ese milagro: que mi padre se sintiera vagamente orgulloso de mí. También veía con simpatía que hubiese apoyado a un amigo suyo en las elecciones a la alcaldía de San Isidro. Cuando le conté que tenía un pequeño problema de salud, se interesó vivamente, me hizo preguntas (ignorando a la enfermera que le pedía que no hablase) y me recomendó que me atendiese con un médico amigo suyo. Me impresionó el esfuerzo que hizo para describir el tratamiento que debía seguir para aliviarme de esa molestia. Por eso le dije:

—Qué bueno ver que estás tan bien de la cabeza. Mi padre me guiñó el ojo, sonriendo, y dijo:

—El lunes estaré en la casa.

Fue sorprendente que me guiñase el ojo con tanto afecto, como nunca antes lo había hecho. Fue un momento entrañable, que me conmovió. A pesar de que su cuerpo estaba casi paralizado por la enfermedad, con sólo mover levemente un ojo me había dicho que todo estaba bien entre nosotros, que no estaba molesto, que tal vez, al final, después de tantos desencuentros y extravíos, se sentía orgulloso de mí, o al menos en paz conmigo, y que esa complicidad que existía entre nosotros cuando me llevaba al colegio y me daba un dinero diciéndome que era un «fondo de emergencia» por si me pasaba algo malo (sabiendo que gastaría ese dinero en un helado a la salida, una emergencia que se repetía cada tarde) y el cariño que había en su mirada cuando me decía «sólo gástate la plata si tienes una emergencia» (sabiendo que a la mañana siguiente me diría lo mismo) todavía nos unían, a pesar de todo.

Poco después, la enfermera le pidió que comiese algo y él dijo que no tenía hambre, pero, como ella insistió, él pidió un helado de chocolate y una coca-cola. La enfermera recomendó que comprásemos una coca light, pero mi padre me hizo saber con la mirada que prefería la coca-cola de verdad. Bajé a la cafetería con Javier, mi hermano, y compramos un helado de fresa, porque no había de chocolate, y dos coca-colas, una regular y otra light. Mi padre, por supuesto, bebió la cocacola más fuerte, a escondidas de la enfermera. Cuando mi madre le dio el helado en la boca, no pude evitar pensar cuántos helados le debía a papá, cuán tardío e insuficiente era este último helado.

Un día antes de que muriese, nos quedamos un momento a solas y le pedí perdón por no haber podido ser el hijo que él merecía. Mi padre ya no podía hablar.

El lunes, como él me dijo, volvió a su casa, pero ya estaba muerto. Al día siguiente, en el funeral, me incliné y besé el ataúd.

El avión del magnate mexicano nos espera en un aeropuerto privado en las afueras de Miami. Llego puntualmente, cargado de caramelos. Los pilotos y el mecánico, todos mexicanos, me saludan con cierta frialdad porque no me conocen, verifican que estoy en la lista de invitados y siguen tomando café como si fueran extras de un culebrón de Televisa.

Estoy preocupado porque en mi maleta de mano llevo champú, pasta de dientes, colonia y desodorante, cosas que con seguridad me quitarían en el aeropuerto de vuelos comerciales, pero que, como es la primera vez que vuelo en avión privado, no sé si me dejarán llevar conmigo o confiscarán al pasar algún control de seguridad. No comparto esa inquietud con los pilotos mexicanos porque no quiero delatar mi condición de advenedizo y debutante en las grandes ligas aéreas.

Los otros invitados, ocho en total, debidamente anotados por alguna asistenta del magnate, van llegando sin atropellarse, distraídamente, como quien llega a la casa de un amigo a fumarse un porro y jugar billar, y llevan consigo equipajes minúsculos, ultralivianos, porque siempre hay alguien que les carga la ropa en un vuelo regular. Todos se entretienen manipulando un aparato pequeño, negro, en el que reciben y envían correos electrónicos, al mismo tiempo que escuchan canciones en sus iPod, no sé si canciones de ellos porque algunos son cantantes famosos. Yo no tengo iPod ni BlackBerry ni laptop ni equipaje ultraliviano, yo viajo a la antigua, con dos maletas impresentables de cuarenta dólares compradas en liquidación en la avenida Collins, los periódicos del día, un libro y un ejemplar de la revista ¡Hola! Pero ninguno de ellos tiene caramelos de limón o fresa o manzana verde y yo sí, y eso me hace extremadamente popular, eso y el hecho curioso, incomprensible, celebrado por todos, de que llevo puestos cinco pares de calcetines y cinco suéteres de la misma talla y color, como si estuviésemos viajando a Alaska cuando en realidad nos dirigimos a Panamá.

En el avión, todos van ensimismados en sus asuntos, preparando discursos, revisando agendas, firmando afiches, camisetas y gorros, leyendo libros con un audífono (es decir, escuchando la voz de un relator que lee el libro por ellos) y recurriendo a mí cuando quieren otro caramelo de manzana verde, los favoritos. Sólo hay dos breves momentos de tensión: cuando uno de los famosos quiere encender un cigarrillo y el piloto lo amonesta y le dice que está prohibido fumar y entonces él lo ignora con una gracia de veras poética y se va a fumar al baño; y cuando el peluquero de una de las famosas, un italiano canoso y delgado, insiste en cantar a gritos las canciones que escucha en su iPod, lo que provoca que su clienta y protectora, que intenta dormir arropada bajo una manta, le pida suavemente, con los mejores modales, que nos dé tregua y deje de canturrear, que es algo —la sola idea del silencio— que al parecer provoca cierto grado de sufrimiento o agonía interior en el alma del peluquero italiano. Pero, fuera de esos dos momentos de tensión en verdad muy menores, el vuelo es un agrado, a pesar de que voy en un asiento de espaldas a los pilotos, como nunca antes había viajado en un avión, es decir, mirando la cola (del avión, y ocasionalmente también de los famosos), y gracias a que nadie decomisó mis artículos de higiene personal.

De pronto, el avión es sacudido por una turbulencia inoportuna y todas las luces se apagan y esa joya voladora que vale no sé cuántos millones se desliza por los aires como si estuviese planeando con los motores muertos y por unos pocos segundos que parecen eternos todos nos miramos aterrados en medio de la oscuridad y pensamos que ha llegado el momento final, que nos espera una muerte horriblemente brusca y glamorosa, que varias leyendas de la música pop acabarán despanzurradas en algún paraje agreste de la selva panameña y que (si esto sirve de consuelo) saldremos todos juntos (yo también, aunque sin foto) en el próximo número de ¡Hola! Espero la muerte con gallarda resignación y hasta con gratitud, porque no podría imaginar una manera más bella, cinematográfica y perfecta de morir, rodeado de celebridades, en el avión de un magnate, tarde en la noche, hojeando ¡Hola!, en algún punto incierto del Caribe y en medio de un viaje benéfico para ayudar a los niños. Por suerte, las luces y los motores se encienden y todos recobramos el aliento y nos miramos aliviados y algunos interrumpen sus rezos y yo reparto más caramelos. Luego les recuerdo una escena de Almost famous, cuando el avión de los roqueros está a punto de caer y todos gritan sus últimas confesiones (uno revela que es gay), pero luego el avión no se cae y más de uno se arrepiente de haber contado sus secretos más bochornosos. Y entonces jugamos a que cada uno cuente algún secreto y yo me resisto a contar el mío, que debajo de los suéteres tengo una camiseta con el bello rostro de una de las criaturas famosas que vuelan en ese avión, y termino contando algo desatinado que no debí decir: que no me sé la letra de ninguna de las canciones de ninguno de los artistas famosos que viajan esa noche conmigo, porque nunca pude aprenderme una canción completa. Y entonces se instala un silencio ominoso y alguien dice que está bien, que no pasa nada, que nadie en ese avión (ni siquiera el peluquero italiano) ha leído mis libros, con lo cual estamos a mano. Y en ese instante quiero que se caiga el avión, pero ya es tarde.

Y enseguida comprendo que nunca más subiré a un avión tan lindo, invitado por mis amigos famosos. Y dos días después, en un vuelo de Copa, sentado al lado de una señora que viaja con la tapa de un inodoro sobre sus piernas, lloro porque no hay justicia en esta vida y porque en lugar de ser escritor debí ser cantante (o al menos escritora).

Saliendo del cine de Lincoln Road, Martín quiere ir al baño. Me detengo a esperarlo. Entra al baño, pero sale enseguida con mala cara y dice que hay mucha gente, unas colas horribles, y que mejor irá al baño del Starbucks de Alton Road, que está a una cuadra, mientras yo saco la camioneta del estacionamiento.

Poco después, detengo la camioneta en la puerta del Starbucks y Martín sube con su café y un jugo para mí. Tiene mejor cara. Pudo ir al baño. Está más tranquilo.

No mucho más allá, paso por dos huecos en Alton Road. La camioneta se zarandea un poco.

Martín derrama el café en sus manos y sus piernas. No le había puesto la tapa de plástico. Se quema las manos. Grita. Me detengo. Tira el café a la calle, se seca las manos en el pantalón manchado, me dice que sigamos, que es su culpa por no poner la tapa. Tiene mala cara.

Antes de entrar a la autopista, dice que le hubiera gustado quedarse paseando por Lincoln Road, que no entiende por qué debemos regresar a la casa tan pronto, siendo un sábado en la noche. Le digo que no me provoca pasear por esa calle un sábado en la noche porque suele estar muy congestionada, pero que, si quiere, lo dejo un par de horas, y luego regreso a buscarlo. Me dice que no, que no le provoca quedarse solo. Le pregunto si está seguro. Me dice que sí. Pero tiene mala cara. Tiene cara de estar harto de mí.

Ya en la autopista, saco el celular y llamo a Sofía, que está en Lima, en la playa. No la encuentro. Dejo un mensaje. Le digo que la extraño, que en dos semanas estaré con ella y las niñas para pasar una semana en la playa y que luego vendremos a Miami.

Guardo el celular. Martín me mira con mala cara y me dice que no entiende por qué soy tan cariñoso con Sofía. «Porque es la madre de mis hijas», respondo. «Pero me odia», afirma él. «Y no deberías querer tanto a una persona que me odia», añade. «No te odia», le digo. «Quizá te tiene celos. Quizá te ve como un rival. Pero no te odia». «Sí me odia», se enfurece él, y me mira con mala cara. «Me odia. No lo niegues. Y vos la seguís tratando como si fuera una reina. No te importa que la gente me odie, vos igual te llevás bien con ellos. Como con tu amiguito Manuel o con tu novia Ana, que me detestan, hablan mal de mí y vos como si nada, son tus grandes amigos, te da igual, no me defendés». «Exageras», le digo. «Nadie te odia, Martincito. Estás viendo fantasmas». Se hace un silencio. Tiene mala cara.

«No me regalaste nada por Navidad», dice luego. Me quedo sorprendido por el reproche. «Pero fue un acuerdo, tú mismo me dijiste que mejor no nos regalaríamos nada», le digo. «Sí, pero después me arrepentí y te regalé una cartera de cuero que me costó un montón de plata», me recuerda, furioso. «Y vos no me regalaste nada, te dio igual», añade. «Pero a ella, a Sofía, a tu ex, que me odia, le diste no sé cuántos regalos, ¿o no?». «Bueno, sí, pero eso no tiene nada que ver contigo, pasé las fiestas en Lima con ella y mis hijas y era natural que les diese regalos a las tres, ¿o querías que llevase regalos a mis hijas y no a la mujer que me dio a mis hijas?». Martín me mira con mala cara y dice: «¿Y yo qué? ¿No podías darme aunque sea un regalito?». «Lo siento», le digo.

«Pensé que no tenía tanta importancia. Fue un error. Mañana mismo te daré tu regalo de Navidad».

Martín me mira con mala cara. «¡Ya no quiero un regalo!», se enfurece. «¡Ya no es Navidad!», me recuerda. «Todos los días son Navidad», le digo, a ver si se ríe, pero no se ríe.

Luego me equivoco gravemente. «Además, tú me dijiste que tu regalo de Navidad podía ser el pasaje para que vinieras a Miami», le digo. Martín me mira con mala cara. «¿Ese fue tu regalo? ¿Un vulgar pasaje en económica a Miami? ¿Por qué yo, tu amante secreto, tengo que volar en económica, y a tu ex la hacés volar en ejecutiva? ¿Hasta cuándo me vas a mandar atrás, como si no estuviera a la altura de Sofía? ¿Por qué a ella no la mandás atrás también? ¿No ves que a ella la tratás como a una reina y a mí como a una puta barata? ¿Creés que me hace gracia viajar en económica, cuando vos y Sofía viajan siempre en ejecutiva?». Me quedo callado. No tengo defensa.

«Lo siento», le digo. «Fue un error no darte un regalo por Navidad y mandarte el boleto en económica. No volverá a ocurrir». Digo «no volverá a ocurrir» y pienso «porque es mejor que te quedes en Buenos Aires y no vengas a verme». Pero eso no se lo digo.

Llegando a la casa, Martín se encierra a hablar por teléfono. No sé con quién está hablando porque habla en voz muy baja, para que no pueda oírlo. Para no sufrir (o para sufrir de otra manera), voy al gimnasio. Trotando en la faja, pienso que es mejor que él regrese a Buenos Aires y se quede allá y no venga a verme de vez en cuando. Luego paso por la farmacia y le compro el perfume que más le gusta y pido que lo envuelvan con papel de regalo. Cuando llego a casa, le doy el perfume pero él tiene mala cara, me agradece secamente, no me da un beso y sigue escribiendo en la computadora y me mira como diciéndome que estoy interrumpiéndolo, así que me retiro en silencio.

Tarde en la noche, cuando él duerme, bajo a la computadora y descubro que ha estado chateando con Jorge Javier, un amante que tuvo o tiene en Madrid. Es fácil descubrirlo porque ha dejado el chat abierto, quizá por descuido, o más probablemente para que yo lo lea y sufra. Martín le dice a Jorge Javier que está harto de mí, que lo trato mal, que es como si todavía estuviera casado con la mujer que me dio dos hijas, que nunca me voy a casar con él, que lo trato como si fuera una amante de paso. Y que ya no aguanta más mi frialdad, mis caprichos, mis desplantes.

Luego descubro que ha estado viendo pornografía en internet. Es fácil descubrirlo porque ha dejado varias ventanas abiertas, seguramente con la intención de que yo las vea.

A la mañana siguiente, encuentro en mi escritorio el perfume que le compré, con una nota que dice: «No todos los días son Navidad».

Llegando a Lima al amanecer, manejo cien kilómetros por la autopista al sur. No he dormido en el avión. Enciendo la radio y bajo la ventana para mantenerme despierto.

No tengo dinero peruano al pasar el peaje de la autopista. Por suerte aceptan dólares. Tengo que dejar dos dólares, uno por el peaje y otro para el cobrador.

Más allá me detiene la policía. El oficial me pide mi licencia de conducir. Le entrego la licencia de Miami. Me pide la licencia peruana. Le digo que no la tengo conmigo. Me pregunta por qué no la llevo conmigo. Le digo la verdad, que no tengo licencia peruana. Me pregunta por qué no he sacado una licencia nueva. Le digo la verdad: «Debido a mi carácter pusilánime, oficial». Lo bueno de usar palabras raras es que te dan un cierto prestigio. El policía me pide un autógrafo. Firmo:

«Para mi querido amigo Henry García, por estos años manejando indocumentado». El oficial me corrige. Es Jenry, con jota.

Cuando llego a la casa, me voy a dormir. Despierto bruscamente tres horas después. Alguien ha tirado un huevo a la ventana de mi cuarto. Salgo a la terraza, pero no hay nadie a la vista. Los chicos malos de la playa se divierten tirándome huevos.

Bajo a la playa. Está desierta. Me zambullo en el agua. Salgo con la cara llena de arena porque el mar está muy arenoso. Entonces veo que se acerca un hombre en pantalón y camisa, descalzo, a paso vacilante, zigzagueando casi, como si estuviera borracho o muy cansado. Mira el mar con una mezcla de júbilo y asombro. Al pasar a mi lado, me pregunta con la lengua pastosa y los ojos alunados si soy la persona a cargo de alquilar las sombrillas y las tumbonas. Le digo que no, pero que, como no hay nadie en la playa, puede buscar la sombra y la comodidad que mejor le convengan, sin pagar nada. Me reconoce enseguida. «Mis respetos, don Jaimito», me dice, y me da un abrazo despanzurrado que es casi una manera de echarse a dormir en mis brazos. Le siento el aliento áspero a alcohol. Es un hombre pobre, mal vestido, sin zapatos, y no se sabe de dónde ha venido ni cómo ha llegado a esta playa, pero parece extrañamente feliz de estar allí, un lunes a mediodía, hablando a solas con el mar, contemplándolo con reverencia y excitación, como si fuera el cuerpo de la mujer más bella que hayan visto nunca sus ojos fatigados que navegan en aguardiente.

El borracho feliz no tarda en meterse al mar sin sacarse la ropa, con el pantalón que se le cae y la camisa raída, y grita de frío o de felicidad o de ambas cosas, y luego ejecuta una danza alucinante, los brazos al cielo, lanzando gritos incomprensibles, mientras yo lo miro con envidia, porque nunca había visto a nadie más feliz en esa playa ni en ninguna.

Sin entender por qué lo asalta tanta alegría, por qué da esos brincos y alaridos, quién es este extraño visitante alcoholizado que ahora se emborracha con cada ola que le baja los pantalones y le descubre el culo, me acerco a él y le pregunto si no querrá ponerse protector de sol o tomar un refresco. El tipo me dice: «Mis respetos, don Jaimito». Luego sigue chapoteando como un niño. No puedo más y le pregunto:

—¿Por qué está tan feliz, caballero?

El tipo se sube el pantalón que se le cae de todos modos y responde:

—Porque recién lo conozco al mar.

Luego salta y se echa más agua. Le pregunto de dónde viene. Me dice que de las montañas, de muy lejos, y que su sueño fue siempre conocer el mar.

—¿Y qué te parece el mar? —le pregunto.

Se queda pensativo un momento y responde:

—Es algo de la granputa, ingeniero.

Enseguida se baja el pantalón y comienza a orinar con toda naturalidad.