Cuando leímos en un periódico que los Pet Shop Boys darían un concierto en Miami, Martín me dijo con ilusión:

—No me lo puedo perder.

Al día siguiente fuimos al teatro a comprar las entradas. En la camioneta, discutimos. Me dijo:

—Si no querés venir, no vengas. Yo voy solo.

—Me provoca acompañarte —respondí—. Me gustan los Pet Shop Boys. Cuando era joven, escuchaba sus canciones.

Me miró inexplicablemente irritado y dijo:

—Contigo nunca se sabe. Nunca sé cuándo me decís la verdad y cuándo estás mintiendo.

Yo me quedé en silencio, sin argumentos para rebatir la acusación. Pensé: Yo tampoco sé cuándo miento, son tantas mentiras que ya se me confunde todo.

El día del concierto amanecí fatal. Me dolía la cabeza. A duras penas podía estar en pie. Tuve que quedarme en cama. Martín se enojó:

—Siempre que tenemos un plan, te enfermás. Seguro que no vas a venir al recital.

Salí a comprar la comida. Discutí con una odiosa señora venezolana que criticó mi programa. No debí contestarle. Pero estaba enfermo y fatigado y caí en la trampa de decirle:

—No me diga que es una «crítica constructiva», señora. Si no le gusta mi programa, no lo vea.

Pero déjeme en paz. No me interesa su «crítica constructiva». Y no sé qué es lo que construye su «crítica constructiva».

Al volver a casa, me dio un ataque de tos. Martín me miró disgustado y dijo:

—Otro enfermo más en la familia.

Dijo eso porque Candy tenía cáncer.

Yo me quedé callado y volví a la cama. Al final de la tarde, me di una ducha y me vestí para el concierto. No podía estropear la noche. Me tomé dos coca-colas y pensé, como los toreros, que Dios reparta suerte.

Llegamos puntualmente. No fue complicado encontrar parqueo. Tampoco tuvimos que hacer muchas filas para llegar a nuestros asientos. Enseguida fuimos al bar. Pedí dos copas de vino blanco californiano.

—¿Vas a tomar? —se sorprendió Martín.

—Sí —dije—. Creo que voy a emborracharme.

Hacía mucho que no tomaba. Pero estaba tenso y necesitaba escapar un poco de mi cuerpo y volver al pasado, a aquellas noches en que me agité felizmente, en compañía de unos amigos que ahora estaban lejos o que ya no estaban o que ya no eran mis amigos, al ritmo de los Pet Shop Boys.

Fue un concierto memorable. Perdí la cuenta de las veces que regresé al bar por una copa más.

No nos pusimos de pie, no bailamos, pero cantamos esas canciones y nos miramos sonriendo y nos burlamos de algunos vecinos exaltados y sentí que todo estaba bien, que, gracias al vino californiano, había sido una noche feliz.

Entonces cometí un error: la banda se despidió, el público pidió aplaudiendo que volviera al escenario, regresaron como era previsible y, seguro de que, ahora sí, era la última canción de la noche, le dije a Martín:

—Yo voy saliendo. Te espero en la camioneta.

Me miró irritado y dijo:

—¿No podés quedarte hasta el final?

—No me gusta salir con todo el gentío. Prefiero salir ahora. Pero tranquilo, no te apures, yo te espero en la camioneta.

Me puse de pie y, para mi sorpresa, Martín salió conmigo. Bajando por la escalera mecánica, dijo:

—¿Quién te creés que sos, Susana Giménez? ¿No podías salir al final, como todo el mundo?

—Pero yo no te dije que salieras conmigo —me defendí—. Quédate, yo te espero afuera, no hay apuro. Ya era tarde. Martín estaba furioso:

—Tenías que malograrlo todo con tus caprichos de diva. Siempre hay algo que te molesta: el aire acondicionado, la gente, el ruido. Tenías que malograrlo todo.

Caminaba bruscamente. Yo tenía que apurarme para no perderle el paso. Le pregunté si quería comer. Dijo que no tenía hambre. Subimos a la camioneta. Seguíamos molestos. Martín dijo:

—No te aguanto más. Me voy a Buenos Aires. Hacía tiempo lo venía pensando.

—Nadie te obliga a quedarte. Eres libre. Haz lo que quieras.

—No puedo vivir con un tipo que está todo el día enfermo, en la cama.

—Lo siento. Pero yo no puedo fingir que no me siento mal sólo para hacerte feliz. Me sentía mal y aun así vine al concierto.

—No hubieras venido, Jaime. Mejor hubiese venido solo.

—Es la última vez que voy a un concierto contigo. Siempre termino arrepentido.

—No vengas. Quedate en la cama. Pero por tus hijas sí hacés cualquier cosa. Yo no quiero vivir con un hombre que tenga hijas.

—No te compares con mis hijas. Es un error. Son amores distintos.

—No te soporto más. Estás todo el día hablando de política. Te vestís todos los días con la misma ropa. No tenés amigos. No salís a ningún lado. ¿Creés que es divertido vivir contigo en ese aburrimiento mortal que es Key Biscayne?

Me quedé en silencio. Necesitaba una copa más.

Llegando a casa, cada uno se encerró en su cuarto. Pasé la noche desvelado, recordando cada momento de la pelea, cada palabra hiriente. Al día siguiente hubo gestos amables que atenuaron el daño, pero Martín hizo sus maletas, llamó un taxi y partió a Buenos Aires. Antes de irse, me abrazó y dijo:

—Si querés, vuelvo en un tiempo.

Pero yo sentí que estaba mintiendo porque le daba pena verme llorar.

Cuando el auto se alejó, salí a comprar una botella de vino.

Al llegar al estudio, Guillermo, el guardia de seguridad, me cuenta un chiste como todas las noches y yo me río como todas las noches y le digo que se abrigue porque un frente frío se ha abatido sobre la ciudad. En el cuarto de maquillaje me espera la Mora, que está feliz porque acaba de conseguir el permiso oficial para abrir una escuela de maquillaje y se ha salvado de la última ola de despidos en el canal.

De pronto entra un hombre mayor, delgado, canoso, de anteojos, vestido con traje oscuro y corbata. Tras saludarnos, se sienta a mi lado, frente al espejo excesivamente iluminado por decenas de bombillos amarillentos que dan un aire a camerino de diva marchita, y espera su turno para ser maquillado por la Mora. El hombre ha sido invitado a un programa político que está por comenzar en quince o veinte minutos y que será emitido en directo, antes de mi programa. Al reconocerme, me dice que debería cortarme el pelo, que llevarlo tan largo me resta credibilidad como periodista.

Le agradezco la sugerencia y le digo que no aspiro a ser periodista ni a tener credibilidad, pero él me mira muy serio y me dice en tono grave que esa noche va a soltar una bomba, y luego se aferra a un sobre amarillo, extrae de él con manos temblorosas unas fotos en blanco y negro, mal impresas, y me dice que esas son las pruebas de que el dictador está muerto. Miro las fotos (si a esas manchas podemos llamarlas fotos), sin que el caballero me permita tomar con mis manos aquellos papeles que, en su opinión, constituyen la prueba irrebatible de la primicia que se dispone a lanzar al mundo, que el longevo dictador ha muerto, y veo desilusionado lo que ya me habían pasado por internet, unas fotos mortuorias de él con los ojos cerrados dentro de un ataúd, y le pregunto cuándo, si acaso, murió el dictador, y él responde, sin ápice de duda, que el 8 de diciembre, y que desde entonces se ha contratado a un «doble» para que cada tanto aparezca haciendo precarios ejercicios en un buzo Adidas con el propósito de simular que vive aún. Le digo en tono risueño que su teoría me parece inverosímil, que esas fotos no prueban nada, que el dictador sigue vivo. El hombre se enfurece, se exalta, agita sus papeles, me llama ignorante, levanta la voz, dice a gritos que el dictador está muerto.

—¡Murió el 8 de diciembre, coño! —grita.

—Si usted tiene razón, que Dios lo bendiga o, como dicen en La Habana, que le dé un hijo macho.

—¡Está muerto, coño, y yo lo voy a demostrar! —grita, furioso porque no le creo y porque la Mora, a juzgar por su mirada maliciosa, que es su mirada de siempre, tampoco.

Entonces deja sus papeles, mira el reloj y pide un café, pero La Mora le dice que en el canal no hay cafetería, que tendrá que contentarse con agua. Como el hombre está impaciente y lleva apuro, le sugiero a la Mora que deje de maquillarme y lo atienda enseguida. Ella se desplaza con rapidez, mueve sus utensilios y empieza a pasar una esponja impregnada de base por el rostro ajado del panelista. De pronto, el hombre hace unos ruidos muy raros, guturales, cavernosos, como si fuera a toser o escupir, y cierra los ojos y se desmaya hacia un costado, de un modo tan violento que cae de la silla y se da de bruces contra el suelo de baldosas blancas por el que tantas veces hemos visto pasar roedores sigilosos. La Mora lanza un alarido sin soltar su esponja y yo me quedo sentado sin atinar a nada. El hombre yace en el suelo, inmóvil, la boca abierta, los ojos cerrados, la cara a medio maquillar, las fotos del dictador muerto desperdigadas a su alrededor. En ese momento entra el técnico de sonido y pregunta quién es el invitado para ponerle el micrófono y la Mora señala el cuerpo del panelista colapsado y dice:

—¡Llama al Rescue!

—¡Mejor llámalo tú, porque no tengo crédito en el celular! —responde el técnico.

—¡Ve a llamar a Ligia Elena! —le ordena la Mora.

El técnico sale corriendo, aterrado. La Mora se hinca de rodillas y, agitando las fotos del dictador, le echa aire al panelista, tratando de reanimarlo, pero, como no da señales de vida, deja los papeles, saca su esponja y sigue maquillándolo.

—¿Pero qué haces, Morita? —le pregunto, perplejo.

—Mejor lo termino de maquillar —dice ella, toda una profesional—. Si revive, ya está ready para el show de Ligia Elena. Y si se queda muerto, ya lo dejo preparadito para el velorio.

En medio de un barullo de voces, y rodeada de un séquito de productores y aspirantes a productores, aparece en el cuarto de maquillaje, agitada pero impecable, la famosa periodista Ligia Elena, cuyo programa está por comenzar. Al ver a su invitado tendido en el piso, ordena:

—¡Qué venga el Rescue! ¡Y traigan una cámara y filmen todo esto!

Luego dice, como hablando consigo misma:

—Qué pena que esto no pasó en el programa. Tremendo rating hubiéramos hecho.

—¡Tres minutos para salir al aire, Ligia Elena! —grita alguien.

Ligia Elena se marcha presurosa, rumbo al estudio. Mientras comienza su programa, en el que no se hace alusión alguna al incidente del invitado desmayado, llegan los paramédicos e intentan reanimar al pobre hombre, pero los esfuerzos son en vano. Ha muerto. Ha muerto minutos antes de anunciar la muerte del hombre al que más ha odiado en su vida. Y ahora la Mora se inclina reverente, le pone colorete en los labios y un poco de polvo en las mejillas y cubre el rostro del finado con los papeles del dictador muerto.

Me invitan a dar una conferencia en Washington. Sólo pido dos cosas: que el billete de avión sea en ejecutiva —lo que no parece abusivo, porque nadie me considera un escritor ni menos un intelectual, sino un ejecutivo de los libros, alguien que ejecuta libros— y que el tema de la conferencia sea libre, impreciso, de modo que pueda hablar de cualquier cosa y de ninguna, que es mi especialidad.

Llego muy abrigado, pero el clima me sorprende y entusiasma: la primavera refulge en todo su esplendor, coronando los árboles de cerezas, y me invita a caminar lenta, morosamente, sin rumbo fijo, evocando los días lejanos en que viví en estas calles, mientras escribía —ejecutaba— mis primeros libros, mis primeras venganzas.

Nada es mejor que pasar toda la tarde y el principio de la noche viendo películas, una tras otra, en el multicines de Georgetown, habiendo pagado una sola entrada pero saltando clandestinamente de una sala a otra, no por tacaño sino porque tengo alma de corsario, con lo cual, más que viendo películas, termino asaltándolas, abordándolas, infiltrándome en ellas, un ejercicio pirata que, no cabe duda, multiplica el placer del cinéfilo haragán que soy.

El día de la conferencia, todavía medio dormido, con el pelo tan largo y desaliñado que mis anfitriones me conminan a ir a la peluquería, llego al auditorio principal de un banco en el centro de Washington, me reciben amablemente y me llevan a un salón donde una periodista de Televisa quiere entrevistarme, o finge que quiere entrevistarme, porque lo que de verdad quiere, no nos engañemos, es que le paguen su sueldo a tiempo.

La mujer de Televisa me hace unas preguntas esotéricas que no entiendo bien, quizá porque estoy medio dormido o porque no fui a la escuela de talentos de Televisa. Pero no le entiendo nada.

De todos modos, sonrío como un tonto y contesto algo vago e impreciso.

Apenas termina la entrevista, el fotógrafo de Televisa me pide que me siente sobre una mesa para hacerme unos retratos rápidos. Nunca he sido bueno para decir que no y menos a los fotógrafos, que son tan autoritarios. Le obedezco, bostezando. Me siento, en efecto, sobre la mesa de vidrio. Son escasos, no más de tres o cuatro, los segundos que dicha mesa soporta el rotundo, abrumador peso de mis nalgas peruanas. Enseguida se parte y me hundo con ella y mi trasero se golpea contra la alfombra mullida y quedo sentado dentro de la mesa quebrada y sobre los vidrios rotos.

El fotógrafo, cruel, dispara un par de fotos, capturándome en ese instante bochornoso, y entonces, sólo entonces, se preocupa por socorrerme.

No ha sido gran cosa, sólo estoy abrumado por el ridículo que acabo de perpetrar ante las cámaras, y asustado por las fotos indecorosas que ese truhán me ha sacado en tan innoble postura, y resuelto a ponerme a dieta para rebajar el peso excesivo, insoportable para cualquier mesa de vidrio, de mi trasero.

Aunque siento una punzada dolorosa en las nalgas, simulo ser un hombre recio, me niego a ser revisado por un médico, exijo que no se cancele la conferencia y, minutos después, humillado, cojeando, avergonzado de mí mismo y mi horadado trasero, salgo a hablar. Y hablo, gallardo, de pie, frente a un numeroso auditorio de estudiantes y diplomáticos, procurando ignorar el dolor creciente en las nalgas y pensando que debo sobornar al fotógrafo para que me entregue los negativos de aquellas fotos tan crueles que me hizo apenas partí en añicos la mesa.

Al final, mientras contesto las inquietudes del público, alguien me pregunta qué siento cuando me critican como escritor, cuando dicen que soy liviano, frívolo, prescindible. Y entonces, creo que sangrando, porque creo sentir una gota fría que baja como una araña por mi muslo derecho, digo la única cosa cierta de la tarde:

—Siento como si tuviera un vidrio clavado en el culo. Y la gente se ríe, pero no es broma.

Gabriela le dice a su esposo que va al siquiatra, que volverá en un par de horas. Es mentira. Viene a mi casa. Mientras tanto, yo la espero sin entusiasmo y pienso escribirle un correo electrónico cancelando el encuentro, pero no lo hago. Si bien Gabriela ama a su esposo, con quien tiene dos hijos, no soporta que esté todo el día en la casa desde que lo despidieron del trabajo. Era feliz cuando él se iba a trabajar por la mañana y ella se quedaba en la casa con los niños y la empleada colombiana. Se sentaba horas frente a la computadora, tratando de escribir una novela sobre su infancia en á Habana. Pero ahora no puede escribir (o fingir que escribe, mientras pierde el tiempo en internet) porque su esposo está dando vueltas en la casa, hablando por teléfono, jugando con los niños, y su sola presencia la perturba e irrita secretamente.

Gabriela se despide de su esposo y sus hijos, sube a la camioneta que le regaló su esposo, conduce lentamente (porque sabe que conduce mal) y media hora después llega a mi casa. Son las once en punto de la mañana. Es una hora inconveniente para mí, que suelo dormir hasta pasado el mediodía. He puesto la alarma a las diez, me he levantado de mal humor, arrepentido de haber pactado esa cita furtiva, me he dado una ducha fría y he ordenado y limpiado un poco las cosas para que ella no me dé una reprimenda por vivir en condiciones tan descuidadas. Al salir de la ducha, he pensado llamarla y decirle que estoy enfermo, que no puedo verla, pero no he tenido valor para hacerlo y me he resignado, como suele pasar en mi vida, a que las circunstancias o el azar prevalezcan sobre mi voluntad.

Cuando veo a Gabriela en la puerta de mi casa, bajando de la camioneta, me digo a mí mismo:

Menos mal que no cancelé la cita, había olvidado lo guapa que es. No nos hemos visto hace un mes o poco más. La última vez que nos vimos no pudimos besarnos o acariciarnos porque estábamos en su casa, celebrando su cumpleaños, y naturalmente allí se encontraba también su esposo, que es mi amigo o que al menos me tiene aprecio y nunca pensaría que estoy acostándome con su mujer, principalmente porque supone que me gustan los hombres (lo que es verdad) y sólo los hombres (lo que no es verdad).

Gabriela viste esa mañana unos pantalones ajustados y una blusa blanca. Yo me he puesto unos pantalones holgados y una camiseta ancha para encubrir mi barriga. Nos damos un beso. Pasamos a la cocina. Ella pide agua. No hay botellas de agua. He olvidado comprarlas. Le sirvo agua del grifo de la cocina. Ella se molesta y dice que sólo toma agua de botella. Le ofrezco jugo de naranja. Ella declina. Luego se levanta, coge un vaso y lo llena con agua del grifo. Cuando se dispone a beber el agua, hace un gesto de asco. El vaso está manchado con minúsculos pedazos amarillentos de naranja que han quedado impregnados, resecos, en el vidrio. Ella me dice que soy un cerdo, que los gérmenes de esas partículas putrefactas de naranja pueden dar cáncer. Hago un gesto resignado y digo que todo da cáncer, que seguramente lavar los vasos con detergente también da cáncer. Luego le sirvo uvas y pasta de guayaba y ella parece de mejor humor porque le encanta comer pasta de guayaba y dice que mis besos saben a guayaba y a veces cuando estamos en la cama me dice «méteme guayaba», que es una expresión que me encanta.

Gabriela me pregunta si he leído su novela, el borrador de la novela que me entregó la noche de su cumpleaños. Le digo que sí la he leído, que me ha gustado. No miento. Pero luego le digo que el título no me ha gustado y que el final podría mejorar. Ella come guayaba y escucha en silencio. Yo pienso que sólo nos queda media hora (porque la cita con el siquiatra supuestamente dura una hora) y que es una pena que estemos perdiendo el tiempo hablando de aquella novela que, si bien he leído con interés, creo que no merece ser publicada tal como está (pero eso no se lo digo). Luego le digo que el final es demasiado feliz, que los buenos finales nunca son tan felices porque la felicidad sólo produce mala literatura y porque además en la vida nunca nadie tiene un final feliz, todos se mueren. Ella dice que no pensó mucho el final, que simplemente se cansó de escribir.

Gabriel ignora el timbre de su celular. «Es mi marido, qué pesado», dice. Luego me dice que la otra noche me vio en la televisión y me odió. «Eres un tonto y un ignorante», me dice. Sonrío, la abrazo por detrás, le huelo el cuello, la beso. Ella me dice que no soporta verme en televisión, que no tengo gracia, que trato mal a mis invitados, que me creo más listo de lo que soy. Gozo extrañamente siempre que ella me critica (algo que ocurre con frecuencia) porque me recuerda que así nos conocimos, una noche, a la salida del teatro, donde presenté un monólogo de humor, cuando ella se me acercó y me dijo: «Devuélveme la plata, no me hiciste reír nada».

Gabriela y yo pasamos a mi habitación. El celular vuelve a sonar, pero ella lo ignora. Luego se quita con dificultad el pantalón ajustado, pero no la blusa, porque no le gustan sus pechos, dice que se le han caído después de amamantar a sus dos hijos. Me saco el pantalón, pero no la camiseta, porque no me gusta mi barriga, me da vergüenza. Aunque voy al gimnasio de vez en cuando y hago abdominales, mi barriga no cede y amenaza con extender sus dominios. Nos besamos. Nos tocamos.

En realidad, ella no hace nada, sólo se deja besar y tocar. Luego voy al baño y advierto que no tengo condones. Se lo digo: «Me olvidé de comprar condones». Ella se queda tendida boca abajo en la cama y dice: «No importa».

Cuando terminamos, vuelve a sonar el celular. Gabriela contesta y le dice en inglés a su marido que está saliendo de la consulta del siquiatra, que lo ama, que está en camino. Luego se viste deprisa, se echa un perfume que saca del bolso y camina hasta la puerta. La acompaño en calzoncillos. La beso, apenas rozo sus labios.

Antes de irse, Gabriela me mira con un brillo malicioso y me dice: «Yo sé que no me amas. Yo tampoco te amo. Te estoy usando. Voy a acostarme contigo hasta que me ayudes a publicar la novela. Después no me verás más». Me río y la veo alejarse, pero sé que no está bromeando.

Todo comenzó con un correo electrónico. Al llegar a casa después del programa, me senté a leer mis correos, como todas las noches, y encontré uno cuyo encabezado o título era inquietante: «Soy tu fan». Alarmado, abrí el correo. Lo había escrito Karina. Era venezolana, vivía en Miami, se había graduado de la universidad y estaba buscando trabajo. Decía que le gustaba mucho mi programa, que no se lo perdía, que lo veía todas las noches, que estaba leyendo alguna novela mía y que tenía ilusión de venir una noche al estudio para ver mi programa en vivo como parte de la audiencia.

Contesté enseguida. No debí hacerlo. Le pedí que me dijera qué noche quería venir para anotarla en la lista de invitados y que me mandase una foto para reconocerla en el estudio. A los pocos minutos, Karina volvió a escribirme diciendo que quería venir al día siguiente si era posible y que vendría sola porque vivía cerca del estudio, en Aventura. No me mandó la foto. No insistí en pedírsela. Le escribí diciendo que la esperaba al día siguiente en el estudio a las nueve y media de la noche, le di la dirección y la anoté en la lista que entregaría al guardia de seguridad.

La noche siguiente conocí a Karina. Era bastante gorda, de unos treinta y tantos años, tenía el pelo pintado de rubio y estaba cargada de regalos para mí. Después de abrazarme con emoción y mirarme con ojos ardorosos, me entregó un libro de poemas que había escrito (titulado La vida es bella y yo también), una camiseta Ralph Lauren talla extra large (bastaba con que fuera large), un perfume Lacoste, una caja de chocolates Godiva y un disco de Arjona. A pesar de que faltaban pocos minutos para comenzar el programa, Karina me tomó del brazo, me clavó una mirada intensa y peligrosa, me dijo que ese era el momento más feliz de su vida y me aseguró algo que me dejó preocupado:

—Somos almas gemelas, papito.

No pude hacer bien el programa porque sentía su mirada sofocante, sus aplausos excesivos, su respiración agitada, su desmesurada felicidad instalada en esa silla precaria de metal. Al terminar, saltó sobre mí, haciendo crujir el tabladillo de madera, y me hizo firmar tres novelas mías. Como no quería repetirme, escribí «Para Karina, con todo mi cariño», «Para Karina, gracias por leerme» y (aquí me equivoqué gravemente). «Para Karina, con la ilusión de verte otra vez». Luego ella le pidió a un camarógrafo que nos hiciera fotos, me abrazó con virulencia y, mientras nos retrataban, me susurró al oído:

—Por fin he encontrado al hombre de mis sueños.

Todo esto naturalmente perturbó mis sueños esa noche. Como no podía dormir, bajé a leer mis correos y encontré varios de Karina, preguntándome si había leído sus poemas, si me quedaba bien la camiseta, si estaban ricos los chocolates. Fui a la cocina, abrí la caja de Godiva y descubrí que faltaba una trufa. Al parecer, Karina la había robado, víctima de un antojo comprensible. Me reí, comí un par de trufas y le escribí: «Gracias por tantos regalos, eres un amor». Ella contestó enseguida diciéndome que estaba dichosa, que vendría al día siguiente al estudio con más regalos, que no me preocupase porque nunca más estaría solo, pues ella me cuidaría. Antes de despedirse, decía: «Te he buscado toda mi vida. Por fin te encontré. Te amo». Solté una carcajada y no le contesté.

A la mañana siguiente encontré un correo de Karina que decía: «Hicimos el amor toda la noche. Eres todo un hombre, papito. Me has hecho gozar demasiado. Estoy loca por ti». Asustado, le escribí diciéndole que no podría verla esa noche en el estudio porque ya no había cupo, que lo sentía, que ya nos veríamos en otra ocasión. No se dio por aludida. Escribió sin demora: «Tengo más regalitos para ti. Nos vemos esta noche, papichulo».

Llegando al estudio, entregué la lista de invitados al portero y le dije que no dejara pasar a nadie más, sólo a quienes estaban en la lista. Por suerte, Karina no apareció en el estudio. La olvidé. Hice el programa tranquilo. Pero, al salir, estaba esperándome detrás de las rejas, en la puerta de su auto, acompañada del guardia de seguridad. Al ver que me esperaba, no pude escapar. Bajé de la camioneta, se abalanzó sobre mí y me abrazó de un modo brutal, romántico, calenturiento, que dejó pasmado al portero. Me disculpé por no dejarla entrar, alegando que ya no había sitio para ella.

Karina no parecía ofendida: me dio más regalos (alfajores Suceso, chocolates venezolanos, un libro de Coelho, una corbata de flores), me dejó su tarjeta (era agente inmobiliaria, debajo de su foto había escrito «nada es imposible para mí») y me invitó a comer:

—Te voy a llevar a comer chuchi, papito.

Dijo «chuchi», no «sushi», lo que me dejó aterrado, y por eso me disculpé con los mejores modales, diciéndole que no tenía hambre, que prefería regresar a casa.

—Bueno, vamos a tu casa y nos tomamos un vinito —dijo encantada.

—No, no puedo —dije—. Tengo que escribir.

Se le torció la sonrisa, dio un paso atrás y dijo:

—Me había olvidado que eres un literato, papito. Anda nomás.

Entré a la camioneta, suspiré aliviado y la dejé atrás. Ya en la autopista, me pareció que un auto me seguía. Aceleré y confirmé mis sospechas. Era ella, Karina, la gorda loca, al timón de un auto japonés, persiguiéndome a una velocidad imprudente, a riesgo de su vida y de la mía. Recién entonces me asusté y me di cuenta de que estaba en apuros. Empecé a correr como un lunático, salí por un desvío cualquiera, me pasé varios semáforos en rojo, terminé en un barrio que no conocía pero conseguí perderla de vista. Al llegar a casa, me había escrito de su BlackBerry varios correos.

En orden cronológico, decían: «No huyas de nuestro amor», «No tengas miedo, no muerdo, sólo chupo rico», «Yo te voy a sacar el hombre que siempre has sido» y «Cuando me pruebes vas a saber lo que es el amor». Irritado como estaba, escribí: «Ballena malparida, déjame en paz. Si vuelves a seguirme, llamaré a la policía». No volvió a escribirme ni se apareció por el estudio.

Una semana después o poco más, mi madre me llamó por teléfono y me felicitó por mi nueva novia. Le pregunté de qué me estaba hablando. Me dijo que se había hecho muy amiga de Karina, mi novia venezolana, que la llamaba todos los días a Lima a contarle lo felices que éramos en Miami, lo bien que nos iba juntos. Me quedé helado. Le pregunté cómo Karina había conseguido el teléfono de su casa en Lima. Me dijo que ella no lo sabía, que pensó que se lo había dado yo, que un día llamó Karina y se presentó como mi novia y que le pareció una chica encantadora y que se notaba que me quería mucho porque llamaba todas las tardes a contarle cosas lindas de mí.

—Ojalá que puedas traerla a Lima para presentarme a tu Karinita, mi Jaimín —dijo mi madre, con ilusión.

Le dije indignado que no estaba con Karina, que era una loca peligrosa, que me seguía, que no le contestase más el teléfono, pero mi madre me dijo:

—Tú siempre tan misterioso, amor. Pero yo soy tu mami y te conozco mejor que nadie y sé que te mueres por tu Karina.

Apenas corté el teléfono, busqué la tarjeta de Karina y le escribí un correo. No pude evitar ser vulgar: «Loca de mierda, si vuelves a llamar a mi madre, te voy a romper el culo». En cuestión de minutos, ella contestó: «Papichulo, rómpemelo cuando quieras, mi culo es tuyo. Te amo».

Karina ha logrado lo que se propuso. No puedo dejar de pensar en ella. Cuando llego al programa, pregunto si está en el estudio, esperándome. Al salir, no dejo de mirar por el espejo para vigilar si me sigue. Llegando a casa, entro con miedo porque no sé si ella sabe dónde vivo y quizá una noche se mete por el jardín y la encuentro en la sala.

Anoche, desesperado, fui a la computadora y le escribí: «Soy gay. Tengo novio. Entiéndelo, por favor». Ella no tardó en responder: «No te engañes, papichulo. Eres bien machito. A mí no me vas a tontear con tu marketing. Yo sé que me amas. Soy toda tuya. Soy tu futura esposa. Soy tu fan».

Furioso, respondí: «Estás loca. Déjame en paz». Ella me escribió: «Sólo hallarás la paz cuando te cases conmigo».

Llamo a mi madre por teléfono.

—Feliz día de la madre —le digo.

—Gracias, mi amor. ¿Vas a venir a almorzar?

—No, estoy en Miami.

—Qué pena. ¿Por qué te has quedado en Miami solito?

—Por trabajo.

—Amor, estoy preocupada. Leí en el periódico que estás deprimido, que no te gusta trabajar, que sólo quieres dormir.

—No te preocupes, mamá. Tú sabes que exagero.

—Pero estás mal, amor. Yo puedo darte la receta para la felicidad.

—No estoy mal. No te preocupes.

—Sólo tienes que rezar, amor. El camino de la felicidad es el camino de Dios.

—Ya, mamá. Lo tendré en cuenta.

—Me cuentan que te han dado un premio muy importante.

—Bueno, sí, me han dado un premio, pero no es importante.

—¿Qué premio te han dado, amor? ¿Es por tu programa o por un libro?

—No sé bien por qué me lo han dado.

—Pero ¿quién te lo ha dado?

—Un grupo de gays, lesbianas y transexuales.

—¿Un grupo de transexuales? ¿Qué es eso, amor?

—Gente que se cambia de sexo.

—¿Travestis?

—No. El travesti es un hombre que se viste de mujer. El transexual es una persona que se cambia de sexo.

—Pero eso no se puede, amor. Un hombre es un hombre, no puede volverse mujer.

—Bueno, parece que a veces sí se puede.

—Qué barbaridad, a lo que hemos llegado. ¿Y por qué te han premiado esos travestis?

—La verdad, no sé bien.

—Debe ser porque siempre los entrevistas en tu programa.

—El premio que me han dado es por Visibilidad. Hay otro premio que es por Valentía, pero ese lo ganó una cantante, India.

—Me parece muy mal, amor. A ti te han debido dar el premio Valentía, no a esa chica de la India.

—No es de la India, le dicen India.

—¿Es una india?

—No es india. Su nombre artístico es India.

—¿Y esa cantante india es travesti también?

—No que yo sepa.

—¿Y por qué tu premio se llama Visibilidad?

—No sé. Debe ser porque estoy gordo y eso me hace más visible. Hubiera preferido que me diesen el premio Invisibilidad.

—¿Y a quién le dieron ese premio?

—A nadie, creo.

—No, mi amor. Tú siempre tienes que ser muy visible. Tú eres un líder nato. Desde chiquito ya querías ser presidente. Me parece muy bien que te den el premio por ser visible, porque todo el mundo te ve en la televisión.

—Pero no me lo han dado por eso, ma.

—¿Entonces por qué te han dado el premio, amor?

—Bueno, por decir públicamente que soy bisexual.

—¿Cuándo has dicho eso, Jaimín?

—Hace tiempo, mamá.

—Pero no debes ir diciendo mentiras, amor. Tú no eres bisexual. Tú eres un hombre normal. Tú eres un hombre hecho y derecho.

—Gracias, mamá.

—Desde chiquito has sido muy hombrecito, amor. Acuérdate cómo estabas enamorado de Tati Valle Riestra.

—Sí, pues.

—Además eso de bisexual no existe, amor. Ese es un invento tuyo.

—¿Te parece?

—No, no me parece. Estoy segura. Tú eres muy hombre, Jaimín. Tú eres un líder nato. No sé qué estás esperando para lanzarte a presidente.

—Nadie votaría por mí, mamá.

—¿Cómo que nadie? Todas mis amigas votarían por ti.

—Pero son del Opus Dei. ¿Cómo van a votar por mí?

—Porque son mis amigas y si les pido que voten por ti, tienen que votar por ti. Gracias, mamá.

Voy a pensarlo.

—No lo pienses tanto, amor.

—¿Te ha llamado el presidente esta semana?

—No, hace días que no me llama.

—¿Y de qué hablan cuando te llama?

—No te puedo decir, amor. Pero a veces me pide consejo y yo se lo doy.

—¿Hablan de mí?

—Eso es confidencial, amor. No puedo contarte.

—¿Por qué es confidencial? ¿Acaso se confiesa contigo?

—Lo que hablamos él y yo es privado, amor. No puedo contarte porque después tú lo publicas todo o lo cuentas en tu programa.

—Bueno, cuando hables con él, trata de convencerlo para que venga al programa.

—No es mi papel, amor. Yo tengo que convencerlo para que haga el bien.

—Y si viene a mi programa, ¿hace el mal?

—Yo no he dicho eso, amor. Pero él tiene que hacer lo mejor para el país, no para tu programa.

—Lo mejor para mi programa es lo mejor para el país.

—Eres un bandido. Y dime, ¿qué te dieron de premio los travestis?

—No eran travestis. Eran gays, lesbianas y transexuales.

—Bueno, es lo mismo. ¿Y cuál era el premio?

—Nada, una cosa simbólica, un pedazo de vidrio pesado con una placa.

—¿Y qué dice la placa?

—Dice: «Jaime Baylys, Visibilidad Award». Suena horrible, ¿no?

—Sí, amor. No me gusta nada. Creo que debes devolverlo con una nota diciéndoles: «Señores travestis, se han equivocado, yo no soy bisexual, yo soy hombrecito, tengo mi pipilín y estoy contento así».

—Pero mamá, no puedo hacer eso, sería un desaire.

—El desaire es que te premien por algo que no eres, amor.

—Pero yo soy bisexual, mamá.

—No, hijito, eso no existe, tú eres hombre y punto.

—Pero se puede ser hombre y también bisexual, mamá.

—No entiendo nada, Jaimín. Yo sólo sé que cuando naciste tenías un pipilín, no creo que ahora tengas dos.

—No, tengo uno nomás.

—Por eso te digo, amor.

—Pero el bisexual es el que puede desear a un hombre o a una mujer.

—Pero tú no deseas ser mujer, amor. Tú eres bien hombre.

—No deseo ser mujer, pero a veces puedo desear a un hombre.

—Eso no se puede, amor, porque no eres mujer.

—Sí se puede, mamá.

—Ay, Jaimín, estás muy confundido. Cuando vengas te voy a dar la receta para que seas muy hombre y muy feliz.

—Ya, ma. ¿Y cuál es esa receta?

—Te levantas a las seis de la mañana, corres tres kilómetros, te duchas en agua fría y vas a misa de ocho conmigo en María Reina todos los días. Vas a ver que así se te pasa todita la confusión.

—Qué graciosa eres, mamá.

—Pero no es broma, amor. Lo que pasa es que allá en Miami hay muchos travestis y eso te parecerá normal, pero no es normal, amor.

—Ya, mamá.

—Por eso te digo que debes regresar a vivir a Lima y lanzarte a presidente.

—Gracias, a. Bueno, feliz día, que lo pases lindo.

—Gracias, Jaimín.

—Y finalmente, ¿vas a venir al programa en Lima? ¿Me vas a dar la entrevista?

—Me encantaría, amor, pero no puedo. Tus hermanos se oponen terminantemente. Me han prohibido que te dé la entrevista.

—No les hagas caso.

—No puedo, amor. No puedo hacerles eso.

—¿Y por qué están en contra?

—Porque dicen que no soy una persona pública y que salir en televisión es una cosa de mal gusto.

—Qué pena que lo vean así. Yo no creo, pero bueno. ¿Y el presidente qué dice?

—Él también se opone.

—¿Qué dice?

—Que una dama como yo no puede ir a un programa de televisión al que va gente de mal vivir.

—¿De mal vivir?

—Bueno, sí, esa gente rara que entrevistas tú.

—Entiendo. Ojalá que algún día me des la entrevista. Sería tan divertido.

—Pero yo tengo que hacer el bien, amor, no lo que es divertido.

—Claro, entiendo. Bueno, feliz día de la madre.

—Gracias, mi amor. Y ese premio que te han dado, rómpelo, amor. Tíralo a la basura. No dejes que el diablo se meta a tu casa.

—Besos, mamá.

—Besos, Jaimín.

Paso en Lima casi todos los fines de semana. El resto del tiempo suelo estar en Miami y en Buenos Aires. Sueño con retirarme a vivir en Buenos Aires, pero un presentimiento me dice que nunca llegaré a cumplir ese sueño, que antes me enfermaré y moriré, o que cuando por fin me mude a Buenos Aires, unos maleantes vestidos con camisetas de fútbol me pegarán un tiro en la cabeza para robarme cinco mil pesos a la salida de un cajero automático.

Un domingo en Lima almuerzo en casa de Sofía, que es una cocinera exquisita, y luego salimos a ver casas, en compañía de una agente inmobiliaria. Queremos comprar una casa. En realidad, es Sofía quien sueña con comprar una casa porque la casa en la que vive ya le queda chica (o eso dice ella) y nuestras hijas reclaman cuartos separados. Yo creo que se trata de un capricho, aunque no me atrevo a decírselo. No me parece necesario comprar una casa más grande para Sofía, pero ella y las niñas han insistido tanto, que, para no pelear, he acabado cediendo. Compraré la casa, la inscribiré a mi nombre, me reservaré un cuarto y ocasionalmente dormiré allí, aunque lo más probable es que, cuando pase por Lima, siga refugiándome en algún hotel discreto.

Sofía y yo recorremos varias casas, soportando a la agente inmobiliaria, que se empeña en describir minuciosamente todo lo que ya estamos viendo, hasta que, en un barrio cerrado, con severa vigilancia, sobre una colina desde la que la ciudad se ve más linda o menos fea (según quién la mire o según la densidad de la niebla), encontramos una casa moderna, luminosa, de tres pisos, con un diseño atrevido y original, que nos encanta. No lo pensamos más. Decidimos comprarla. Le prometemos a la agente que al día siguiente le daremos el cheque y cerraremos el trato. Sofía está feliz. Yo estoy preocupado: la casa es linda, pero, por supuesto, muy cara, y sé que, aunque la ponga a mi nombre, casi nunca dormiré allí, porque necesito esconderme en mi madriguera, donde nunca nadie pasa una aspiradora ni llegan invitados ni se sirven bocaditos o se toman pisco sours.

Traté de llevar esa vida, la del marido diligente, optimista y querendón, pero fracasé y ahora ya lo sé bien y no me engaño. Pero, siendo lo que soy, un hombre a medias, soy también, o al menos intento serlo, un buen padre, y por eso he decidido comprar esa casa de tres pisos, para que mis hijas sepan que las amo sin reservas.

Cuando volvemos a casa de Sofía, nos sentamos a cenar con nuestras hijas. Las empleadas sirven pastelitos fritos de atún con cebolla. Las niñas hacen un gesto de asco, se quejan, dicen que odian el atún y la cebolla, que de ninguna manera van a comer esa comida asquerosa, que están hartas de que les sirvan cosas que ya deberían saber que no les gustan. Sofía les dice con firmeza que van a comer la tarta frita de atún, les guste o no. Las niñas responden a gritos que no van a comer esa asquerosidad. Sofía levanta la voz y les mete la comida en la boca. Las niñas lloran, escupen el pastelito de atún, insultan a su madre. Yo como en silencio, procuro no intervenir, pero no puedo más cuando veo a mis hijas llorando, atragantándose con la comida.

—No tiene sentido obligarlas a comer lo que no les gusta —digo—. Nadie debería comer algo que no le gusta.

—Esta casa no es un hotel —dice Sofía, furiosa.

—Pero tampoco es un cuartel —respondo.

—Es mi casa y yo decido lo que comen mis hijas —se impacienta ella—. Tienen que comer.

Están demasiado flacas. No quiero que sean anoréxicas.

—Muy bien, que coman, pero algo que les guste —digo—. Que les hagan un pollito o una hamburguesa.

—¡Van a comer el atún, porque esa es la comida de hoy y esto no es un restaurante! —dice ella—. Y deja de quitarme autoridad delante de las niñas, por favor. Deberías apoyarme.

—No puedo apoyarte si me parece que estás equivocada —digo—. Es odioso obligar a alguien a comer algo que no le gusta. ¿Te gustaría que te obligasen a comer lo que no te gusta, por ejemplo un huevo frito? Yo odiaba, cuando era niño, que me obligasen a comer camarones, era horrible, después los vomitaba. No tiene sentido hacer eso.

—¡Van a comer el pastel de atún porque es mi casa y aquí mando yo! —grita Sofía.

Luego lleva violentamente la comida a la boca de las niñas.

No soporto más la innecesaria brusquedad de la escena. Me pongo de pie y digo:

—No voy a comprar ninguna casa mañana. Estás loca. No podemos sentarnos a comer los cuatro porque te conviertes en una dictadora y haces llorar a las niñas.

Luego beso a mis hijas y les digo que volveré el próximo fin de semana.

Entonces Sofía dice en inglés (porque las empleadas están cerca):

—Si no compras la casa mañana, te las verás con mis abogados.

Me río (pero es una risa falsa, porque estoy irritado) y respondo:

—¿Me estás amenazando?

Sofía dice (en inglés):

—Sí. Me vas a comprar la casa, aunque mis abogados tengan que obligarte.

Le digo (en español):

—Estás loca. No estoy obligado a comprarte ninguna casa.

Luego me marcho bruscamente, tanto que, al salir, raspo la parte trasera de mi camioneta con la puerta metálica que se abre con el control remoto.

A la mañana siguiente, voy en taxi al aeropuerto y tomo el vuelo a Buenos Aires. Duermo las cuatro horas, congelado en el avión, el rostro cubierto por una bufanda muy suave que me aísla de la insoportable tortura de viajar en esa cabina helada, hacinada de gente. Llegando al departamento, arrepentido de haberme marchado de Lima de un modo tan abrupto por culpa de una tonta pelea familiar, llamo a la agente inmobiliaria y le digo que tuve que viajar, pero que volveré en una semana y compraré la casa. Ella me responde que la casa se vendió esa tarde, porque no cumplí con pagarla como había prometido, y se presentó otro comprador que no vaciló en adquirirla.

Abatido, me siento frente a la computadora, abro mis correos y encuentro uno de Camila. Dice:

«Papi, porfa, compra la casa. Sería lindo que cuando vengas a Lima te quedes a dormir con nosotros».

Martín quiere tener un auto. Nunca lo ha tenido. Está harto de moverse en colectivo y en taxi. No quiere seguir subiéndose a colectivos hacinados de gente y a taxis cuyos conductores le hablan cuando quiere estar callado.

Hace años tuvo uno, pero no era suyo del todo: sus padres compraron un Ford K nuevo, color blanco, dos puertas, y se lo regalaron a Martín y a sus dos hermanas, Cristina y Candy. El día del estreno del auto, Candy quiso salir a pasear a Unicenter con Martín. Ella insistió en manejar. Saliendo de la cochera del edificio en retroceso, chocó contra una columna de concreto y dejó la parte trasera del K abollada. Martín lloró de rabia. Ya nada fue igual. El auto nuevo había perdido su esplendor, que tan poco le duró. Fue un presagio de lo que vendría: una seguidilla de problemas.

Peleaban por los turnos, le robaron el equipo de música, nadie se ocupaba de ponerle gasolina, le robaron los faros. Ahora el K es un auto desvencijado, minusválido, plagado de heridas de guerra, que se mueve a duras penas, y a Martín no le interesa usarlo, y por eso sueña con tener un auto nuevo, suyo, completamente suyo, el auto que nunca pudo tener.

Hace poco Martín bajó de un taxi, harto de que el conductor le hablase a gritos de fútbol y mujeres (dos temas que no le apasionan), llamó a Miami y me dijo: «Ya no aguanto más, voy a comprarme un auto aunque me quede sin un peso en el banco». Le dije: «Por favor, no te compres el auto. Yo te lo regalo. Espera a que llegue a Buenos Aires y lo compramos juntos». Martín aceptó mi oferta. Por fin se daría el gusto de recorrer la ciudad en un auto nuevo, escuchando a las divas pop que tanto amaba, sin tener que soportar la conversación vocinglera de los taxistas.

Cuando llegué a Buenos Aires, le dije a mi chico que estaba dispuesto a comprar el auto (y por eso había llevado conmigo el dinero en efectivo desde Miami), pero con algunas condiciones que me parecían razonables, dado que yo sería quien pagase: el auto debía ser japonés, Honda o Toyota (pero en ningún caso argentino, pues desconfiaba de la industria local); debía ser automático (de ninguna manera manual, pues estaba desacostumbrado a los autos de transmisión manual); y de cuatro puertas, relativamente espacioso (pues quería que mis hijas pudiesen sentirse cómodas en él, cuando visitasen Buenos Aires). Martín aceptó las condiciones, aunque dijo que él hubiese preferido un Ford K o un Fox o un Citroën, que eran sus preferidos.

Luego vino lo peor, la pesadilla previsible: visitar los concesionarios de autos, negociar con los vendedores y tratar de entender el enrevesado sistema local, bien distinto al de Miami, donde uno llegaba, pagaba con un cheque o en efectivo y se retiraba una hora después con el auto elegido.

Martín y yo fuimos a varias casas de autos, y en todas nos dijeron que teníamos que pagar la totalidad del vehículo (haciendo un depósito en una cuenta bancaria) y esperar como mínimo un mes a que el auto llegase al puerto, saliese de la aduana y llegase al concesionario. Me resigné a pagar y esperar, pero a Martín le pareció muy peligroso depositar el dinero en una cuenta del concesionario y recibir a cambio sólo un papel firmado y una promesa vaga. Como insistió en que era muy peligroso y podían estafarnos, me abstuve de hacer el depósito y acepté a regañadientes visitar otras casas de autos, aquellas en las que podían vender el coche que más le gustaba a mi chico, el Ford K. Resultó, sin embargo, que allí también debíamos pagar y esperar un mes, porque ese modelo estaba muy pedido.

Esa noche, exhausto, con dolor de cabeza, Martín maldijo su país y se echó a llorar, porque, si bien en Miami todo era más fácil y conveniente, él quería vivir en Buenos Aires, cerca de su hermana enferma y de su madre, a la que tanto amaba y con la que todas la tardes cumplía la ceremonia del té en una confitería de San Isidro.

En vísperas de mi partida (pues mis visitas a Buenos Aires eran siempre breves), fui a la casa Honda más cercana, negocié el precio con un vendedor, le entregué el dinero en efectivo, firmé los papeles, contraté el seguro y fui informado de que el Honda Fit, color gris plata, cinco puertas, automático, me sería entregado, con suerte (el vendedor puso énfasis en la palabra suerte), en dos semanas. Luego fui a una cochera en la calle Acasusso y contraté un espacio angosto en el tercer piso (porque el edificio donde vivíamos era tan viejo que no tenía cochera).

Un mes después (no las dos semanas prometidas: por lo visto, no hubo suerte), Martín salió manejando el Honda Fit del concesionario. El auto estaba a su nombre. Por fin podía darse el lujo de prescindir del transporte público. Puso un disco de Gwen Stefani, encendió el aire acondicionado y pasó a buscar a su madre y a su hermana para llevarlas a pasear. Estaba encantado. Era feliz (una cosa rara en él, que con frecuencia decía que la vida no tenía sentido y pensaba en matarse). No era el Ford K que él quería, pero tenía que reconocer que era mejor: más suave de conducir, más cómodo y espacioso.

Esa noche, tras recorrer la ciudad en el auto nuevo, Martín lo dejó en la cochera de la calle Acasusso, que le pareció deprimente, como todas las cocheras públicas, y caminó asustado hasta el departamento. A la mañana siguiente, perfumado y con linda ropa de verano, fue a la cochera a sacar al auto para manejar hasta Highland, donde jugaría fútbol en casa de su amigo Javier. Cuando vio el espacio vacío allí donde había dejado el Honda, pensó que se había equivocado de piso. Con el corazón que se le agolpaba en la garganta, corrió de un piso a otro y confirmó que el auto no estaba. Habló con el vigilante, que estaba viendo «Gran Hermano» en un televisor en blanco y negro, con la antena rota. El custodio no se hizo cargo de nada: le respondió secamente que ellos no respondían por robos, que eso era responsabilidad del cliente. Martín desconfió de él, quiso pegarle, estrangularlo. Ya era tarde. Le habían robado el auto nuevo.

Desesperado, me llamó a Miami y me contó la desgracia. Por suerte, lo tomé con calma. Me preguntó si el seguro cubría robo. Le dije que sí, que por supuesto, que no pasaba nada. Pero llamamos a la compañía de seguros y nos dijeron que habíamos contratado la póliza más económica, que no cubría casos de pérdida total.

Cuando Martín se enteró de que el seguro no pagaría nada, se meó a la cama, se tomó quince Alplax y esperó la muerte. Luego se durmió. Era un sábado por la tarde. Despertó muy relajado el domingo por la tarde. Se moría de hambre. Tenía la boca seca, pastosa. Se dio una ducha y salió a caminar. El barrio le pareció más lindo. Un sol espléndido le daba brillo a las cosas. Sonrió, sorprendido de estar vivo, y pensó que, después de todo, no estaba tan mal volver a ser un peatón.

Estoy caminando por el aeropuerto de Miami. Un hombre de inconfundible acento peruano me saluda y me pide una foto. Le digo que no llevo fotos para regalar. Me aclara que quiere tomarme una foto. Le digo que encantado y sonrío como un tonto. El tipo no toma la foto y me mira coma un tonto. Le pido que tome la foto. Me aclara que quiere que alguien nos tome una foto. Le digo que encantado. El tipo le pide a una mujer que nos tome la foto. Luego me abraza y sonreímos como dos tontos encantados de conocernos. La mujer no sabe tomar la foto o no quiere tomar la foto. Lo cierto es que no toma la foto. Entonces me canso de sonreír como un tonto y mi sonrisa se desfigura, se hace menos creíble, se torna impostada. Por fin la mujer toma la foto. Es un alivio.

Luego me dice con acento chileno que ha leído todas mis novelas y que la que más le ha gustado es sin duda Mi mami es virgen. Yo sonrío y pienso que me está tomando el pelo y le digo que quizá se refiere a Yo amo a mi mami o a La noche es virgen, pero ella me aclara que esas no le gustaron tanto, que más le gustó Mi mami es virgen. Luego dice que es una pena que no tenga en su cartera una copia de esa novela para que yo se la firme con mucho cariño. Yo le digo que sí, que es una pena, que muchas gracias por leer mis novelas, que ya nos encontraremos en otra ocasión y le firmaré con todo gusto un ejemplar de mi novela Mi mami es virgen. Ella no parece confiar en que el azar nos volverá a reunir y, por las dudas, me pide un autógrafo. Acepto encantado y le pregunto a qué nombre debo escribírselo. «Al mío», me dice, como si fuera obvio, pero olvida decirme su nombre, así que le pregunto nuevamente cómo se llama y recién entonces me dice Carola. Escribo:

«Para Carola, con amor, de tu ex esposo que todavía te quiere». Le doy el papelito y ella lo guarda sin leerlo, mucho mejor, y me da un beso seco, comedido, y antes de irse me dice que le encantó mi entrevista con Pablo Milanés en la CNN. Le agradezco con una sonrisa humilde, es decir, falsa, y prefiero no decirle que nunca he trabajado en la CNN ni entrevistado a Pablo Milanés. Luego se acerca el peruano de la foto y me dice que va a pegar nuestra foto en la portada de Un mundo para Julius. Le pregunto sorprendido por qué va a pegarla en ese libro y me dice: «Porque es tu mejor novela, Jaimito». Me quedo pasmado, no sé qué decirle. «He leído todas tus novelas y esa me encantó», añade, muy serio. Sonrío como un tonto y le digo que en realidad yo no he escrito esa novela, que ya me hubiera gustado escribirla. El tipo se ríe, como celebrando una broma, palmotea mi espalda con aire condescendiente y dice: «Claro que la escribiste tú, Jaimito, no te hagas el humilde, yo he leído todas tus novelas y esa es la mejor, compadre». Le digo que sí, que tiene razón, que en realidad es mi mejor novela. El tipo me da un abrazo excesivo y me voy caminando.

Luego se acerca un señor en traje y corbata, muy serio, que me saluda con acento caribeño, no sé si dominicano o venezolano, creo que dominicano, y me pregunta a quemarropa cómo está mi papá.

Le digo que muy bien, gracias. Supongo que es amigo suyo y que le mandará saludos. El tipo me pregunta si mi papá está escribido algo nuevo. Me sorprende, porque mi papá no escribe nada, ni siquiera e-mails. «No que yo sepa», le digo. El tipo sonríe y me pregunta si mi papá está viviendo en Londres o en Madrid o dónde. «No, no, sigue viviendo en Lima», le digo, y él asiente y me dice que ha leído todos los libros de mi papá, todos, completitos, y que el mejor le pareció La ciudad y los perros y me pide, por favor, que le mande saludos porque es un gran admirador suyo. No le digo que no soy hijo de Vargas Llosa, no vale la pena, no quiero desencantarlo. «Muchas gracias, le daré sus saludos a mi padre», le digo, y el tipo me da la mano y me dice: «Buen viaje, Álvaro». Sigo caminando, me detengo en un quiosco y trato de hojear unas revistas, pero un joven ecuatoriano, de Guayaquil, me saluda con cariño y me cuenta que está estudiando actuación en Santiago y que le encantaría actuar aunque sea como extra en la película Mi hermano es una mujer, basada en una novela mía del mismo título, que él leyó y le encantó, y me entrega una tarjeta y me pide que, por favor, lo llame, que está dispuesto a actuar sin cobrar, sólo porque le encantan mis libros y porque además «yo soy el fans número uno de Verónica Castro», me dice con orgullo, y no dice «fan», dice «fans», que es, supongo, una manera más enfática y plural de ser fan de alguien, y yo no entiendo por qué me ha dicho que adora a Verónica Castro, pero él añade enseguida que, según ha leído, ella va a ser la estrella principal de la película Mi hermano es una mujer, ¿verdad? Y yo naturalmente le digo que sí, que así se llama la película y que Verónica Castro hará el papel principal y que no le prometo nada pero al menos trataré de buscarle un papel de extra para que pueda darse el gusto de salir en la película y quizá incluso conocer a la diva mexicana, y él sonríe emocionado y me abraza con cariño y me dice «gracias, señor Baylys» y por suerte no me dice «yo soy su fans, señor Baylys», porque ya sería mucho. Subo al avión algo aturdido y la azafata argentina me recibe con una sonrisa y me dice: «Yo a usted lo conozco», que es una manera peligrosísima de saludar a alguien. Luego se queda en silencio, como haciendo un esfuerzo por recordarme, y entonces sonríe, orgullosa de su perspicacia, y me dice que ya sabe quién soy, que le encantaba mi programa de televisión, que no se lo perdía, cómo era que se llamaba, «El perro verde», claro, y ya recuerda mi nombre, Jesús Quintero, porque soy español, ¿no? Yo le digo que sí, que así me llamo, Jesús Quintero, cómo no, «El loco de la colina», claro, y le hablo como español, con las zetas bien marcadas y una cierta tosquedad simpática, y le digo que soy de Sevilla, andaluz a mucha honra, coño, qué ciudad tan maja, qué pedazo de ciudad, y ella me dice que le encantó mi entrevista con Miguel Bosé y yo le agradezco por recordarla con cariño y sigo hablando como español y entonces sonrío como un tonto y me despido de ella y cuando llego a mi asiento ya no sé quién soy.