La veterinaria que visita la casa todos los días ama a los animales de Lola, pero probablemente ama más a Lola, porque gracias a ella se gana la vida. La veterinaria baña a los perros, vacuna a los conejos, da vitaminas a los gatos, sosiega y educa a los ratones, agiliza el paso de las tortugas. Con una autoridad inapelable, dictamina que un canario está deprimido, un gato, perdiendo la vista, una tortuga, con dolor de pecho o una cacatúa, aquejada de estreñimiento, y enseguida convence a Lola de que debe sanar al animal afligido, mientras mi hija, sin mucho esfuerzo, con sólo sonreír, me convence de pagar el tratamiento.

Como era de esperar, la veterinaria le ha regalado a Lola una perra por su cumpleaños. Es un regalo y, al mismo tiempo, una inversión: en efecto, parece altamente probable que la perrita sufra en los próximos días de una misteriosa crisis de salud y la veterinaria le salve la vida con unas inyecciones muy costosas de un líquido transparente (que las empleadas y yo sospechamos que es agua con azúcar).

No es el único animal que le regalan en su cumpleaños. El timbre de la casa suena sin tregua y van llegando, en cajas o jaulas o bolsas de plástico, pollitos, ratones, conejos, gatos siameses, peces de colores, un par de gallinas chilenas, un loro que habla. Lola se entusiasma, contempla maravillada a sus animales, los alimenta y los deja en la casa, mientras yo intento escribir.

He intentado querer a los animales de mi hija, pero casi nunca lo consigo. Sólo quiero a los conejos, porque son animales bellos, pacíficos, inofensivos, que respetan el silencio y nunca molestan. Las tortugas y los peces tampoco hacen ruido, pero es fastidioso cambiarles el agua cada cierto tiempo, y cuando, conminado por mi hija, lo he intentado, se me han resbalado algunos peces por el escurridizo lavadero de la cocina, no quedándome más remedio, ante la imposibilidad de rescatarlos de ese agujero negro, que prender el triturador y convertirlos en cebiche.

Mientras Lola juega con sus amigas en el jardín, yo hago esfuerzos por escribir, pero es en vano, porque el ratón enjaulado hace un ruido agobiante dando vueltas en su rueda metálica como un demente, el loro que en teoría habla no dice una palabra pero lanza unos chillidos que me enervan, los pollitos atrapados en una caja de leche agujereada no cesan de piar en busca de alguna forma de auxilio o compasión que yo no puedo procurarles, la perrita lloriquea y trata de sacarse el suéter de lana que le han puesto, y las gallinas chilenas, de un plumaje amarillento, se pasean por la casa quejándose o protestando en la forma de un eterno cacareo.

Amo a mi hija, y respeto su amor por los animales, pero he dormido mal, me duele la cabeza, no puedo escribir y este zoológico en casa es demasiado para mí.

Despierta entonces el mal bicho que habita en mis genes: desesperado, libero a los pollitos en la terraza donde pasean los gatos, suelto al ratón enjaulado, le arrojo agua fría al loro y correteo a las gallinas chilenas hasta que consigo dejarlas en el jardín posterior, a merced de los perros. En cuanto a la perrita llorona, la dejo en el cuarto de la empleada y cierro la puerta.

Un silencio glorioso, largamente anhelado, se instala en la casa. A lo lejos, en la terraza, los conejos blancos me miran, impávidos, sin sospechar la crueldad de la que soy capaz.

Poco después, el silencio se interrumpe brevemente: las gallinas chilenas lanzan un último chillido, antes de ser desplumadas por los perros. Y no es culpa, remordimiento o vergüenza lo que siento, sino una secreta euforia al saber que mis enemigas se han acallado, que alguna oscura forma de justicia ha prevalecido. Y recuerdo entonces aquella mañana de domingo, cuando era niño y vivía en una casa muy grande: mi padre furioso, trastornado, incapaz de seguir tolerando los ruidos que hacían las decenas de palomas que habitaban en el techo de tejas de la casa, y luego él con una escopeta en la mano, la mirada turbia, vengativa, y poco después el estruendo de los disparos que dejaron una alfombra de palomas muertas en la terraza.

Y me doy cuenta, ya tarde, de que, con los años, he terminado pareciéndome a mi padre mucho más de lo que hubiese querido.

Lunes por la mañana. Es feriado en Buenos Aires. No hay tráfico en la autopista. Martín me espera despierto porque han cambiado la cerradura de la puerta del edificio. Baja a abrirme en ropa de dormir. Me cuenta que el vecino del piso de arriba se ha vuelto a quejar por un escape de gas del departamento y ha amenazado con enjuiciarnos si no hacemos nada por resolver el problema. «Me van a matar, vamos a volar todos si no arreglan el escape de gas», le dijo el vecino a gritos. «Hacé lo que quieras», le dijo Martín, y le cerró la puerta en sus narices.

Lunes por la tarde. Mientras duermo la siesta, Martín compra un calefón y contrata a Lucas para que lo instale. Lucas retira el calefón viejo que está perdiendo gas e intoxicando al vecino de arriba.

Al tratar de instalar el nuevo (una operación que resulta más complicada de lo que había calculado), se le cae por la ventana una pieza de metal, que rompe el techo de vidrio del jardín de invierno de la vecina del primer piso. Minutos después, la vecina toca el timbre de nuestro departamento. Está furiosa, hemos dañado su techo de vidrio. Martín le abre la puerta. La mujer, de ojos saltones y nariz aguileña, le dice a gritos que le hemos roto su techo de vidrio. Martín le pide que no grite. La mujer no le hace caso, sigue gritando. «Sos un amanerado», le dice, y hace una mueca de asco.

«¿De dónde has salido, amanerado?», se pregunta. Martín se siente insultado y le dice que no tiene derecho de gritarle de esa manera. La mujer le dice que es él quien no tiene derecho de romperle el techo. «Sos un loco, un maleducado», le dice. «La maleducada es usted», responde Martín. «Además, yo sé que su jardín de invierno es ilegal, lo ha construido sin permiso», le dice, y ella se repliega, como si la hubieran pillado en falta. En ese momento aparece el vecino del piso de arriba, víctima del escape de gas. Está en bata y pantuflas. Defiende a la vecina, vuelve a quejarse por el escape de gas y dice que Martín es un grosero y un irresponsable porque no hace nada por resolver el escape de gas. Martín se defiende a gritos. Salgo de mi habitación. Pido disculpas. Les explico que fue un accidente. Le digo ala mujer que pagaremos la reparación de su techo de vidrio. Le digo al vecino de arriba que cambiaremos el calefón y acabaremos con el escape de gas. Les recuerdo que por eso se rompió el techo, porque están reparando el escape de gas. El vecino me dice su nombre, poniendo énfasis en que es licenciado. Noto que está fumando. Le digo: «Si hay un escape de gas, tal vez conviene que deje usted de fumar». Se queda en silencio, sin saber qué decir. Se retira unos pasos y apaga el cigarrillo.

Martes por la mañana. No hay agua caliente. Me ducho en agua helada. Es una sensación dolorosa y reconfortante.

Miércoles por la tarde. Lucas, su padre y su hermano cambian el techo de vidrio de la vecina del primer piso. La vecina queda encantada. Toca el timbre, se disculpa con Martín, le explica que el lunes tuvo un mal día. Martín acepta sus disculpas pero sigue odiándola. No le perdona que le haya dicho: «Sos un amanerado». Imagina distintas maneras de vengarse. Quiere rociar aceite hirviendo por debajo de su puerta o echarle cucarachas. La madre de Martín quiere ir a decirle cuatro cosas por insultar a su hijo.

Jueves por la mañana. Seguimos sin agua caliente. Me ducho en agua helada. Es una sensación odiosa y estimulante. Es la única cosa viril que hago en todo el día, y sólo porque no tengo otra opción.

Jueves por la tarde. Estoy tomando el té en John Bull. Una paloma defeca sobre mi cabeza. No tengo valor para bañarme de nuevo en agua fría. Voy al hotel del Casco, pago una habitación y me baño largamente en agua tibia. Viernes por la mañana. Dejo chocolates y tarjetas de disculpas en la puerta del departamento del licenciado y la vecina del primero. Les explico que no hubo mala intención, que el escape de gas y el daño en el techo fueron accidentes desafortunados. Les prometo que en pocos días estará resuelto el problema del gas. Les pido disculpas por los ruidos que provocará la instalación del calefón nuevo.

Viernes por la noche. Pongo agua a hervir, vacío la tetera en un balde y me baño echándome agua tibia con una taza de Starbucks que Martín compró en Washington.

Sábado por la tarde. Lucas y su padre golpean la pared para instalar el calefón nuevo (una operación que resulta más ardua de lo que habían calculado). El vecino del piso de arriba, conocido ya como el Licenciado, toca el timbre del departamento. Le abro. No me agradece los chocolates ni la tarjeta. Está en bata y pantuflas, las mismas del lunes feriado. Tiene mala cara. Me dice a gritos que somos unos desconsiderados porque no paramos de hacer ruido, siendo un sábado a la tarde, día en que la gente decente (pone énfasis en esa palabra, decente, como si yo no lo fuera) aprovecha para descansar. Le explico, tratando de no enfurecerme, que Lucas y su padre están haciendo ruido porque están cambiando el calefón para que él no sienta el escape de gas. Me dice a gritos que está prohibido hacer ruidos el sábado y domingo, que el reglamento del edificio (que seguramente no he leído) dice que no puede hacerse obras el fin de semana. Le pido disculpas, le digo que ya falta poco, le prometo que esa misma tarde terminarán las obras y se acabará el escape de gas que él siente que lo está matando. Me dice que está harto del gas y ahora el ruido, que si no acabamos con eso me va a denunciar. «¿A denunciar por qué?», le pregunto. «Por poner en peligro mi vida, por atentar contra mi vida», me dice, como si yo quisiera matarlo. Luego hincha con cierto orgullo la panza que su bata esconde mal. «Quien atenta contra su vida es usted mismo, por fumar», le digo, porque de nuevo está fumando. Tira el cigarro al suelo y lo pisa con una pantufla. Antes de que se vaya, le pregunto: «Licenciado, ¿en qué es usted licenciado?». Me responde, gravemente: «En Artes y Humanidades». Le digo: «Caramba, qué honor, lo envidio». Al mismo tiempo, pienso: No se nota, cabrón.

Sábado por la noche. Lucas y su padre han terminado la obra. Ha vuelto el agua caliente. El Licenciado habla a gritos por teléfono en su departamento, tanto que yo lo oigo como de costumbre en el piso de abajo. De pronto tocan el timbre. Es él, siempre en bata y pantuflas. Me pide disculpas, dice que tuvo un mal día, que le tiraron una piedra en la autopista y le rompieron el parabrisas, que estuvo a punto de matarse. Le digo que está todo bien, que no se preocupe. Nos damos la mano.

«Adiós, Licenciado», le digo. Sonríe con orgullo. Le gusta que le digan Licenciado.

Sábado por la noche. Me ducho en agua fría. Puedo hacerlo en agua caliente, pero prefiero el agua fría. Es un raro y placentero momento de virilidad.

Camila quiere ir a una fiesta con sus amigas del colegio. Es sábado.

—Puedes ir, pero sólo hasta las nueve de la noche —dice Sofía.

—¡Es muy temprano! —protesta Camila—. Todas mis amigas se van a quedar hasta las doce.

—De ninguna manera te quedas hasta las doce —dice Sofía—. Tienes permiso hasta las nueve.

—¡Entonces no voy! —se molesta Camila—. Si me vienen a buscar a las nueve, voy a quedar como una tonta.

—Sólo tienes trece años —le dice Sofía—. No puedes quedarte hasta las doce.

—Sofía, no seas tan estricta, deja que se quede hasta las once —intervengo.

—No —dice Sofía—. Hasta las once, de ninguna manera. Máximo, hasta las diez.

—Bueno, entonces paso a buscarte a las diez —le digo a Camila.

—¡No! —dice Camila, furiosa—. ¡O me dan permiso hasta las doce o no voy a la fiesta!

Luego, como en las películas, camina deprisa a su cuarto y cierra bruscamente la puerta.

Trato de convencer a Sofía para que le dé permiso hasta las once, pero es en vano.

Entro al cuarto de Camila. Está llorando. Trato de que acepte el permiso hasta las diez, le prometo que a esa hora iré a buscarla y si está divertida convenceré a su madre de que se quede un rato más en la fiesta, pero está furiosa y me dice que no irá a la fiesta, que no quiere hablar con nadie, que la deje en paz.

Más tarde, Sofía va a una reunión con sus amigas. Abro el celular de Camila, llamo a Cristina, una de sus mejores amigas, y le pido que venga a buscar a mi hija, sin decirle que yo la llamé.

Cristina, un amor, acepta encantada. Media hora después, llega y entra al cuarto de Camila y la encuentra viendo televisión. La abraza, la anima y la convence para ir a la fiesta. Las llevo en la camioneta. Camila está feliz. Me mira como sólo ella sabe mirarme. Antes de bajarse, me da un beso y me dice:

—Yo sé que tú la llamaste. Gracias.

—Vengo por ti a las diez —le digo—. Pero si te aburres, llámame y vengo antes.

Vuelvo a la casa. Son las seis de la tarde. Ya ha oscurecido. A las siete o poco más, llama Camila. Quiere que vaya a buscarlas. Están aburridas. Van a irse a otra fiesta. Pero no debo decirle nada a Sofía. Le digo que voy enseguida.

—Ven rápido, que estamos aburridas —me dice.

Salgo sin demora. Manejo a toda prisa por una avenida recién remozada. De pronto, un auto frena bruscamente porque el semáforo pasa a rojo sin que aparezca la luz amarilla. Voy demasiado rápido. Hundo mi pie en el freno. Es tarde. La camioneta chilla, quema neumáticos, patina un poco y se estrella contra la parte trasera del auto. Bajo, ofuscado. Es un auto viejo, de colección. Es un auto matrimonial. Hay una novia en el auto.

—No puede ser —me digo—. Qué mala suerte. He chocado el auto de una novia.

El chofer baja malhumorado, me grita un par de cosas, me reconoce, se calma un poco, le pido disculpas, le digo que pagaré todos los daños.

—Cómo le hace esto a la novia, oiga —me dice él, muy elegante, de traje y corbata.

La novia golpea la ventanilla. Hace señas al chofer. Quiere bajar. Me temo lo peor.

El chofer le abre la puerta. La novia está sola. Me mira, sorprendida. Está llorando. Las lágrimas se deslizan como pescaditos por el maquillaje.

—Te pido mil disculpas —le digo—. Soy un imbécil. No me di cuenta, venía distraído y frené tarde.

Ella saca un pañuelo y se alivia delicadamente la nariz. Es una mujer joven, guapa, de pelo negro y ojos almendrados, muy delgada, con un aire ausente, melancólico, como si fuera a desmayarse.

—No te preocupes, Jaimito —me dice—. Todo pasa por algo.

Me sorprende y alivia que me llame así, en diminutivo, pero más me sorprende que trate de encontrarle algún sentido a ese accidente tan terriblemente inoportuno.

Luego rompe a llorar, cubriéndose el rostro con las manos.

—No llores —la consuelo, y me inclino hacia ella y le tomo levemente la mano—. Por favor, no llores. Todo va a estar bien.

—Qué barbaridad, cómo le malogra su noche a la novia, oiga —dice el chofer.

—Fíjate si arranca el auto —le digo.

La novia sigue llorando, desconsolada. No entiendo por qué llora tanto. Es sólo un choque menor. Debe de estar abrumada por las circunstancias. Es normal que una novia esté muy nerviosa, pienso. No es para menos.

El chofer trata de encender el auto, pero no lo consigue. Maldice su suerte. Me advierte que la reparación va a costarme una fortuna.

—Bueno, entonces llévame tú —me dice la novia.

—Encantado —le digo, sorprendido.

Ella baja del auto, la ayudo con los pliegues interminables del vestido, algunos peatones miran con curiosidad. Sube a la camioneta, pero no al asiento trasero, como le ofrezco, sino adelante, a mi lado. Le doy mi tarjeta al chofer (por suerte tengo unas tarjetas nuevas que he mandado a imprimir hace poco), tomo nota de sus datos y le prometo que lo llamaré. El tipo se queja, no entiende nada, quiere llamar a alguien, pero le doy un billete y no le doy tiempo para decirme nada más. Subo a la camioneta, que por suerte enciende, y me alejo del lugar.

—¿Adónde vamos? —le pregunto a la novia, que ya parece más calmada.

—No sé —dice ella, con la mirada perdida.

—¿No sabes dónde te casas? —le pregunto, y la miro, y confirmo que es guapa.

—Sí sé —dice ella, sin mirarme—. Pero no sé si quiero ir. Se hace un silencio. Ella baja la cabeza y vuelve a llorar. La tomo de la mano, la miro a los ojos húmedos y le digo:

—Si no quieres ir, no vayas.

—Es que no sé —dice ella—. Tengo miedo. No sé si real-mente debo hacer esto. Y de repente chocamos. Es una señal. Todo pasa por algo. Es una señal de que no debo casarme. Por algo me chocaste.

No sé qué decirle. Me quedo callado. Ella sigue hablando:

—Él es bueno, lo quiero mucho, pero me ha presionado mucho para casarnos, y yo soy muy joven, no me siento preparada. Él quiere que nos casemos porque le han ofrecido trabajo afuera, en Caracas, y quiere que nos vayamos casados, pero yo no sé si quiero irme a vivir a Caracas.

—Yo a Caracas no iría ni loco —digo.

—Yo le digo que vaya él primero, que pruebe, que vea si le gusta, y después puedo ir a visitarlo, pero él no quiere, me ha presionado mucho, quiere que nos casemos y nos vayamos juntos, y para mí es mucha presión, hace días que no puedo dormir —se queja la novia y su maquillaje sigue diluyéndose entre lágrimas.

Se hace un silencio. Enciendo la música. Luego le digo:

—Yo te llevo a donde tú quieras.

Ella me mira como si ya lo hubiera decidido:

—A la iglesia no me lleves. Tú me has chocado por algo. Has llegado a salvarme.

Me río. Ella sonríe, por fin.

—Me alegro mucho de que el choque sirva de algo —le digo—. Perdóname por el mal momento.

—No me pidas perdón, Jaimito —me dice ella—. Me has hecho un gran favor.

La novia respira más tranquila. En los semáforos, los vendedores ambulantes me saludan y me hacen señas de aliento, suponiendo que es mi novia y que nos aguarda una noche de placeres desmesurados.

—¿Sabes adónde vamos? —le pregunto.

—No —dice ella—. Ni idea. Es problema tuyo.

Nos reímos.

—¿Te molesta si pasamos a buscar a mi hija, que me está esperando, y luego decidimos? —pregunto.

—No, para nada, Jaimito. Yo, feliz. Así conozco a tu hijita.

Poco después, me detengo en una calle tranquila, frente a una casa custodiada por hombres armados, y llamo a Camila por el celular.

—Ya salgo, pa —me dice ella.

Camila sale sola, entra a la camioneta y mira a la novia sin entender nada.

—Hola, china linda —le digo—. ¿Qué tal tu fiesta?

—Malaza —dice ella, con su adorable acento limeño.

—Te presento a mi novia. Nos vamos a casar. ¿Vienes con nosotros?

La novia, cuyo nombre ignoro, suelta una carcajada. Camila me mira asombrada, pero luego se ríe también, porque se da cuenta de que estoy bromeando.

—Bueno, ¿adónde vamos? —pregunto.

—Yo no sé —dice la novia, que ahora se ríe.

—Yo, a mi otra fiesta —dice Camila—. Ustedes si quieren van, se casan y luego vienen a buscarme a las doce.

La novia se ríe encantada y yo miro a Camila por el espejo y le digo con los ojos que la amo para siempre y luego miro a la novia y pienso que no sería mala idea casarme con ella esta noche, sólo por una noche.

—Bueno —digo—. Vamos a casarnos.

Y la novia se ríe de nuevo, aliviada, sabiendo que no perderá su libertad y que nadie la llevará a vivir a Caracas.

Llego de che a Guayaquil. Me invitan a dar una conferencia en la feria del libro. Me suben a una camioneta y encienden el aire helado. Bajo la ventana, aspiro la brisa húmeda y pido que apaguen el aire. La señorita chaperona me mira con mala cara y baja el aire pero no lo apaga.

En el hotel, exhausto, llamo por teléfono a Martín y le pido que me consiga un siquiatra porque no sé decir que no y acepto todas las invitaciones que me llegan, por pintorescas o inverosímiles que sean, y me subo a un avión todas las semanas, lo que me está matando.

Despierto de un humor espléndido, tras largas horas de sueño, y me pongo a pensar qué debo decir esa tarde en la conferencia, pero no se me ocurre nada, o al menos nada original o gracioso, así que prendo la tele.

Cuando ya va siendo hora, me doy una ducha, me detengo a pensar sobre las cosas que debo decir en la conferencia, pero no se me ocurre nada todavía, y luego visto el traje azul y la camisa blanca, que han llegado bastante arrugados. A la hora de calzar las zapatillas negras (porque he decidido no llevar zapatos para aliviar el peso de mi maletín rodante), caigo en la cuenta de que no tengo medias negras, sólo dos o tres pares de medias grises polares que uso para dormir o para viajar, pero que de ningún modo puedo usar con un traje oscuro, pues se vería fatal, aunque, a decir verdad, ya se ve medio fatal eso de llevar traje y zapatillas. Alarmado por la súbita crisis de calcetines, me pongo las zapatillas sin medias y bajo a la recepción del hotel dispuesto a conseguir unas medias negras que me salven del apuro y me permitan llegar al salón de la feria del libro debidamente vestido, aunque sin nada que decir. Pueden faltarme ideas, pero que me falten medias ya sería mucho.

En la recepción, un botones amabilísimo me sirve un jugo de piña gratuito, que desde luego acepto y bebo en un santiamén, y me guía por un corredor hasta la galería comercial, donde, para mi fortuna, señala una casa de ropa masculina, de nombre italiano, y en apariencia elegante. Nada más entrar en la tienda, pregunto si tienen medias negras. La vendedora, que me ha reconocido, me saluda con cariño, me hace aspavientos o mohínes en señal de bienvenida, y me conduce al lugar donde se hallan las medias, que las hay azules, guindas, marrones, pero no negras. Sin perder tiempo, porque llevo apuro, elijo las azules y vamos a la caja registradora y entonces ella me sorprende:

—Son treinta y dos dólares.

Quedo estupefacto. Toco las medias, las contemplo aturdido, me pregunto si he oído bien.

—¿Treinta y dos dólares?

—Sí, señor Baylys. Son medias Bugatti, italianas, importadas, de seda pura.

—Pero es mucho dinero —me quejo—. ¿Será que vienen con un reloj adentro? —bromeo, pero ella no se ríe, así que abro mi billetera y descubro alarmado que no tengo sino un billete de cien, que le entrego, renuente.

Ella, muy digna, me dice que no aceptan billetes de cien, porque ya son muchos los casos de personas inescrupulosas que pagan con billetes falsos, y yo, algo herido en mi vanidad, le digo que no tengo otro billete, y entonces ella me sugiere que pague con la tarjeta. Desconfiado, porque no me gusta darle a nadie mi tarjeta, y menos en países latinoamericanos donde siempre sospecho que van a estafarme, se la entrego y ella la desliza por las ranuras negras de una maquinita y poco después frunce el ceño y me dice:

—No pasa. No hay autorización.

—¡Pero no puede ser! —protesto.

—Está bloqueada por seguridad —me dice ella, y me dirige una mirada que no sé si es de lástima o de desprecio o de ambas cosas—. ¿La ha usado mucho últimamente?

—Sí —confieso—. Salí de compras con mis hijas en Lima y usé todo el día.

—Por eso está bloqueada —me dice—. Deben pensar que alguien se la ha robado.

Necesito esas medias aunque sean las más caras que he comprado en mi vida, pero no sé cómo pagarlas.

—Y ahora, ¿qué hacemos? —le pregunto.

—Bueno, si quiere, se las lleva, y más tarde viene a pagarlas, ¿hasta cuándo se queda?

—Hasta mañana, que salgo temprano a Bogotá.

—No hay problema, lléveselas y más tarde viene con la plata.

—Estupendo, muchas gracias, es usted muy amable.

Antes de salir de la tienda, la vendedora, que se llama Dora, me cuenta que hace poco estuvo comprando allí un hermano mío, y me enseña una revista en la que aparece ese hermano, y me pide que nos hagamos una foto para publicarla en esa revista. No me queda sino aceptar y sonreír como un tonto, mostrando las medias azules de seda que no he pagado y que pagaré más tarde.

Regreso corriendo a la habitación, me pongo las medias, siento un inexplicable placer por no haberlas pagado y quizá decido que no parece justo pagar un precio tan oneroso por esos calcetines de seda, pero, en fin, ya veremos luego. Y salgo y abajo me esperan mis anfitriones y me llevan a almorzar, y a continuación a una rueda de prensa, y después a una seguidilla de entrevistas individuales, y finalmente, cuando ya ha caído la noche en esa ciudad cálida, al Palacio de Cristal, bello escenario de la feria del libro, donde debo hablar durante una larga hora de algo de lo que todavía no tengo la menor idea, pero disimulo bien mi escasez de ideas (y en esto mucho ayuda mi corte de pelo).

Ya durante la conferencia, de pie frente a un público numeroso, consigo hablar durante una hora mientras sigo pensando en algo original o gracioso que decir, pero no se me ocurre nada, así que disimulo bien.

Al final, el público se acerca a un micrófono y hace preguntas. De pronto, una mujer de apariencia familiar se planta frente al micrófono y me dice:

—Buenas noches, señor Baylys. Soy Dora, la que le vendió las medias Bugatti. Ya cerramos la tienda en las galerías Colón y usted no vino a pagar, por eso me han mandado a cobrárselas acá.

La gente se ríe, pensando que es una broma, pero yo sé que la mujer va en serio.

—Mil disculpas, me olvidé, estuve atareado toda la tarde —le digo, con una voz contrita, afectada—. ¿Cuánto era que le debía, señorita?

—Treinta y dos dólares —dice ella, muy digna, muy en su papel de cobradora.

—Treinta y dos dólares, ¿por un par de medias? —exclamo, sorprendido.

—Así es, señor Baylys —dice ella—. Es que son italianas, de seda pura.

Un murmullo de asombro y reprobación recorre el auditorio, al tiempo que se oyen rechiflas, silbidos, expresiones de fastidio e irritación por el precio de esas medias que llevo puestas sin pagar.

—¿Y vienen con una sorpresa adentro? —pregunto, y el público se ríe por suerte, mientras Dora me mira con el rostro ofuscado por la cólera de saberme un timador y, peor, un comediante que repite su repertorio.

Ella no responde, se cruza de brazos, me mira furiosa.

—No se preocupe, que le pago al final —prometo.

—Acá lo espero —dice ella.

—¿Le puedo pagar con un libro mío? —digo—. Porque no llevo efectivo.

—No, señor —dice ella, muy seria.

—¿Me está diciendo que sus medias valen más que mi novela?

—Sí, señor —dice ella, muy seria.

De nuevo, el público pifia a la señora vendedora de medias que está en su justo derecho de cobrarme, pero que, al hacerlo, no ha caído en gracia al noble pueblo de Guayaquil, que me ha adoptado como uno de los suyos.

Terminado el acto, la señorita vendedora me espera, un rictus de amargura traspasando su rostro maquillado, los brazos cruzados. Muy avergonzado, le pido disculpas, le explico que sólo tengo el billete de cien dólares, le ruego que lo acepte, pero ella se niega, me dice que la casa no acepta billetes de cien. Le recuerdo que mi tarjeta está bloqueada. Uno de mis anfitriones se ofrece a pagarme las medias, pero lo detengo y le hago una oferta a la vendedora de ropa fina y sobrevaluada:

—Mire, le dejo tres libros míos de regalo, aquí tiene, y usted me deja las medias a cambio, ¿puede ser?

—No puedo aceptarle, señor Baylys —dice ella, inflexible—. Yo no leo, sus libros no me interesan. Y si no me paga, la que va a terminar pagando las medias Bugatti soy yo, porque me las van a descontar de mi quincena.

—Comprendo —digo, y dejo los libros en la mesa. Un silencio inquietante se apodera de la escena.

—¿Cómo podemos hacer, entonces? —le digo.

—Si no puede pagarme las medias, tiene que devolverlas —me informa ella.

—¿Ahora mismo? —pregunto, sorprendido.

—Sí, señor. Ahora mismo. Porque usted se va mañana temprano, y la tienda abre a las diez.

Entonces, ante la mirada atónita de mis anfitriones, custodios y admiradoras trastornadas, me quito las zapatillas, retiro cuidadosamente de mis pies las medias más caras que he vestido nunca y las deposito en las manos ajadas de Dora, la cobradora invicta. Y ella se marcha presurosa y yo me quedo descalzo y miro mis libros y pienso abatido que no valen siquiera un par de medias.

Llego a Bogotá con un resfrío atroz. Saliendo del aeropuerto, le pido al taxista que se detenga en una farmacia y compro los jarabes, analgésicos y sedantes que me recomienda una mujer con mandil blanco. Harto de toser, me drogo masivamente en el taxi amarillo, viendo caer la lluvia y soportando de mala gana la cháchara del conductor. Llegando al hotel, aturdido por el cóctel de medicamentos, a duras penas puedo hablar con dos reporteras vocingleras de televisión, que sonríen en cualquier caso, inexplicablemente.

A la noche, todavía dopado, me llevan a la feria del libro. Las ferias de libros, como se sabe, tienen más de ferias que de libros. Uno se siente un objeto en exhibición, un producto en subasta, una mercancía rebajada, a precio conveniente. Mucha gente —sobre todo gente joven, pandillas de estudiantes revoltosos, jovencitas en uniforme escolar— recorre los pasillos, pero nadie o casi nadie compra libros. La gente va a pasear, a mirar, a fisgonear, a chusmear. En las librerías, el público puede tocar un libro, olerlo, hojearlo, palparlo. En las ferias, la gente hace lo mismo, pero también (y principalmente) con el autor: lo toca, lo huele, lo palpa, lo manosea. Aturdido y exhausto como estoy, la voz pedregosa y la cabeza pesada, dejo que me toquen, me palpen, me manoseen y me hagan fotos. Al final, pienso, derrotado: Si estos son mis lectores más leales y entusiastas, tengo que ser un escritor muy malo.

Quizá algún día dejaré de exhibirme en ferias de libros y me abstendré de dar tantas entrevistas inútiles y escabrosas en las que se habla de todo menos del libro. Pero ahora soy un rehén de la editorial, un escritor en campaña, un promotor incansable, afónico, sospechosamente amable, de mis propias mentiras. Por eso hablo de mi última novela frente a un público numeroso y variopinto, extraño y descorazonador, un raro amasijo de ex combatientes de guerra, adolescentes lujuriosas, señoras aburridas, borrachines zigzagueantes con ganas de seguir la juerga conmigo, poetas con sus poemarios sufridos y cursilones, diplomáticos peruanos, peruanos en general (que son infinitamente más confiables que los diplomáticos peruanos) y chicos suaves en busca de un poco de cariño (que sobreestiman mis capacidades amatorias y mis capacidades en general). Pienso: Puede que toda esta gente haya venido acá sólo porque está lloviendo y necesita guarecerse. Pienso: Puede que toda esta gente haya venido acá porque el acto —me resisto a decir: el espectáculo— es gratuito. Pienso: Está claro que nunca he escrito una gran novela y parece improbable que algún día lograré escribirla. Y luego hablo, es decir, miento. Si escribir una novela es ya mentir, hablar sobre una novela es mentir sobre mentiras. Ni yo mismo me creo las cosas que digo. Pero a ratos la gente se ríe y eso sirve de consuelo y mitiga la culpa del charlatán profesional.

De vuelta en el hotel, no consigo dormir. He tomado demasiadas pastillas y reboto en la cama.

Estoy helado. El hotel carece de calefacción. Hay una chimenea en la habitación, lo que parece tan elegante como inútil. Llamo a la recepción y pido que la enciendan. Un botones vigoroso se arrodilla y prende el fuego ante mi mirada arrobada. Procura un calorcillo bienhechor pero fugaz, que apenas dura media hora o poco más. Me ocupo entonces de que no se apague el fuego, de avivar las llamas. No duermo ni lo intento siquiera, porque ahora me obsesiona que no languidezcan las brasas ardientes, que sigan crujiendo las leñas. Echo al fuego todo lo que puedo: periódicos colombianos, libros que me han regalado o que he comprado en la feria, la biblia de tapa verde de la mesa de noche, dos pantalones de pijama que ensucié torpemente al derramar sobre ellos la crema de tomate que me trajeron esa noche a la habitación. Todo arde y se abrasa y es útil a la causa justiciera de aliviar el frío bogotano. En algún momento de la madrugada, danzando insomne frente a la chimenea, consumidas ya las leñas y todas las páginas de la biblia —que nunca me auxiliaron más eficazmente—, se extingue el fuego y vuelve el frío, insidioso.

Luego recuerdo algo que leí en una novela. Voy al baño, abro la llave de agua caliente y dejo corriendo la ducha. Al rato, el baño se entibia, se llena de vapor, espanta el frío de la madrugada.

Entonces jalo el colchón manchado de crema de tomate, lo arrastro por la alfombra hasta el baño y me tumbo sobre él, al lado de la ducha que no deja de caer, en medio del vaho caliente que se apodera de todo. Reconfortado, cierro los ojos y me voy quedando lenta, penosa, sudorosamente dormido.

Cuando despierto, no sé si todavía de noche o ya de día, porque la nube de vapor lo torna todo borroso, incluso el tiempo, alcanzo a distinguir, entre la niebla húmeda y calenturienta, a un botones uniformado que me pregunta si estoy bien y me dice, alarmado, que hay una filtración de agua que proviene del baño. Me quedo echado, mojado de sudor, sobre el colchón en el piso del baño. El muchacho, asustado, sin entender nada, quizá pensando que he hecho algo insensato, me pregunta por qué estoy durmiendo en el baño con la ducha prendida, en medio de un vapor sofocante. Le digo, la lengua trabada, la boca pastosa, lo único que se me ocurre: «Porque acá se duerme mejor».

Y él me mira con una mirada vacía, alunada, como si yo estuviese loco o como si él fuese uno de mis lectores. Luego apaga la ducha, me mira con cierta lástima y se va. Pero antes me dice, decepcionado, evocando tiempos mejores: «Yo veía su programa, señor Jaime Baylys».

La vi por primera vez en el despacho de un ejecutivo de televisión, el hombre que tiempo después sería su marido. Hubo algo en ella, en su mirada de gato, en su aire insolente y perezoso, en su sonrisa de escritora frustrada, que me interesó enseguida. El ejecutivo de televisión, que me había ofrecido un programa, notó mi interés en aquella fotografía que colgaba de la pared.

—Es mi novia —me dijo—. Es cubana. Ha leído tus libros.

Le dije que me encantaría conocerla. No le dije que me encantaría conocerla a solas. No le dije que me encantaría conocerla aun si él no me daba el programa, o más aún si no me lo daba.

Cuando, semanas más tarde, me dijo que no me daría el programa porque no tenía presupuesto (una de esas mentiras elegantes o no tanto que se dicen en el mundo desalmado de la televisión), dejé de verlo, pasé a considerarlo mi enemigo y olvidé a la mujer de la foto. (Yo no quería que me diese el programa porque tuviese algo importante que decir o porque tuviese alguna curiosidad por entrevistar a alguien. Nunca he tenido nada importante que decir, tampoco ahora. Sólo quería ganar un dinero que me permitiese quedarme casi todo el día en casa, escribiendo. Es la misma razón por la que sigo haciendo televisión, después de todo). Dos años más tarde, a la salida de un teatro en Coral Gables, donde yo había presentado un monólogo de humor (la cosa más difícil que he hecho en mi vida: hablar hora y media tratando de hacer reír a un público que había pagado por verme), la mujer de la foto se me apareció de pronto, espléndida, con una falda verde y botas blancas, acompañada de una amiga, y me dijo que le había gustado el espectáculo, pero que no se había reído una sola vez.

Desde entonces empezamos a vernos los miércoles en una heladería de Miami Beach, en la que me citaba a las tres de la tarde, la hora en que su marido suponía que ella estaba con el siquiatra.

Tomábamos chocolate caliente y me contaba su vida y a veces yo me animaba a tomarla de la mano y besarla en la mejilla, pero luego se ruborizaba o se asustaba de que alguien pudiese vernos.

Se llamaba Gabriela. Había llegado a Miami a los trece años. Venía con sus padres desde Caracas, donde vivieron un par de años, tras escapar de La Habana, la ciudad en que nació. Fue una adolescente infeliz. Su padre era muy violento, gritaba mucho, rompía cosas. Su madre toleraba todo en silencio, sufriendo. Cuando Gabriela cumplió dieciocho, se enamoró de una mujer de cuarenta y dos y se fue a vivir con ella. La amó. Fue muy feliz con ella. Pero un día se cansó de que la controlasen y se fue a vivir sola. Era muy pobre. Comía frijoles, atún, sardinas. Soñaba con ser escritora. Pero no escribía. No tenía tiempo. Tenía que trabajar para pagar la renta del departamento y las clases de periodismo. Apenas se graduó, consiguió trabajo en un canal de televisión. Allí conoció al hombre que sería su marido.

—Cuando me enamoré de él, conocí la armonía —me dice, tomando un té en la terraza del Ritz, en Coconut Grove.

Ahora es una mujer feliz, y no lo oculta. Vive en una casa espléndida, tiene dos hijas, cuenta con ayuda doméstica para no enloquecer, viaja a menudo con su marido (al que dice amar, y yo le creo), conduce un auto estupendo, no hace nada o, dicho de un modo más exacto, hace muchas pequeñas cosas más o menos leves y distraídas pero no tiene que trabajar para ganarse la vida, porque su esposo se ocupa de complacerla en todo, incluso cuando ella se queja sin razón, caprichosamente, y él, que es como un oso de peluche que habla en inglés (porque nació y se educó en Manhattan), la escucha con una paciencia sobrenatural.

En nuestros encuentros furtivos de los miércoles en la heladería, le sugerí alguna vez, o varias, que nos besáramos, que fuésemos a mi casa o a un hotel, pero ella me dijo que no podía hacerle eso a su marido, y que si lo hacía, tendría que decírselo, y que si se lo decía, correría el riesgo de echar a perder lo más precioso que había encontrado: la armonía.

Pero ahora, de pronto, hablándome del libro que le gustaría escribir, me ha dicho que le gustaría besarme, subir conmigo a una habitación del hotel, jugar un poco, no acostarnos del todo, no quitarnos toda la ropa, no dejarme entrar en ella, pero jugar un poco, sobre todo besarnos, que es algo que ella nunca me permitió o se permitió por temor a perder la armonía, esa cosa tan quebradiza y evasiva como ella misma.

Y yo naturalmente le he dicho que encantado, que subamos, pero que tiene que prometerme que, pase lo que pase allá arriba, no le dirá nada a su marido, porque eso sólo podría tener unas consecuencias catastróficas en su vida y en la mía. Y ella me ha dicho que antes era un tonta al pensar que debía contarle todo a su marido, que no le dirá nada, que es bueno guardarse algunos secretos.

Terminamos de tomar el té, pedimos la cuenta, ella paga, no me deja pagar, espléndida en su vestido verde y sus zapatos dorados, y caminamos en silencio a la recepción, a registrarnos. Y entonces suena el celular. Y es él, su marido. Y Gabriela balbucea un poco y no le miente, le dice que está conmigo. Y en ese momento comprendo que no subiremos, que no me dejará besarla hoy tampoco.

—Lo siento —me dice, cuando la acompaño a su auto y le abro la puerta—. No pude. Fue el destino.

Me mira con una mirada dulce y lunática, de bruja buena, de mujer herida, de escritora en celo, de reina del chachachá, y luego me dice:

—¿No me vas a besar?

Y apenas me acerco, se arrepiente:

—Mejor acá no, alguien podría vernos.

Y me da un beso en la mejilla y se va, siempre distante y misteriosa, la mujer que no se deja besar, la eterna mujer de la foto.

Un cantante de nombre improbable, uno de esos cantantes que están de moda porque farfullan un torrente de vulgaridades con poses de rufián y sobándose la entrepierna, está invitado a mi programa de televisión en Miami. No sé nada de él ni de su música, no he oído ninguno de sus discos, pero lo he invitado porque todos me dicen que es muy famoso y que los jóvenes lo adoran y bailan sus canciones ásperas y pendencieras.

El día del programa, que es en directo, el representante del cantante de nombre improbable me llama y me comunica con voz apesadumbrada que dicho artista, si podemos llamarlo así, no podrá asistir a la entrevista porque su esposa ha tenido un grave problema de salud y ha sido llevada de urgencia a un hospital y está muy delicada, y el cantante naturalmente está a su lado y no quiere separarse de ella en un momento tan contrariado.

A pesar de que faltan pocas horas para el programa y no tengo otro invitado, le digo al representante que entiendo perfectamente la cancelación, que lamento el infortunio, que el cantante hace bien en quedarse con su esposa, que no se preocupe, que le mande muchos saludos a su patrocinado, el muchacho de la gorrita de béisbol, los anteojos oscuros, las cadenas doradas y las posturas rufianescas.

Apenas corto el teléfono, pienso: ¿No será que me están mintiendo, que han enfermado a la esposa porque el cantante con aire de hampón neoyorquino está borracho o dopado o subido en un cocotero o planeando el asalto a un banco? ¿No suena a excusa dudosa eso de enfermar a un miembro de la familia para sacudirse de un compromiso odioso? Pero luego me digo: No, no pueden estar mintiendo, tiene que ser verdad, esta gente viaja mucho y duerme poco y tiene peleas sentimentales de gran ferocidad y lógicamente se estresa, se angustia, se enferma y termina en un hospital.

Por las dudas, esa noche digo en el programa que el cantante de nombre improbable debía presentarse conmigo, pero que desafortunadamente no pudo hacerlo porque su esposa está muy delicada de salud, internada de urgencia en un hospital, y luego, con la voz algo quebrada y una tristeza impostada, le envío a la esposa afligida un saludo muy cariñoso, muy sentido, deseándole una pronta recuperación.

Cuando termina el programa, mientras voy manejando de regreso a casa, suena el celular. Es el representante. Está muy agitado, al parecer molesto. Me dice que he cometido una locura, que no he debido decir que la esposa está en el hospital, que le he creado un problema considerable. Le digo que no ha habido ninguna mala intención en mis palabras, sólo el deseo genuino de que la pobre mujer se reponga de esa crisis de salud y que el cantante se sienta acompañado y comprendido por nosotros, lo que, por supuesto, es mentira. El tipo me dice que la esposa no está enferma, que no la han llevado a ningún hospital, que fue una excusa que tuvo que decirme porque el cantante se perdió con una novia jovencita, se escaparon a un hotel discreto en la playa, y no tuvo escrúpulo o pena alguna en cancelar todos sus compromisos, turbado por las comprensibles urgencias de ese amor clandestino. Le digo que lo siento mucho, que yo le creí, que por eso le mandé saludos a la esposa enferma. Me dice que la prensa lo está llamando, que le piden el nombre del hospital, le preguntan qué tiene la esposa, cuán grave está, y él no sabe qué decir. Y lo peor es que la esposa vio el programa, o una amiga lo vio y la llamó preocupada, y ahora está indignada, pidiendo una explicación. Le pido disculpas por mi imprudencia, pero en realidad estoy encantado.

Poco después me llama la esposa, que no sé cómo ha conseguido mi número, y se presenta, me dice su nombre, y está llorando, a duras penas consigue hablar. Entonces me doy cuenta de que estoy en problemas. Ella me dice que su esposo, el cantante de aire patibulario y abundantes tatuajes y cicatrices, está furioso, como un loco, rompiendo cosas (quizá una lámpara, un florero o un espejo, pero no sus discos lamentablemente), y que niega haber dicho que ella estaba enferma, pero ella quiere saber la verdad, quiere saber por qué dije lo que dije en la televisión. Le digo la verdad porque ya no cabe mentirle: que el representante me llamó faltando pocas horas para salir al aire y me dijo que el cantante no podía darme la entrevista porque ella estaba muy enferma, casi agonizando en el hospital. Ella grita un par de improperios caribeños, se olvida de despedirme o darme las gracias por mis saludos tan sentidos y corta o rompe el celular o lo tira por el balcón o se lo tira a su esposo.

Esa noche duermo con una sonrisa porque nada es más dulce que una venganza con aire tierno y modales afectuosos.

Pero la noche siguiente, cuando salgo del estudio a las once, encuentro mi camioneta con las llantas desinfladas, la pintura rayada, y una inscripción hecha con aerosol blanco sobre el vidrio delantero que dice: «Tienes un humor déspota. No me gusta tu zarcazmo. Vas a terminar en el hospital».

Es muy caro salir a comer todos los días en algún lugar de la isla de Key Biscayne, donde inexplicablemente vivo. El problema es que no sé cocinar, ni siquiera un arroz con huevo frito, porque el arroz me sale mojado, y no tengo quien me cocine en casa, ni siquiera una buena mujer que me visite una vez por semana, porque cobran fortunas y creo que me van a robar algo o envenenarme siguiendo instrucciones de mi ex suegra.

Compro unas pechugas de pollo congeladas, veinte pechuguitas por cinco dólares, las meto en el horno, apiñadas en la bandeja, aprieto unos botones al azar y veo maravillado que el horno se enciende. Pienso: Desde hoy comeré en casa una pechuguita con plátano rebanado y mermelada de fresa.

Luego me voy al gimnasio, al banco, al correo, y me olvido de las pechugas en el horno.

Vuelvo a casa una hora después. Hay un camión de bomberos en la puerta. Suena una alarma aguda e intermitente. Un bombero con casco colorado, como los de las películas, me pregunta si es mi casa. Le digo que sí. Me dice que abra la puerta enseguida, que hay un incendio. Pienso: Que se queme todo, menos las fotos de mis hijas y mi pasaporte.

Abro la puerta torpemente, porque la llave siempre se atranca, y entro con los bomberos. La casa está llena de humo. Hay una pestilencia a carne quemada. La alarma no deja de sonar. Del techo caen inútiles ráfagas de agua. Por suerte no hay fuego, sólo una densa humareda.

—Es el pollo en el horno —le digo al bombero.

Abro el horno respirando a duras penas, saco la bandeja, me quemo la mano, doy un grito de dolor, las pechugas negras, carbonizadas, caen al piso, apago el horno, empiezo a toser y salgo corriendo al jardín porque allí adentro no se puede respirar.

Los bomberos verifican que nada se ha quemado, salvo las pechuguitas que ahora yacen en el suelo de la cocina como si hubiese practicado un oscuro ritual de santería, abren las ventanas y las puertas para que el humo se disipe, me amonestan cordialmente y se retiran a seguir vigilando la isla para que no arda entera por culpa de algún tonto como yo.

Dado que no puedo entrar en la casa, pues la humareda me lo impide, me quito la ropa y me meto en calzoncillos a la piscina y rescato a un sapito que estaba ahogándose y entonces me siento mejor. Curiosamente, no puedo ser compasivo con mis padres, pero sí con los sapos, arañas, escarabajos y lagartijas que caen en la piscina.

Como el humo se resiste a dejar la casa, tengo que entrar corriendo, subir a mi habitación, sacar mi ropa de televisión y salir corriendo al jardín para no morir asfixiado. Me pongo el traje azul, que apesta a humo o que apesta a secas porque tiene mil horas de televisión encima.

Al llegar al estudio, mis productores me dicen que huelo raro, a humo, a quemado.

—Estuve fumando una hierba colombiana —les digo, y no saben si reírse.

A las diez en punto comienza el programa. Poco después entrevisto (que es una manera de fingir interés a cambio de dinero) a una actriz que está de moda por una telenovela y por un enredo sentimental, o sea, por tomarse a pecho las telenovelas. De pronto nos interrumpe bruscamente una risa frenética, chillona, delirante, contagiosa, que brota de un micrófono colgado del techo, sobre nuestras cabezas. No podemos seguir hablando. Nos reímos de aquella risa impertinente, pero estoy irritado. Mando comerciales.

Nunca en mis veintitantos años de televisión en directo me había pasado algo tan extraño y cómico: que un muñeco anónimo, activado por unas manos perversas, se largue a reír escandalosamente en mi programa, sin que nadie pueda o quiera detenerlo. Pienso: El muñeco tiene toda la razón. Yo también me reiría como él. Mi programa es risible. Mi pelo es risible. Mis pechugas carbonizadas son risibles. Mi vida toda es risible. Es natural que un esperpento agazapado detrás de las cortinas no pueda dejar de reírse.

Después del programa, apestando a humo, humillado por las risas del nuevo muñeco Elmo, manejando con la mano izquierda porque la derecha la tengo lastimada por las quemaduras, pongo un disco de Calamaro y acelero porque me aburre manejar tan despacio como ordena la ley. Y entonces, para completar un día signado por el infortunio, veo relampaguear las luces del auto de la policía y me detengo, resignado. Y cuando la mujer uniformada me ilumina en la cara excesivamente maquillada con una linterna de alta potencia y me pregunta si sé por qué me ha detenido, le respondo:

—Sí, claro. Porque hoy es mi día de mala suerte.

Y ella me ilumina con saña y me pide mis papeles para ver si soy ilegal y puede deportarme.

Quería ser un escritor pero, como soy un pusilánime, me he resignado a ser un personaje menor de la televisión. Mi vida consiste en hacer televisión todas las noches en Miami y los domingos en Lima y ciertos días al mes en Buenos Aires. Soy un rehén de la televisión, un esclavo de las señoras mayores que me miran con cariño y procuran no leerme para no recordar que soy lo que ellas preferirían que no fuese. Me pagan bien pero mi trabajo me parece tonto y a veces despreciable y siempre que salgo del estudio me digo que debería dejarlo y dedicarme a escribir. El problema es que los libros no dejan suficiente dinero o yo no tengo suficiente talento para que me dejen suficiente dinero o la gente prefiere verme en televisión haciéndome el gracioso que leer mis libros.

Es triste pero es mi vida.

Todo comenzó hace veinticinco años. Era noviembre, tenía dieciocho años y estaba aterrado porque al día siguiente tenía que salir en televisión por primera vez.

El dueño de un canal de televisión, después de leer mi columna en un periódico, me había pedido que hiciera comentarios en su canal.

Esos comentarios serían televisados en directo. No podía equivocarme. Si lo hacía, los errores saldrían al aire.

Por supuesto, no pude dormir esa noche. Me angustiaba la idea de hacerlo mal. Pasé la madrugada caminando en círculos, memorizando mis comentarios.

Al amanecer me bañé en agua fría. Mi abuelo me prestó un traje y una corbata. El traje me quedaba grande, pero él estaba orgulloso de que yo lo usara en televisión. «Te estaré viendo», me dijo.

Tomé un taxi y sentí que me estaban llevando al paredón. Repetía mis frases en silencio, me temblaban las piernas, me preguntaba por qué tenía que hacer esto que tanto miedo me daba.

Sólo quería demostrarle a mi padre que yo podía hacer algo bien, que no sería un peluquero como él me decía en tono burlón cuando tomaba mucho.

Llegué al canal, le entregué al jefe del programa mis comentarios escritos a máquina y, mientras él los leía, me maquillaron. Fue una sensación extraña. Me dio una cierta calma que me pintaran la cara. Sentí que esa máscara me protegía. Quizá la televisión era sólo un juego de disfraces, un carnaval, un baile de embusteros e impostores, y por eso convenía enmascararse.

Fingí aplomo cuando me pusieron el micrófono y sentaron frente a la cámara. De pronto tuve que ir corriendo al baño. Olvidé quitarme el micrófono y apagarlo. Cuando regresé, el técnico de sonido estaba riéndose de mí.

Esto comienza mal, pensé. Esto sólo puede terminar mal, me dije.

El jefe del programa se acercó entonces y me dijo que había escrito mis comentarios en el teleprompter y que yo debía leerlos de la cámara que me enfocaría. Le dije que no hacía falta, que me los sabía de memoria. Me dijo que de todos modos los pasaría en el teleprompter, por si me olvidaba de algo.

Me senté de nuevo frente a la cámara, encendieron los reflectores, mi corazón se aceleró y supe que en esos tres minutos al aire, en directo, me jugaría la vida. Si lo hacía bien, me darían un trabajo en ese canal. Si fracasaba, mi padre se reiría de mí y quizá yo terminaría siendo un peluquero.

A mi lado habían sentado a un viejo ciego. Era escritor y tenía fama de sabio. Cuando terminase su comentario, yo debía empezar el mío. El viejo tenía tres minutos para hablar y luego debía saludarme y darme la palabra.

Como era ciego, no podían hacerle señas, así que le amarraron un cordón blanco en la pantorrilla y le dijeron que tirarían del cordón cuando tuviese que empezar su comentario y volverían a jalar cuando se cumpliese su tiempo. El viejo aceptó de mala gana.

Yo estaba seguro de que todo iba a salir mal.

Poco después, llegó el turno del viejo, tiraron del cordón y comenzó a hablar. En tres minutos estaré al aire, pensé, y sentí el corazón golpeando con fuerza.

El viejo hablaba de cosas que yo no entendía, pero lo decía todo con admirable serenidad y fluidez. Tenía unas gafas gruesas y la cabeza se le caía hacia un lado, como si estuviera mirando al piso.

Luego me hicieron unas señas urgentes: en pocos segundos me tocaría hablar. Tomé aire y temí lo peor.

De pronto un asistente jaló el cordón, pero el viejo no pareció advertirlo porque siguió hablando.

El asistente hizo un gesto de sorpresa, esperó un momento y volvió a tirar más fuerte. Fue inútil. El viejo siguió pontificando sin ninguna prisa. Furioso, el asistente volvió a tirar un par de veces más, pero el viejo no se calló.

Detrás de cámaras, los técnicos se hacían señas apremiantes y no sabían qué hacer para callarlo.

Yo estaba aliviado pensando que el viejo no se callaría nunca y me salvaría de hacer el ridículo.

Sigue hablando, pensaba. No les hagas caso.

Entonces el jefe del programa caminó unos pasos, tomó el cordón blanco y empezó a jalar fuertemente, tanto que el viejo y su silla negra giratoria empezaron a moverse, a correr a un lado, a deslizarse gradualmente entre las risas ahogadas de los camarógrafos, y mientras el viejo seguía hablando sin cesar, el tipo jalaba y jalaba y lo sacaba poco a poco del tiro de cámara. En cuestión de segundos, el viejo quedó fuera de cámaras, pero no se calló, siguió regocijándose con opiniones, y enseguida me hicieron señas para que comenzara a hablar.

Aterrado, empecé a decir mi comentario pomposo y predecible, pero todavía se oía la voz del viejo sabio perorando a pocos metros. Con gestos crispados, me pidieron que subiera la voz.

Obedecí enseguida. Recién entonces el viejo comprendió que debía callarse.

Yo estaba tieso y decía mis palabras aprendidas como si en ellas se me fuese la vida. Como era previsible, el teleprompter quedó en blanco, dejó de funcionar. Quedé un instante en silencio, petrificado. No supe qué decir, cómo continuar. Por suerte, mi memoria me socorrió y pude retomar el hilo.

Faltando poco para concluir los tres minutos más largos de mi vida, alguien se acercó y arrojó un gato negro sobre la mesa con mis papeles. Me asusté, di un respingo y quedé en silencio, mientras el gato se estiraba y relamía en cámaras. Todos se rieron en el estudio. Alguien me hizo una seña desesperada, urgiéndome a seguir hablando.

El gato negro se quedó allí parado, mientras yo decía la parte final de mi comentario y me despedía con una sonrisa atribulada.

Después los camarógrafos y asistentes se acercaron riéndose, me felicitaron y me contaron que la broma del gato se la hacían siempre a los principiantes.

Cuando subí a un taxi, todavía maquillado, juré no volver más a la televisión, ese circo enloquecido.

Pero cuando llegué a casa, mi abuelo me dijo que su traje se había visto impecable y que le había parecido un toque muy elegante poner a un gato negro como parte del decorado, mientras yo hablaba.

Poco después sonó el teléfono. Era el dueño del canal.

—Pasaste la prueba —me dijo—. Estás contratado.

Supongo que no seré peluquero, pensé.