Sofía parte al aeropuerto. Me quedo solo con las niñas. Horas más tarde, nos llama del aeropuerto y nos dice que el vuelo está demorado. Entretanto, ha venido a visitarnos Martín. Sofía no lo conoce, no quiere conocerlo, dice que es una mala persona, que no quiere a nuestras hijas. Martín entra en el cuarto de huéspedes, se pone traje de baño y viene a la piscina con nosotros. Las niñas juegan encantadas con él. Le tienen cariño, saben que su madre no lo quiere, pero ellas lo quieren de todos modos, saben que él escribió una novela escandalosa y les da igual, les parece divertido. Más tarde, Martín se va a nuestro departamento en el centro de San Isidro. Cuando ya es de noche, suena el timbre de la casa. Es Sofía. La recibimos con cariño. Su vuelo se canceló. La aerolínea le ofreció pagarle un hotel, pero ella, con buen criterio, prefirió volver con nosotros. Partirá al día siguiente, de madrugada. Apenas tiene seis o siete horas para descansar. Cenamos juntos. Vemos algo de televisión. A las cinco de la mañana, suena la alarma y voy a despertarla para que no pierda el vuelo. La encuentro despierta. Me mira furiosa. Me enseña un calzoncillo gris. Me dice: «¿Qué es esto?». Sorprendido, le digo: «Creo que es un calzoncillo». Me dice: «¿De quién es?». Le digo:
«Supongo que es mío». Me dice: «No es tuyo, no mientas, es muy chico, no te queda». Le digo, sabiendo que miento: «Es mío». Me dice: «Pruébatelo». Le digo: «Por favor, no es para tanto». Me dice: «Pruébatelo». Me lo pruebo. No me queda. Es muy chico. Es obvio que no es mío. Es obvio que es de mi amante. Me dice: «Es una falta de respeto que tu amiguito deje sus calzoncillos en esta casa, donde hay niñas». Le digo: «No es para tanto, se cambió acá, se puso ropa de baño, se los olvidó». Me dice: «No me mientas, no te creo, tú sabes por qué están acá estos calzoncillos». Le digo: «No lo sé, no sé qué estás pensando». Tira los calzoncillos a la alfombra y dice: «Debería darte vergüenza». Luego añade, el gesto crispado, la voz afilada: «Y dile a tu amiguito que no quiero que mis hijas le vean los calzoncillos». Poco después, se va molesta al aeropuerto. La abrazo, pero está molesta, no me ha perdonado el incidente de los calzoncillos. A la mañana siguiente, regresa Martín. Le cuento el incidente, se siente fatal, me pide disculpas. Las niñas se ríen en la piscina. Leo mis correos electrónicos. Suena el teléfono. Me acerco desganado. Es una periodista uruguaya que quiere entrevistarme. Me dice que me ha llamado muchas veces a Miami y Buenos Aires, me ruega que la atienda diez minutos, me dice que tiene que cerrar la revista esa tarde. Me resigno, le ruego que sean diez minutos y no más. Digo las mismas cosas de siempre. De pronto, veo a Martín corriendo por el jardín, con un bolso en la mano. Sale de la casa bruscamente. Dejo el teléfono, salgo detrás de él, lo llamo a gritos, no contesta. No entiendo por qué se ha ido así. Apenas termino la entrevista, lo llamo al celular. No contesta. Pienso que tal vez su madre o su hermana han tenido un accidente. Les pregunto a las niñas si saben por qué se fue así, tan violentamente. Me dicen que no lo saben. Voy a la computadora. Encuentro sobre el teclado un papel que dice:
«Traidor». Recién entonces comprendo todo. Martín ha leído mis correos mientras yo estaba en el teléfono. Ha leído un correo de un actor chileno que me dice que soñó conmigo, soñó que hacíamos una película y nos reíamos mucho. No es un correo sexual, es sólo amistoso, cómplice, juguetón.
Pero Martín sabe que ese actor me gusta y que tengo ganas de verlo pronto, lo sabe porque lo conocí en una fiesta en Santiago a la que él también asistió. Vuelvo a llamarlo al celular. No contesta. Voy a la piscina. Les digo a las niñas que Martín se fue porque su madre se sintió mal, pero que no es nada grave, que ya volverá más tarde o mañana. Sofía y Martín se han marchado furiosos de esta casa, acusándome de pequeños crímenes domésticos. Me quedo solo con las niñas.
Trato de reírme con ellas en la piscina, pero no es fácil. Las niñas, sin embargo, consiguen hacerme reír.
Es invierno en Madrid. La noche está helada, cae nieve en las afueras de la ciudad. Enciendo la calefacción. De las rendijas sale aire frío. Me quejo con la recepción. Les digo que no puedo dormir, que tengo los pies helados. Me dicen que la calefacción central del hotel no está prendida porque están ahorrando energía. Les pido que la enciendan. No pueden o no quieren o no es culpa de ellos, sino del gerente, que no está porque el gerente nunca está. Duermo fatal. Tengo pesadillas.
Amanezco resfriado. Me arde la garganta. A duras penas puedo hablar, y por desgracia tengo que hablar mucho, lo que ya es un fastidio, y además tengo que hablar de mí mismo, lo que ya es insoportable para todos. La noche siguiente, llamo a un empleado del hotel y le ruego que me consiga una estufa. Me dice que no tienen estufas, que es muy peligroso porque el hotel puede incendiarse, ya han tenido percances con otros huéspedes. Le ofrezco una buena propina. Diez minutos después, me trae una vieja estufa blanca. La enciendo frente a mis pies. Duermo algo mejor. Al amanecer, todavía muy resfriado, salgo de viaje. Escondo la vieja estufa en mi maleta. Voy de ciudad en ciudad española con la estufa robada. En todos los hoteles, la calefacción no funciona, están ahorrando energía, no importa si los huéspedes como yo se congelan de noche, lo importante es ahorrar o al menos eso es lo que ha decidido el gerente, que por supuesto no está. Enciendo mi estufa robada y sobrevivo a duras penas. Durante un mes o poco menos, subo y bajo de aviones, de trenes, de autocares y taxis, cargando un bolso con la estufa robada. En ciertos aeropuertos, cuando la detectan en los rayos X, me preguntan por qué llevo una estufa y digo: «Porque tengo frío, porque siempre tengo frío». Un mes después llego a México. Naturalmente, tengo frío. Trato de enchufar la estufa robada, pero no puedo dormir porque es otro tipo de enchufe. Pido un adaptador. No tienen.
Ofrezco una buena propina. Milagrosamente, encuentran uno. Conecto la estufa. Huele a quemado.
La estufa se ha estropeado, era otro voltaje. El mundo se ha globalizado, pero olvidó globalizar los enchufes. Lo cierto es que la estufa ya no funciona. Paso la noche helado, bajo muchas mantas y frazadas que no consiguen entibiarme. Al día siguiente, voy tosiendo a una feria de escritores. No me interesa comprar libros, sólo quiero una estufa, un radiador, un calefactor, algo que me caliente las noches. Voy a almacenes y ferreterías hasta que encuentro un radiador de aceite. Duermo mejor.
Al amanecer, me voy de ese hotel y dejo el radiador, pues no cabe en la maleta. También dejo la estufa que robé en Madrid: son dos los calentadores que dejo abandonados. Cuando salgo del cuarto, los miro con pena, me despido de ellos como si fueran mis mascotas, mi familia adoptiva.
Paso por Lima. Por suerte en Lima no hace mucho frío. Me voy unos días a Zapallar. No consigo dormir por culpa del frío. Me pongo tres pares de medias, cuatro camisetas, dos suéteres y dos pantalones de buzo, pero igual tengo frío. A medianoche, descubro el origen del frío. Una ráfaga de aire gélido que viene de la Patagonia se cuela por la chimenea y se desliza aviesamente hasta llegar a mi cama. Subo a la azotea de la casa alquilada y cubro el orificio de la chimenea con unos cojines gruesos. Luego bajo y bloqueo la chimenea de la habitación con otros cojines. Algo ayuda a aliviar el frío, pero no del todo. Sigo durmiendo mal. Tengo pesadillas. No soy médico, pero podría jurar que sólo tengo pesadillas cuando paso frío. Me resigno a comprar un radiador de aceite en Reñaca.
Y no duermo o duermo mal o sueño con mi padre, que es otra manera de dormir mal. Cuando me voy de la casa alquilada, dejo el radiador, le hago un par de caricias tristes, le deseo suerte. En el avión paso un frío mortal. Me abrigo tanto que a duras penas puedo moverme. La gente me pregunta por qué ando tan abrigado, si es verano. Digo la verdad, que tengo frío. En los aviones siempre tengo frío. Le pido al piloto que suba un poco la temperatura de la cabina. No me hace caso. Me dice que ciertas regulaciones de la compañía lo obligan a mantenerla a una temperatura estándar que no puede alterar para complacer a un pasajero. Llego enfermo a Miami. Enciendo la tele. Anuncian que se acerca una ola de frío. Corro a la ferretería y compro un radiador de aceite, uno más. Ahora estoy en Miami y hace quince grados centígrados y siento cómo el frío se cuela por las ventanas y subo el radiador a tope y me abrigo un poco más, pero de todos modos tengo frío. Y cubierto por un plumón blanco que no sirve de nada, me quedo desvelado, insomne, extrañando a Martín.
Mis hijas pasan unas semanas en Miami. Los días se parecen bastante: vemos todas las películas malas, nos exponemos excesivamente al sol, compramos cosas que no necesitamos y luego se pierden o son objeto de peleas feroces, pasamos horas en la piscina organizando juegos divertidos, alimentamos a los gatos del vecindario, miramos demasiada televisión comiendo demasiados helados. De eso se tratan las vacaciones: de no hacer nada que nos convierta en mejores personas, sino todo lo que nos convierta en personas peores (pero más felices).
Lola, sin embargo, no está feliz. No lo está porque quiere comprar un hurón. Alguien le ha contado que el hurón es la mejor mascota del mundo, la que recomiendan veterinarios y maestros de escuela, la más limpia, noble, leal, juguetona y discreta. Cuando Lola me dice que quiere un hurón (en realidad dice su nombre en inglés, ferret), yo no sé de qué me está hablando, le digo que no conozco a ese animalejo, que nunca lo he visto. Ella me dice que sí lo he visto, que es un animalito muy gracioso que aparece en una película que vimos juntos, Along came Polly, con Jennifer Anniston y Ben Stiller. Le digo que recuerdo que en esa película Jennifer Anniston tiene una mascota ciega que anda golpeándose con los muebles y las paredes. «Eso es un hurón», me dice.
En una tienda de mascotas de Alton Road, en medio de la pestilencia que resulta inevitable al hacer convivir a tantos animales enjaulados en un lugar tan pequeño y acalorado, el dueño, un chileno que no para de transpirar, nos conduce, entre serpientes, ratones y canarios, hasta la esquina hedionda en que un hurón canadiense duerme patas arriba, la boca entreabierta, como si estuviera dopado o como si fuese un familiar mío. Nunca había visto a un animal durmiendo en una postura tan sorprendentemente humana. El hurón cuesta ciento cincuenta dólares. Está vacunado y en perfecto estado de salud. No debe ser expuesto al calor del verano porque moriría deshidratado.
Debe permanecer en casa, con aire acondicionado, de preferencia en la sombra. No muerde. Es amigable. Come comida procesada, parecida a la de los perros o los conejos. Se lo puede soltar dentro de la casa, pero nunca en el jardín, porque se pierde con facilidad y no regresa. Es perezoso y defeca con frecuencia, particularmente en las esquinas de la casa.
Cuando pago por el hurón, la jaula, la comida, el coche rosado para trasladarlo, el champú, la ropa para que no pase frío y la correa para pasearlo, me asalta la certeza de que estoy cometiendo un error del que me arrepentiré bien pronto. Pero Lola está feliz con el hurón y me da muchos besos, casi tantos como los que le da a ese roedor blanco, alargado y narigón.
Camila, que es rápida para hacer las cuentas, me exige que le compre un nuevo iPod en compensación por los gastos onerosos en que su hermana ha incurrido al adquirir el hurón y sus accesorios. Por suerte, Lola no me pide que le compre un iPod Nano al hurón, aunque esto podría ocurrir en cualquier momento.
Ya en la casa, Lola sufre porque el hurón está en cautiverio, lo que le parece un abuso, una crueldad, un atropello a su libertad y su derecho a ser feliz. Por eso, sin pedirme permiso, sin advertirme siquiera, abre la jaula, libera al hurón y le permite tomar posesión de la casa y desplazarse, ágil y curioso, por todos los cuartos, mientras ella lo persigue, lo carga, lo acaricia y le da de comer. Yo protesto, le digo que el animalejo va a traer enfermedades y ensuciarnos la casa, pero ella, que ama a los animales con una pasión que sin duda no heredó de mí, me recuerda que es la mejor mascota del mundo y me asegura que nada malo pasará.
A la mañana siguiente, voy por la casa recogiendo los restos fecales del hurón canadiense, odiándome por haber comprado una mascota y pensando que mi idea de unas vacaciones sosegadas nunca fue la de agacharme en cada esquina a limpiar las cacas de un animal incontinente, pero consolándome al ver a Lola abrazando con tanta ternura a su nuevo amor.
Esa misma tarde salimos a comer algo, pero Lola se resiste a dejar a su mascota sola en la casa, así que le amarra una correa rosada alrededor del cuello y la sube a la camioneta con nosotros. El hurón parece encantado de salir de casa.
A llegar a la tienda de comidas, Lola ata la correa al timón de la camioneta, deja al hurón en el asiento delantero y baja todas las ventanas para que no pase mucho calor. Por las dudas, pone a todo volumen un disco de reggaeton, así el hurón no se siente tan solo.
En la tienda gourmet compramos las cosas de siempre, porque no sé cocinar y es más fácil llevar la comida preparada. No tardamos más de diez minutos, quince como mucho. Cuando salimos, Lola da un grito: el hurón cuelga fuera de la camioneta, balanceándose levemente. En nuestra ausencia, quiso escapar, saltó por la ventana y, como su correa estaba amarrada al timón, quedó colgado. Mis hijas corren, lo rescatan, pero ya es tarde, el pobre ha muerto ahorcado por querer escapar.
Lola no para de llorar. Yo pienso que tal vez el hurón, siendo tan listo, comprendió que al saltar por la ventana se quitaría la vida, y eligió valientemente suicidarse para no seguir oyendo reggaeton, pero no me atrevo a decírselo, porque está desolada.
Llegando a la casa, enterramos al hurón. Nunca asistí a un funeral tan triste.
Antes de salir de compras, Camila lo organiza todo con una minuciosidad admirable, que no sé de quién ha heredado, seguro que no de mí. Se sienta en la computadora, entra en internet, imprime el mapa del centro comercial al que iremos (una hoja por cada piso, por las dudas), selecciona las tiendas que más le interesan, traza el recorrido exacto que haremos bajo su mando y elige el restaurante en el que comeremos. A veces, si tiene tiempo (y ella siempre encuentra tiempo para planear cada pequeño evento familiar), imprime también unas hojas con las fotos o los dibujos de los artículos que desea comprar y calcula cuánto habrá (habremos) de gastar. En alguna ocasión, al llegar por fin al centro comercial que nos toca visitar ese día, se ha dado cuenta, fastidiada, de que olvidó sus papeles, sus mapas, su detallado plan de compras y actividades, pero, recuperada del mal rato (porque nada le irrita más que perder algo), ha retomado el control y nos ha guiado confiando en su memoria, que no deja de asombrarme.
Lola, dos años menor que su hermana, revela poco o ningún interés en comprar ropa, todo lo contrario que Camila, que sigue con fascinación el mundo de la moda y está siempre buscando combinaciones atrevidas y originales que resalten su belleza adolescente. Lola entra en las tiendas de ropa, echa una mirada displicente, curiosea sólo para cumplir conmigo (que le pido que busque bien, a ver si por fin encuentra algo que le guste) y sentencia sin ninguna tristeza, se diría que aliviada, que nada le gusta y que además nada le queda, que no hay ropa de su talla en esa tienda ni en ninguna tienda de toda la ciudad. En realidad, a Lola, como a mí, la ropa le aburre, y le da igual ponerse cualquier cosa, aunque no le da igual que su hermana se ponga cualquier cosa suya, eso la enfurece y la hace llorar, porque Camila a veces se pone ropa suya sin pedirle permiso y Lola dice que no es justo porque ella tiene mucha menos ropa que su hermana y, a pesar de eso, le quita la poca ropa que tiene. Yo naturalmente la defiendo y le sugiero que se compre más ropa, pero ella no quiere comprarse ropa, se aburre, prefiere sentarse en un café conmigo a comer un croissant, mientras su hermana sigue probándose cosas lindas frente al espejo. Lola lo que de verdad quiere es comprar ropa para sus animales en una tienda que se llama Petco y que la hace más feliz que cualquier otra tienda de esta ciudad. Allí sí, ella se entusiasma, despierta, salta y baila de alegría, mientras elige, empujando el carro metálico, ropas, camitas, cochecitos, juegos, comidas, vitaminas y toda clase de sorprendentes chucherías para sus gatos, sus perros, sus conejos, su tortuga y sus cotorras amaestradas, a las que está tratando de enseñar que digan nuevas obscenidades.
En la casa, Camila disfruta enormemente ordenando y probándose la ropa, ordenando toda la ropa, la suya y la nuestra, lavándola, secándola y desplegándola con sumo cuidado y delicadeza en los cajones de los vestidores. También parece gozar tendiendo las camas, limpiando la cocina, poniendo cada cosa en el lugar exacto en el que, según ella, debe ir. Yo admiro su amor por el orden y la limpieza, su esmero por hacerlo todo con tanta prolijidad, y me digo que de mí no ha heredado esas formidables habilidades domésticas (porque no limpio la casa nunca) y que es una maravilla tenerla en la casa, en mi vida. Lola, mientras tanto, se dedica a una de sus más persistentes y curiosas inquietudes: medir la temperatura. Sintoniza el canal del tiempo (mi padre solía hacer eso, le gustaba saber el clima de las principales ciudades del mundo), saca los termómetros que lías comprado, los coloca en lugares estratégicos y, tras unos minutos de impaciente estudio, determina qué temperatura hace en la casa, en la terraza, en el jardín, al sol, a la sombra y en la piscina. Luego concluye (porque siempre llega a esta conclusión, sin importar si hace más frío o más calor) que debemos meternos a la piscina cuanto antes. Pero la piscina, cuando deslizo los pies en ella, está fría, y entonces Lola multiplica sus esfuerzos para convencerme de que nos metamos juntos, porque sola no le hace ninguna ilusión, y al final consigue empujarme y meterme al agua. Y es allí, en el agua, donde ella parece más feliz. Camila, entretanto, mira películas o lee un libro o planea el día siguiente. A Lola no le interesa nada de eso, ni el futuro ni los estudios ni el servicio comunitario que, con admirable generosidad, su hermana desea cumplir, para ayudar a que nuestro barrio esté más limpio y ordenado. Lola lo que quiere es zambullirse, bucear, nadar, saltar al agua, sacar de las profundidades de la piscina cosas que me obliga a tirar. Lola encuentra en el agua (de la piscina, del mar, de las duchas a las que se mete varias veces al día) unas formas de felicidad, de euforia, que me dejan maravillado, y que sin duda tampoco ha aprendido de mí.
Muy rara vez se pelean (y, cuando eso ocurre, el origen del conflicto suele estar en que una ha usado sin permiso algo que pertenece a la otra, generalmente ropa). Cuando las encuentro discutiendo, pellizcándose o tirándose cosas, trato de separarlas y distraerlas con una película, cada una en su cuarto, y no preguntar quién tiene la razón ni tomar partido por ninguna, aunque, cuando ya es inevitable, suelo defender a Lola, no importa que al parecer no tenga la razón, sólo porque es la menor y porque es y será más baja que Camila y porque se saca notas no tan buenas como su hermana y porque es más vulnerable y cuando la humillan se encoge y llora en silencio de un modo que me conmueve, como lloró anoche en el restaurante mexicano, quejándose porque no encuentra en la ciudad una tienda que tenga ropa que le guste y que sea de su talla.
No sé si Camila y Lola son amigas o si lo serán en el futuro, cuando sean adultas, cuando yo no esté. A veces me parece que se quieren y se necesitan, a pesar de que son tan distintas. En las noches, Camila se pasa a la cama de su hermana y duermen casi abrazadas, Lola hablando dormida cosas que intento descifrar, haciendo rechinar los dientes, quejándose de algo, poniendo cara de sufrimiento, y Camila despertándose una y otra vez, prendiendo luces, viendo arañas en las sombras, viniendo a mi cuarto para preguntarme si no he oído unos ruidos extraños, si no será que se acerca una gran tormenta que arrancará el techo de la casa y nos llevará volando. En la mañana, al despertar, las beso largamente, todo lo que me dejan, aspiro el olor de su cuello, de sus mejillas, y luego me dicen que vaya a dormir un poco más porque nos espera un largo día de compras.
Mis hijas y yo nos aventuramos hasta un centro comercial llamado Sawgrass, que queda lejos de casa. Como es tan lejos y podemos perdernos, llevamos un mapa y una linterna.
Caminando por los pasillos de Sawgrass, congestionados de personas que empujan sus carritos metálicos con una determinación aterradora, comprendemos que debemos actuar rápida y sagazmente para ganar esa guerra sin cuartel en pos de la mejor rebaja, la última liquidación, el precio más barato. No sabemos qué queremos, pero nos anima la ilión de comprar muchas cosas a precios bajísimos, inverosímiles, y derrotar a ese ejército de depredadores que, estimulado por frecuentes dosis de cafeína, avanza sin piedad sobre cualquier cosa sospechosa de estar barata. De pronto entramos a una tienda y Lola grita:
—¡Papi, una estufa baratísima, sólo cuesta diecinueve dólares!
—¡Cómprala, apúrate! —me anima Camila.
—Pero hace calor —digo.
—¡No importa! —dice Lola—. ¡Sólo cuesta diecinueve dólares!
—¡Aprovecha, papi! —dice Camila.
Nos llevamos la estufa. Un poco más allá, Lola se arroja sobre unas zapatillas en descuento. Le pregunto si le gustan.
—No, son horribles —dice.
—Entonces déjalas —le sugiero.
—No, ¡están regaladas! —dice ella.
—Pero no te gustan —le recuerdo.
—No importa, ¡hay que aprovechar que están en sale! —sentencia ella.
Por supuesto, las compramos y continuamos buscando cualquier cosa inútil pero irresistiblemente barata. En una tienda para mascotas, las niñas encuentran ropa para gatos.
—¡Ochenta por ciento de descuento! —anuncian, mostrando una gorrita, unas medias y una camiseta.
—Pero no tenemos gatos en Miami —les digo.
—¡Da igual! —dice Lola—. ¡Después conseguimos los gatos! O llevamos la ropa para los de Lima.
No lo dudo y me hago del botín. Luego nos abrimos paso entre la muchedumbre y llegamos a otra tienda.
—¡Papi, calzoncillos a tres dólares! —grita Camila.
—No necesito, amor.
—¡Sólo tres dólares, papi! —dice Lola—. ¡Cómpralos! Elijo unos calzoncillos y los llevo a la caja.
—Si compra seis, le regalamos uno —dice la vendedora.
—No, así estoy bien —digo.
—¡Pero te regalan uno, papi!
—Bueno, déme seis.
Enseguida corremos a otra tienda o campo de batalla.
—¡A seis dólares la ropita de bebé! —grita Lola.
—Pero no tenemos bebés, amor —digo.
—¡No importa! —grita Camila.
—¡Cincuenta por ciento de rebaja en vestidos de embarazada! —anuncia Lola.
—¡Los llevamos! —grito.
—Pero mami no está embarazada —dice Lola.
—Los llevamos —digo—. Nunca se sabe cuándo viene un embarazo.
—¡Diez dólares los shorts de camuflaje, papi!
—¡Tíralo al carrito, amor!
—¿Te gusta el camuflaje, papi?
—No, lo odio, pero a ese precio me encanta.
Horas después, extenuados, volvemos a casa con decenas de objetos que no necesitamos ni nos gustan, pero felices por haberlos conseguido a esos precios increíbles.
A la mañana siguiente, leo que ese día no cobrarán el impuesto a las ventas y corro a darles la buena noticia a mis hijas. Apenas la oyen, Lola grita:
—¡Vamos a Sawgrass, papi!
—¡Vamos! —grito.
—¿Pero qué vamos a comprar? —pregunta Camila.
—Cualquier cosa —digo—. ¡Hay que aprovechar que no hay impuestos!
—¡Vamos! —gritan ambas, felices.
En la camioneta, rumbo a Sawgrass, un brillo extraño ilumina nuestras miradas.
Me considero un hombre de éxito porque nunca pasé una noche en la cárcel. Mi mayor ambición es que no me arreste la policía.
Soy escritor porque no se me ocurre otra manera de ganar dinero quedándome en casa.
Mi idea de la felicidad se reduce a cagar siempre en el baño de mi casa. Eso me obliga a pasar la mayor parte del tiempo en casa. Por eso me hice escritor.
Salgo en televisión no por cariño al público sino para ganar suficiente dinero que me permita alejarme de él.
Mis enemigos no son muy distintos de mí. Me reconozco en ellos. Son mediocres como yo.
Saben que no pueden ser mis amigos y se resignan a odiarme.
Mi oficio es hablar. Me pagan por hablar. Me pagan incluso cuando estoy en silencio. Es el mejor oficio del mundo. Te sientas, sonríes y hablas una hora o dos. Ni siquiera tienes que saber lo que estás diciendo. Sólo tienes que hablar como si tuvieras la razón.
No me gusta hablar por teléfono porque ya me acostumbré a que me paguen por hablar. Cuando hablo por teléfono, siento que alguien me queda debiendo dinero.
No es que haga preguntas en televisión porque tenga curiosidad sino porque debo llenar los silencios. Si alguien me pagase por estar en silencio, dejaría de hacer preguntas.
Me he vuelto sexualmente pasivo no porque lo disfrute sino porque ser activo es una responsabilidad histriónica que me abruma.
Me da igual verme más gordo o menos gordo porque no aspiro a que nadie me toque. Prefiero tocarme yo mismo.
No sé si me apenaría ser impotente. No cambiaría mucho mi vida.
En mi caso el colegio y la universidad no sirvieron para nada. No recuerdo siquiera vagamente las cosas que me enseñaron. Las olvidé porque eran inútiles o porque soy un inútil.
Me alegro cuando alguien pierde dinero en la bolsa de valores, especialmente si es de mi familia y tiene más dinero que yo.
Cuando muera, sólo aspiro a no dejar deudas y a que ningún cura venga a mis funerales.
No sé por qué tendría que querer especialmente a las personas que nacieron en el país en que nací, si ellas tampoco me quieren por esa razón ni por ninguna.
He ahorrado algún dinero porque comprar cosas o hacer negocios requiere un esfuerzo del que me siento incapaz.
Mis planes para el futuro son dormir todo lo que pueda, viajar lo menos posible y escribir lo que sea inevitable.
Mi odio a los gatos se origina en la sospecha de que son más inteligentes que yo.
Salgo de casa con dos aerosoles repelentes de mosquitos, uno en cada mano, listo a dispararle al enemigo. Un aerosol es color naranja, el otro es verde. Nunca salgo sin ellos. Esta pequeña isla cercana a Miami se llena de mosquitos cada cierto tiempo y es preciso andar armado. Los mosquitos están por todos lados y atacan con sigilo y ferocidad. Mis hijas, previsoras como yo, llevan también sus repelentes en aerosol y van disparando a todos lados, tratando de impedir que nuestros huidizos atacantes claven sus lanzas de batalla en nuestra piel, succionen la sangre y nos dejen llenos de picaduras, escozores, hinchazones y rencores, como estamos ahora.
—¡Corran, chicas, disparen las pistolas! —les grito, al tiempo que, levemente encorvado, mirando en todas direcciones, voy rociando el veneno a mi alrededor, espantando a los mosquitos.
Mis hijas se desplazan velozmente y aniquilan sin piedad a esas sañudas criaturas que se acercan a ellas con las peores intenciones. Apenas entramos en la camioneta, cerramos las puertas, enmudecemos y observamos con cuidado si algún insecto volador ha logrado penetrar con ganas de aguijoneamos. De pronto sorprendo a un mosquito en pleno vuelo y disparo sobre él. Consigo matarlo, pero Lola me grita:
—¡Papi, no seas tarado, no dispares contra mí!
—Mil disculpas, amor, no me di cuenta —le digo.
En la familia, a los aerosoles repelentes de mosquitos les decimos las pistolas, y nadie sale de casa sin una pistola. En esto, curiosamente, he terminado pareciéndome a mi padre. Cuando era niño, veía con admiración que papá llevaba siempre una pistola cargada en el cinto, incluso cuando iba a misa o, con mayor razón, a una reunión familiar. Recién ahora, con cuarenta y tantos años, comprendo que, así como están las cosas, hay que salir a la calle con un arma en la mano. Si mi padre llevaba una Smith&Wesson calibre 38 con seis proyectiles de plomo, yo cargo un repelente Off verde con aroma a madera y otro color naranja con fragancias primaverales.
Apenas llegamos al restaurante de la isla, bajamos de la camioneta, corremos disparando las pistolas, trasponemos la puerta y, con caras tensas, pedimos una mesa a la camarera, que se permite una mueca de disgusto al sentir la nube de repelente que se ha impregnado en nuestra ropa y nos acompaña a donde vamos, espantando en ocasiones a los mosquitos y casi siempre a los bichos humanos.
—¿Hay mosquitos aquí adentro? —le pregunto, mientras nos lleva a la mesa.
—Mi amor, ¡hay más mosquitos que clientes! —se ríe ella, una cubana encantadora.
Luego nos toma el pedido y se marcha canturreando una canción de moda, al tiempo que mis hijas y yo empezamos a sentir el zumbido inquietante de los kamikazes que se acercan. Cuando seis u ocho nos han rodeado y planean sobre nosotros, me levanto bruscamente, saco mi pistola naranja y grito:
—¡Disparen!
Mis hijas desenfundan sus pistolas y las descargan sobre los mosquitos que les quieren picar, mientras yo derribo a dos de ellos y siento ese ramalazo de éxtasis que tal vez sentía mi padre cuando cazaba animales en una hacienda del norte peruano.
—¡Mueran, malditos! —grita Camila, cubriendo de veneno a los zigzagueantes intrusos aéreos, moviéndose de una mesa a otra con increíble pericia.
Ya más calmados, nos sentamos, pero entonces se acerca la camarera y, enojada, me dice:
—Pero chico, ven acá, ¿tú estás loco?
—Sí —responde Lola.
La camarera la ignora y me reprende:
—No puedes echar ese veneno acá, mi amor. Está prohibido. Esta no es tu casa, ¿me comprendes?
—Mil disculpas —digo, sin mirarla a los ojos, porque advierto que un mosquito está picándole en la pierna y me pregunto si debería hacer algo, si debería dispararle—. Pero no pueden tener el restaurante así, lleno de mosquitos.
—Habla con el gerente, mi amor —dice ella—. Yo ya me cansé de pedirle que haga algo.
En ese momento, Camila, con una rapidez asombrosa, ve al enemigo picándole en la pierna a la camarera, saca su pistola y la descarga sobre él y, de paso, sobre la pierna de la cubana.
—¡Te estaba comiendo la pierna! —le dice, orgullosa de haberlo matado.
—¡Pero tú estás loca! —grita, furiosa, la camarera—. ¡Les dije que está prohibido echar ese veneno acá!
—Bueno, pero lo hizo por tu bien —digo, en defensa de mi hija.
—Lo siento, pero tienen que irse —anuncia la camarera, pasándose una servilleta de papel por la pierna rolliza, impregnada de repelente.
Mis hijas y yo nos ponemos de pie y salimos con nuestras pistolas en la mano y nadie osa cruzarse en nuestro camino. Ya en la camioneta, les digo:
—Estoy orgulloso de ustedes, chicas.
Camila me dice:
—Cállate, no hables, creo que se ha metido un mosquito.
Cuando Sofía y yo nos enamoramos, ella dejó a su novio francés, Michel, con el que había vivido dos años en París.
Michel, un dentista joven que practicaba deportes de alto riesgo, no se resignó a perderla y viajó a Washington para tratar de reconquistarla.
Una noche en Washington, Sofía me dijo que iría a cenar con Michel para decirle que estaba enamorada de mí y que no quería volver a ser su novia. Le sugerí que se lo dijera por teléfono.
Tenía miedo de perderla, de que Michel la sedujera de alguna manera desesperada. Me dijo que tenía que decírselo en persona. Me pidió mi casaca prestada porque hacía frío. Se la puso y fue a verlo. Cuando la vi salir con esa casaca que le quedaba grande, supe que volvería conmigo.
Algún tiempo después, la madre de Michel llamó a Sofía y le dijo llorando que su hijo estaba muy grave en el hospital, que se había cortado las venas porque no podía soportar la ausencia de Sofía. «Por tu culpa mi hijo se está muriendo», le gritó. Sofía cortó el teléfono y me dijo que tenía que irse a París. La llevé al aeropuerto. Me prometió que cuidaría a Michel hasta que se recuperase y luego volvería. Cumplió. Volvió en un mes y me dijo que ya no lo aguantaba, que no podía estar con un hombre que la amenazaba con suicidarse si ella lo dejaba.
Sofía dejó a Michel, se casó conmigo, tuvimos una hija, pero Michel nunca dejó a Sofía del todo.
Cada semana el cartero traía una carta escrita en francés. Sofía la leía y la metía en una cajita con muchas otras cartas escritas por él en francés. Yo me desesperaba porque trataba de leerlas pero no entendía nada. Un día, mientras Sofía estaba en la universidad de Georgetown, vino al departamento un amigo que podía leer francés y me tradujo las cartas de Michel. Le decía a Sofía que la amaba, que no podía vivir sin ella. Le aseguraba que yo nunca la amaría como él. Le rogaba que me dejara y se fuera a París a vivir con él. Le decía que había puesto un consultorio como dentista en París y otro en Ginebra y que estaba ganando mucho dinero. Le prometía que trataría a nuestra hija como si fuera suya.
Nunca supe si Sofía contestaba esas cartas. De vez en cuando, Michel la llamaba por teléfono y ella se encerraba en su cuarto y hablaban largamente y a veces ella se impacientaba y levantaba la voz y en otras ocasiones le hablaba en un tono más suave y afectuoso y yo me preocupaba. Cuando peleábamos, cuando perdía toda esperanza en mí, ella a veces lo llamaba y creo que consideraba seriamente dejarme y tomar el avión a París con nuestra hija, pero nunca lo hizo.
Después de su graduación, le dije a Sofía que quería irme solo a vivir a Miami porque no aguantaba más el frío de Washington. Fue una cobardía dejarla con nuestra hija sin que ella hubiera conseguido un trabajo todavía. Sofía no quiso quedarse sola en Washington con la niña. Se hartó de seguir esperando a que yo fuese el hombre que no podía ser y regresó a Lima. Siempre pesará en mi conciencia la certeza de que si me hubiera quedado en Washington y hubiese sido generoso con ella, no la habría obligado a regresar a Lima.
Apenas se enteró de que Sofía y yo nos habíamos separado, Michel viajó a Lima y se quedó dos semanas tratando de convencerla de que se fuera con él a París. No se alojó en un hotel en Lima, durmió en el cuarto de huéspedes de la estupenda casona de la madre de Sofía, que, con buen instinto, siempre le tuvo a Michel más cariño que a mí. Sofía y Michel fueron a la playa, era verano.
Michel conoció a nuestra hija y se hizo fotos con ella. No sé cuán cerca estuvo Sofía de irse a París.
Creo que estuvo a punto de irse. Pero al final, no sé por qué, decidió quedarse en Lima. Michel se marchó derrotado una vez más, pero yo sabía que no se daría por vencido.
Tiempo después, en una de mis visitas a Lima, Sofía vino de sorpresa al departamento. Yo esperaba a Gabriela, una amiga. Cuando sonó el timbre, dije imprudentemente: «Pasa, Gabriela».
Pero no era Gabriela, era Sofía. Ella pensó que Gabriela era mi amante. No lo era, era sólo mi amiga. De ese malentendido, y de la discusión y reconciliación que le siguieron, y de la inexplicable urgencia que se apoderó de nosotros por hacer el amor, Sofía quedó embarazada. Le rogué que volviera conmigo, que viniera a Miami a pasar un embarazo tranquilo. Para mi fortuna, me dio una segunda oportunidad.
Cuando Michel se enteró de que Sofía había vuelto conmigo y estaba embarazada nuevamente, la llamó a Miami (no sé cómo conseguía el teléfono de casa, alguien en Lima operaba como su aliado) y le dijo a gritos que era una loca, una tonta, que se arrepentiría, que no quería verla más.
Por un tiempo, por unos años, dejó de llamarla y mandarle cartas. Pensé que por fin había aceptado la derrota.
En algún momento, Sofía tuvo la lucidez de comprender que no le convenía seguir viviendo conmigo. Me dejó en Miami y volvió a Lima con nuestras hijas. Le rogué que se quedara en Miami, pero ella había dejado de creer en mí y sabía que su felicidad estaba en otra parte.
Pasaron los años sin que tuviera noticias de Michel. A veces le preguntaba a Sofía por él y ella me decía que no sabía nada, que había dejado de llamar.
No hace mucho estaba en Lima y Aydeé, la empleada, trajo el teléfono y le dijo a mi hija mayor:
«Te llama tu amiga Michelle». Camila contestó y no entendió nada. No era su amiga Michelle. Era un hombre que le hablaba en francés. Camila le habló en inglés. Era Michel. Quería hablar con Sofía. Camila le dijo que Sofía no estaba. Michel dijo que volvería a llamar. Supe entonces que había vuelto.
Cuando llegó Sofía y le contamos el malentendido, nos reímos. Después ella me contó que Michel se había casado, que tenía dos hijos, que había ganado mucho dinero y la seguía llamando.
No le pregunté si tenía ganas de verlo. No me atreví.
Hace poco Sofía me contó que viajaría a Oslo a visitar a su hermana. Me alegré por ella. Le dije:
«No dejes de ir una semana a París, yo te invito». Se sorprendió, me lo agradeció. Con ilusión y miedo a la vez, me ocupé de conseguirle un hotel en París y hacer las reservas de aviones.
En vísperas de su partida, le dije: «Sería divertido que vieras a Michel». Me dijo: «Sí, me gustaría, pero tengo que ir a Ginebra porque está allá con su esposa y sus hijos». Le dije: «No te conviene, dile que vaya él a París, no te arriesgues conociendo a la esposa, eres la ex novia, te tratará mal, será más divertido que se vean solos en París». Ella me miró sorprendida, sonrió y dijo:
«Tienes razón». Le dije: «Claro, que le diga a su esposa que hay un congreso de dentistas en París».
Ella se rió y creo que me quiso un poco más.
Tantos años después de que Sofía lo dejara para estar conmigo, ahora estaba yo en el teléfono buscándole un hotel en París para que pudiera reunirse con él. Después de todo, me parecía un acto de justicia.
Avanzo lentamente, al timón de mi camioneta, por una avenida congestionada de Lima. Me detengo en un semáforo en rojo. Un vendedor ambulante me saluda con cariño, golpea el vidrio, me hace señas para que baje la ventana. Me resigno a ser amable.
—¿Qué te llevas, Jaimito? —me pregunta, mientras exhibe, colgados de una plaqueta de madera, los libros y discos que alguien ha copiado ilegalmente y él ofrece, sin aparente remordimiento, a la cuarta o quinta parte del precio que cuestan en los locales comerciales.
—Nada, gracias —le digo.
—Ya, pues, Jaimito, llévate algo, no seas así —insiste, con una sonrisa.
Luego me enseña una copia de mi última novela. Es una reproducción tan exacta y cuidadosa, que por un momento me hace dudar de que sea una versión pirata.
—¿Cuánto cuesta? —le pregunto.
—Quince soles —me dice, alcanzándome el libro: nada más tenerlo en mis manos y echarle una mirada, confirmo que se trata de una copia clandestina—. Pero a ti, por ser el escritor, te lo dejo en doce soles —añade, pícaro.
—Hombre, muchas gracias —le digo.
—¿Te lo llevas entonces? —se entusiasma.
Para su fortuna, el tráfico no se mueve, a pesar de que el semáforo está en verde, pues unos colectivos están detenidos, dejando o recogiendo pasajeros, y nadie consigue avanzar detrás de ellos (ni, supongo, dentro de ellos).
—No, gracias —le digo.
—Pero dicen que está chévere la novela —insiste el vendedor.
—Eso nunca se sabe, sobre eso hay opiniones divididas —me hago el humilde.
—Bueno, ya, te la dejo a diez soles —me pone en aprietos.
—No puedo, muchas gracias —me defiendo débilmente.
—¿Por qué no puedes, Jaimito? —se sorprende él, un hombre joven, moreno—. ¿Cómo no vas a poder, si eres billetón?
—Porque ese libro es pirata —me armo de valor—. Se supone que me estás robando. Si te lo compro, estaría siendo cómplice de un robo contra mí.
El tipo me mira extrañado, seguramente pensando que estoy loco o que he fumado alguna hierba, mueve la cabeza como quien se compadece de mí y dice, con aire melancólico:
—Ese Jaimito, el tío terrible. Te pasas, compadre. Lleva tu libro, pues, no te hagas el estrecho.
Ahora oigo los bocinazos de unos conductores comprensiblemente indignados, que se impacientan porque, de nuevo, el semáforo está en verde y esta vez soy yo quien, por negociar con un empresario callejero, está deteniendo el tráfico.
—Compra tu libro, pues, Jaimito —me ruega el vendedor.
—Pero yo soy el autor —le digo—. No lo necesito. Ya lo he leído.
—No importa —me dice—. Dale una repasadita, flaco. Regálaselo a alguien. O aunque sea hazlo para apoyar a la cultura.
Derrotado, le doy el billete de diez soles y me quedo con esa copia chapucera, mal encuadernada, en papel barato, algo borrosa la portada, de mi última novela. Acelero, pero sólo consigo avanzar unos metros, porque el tráfico es muy denso y el semáforo ha vuelto a rojo. El vendedor camina unos pasos y, sin perder el ánimo risueño, sigue a mi lado:
—Jaimito, todos acá en el semáforo somos tus hinchas —me dice, mientras otros vendedores ambulantes se acercan y me saludan y me hacen bromas—. Todos hemos hecho un billetito con tus libros. Acá mi compadre Wilberto le ha puesto el techo a su casa con lo que ha ganado con tus libros. ¡Saluda, pues, Wilberto, acá al joven Jaimito de la televisión!
Un hombre de edad incalculable, quizá de cuarenta o de sesenta años, de tez morena, ojos achinados, pelo canoso y ojeras prominentes, me mira con una gran sonrisa y me dice:
—Jaimito, gracias a ti saqué la calamina, te debo el techo de mi casa, compadre.
—Me alegro mucho, Wilberto —le digo.
Otro vendedor me muestra con orgullo la copia pirata de mi novela.
—Está vendiendo harto —me dice, como dándome una buena noticia, sin reparar en cuestiones tan abstractas como la propiedad intelectual o las regalías del autor—. Todavía tienes tu jale.
—Gracias, muchachos —les digo, conmovido por el desmesurado afecto con que aquellos peruanos encantadores me roban todos los días en ese semáforo tumultuoso de Lima, pero incapaz de verlos como ladrones, criminales o enemigos, pues sólo consigo ver en ellos a personas esforzadas, que luchan desesperadamente por sobrevivir, a unos promotores incomprendidos de la cultura, a mis lectores más agradecidos y fervorosos—. Gracias por ayudarme con la venta de los libros.
—¿Cuándo sale el próximo, Jaimito? —me pregunta el que me vendió mi libro pirata, que ejerce un liderazgo tácito sobre los demás.
—Todavía falta —le digo.
—¿Cómo cuánto falta? —insiste, para mi sorpresa.
—No sé, nunca se sabe bien —me hago el misterioso.
Pero calculo que saldrá en un año o dos, con suerte.
—¡Mucho tiempo, Jaimito! —se queja él, ofuscado.
—¡Tienes que sacarlo antes! —me exige otro pirata, envalentonado.
—Pero escribir una novela toma tiempo —me defiendo.
El semáforo está en verde. Conduzco lentamente, al ritmo agobiante de ese mar de autos más o menos estragados. Ellos, un puñado de bucaneros sin culpa, corren a mi lado y siguen hablándome a gritos, con una alegría al parecer indesmayable.
—¡No seas ocioso, Jaimito! —grita uno de mis amigos piratas—. ¡Publica rápido, no te demores tanto!
—¡Acá somos tus hinchas! —me anima otro—. ¡Necesitamos tu nuevo libro!
—¡La crisis está dura, hermano! —grita un tercero—. ¡Colabora con nosotros! ¡Saca tu libro rápido!
—Así será, muchachos —les prometo, abrumado, tratando de abrirme paso entre carros viejos y colectivos humosos que se hunden en huecos milenarios—. Voy a escribir rápido para sacar el libro cuanto antes.
Luego me alejo de ellos, pero alcanzo a oír la arenga de uno de esos piratas:
—¡Escribe, pues, Jaimito! ¡Mi señora está embarazada! ¡No seas vago, flaco!
Hacía años que no veía a mi padre. La última de nuestras peleas fue por un asunto menor, de dinero, pero probablemente se originó cuando besé a mi amigo Boris Izaguirre en la televisión española, lo que provocó considerable escándalo en Lima, donde él vivía, donde ha vivido toda su vida. Ahora pienso que esa pelea de dinero, ocurrida meses después del beso innombrable en cámara lenta, fue sólo una ramificación penosa de aquel bochorno abrumador que, una vez más, mi padre sintió al ver a su hijo mayor, y el que lleva su nombre, besándose con otro hombre en televisión, vergüenza que se tradujo en un escueto correo electrónico que me hizo llegar: «Dios perdona el pecado, pero no el escándalo», al cual respondí: «Sería más honesto que dijeras: Yo perdono el pecado, pero no el escándalo».
Es justo decir que, en los años en que dejamos de vernos, mi padre me escribió algunos correos electrónicos que no quise o no me atreví a responder, por ejemplo cuando me invitó a un viaje familiar a Paracas para celebrar sus setenta años, o cuando, con un curioso amor a la patria, me dijo «Feliz 28» el día de la independencia peruana.
Sabía, por Sofía, que se comunicaba regularmente con mi madre y algunos de mis hermanos, que mi padre estaba enfermo, con cáncer, y que la quimioterapia había minado considerablemente sus fuerzas. Pero no esperaba que, estando en Miami un día de feroz tormenta eléctrica que colapsó el servicio telefónico, me llegarían por internet cinco correos —de mi hermana y mis hermanos— informándome de que papá estaba muy grave y pidiéndome que tuviese el gesto de acercarme a la clínica antes de que fuese demasiado tarde. Les respondí diciéndoles que llegaría a Lima el sábado de madrugada y que esa misma tarde pasaría por la clínica a visitarlo. Pero, al escribir esas líneas, pensé que, fiel a una larga tradición personal, estaba prometiendo algo que, en mi fuero más íntimo, sabía que no iba a cumplir.
Las pocas personas a las que consulté sobre tan inquietante asunto me aconsejaron que hiciera acopio de coraje y cumpliese mi promesa, salvo mi amiga Ana, quien me dijo: «No lo hagas por compromiso. No vayas si no tenés ganas. No digas nada que no sentís de verdad».
El sábado, ya en Lima, un hecho azaroso favoreció mi ánimo compasivo y conciliador: tras un viaje previsiblemente horrendo, logré dormir como hacía tiempo no dormía. Al despertar, supe que iría a ver a mi padre. Si hubiera dormido mal, tal vez no hubiese tenido el valor de visitarlo.
La clínica Americana está a pocas cuadras de la casa de mis padres, en el barrio de Miraflores, y cerca de ella merodean compradores de ropa usada con quienes solía tener una intensa relación comercial en los años en que vivía intoxicado. Al pasar manejando lentamente, echo una mirada a esas caras inquietas que me conminan a detenerme, pero no reconozco a ninguno de los que, hace veinte años, me compraban pantalones, sacos, corbatas y zapatos (ropa que a veces no era mía, sino de mi padre), para luego, unas cuadras más allá, en la avenida La Mar, aprovisionarme de unas bolsitas que me hacían reír, o de otras que me endurecían y hacían hablar la noche entera.
La puerta de la habitación está cerrada y me da miedo golpearla. He hecho una promesa a mis hijas. No puedo defraudarlas.
Mi madre me abraza. Mi padre estira la mano para saludarme, pero prefiero darle un beso en la frente. Hacía muchos años que no lo besaba. Está delgado, envejecido, pero no tan malcomo imaginé. Se lo digo: «Estás fuerte. No pensé que estarías tan fuerte».
Luego hablamos de cualquier cosa que no sea dolorosa: de la fiesta sorpresa que le daremos a Camila esa noche, de las cosas que me quitaron en el control del aeropuerto en Miami, del hurón de Lola, que se suicidó, de las pequeñas novedades familiares.
En algún momento, mi madre dice: «Te felicito por tu programa, lo vemos siempre». Mi padre la corrige: «Yo no lo veo. Es muy tarde para mí. Me quedo dormido». Se hace un silencio. Mamá interviene: «Pero has visto algunos». Papá responde: «Bueno, sí, pero no me gustaron las preguntas que hizo, me parecieron fuera de lugar». Se hace otro silencio. Trato de no tomarme las cosas a pecho, como por desgracia me las tomé siempre, y digo: «Mejor que no veas el programa. Mucho mejor que duermas». Luego cambio de tema: lo que hago en televisión ha sido siempre una fuente inagotable de conflictos con mis padres, y no parece la ocasión propicia para reavivarlos.
Antes de irme, beso a mi padre en la frente y le digo: «Me voy mañana, pero cuando regrese a Lima vendré a visitarte». Papá me corrige: «No vengas a la clínica. El lunes regreso a la casa. Allí te esperamos». Le digo: «Me alegro de verte tan lúcido y tan fuerte». Pero no me atrevo a decirle lo que hubiera querido: «No debí dejar de verte tanto tiempo. No hay rencores. Cada uno hizo lo que pudo. Está todo bien».
Esa noche, tratando de conciliar el sueño, recuerdo el momento más feliz que viví con mi padre.
Yo tenía nueve o diez años. Papá me llevó de viaje en su auto nuevo, americano, solos los dos, un viaje de hombres. Yo contaba los kilómetros al pie de la carretera. Papá escuchaba rancheras. En algún momento, cantamos juntos una ranchera y él me miró, creo que con amor.
Son las cuatro de la mañana. El avión vuela en círculos. La gente a mi lado duerme o intenta dormir. El capitán anuncia con acento centroamericano que no podemos aterrizar en Buenos Aires porque una densa niebla se ha apoderado del aeropuerto de Ezeiza y por eso desviará el vuelo a Rosario, donde aterrizaremos en veinte minutos.
Algunos pasajeros protestan, piden que el capitán aterrice en Aeroparque, se quejan de que otras aerolíneas aterrizan con niebla en Ezeiza, exigen una explicación, pero es en vano, pues las dos señoritas centroamericanas contestan con su curioso acento que ellas no saben nada y que el capitán ya ha tomado una decisión y que es por el bien de todos.
El avión se detiene por fin en Rosario, abren la puerta, todos nos ponemos de pie, impacientes por salir, pero el capitán nos informa que debemos permanecer en el avión porque aún no hay escalera para bajar, no hay oficiales de migraciones que puedan recibirnos en tierra y no ha decidido cuánto tiempo nos quedaremos allí, pues cabe la posibilidad de que en una hora o poco más volvamos a Buenos Aires y aterricemos en Aeroparque.
Ciertos pasajeros se exasperan, protestan, maldicen a la línea centroamericana, exigen una explicación razonable o unas disculpas, pero las dos azafatas no parecen aptas para calmarlos o convencerlos de nada y por eso el capitán se ve forzado a salir de la cabina y enfrentar el creciente motín a bordo. Los argentinos son quienes vociferan con más firmeza. Le exigen al capitán que nos lleve a Aeroparque. El capitán responde con evasivas. Dice que quiere pero no puede porque no tiene permiso. Le preguntan quién debelarle el permiso. Responde que alguien en la base en San José, Costa Rica. Nadie parece creerle. Le preguntan por qué otras aerolíneas aterrizan con niebla en Ezeiza y esta aerolínea es incapaz de hacerlo. El capitán responde que carece de los equipos o los seguros o la instrucción o los permisos, no se entiende bien. Le dicen que la compañía debería informar a los pasajeros, antes de venderles los boletos, que tiene esas limitaciones técnicas, que no puede surcar la niebla, atravesarla. El capitán se pone nervioso, pide permiso y, apenas traen la escalera, abandona la nave, lo que no parece una buena señal.
Un rato más tarde, sube un tipo en saco y corbata y anuncia que nos quedaremos en Rosario cuatro o cinco horas hasta que la niebla se disipe en Buenos Aires. Los pasajeros, sobre todo los argentinos, protestan airadamente, pero el tipo, que parece entrenado para soportar estos trances amargos, permanece con gesto helado, inescrutable, y ofrece unos vales para tomar desayuno en el aeropuerto.
El tipo a mi lado, que es el más virulento en la protesta y que anuncia a gritos que nunca más subirá a un avión de esta aerolínea incompetente en casos de niebla, me dice que nos tendrán en Rosario hasta mediodía, que hace dos semanas le pasó lo mismo, que alquilará un auto y se irá manejando a Buenos Aires, lo que, calcula, no le tomará más de tres horas. Por un momento pienso decirle que quizá podemos ir juntos, pero lo veo tan crispado y sudoroso, tan enojado con esta curva inesperada del destino, que lo imagino hablando como un energúmeno las tres horas en la carretera, quejándose de algo o de alguien, y por eso me quedo callado y me limito a desearle buena suerte.
La señora o señorita de migraciones, que tiene el pelo pintado de rubio, me sella el pasaporte, bosteza largamente, me pregunta si es verdad que alguien quiere fusilarme en Perú, se ríe conmigo y me dice «bienvenido a Rosario».
Nunca había estado en Rosario. Un vuelo desviado o un capitán inepto o una emboscada del clima ha reparado ese error. No parece razonable quedarme esperando horas en el aeropuerto y desairar la invitación que, de madrugada, me ha tendido el azar, la de conocer esta ciudad de la que nada sé.
Son las cinco de la mañana cuando tiro el vale del desayuno a la basura, subo a un remise y le pido al conductor que me lleve a un hotel tranquilo, no necesariamente lujoso, pero tranquilo, en el centro de la ciudad. El chofer se llama Hugo. Como casi todos los choferes argentinos, es simpático y no parece a gusto cuando se instala un precario silencio.
Hugo toma una autopista, llama por el celular a alguien, le dice «Raúl, levantate ya, paso por vos en cinco», luego corta y me dice que, camino al hotel, si no me molesta, pasaremos por su casa a recoger a su hijo, que estudia en una universidad cerca del hotel al que me llevará, así Raúl se ahorra el viaje en colectivo y llega temprano, si no me molesta. Sorprendido, me resigno a decirle que no me molesta, lo que, por supuesto, es mentira. Hugo se detiene frente a una casa que puede ser su casa o puede no ser su casa y toca el timbre para que salga Raúl, que puede ser su hijo o puede no ser su hijo. El barrio es de casas modestas, pobremente iluminadas. Un perro ladra. Hugo baja del auto y grita «¡Raúl, apurate, nene!». Pienso que estoy en peligro, que debí quedarme en el aeropuerto, que una sucesión de eventos desafortunados me ha traído a este barrio inhóspito de Rosario y que ahora estoy a merced de Hugo y Raúl, que quizá me robarán o quizá no, sólo ellos saben.
Se enciende una luz dentro de la casa. Como no hay cortinas, puedo ver a un hombre joven, en calzoncillos, vistiéndose, buscando algo, poniéndose la camisa blanca, ajustándose el cinturón.
Decido no oponer ninguna resistencia y dejarlo todo en manos del destino. Si son gentes de mal vivir, supongo que me entenderé fácilmente con ellos. No creo que, cuando me reconozcan como uno de los suyos —sólo que de otra nacionalidad y con otro acento—, insistan en hacerme daño.
Pero Raúl sale de la casa, besa a su padre en la mejilla, se acomoda a mi lado en el asiento trasero y entonces me siento a salvo. Raúl es o parece un buen chico, mucho mejor que yo con seguridad.
Camino al centro, mientras ya amanece en Rosario, Hugo y Raúl me hablan de fútbol, que es de lo que siempre hablo con los taxistas argentinos, y me dicen que son de Central, que el Pato Abbondanzieri salió de Central, que el Chelito Delgado salió de Central, que los más grandes salen siempre de Central, que si me hago de Newell’s no me hablan más.
Bajo frente a un hotel antiguo, me registro a pesar de que no tengo reservas, me meto en la cama cuando ya es de día, pienso que a esa hora debería estar durmiendo en mi cama de Buenos Aires, pienso que no estaría mal perderme un día o dos en Rosario, pienso que nada en la vida tiene sentido salvo el azar. Curiosamente, siento que ha sido un accidente afortunado que el vuelo se desviase a Rosario. No estoy molesto, estoy agradecido, estoy inquieto, estoy excitado, tanto que no puedo dormir. Por eso bajo a tomar desayuno.
Estoy tomando un jugo de naranja y leyendo el diario cuando se acerca alguien cuyo rostro me resulta extrañamente familiar. Me saluda, me pregunta si lo recuerdo, no le digo que odio que me pregunten eso, le digo que, por favor, me ayude a recordarlo. Me dice que es Coqui, Coqui Lara, Jorge Lara, que estuvo conmigo el último año del colegio en Lima. Lo recuerdo enseguida, a pesar de que no nos hemos visto desde entonces. Nos damos un abrazo. Le digo que recuerdo lo bien que jugaba al fútbol, que nadie en toda la clase o la promoción jugaba mejor que él. Acepta el halago con naturalidad, se sienta, pide un café, me pregunta qué hago en Rosario, le digo que no sé qué hago en Rosario, le cuento el percance del avión que debió llevarme a Buenos Aires y me dejó en Rosario, me dice que nunca viaje en esa línea centroamericana, que es un desastre. Le pregunto qué hace él en Rosario. Me dice que sus padres son rosarinos, que vivieron un par de años en Lima a principios de los ochenta porque su padre era militar y fue en misión diplomática, pero luego volvieron y él ahora trabaja como gerente de ese hotel. Le digo que estoy alojado allí por pura casualidad, porque el taxista lo decidió por mí, y me dice que no hay mejor hotel en Rosario, que se ocupará de que me pasen a una suite y me atiendan como a un príncipe, pero le digo que no se moleste, que así está bien, que me da fiaca —uso esa palabra, fiaca— moverme de habitación.
Coqui Lara y yo hablamos de los compañeros del colegio, de los que murieron, de los que se fueron a países lejanos —que puede ser otra manera de morir—, de los que, a diferencia de nosotros, nunca consiguieron dejar las drogas, de los que triunfaron inesperadamente, del amigo que terminó siendo candidato a presidente. Luego, esto fue inevitable, hablamos de las elecciones peruanas, de la incertidumbre, de la desesperanza, del pesimismo, de esas cosas de las que siempre se termina hablando cuando se habla del Perú. Pero, sobre todo, hablamos de fútbol, de los partidos memorables que jugamos, de las grandes combinaciones que urdimos en la media cancha del colegio él, Ivo John Alzamendi y yo, de lo felices que fuimos en cada pichanguita de cada recreo de cada tarde en ese colegio religioso de Lima, donde Coqui, a pesar de ser argentino, o precisamente te por ser argentino, era el ídolo indiscutido, el mejor zurdo que había pisado nunca esas canchas de pasto y cemento, ante la mirada atónita o lujuriosa —sospecho que lujuriosa— de ciertos curas agustinos, que nos enseñaban cosas aburridas que bien pronto olvidamos. Pero el fútbol, la pasión por el fútbol, eso por suerte no lo olvidamos. Porque Coqui, antes de irse, que lo esperan en la gerencia, me dice:
—Mañana jugamos al fútbol con los amigos. ¿No te animás?
Duermo toda la tarde, salgo a caminar, me meto en un cine viejo, compro dos libros de Fontanarrosa, llamo a mis hijas, llamo a mi chico en Buenos Aires, contrato un remise para que me lleve al día siguiente hasta San Isidro. Esa noche sueño con fútbol, con los partidos del recreo, con los pases certeros, envenenados, insidiosos, que metía al corazón del área Coqui Lara, donde yo la esperaba para empujarla sin dificultad y salir corriendo a abrazarme con él y festejar un gol más de esos goles que eran mucho menos míos que suyos.
A la mañana siguiente, estimulado por tantas jugadas hermosas que me inventé en sueños, por todos esos goles sobrecogedores que no sé si metí en el colegio o soñé que metía, cancelo el viaje en remise a Buenos Aires, llamo a Coqui al celular, le confirmo que iré a la cancha, voy a una tienda deportiva, compro un pantalón corto, medias blancas y zapatillas y me visto para jugar fútbol después de años de rigurosa abstinencia, desde aquella tarde de sábado en Lima cuando jugué con mis hermanos y terminé muy lastimado, tanto que no pude caminar casi un mes. Entonces juré no jugar más, retirarme de las canchas, aceptar los años, la panza, la lentitud, la puntería extraviada, la respiración acezante, pero ahora el azar me emboscaba con una tentación —la de volver a jugar de memoria con Coqui, armar paredes con él y esperar sus pases de alquimista— a la que no podía resistirme.
No fue un gran partido, no fue siquiera un buen partido, fue mediocre a secas. Los doce hombres de corto y en zapatillas, divididos en dos equipos de seis, todos argentinos salvo yo —que, en cierto modo, siempre lo fui también, y ahora más—, éramos, sin excepción, cuarentones o poco menos, ventrudos o poco más, pesados, cautelosos, fatigados, machacados por la vida, no tan ganadores como soñamos ser, no tan ricos como hubiésemos querido, no tan musculosos, atléticos o rápidos como hace veinte años, cuando nos salían las jugadas que ahora, sistemáticamente, la torpeza, la propia torpeza, nos escamoteaba una y otra vez.
Yo no era el mejor de la cancha, porque el mejor era Coqui Lara, que, aunque estragado por los años y las decepciones y la buena vida, seguía haciendo maravillas con esa zurda sibilina, pero me consolaba darme cuenta de que tampoco era el peor, lo que, estando entre argentinos, que son naturalmente dotados para este juego, era ya un pequeño triunfo personal.
Todo discurría por ese cauce previsible de pereza, mediocridad y una cierta habilidad extraviada en las brumas del tiempo, hasta que, de pronto, como hace veinticinco años en el colegio de Lima, Coqui me buscó con la mirada bucanera, se encendió, me la puso seca, precisa, a la espera de la devolución inmediata, y la pared me salió justa, cargada de malicia y sorpresa, y él amagó entonces disparar, pero yo ya sabía que era un embuste, que me la tocaría de regreso, que esas dobles paredes nunca fallaban en el colegio y ahora tampoco podían fallar, y en efecto burló a los defensores con esa promesa incumplida de sacar el zapatazo, y me la dejó suave, mansa, cortita, como hacía sin mirarme en el colegio, y yo le metí un puntazo canallesco, vicioso, esquinado, y el arquero se quedó como una estatua y la vio entrar pasmado, y Coqui y yo nos confundimos en un abrazo eterno, y él me dijo como antes «sos Leopoldo Jacinto Luque, el rey de los puntazos», y yo le dije «sos el Beto Alonso, maestro, poeta de la zurda», y fue como estar de nuevo en el colegio, como ser fugazmente los dos amigos quinceañeros, como si aquel gol tardío, inesperado, nos hubiese redimido de todos los fracasos de nuestras vidas grises y cuarentonas y nos hubiese devuelto a la distraída felicidad de aquellos años perdidos.
Poco después, mientras seguía tratando de jugar como antes —sólo para comprobar que ya nada era igual, que ahora era lento, torpe, previsible y barrigón, y que los pases salían chuecos y los disparos, pusilánimes—, me pregunté si no sería una buena idea quedarme un tiempo en Rosario, encontrar una casa tranquila para escribir y jugar fútbol con Coqui y sus amigos todos los miércoles, a ver si volvía a salirme una doble pared preñada de gol como la que me hizo gritar esa tarde en Rosario con una euforia que pensé que ya no habitaba en mí.
Llegando a Buenos Aires, voy a cenar con Blanca al restaurante alemán de San Isidro. Esa tarde, agotado por el viaje, he dormido una siesta y soñado con ella. Aunque ha pasado bastante tiempo sin que me acueste con una mujer, o por eso mismo, soñé que Blanca y yo hacíamos el amor. En realidad, nunca he tenido esa clase de intimidad con ella y me resigno a pensar que nunca la tendré.
Blanca es una amiga espléndida, guapa, divertida. Estuvo casada con un hombre muy rico, del que se divorció (sin pedirle dinero, un detalle que la enaltece) porque se aburría con él. No tiene hijos, es rubia y delgada, de risa fácil, encantadora, y acaba de cumplir treinta años. Yo no sé le dio como noventa caramelos y no dijo una palabra. «Lo cagué», dice Nico.
Lo peor vino entonces. Antes de irse con los caramelos, Nico advirtió que su enemigo tenía puesta una remera que se le había perdido. «Era mi remera. Tamara me la robó y se la regaló», dice, derrotado. Le digo que podía ser una remera igual, que quizá era una desafortunada coincidencia.
«Imposible. Era mi remera. Nunca la voy a perdonar a Tamara», se enfurece.
Extrañamente, Nico está furioso con Tamara y dice que no la perdonará, pero, una vez por semana, la lleva a uno de esos hoteles de decoración rococó donde las parejas se aman furtivamente y, quizá para vengarse, quizá para humillarla, quizá porque todavía la ama, se entrega a unas sesiones de sexo con ella, en las que se entremezclan la rabia, el deseo, el despecho y lo que quedó del amor. Después se quedan en silencio y comen los caramelos de tres por diez centavos que le vendió el tipo del quiosco que llevaba su remera.
Unos días después, voy caminando por la calle y un hombre me saluda y me ofrece unas remeras que ha desplegado sobre una mesa, allí en la calle, en plena 25 de Mayo, a la salida de la farmacia.
«Las mejores son las Lacoste», me informa. Cuestan treinta pesos. «Son Lacoste truchas», me advierte, pero de la más alta calidad. Sin dudarlo, le compro cuatro remeras, dos azules, dos verdes, pensando en Martín, que por suerte me ha perdonado. El tipo me da la mano y me dice «siempre te veo en la tele», lo que a todas luces es mentira, una mentira amable. Llego al departamento y le digo a Martín que he comprado cuatro remeras muy lindas, Lacoste imitación, para que se las regale a su padre, sus dos hermanos y su cuñado, el jugador de rugby. Martín mira las remeras y me dice, indignado: «¿Sos boludo? ¿Vos pensás que le voy a regalar estas remeras pedorras a mi familia? ¿Vos pensás que somos inferiores a tu familia? ¿Vos le regalarías estas remeras truchas a tus hermanos?». Le pido disculpas, le digo que no tengo buen ojo para la ropa, nunca sé qué ropa comprar y siempre tiendo a comprar ropa barata, usada, con tara, fallada, de imitación o en liquidación.
Descorazonado, pensando que la ropa sólo trae problemas, voy a mi cuarto, me pongo una remera con el cocodrilo ilegítimo y me siento a escribir. Luego pienso que quizá un escritor no debería usar nunca prendas de vestir que cuesten más de lo que cuesta un libro suyo.
Aquella noche, la noche en que peleamos, Ana y yo fuimos a comer a un restaurante alemán en la esquina de Libertador y Alem, en San Isidro, y yo le conté los conflictos sentimentales que viví con Martín, y ella me escuchó en silencio, sin que me diese cuenta de que estaba aburriéndose, y luego me acompañó caminando a casa, me abrazó y se fue en taxi, y una hora después me envió un correo electrónico agradeciéndome por haberla invitado a cenar para aburrirla hablándole de Martín.
Herido en mi vanidad, y avergonzado de haber hablado tanto de un asunto que a ella, como debí suponer, poco o nada le interesaba, le respondí enseguida, pidiéndole disculpas y diciéndole que no se preocupase, porque no volvería a aburrirla más, dado que no volvería a verla más.
Dejamos de vernos largos meses, quizá un año. Ana siguió trabajando en la librería, viendo a sus amantes a escondidas, cuidando a su perra con más amor que el que reservaba para cualquiera de sus amantes y ocultando el tatuaje con mi nombre que se hizo en la espalda poco antes de que nos peleásemos. Luego volvimos a escribirnos. Nadie se disculpó ni aludió a aquella noche desafortunada. Ella, como siempre, me hablaba de los libros que le habían gustado, y yo me quejaba de algo o de alguien, lo de siempre.
Una noche de verano en Miami, Martín se sentó a la computadora de casa y leyó mis correos, que por descuido habían quedado abiertos, entre ellos los últimos que me había escrito Ana, en los que, al final, pese a todo, me decía «te amo». Martín se molestó. Me dijo que no entendía que ella me amase, y entendía menos que yo le respondiese diciéndole «te quiero» y prometiéndole que la vería cuando volviese a Buenos Aires. «No entiendo que quieras tanto a una persona que me odia», dijo. Le dije que Ana no lo odiaba, pero fue inútil, no logré convencerlo.
Ana y Martín siempre se llevaron mal. Cuando salíamos a comer los tres en Palermo, hacían un esfuerzo notorio para fingir que no estaban incómodos. Martín me decía luego que Ana estaba loca, obsesionada conmigo, que era capaz de matarme si yo dejaba de verla. Me pedía que tuviera cuidado, me decía que ella le hacía recordar al personaje de Kathy Bates en Misery. Ana me decía que Martín no me quería de verdad, que era un oportunista, que estaba conmigo sólo para sacarme dinero.
Desde entonces, empecé a ver a Ana a escondidas, mintiéndole a Martín, hasta la noche aquella del restaurante alemán, en que cometí el error de hablarle tanto de él.
Pero ahora habían pasado los meses y yo estaba de regreso en Buenos Aires, y Ana me había pedido que nos viésemos porque tenía algo importante que contarme, algo que prefería decirme en persona. Decidí no mentirle a Martín: le dije que me iba a tomar el té con Ana en una cafetería ceca de casa y que volvería en un par de horas.
Ana llegó tarde, corriendo, muy abrigada, con libros de regalo para mí, y me abrazó con fuerza, después de casi un año sin vernos, y pidió un té, una coca-cola y dos empanadas, y después de besarnos y decirnos esas cosas cursis que sólo deberían decirse, si acaso, al oído, le pedí que me contase aquello que no había querido decirme por correo electrónico.
«Estoy enamorada de una chica», me dijo.
La chica se llamaba Sol. Vivía en Belgrano, con sus padres. Era joven, muy linda. No se había acostado antes con una chica, era su primera vez. Se consideraba bisexual. Ya habían comprado los pasajes para irse a México, de vacaciones.
Luego hubo un silencio y Ana confesó: «Pero hay un problema. Me he enamorado de otra chica».
La otra chica se llamaba Paloma. Vivía sola, en San Telmo. Era muy linda, quizá más que Sol.
Se asumía como lesbiana. Había tenido otras novias. Fumaba marihuana.
Le pregunté si le gustaba más estar con Sol o con Paloma. «A Sol me encanta cuidarla, protegerla, es muy sensible. Paloma es más loca, más divertida», respondió.
Le aconsejé que, si no podía elegir a una, se quedase con las dos, sin que ninguna supiese de la otra. Me dijo que eso no era posible, porque estaba sufriendo mucho. Tenía que dejar de mentirles.
Tenía que elegir a una. No quería irse a México con Sol. Tampoco quería romperle el corazón cancelando el viaje. Quería seguir durmiendo con Paloma en San Telmo. Tampoco estaba dispuesta a dejar de acostarse con chicos. Y a Paloma le molestaba que Ana dijese que era bisexual: le pedía que se olvidase de los chicos y se quedase sólo con ella. «Tú sabes que eso no se puede», me dijo Ana.
Poco después sonó su celular. Era Sol, llorando, porque su padre acababa de morir de un infarto.
Ana se quedó muy seria. No lloró. Le dije que debía ir a verla enseguida. Me dijo que iría en un momento. Admiré su serenidad. Le dije que lo peor de una muerte así, tan repentina, debía de ser la tristeza o la culpa de no haber podido despedirse y decirle a esa persona ciertas cosas importantes.
«No creas», me corrigió. «Si no le has dicho esas cosas toda la vida, ¿por qué deberías decírselas sólo porque va a morirse?».
Luego me contó algo que le dijo su padre unos meses antes de morirse, hace años, cuando ella tenía apenas diecinueve. Su padre era matemático, profesor de la universidad, amante de los libros.
Ella le preguntó si Dios existía. «Creo que no, pero no estoy seguro», le dijo él. Ella le reprochó que no estuviese seguro. Su padre le dijo: «Nunca estés muy segura de nada. Duda siempre. No dejes de dudar».
Ana me abraza y se va a ver a Sol.
Julieta me escribe un correo electrónico. Dice que trabaja en una revista argentina. Me pide una entrevista. Dice que ha leído mis libros y que le gustan. Puede que esté mintiendo, pero es una mentira amable, de aquellas que se agradecen.
Le digo que sólo estaré en Buenos Aires un par de días más y le daré la entrevista con una sola condición: que no me haga fotos. En realidad, con dos condiciones: que venga hasta San Isidro, donde vivo.
Julieta acepta, no sin quejarse. Acordamos hacer la entrevista en el restaurante alemán al que voy a comer todos los días. Me pide que sea tarde, a las once de la noche. Llamo al restaurante y hago la reserva.
El día de la entrevista, Julieta me manda varios correos, contándome cosas de su vida. Vive sola.
Tiene treinta años. Odia a su padre. Fuma marihuana. Tiene novios y novias. Quiere ser escritora.
Pero todo le da pereza. Usa una palabra argentina: todo le da fiaca.
Le digo que me mande alguna foto para reconocerla cuando llegue al restaurante. Me manda dos fotos. Es muy linda. En una foto está echada en un sofá lleno de ropa desordenada, viendo la televisión, viéndome a mí en la televisión. En la otra foto está en una playa, con el pelo mojado, en traje de baño, el pecho descubierto, mirando hacia abajo, con aire triste. Tiene un cuerpo estupendo, y ella lo sabe.
A la noche, intrigado por sus fotos y la extraña crudeza de sus correos, camino al restaurante alemán. Por desgracia, está lleno. Es viernes, los viernes siempre está lleno. Me siento a la mesa que ocupo cada tarde a las tres y me traen lo de siempre, dos jugos de naranja recién exprimidos. He llevado un par de revistas, por si la chica se demora en llegar. San Isidro no le queda cerca: viene desde Palermo.
Suerte que llevé las revistas: Julieta no aparece y ya son las once y media. Pido una sopa de cebollas. Le aseguro a Silvia, la dueña, una alemana muy delgada, encantadora, infatigable, que mi amiga llegará pronto. Pero Julieta, que en realidad no es mi amiga, no llega, no todavía. Así que sigo leyendo las revistas y pido un lenguado con alcaparras.
Cuando veo que ya son las doce de la noche, comprendo que Julieta no llegará. No llevo celular.
Tengo la teoría (que no puedo probar) que los celulares me hacen daño, me dan dolor de cabeza, me quitan años de vida. Pero como se trata de una emergencia, le pido a Silvia su celular. Ella me lo presta encantada y me mira con cierta lástima. Llamo a Julieta. Escucho su voz en el contestador.
Tiene una voz triste, como sospechaba. Sólo repite su número y dice: «Ya sabés lo que tenés que hacer». Le digo: «No sé qué hacer, porque son las doce y no llegas. Por favor, escríbeme un mail para saber que estás bien. No quiero leer en el diario de mañana que te pasó algo malo».
Pago la cuenta, pido disculpas por haber ocupado a solas una mesa grande y regreso caminando a casa. Escucho los mensajes del contestador, leo mis correos electrónicos: no hay noticias de Julieta.
Vuelvo a llamarla. No contesta. No dejo mensaje.
A la mañana siguiente, leo Clarín y La Nación, pero, por suerte, no aparece, entre las desgracias del día (choques, secuestros, robos, violaciones), el nombre de Julieta. Es un alivio saber que no le ha pasado algo malo, aunque luego pienso que si le pasó algo malo, quizá los diarios ya habían cerrado y por eso no recogieron la noticia.
Esa tarde, antes de salir al aeropuerto, leo deprisa mis correos. Me ha escrito el dueño de un canal de televisión de Miami. Me ha escrito mi madre. Y me ha escrito Julieta. Aunque estoy tarde y el taxista me espera para llevarme a Ezeiza, leo los correos. Julieta me dice: «Te pido perdón. Soy una cobarde y una tarada. No pude ir. Me dio miedo. Estaba muy tensa. Me fumé un porro, me colgué, me fui al cine y me olvidé de vos. Supongo que no me escribirás más». Mi madre me dice:
«Tu papi está peor. Le han salido varios tumores más. Ya no podemos seguir con la quimioterapia. Rézale a la Virgen de Guadalupe». El dueño del canal me dice: «Te espero el martes en mi oficina para firmar el contrato».
Escribo rápidamente las respuestas. Le escribo al hombre de televisión: «Nos vemos el martes en Miami. Gracias por confiar en mí». Le escribo a mi madre: «Lo siento. No creo que la Virgen de Guadalupe pueda salvarle la vida». Le escriba Julieta: «Estás mal de la cabeza. Me gustas por eso. Tienes un cuerpo delicioso».
Salgo corriendo al aeropuerto. Hago las filas y trámites de rigor. En el salón de espera, tras pasar los controles, echo una mirada a mis correos. Julieta me dice: «¿Me estás amenazando, peruano del orto? ¿De qué Virgen me hablás, boludo?». Mi madre me dice: «Qué lindo mi Jaimín, gracias por invitarme a Miami, ¿dónde nos vemos el martes, en el aeropuerto? Mi amor, yo siempre voy a confiar en ti». El dueño del canal me dice: «No sabía que te gusto. No creo que pueda verte esta semana. Me voy a Cannes».
Lola cumple años y estoy en Lima para acompañarla.