Sofía y yo nos casamos hace años en Washington, D. C. ante las cortes de esa ciudad, en una ceremonia que fue presidida por un juez de origen dominicano, cuyo dominio del inglés era aún peor que el mío. Al finalizar el casamiento, el juez, de nombre Diosdado, me tomó del brazo, me guio a un rincón y susurró en mi oído:
—Amigo Baylys, no quiero molestarlo, pero es mi deber comunicarle matemáticamente, con el más absoluto respeto por su ser, que la tradición en estas cortes es que el novio proporcione una propina al juez que ha oficiado el casorio respectivo.
No me sorprendió que usara ese adverbio, «matemáticamente», porque en mis muchas visitas a Santo Domingo, donde presenté un programa de televisión por varios años, había advertido que era de uso corriente que ciertas personas locuaces, por ejemplo el chofer que me recogía del aeropuerto o la maquilladora que empolvaba mi rostro antes de las grabaciones, dijeran:
—Matemáticamente, hoy va a llover.
O, en tono más sombrío:
—Esta isla, matemáticamente, se va p’al carajo. O, con natural alegría caribeña:
—Esta noche me emborracho matemáticamente.
Lo que me sorprendió fue que Diosdado pidiera una propina, pues había pagado todos los costos de la boda y nadie me había advertido de que debía recompensar adicionalmente a ese funcionario de baja estatura, cabello negro rizado y labios voluptuosos de cantante de merengue.
—No se preocupe, señoría —le dije—. Con mucho gusto le daré su propina.
—Gracias, amigo —dijo él, inflando el pecho, empinándose en sus zapatos de taco, halagado de que lo llamase señoría—. En nuestra isla bendita a usted lo queremos mucho por su don de gentes, su don de escritor, su don de humanista y su don de…
Luego se quedó callado, sin saber cómo completar la untuosa frase en que se había metido.
—… de sonreír dondequiera que se halle —lo socorrí, y él repitió, aliviado:
—Dondequiera que se halle.
—¿Cuánto le debo, señoría? —pregunté, sin más rodeos.
El juez carraspeó un poco, desvió la mirada y dijo:
—Doscientos dólares, si tiene a bien.
No pude disimular mi sorpresa y, a modo de tibia protesta, pregunté:
—¿Tanto? ¿Doscientos dólares?
Bajando la voz, tomándome del brazo con autoridad, Diosdado dijo:
—Es lo que se acostumbra, matemáticamente. Pero la propina no es mandatoria por ley.
—¿O sea que puedo darle lo que me parezca? —pregunté.
—Lo que sea su cristiana voluntad —respondió él.
Esquivando las miradas inquisidoras de Sofía y su madre, que no entendían por qué me había retirado a una esquina á conspirar en voz baja con ese juez improbable, saqué la billetera, eché una mirada y comprobé que no me alcanzaba el dinero.
—Señoría, me va a disculpar, pero no llevo doscientos dólares conmigo —dije, abochornado.
—No se preocupe —dijo él, en tono paternal—. Pero déjeme decirle que su reloj es muy bonito.
Sorprendido por su codicia, y firme en mi propósito de no darle el reloj que me había regalado mi difunto abuelo, dije:
—Le prometo que mañana mismo le dejo una propina generosa.
Al oír la palabra «generosa», sus ojillos relampaguearon como fuegos artificiales.
—Aquí lo espero, amigo Baylys —dijo, estrechándome la mano—. Confío en usted, porque es un hombre de bien, un hombre hecho y derecho, un hombre moral y un hombre…
Luego se quedó callado, sin saber cómo redondear el excesivo halago.
—… un hombre casado —dije.
—Un hombre casado —repitió él, riéndose.
Por supuesto, al día siguiente olvidé dejarle la propina: Sofía y yo partimos de luna de miel a París, invitados por mis suegros, que a punto estuvieron de separarse, pues él insistió en mandarnos en ejecutiva y ella, menos dadivosa, en económica.
Un mes después, al regreso de nuestra luna de miel, escuché en casa tres mensajes telefónicos del juez. El primero decía, en tono afectuoso: «Ilustre amigo y colega, acá lo espero con los brazos abiertos para platicar sobre nuestros asuntitos pendientes». El segundo, algo más emotivo, decía:
«Amigo Baylys, le ruego encarecidamente que no se olvide de mis viáticos, mucho se lo voy a agradecer en mi nombre y en el de mi madrecita, que se halla delicada de salud en Puerto Plata y necesita el dinero para su tratamiento médico». El tercero no ocultaba ya una cierta aspereza:
«Oiga, señor, yo creía que era usted un hombre de palabra, pero parece que me equivoqué, qué decepción, qué tristeza, qué contrariedad y qué…». Luego se quedaba en silencio y se oía el pito del contestador.
Sofía y yo nos reímos escuchando esos mensajes y decidimos que Diosdado no merecía una propina. Por suerte, no volvió a llamar a casa y tampoco nos encontramos con él en los años que vivimos en esa ciudad.
Unos años más tarde, ya viviendo en Miami, estaba presentando un programa de televisión y abrí el teléfono para que el público pudiese hacer algunas preguntas. Fue entonces cuando irrumpió en el estudio una voz familiar:
—Mire, señor Jaime Baylys, yo tengo algo muy importante que decirle a usted, con el más absoluto respeto por su ser.
—Dígame, por favor —dije.
—Usted me debe doscientos dólares, caballero —dijo el hombre, con una indignación que cualquier oído atento podía percibir.
Sonreí, pensando que era una broma, y pregunté:
—¿En serio le debo plata?
—Matemáticamente, señor. Doscientos dólares.
Apenas dijo «matemáticamente», caí en cuenta de que era él, Diosdado, y mi rostro se desfiguró en una mueca tensa y alcancé a decir:
—Caramba, cuánto lo siento, mil disculpas.
—¡No lo sienta, señor! —se exasperó él—. ¡Págueme, no lo sienta! ¡Yo fui el juez que lo casó y usted nunca me pagó! ¡Me debe el casorio, señor! ¡Y eso es una burla, una falta de respeto, una canallada y una…!
Luego se sumió en uno de sus acostumbrados silencios y yo completé su protesta:
—… una barbaridad.
—¡Una barbaridad, sí, señor! —gritó él.
—Pues mire, querido amigo Diosdado —dije, y creo que lo sorprendí al pronunciar su nombre en televisión—. Debe usted saber que yo le envié el pago desde Lima, pero al parecer nunca llegó a sus manos, ya sabe usted lo terriblemente malo que es el correo en nuestros países.
—Caótico, caótico —dijo el juez, más calmado.
—Pero le prometo que mañana mismo le enviaré nuevamente el cheque y me pondré al día con usted.
—Muchas gracias, señor Baylys —dijo él—. Estaré esperando su encomienda.
Al día siguiente fui al correo y despaché el cheque con una novela mía de regalo. Semanas después Diosdado me mandó la novela de regreso con una nota que decía: «Amigo: matemáticamente, no leo obras de lujuria, concupiscencia, morbosidad y… etcétera».
Vuelvo a Georgetown después de años. Es agosto y un calor agradable entibia estas calles tantas veces caminadas. Aquí viví tres años, cuando llegué escapando de un huracán y me metí en otra tormenta aún peor. Aquí, en la calle 35, a pocas cuadras de la universidad de los jesuitas, donde estudiaba Sofía, la mujer a la que vine siguiendo, escribí mis primeras novelas. Aquí me enteré, un día de nieve, de que Seix Barral se arriesgaría a publicar mi primer libro. Aquí me casé con Sofía, lleno de dudas pero también de amor. Aquí, en el hospital de la universidad, un día de agosto, nació Camila, mi hija mayor, que pronto aprendió a maravillarse con las ardillas que saltaban por las ramas del árbol añoso que tantos inviernos había resistido frente al departamento del segundo piso en la esquina de la 35 y la N.
Vuelvo a la 35, esa calle sosegada, con una peluquería a la antigua y un cafetín de coreanos que todavía están en pie y atienden con una paciencia desusada en estos tiempos de tanta prisa y tanto vértigo, y miro el edificio donde vivimos, las ventanas del segundo piso por las que dejaba escapar la imaginación, la loca de la casa, la desquiciada que me llevaba tercamente de regreso a Lima, a las historias turbulentas que había vivido, y me lleno de recuerdos, de buenos recuerdos, y me invade una nostalgia tonta, abrumadora, y me pregunto quién vivirá allí ahora, quién dormirá en la habitación donde nos dijimos tantas promesas de amor, quién se sentará a mirar por la ventana que era mía y me llenaba de paz mientras porfiaba por escribir. Debí quedarme acá, pienso. Debí comprar este departamento. Debimos quedarnos en este barrio tranquilo, lejos del caos. Pero ya es tarde. Ya la vida se organizó en otra parte, precisamente allá, en la ciudad gris de la que siempre quise huir y a la que, irónicamente, ahora vuelvo todos los meses, siguiendo a las mujeres de mi vida.
Toco el timbre temerariamente, sin saber quién vive allá arriba, en ese territorio donde tal vez aprendí a ser padre y escritor, donde sentí que enloquecía escribiendo una novela mientras mi hija sonreía desde su cochecito. Una voz amable contesta. Me pregunta quién soy, qué deseo. Le digo, disculpándome, que soy escritor, que estoy de paso, que viví en ese departamento unos años, que allí escribí algunos libros, y que, perdone el atrevimiento, me gustaría subir un momento a echar una mirada. Ella se queda en silencio. «Un momento», dice. Luego se asoma a la ventana y me mira. Es una mujer joven. Me observa con desconfianza. Intento sonreírle. Luego se retira y habla por el intercomunicador. «Mejor espéreme abajo», dice.
Ahora la mujer me da la mano en la puerta del edificio, todavía con cierta reticencia, y me dice que se llama Thilippa. «Nunca oí ese nombre», le digo. «Sí, es un nombre raro», dice, con acento británico. Luego me hace algunas preguntas y le cuento cosas de mí y me parece que ya no desconfía tanto, que tal vez me cree. Thilippa me mira con cierta lástima y me dice que podemos subir, pero sólo un momento, porque estaba por salir a la universidad. En la escalera, me dice que viene de Londres, que lleva un par de años viviendo en este departamento, que ahora enseña en Georgetown. Le pregunto quién vivía aquí antes de que ella llegase. «No sé», me dice. «Creo que dos chicas de Berkeley. Pero no las conocí».
«Pasa», me dice Thilippa. Es rubia, guapa, de ojos claros, no muy alta, y se mantiene lejos de mí, como si todavía me tuviese un poco de miedo. Todo está más decorado, aunque no sé si mejor decorado, que cuando yo vivía allí. Donde estaba el sofá cama, hay un sillón blanco, de cuero.
Donde apilaba mis libros al lado de la chimenea, hay un televisor. Donde me sentaba a escribir frente a la ventana, Thilippa ha puesto una mesa redonda con cuatro sillas. Siento que esos muebles no pertenecen allí, que todo debería seguir como antes. Le pregunto si usa la chimenea y me dice que no, que es muy complicado. Le cuento que una vez la encendimos y llenamos de humo el departamento y vinieron los bomberos y medio edificio salió corriendo a la calle, pensando que se quemaba todo. Se ríe y me parece que recién entonces comprende que no soy un ladrón, sólo un tonto atrapado por su pasado.
Cuando veo la cama y recuerdo las batallas de amor, buenas y de las otras, que libré entre esas paredes, me emociono. «Aquí viví una historia de amor», le digo. Ella me mira en silencio, como si estuviera arrepentida de haber dejado entrar a este tipo que no comprende que ya no vive acá, que no vivirá nunca más acá. «Aquí fui padre por primera vez», le digo, sin importarme que me vea así, emocionado. De pronto ella pasa suavemente su mano por mi espalda y dice:
—Qué curioso, estoy embarazada.
La felicito y le pregunto si el padre del bebé vive allí, con ella, y me dice que sí, que se conocieron en Londres, pero él es norteamericano, de Virginia, y que ella vino a vivir acá con él, y que en seis meses, en pleno invierno, serán padres por primera vez. Le cuento que mi hija nació en el hospital de la universidad y ella me dice que allí también nacerá su bebé. «Todo va a estar bien», le digo, y de pronto veo en ella los nervios y la ilusión que veía en los ojos de la mujer que, con un coraje admirable, me hizo padre a pesar de todo.
Thilippa y yo bajamos la escalera y nos despedimos en la puerta del edificio. La abrazo y se deja abrazar y le deseo suerte. Luego le doy una tarjeta con mi correo electrónico y le digo:
—Si alguna vez quieres vender el departamento, escríbeme, por favor.
Pero sé que ya es tarde y que no me escribirá. Me quedo de pie, mirando un momento el edificio.
Desde la ventana, ella me hace adiós, como me hacía adiós la mujer que entonces amaba cuando salía a caminar. Me voy caminando sin rumbo, buscando las sombras. Pero ahora sé que, por mucho que me pierda, siempre volveré al lugar donde me esperan ellas, las mujeres de mi vida.
A las once de la mañana, Ritva me espera en su casa de la calle 32 y la R, en Georgetown, no muy lejos de la universidad. Apenas he leído el aviso en el periódico, la he llamado y me ha dicho que está dispuesta a alquilarme la casa por un mes. Camino lentamente desde el hotel, el rostro cubierto por un protector de sol, pues el verano todavía no cede y se ensaña con mi nariz, y, al llegar, confirmo que la casa es antigua, de dos pisos, estilo inglés, y que esa calle, la 32, parece tranquila y conveniente. Una placa de bronce me advierte que tenga cuidado con los gatos. La noche anterior, en el programa de Leno, un comediante gordo dijo que si un hombre vive solo y con gatos, tiene que ser gay o un villano. Me hizo reír. Toco el timbre. Una mujer mayor, tal vez en sus setentas, canosa y algo encorvada, abre la puerta. Lleva una escoba en la mano y parece agitada. Nos saludamos. Paso. Le digo Rita pero ella me corrige y pone empeño en aclararme que no se llama Rita sino Ritva. Habla un inglés con acento, es amable aunque no demasiado y tiene un fuerte aliento a alcohol. Mientras me enseña la casa con una parsimonia excesiva, noto que todo huele a alcohol y que hay botellas de licor por todas partes, muy a la mano, lo que sin duda explica la aspereza de su aliento. También hay muchos libros en la sala, el escritorio y arriba, en los dos cuartos. Mucho licor y muchos libros, un buen lugar para pasar un mes escribiendo, pienso, y procuro mantenerme a razonable distancia de Ritva y su olor espeso, avinagrado. Después de recorrer la casa y el pequeño jardín de invierno, le pregunto por los gatos que anuncia en la puerta de su casa. «Tenía dos, pero se murieron», dice, no sé si con tristeza o con alivio. Probablemente de alguna afección hepática, pienso, y le digo cuánto lo siento. A pesar de que la casa es realmente antigua, o precisamente por eso, le digo que quiero alquilarla y nos ponemos de acuerdo en los asuntos del dinero. Al día siguiente, le entrego un cheque, me da las llaves y se marcha a California, a pasar unos meses con su hija, que es cineasta o quiere ser cineasta. Esa tarde traigo mis maletas y me instalo en la casa. Abro la nevera y descubro maravillado que sólo hay botellas de champagne, nada de frutas o jugos o helados, sólo champagne. No abro las botellas, no todavía. Paso horas curioseando en la biblioteca. La mayor parte de los libros están escritos en inglés, pero hay otros, no pocos, que me resultan incomprensibles, pues están escritos en una lengua extraña para mí. Me recuerda a la sensación de perplejidad que me asaltó cuando tuve en mis manos la traducción de una novela mía al mandarín, impresa en Hong Kong: como no había una foto del autor, no tenía cómo saber si esa novela la había escrito yo o, casi mejor, un opiómano afiebrado. Me pregunto dónde habrá nacido Ritva, de dónde habrá venido. Puede que sea danesa o noruega, porque tiene muchos libros de autores escandinavos. Arriba, en uno de los baños, intento leer las inscripciones en un frasco de jabón líquido y lo único que consigo entender es que parece haber sido fabricado en Helsinki. En las dos habitaciones tiene más libros y entre ellos encuentro dos de Vargas Llosa y uno de García Márquez, todos en inglés. Me echo en la cama. El colchón se hunde y suena clamorosamente y me hace reír. Nunca me había echado en una cama tan ruidosa. No es incómoda, pero chilla como un animal herido. Al lado de la cama, en un lugar visible, hay un bate de béisbol.
Me imagino a Ritva alcoholizada, en camisón, persiguiendo intrusos o más probablemente fantasmas con ese bate de béisbol y me río pensando que esta es la casa perfecta para encerrarme a escribir un mes. Sólo necesito saber qué días debo sacar la basura y qué se supone que debo hacer con la correspondencia que llegue a nombre de Ritva y si puedo retirar los vestidos que ella ha dejado en el ropero para colgar allí mi ropa. Por eso llamo a Ritva a California una noche. Como el teléfono de la casa es muy viejo y apesta a décadas de conversaciones alcohólicas, me he visto obligado a comprar uno nuevo. Ritva me dice amablemente que debo sacar la basura todos los días, que puedo tirar el correo que llegue a su nombre y que haga lo que quiera con sus vestidos, porque ya no los usa. «Si quieres, úsalos o que los usen tus amigas», me dice, y se ríe y tose. Al parecer está borracha y no extraña esta casa decrépita y encantadora. «Necesito saber de dónde eres, Ritva», le digo. «He estado atando cabos y no sé si eres danesa o finlandesa o noruega», digo. Ella se ríe, tal vez halagada por mi curiosidad, y me dice que es finlandesa, pero no de Helsinki sino de Lohja, un pueblo al sur, y que vino a este país cuando era joven y se quedó. Le digo que lo único que sé de Finlandia es que toman mucho alcohol y se suicidan más que en otros lugares. «Bueno, yo no soy suicida», dice, y se ríe. Luego me pregunta si ya abrí el champagne de la heladera y le digo que no, que todavía no. «No sé qué esperas», me anima. «Si realmente eres un escritor, no sé qué esperas».
Le digo que la llamaré cualquier otra noche y nos despedimos. Pongo un disco de Mozart, abro el champagne y me paseo por la casa con el bate de béisbol. A la mañana siguiente, suena el teléfono.
Una mujer me dice que es la hija de Ritva y que su madre ha muerto. «Pero no se preocupe, puede seguir en la casa, la vamos a enterrar acá en California», añade. Ahora Ritva está muerta y yo estoy echado en su cama sin saber qué hacer. Quizá suba a un avión y vaya a su funeral. Quizá me tome el champagne de la heladera en su honor.
No puedo estar con un hombre que me hace el amor con medias y no se cambia de calzoncillos todos los días, piensa Martín. Todavía lo amo, pero no puedo seguir con él, se dice a sí mismo.
Somos demasiado distintos, concluye.
Cuando Martín me conoció y nos enamoramos, me cambiaba de calzoncillos todos los días y, aunque ya dormía con medias, siempre me las quitaba para hacer el amor con él. Pero con los años, sin explicación alguna, tal vez porque me acostumbré a la idea de que no sería el hombre de éxito que había soñado en mi juventud, fui descuidando mis hábitos de higiene y un frío perpetuo que sólo yo sentía y que los demás encontraban cómico, absurdo, imaginario, fue apoderándose de todo mi cuerpo, pero en particular de mis pies, que siempre estaban helados.
Ahora uso los mismos calzoncillos dos días seguidos, soy capaz de usar los mismos pantalones y las mismas camisetas viejas y ahuecadas una semana entera, nunca cambio mis sábanas, no me baño todos los días y, como siempre tengo frío, especialmente de noche, en que me despierto temblando y con pesadillas que luego apunto en un cuaderno, uso tres pares de medias y tres y hasta cuatro camisetas que me dan un aire falso de gordura.
Martín todavía me quiere, pero le parece repugnante que use tantas camisetas viejas, que me ponga cuatro pares de medias olorosas que nunca me preocupo en lavar, que no me moleste ponerme dos días seguidos los calzoncillos viejos de hace años y que, en general, sea tan sucio y friolento. Quizá en otro tiempo se hubiera reído de esas extravagancias, pero ahora ya perdió la paciencia y simplemente las encuentra vulgares, insoportables.
Pero lo que más le molesta no es que no me bañe todos los días o no me cambie de calzoncillos o use la misma ropa vieja que ya usaba cuando nos conocimos. Lo que verdaderamente le irrita es que yo escupa en cualquier lugar de la casa, en la alfombra o en una pared o sobre unos periódicos viejos, y que a veces, por ninguna razón, sólo por travesura o por pereza de caminar al baño, me ponga a orinar en las macetas donde crecen las plantas que él cuida con tanto esmero.
Si hubiera sabido que era tan cochino, no me hubiese enamorado de él, piensa Martín. Pero cuando lo conocí no era tan sucio. Era normal. Era limpio. No escupía todo el día ni andaba meando en las macetas.
—No te reconozco —me dice—. No sé cómo te has vuelto tan sucio.
—No exageres, Martincito —le digo, y sigo leyendo, sin hacerle mucho caso.
Eso lo irrita todavía más, que no me doy cuenta de mi propia decadencia, de mi creciente abandono higiénico, corporal. Martín piensa que mis hábitos son una señal de que me he vuelto un hombre cínico, derrotado, sin ambiciones, resignado a una suerte mediocre. Piensa que no puede ser feliz con un hombre así. Tengo que dejarlo, se recuerda. No merezco esto.
Martín se jacta de ser riguroso en su aseo personal, en su vestimenta, en su apariencia. Se baña todas las mañanas, usa ropa nueva, impecable, de moda, le fascinan los perfumes y las cremas, jamás se pondría los mismos calzoncillos dos días seguidos y odia, simplemente odia, dormir con medias, hacer el amor con medias, ponerse tantas medias como yo.
Martín me ha pedido que me quite las medias cuando hacemos el amor, pero yo me niego, alegando que si quedo descalzo se me congelan los pies y me resfrío y soy incapaz de pasarla bien en ese momento de intimidad, y él siente que ya no disfruta del sexo conmigo porque la sola imagen de ese hombre con medias, con tantas medias, con tantas medias que no se ha cambiado en tantos días, simplemente le da asco, le repugna.
Ahora las cosas han empeorado, si cabe, porque he sido invitado a dar unos cursos en la universidad de Georgetown, y por eso me he mudado a Washington por un mes, y he alquilado una casa vieja que me parece encantadora y que Martín encuentra horrenda, inhabitable. Martín tiene asco de meterse en la ducha, de sentarse en el inodoro, de entrar a la casa y sentir esos olores rancios, añejos, nauseabundos. No se cansa de decirme que, si lo conociera, si lo quisiera un poco, jamás hubiese alquilado esa casa que se cae a pedazos y apesta. «¿Cómo se te ocurre que yo puedo pasar un mes en esta pocilga, Jaime? ¿Cómo podés ser tan cochino, cómo podés no darte cuenta de que esta casa es un asco?». «Cálmate, Martincito», le digo. «No es para tanto. Mañana te compro unas sábanas bonitas y un piso de plástico para la ducha y unos cobertores de papel para el inodoro, así no tocas la tapa».
A la noche duermo, ronco, sudo, batallo contra el frío que sólo yo siento, y despierto temblando y con pesadillas, y me pongo un par de medias más, aunque ya me ajustan tanto que me lastiman los dedos. Martín no puede dormir y se pregunta si todavía ama a ese hombre que ahora le da asco y que lo ha llevado a esa casa que ahora odia con toda su alma. No puedo vivir con un hombre que está todo el día escupiendo y que me hace el amor con medias (cuando me lo hace, porque ya ni siquiera tiene fuerzas para eso), piensa Martín. No merezco esto. Sólo quiero estar con un hombre que se cambie de calzoncillos todos los días y me haga el amor sin medias.
Llego a Lima extenuado y corro a ver a mis hijas. Apenas entro en la casa, encuentro a dos conejos en el jardín, uno montándose sobre el otro y agitándose frenéticamente. Tras abrazar a mis hijas y darles sus regalos, les digo:
—Los conejos están tirando en el jardín. Prepárense, porque la casa se va a llenar de conejitos.
—No van a tener crías —me dice Lola, que ama a sus conejos mucho más que a cualquier criatura humana y casi tanto como a sus gatos.
—No estés tan segura —le digo.
—Es imposible, papi —me dice Camila, con una seguridad que me desconcierta—. Los dos son machos. Me río y digo: —¿Estás bromeando?
—No —dice Camila, riéndose conmigo—. Te juro. Los dos conejos son machos.
—¿Y tiran igual? —pregunto, asombrado.
—Todo el día —dice Lola—. Todo el día el blanquito se sube encima del marroncito.
Nos reímos los tres.
—Nuestros conejos son gays, papi —me dice Camila—. Son machos y están enamorados.
—No son gays —discrepa Lola—. Se montan porque no hay una coneja hembra. No les queda otra. Pobrecitos.
—¿Tú crees? —le pregunto.
—Estoy segura —dice ella—. Si traemos una coneja hembra, te apuesto que dejan de ser gays.
—Puede ser —dice Camila—. Pero no estés tan segura. De repente ya se acostumbraron y les gustó.
—O de repente son gays de nacimiento —digo.
—No digas tonterías, papi —dice Lola—. No son gays. Son mis conejos y yo los conozco. Te apuesto que si viene una coneja, los dos van a estar todo el día subiéndose encima de ella.
—Bueno, traigamos una coneja —digo.
—¡Ya! —dice Lola.
—¿No importa que nos llenemos de conejitos? —pregunto.
—¡No importa! —dice Camila.
Sin perder tiempo, llamamos a la veterinaria, que vacuna mensualmente a los conejos, los gatos y los perros de la casa y los lava con champú y acondicionador y les seca el pelo con secadora, con lo cual están más limpios y sanos que yo, y le pedimos que nos traiga una coneja dispuesta a aparearse con nuestros conejos. La veterinaria acepta encantada y promete traernos enseguida a la coneja. Cuando le pregunto por el precio, me pide ochenta dólares. (Todas las empleadas de la casa odian a la veterinaria porque dicen que es una «carera» y porque en un solo día de vacunación y champú cobra lo que ellas ganan en medio mes. «No es justo, joven. Esa fresca segurito que les inyecta agua oxigenada a los conejos y dice que son inyecciones para la varicela y la artritis. ¿Dónde se ha visto un conejo con varicela, joven?»). Le digo que es mucho dinero, que me haga una rebaja, que con esa plata, en lugar de comprar una coneja, contrato una conejita de Playboy. No se ríe y me dice muy seria que, tratándose de mí, me la deja en sesenta dólares. Acepto de mala gana.
Todo sea por las niñas y por despejar las dudas sobre la sexualidad de los conejos.
No tarda mucho en llegar la veterinaria con una coneja blanca, que las niñas abrazan con entusiasmo y cubren con frazadas. Mientras la conejita corre por la casa sin saber que ha sido comprada para ser parte de un trío amoroso, le pago a la veterinaria y ella me pide permiso para vacunar a los conejos.
—¿Cuándo los vacunaste por última vez? —le pregunto, desconfiado, porque sé que me quiere esquilmar.
—Hace como dos semanas —me dice, frunciendo el ceño.
—¿Tanto hay que vacunarlos? —digo—. Porque yo no me vacuno hace años. No sabía que los conejos se vacunan cada dos semanas.
—Es por sus hijas, joven —dice ella, una mujer obesa, de brazos rollizos, que de un golpe me dejaría fuera de combate—. No quiero que les dé el ácaro.
—¿Qué es el ácaro? —pregunto.
—Una enfermedad que les da a los conejos si no se vacunan y que se contagia rapidito a los niños —dice ella, rascándose un brazo adiposo mientras yo pienso: Coño, ¡el ácaro!
Luego añade con voz sombría:
—Si sus niñas se contagian del ácaro, pueden quedar ciegas.
No le creo nada, pero, por las dudas, le digo:
—Bueno, ya, vacúnalos.
La veterinaria sale al jardín y, con la ayuda de mis hijas, pincha a los pobres conejos, mientras Aydeé, Rocío y Gisela, las chicas amorosas que cuidan a mis hijas, me dicen en la cocina, espiando con rencor a esa intrusa provista de medicamentos dudosos:
—Es una carera, joven. Es mentira eso del ácaro. No les pone nada. En la inyección hay agua con azúcar nomás. Es mentira todo.
—No sé —digo, resignado—. De repente los conejos tienen ácaro y están ciegos y por eso andan tirando todo el día, porque no se dan cuenta de que son machos los dos.
Las chicas se ríen. Salgo al jardín, pago a la veterinaria y me despido de ella. Apenas se va, mis hijas sacan a la coneja, la dejan en el jardín y volvemos a la casa. Detrás de la ventana, nos sentamos a ver si los conejos machos se interesan sexualmente en su nueva compañera.
—Ahorita se la montan —digo.
Los dos conejos se acercan a la hembra y la olisquean con curiosidad.
—Pobrecitos —dice Lola—. ¿Y qué pasa si los dos se enamoran de ella?
—Los conejos no se enamoran —digo—. Se aparean, se montan, tiran, pero no se enamoran.
—¡Sí se enamoran! —me corrige ella.
—Como tú digas, amor —le digo.
Para nuestra sorpresa, los dos conejos machos se aburren de olfatear a la visitante y se retiran juntos. Poco después, el blanco se monta sobre el marroncito y se abandona a unos espasmos, convulsiones o leves estremecimientos se diría que placenteros a juzgar por su rostro, mientras el otro, sereno, estoico, no parece gozar con las acometidas de su brioso compañero pero, en honor a la verdad, tampoco parece sufrirlas: es lo que hay y habrá que esperar tranquilo, parece decir su rostro sabiamente resignado. Mis hijas se ríen a carcajadas viéndolos copular alegremente, sin el menor interés por la coneja, que, despechada o no tanto, mordisquea unos pedazos de zanahoria.
—¡Son gays, papi! —exclama Camila, encantada—. ¡Tenemos conejos gays!
—No son gays —dice Lola, con toda certeza—. Recién están conociendo a la conejita. Dales tiempo.
Seguimos riéndonos mientras los conejos se divierten a sus anchas. Entonces ocurre algo inesperado: el conejo blanco, infatigable, desmonta, corretea y se apodera lujuriosamente de la coneja recién llegada, encaramándose sobre ella y agitándose en leves temblores.
—¡No es gay, papi, no es gay! —grita Lola, encantada.
—¡Es bisexual! —sentencia Camila—. ¡Tenemos conejos bisexuales!
Abrazo a mis hijas y me río con ellas mientras contemplamos embobados el ardor libidinoso de nuestros conejos bisexuales.
Sofía me pregunta con una sonrisa, sentados en la sala de su casa de Lima, tomando té de mandarinas:
—¿Viajas mañana a Miami?
—Sí —respondo.
—¿En qué vuelo?
—En el de la mañana.
Ella se ríe y anuncia:
—Vas con mi mamá.
—¡No puede ser! —digo.
—Sí —dice ella, riéndose—. Viajan juntos.
De inmediato llamo a la línea aérea y pido que me pasen a otro vuelo, pero me dicen que no hay otros vuelos a Miami ese día y yo no puedo posponer mi partida.
—¿Estás segura de que tu mamá y yo viajaremos en el mismo vuelo? —le pregunto a Sofía.
—Segurísima —dice ella.
—¿Sabes si va en ejecutiva?
—Sí. Ya se lo pregunté.
—¡Maldición!
Tengo miedo de encontrarme con mi ex suegra porque cuando publiqué cierta novela se enfureció conmigo, me acusó de dejarla como una arpía y me echó a gritos de su casa. Desde entonces no la he visto.
Esa noche no puedo dormir. Salto de la cama muy temprano, me visto deprisa y corro al aeropuerto con la esperanza de que mi ex suegra llegue tarde y pierda el vuelo.
Llegando al counter de la aerolínea, le ruego a la señorita uniformada que me siente lejos de mi ex suegra, tan lejos como sea posible. Le explico que esa señora no me ve con simpatía y que tengo miedo de que nuestro encuentro en el avión sea algo tenso. Ella se ríe, me promete que la sentará lejos de mí y dice:
—Ay, Jaimito, tú siempre metiéndote en problemas. Paso los controles de inmigración tan inquieto y paranoico que un policía me pregunta: —¿Por qué estás tan nervioso, Jaimito?
—Porque voy a viajar con mi ex suegra.
El tipo se ríe, pero no es una broma.
Luego me refugio en el club ejecutivo, no sin antes rogarle a la recepcionista que si mi ex suegra llega, me avise antes de hacerla pasar, para darme tiempo de correr a esconderme en el baño. Ella se ríe, pero no es una broma.
Apenas nos llaman a abordar, le pido a la recepcionista que me avise cuando todos los pasajeros hayan subido al avión. Quiero ser el último en abordar, pues tengo la ilusión de que mi ex suegra esté atrás, en económica.
Quince minutos más tarde, me dicen que si no corro a la puerta de embarque, perderé el vuelo.
Entro asustado al avión y apenas echo una mirada vacilante, la veo: allí está ella, regia, guapa, esplendorosa, burlándose del paso de los años, hojeando una revista frívola, bebiendo champagne, esperándome con una sonrisa.
La saludo y me hundo en mi asiento, no tan lejos de ella. Sólo tres filas nos separan.
Cuando despega el avión y autorizan a desabrocharse los cinturones, viene a sentarse a mi lado.
Entonces espero a que me grite, me diga cosas insidiosas, me recuerde cuánto lamenta que me enamorase de su hija, cuánto detesta mis libros, cuánto me odia.
Pero ella sonríe, leve y espléndida, y dice:
—Ese corte de pelo te queda fatal.
Quedo demudado. Ella continúa:
—No puedes tener el cerquillo tan largo, te da un aire demasiado nerd.
Asiento en silencio.
—Te conviene cortarte el cerquillo y esas olitas de atrás que ya no se usan, parecen de futbolista, de actor de telenovelas.
—Gracias —digo tímidamente.
—Otra cosa —prosigue—. Tienes un remolino atrás, no puedes cortarte el pelo así, porque se te nota mucho el remolino, tienes que cortártelo con ondulaciones para que caiga más parejo, más ordenado, si no parece que tuvieras un gallinero en la cabeza.
—Lo voy a tener en cuenta —digo.
Se hace un silencio. Si supiera que mi último corte de pelo fue en Washington con una francesa que me cobró una fortuna, pienso.
—Hace tiempo que necesito decirte algo —dice ella, mirándome con una intensidad abrasadora.
Imagino entonces que me dirá las cosas más terribles.
—No puedes seguir así —dice, tomándome del brazo con compasión.
Espero a que me diga que debo ir al siquiatra, que estoy enfermo, que no puedo seguir escribiendo esa clase de libros.
—No soporto verte así —añade, conmovida—. Tienes que cambiar.
Sigo escuchando, sumiso.
—Tienes que blanquearte los dientes, por el amor de Dios —dice ella.
Quedo pasmado.
—Es un sufrimiento atroz verte así, con los dientes amarillentos —añade, y me obliga a sonreír y enseñarle los dientes, y ella se repliega en una mueca de disgusto o repugnancia—. Tú que sales tanto en los reportajes y que siempre estás sonriendo, tienes que tener una sonrisa perfecta, no puedes tener esos dientes amarillentos de viejo fumador.
—Mil gracias por el consejo —digo.
—De nada —dice ella.
Luego pasa sus manos por mi pelo, revolviéndolo, acomodándolo a su gusto, echándolo hacia atrás, procurando que caiga con la ondulación adecuada, y dice:
—¿Ves?, así, con una olita, se ve mucho mejor. A continuación añade:
—Tienes el pelo demasiado grasoso.
—Es que no me lo he lavado esta mañana —confieso.
—Qué horror —dice ella—. Debes lavártelo todos los días.
Enseguida pasa su mano por mi quijada y por la bolsa de piel que cuelga debajo de ella y, palpándola, sopesándola, dice:
—Tienes demasiada papada. Esto sí que es serio.
—Bueno, sí, he engordado un poco —admito.
—No puedes andar con esta papada de pavo real, es una vergüenza —dice, sin dejar de tocarme suavemente—. Tienes que dejar de comer queso brie. Tu perdición es el queso. Basta de quesos. Y nada de chocolates. Toda esa grasa se te va aquí, a la papada.
—Buen consejo —digo.
—¿Tienes una hoja de afeitar? —me pregunta.
—Sí —digo—. En mi carry on.
—Dámela, por favor. La necesito.
Me pongo de pie, abro mi maletín, saco la hojita descartable y se la doy.
—Cierra los ojos —dice ella.
Pienso que me cortará la cara o tratará de degollarme. El momento tan temido ha llegado: mi ex suegra vengará con esa hoja de afeitar todos los disgustos que le he causado. Cierro los ojos y espero la venganza. Pero ella, delicadamente, empieza a afeitarme los pelitos entre las cejas.
—Peces el hombre lobo —dice, y siento sus manos suaves alisando mis cejas.
Luego añade:
—No te muevas, que voy a tratar de afeitarte los pelitos de la nariz.
Soy agnóstico pero rezo en los aviones. Soy optimista pero no espero nada bueno.
Hace un año o poco más los médicos le dijeron a Candy que tenía un cáncer muy avanzado en el estómago, grado cuatro, y que sólo le quedaban tres meses de vida, a menos que se sometiera a una quimioterapia masiva, lo que tampoco garantizaba nada.
Candy tenía entonces veintinueve años y una hija de dos, Catalina. Con una fortaleza insospechada en ella, vivió sin quejarse la pesadilla de múltiples quimioterapias, tres operaciones y numerosos internamientos en clínicas de Buenos Aires, acompañada de Inés, su madre, que no la dejó dormir sola ni una noche.
Tras una cuarta operación para examinar los avances de esa cruel seguidilla de inyecciones venenosas que la hundían inexorablemente en severas crisis de náuseas y abatimiento, los médicos le dijeron que por el momento estaba a salvo, que habían conseguido extirpar los más minúsculos rastros de esa enfermedad. Estaba curada, o al menos eso le dijeron, aunque el cáncer podía regresar en cualquier momento.
Con ganas de celebrar esa buena noticia (que era, a la vez, un alivio y una amenaza latente), Martín la invitó a Río para tratar de olvidar el calvario por el que ella había pasado tan estoicamente. Viajaron a mediados de diciembre, un mal momento para viajar, y tuvieron que soportar los previsibles maltratos de una aerolínea brasilera de bajo costo. A pesar de ello, pasaron una semana razonablemente feliz. Se bañaron en el mar de Buzios, se hicieron fotos en la playa (Candy sólo podía usar trajes de baño de una pieza, por las cicatrices de tantas operaciones), recorrieron los centros comerciales, no les robaron nada y (esto fue lo mejor del viaje, según me contó Martín) pudieron hablar de sus vidas, de su familia, de cuando eran chicos y se adoraban, no sin que Candy se emocionase, llorase y lamentase que ciertas cosas no hubiesen salido todo lo bien que ella esperaba cuando era niña y no sabía lo que ahora ya conocía de sobra, que la vida era una sucesión de emboscadas, trampas y caídas de las que nadie se recuperaba del todo.
Los primeros días de enero, volvió a su trabajo como administradora de una boutique de ropa en San Isidro. Le costaba estar en pie, atender a las clientas, sonreír en cualquier caso, pero quería sentir que, de nuevo, podía llevar una vida normal. Martín viajó a Miami. La directora de una revista de modas le había ofrecido un puesto en esa publicación. Después de pasar por varias pruebas y entrevistas, y tras una larga espera que supo sobrellevar con paciencia, Martín recibió la noticia de que le habían dado el trabajo con el que había soñado tanto tiempo: editor de aquella lujosa revista que, desde muy joven, él leía con devoción, y cuyas ediciones en distintos idiomas guardaba en la sala de su departamento en Buenos Aires, como si fueran un tesoro de incalculable valor.
Eran días felices. Candy se sentía mejor, podía jugar con su hija, llevarla a la piscina del club, atender los asuntos de la boutique. Martín salía de casa muy temprano, impecablemente vestido, de buen ánimo, y gozaba ejerciendo su nuevo trabajo como pequeño dictador de esa revista de papel satinado, la biblia de la moda y el buen vivir (aunque a veces discutíamos, porque todo lo que pregonaba aquella revista no me parecía un buen modo de vivir).
Una tarde, sin que nada hiciera presagiar que aquella precaria alegría de verano sería tan corta, Candy sufrió unos dolores tremendos, se desmayó y fue llevada de urgencia al hospital. La operaron sin demora y descubrieron que el cáncer había regresado, se había multiplicado y comprometía gravemente su vida. Inés llamó a Martín a Miami y le dijo, llorando, que los médicos le daban cuarenta y ocho horas de vida a Candy. Martín quiso viajar esa misma noche, pero no encontró cupo. Cuando pidió permiso en la revista, le dijeron que eran días de cierre, que sólo lo autorizaban a viajar tres días, no más. Sorprendido y decepcionado, Martín dijo que se iría a Buenos Aires indefinidamente para acompañar a su hermana todo lo que hiciera falta. La directora le dijo: «La única diva de esta revista soy yo, y no puedo tolerar otras divas». Martín renunció y estuvo a punto de arrojar a la directora por la ventana.
Como tenía que esperar un día para viajar y lo devoraban la rabia y la impotencia, Martín fue a un centro comercial y compró ropa para Gatita, la hija de Candy, de quien era padrino. Llenó una maleta de vestidos, camisetas, zapatillas, zapatos, calzones, trajes de baño y toda clase de combinaciones de verano y de invierno para su ahijada. Lo hizo por amor a ella, claro está, pero también porque presentía que, si llegaba a tiempo y la encontraba viva, Candy se pondría muy contenta al ver toda esa ropa tan linda para su hija.
Al llegar a Buenos Aires, aturdido por los somníferos que le abreviaron el vuelo, Martín corrió a la clínica en Belgrano y encontró a su hermana todavía respirando, consciente, luchando por sobrevivir. Los médicos se negaban a operarla una vez más, resignados a que la batalla se había perdido ya. Entonces Martín abrió la maleta y fue enseñándole cada prenda, cada conjunto, cada delicado vestido que había comprado para Catita, su ahijada. Candy se llenó de vida imaginando a su hija luciendo ropa tan espléndida. Luego Martín le contó que se quedaría en Buenos Aires con ella, que nunca más se iría, que volverían a ser íntimos, inseparables, como cuando eran chicos.
Al día siguiente, inexplicablemente, las heridas internas que estaban envenenándola empezaron a sanar. Ante la perplejidad de los médicos, Candy salvó la vida, se recuperó lentamente, volvió a comer y pudo dejar la clínica una semana después. Algunos creyeron que se trató de un discreto milagro que obró el padre sanador que, llevado por Inés en un momento de desesperación, visitó a Candy en el hospital, en vísperas de que llegase Martín. Otros, más descreídos sobre los poderes benéficos de los curas sanadores (y entre ellos debe contárseme), sospecharon que el milagro se produjo cuando Candy, desde su cama, entubada y agonizante, vio a su bella hija haciéndole un desfile de modas en el cuarto, exhibiendo, una y otra vez, felizmente indiferente a la muerte y a sus sombras, la ropa suave, luminosa, prometedora, que le llevó su padrino Martín.
Soy agnóstico pero rezo en los aviones. Soy optimista pero no espero nada bueno. Soy materialista pero no me gusta ir de compras. Soy pacifista pero me gusta que la gente se pelee. Soy vago pero empeñoso. Soy romántico pero duermo solo. Soy amable pero insoportable. Soy honesto pero mitómano. Soy limpio pero huelo mal. Tengo amor propio pero soy autodestructivo. Soy autodestructivo pero con espíritu constructivo. Soy insobornable pero pago sobornos. Soy narcisista pero con impulsos suicidas. Estoy a dieta pero sigo engordando. Soy liberal pero no permito que fumen a mi lado. Soy libertino pero no me gustan las orgías.
Soy libertario pero no sé lo que es eso. Creo en la democracia pero no me gusta ir a votar. Creo en la libre competencia pero no me gusta competir con nadie. Creo en el mercado pero odio ir al mercado. No soy chismoso pero compro revistas de chismes. Soy intelectual pero no inteligente.
Soy vanidoso pero no me corto los pelos de la nariz. Creo en la superioridad de Occidente pero no conozco Oriente. Amo a los animales pero odio a los gatos. Odio a los gatos pero no a los de mis hijas. Quiero a mis padres pero no los veo hace años. Quiero a mis hermanos pero no sé dónde viven. Creo en el sexo seguro pero soy sexualmente inseguro. Soy comprensivo pero no sé perdonar. Respeto las leyes pero prefiero burlarlas. Soy humanista pero no creo en la humanidad.
Soy tímido pero no tengo pudor. Soy impúdico pero no me gusta andar desnudo. Me gusta ahorrar pero no ir al banco. Soy bisexual pero asexuado. Me gusta leer pero no leerme. Me gusta escribir pero no que me escriban. Me gusta hablar por teléfono pero no que suene el teléfono. Creo en el capitalismo pero no tengo capitales. Estoy a favor de la globalización pero no de la de mi cuerpo.
Quiero globalizarme pero volando en globo. Creo en la convivencia mutua pero no en la convivencia conmigo. Soy provocador pero ya no me provoca serlo. No soy rico pero tengo fortuna.
Hablo de mi vida privada pero nunca de mi vida pública. Soy coherente pero inconsecuente. Tengo principios pero me gusta que se terminen. Creo en la Virgen del Carmen pero no en la de Guadalupe. No creo en Dios pero sí en Jesucristo su único hijo. Soy frívolo pero profundamente.
No consumo drogas pero las echo de menos. Creo en la despenalización del aborto pero me da pena el aborto. No me gusta fumar marihuana pero me gusta que la fumen a mi lado. Soy intolerante con los que no me toleran. Me gusta el arte pero me aburren los museos. Me aburren los museos pero me gusta que me vean en ellos. No me gusta que me roben pero sí que pirateen mis libros. Creo en el amor a primera vista pero soy miope. Soy ciudadano del mundo pero me niegan las visas. No tengo techo propio pero sí amor propio. Me gusta ir contra la corriente pero sólo si sirve a mi cuenta corriente. Soy un mal escritor pero una buena persona. Soy una buena persona pero no cuando escribo.
La casa de playa es blanca, inmaculada, de un solo piso, frente a un mar frío y encrespado, el Pacífico, que no hace honor a su nombre, pues una bandera roja, izada entre las muchas gaviotas hambrientas que bailan sobre la arena, nos advierte que el mar está bravo y no conviene bañarse allí, y se esconde en un condominio de lujo, un oasis de palmeras elegantes, plantas coloridas y trepadoras y jardines minuciosamente recortados, un milagro en medio del arenal infinito que se extiende por la costa peruana. Las personas que habitan ese bello y fortificado club de playa son al parecer extrañamente tímidas, o al menos lo son conmigo, pues evitan mirarme o saludarme cuando me ven pasar y se recluyen en sus casas blancas e inmaculadas para entregarse al más delicioso de los vicios, la pereza, el vicio que nos ha reunido a todos en esta playa taciturna. Sólo los niños rompen muy de vez en cuando el admirable silencio que reina en estos parajes marinos, pero las muchas empleadas uniformadas que los cuidan con esmero se ocupan enseguida, sin levantar la voz, de acallarlos y complacerlos y, si acaso, meterles un helado más en la boca. Una tropa infatigable de vigilantes en camisa y gorra azules recorre el condominio en unas bicicletas menos relucientes que las que usan los niños a los que cuidan sin desmayo. Jardineros y regadores, repartidores de periódicos y panes, heladeros con sus carros rodantes amarillos, cocineras, choferes, chicos multiuso que arreglan bicicletas y limpian camionetas y cargan las bolsas, caminan por los senderos empedrados del oasis, repartiendo dicha y felicidad entre sus habitantes y cobrando siempre precios módicos, no vayan a molestar a los señores y señoras que tanto requieren descansar de la vida ya descansada que les ha tocado en gracia. Los vigilantes en bicicleta sí me saludan con cariño y me hacen preguntas y me piden algún autógrafo y hasta me traen regalos a la casa. No son al parecer tan tímidos o discretos como los dueños de las casas que cuidan, y uno agradece que no lo sean. Cierta mañana despierto tarde y encuentro a un vigilante instalado en la cocina de la casa, con una botella de pisco y una sandía gigantesca. «Feliz Día de la Amistad», me dice, y me da un abrazo. La empleada, que es su esposa y cocina cosas memorables y se llama Isabel, Isabel la Católica le digo yo, me abraza también en nombre de la amistad y el amor, y yo sólo intento permanecer callado para no infligirles la crueldad de mi aliento mañanero. A la playa prefiero no bajar a ninguna hora porque el sol me deja la nariz llena de unas manchas ominosas y porque me da miedo que algún notable de la junta directiva me ponga una multa por afear la playa con mi barriga inexcusable y mi nariz manchada, así que permanezco en la casa tratando de escribir, leyendo cosas más o menos frívolas —esas revistas en las que uno se entera de todas las fiestas a las que no lo invitan—, hablando por el celular —porque no hay teléfono fijo ni internet en la casa, lo que me provoca la sensación de que me han amputado un órgano vital—, metiéndome en la piscina y observando la extraña pero siempre ejemplar conducta de los residentes de esta playa. Nada es perfecto, sin embargo: a pesar de que los esfuerzos humanos para que todo se vea bello y reluciente son sin duda monumentales, pues las empleadas y empleados no cesan de limpiar y ordenar y regar y fregar y podar y sacar brillo, la naturaleza, siempre caprichosa, ha llenado la casa, todas las casas, todas estas casas perfectas, blancas e inmaculadas, de moscas, muchas moscas, un ejército inextinguible de moscas, unas moscas negras, zumbonas, porfiadas, hambrientas, malcriadas, unas moscas jodidas e intrusas que de alguna manera impertinente nos recuerdan que todos, por bonitos e inmortales que parezcan en esta playa, al final se morirán, se pudrirán y terminarán apestando. Las moscas están en la cocina, sobre todo en la cocina, pero también en la sala, en los cuartos, en los baños, alrededor de la piscina, en todas partes, como Dios, que las diseñó y creó, según dicen los que conocen a Dios. No está mal que haya tantas moscas, digo yo, que ciertamente conozco a las moscas mucho más que a Dios. Para un cazador de moscas, esto es un regalo de los dioses, una bendición que no ceso de agradecer. Porque en lugar de tumbarme en la arena a tomar sol o entregarme al arte del chismorreo, que con tanto donaire y pasión practican las señoras regias en la playa, recorro la casa premunido de un matamoscas de plástico, color rojo, aplastando a las sucias cabronas, regocijándome cuando acierto, lamentándome cuando escapan, acechándolas con paciencia y deleite, preguntándome si no será esta, después de todo, mi verdadera vocación, la de un matamoscas tonto, vago y feliz. Y cada vez que cazo una mosca y la veo agonizar, recuerdo todo el tesón que depositó mi padre en la empresa quijotesca de hacerme, como él, un cazador de animales fieros, un cazador macho y despiadado, un cazador de pumas y venados y vizcachas, y me digo que si fracasé en esa empresa, pues el coraje no ha sido nunca una de mis virtudes, al menos vengo triunfando en eta forma menor de cacería, el lento exterminio de las moscas que habitan sin invitación la casa de playa. Si mi padre me viera matar estas moscas con tanta ferocidad, si supiera que hoy he matado ya más de treinta, si oyera mis gritos de júbilo cuando las despedazo, quizá sentiría orgullo de mí, su hijo cazador, su hijo cazador de moscas. O al menos eso quiero pensar ahora, antes de matar una mosca más.
Aydeé y yo nos hemos quedado solos en la casa de playa, lejos de la ciudad. Aydeé tiene veinte años, acaba de cumplirlos (por supuesto me olvidé de saludarla y darle un regalo), estudia enfermería y trabaja cuidando a mis hijas con una paciencia y un cariño admirables. Nació en un pueblo perdido en la sierra sur, un pueblo que no conozco y sospecho que nunca conoceré. Es una mujer serena, bondadosa, servicial, de sonrisa fácil y mirada limpia.
Aydeé y yo estamos mirando el mar embravecido, acanallado, que escupe unas olas ruidosas a cien kilómetros al sur de Lima y me trae el recuerdo de un amigo del colegio que murió ahogado en ese mar traicionero, un domingo en la noche cuando volvía de la selva con todo el equipo de fútbol en que jugaba. Aydeé mira el mar con recelo, no quiere bañarse en él, no permite siquiera que las olas laman sus pies, no quiere acercarse al mar, le tiene un miedo antiguo, incomprensible. Cuando le pregunto por qué le tiene tanto miedo al mar, me dice que no quiere hablar de eso y se hunde en un silencio tenso. «Mi cuerpo se asusta», me dice. «Cuéntame», le digo.
Era octubre, Aydeé tenía doce años, estudiaba en un colegio del pueblo en que nació. Su clase organizó un paseo, fueron al lago, a cuatro horas en auto desde su pueblo. Eran veintitrés alumnos de las más diversas edades, entre doce y veintitantos años, «porque en la sierra la gente termina el colegio a cualquier edad», me dice Aydeé con una sonrisa tímida, que es en realidad la única forma de sonrisa que le conozco, porque ella no sabe sino ser tímida, amable, delicada.
Esa mañana muy temprano, antes de salir al lago, Delia, la mamá de Aydeé, una señora muy religiosa, evangélica, madre de diez hijos, le pidió a su hija que, por favor, no se metiera al lago, que por nada en el mundo se subiera al bote, que se quedara en tierra firme todo el tiempo. «Tengo un mal presentimiento», le dijo. Aydeé siempre había obedecido a su madre y, al oír esas palabras, supo que ese día la obedecería también.
Cuando llegaron al lago, eran veintitrés alumnos, dos profesores y dos niños, hijos de los profesores. Todos estaban felices, jubilosos, excitados. Todos, menos Aydeé, que sabía que no debía meterse al lago.
Mientras preparaban el bote, la dueña de un pequeño restaurante al pie del lago les dijo a gritos:
—No suban. El lago tiene hambre. No suban.
Todos se rieron, nadie le hizo caso, pero Aydeé interpretó esas palabras como otra advertencia del destino y sintió un escalofrío.
—El lago ha estado gritando toda la noche —insistió la señora del restaurante—. Cuando grita es porque tiene hambre y se quiere comer a la gente. Les digo, háganme caso, no suban.
Nadie le hizo caso, salvo Aydeé, que se quedó sola, triste, sin subir al bote, porque no quiso desobedecer a su mamá.
Sus veintidós compañeros de clase, todos jóvenes, optimistas, radiantes de felicidad, subieron, junto con los dos profesores y sus dos hijos, a un pequeño bote de madera, guiado por un hombre mayor. No era barato para ellos recorrer el lago en ese bote. Hicieron los cálculos y comprobaron que sólo tenían dinero para dar dos vueltas. Aydeé les hizo adiós.
Apenas partió el bote, un joven, por hacer travesuras, cayó al agua, caminó hasta la orilla unos pocos metros y decidió quedarse con Aydeé.
El bote dio dos largas vueltas, porque el lago era muy grande, tanto que Aydeé y su compañero todavía mojado lo perdían de vista, y regresó. Entonces debían bajar, pero los chicos y las chicas del colegio, eufóricos, pidieron una vuelta más. Como no les alcanzaba el dinero, pidieron prestado a los profesores, le pagaron al guía o capitán y salieron a dar una última vuelta. Aydeé tuvo ganas de subir, estuvo a punto de subir, pero pensó en su mamá, en el mal presentimiento, y prefirió quedarse viendo cómo sus amigos y amigas se divertían tanto, mientras ella se aburría obedeciendo a su mamá.
En algún momento, bien adentro del lago, tanto que Aydeé ya no podía verlo, el bote se volteó y todos cayeron al agua.
Cuando la señora del restaurante se dio cuenta de que no volvían, llamó a la policía, que demoró casi una hora en llegar. Ya era tarde. Entraron al lago y sacaron veinticinco cadáveres. Nunca encontraron el cuerpo del guía.
Los padres de las víctimas llegaron desesperados al lago y vieron salir a sus hijos mojados, helados, paralizados para siempre. Los padres de Aydeé tuvieron la fortuna de encontrarla viva.
«Yo sabía, yo sabía», le dijo Delia, la mamá, abrazándola. «Nunca te metas al agua mala, nunca», le rogó, llorando.
«Yo les dije, yo les dije», gritaba como loca la señora del restaurante. «No me hicieron caso, yo les dije que el lago tenía hambre».
Al día siguiente, Aydeé fue a su clase a despedirse de sus veintiún compañeros y sus dos profesores ahogados, cuyos cuerpos se velaron allí mismo, en el austero salón del colegio. Nunca más volvió a ese colegio.
Ahora han pasado los años, no tantos tampoco, y Aydeé mira el mar con sus ojos grandes, tristes, melancólicos, de niña grande pero todavía asustada. Son las seis y media de la tarde y el sol naranja se hunde en esas aguas malas que a veces tienen hambre. Caminando por la playa, le digo a Aydeé que se moje los pies en el mar, que no tenga miedo. Pero ella recuerda a su madre y la obedece una vez más y se aleja del agua mala. «Mejor no», me dice. «Mi cuerpo se asusta», añade, con una sonrisa. Y yo la abrazo y pienso que Aydeé es un milagro, que su sonrisa es un milagro.
Despierto malhumorado, odiando al perro que no para de ladrar y pensando que debo encontrar una manera de matarlo sin que mis hijas sepan que fui yo. Camino a la cocina y el perro sigue ladrando y me pregunto si debo llevarlo al veterinario no para que lo mate sino para que le extirpe las cuerdas vocales y lo deje mudo al cabrón, que tantas veces me despierta durante la noche. Y, claro, la noche en que se metieron a robar a la casa, esa noche no ladró el desgraciado, parece que los ladrones le tiraron una comida rica y el muy pérfido los amó enseguida, como si nosotros no le diésemos de comer. En tan oscuras y rencorosas cavilaciones me hallo, arrastrando malamente los pies hacia la cocina, cuando de pronto encuentro a mi madre sentada en la sala muy digna, toda de negro, las piernas cruzadas, las manos también, seguramente rezando o encomendándose a san Expedito o haciendo algún ayuno o abstinencia o sacrificio por mí, su hijo agnóstico. Quedo pasmado, me froto los ojos, y es que no la he visto ni hablado con ella hace cuatro años, desde que fui a Barcelona y me di un beso televisado con mi amigo Boris Izaguirre, cuando Boris todavía estaba soltero y no se había casado con Rubén. En aquella ocasión, mi madre, avergonzada por la enervante y despiadada repetición del beso en cámara lenta en los noticieros de la televisión peruana (ceremonia que era acompañada por un coro de curas y sicólogos que advertían del daño irreparable que ese beso causaría a la juventud), y humillada por los comentarios escandalizados de sus amigas santurronas, se declaró de luto profundo (y así me lo comunicó en un escueto correo electrónico), dijo que me había perdido como hijo, instigó a algunos de mis hermanos, los más homofóbicos, a escribirme una carta en la que me decían cosas horrendas, por ejemplo que se avergonzaban de mí y que esperaban unas disculpas públicas, y ordenó a mi padre que tomase ciertas represalias económicas contra mí.
Desde entonces, agobiado por esas represalias, que juzgué del todo injustas, y que no dudé en atribuir a los ponzoñosos guías espirituales del Opus Dei, en quienes mi madre confiaba su alma, su vida entera y sus ahorros enteros también, dejé de ver a mamá, a papá y a mis hermanos. Fueron pasando los meses y los años y nadie llamó a nadie y las cosas estaban bien así, o al menos estaban bien para mí. Pero ahora acababa de despertar por culpa del perro chillón y ahí estaba mi madre sentada en la sala, toda de negro, sin previo aviso y con un rosario entrelazado en las manos.
Naturalmente, nos saludamos con cariño y no vacilé en servirle una limonada y unas almendras confitadas que había traído de Epicure, la tienda gourmet de Miami Beach, culpable del sobrepeso que llevaba encima, y unos chocolates y mazapanes que me había regalado Sofía. Me senté con mamá y no aludimos para nada al incidente de nuestra vieja querella doméstica, al beso con Boris que la sumió en tan profundo y desgarrado luto, y no hablamos tampoco de la carta atrabiliaria que me enviaron mis hermanos ni de las represalias de dinero que la familia tomó contra mí, como tampoco de aquella conversación telefónica en que nos enzarzamos mamá y yo años atrás, a poco del beso del escándalo, cuando le pedí a gritos que dejase de ver a mis hijas y darles estampitas de su santo Escrivá de Balaguer, y ella me respondió que seguiría viendo y educando a mis hijas en temas de moral aunque yo se lo prohibiese, porque yo estaba descarriado y ella tenía que evitar que mis pobres hijas se descarriasen conmigo. No hablamos de nada de eso, por supuesto, porque habían pasado cuatro años sin vernos y estábamos tan emocionados de compartir ese sillón blanco de la sala y las almendras blancas confitadas —mucho más blancas que el sillón, a decir verdad—, que nos pareció apropiado y natural hablar de mis hermanos y de mi padre, de los chismes, rumores y novedades de la vida familiar que me había perdido en todos estos años de ostracismo o exilio voluntario. Y así me fui enterando de los achaques y aflicciones de mi padre, de la discreta celebración por sus setenta años, del accidente de auto que tuvo mi hermana con su hijo, del amor que mi otra hermana había hallado en un caballero acaudalado e itinerante que la llevaba de viaje a ciertos países árabes donde tenía negocios sobre los que no convenía preguntar, de los progresos empresariales de mis hermanos más pujantes, de las bodas, bautizos y santos que me perdí (lástima que mamá no me guardase dulcecitos robados en su cartera, como hacía cuando era niño), del hermano que trabajaba para una pareja de banqueras lesbianas (toda una ironía, tratándose de aquel que cierta vez declaró en televisión que no había leído mis libros porque no leía «libros de maricones»), de lo bien que les iba a todos ellos, mis hermanos, chicos deportistas, sanos, probadamente heterosexuales. Y yo seguía deshaciendo en mi boca almendras confitadas y escuchando a mamá narrar las pequeñas historias familiares y pensando que nada en el mundo, ninguna moral, principio o idea de la dignidad, justificaba privarme de ese placer estupendo, el de ponerme al día de los chismes familiares y hablar (mal) de la familia, que para eso naturalmente se ha inventado la familia, para hablar (mal) de ella, más aún cuando se es una familia tan numerosa, lo que acrecienta la obligación de estimular el libre tráfico de chismes más o menos insidiosos sobre ella, chismes en apariencia impregnados de amor, cariño o genuino interés, pero en realidad movidos por la comprensible necesidad de saber que al otro no le va tan bien y que, a ser posible, le va peor que a uno mismo. Y así se nos pasaron una y dos horas, mamá y yo riéndonos a mares de la familia, chismorreando deliciosamente, mientras la buena de Aydeé nos traía más almendras, chocolates, mazapanes y toda clase de cositas ricas que Sofía tenía escondidas en la despensa bajo llave a la espera de una ocasión tan espléndida como esta. Y antes de irse, mamá me dio un abrazo, no me hizo el menor reproche por mi silencio avinagrado de tantos años, me regaló tres camisas inglesas que con sólo verlas supe que no usaría jamás, porque eran perfectas para un severo preceptor del Opus o el varón heterosexual que no pude ser, y me dijo que la llamase, que no me perdiese, que teníamos que vernos para tomar el té. Y cuando ya se iba y yo le hacía adiós, sentí que no me importaba tener una madre homofóbica del Opus, que eso bien podía perdonarse si ella dominaba con tanta maestría el arte de contar chismes tan divertidos sobre la familia y hacerme reír tanto y con tan exquisitos modales.
Estoy en Lima pasando las fiestas de fin de año con Sofía y mis hijas. Un amigo me pide que le regale mi última novela. No tengo conmigo un solo ejemplar. Voy a una librería para comprar mi novela. Llevo prisa, ¿quién no lleva prisa estos días? Me paso un semáforo en rojo, ¿cuántos me habré pasado en Lima? Es probable, haciendo bien las cuentas, que, a lo largo de mi vida vehicular limeña, me haya pasado más semáforos en rojo que en verde. Nunca ocurre nada, no soy un conductor demasiado atípico en esta ciudad, pero esta vez, para mi desgracia, aparece de una esquina un auto de la policía, hace ulular la sirena y me obliga a detenerme. Estoy en falta: me he pasado un semáforo en rojo a mediodía y no llevo mi licencia de conducir, porque me la robaron hace pocos días, junto con mi billetera, en la presentación de mi última novela en el parque de Miraflores, así que, sabiéndome culpable, espero con aplomo. Se acerca a paso lento un policía de mediana edad, con uniforme verde y gorra. Le extiendo la mano. «Mil disculpas, oficial», le digo.
Me mira y no tarda en reconocerme. «Jaimito, hermano, qué gusto», dice, sonriendo. Luego añade:
«Hoy es mi día de suerte, con lo que me gané contigo ya me hiciste la Navidad». Sonrío y digo, obediente: «Suerte la mía, oficial». No le digo «jefe», como mi madre solía llamar a los policías que la detenían, le digo «oficial». El policía saca un walkie-talkie y dice: «Palomino, ven, apúrate, estoy acá con el Niño Terrible, que nos va a hacer la Navidad». En cosa de segundos aparece otro agente, también de verde, algo subido de peso, con una gran sonrisa, y me da la mano y, lejos de recriminarme algo o aludir a mi infracción, dice, jubiloso: «Nos ganamos, Jaimito». En ese momento pienso recurrir a la vieja fórmula del conductor en aprietos: «¿Cómo podríamos hacer para arreglar esto amigablemente, caballeros?». Pero uno de ellos se adelanta y va al grano: «Bueno, Jaimito, como estamos en Navidad y hay que comprar panetones, esto te va a salir a cincuenta soles nomás». Sonrío agradecido y pregunto: «¿Cincuenta los dos o cincuenta cada uno?». El más gordito se ríe y dice: «Cincuenta para los dos no alcanza, Jaimito. Es Navidad. No te pases». Me apresuro en darle la razón: «Cómo no, encantado, cincuenta por cabeza». Saco la billetera y, por las dudas, pregunto: «¿Cómo les paso la plata?». Palomino zanja la cuestión: «Así nomás, Jaimito, al natural, no seas tímido». Extienden sus manos pedigüeñas, de leales servidores de la ley, y se llevan sus billetes bien merecidos. «Gracias, muchachos, feliz Navidad», les digo. «Oye, Jaimito, bájate un autógrafo, pues», me dice uno de ellos. «Pero con todo gusto, oficial», le digo. Saca un cuaderno y un lapicero, me los entrega y dice: «Fírmame dos. Uno para Shirley Marlene y otro para Britney Emmanuel». Mientras escribo los nombres, pregunto: «¿Quiénes son Shirley y Britney?». El policía responde: «Mis hijas, Jaimito. Una de dos años, la otra de cuatro meses». Le digo: «Felicitaciones, qué suerte la tuya». El oficial añade: «Una bendición del Señor». Luego el otro policía me pide dos autógrafos para él: «Uno para Gloria, otro para Magaly». «Encantado», le digo. «¿Son tus hijas?».
«No, no, Gloria es mi señora y Magaly, mi querida», responde. «Caramba, buen provecho», le digo, y él se ríe con orgullo. Luego nos despedimos con un apretón de manos y el segundo oficial, el de la querida, se anima: «Jaimito, ¿no tendrás un sencillo extra? Porque con lo que me has dado, sólo me alcanza para mi señora, pero a mi querida también tengo que llevarle su panetón y su champancito, hermano, y con cincuenta soles sólo alcanza para una». Saco la billetera, le doy algo más y le digo:
«Suerte a tus chicas, que la pasen bien». «Muchas gracias, Jaimito, bien comprensivo eres», me dice. «Felices fiestas, muchachos», les digo. «Suerte, Jaimito», me dicen, con una sonrisa amable, agradecida. Luego dan unos pasos, alejándose, pero el más gordito regresa y me dice: «Oye, Jaimito, ¿es verdad eso que dicen?». Me hago el tonto: «¿Qué dicen?». Insiste: «Eso, pues, Jaimito, que pateas con los dos pies». Y se va riéndose de su atrevimiento, de su ocurrencia, y yo pienso que la policía peruana es la más amigable y servicial del mundo y que no hay mejor ciudad para pasarse una luz roja que Lima, la ciudad en la que nací y seguramente moriré pasándome una luz roja.
He venido con mis hijas a pasar mis vacaciones en una casa en las afueras de Buenos Aires. Un día hace un calor delicioso, al otro día no para de llover. Las niñas se pelean por los juegos de la computadora, por la cama más cómoda, por los programas que quieren ver en televisión, por los turnos para ir adelante en la camioneta. Es normal. Las hermanas siempre se pelean, supongo que es incluso saludable que se peleen. Trato de resolver los conflictos de algún modo justo, pero siempre es inútil y acabo pensando que lo natural es que las hermanas se lleven mal y que lo raro es que no peleen, que no compitan, que no se tengan celos. Sofía nos visita unos días. Hacía tiempo que no estábamos los cuatro solos en una casa, sin intromisiones de su familia, sin ayuda doméstica, sin que suene el teléfono a cada momento. Es bueno sentir que el amor que nos unió y nos dio dos hijas no se ha perdido del todo y que ahora nos queremos de un modo distinto, más sereno y cuidadoso.
No hablamos de ciertos asuntos de nuestra intimidad, no aludos en modo alguno a nuestras vidas amorosas, evitamos esos temas espinosos que duelen un poco. Sofía se va de compras con las niñas a un centro comercial. Yo me abstengo de acompañarlas. La idea misma de unas vacaciones me parece reñida con la costumbre extenuante de ir de compras. Por lo demás, no necesitamos nada, no tenemos que comprar nada, lo único que me interesa comprar son días así, de absoluto silencio, reposo y libertad, y por eso escapo de las visitas depredadoras a los centros comerciales. Me quedo tendido en la terraza, frente a la piscina, escuchando música, leyendo periódicos, revistas, novelas de los amigos y enemigos. El sol desciende con una crueldad minuciosa y por eso permanezco en la sombra, mirando mi barriga prominente, pensando en que debo volver al gimnasio, comer menos, comer más frutas, suprimir los dulces, salir a correr, pero sabiendo de un modo oscuro y rotundo que todo eso es mentira, que esta barriga plácida no declinará, que me acompañará hasta el último de mis días y muy probablemente se hinchará más. No me alarma. Tengo cuarenta y tantos años y he perdido todo interés en las conquistas amorosas y las escapadas sexuales. Los placeres del sexo, por lo demás, están sobreestimados. Un día como hoy, de silencio y culto a la pereza, de arresto domiciliario a voluntad, puede procurar unos placeres mejores o más prolongados que los del sexo.
Nadie te enseña eso cuando eres joven: que si duermes mucho y te quedas leyendo, mirando, pensando, evitando toda forma de contacto humano, toda forma de comercio verbal, encontrarás, con suerte, el equilibrio perdido. Tumbado en la sombra, contemplando a lo lejos el agua quieta de la piscina, advierto que unos insectos han caído al agua y pugnan por sobrevivir. Apenas entro en la piscina, veo que son unos grillos y voy sacándolos uno a uno con la mano para luego arrojarlos al césped. Salgo del agua y, mientras me seco en la sombra, veo con perplejidad que esos grillos que acabo de salvar vuelven, autistas, porfiados, a dar saltos hasta caer en las mismas aguas de las que los he rescatado. No comprendo ese tesón autodestructivo. Quizá huyen del calor sin saber que se arrojan a una muerte segura, quizá los rayos de sol que reverberan en la piscina los hechizan de un modo irresistible, quizá están fatigados y quieren morir. Son diez, doce grillos que saltan de nuevo a la piscina. Todas las mañanas encuentro en ella un número de insectos —arañas, escarabajos, cucarachas, luciérnagas, grillos— que han muerto ahogados durante la noche. Vuelvo a la piscina y saco de nuevo a los grillos y los echo al pasto. Espero que no insistan en saltar a la muerte. Vana esperanza la mía: poco después, uno de ellos, quizá el líder o el guía, da unos brincos y se arroja al agua, seguido por unos diez o doce grillos bonaerenses de claro ánimo suicida. Esta vez no los rescataré. He comprendido que son grillos suicidas y que su voluntad debe ser respetada. Mis hijas y Sofía regresan cargando bolsos y me enseñan con una euforia que les envidio las cosas que han comprado y se las prueban y se miran en el espejo y celebran sin decirlo, sólo mirándose, lo bien que se ven, lo lindas que son. Me piden que las lleve a tomar el té a un hotel. Les digo que mejor no, que queda muy lejos, que no conviene salir de casa. Hay que saber estarse quietos. Como saben que cultivo todas las formas de la pereza, no insisten, se ponen bañadores y se tiran a la piscina.
Luego se divierten salvando a los grillos, al tiempo que me reprochan por no haberme ocupado de esa tarea. No les digo que pertenecen a una secta suicida: espero a que ellas lo descubran. Pero, curiosamente, los grillos rescatados por mis hijas no vuelven a saltar y se alejan de las aguas. Quizá no querían morir, sólo darse un baño refrescante. O quizá querían tanto darse un baño que no les importaba morir. Más tarde, mis hijas y Sofía me convencen de llevarlas al hotel. Mirándolas a las tres, tan sorprendentemente bellas y graciosas tomando el té, me digo en silencio que es un momento de extrema felicidad que no olvidaré. De vuelta a la casa, con la luz naranja del atardecer, encontramos a los grillos muertos en la piscina.