La historia comienza en Miami. Es febrero, hace un frío inusual para la ciudad, voy a la televisión todas las noches, soy un rehén de la televisión porque no tengo suficiente talento para ganarme la vida como escritor o porque no tengo suficiente coraje para vivir pobremente como escritor.

Camila, mi hija mayor, que está de vacaciones con Sofía, su madre, en una playa de Lima, me escribe una lista de encargos. Como le gusta hacer bien sus tareas, consigue copiar y adherir al correo electrónico las imágenes de los productos que me encarga, de modo que, al ver claramente las cosas que me está pidiendo, no me equivoque cuando vaya a comprarlas. Se trata de ropa y cosas para el colegio.

Camila trata de enviarme esa lista por correo electrónico, pero, a pesar de que lo intenta en varias ocasiones, no la recibo, tal vez porque su buzón de Hotmail no le permite mandar un correo tan pesado o porque nada que se envíe desde Lima llega nunca a su destinatario o porque el azar conspira contra nosotros. Al pasar dos o tres días y confirmar que no me ha llegado, intenta enviármela desde una casilla de Gmail, pero, de nuevo, algo incierto impide que llegue a mi computadora.

Impaciente, le sugiero que entre a mi correo electrónico y me lo envíe a otro buzón que tengo en ese mismo servidor, que es uno que permite enviar correos pesados, con imágenes en alta resolución. Le digo por teléfono mi clave. Ella toma nota y me dice que entrará a mi correo y me enviará la lista. Al colgar, me pregunto si sentirá curiosidad de leer mis correos y, por las dudas, borro unos pocos, de índole amorosa, que prefiero que no lea.

Por suerte recibo el correo con los encargos, lo imprimo, voy a las tiendas elegidas por Camila y compro las cosas que me ha pedido. Días después viajo a Lima y le entrego el bolso con sus encargos.

Camila y Lola, mis hijas, quedan al cuidado de su abuela, mi ex suegra, porque Sofía viaja a Berlín y yo, a Buenos Aires. Estando las niñas en el colegio, mi ex suegra encuentra en el escritorio de Camila un papel en el que mi hija ha anotado mi correo y la clave que le dicté por teléfono.

Mi ex suegra no me quiere y tiene buenas razones para no quererme. Ve el papel con mi correo y mi clave y no duda en encender la computadora y meterse a espiar mis correos. No la culpo. Yo hubiera hecho lo mismo.

Lo que más desea es encontrar algún correo en el que hable mal de su hija Sofía, mi ex esposa, pero no consigue encontrarlo, porque no tengo razones para hablar mal de ella, sólo para hablar bien.

Mi ex suegra quisiera encontrar un correo envenenado contra Sofía para mostrárselo y decirle una vez más lo ruin y despreciable que soy y para probarle que no la quiero, que nunca la quise.

Pero no lo encuentra.

Luego lee algunos correos que nos hemos enviado Martín y yo, correos en los que resulta evidente que la amistad ha sido desbordada por una forma de amor que roza más la complicidad fraternal que las servidumbres convencionales de la vida en pareja. Se escandaliza por las palabras tiernas o cariñosas que nos decimos, por los diminutivos cursis, cargados de afecto, por las alusiones a los juegos amatorios que decimos echar de menos, y quizá incluso nos envidia.

No espera encontrar lo que se abre de pronto ante sus ojos: correos amatorios inflamados no de una sino de cuatro mujeres que me escriben desde distintas ciudades y a las que respondo de un modo no menos apasionado. Una se llama Lucía, es española, muy guapa, tiene veinte años, quiere ser escritora y vive en Vigo. Otra, Gabriela, es uruguaya, está casada con un futbolista en actividad (que es arquero) y dice que nunca le ha sido infiel, pero que no quiere pasarse la vida sin conocer íntimamente a otro hombre (los arqueros siempre sufren). La más osada se llama Claudia, es argentina, está casada, vive en Mar del Plata y ama a su esposo, pero se permite tener amantes a escondidas (tal vez por eso ama tanto a su esposo). Ana vive en Liniers y tiene en la espalda un tatuaje con mi nombre.

Mi ex suegra lee consternada esos correos llenos de amor (o de promesas amorosas) y tal vez piensa: Este maricón no es tan maricón como yo creía.

Lo que no sabe es que ninguna de esas mujeres ha tenido intimidad amorosa conmigo, sólo me han escrito prometiéndome que la tendrán, pero tal vez eso nunca ocurrirá y lo que necesitaban era escribirlo, permitirse esa pequeña, secreta infidelidad.

Mi ex suegra reenvía todos esos correos amorosos (o mentirosos, esto aún no está claro) al buzón de Sofía, que está en Berlín. Debemos suponer que quiere demostrarle que soy un pervertido, un hombre de lujuria insaciable que se aparea con varones y hembras de distintas nacionalidades (acusación que quizá no carece de fundamento y cuya prueba más conspicua se halla, en su opinión, en las novelas que he publicado).

Sofía lee los correos de mis amigas y seguramente piensa: Jaime es un caso perdido, menos mal que me divorcié de él. Tiene el buen gusto de no decirme nada y sigue con su vida atareada. Es, como se ve, una mujer encantadora.

No contenta con eso, mi ex suegra envía a esas mujeres un correo escrito en mayúsculas (algo insólito en mí) que dice: «NO ME GUSTAS PORQUE SOY MARICÓN Y TENGO MARIDO ARGENTINO, ADIÓS».

Luego lee otros correos, de editores o agentes literarios o ejecutivos de televisión que me sugieren hacer tal o cual programa, y se enfada al comprobar que todavía trabajo y que me gusta mi trabajo (porque es todo menos un trabajo), y en venganza envía a esas personas un correo también escrito en mayúsculas (algo que siempre he encontrado atroz) que dice: «NO CUENTEN CONMIGO, TENGO SIDA Y ME ESTOY MURIENDO, ADIÓS».

Mi ex suegra parece estar deseando hace años que yo contraiga esa enfermedad, porque cuando publiqué mi primera novela, me dijo por teléfono: «Ojalá que te mueras de sida tirado como un perro en las calles de Miami». Para su desconsuelo, he contraído otros males en esta última década, principalmente el de la obesidad y el de la fatiga crónica, pero no el que me desea con tanto ardor.

Al día siguiente, recibo correos de novias cibernéticas, amigos, editores, agentes y ejecutivos de televisión, que me piden explicaciones por las líneas descomedidas que han recibido desde mi buzón y recién entonces me entero de que alguien ha penetrado en ese territorio íntimo y ha escrito unas líneas horrendas en mi nombre.

Hago algunas simples pesquisas y confirmo que es mi ex suegra la que ha espantado de ese modo tan pintoresco a la poca gente que aún me aprecia o hace esfuerzos riesgosos por quererme.

Enseguida trato de cambiar mi clave o contraseña, pero, por razones de seguridad, me preguntan cuál es mi película favorita y no sé responder. Escribo ocho, diez nombres de películas que me han gustado mucho, pero ninguno es la respuesta correcta, y por eso me impiden cambiar mi contraseña.

Escribo entonces Less than zero y descubro que es o era mi película favorita.

Finalmente les escribo a Lucía, Gabriela, Claudia y Ana, pidiéndoles disculpas, explicándoles el espionaje del que he sido víctima y rogándoles que le escriban unas líneas a mi ex suegra, diciéndole que soy un amante memorable, el mejor que han tenido.

Al caer la noche, camino al videoclub y alquilo Less than zero.

Es otoño en Buenos Aires. Grabo entrevistas para un canal de televisión. Me pagan en efectivo.

Como no confío en los bancos, decido esconder el dinero en casa.

A pesar de que no hace tanto frío, sigo usando cuatro pares de medias. No son medias comunes, son polares, de alta resistencia al frío. Tengo muchas medias, entre nuevas y usadas, desperdigadas en la habitación. Meto los billetes dentro de una media polar y la arrojo de vuelta al piso. Pienso:

Un ladrón no buscaría nunca dentro de una media. Pienso: Soy una persona astuta. Luego sigo con mi vida y me olvido del asunto.

Con los días, la cantidad de ropa sucia resulta excesiva. Todas las medias están usadas, tiradas en el piso. Debo lavarlas.

No tengo una lavadora en casa. Podría comprarla, pero la pereza me lo impide. Si no consigo reunir energías para ir al supermercado (unos chinos encantadores me traen las cosas en bicicleta), menos podría ir a comprar una lavadora. Si algún día los chinos deciden traerme una lavadora en bicicleta, pagaré lo que me pidan. Mientras tanto, llevo la ropa a un lavadero cercano, el lavadero artesanal El Alquimista, de la calle 25 de Mayo.

El tipo del lavadero es gordo y hablantín y no oculta su gordura (pues lleva una musculosa blanca) ni su locuacidad (pues apenas me dejo ver en su local ya está contándome su vida). Lo que más le gusta contarme es el tiempo en que vivió en Italia. Se arrepiente de haber regresado a la Argentina. Dice que allá podía vivir bien, viajar de vez en cuando, levantarse minas. Acá está podrido, no le alcanza la plata para nada.

Le dejo el bolso colorado con la ropa sucia y espero a que me diga cuánto le debo. El tipo carga el bolso, lo pesa mentalmente y calcula de un modo irrebatible que son dos medidas, o sea, doce pesos. Luego deja el bolso y sigue contándome que algún día volverá a Italia y que está podrido del trabajo.

Más tarde, en la casa, mirando algún programa de televisión en el que sólo se habla de fútbol, pensando que quiero ver el mundial en Buenos Aires, recuerdo, angustiado, que dejé la plata escondida en una media. Salto de la cama, reviso el cuarto, no encuentro la media. Desesperado, revuelvo todo, pero no consigo dar con ella. Es obvio que la he dejado en el lavadero con la ropa sucia.

Salgo agitado y camino a toda prisa. Pienso: No soy tan astuto, en realidad soy un imbécil. El tipo del lavadero se sorprende al verme. «Todavía no está lo tuyo, recién se está secando», me dice.

Le pregunto si no encontró un fajo de dólares dentro de una media. Rascándose un brazo peludo, me dice que no. «Los dólares están dentro de una media», le digo, «¿podemos parar la secadora y mirar?». Me mira incrédulo y me pregunta si es mucha plata. Le digo el monto. Se lleva las manos a la cabeza. «Una fortuna», dice, mientras detiene la secadora. «Con esa plata me vuelvo a Italia».

El tipo abre la secadora y va sacando la ropa húmeda. Me pasa una media tras otra. Meto la mano dentro de cada media mojada y compruebo que el dinero no está. Cuando me da la última media, ya sé, al verla, que no encontraré el dinero. «No hay más medias», me dice. Luego hunde la cabeza dentro de la secadora y busca alguna media extraviada, pero no hay más. «Fíjate en el bolso», me sugiere. Abro el maletín colorado, paso mi mano por dentro, pero tampoco hay nada.

El tipo me mira apenado y yo lo miro de vuelta, pensando que él se robó la plata para volver a Italia. Si me la robó, lo merezco por tonto, él sabrá usarla mejor, pienso. «No importa», le digo. «Ya aparecerá. Y si no aparece, alguien sabrá gastarla mejor que yo». Sin preguntarme por qué diablos se me ocurrió meter tanto dinero en una media, me dice que no me dé por vencido, que siga buscando. Al salir, le digo: «Si la encuentras de milagro, te dejo la mitad». Pero él me dice: «Estás loco, no te acepto nada, acá seguro que no está».

Camino abatido. Sabía que podía ser un tonto y esta es la confirmación definitiva. Me duelen los pies. Las muchas medias que llevo puestas me ajustan tanto que una de las uñas se ha encarnado, provocándome una herida.

Me detengo en un salón de belleza y pregunto si pueden hacerme una pedicure. Me atienden enseguida. La chica se llama Rosa. Mientras calienta el agua y ordena sus utensilios, me quito los zapatos de rebaja (que son tres tallas más grandes que la mía, porque sólo así puedo calzarlos con los pies tan recubiertos) y, con dificultad, me despojo de las medias polares que me ajustan tanto.

Entonces, ante los ojos asombrados de Rosita, me saco una media más y caen todos los dólares perdidos y recuerdo que en algún momento de la madrugada desperté con pesadillas, los pies helados, y caminé aturdido por la habitación y recogí del piso unas medias sucias y me las puse y luego seguí durmiendo. Y Rosita se ríe cuando le cuento todo, no lo puede creer, me dice que estoy loco, y yo cierro los ojos, ella masajeándome los pies, y pienso: Soy un idiota, pero tengo suerte.

Después paso por el lavadero y le doy la buena noticia al tipo gordo y hablantín y él se alegra y yo le regalo un billete, quizá para expiar la culpa de haberlo creído un ladrón, y entonces él me dice que ya le falta poco para comprarse un televisor en el que verá el mundial de fútbol, y yo le pregunto cuánto le falta, y él me lo dice sin timidez, y como no es mucho, le paso dos billetes más, porque siento que esos billetes me los ha regalado alguien y no me pertenecen del todo, y él se alegra tanto que me abraza, confundiéndome con sus olores recios, y me dice que tenemos que ver juntos el debut mundialista de Argentina en su televisor nuevo, acá en el lavadero.

Un magnate musical de Miami me llama por teléfono y me pide que vaya a visitarlo a su oficina.

Como no sé cantar ni tengo ganas de aprender, le pregunto de qué se trata, en qué está pensando.

Me dice:

—Te voy a proponer algo que te va a encantar.

Sólo le pido una condición: que nuestro encuentro sea después de las cinco de la tarde, para no perderme ningún partido del mundial de fútbol. Desde las nueve de la mañana, soy un rehén del televisor, un adicto a ese virus incurable que es el fútbol, una víctima de los relatos chillones de los locutores de Miami.

El magnate musical se ríe, me dice que no ve el mundial (lo que me inspira cierta desconfianza) y me cita a las seis de la tarde en su despacho.

Llegado el día de la reunión, no tengo que pensar mucho en lo que voy a ponerme, porque todos los días me pongo la misma ropa: un pantalón azul, una camiseta de mangas largas, un suéter de cachemira negra y un sacón de gamuza marrón. No parezco apropiadamente vestido para Miami.

Apenas llego a la oficina, una mansión frente al mar sosegado que sólo a veces crispan los huracanes, un asistente del magnate me saluda con cariño y me sorprende:

—Te voy a pedir que te quites los zapatos.

Quedo pasmado. Miro mis zapatos. No son nuevos o relucientes, ni siquiera son dignos o presentables: son unos zapatos viejos, gastados, manchados; unos zapatos comprados en liquidación, de marca innoble, roídos por el tiempo, la humedad, las muchas millas caminadas y la emanación de olores ásperos de mis pies peruanos.

Sorprendido, le pregunto por qué debo quitármelos. El asistente del magnate me responde:

—Porque a mi jefe no le gusta que entre la cochinada a su oficina.

—En ese caso, no debería recibirme —le digo, pero él no se ríe y me mira con seriedad de monaguillo.

Me veo obligado a quitarme mis viejos zapatos marrones, que me han llevado a tantas ciudades y con los cuales he dormido en tantas camas frías. Saltan entonces a la vista mis medias grises, polares, de lana pura, diseñadas para esquiar, compradas en una boutique de San Isidro; unas medias viejas y ahuecadas que, por suerte, cubren a otros dos pares de medias del mismo color y la misma textura, lo que de algún modo disimula los agujeros e impide que sobresalgan, juguetones, los dedos de mis pies.

El asistente del magnate echa una mirada sorprendida a esas medias invernales, se abstiene de hacer un comentario (aunque algo piensa al respecto, de eso no hay duda) y, obediente, se despoja de sus sandalias, quedando descalzo, listo para ver a su ascético jefe, el gurú de la música latina.

Subimos una escalera alfombrada. Nos recibe una secretaria muy linda que habla español. Nos conduce por un pasillo cuyas paredes están cubiertas de premios, fotos con celebridades, recortes halagadores, portadas de revistas. Está claro que la humildad no se aloja entre esas paredes.

El magnate de la música me recibe vestido todo de negro, los pies descalzos sobre una alfombra tan blanca e inmaculada que parece una capa de nieve. Nos abrazamos. Nos sentamos en unos sillones igualmente blancos, impolutos. El asistente permanece con nosotros. Nos halagamos mutuamente. Nos reímos de todo un poco. Somos gente de éxito. Somos muy listos. Somos estupendos. Estamos encantados de ser quienes somos. El asistente está encantado de ser asistente.

Es todo muy feliz. Es todo muy falso y vulgar.

El magnate me dice cuánto le costó esa mansión, cuánto le costaron los dos autos que tiene en la cochera, cuánto gana mensualmente con sus discos y regalías. Empequeñecido por la obscenidad de esos números, lo felicito, le digo que es un grande. Pero no le presto demasiada atención porque estoy mirando sus pies, unos pies cortos y regordetes, aunque menos que los de su asistente.

Luego se levanta, saca un disco, lo introduce en un equipo magnífico (que naturalmente me dice cuánto costó) y me pide que escuche con atención, porque se trata de su nuevo hallazgo, un cantante que va a ser una gran explosión en la música latina, el dios pagano al que las masas habrán de adorar. La música empieza a sonar. El magnate sube el volumen a tope. Los ritmos son odiosos; la voz, plañidera; las letras, cursis; todo suena predecible, repetido, falsete, bobalicón.

—Es una maravilla —grita el magnate.

—Un éxito seguro —lo secunda el asistente.

—Formidable —miento.

Pero yo sólo miro los pies del magnate y los de su asistente, que mueven sus dedos regordetes con obscena alegría tropical, siguiendo los acordes de esas notas musicales que han perpetrado con codicia. Y es una imagen difícil de olvidar: esa oficina atiborrada de premios, ese bullicio atroz que expulsan los parlantes, esos deditos optimistas de los pies que se mueven como bailando, aquella insoportable alegría de ser quienes somos.

Cuando termina la canción, el magnate me pide que entreviste en mi programa a ese cantante que ha descubierto y que será, no lo duda, la nueva estrella de la música latina. Le digo que encantado, que será un placer.

—¿No quieres quitarte las medias? —me pregunta.

—No, gracias, así estoy bien —respondo, temeroso de que se haya percatado de los huecos en mis calcetines.

—¿No tienes calor? —pregunta.

—No —le respondo—. Yo siempre tengo frío.

Luego pone otra canción al mismo volumen estruendoso y quiero salir corriendo de allí, pero me aguanto, sufro, me lleno de rencor, miento, elogio esa bullanga y me ofrezco a colaborar en lo que buenamente pueda.

El magnate me regala una copia del disco, me dice que me admira, me promete que me llamará pronto para ir a pasear en yate. Le digo que yo lo admiro más, que espero su llamada, que sería estupendo navegar juntos. Todo, por supuesto, es mentira.

El asistente sale de la oficina conmigo. Una recepcionista me devuelve mis zapatos, bastante asqueada. El asistente me pregunta:

—¿Cuánto te costaron?

Le respondo, con orgullo:

—Veintinueve dólares, en liquidación.

—Un artista como tú no puede andar en esos zapatos —me dice, palmoteando mi espalda con cierta lástima—. Acá te dejo un obsequio —añade, y me entrega unas sandalias como las que lleva puestas.

—Gracias —le digo, fingiendo emoción.

Luego intento ponerme mis zapatos, pero él me sugiere que me ponga las sandalias. Nunca he sabido decir que no: para complacerlo, meto mis pies con tres pares de medias dentro de esas horribles sandalias. Me veo ridículo, al punto que el asistente me dice:

—Tienes que quitarte las medias. No puedes usar las sandalias con medias.

—Eso sí no voy a poder —le digo—. No quiero morirme de una neumonía.

El asistente me mira consternado, sin entender mi mal gusto para vestir. Me despido deprisa, subo a la camioneta y, mientras acelero con mis sandalias regaladas, siento ganas de huir de esa tarde falsa, de ser otro, de regresar a Buenos Aires. Tal vez por eso me detengo en una esquina, me quito las sandalias y las arrojo a la calle.

Llego al estudio de televisión, en un barrio al norte de Miami, y saludo a Guillermo, el guardia colombiano, en su uniforme color café y su sombrero de ala ancha. Bajo de la camioneta, saludo a los guardias afroamericanos, uniformados como la policía montada, y paso por el salón vip, donde suelen esperar los invitados al programa. Todavía no ha llegado nadie. Saco una banana y una barra de granola. De pronto, oigo unos ruidos extraños, como los de un animal rasguñando una pared o caminando en el techo. Pienso: Deben de ser gatos techeros o roedores que vienen por la comida.

Voy al cuarto de maquillaje. La Mora, una cubana encantadora que llegó en balsa y estuvo presa en Guantánamo, me maquilla con esmero, muy suavemente. Es lo mejor de salir en televisión: que alguien te acaricie el rostro con delicadeza, como ya nadie te lo acaricia en la vida misma, mientras te cuenta chismes envenenados sobre los famosos que conoció o dice haber conocido.

Poco después llega la invitada. Es una mujer bella y famosa. Es cantante y actriz. La acompaña un séquito de asistentes, peluqueros, publicistas y socorristas de asuntos ínfimos. Uno de ellos lleva varios vestidos como si llevara un tesoro incalculable. La diva elegirá, llegado el momento, cuál se pondrá esa noche en mi programa. Esa incertidumbre crea una tensión que se puede respirar en el aire. Uno podría preguntarse por qué la dama no eligió el vestido en su casa o en la suite del hotel.

La respuesta parece obvia: si alguien no le cargase los vestidos con tan conmovedora devoción, quizá no sería una diva o no lo parecería, que es tan importante como serlo.

Saludo a la bella dama. Le digo que la admiro mucho. Puede que esté exagerando. Ella me dice lo mismo. Sospecho que exagera también. Es la televisión. Todo es mentira. La naturaleza misma del encuentro es de una falsedad innegable. Ella y yo simularemos un considerable interés por la vida del otro, pero el propósito verdadero que anima el encuentro es uno bien distinto del afecto o la curiosidad periodística: el de ella, promocionarse, que la vean muchas personas, que compren su disco, y el mío, por supuesto, cobrar. Si no estuviéramos frente a las cámaras, si no me pagasen, ¿nos haría tanta ilusión conversar las mismas cosas en un café, a solas? ¿Nos diríamos tantas lisonjas y zalamerías? ¿Nos juraríamos un próximo encuentro a sabiendas de que nunca ocurrirá?

De cualquier modo, la invitada es un encanto y por eso no necesito recurrir a mis fatigadas dotes histriónicas para hacerle saber que me cae bien. Quizá podría tomar un café con ella y reírme sin fingir una sola risa.

Ahora estamos en el salón vip. Comemos cosas grasosas, a pesar de que también han servido abundante comida japonesa, a pedido de la diva o de sus representantes, quienes parecen más ávidos por comer y beber que su patrocinada. La diva y yo, masticando papas fritas, nos decimos mentiras dulces, convenientes. Persiste, inquietante, el ruido de algo que sólo podría ser un animal casi tan hambriento como las señoras publicistas de la diva. Poco después, ella, la bella dama en cuestión, la estrella de la noche, se enfrenta a la decisión crucial, lo único que de verdad parece preocuparle: qué vestido ponerse, con qué aretes acompañarlo, cuál sería entonces el matiz apropiado del colorete en sus labios. Sus áulicos y turiferarios esperan el momento con un comprensible estremecimiento. Algo, sin embargo, se interpone en el camino entre ella y sus vestidos relucientes (y sin asomo de arruga alguna).

Es una rata, que ha salido de su madriguera, debajo del sillón de cuero gastado, y mira fijamente a la diva sin el afecto o la devoción que nosotros le prodigamos. Es una rata grande, gorda, insolente, desafiante. Puede incluso que no sea una rata, que sea pariente de una rata, alguna criatura aviesa de la familia de las ratas.

La diva, como era de esperarse, da un alarido de espanto y deja caer un rollo de comida japonesa (palta, queso cremoso, langostino), aterrada por la aparición del voluminoso roedor. La rata chilla, pero no huye. Al parecer hambrienta, se acerca al enrollado y lo olfatea. Los asistentes gritan, llenos de pavor, y salen corriendo con los vestidos agitándose y acaso arrugándose. En un momento de rabia, pierdo el control y le arrojo una lata de coca-cola a la intrusa. Para mi mala suerte, no le acierto. La rata, al verse agredida, nos mira como nunca me había mirado una rata, es decir, con un aire de superioridad física e incluso moral, y se decide a atacarnos. Naturalmente, como es una rata, y como odia la belleza, ataca a la diva, mordiéndola en el tobillo descalzo. La diva no puede tolerar esa imagen escalofriante, la de una rata gorda y peluda hincando sus dientes en la piel suavísima de sus pies, que ella ha cuidado con tanta minuciosidad.

Luego la rata huye y la diva se desmaya en el sillón de cuero gastado y alguien llama a la emergencia médica.

Poco después, cuando la diva recobra el conocimiento y es confortada por los socorristas y abanicada por su delicado séquito de eunucos, pronuncia unas palabras secas y memorables:

—¡Una rata de mierda no va a joder mi carrera! ¡Tráiganme los vestidos!

Saliendo del programa, suena el celular. Es un amigo argentino. Me invita a casa de un cantante famoso a comer un asado. Le digo que es tarde, que estoy maquillado y en traje. Insiste en que pase un momento. Le prometo que en media hora estaré por allá.

Paso luego por una farmacia, compro toallas húmedas, me limpio la cara dentro de la camioneta (lo mejor de salir en televisión es que te pongan base y polvos en la cara y un mínimo colorete en los labios y rubor en las mejillas y brillo en las pestañas) y me dirijo a la casa del cantante.

Toco el timbre. Digo mi nombre. Me preguntan si el cantante me espera. Digo que sí. Abren. Un sendero arbolado me lleva a la casa, al pie de la bahía. He estado allí otras noches y sé que será difícil salir antes de que amanezca, porque esa casa convoca espíritus inquietos y propicia fiestas inolvidables y confesiones de madrugada.

Saludo a los amigos, al cantante, a su novia, a sus amigas, y me siento a la mesa, pero nadie me ofrece algo de comer, todos fuman y beben cerveza porque ya han comido. Aunque tengo hambre, no digo nada, me dan una botella de agua helada, algunos se enojan porque no quiero fumar ni beber cerveza, les digo que ya estoy viejo, que al día siguiente tengo que trabajar, pero no me entienden, creen que soy un cobarde, un traidor, que juego con ventaja porque estoy en la fiesta pero no me abandono del todo, y yo me limito a sonreír y a decirles que tienen razón, y luego trago saliva a la espera de que alguna de las chicas se apiade de mí y me ofrezca una carnecita.

El cantante famoso, que es un conquistador, un brujo que te hechiza con la mirada y seduce a todo lo que se mueve, dice de pronto que tiene que irse a pintar, que hagamos lo que nos dé la gana.

Y enseguida desaparece sin despedirse ni nada. Yo digo que debemos irnos, que ya se fue a dormir, pero nadie me hace caso y la verdad es que en otras ocasiones el anfitrión ha hecho lo mismo, es decir, desaparecer misteriosamente un par de horas y luego reaparecer encantado, sonriente, como si acabara de dormir o hacer el amor o componer una canción o pintar un cuadro.

Mis amigos me llevan a la terraza frente a la bahía, abren más cervezas, encienden y aspiran todo lo que pueda fumarse, suben el volumen de una música odiosa, y yo no digo nade, no digo que me muero de hambre, que me molesta el humo de todos los tabacos que no cesan de expulsar sus lindas bocas cosmopolitas, que esa música es indigna de la noche, de aquella vista espléndida a la luna llena que reverbera en las aguas cálidas de la bahía.

De pronto una puertorriqueña muy guapa me dice que no he comido nada, que hay carne esperándome en la cocina. «Dios te bendiga», le digo, y ella corre a traerme un plato enorme en el que se entremezclan pedazos requemados de lomo, de pollo, de cerdo, de chorizo, lo que despide un olor embriagador, que despierta del soponcio en que se hallaba a un perrito peludo, muy coqueto, de color blanco, como esos que llevan ahora las chicas famosas en el bolso. El perrito se acerca, moviendo la cola, y se planta allí, debajo de la mesa, mirándome con avidez, a la espera de que deje caer algo de carne.

Sin pensar en las consecuencias, hago lo que parece natural, o sea, echarle un buen pedazo de chorizo, que el perrito traga con algo de dificultad pero sin demora. Los amigos siguen hablando de las mujeres, del amor, de los viajes, de los negocios, y yo sigo comiendo extasiado esa carne algo fría, y luego veo al perrito que me ruega con los ojos pedigüeños un poco más de chorizo. Pobre putito anoréxico, pienso, y le aviento un buen pedazo de chuleta que él mordisquea con frenesí porque al parecer no le cabe en la boca. Le toma un tiempo y no poco esfuerzo, pero consigue tragárselo todo. Luego camina dos o tres pasos y se echa, uno diría que satisfecho aunque no agradecido, porque ni me mira.

Poco después llegan las amigas, la novia, y acarician al perrito, pero él parece aturdido, ausente, y les pregunto a las chicas cómo se llama el perrito y me dicen que es perrita, que se llama Paquita, y les pregunto qué come Paquita, y me dicen que Paquita sólo come bolitas, y pregunto «bolitas de qué, porque está flaquísima», y me dicen «bolitas de alimento balanceado, porque los perros finos sólo comen alimento balanceado». Pienso: Menos mal que no me vieron desbalancearle el alimento a Paquita con un chorizo mariposa, una chuleta de cerdo y medio churrasco bien cocido.

Como los errores se pagan, Paquita sufre entonces los estragos de la panzada que se ha metido.

Porque, echada todavía, empieza a toser, como si quisiera expulsar algo, y las chicas se alarman, y una de ellas la carga y le dice «Paquita, maja, ¿qué te pasa?», y Paquita como toda respuesta vomita pedazos del tremendo chorizo mariposa que se ha comido. Y entonces las chicas se alborotan, y los amigos preguntan qué pasa, y una de las chicas dice «es que Paquita ha comido carne, ¿quién le ha dado carne?», y se hace un silencio eterno como el arte que habita en la música del cantante famoso que nos ha dejado, y Paquita rompe el silencio con sus espasmos, vómitos y convulsiones, y yo digo que se me cayó un chorizo al suelo y que Paquita se abalanzó sobre él, y entonces las chicas me miran como si fuera una bestia, un ignorante, y una, la más afligida, me dice «¡pero cómo se te ocurre, joder, si Paquita sólo come bolitas!».

Y entonces se la llevan cargada, vomitando, luchando por expulsar los trozos de carne que su estómago no puede asimilar, y luego oigo que llaman a gritos al chofer, porque hay que llevar a Paquita a la sala de urgencias del Mount Sinai a que le salven la vida. Y no tardan en llevársela así, en brazos, desfalleciendo, dejando la vida regada en una estela de vómitos y cagaderas por el sendero arbolado de la mansión del cantante que ni se entera de aquella agonía porque está pintando. Los amigos se ríen, son un encanto, les parece genial que haya matado a Paquita con una sobredosis de chorizos, pero yo no me río, yo sé que es mi última noche en la casa del cantante famoso si Paquita regresa cadáver del hospital. Por eso camino al borde de la piscina, me quedo contemplando la luna llena, las aguas quietas, el yate al que ya nunca subiré, y luego digo que voy al baño, que ya vuelvo, pero, aterrado de que aparezca el cantante y sepa que maté a su Paquita que sólo comía bolitas, me alejo por el sendero arbolado sabiendo que me voy para no volver.

No debí dar mi correo electrónico en el programa. Lo hice porque quería que el público pudiese ir al estudio a verlo en directo. La española leyó el correo, me escribió y me dijo que vivíamos en la misma calle, que había leído mis libros, que me veía caminar en las tardes rumbo al gimnasio y quería conocerme. Me dijo el número de la casa en que vivía y me invitó a tomar el té. No respondí.

Pero esa tarde, caminando al gimnasio, pasé frente a su casa, apenas a media cuadra de la mía, y eché una mirada. Era de dos pisos, de aire decadente, y combinaba con cierta temeridad los rojos y azules opacos. Las ventanas estaban abiertas y la brisa invernal mecía las cortinas transparentes. Me sorprendió que hubiese tantos autos en la cochera, cinco, todos deportivos, convertibles y de colores llamativos. Había algo raro en ese lugar. A primera vista algo chirriaba entre la descuidada vejez de la casa y la modernidad de los autos.

Cada noche, al llegar a casa, ya tarde, me sentaba a leer los correos y encontraba sin falta uno de la española, diciéndome qué cosas le habían gustado o disgustado del programa, qué invitados le habían parecido encantadores, aburridos o repugnantes. Eran textos cortos, bien escritos, salpicados de ironía, en el tono virulento y despiadado que uno puede permitirse cuando es crítico anónimo.

Por lo general, estaba de acuerdo con ella. Los personajes que la española encontraba odiosos, embusteros o cobardes también me lo parecían a mí, aunque, claro, yo no podía decirlo en televisión. Todas las mujeres que venían al programa le caían mal. Me exigía que fuese implacable con ellas. Era tremenda. «Tengo mucha mala leche», me dijo en uno de sus correos. «Por eso me caes bien, porque estás lleno de mala leche como yo», añadió.

Yo solía contestar esos correos breve y afectuosamente, en dos o tres líneas, por ejemplo «gracias, me hiciste reír, eres un amor», o «estás loca, eres genial, no dejes de escribirme», o «no podría estar más de acuerdo contigo, adoro tu mala leche», cosas así, que escribía sólo para halagarla.

Una noche me mandó una foto y me pidió que le dijera si la encontraba atractiva. «Sé que tienes novio», me decía. «Pero también sé que te han gustado algunas mujeres y quiero saber si yo podría llegar a gustarte». Abrí la foto. Era muy bella, joven, sorprendentemente joven, de unos treinta años y cierta belleza gitana, el pelo negro y largo, los ojos ausentes, almendrados, el rostro traspasado por una melancolía extraña, que no se adivinaba en sus correos, tan rotundos. Le escribí enseguida:

«Eres muy guapa. Pensé que eras mucho mayor. No se te nota la mala leche. Sabes posar». Ella escribió: «Estoy casada y amo a mi esposo, y sé que tienes un novio argentino, te he visto con él, pero algún día me gustaría saltarme las reglas y jugar contigo». Escribí sin demora: «Siempre me ha gustado saltarme las reglas». Extrañamente, ella dejó de escribirme varios días. Pensé que se había asustado, que sólo quería flirtear y que, ante la inminencia de un encuentro, se había replegado, temerosa: después de todo, era una mujer casada y tenía que ser prudente.

De pronto, la española regresó bruscamente a mi vida. Encontré de madrugada un correo suyo:

«Debo confesarte que hice trampa. La foto que te mandé me la tomaron hace veinte años. ¿Me perdonas? ¿Todavía quieres conocerme?». No le contesté. No me gustó que me hubiese mentido.

Pensé que no debía escribirle más, que era una loca peligrosa.

Enojada porque no le escribía, siguió enviándome todas las noches sus correos llenos de mala leche. Ya no me hacían gracia. Era evidente que estaba despechada y que odiaba a cualquier mujer que fuese más joven o guapa que ella. La española era una señora rica, loca, casada e infeliz, llena de tiempo libre y frustraciones, como muchas de mis vecinas.

Debí cambiar de ruta al gimnasio. Fui un tonto, me dejé emboscar. Una tarde pasé frente a su casa y ella salió corriendo, cruzó la calle, se plantó frente a mí y me dijo que estaba pasando unos días terribles por mi culpa. Le pregunté por qué me culpaba de su infelicidad. Me dijo: «Porque no me has escrito desde que te dije que esa foto tenía veinte años». Mientras decía eso, yo pensaba que la foto podía tener no veinte sino treinta años, porque la española lucía el rostro estropeado por tantas cirugías inútiles, que lo habían convertido en una mueca tensa, en el remedo triste de lo que fue, en la caricatura desfigurada de aquella foto en la que todavía tenía una cara verdadera y no esta máscara de ahora. «Lo siento, no he tenido tiempo de escribirte», dije. «Me estás haciendo sufrir mucho», me reprochó. «Eres un mal tío», dijo. «Esto no se le hace a una dama». Pensé: Es que no eres una dama. Pero no se lo dije. Me puse serio y dije con voz cortante: «No tengo tiempo para estas cosas. Estoy apurado». Y seguí caminando hacia el gimnasio.

Al final de la tarde, me eché a dormir la siesta. Desperté asustado. Alguien golpeaba la puerta de calle. Me puse de pie y me acerqué a la escalera. No podía verla, pero oí su voz llamando mi nombre. Era la vecina española. Volví a la cama y pensé que se cansaría de tocar la puerta. Me equivoqué. De pronto, la puerta se abrió y sentí su voz dentro de la casa, llamándome. No entendí cómo podía haber entrado, por lo visto había dejado la puerta sin llave. La española estaba gritando en mi casa y yo me escondía entre las sombras del segundo piso. «No te escondas, sé que estás arriba, no me obligues a subir», gritó. Un ramalazo de miedo me recorrió de la cabeza a los pies.

Pensé que había venido a matarme o, peor aún, a violarme. Entonces la mala leche se apoderó de mí y me hizo encender la luz de la escalera y gritarle: «¿Qué haces en mi casa, vieja de mierda? Vete ahora mismo, que ya llamé a la policía». Ella se asomó a la escalera y, para mi sorpresa, mostró unos libros que traía en las manos y me dijo, llorosa: «Sólo quería que me firmaras tus libros». No me inspiró lástima. «No me da la gana de firmarte nada porque no tienes derecho de meterte así en mi casa». Ella se quedó allí, mirándome con cara de víctima. «¿No te gusto?», me preguntó, con la voz quebrada, aguantando el llanto. «No, nada», le dije. De pronto ella recuperó el aire regio, me miró con mala cara y sentenció: «¿Sabes por qué no te gusto? Porque no te gustan las mujeres. Tú eres mariquita. Yo no te creo ese cuento de que eres bisexual. Tú eres mariquita y te gusta que te den por culo». Ahora la española estaba gritando y me miraba con una mala leche de siglos. Luego tiró mis libros al suelo y gritó: «Y estos libros son una puta mierda». Y se marchó haciendo sonar los tacos, dejando la puerta abierta, sabiendo que la policía no llegaría nunca ni yo iría a denunciarla.

Martín está en Buenos Aires porque su hermana Candy se encuentra muy enferma. Me dice que me extraña. No me ve hace un tiempo. No sabe cuándo volverá a verme. Como me extraña, escribe en Google mi nombre y lee las cosas que se han publicado sobre mí (más insidias que elogios). Luego entra en YouTube y, de nuevo, escribe mi nombre y pierde el tiempo mirando videos de los programas que hago en Miami y Lima.

En uno de esos videos, que corresponde al programa que hago en Miami, anuncio que, para romper la rutina, no voy a entrevistar a nadie, pues me someteré a las preguntas del público que, en un número no mayor a cincuenta personas, ha acudido al estudio. Lo que no digo (y esto lo sabe Martín) es que aquella noche me quedé sin invitado a último momento y por eso me resigné a dejarme entrevistar por el público, a sabiendas de que las preguntas serían peligrosas y rozarían el tema de mi vida amorosa y mi sexualidad.

Sentado frente a la computadora de su departamento de San Isidro, Martín contempla sorprendido la escena que se ha emitido no hace mucho en la televisión de Miami: una mujer alta, obesa, con marcado acento venezolano, cuyo rostro no se alcanza a distinguir porque la cámara la enfoca prudentemente desde atrás, se pone de pie y me pregunta:

—¿Cuál ha sido la relación que más te ha marcado en tu vida?

Respondo, aparentemente sin dudar:

—El gran amor de mi vida ha sido y es Sofía, la madre de mis hijas. Ya no vivo con ella, pero la sigo queriendo y la querré siempre.

La mujer venezolana se resiste a dejar el micrófono y a sentarse en la silla metálica que le lastima el trasero. Como ha llevado una botella de vino blanco y un pan de jamón que ella misma ha horneado para mí, se siente con derecho a preguntar:

—¿Te gustaría volver con ella?

Respondo, aparentemente sin dudar (porque cuando hablo en televisión no suelo dudar o al menos eso aparento):

—Nunca digas nunca. Sofía es el gran amor de mi vida y lo será siempre.

El público, integrado por señoras cubanas y venezolanas de una cierta edad, aplaude, conmovido.

Pero Martín se siente traicionado. Sin pensarlo, coge el teléfono, furioso, me llama a Miami y me dice:

—¿Así que Sofía es el gran amor de tu vida? Volvé con ella, si tanto la amás, boludo. No quiero verte más. Sos un mentiroso y un cobarde. No tenés los huevos de decir en televisión que sos puto y que tenés un novio. Y te hacés el machito sólo para que te aplaudan las viejas cubanas. Sos patético.

Martín corta el teléfono, enciende un porro y se queda llorando porque me quiere y me considera un mentiroso y un cobarde.

Yo no entiendo nada porque no sé que Martín acaba de ver ese video en YouTube (ni siquiera sé que ese video está en YouTube) y porque ya he olvidado aquella noche en que me sometí a las preguntas del público y dije esas cosas sobre Sofía. Como hago televisión todas las noches, y como me entrego a ella sólo por dinero, suelo olvidar las cosas que digo en mis programas con una muy conveniente facilidad.

Casi al mismo tiempo en que Martín ve el video y se molesta y entristece, Sofía, que está en el aeropuerto de Miami esperando un vuelo a Nueva York, entra a una tienda de libros y revistas y, curioseando, perdiendo el tiempo, ve el titular de una revista de chismes, que dice: «Jaime Baylys, sex símbolo gay». Sofía hace entonces lo que sabe que no debería hacer: abre la revista, busca el artículo queme alude y lee, irritada, las cosas que allí se dicen, en las que no reconoce siquiera vagamente al hombre que amó años atrás. El reportero de esa revista de chismes me pregunta:

—¿Estás enamorado?

Respondo, aparentemente sin dudar:

—Sí. Amo a Martín, mi chico argentino. Estamos juntos hace años.

El reportero insiste, porque para eso le pagan:

—¿Martín es el gran amor de tu vida?

Respondo:

—Sí. Martín es el gran amor de mi vida.

El reportero elogia mi honestidad y recuerda que por eso me darán un premio en Miami, el premio a la «visibilidad gay».

Pero Sofía no se alegra por el premio, pues se siente traicionada por mis declaraciones. Furiosa, dolida (más dolida que furiosa), piensa: Qué ironía que elijan símbolo sexual a alguien tan poco sexual. Luego abre el celular, marca mi número y me dice:

—Mejor no vengas al aeropuerto. No tengo ganas de verte.

Sorprendido, camino al aeropuerto para acompañarla mientras dure la espera (porque el vuelo a Nueva York está demorado por mal tiempo), le pregunto:

—¿Por qué? ¿Qué ha pasado?

Sofía responde secamente:

—Porque eres un símbolo sexual gay. Y porque el gran amor de tu vida es un hombre.

Luego corta el teléfono, se aleja de la gente y llora discretamente porque todavía me tiene cariño, a pesar de las cosas imprudentes que digo a veces en la prensa.

Yo no entiendo nada porque no he leído esa revista de chismes de Miami en la que me atribuyen aquellas declaraciones que en realidad nunca hice (pues el reportero decidió inventarse la entrevista con mucho cariño, dado que yo preferí no concedérsela).

Cuando regreso a casa, hago lo que suelo hacer cuando estoy abatido: me quito la ropa, me meto desnudo a la piscina y me quedo quieto, en silencio, mirando las nubes, los pájaros posados sobre los cables de luz, las lagartijas inquietas.

Organizo mi vida, mis trabajos, mis asuntos familiares, mis precarios compromisos de toda índole, alrededor de una idea capital, no negociable, que es el pilar de mi supervivencia: debo dormir por lo menos ocho horas y mejor si son diez.

Temeroso de que interrumpan esas horas sagradas, duermo con los teléfonos desconectados.

Sofía me ha dicho que es un acto innoble apagar los teléfonos por tantas horas, que alguien cercano a la familia podría morir y ella no tendría cómo darme la infausta noticia. Pero yo pienso, y así se lo he dicho, que si alguien muere —incluso si es ella— es mejor enterarme unas horas después, ya reposado.

He perdido todo interés en el amor y el sexo. Me resulta una fatiga seducir a alguien —un proceso laborioso en el que no puedo evitar mentir, simular ser alguien mejor de quien en verdad soy, encubrir el rasgo más conspicuo de mi carácter, la pereza— y más todavía vivir con esa persona y aceptar sus caprichos minúsculos. Ya lo intenté una vez, cuando estuve casado, y sé que el amor es un esfuerzo trabajoso y del todo innecesario.

Prefiero, cuando estoy urgido —lo que a mis cuarenta y tantos años es algo infrecuente—, aliviarme a solas, pensando en un cuerpo que se entrega y se somete a mis caprichos y luego se marcha sin decir palabra ni exigir nada. Por supuesto, es mejor entregarme a Martín, pero sólo lo veo unos días al mes, cuando voy a Buenos Aires o él viaja a Miami.

Trabajo pero detesto hacerlo y sólo lo hago animado por una secreta ilusión, la de reunir suficiente dinero como para no tener que trabajar más. No trabajo entonces con ganas, disfrutándolo, encontrando en ello alguna forma de dignidad o nobleza que me redima de mi abrumadora mediocridad. Trabajo resignadamente, porque no hay más remedio, porque oteo en el horizonte un premio todavía borroso: vivir sin trabajar, vivir de mis rentas, pasarme el día entero en una casa a solas, escribiendo y leyendo.

Estoy inscrito en un gimnasio. Tengo una credencial con mi fotografía. Cuando despierto de la siesta (porque aun cuando he dormido diez horas, intento también dormir la siesta, por si me hubiera faltado un tramo final en el único empeño al que me entrego trabajosamente: dormir), salgo y camino dos cuadras, la distancia que separa mi casa de ese gimnasio moderno, lleno de gente optimista (que me irrita) y estremecido por aquellos ritmos vocingleros que escupen los parlantes (que me irritan más aún). A veces llego a la puerta, echo una mirada pusilánime y decido no entrar, no contaminarme de esa vitalidad sudorosa, volver a casa arrastrando mi pereza, que es, a mis ojos, una manera de preservar la dignidad.

Viajo todas las semanas entre Miami, Lima y Buenos Aires. Podría parecer, por el ritmo vertiginoso en que me desplazo, que soy todo menos un haragán. Sería una percepción engañosa.

Lo hago porque, si bien es un esfuerzo no menor, me anima el deseo escondido de ahorrar suficiente dinero para no tener que trabajar ni viajar más, y sólo viajando ahora creo que podré llegar pronto a ese oasis de reposo absoluto que es, en mi mente adormecida, la idea más pura de la felicidad. Además, sé que en el avión, arrullado por el rumor de las turbinas y cubierto por tres mantas, dormiré con una profundidad que me resulta esquiva en tierra firme, en alguna de mis camas de paso. De modo que, cuando me dirijo a un aeropuerto, pienso esperanzado en las horas de sueño que encontraré en el avión, lo que en cierto modo mitiga el esfuerzo de salir de casa.

No quiero educarme, hablar otros idiomas o saber la historia de la humanidad. Antes leía ensayos, libros de historia, biografías políticas para saber quién gobernó de tal año a tal año, qué ideas políticas prevalecieron, quién ganó y quién perdió en la lucha perpetua por la gloria y el poder. Ahora nada de eso me interesa. No leo para aprender sino para obtener alguna forma de placer o goce. Por eso suelo leer novelas que cuenten las vidas de gente ordinaria como yo. Nunca intento seguir leyendo cuando se me entrecierran los ojos. No hay placer superior que el de evadirse de la realidad, no ya leyendo sino durmiendo y esperando con curiosidad las historias que viviré en mis sueños, en las que suelo ser un hombre seductor, aventurero, valiente, emprendedor, todo lo contrario de lo que soy en la vida misma.

Soy padre de dos hijas —que me fueron dadas por Sofía, que quiso hacer de mí un hombre laborioso y fracasó—, pero no intento educarlas o enseñarles nada o darles nociones de disciplina o rectitud moral, asuntos sobre los que no tengo la más vaga idea. Cuando estoy con ellas, trato de hacerlas reír haciendo bromas tontas —lo que no me cuesta ningún esfuerzo—, hablando en acentos pintorescos —especialmente como cubano—, simulando ser un idiota —algo que me sale natural— y dejando que háganlo que les dé la gana (aun si eso implica mentir o hacer trampa o fastidiar a alguien).

Veo con cierta perplejidad que una afición de mi primera juventud, la de ver partidos de fútbol por televisión, ha regresado a mi vida y se ha instalado en mi rutina con sorprendentes bríos. Salvo dormir, nada me interesa más que sentarme en un sillón reclinable a ver cualquier partido de fútbol, preferentemente de la liga argentina o española, pero también de las copas europeas o sudamericanas, del torneo inglés, italiano o chileno, o incluso, en mis momentos más abyectos —que me producen una sensación de repugnancia de ser quien soy: ese hombre fofo que mira una pelota—, partidos del dantesco campeonato peruano.

Quise ser político en mi juventud, pero ahora veo con horror la idea de servir a los demás cuando es tanto más razonable y gratificante servirse a uno mismo, dado que los demás siempre terminan enojados, insatisfechos y culpando de sus males a quienes han intentado servirles, y en cambio uno mismo, si aprende a servirse debidamente, suele quedar satisfecho, en paz, y sin deseos de que quien le ha servido, o sea, uno mismo, le dé explicaciones y vaya a la cárcel. Luego quise ser escritor —y quizá todavía estoy poseído por esa forma elegante de ejercitar la vanidad—, pero ahora pienso que sólo estoy dispuesto a seguir publicando ficciones de dudoso valor si nadie me obliga a defenderlas o explicarlas, a dar incontables entrevistas inútiles, a dejarme retratar, participar en congresos, foros o seminarios de los que sólo recuerdo la pueril vanidad de quienes allí se lisonjean o enemistan, a viajar en giras de promoción y ser esclavo mediático de la editorial.

Prefiero quedarme en casa, encender una de las tantas estufas —que, sin razón alguna, llamo «soplapollas»—, tumbarme en la cama con los teléfonos apagados y esperar el momento redentor del sueño, viendo cansinamente un partido de fútbol argentino, y maravillándome cuando una pierna se me mueve sola, como queriendo patear la pelota.

Llego a Buenos Aires un lunes que por suerte es feriado. Despunta el sol en el horizonte. Algo se inquieta felizmente en mí, saliendo del aeropuerto, al aspirar la primera bocanada de aire argentino.

Son las ocho de la mañana o poco más. El taxi deja atrás el paisaje boscoso, apenas difuminado por la niebla, y avanza sin interrupciones por la General Paz. Bendigo el feriado sin saber a qué o quién se lo debemos. Todos los meses, al llegar a esta ciudad que quiero inexplicablemente, pierdo hora y media en los descomunales atascos de aquella autopista, la General Paz, mientras leo los diarios hundido en el asiento trasero, pero esa mañana el remire avanza a cien kilómetros por hora, mientras el chofer y yo hablamos de fútbol, o mientras él habla de fútbol y yo lo escucho. Todos los lunes deberían ser feriados en honor a algún santo, algún héroe, algún rufián o alguna puta. Todos los lunes, sin excepción. Habría menos guerras y llegaría a casa de mejor humor.

He venido a Buenos Aires a ver el mundial de fútbol. Sé que no se juega en esta ciudad, pero yo quiero verlo acá, y no en Alemania, sentado como un demente frente al televisor, sufriendo, vociferando, vivando y maldiciendo, contagiado de la fiebre incurable que se apodera de casi todos los porteños, azuzado por la tropa itinerante de locutores y comentaristas argentinos que se desplazan insomnes por la geografía alemana, llevado a la euforia por tantos cánticos, banderas, estribillos y pancartas que se agitan en calles, autos y balcones de mi barrio de San Isidro, conmovido como un niño con sólo ver en la televisión las publicidades de cervezas, teléfonos móviles y electrodomésticos, que apelan con astucia, entre lluvias de papeles picados, al amor por lo argentino, ese raro sentimiento que habita en mí y que a menudo provoca burla y escarnio en mi país de origen, el Perú.

Son bien pocos los argentinos que no sucumben a ese hechizo. Martín, que detesta el fútbol en general y abomina los mundiales de fútbol en particular, ha viajado a Madrid para escapar de eso mismo que me ha traído a Buenos Aires: el frenesí bullanguero que invade las calles, la parálisis de la ciudad los días en que juega la selección, el eco glorioso de los gritos que la recorren y estremecen, y que no se hable de otra cosa que no sea el sueño de que la Argentina levante la copa por tercera vez. El fútbol, que es un acto de fe, ha producido ese feliz intercambio de nacionalidades: durante un mes, Martín es un apátrida en el exilio que desea la rápida eliminación de su país, y yo, un argentino por adopción, un argentino naturalizado (o desnaturalizado, según la moral con la que se me juzgue).

Poco antes del partido, todavía somnoliento, visto mi recién comprada camiseta albiceleste con el número diez en la espalda, y salgo a la calle a comprar los diarios, frutas y bebidas. Hay poca gente en la avenida 25 de Mayo, y esa poca gente parece presurosa por llegar a casa. Walter, mi peluquero, se asoma a la puerta de su local y me pregunta si quiero entrar en una apuesta. Pago cinco pesos, le digo el marcador con que la Argentina ganará esa tarde y él lo apunta en un cuaderno. Al salir, camino bajo un sol rotundo, que no puede ser sino el presagio de la victoria.

De regreso al edificio, entro en el ascensor, cierro la puerta con dificultad, pues voy lastrado por las bolsas, corro la rejilla metálica y aprieto el número tres. Miro el reloj: faltan pocos minutos para que comience el partido. El ascensor sube apenas un par de segundos y, entre un piso y otro, se detiene bruscamente. Aprieto de nuevo el número tres. Descorro y cierro la rejilla. Aprieto el botón del primer piso. Aprieto todos los botones. Mis esfuerzos son inútiles. El ascensor está atascado. No se mueve. No sé cómo reanudar su marcha. Como no llevo conmigo un teléfono móvil, no me queda sino gritar, pedir auxilio al portero, pedir auxilio a algún vecino atento que me rescate del encierro. Pero nadie me oye, porque el partido ha comenzado ya, y mientras grito desesperado, todo el mundo grita desesperado en sus casas frente a televisores en los que, además, sumándose al coro vocinglero, gritan desesperados los locutores. Es un momento, pues, de muchos gritos y desesperación, siendo la mía, con seguridad, la peor de todas las desesperaciones que habitan en ese viejo edificio de la calle Sáenz Peña.

El ascensor es muy viejo, de un tamaño mezquino, pues no caben en él más de dos o tres personas adultas, y está alfombrado por una tela grisácea, ajena a cualquier tentativa de limpieza, y recubierto de espejos en las paredes e iluminado débilmente por un foco fluorescente que de pronto se apaga, sumiéndome en la penumbra inquietante del entrepiso.

Después de mucho gritar, golpear las paredes y maldecir mi suerte, resignado ya a que nadie oirá mis pedidos de socorro mientras dure el partido, me siento en la alfombra grisácea, color cielo de Lima, y me río o lloro pensando que he venido hasta Buenos Aires para ver un partido de fútbol por televisión, sólo para terminar encerrado en un ascensor a la hora misma del partido.

Cada Cierto tiempo, el eco distante de unos gritos no sé si jubilosos, que provienen de los departamentos o de la calle, llega al ascensor y mitiga, si acaso, la soledad de mi encierro. No sé si esos gritos son goles convertidos o goles errados o penales no cobrados o expulsiones injustas o jugadas gloriosas o qué. No lo sé ni puedo saberlo, porque este maldito ascensor de un metro cuadrado se ha quedado inmóvil en el momento más inoportuno de los últimos cuatro años de mi vida.

Cuando llevo casi media hora sentado en el ascensor a oscuras, tratando de descifrar los gritos del vecindario, y todavía llamando a gritos al maldito portero sordo, opera un milagro: oigo un portazo y enseguida el ascensor se encabrita, salta, despierta de su letargo y empieza a descender.

Sin que yo toque un botón, he bajado de vuelta al vestíbulo del edificio. Descorro la rejilla, libre por fin, y una anciana me espera con la puerta abierta, lista para subir.

—He estado encerrado media hora —le digo, a punto de echarme a llorar—. Gracias por salvarme.

—Es que no cerró bien la puerta —me dice ella—. Cuando la puerta no está bien cerrada, el ascensor se traba. A mí me pasó una vez.

—He gritado como un loco, pero nadie me escuchaba —le digo—. Todos están viendo el fútbol.

—El fútbol, claro —dice ella, con un leve gesto de contrariedad.

—¿Sabe cómo va el partido? —le pregunto, impaciente por subir la escalera y sentarme frente al televisor.

—No lo sé ni me interesa —dice ella—. Desde que murió mi marido, no se ve más fútbol en mi casa.

Luego entra en el ascensor y me invita a acompañarla.

—No, gracias, prefiero la escalera —me disculpo. Me hace adiós y cierra bien la puerta.

Ahora estoy subiendo la escalera. Se rompe una bolsa plástica. Caen y ruedan las bebidas y las frutas. Me detengo a recogerlas. Entonces un coro de voces eufóricas se funde en el aire de ese pasillo. No cabe duda de que la Argentina ha marcado un gol. Dejo las cosas tiradas, corro hasta el televisor y alcanzo a ver la repetición.

Estoy en Buenos Aires para celebrar el cumpleaños de Martín, que cumple veintinueve, trece menos que yo. Martín ha regresado de Madrid. Nos conocemos hace cinco años. Cuando estamos en confianza, dice que soy su marido. Yo prefiero decir que es mi chico y mi mejor amigo. No vivimos juntos, pero nos vemos con frecuencia y ocasionalmente permitimos que la amistad se desborde al territorio más peligroso de la intimidad.

Martín no quiere celebrar su cumpleaños. Sigue muy triste porque su hermana Candy tiene un cáncer particularmente vicioso. Le parece que no debe alegrarse por el mero hecho de estar vivo y ser testigo de cómo se acrecienta su edad (lo que, por otra parte, alega, no constituye mérito alguno). Sin embargo, tras mucho insistir, lo convenzo de organizar un almuerzo con sus mejores amigos en un hotel de la ciudad. Martín acepta porque ama ese hotel.

El día de su cumpleaños, no le regalo nada porque, entre tantos apuros, he olvidado comprarle algo. Martín me dice que no importa, que le da igual, pero se queda dolido y, aunque trata de disimularlo, tal vez piensa que es un descuido inaceptable, que debió recibir un regalo de mí, el hombre al que llama su marido.

Quizá en venganza por el desaire del que se siente víctima, me dice, cuando vamos rumbo al hotel, que debí recortarme los pelos de la nariz, que le resulta muy desagradable ver esos pelos que asoman, impertinentes, odiosos, por mis orificios nasales (unos orificios que, años atrás, cuando era joven, usé para aspirar un polvo que me hacía olvidar lo que ahora acepto con cierta serenidad: que estaba en mi destino conocer el amor en la forma de un hombre).

Detesto que me haga ese tipo de comentarios: «Qué asco, se te ven los pelos de la nariz»; «qué vergüenza, te has puesto la misma ropa de ayer»; «deberías cortarte el pelo, parecés futbolista con esa melena de villero». Me siento agredido. Pienso que exagera, que no es tan grave tener dos o tres pelos que me salen levemente de la nariz. Pienso decirle: «Yo odio que te maquilles para ir a comer con tus amigos, pero no te digo nada. Si te molesta que no me corte los pelos de la nariz, podrías tener la delicadeza de quedarte callado». No digo nada, sin embargo, porque no quiero pelear. Es el cumpleaños de Martín. Quiero hacerlo feliz.

En algún momento, detengo el auto alquilado frente a una farmacia, bajo sin la menor brusquedad, compro una tijera para pelos de orejas y nariz, regreso al auto, bromeo con Martín (fingiendo que no me ha molestado la crítica a mi apariencia) y reanudo la marcha hacia el hotel.

Llegando al hotel, pasamos por la puerta giratoria (un momento que Martín adora porque le recuerda a las tardes en que su abuela lo llevaba a tomar el té) y voy al baño. Ahora estoy a solas frente al espejo. Soy un hombre fatigado, gordo, ojeroso. Saco la tijera de treinta pesos, hurgo delicadamente con ella en las cavidades estragadas de mi nariz y procuro eliminar los pelos que Martín encuentra repugnantes. La operación no es sencilla y por eso la ejecuto con extremo cuidado. De pronto, introduzco demasiado la tijera y me lastimo la nariz. Me duele. Grito:

«¡Mierda!». Estoy sangrando. Me echo agua en la nariz, la seco a duras penas, pero no dejo de sangrar. Sin pelos visibles en la nariz, pero sangrando levemente, regreso a la mesa donde mi chico me espera. Procuro disimular el percance, pero él no es tonto, advierte la herida en mi nariz, se siente culpable, me pide disculpas.

Me jacto de ser un hombre calmado y por eso finjo que todo está bien, pero en realidad estoy pensando que no me conviene tener una relación tan íntima con un hombre que se maquilla para salir y que me hace un escándalo cuando no me corto los pelos de la nariz.

Los amigos van llegando con regalos (libros, discos, ropa), los camareros descorchan botellas de champagne y la reunión se anima. Todos parecemos felices. Despliego mis encantos de buen anfitrión, simulo estar disfrutando de esa tarde lluviosa. Algo, sin embargo, me irrita en secreto: la nariz me sigue sangrando y un mosquito, uno de los tantos que han invadido la ciudad esos días de lluvia incesante, se posa sobre ella, al parecer atraído por el hilillo de sangre que cae del orificio derecho, y, aunque lo espanto, vuelve una y otra vez a chuparme aquella sangre tontamente derramada en nombre del amor. Desesperado, aplasto al mosquito, pero, al hacerlo, me lastimo de nuevo la nariz, que vuelve a sangrar, al punto que me obliga a regresar al baño, odiando en secreto a Martín.

Cuando vuelvo a la mesa, espanto a otros mosquitos, pido una copa de champagne y trato de contar historias divertidas.

De pronto, una mujer de mediana edad se acerca a la mesa y me saluda con una familiaridad que parece excesiva, pero que me veo obligado a disculpar, dado que me gano la vida en la televisión.

La mujer, que ha bebido y quizá por eso habla casi gritando, me dice que es mi fan, que me ama, que soy un ídolo, cosas que encuentro de un mal gusto atroz. Luego mira a Martín, que sufre en silencio porque detesta a la gente que me saluda ruidosamente, y me pregunta:

—¿Es tu hijo?

Respondo:

—Sí, es mi hijo.

La mujer comenta:

—Se parece a vos. ¿Qué edad tiene?

Respondo:

—Veinte.

Martín tiene veintinueve, pero podría parecer de veinte gracias a su cara (maquillada) de bebé.

Encantado con esa conversación inverosímil, Martín me dice, con voz afectada de niño:

—Papi, ¿puedo pedir un helado de chocolate?

—Sí, hijo —le digo.

Luego, para vengarme de la mujer, le digo:

—Me parece que tenés un mosquito en la cara.

—¿Dónde? —pregunta ella, alarmada.

—Allí, debajo de la boca —le digo.

Ella se toca y dice, muy seria:

—No es un mosquito, es un lunar.

Le digo:

—Mil disculpas, cada día estoy más ciego.

Martín no puede más y suelta una risotada. La mujer se marcha, ofuscada. Miro a mi chico, me río con él y entonces olvido el incidente de la nariz, los pelos, la sangre y el mosquito y recuerdo la razón por la que estoy allí, por la que siempre vuelvo a esa ciudad: porque soy feliz cuando veo sonreír a ese hombre con cara de niño.

Cae la tarde del domingo y necesito tomar un jugo de naranja natural. Cuando digo natural quiero decir uno recién exprimido y no uno de esos esperpentos en caja que traen más preservantes que zumo y que, para un adicto al jugo como yo, son un fraude. Camino por las calles empedradas de San Isidro buscando ese jugo reparador pero, como es domingo, todo está cerrado, todo salvo la catedral, a la que no oso acercarme para no perturbar la paz de los fieles.

Al volver a casa, sediento y malhumorado, paso por la esquina de las calles Alem y Acassuso y noto que un árbol ha reverdecido, llenándose de mandarinas. Quedo maravillado, contemplando esas mandarinas grandes y apetitosas, y me entristece ver que un puñado de ellas, tras caer a la vereda, han sido aplastadas.

Sin perder tiempo, entro al departamento, saco una escoba y un bolso deportivo y le pido a Martín que me acompañe a recoger mandarinas.

—Ni en pedo —dice él—. Yo no voy a robar frutas como un cartonero.

—Nadie va a robar nada —me defiendo—. El árbol está en la calle. Alguien tiene que comerse las mandarinas.

—¿En serio pensás sacar las mandarinas con una escoba? —pregunta.

—Claro —respondo—. Y luego voy a hacerme un jugo delicioso.

—Estás mal de la cabeza, boludo.

Salgo con la escoba y el maletín. El portero me mira con un gesto de extrañeza. Quizá se pregunta: ¿Será limpiador de casas los domingos este peruano de mala reputación?

Poco después, me detengo frente al árbol, contemplo las mandarinas, imagino el jugo exquisito que darán y empiezo a golpearlas con la escoba, tratando de hacerlas caer. El asunto resulta más difícil de lo que imaginé, porque las mandarinas no se desprenden al primer golpe, pero me caen encima hojas, ramas y un polvillo que me hace estornudar, y cuando logro derribar una, a veces se parte en dos o rueda por la calle y la pisa un auto o vuela unos metros y cae a los pies de un peatón.

A pesar de las dificultades, consigo reunir diez o doce mandarinas, hasta que una mujer pasa a mi lado y se queda mirándome, mientras yo agito la escoba en busca de una mandarina más.

—Yo a vos te conozco de alguna parte —me dice. Sonrío haciéndome el despistado y no digo una palabra, confiado en que se irá.

—Pero ¿vos no sos el peruano de las entrevistas? —insiste.

—No, señora —digo—. Soy su hermano.

—Sí, se nota —dice ella—. Tu hermano, el de la televisión, es más flaco —añade—. Qué vergüenza estos peruanos, hay que ver el hambre que traen.

La mujer se marcha y yo sigo derribando mandarinas con un júbilo que no puedo explicar, como si de pronto hubiese vuelto a ser un niño tumbando higos en la casa de mis padres en Lima.

Todo se estropea cuando oigo la sirena. Para entonces ya tengo más de veinte mandarinas en el bolso. Un automóvil policial rompe el silencio de la tarde y se detiene a mi lado. Con la escoba en la mano, intento sonreír.

—Pero ¿qué hace? —me dice un policía, bajando del auto.

—Nada, oficial —respondo—. Sacando mandarinas para hacerme un jugo.

—No, no, no —dice él, frunciendo el ceño, cruzando los brazos sobre la panza prominente.

Sacando mandarinas, no. Robando mandarinas, señor.

El otro policía mira con displicencia desde el asiento, mientras escucha el relato de un partido de fútbol.

—Pero ¿a quién le estoy robando, oficial? —me defiendo—. Si el árbol está en la calle, supongo que estas mandarinas las puede comer cualquiera, ¿no?

—Usted no es de acá, ¿verdad? —pregunta el policía, con una mirada condescendiente.

—No —digo.

—¿De dónde es?

—Peruano —digo.

—Peruano, claro —dice él—. Mire, señor, le voy a explicar —continúa—. Este árbol pertenece a la intendencia de San Isidro. Estas frutas también. Usted está robándole al partido de San Isidro.

Lo que está haciendo es un delito.

—No puede ser, oficial —protesto—. Estas mandarinas caen a la calle y nadie se las come. No estoy haciéndole daño a nadie.

—¿Está sordo? —dice él, ahora enfadado—. ¿Quiere que le repita todo de nuevo?

—No, no hace falta.

—Bueno, vamos —ordena secamente.

—¿Adónde vamos, oficial? —¿Adónde cree que vamos a ir? ¿A ver fútbol? Vamos a la comisaría, tengo que detenerlo por robo en la vía pública.

Aterrado, recurro entonces a la vieja pregunta:

—¿Hay alguna manera de solucionar esto amigablemente?

El tipo me mira con una sonrisa y dice:

—¿Qué quiere decir?

Me arriesgo:

—No sé, quizá puedo darle unos viáticos para unos refrescos y unas empanadas.

—Bueno, déme algo y quedamos como amigos —dice él. Le paso discretamente cuarenta pesos y le agradezco.

—Mejor regrese a Perú —me dice, con una sonrisa burlona—. Si tiene hambre, vuelva para allá.

Antes de irse, me advierte:

—Y no coma esas mandarinas, que dan una cagadera del carajo.

Vuelvo a casa cuando oscurece. Saco las mandarinas, las exprimo una a una y tomo ese jugo sorprendentemente amargo. El policía tenía razón: paso la noche sentado en el inodoro.