Capítulo Nueve

Carl se apoyó en la balaustrada del muelle de Santa Mónica masticando felizmente un corn dog[5]. Yo tenía otro corn dog, pero me sentía algo más sombrío. Estaba pensando cómo decirle a mi jefe que el alienígena que había confiado a mi cuidado había desaparecido misteriosamente en el Bosque Nacional de Los Angeles.

La buena noticia era que Joshua se había llevado consigo uno de mis teléfonos móviles: desde ese teléfono había llamado a mi despacho para dejar el mensaje. La mala noticia era que después de dejar el mensaje no respondía al teléfono. En cuanto recibí su mensaje, empecé a llamarlo a intervalos de cinco minutos hasta que llegué a casa. No hubo respuesta.

Cuando llegué a casa, me puse unos pantalones de chándal, una camiseta y mis olvidadas botas de acampada y salí por el patio trasero. Calculé que las probabilidades de que un perro de quince años y una masa viscosa llegaran muy lejos eran muy escasas. Escogí la dirección en la que pensé que podrían haber ido y eché a andar.

Cuando tenía trece años, conocía cada árbol, cada pendiente, cada roca grande del bosque de detrás de mi casa. De vez en cuando metía un libro, varias tabletas de chocolate y un par de Coca Colas en una mochila, dejaba una nota para mis padres, y me dirigía a las colinas. Volvía unas cuantas horas más tarde, en medio de la oscuridad total, sin temor a perderme o despistarme. Esto era Los Ángeles, después de todo: vuélvete en dirección a las luces y diez minutos más tarde estás en una u otra de las calles del extrarradio. Sin embargo, más importante era el hecho de que me conocía el camino: me resultaba tan impensable perderme en el bosque como perderme en el patio trasero de mi casa.

En los quince años transcurridos entre mis trece años y ahora, alguien había entrado en el bosque y había cambiado los árboles y las rocas de sitio. Cinco minutos más tarde, estaba completamente perdido.

Tres horas más tarde, arañado, magullado y cojeando, porque había metido el pie en la madriguera de un conejo y me había torcido el tobillo, volví a salir del Bosque Nacional de Los Angeles a kilómetros de distancia del punto por donde había entrado. Me habría sentido completamente desorientado si no hubiera tenido la suerte de salir de la maleza a doscientos metros de mi antiguo instituto; de cualquier forma, tardé casi otra hora en volver a casa por culpa del tobillo.

Más tarde, mientras estaba en remojo en la bañera, me hice un propósito: cuando Joshua volviera a casa, descubriría si era posible estrangular protoplasma. Era un buen propósito, y me felicité de que se me hubiera ocurrido a mí solito.

Joshua, sin embargo, permaneció un paso por delante. Simplemente no regresó.

A las dos de la madrugada me di por vencido y me fui a la cama. La parte racional de mi mente me decía que una criatura que había cruzado miles de millones de kilómetros de espacio vacío podría mantenerse con vida una noche en los bosques de Los Ángeles. El hombrecillo de mi cabeza, sin embargo, estaba convencido de que Joshua ya había sido devorado por los coyotes. Consideré durante unos instantes pedirle a mi compañía telefónica que triangulara la posición del teléfono, pero sospeché que el teléfono tendría que estar encendido para eso. Además, estaba la otra cuestión: Joshua era un extraterrestre, y resultaría difícil explicar a los equipos de búsqueda qué hacía mi teléfono inmerso en un charco de grumo gelatinoso. Lo mejor que podía hacer era dejar abierta la puerta del patio y esperar que Joshua y Ralph lograran regresar a casa.

Conseguí quedarme dormido a las seis. Ni Joshua ni Ralph aparecieron. Cuando finalmente salí de casa a las once para almorzar con Carl, los dos seguían desaparecidos.

El único extraterrestre de todo el planeta y yo había conseguido perderlo. Estaba despedido de todas todas.

—Dios —exclamó Carl, contemplando su corn dog a medio comer—. Me encantan los corn dogs. ¿Quién podría haber pensado que las salchichas podrían saber tan bien si las metes en un tubo, las cargas de nitratos y las envuelves en pasta de maíz? Pero aquí está. ¿Qué edad tienes, Tom?

—Tengo veintiocho años.

—Cuando yo tenía veintitantos, Tom, venía aquí con Susan, mi primera esposa, y comprábamos un par de corn dogs y luego paseábamos hasta el final del muelle y contemplábamos la puesta de sol. Era a finales de los setenta, cuando la contaminación era tan intensa que sólo respirar constituía un peligro para la salud.

—Lo recuerdo —dije—. Me libré de un montón de clases de educación física por eso. Teníamos que quedarnos en clase y pasábamos diapositivas. Aprendí un montón sobre las misiones de California de esa forma.

—No es que eche de menos aquella niebla, te lo aseguro —declaró Carl, echando a andar—, pero creaba unas puestas de sol preciosas. El final de los años setenta fue un período terrible en la historia del Universo, Tom… Teníamos la estanflación, los rehenes americanos en Irán y una moda feísima. Y la contaminación. Pero las puestas de sol no estaban mal. No sirve de nada, pero demuestra que no todo puede ser malo a la vez.

—No sabía que te habías casado más de una vez —dije—. Creía que Elise era tu primera esposa.

Elise, la esposa de Carl, era la persona más atemorizadora que uno pudiera conocer, una abogada aterradoramente inteligente que también tenía un doctorado en psicología. Estaba pensando en presentarse a fiscal del distrito de Los Angeles. A partir de ahí sólo le faltaría un saltito para convertirse en alcaldesa. Entre los dos, Carl y Elise, dirigirían el sur de California dentro de una década.

Carl se volvió a mirarme.

—Elise es mi segunda esposa. Susan murió en 1981. Un accidente de coche: un idiota borracho salió por una rampa de acceso y se estampó contra su coche. Los dos murieron al instante. Estaba embarazada, ¿sabes?

—Lo siento muchísimo —dije—. No pretendía revivir recuerdos dolorosos.

Carl no le dio importancia.

—No podías saberlo. Nunca hablo del tema y nadie lo comenta estando yo presente. Una de las ventajas de ser el tipo de jefe que acojona a los subordinados. Susan era una mujer maravillosa…, pero también lo es Elise. He tenido mucha suerte.

—Sí, señor.

Comimos nuestros corn dogs en silencio.

—Vamos —dijo Carl, después de terminar el suyo—. Hace semanas que no paseo por la playa. Podremos charlar un rato mientras andamos.

Volvimos atrás por el malecón, nos detuvimos junto al coche de Carl para quitarnos los zapatos y los calcetines, y caminamos por la arena hasta la orilla.

—Bien —empezó, cuando llegamos al agua—. ¿Cómo le va a Joshua?

Tragué saliva y vi mi carrera pasar rápidamente ante mis ojos.

—En este momento está desaparecido, Carl.

—¿Desaparecido? Explícate.

—Él y Ralph, el perro de mi vecino, salieron a pasear por el bosque ayer, mientras yo iba a ver a Elliot Young. Cuando regresé al despacho, Miranda tenía un mensaje suyo diciendo que había sucedido algo y que llegaría tarde. Es lo último que sé de él. Fui a buscarlo anoche, pero no lo encontré. Me quedé en casa hasta las seis de la mañana y no había regresado.

—¿Adonde iría? —preguntó Carl—. No se puede decir que no llame la atención.

—El Bosque Nacional de Los Angeles empieza más o menos en mi patio trasero —dije—. Se internaron en él.

Si yo fuera Carl, ese habría sido el momento en que me habría despedido. En cambio, Carl cambió de tema.

—He oído que pegaste a Ben Fleck ayer.

—Sí, lo hice —admití—. Me quitó a Elliot Young. También es la fuente de Lupo Associates en ese maldito artículo de Espectáculo. Darle un puñetazo me pareció una alternativa mejor a romperle el cuello. Aunque ahora me siento culpable. Creo que pude romperle la nariz.

—No está rota. Le hicieron unas radiografías en el hospital. Simplemente tiene un «severo hematoma».

—Bueno, eso está bien. Quiero decir, relativamente.

—Así es —reconoció Carl—. Sea como sea, Tom, preferiría que en el futuro encontraras algún modo menos dramático de resolver tus problemas con Ben. Puede que se lo estuviera buscando, pero ese tipo de cosas no son buenas para la moral de la compañía. Además, considerándolo todo, atrae sobre ti una atención que no queremos en este momento.

Carl se refería al alboroto en la sección de «Gente» del Times: uno de los testigos de la oficina había filtrado la noticia al periódico, y el periódico hizo su investigación y descubrió que Ben me había quitado a uno de mis clientes. También mencionaba el artículo de Espectáculo como factor influyente en el proceso. Para más inri, el Times había llamado a mi despacho esa mañana, buscando un comentario sobre Espectáculo y sus prácticas editoriales. Parecía que los medios habían levantado una piedra en busca de un bicho, y ese bicho era yo, que sólo quería perderme de nuevo en la oscuridad.

Me eché a reír. Carl me miró con extrañeza.

—¿Qué es tan gracioso? —preguntó.

—Lo siento —me disculpé—. Estaba pensando en ello. Esta semana dos de mis clientes me han dado la patada, una revista me ha tildado de loco, he atacado a un colega y he dejado que un alienígena se pierda en el bosque, donde probablemente se lo haya comido un coyote. Estoy intentando imaginar cómo puede empeorar la semana. No creo que sea posible.

—Podríamos tener un terremoto —apuntó Carl.

—Un terremoto sería maravilloso. Le daría a todo el mundo otra cosa en la que pensar. Uno grandote, de siete u ocho en la escala de Richter. Graves daños estructurales. Eso funcionaría.

Carl permaneció allí de pie un momento, aparentemente preocupado. Seguí su línea de visión hasta sus pies. Estaba entretenido jugueteando con la arena entre los dedos. Después de unos segundos, se apartó y dejó que las olas cubrieran sus huellas, borrándolas parcialmente. Luego volvió a dejar las huellas de sus pies en la arena.

—Tom, no te preocupes demasiado por Joshua en este momento. Estará bien. Los yherajk son casi indestructibles según nuestros baremos, y dudo que los coyotes o lo que sea hayan podido darle un mordisco. Joshua puede hacer que una mofeta parezca un lecho de rosas. Él y… ¿Ralph? —buscó confirmación. Yo asentí—, estarán probablemente pasándoselo en grande. No me dijiste que se había hecho amigo de un perro.

—Se llevan muy bien —afirmé—. Son la solución mutua a los problemas de aburrimiento de cada uno. Creo que a Joshua le cae mejor Ralph que yo.

—Bien, es una buena noticia, por lo menos. De todas formas, espero que Joshua vuelva pronto. Trata de relajarte un poco.

Hice una mueca.

—Si pudiera quitarme de encima a Espectáculo, me encontraría mejor.

—Ya nos hemos encargado en parte de eso —afirmó Carl—. El Times está preparando un artículo sobre Espectáculo, ¿sabes?

—Me llamaron esta mañana —admití—. Temía que volvieran a hacerlo.

—Yo he hablado ya con ellos —me aseguró Carl—. Les di una larga charla sobre cómo Espectáculo cogió la innovadora política de seguimiento guiado de nuestra compañía e hizo que pareciera que tenías un colapso nervioso. Dije que si tú tuvieras un colapso nervioso, entonces eso quería decir que varios agentes sénior y yo lo teníamos también, ya que también habíamos empezado a hacer de mentores de algunos de nuestros agentes recién incorporados.

—Gracias —dije—. No tenías por qué hacer eso.

—Pero lo hice. Eso nos quita la mala prensa de encima. No te echo la culpa: ese tipejo de Van Doren estaba preparando algo, y tú estabas en el lugar equivocado en el momento equivocado cuando te encontró. De todas formas, la idea del seguimiento guiado no es mala; hace tiempo que tenemos una agencia donde o nadas o te hundes. Sería bueno hacer las cosas de otra forma durante un tiempo.

—Me sorprende que lo hayas averiguado —dije.

—Le pregunté a Miranda. Parece que te tiene en muy alta consideración.

—Yo también la tengo en muy alta consideración. De hecho, estaba pensando en subirle el sueldo.

—Súbele un diez por ciento —me autorizó Carl—, pero que no lo vaya diciendo por ahí. Hemos estado reduciendo los aumentos últimamente. Pero me imagino que se lo merece, o se lo merecerá cuando este asunto haya terminado. Lo cual me recuerda, puesto que has ideado el programa de seguimiento guiado, que has ganado nuestro Premio Anual de Innovación en la Agencia. Enhorabuena.

—Magnífico —dije—. Nunca había oído hablar de ese premio antes.

—Es el primer año. No te emociones demasiado. Ya le he dicho al Times que has donado el importe del premio a la Ciudad de la Esperanza.

—Qué amable por mi parte.

—Desde luego —reconoció Carl—. El tema de todo esto es que ahora, en vez de ser visto como alguien que se está viniendo abajo, que es interesante y vende periódicos, pareces alguien que tiene altos ideales y cuyo corazón está en el lugar adecuado, cosa que es aburrida y no interesa un pimiento a nadie. Espectáculo, como no podía ser de otra forma, parece un panfleto lleno de malos reportajes. Y parece que Ben Fleck se ha llevado su merecido. Todo en su sitio.

—Vaya —dije—. Creí que me ibas a despedir.

—Bueno, seré sincero contigo, Tom —manifestó Carl—. No es exactamente así como yo quería llevar la situación. Hemos resuelto la mayoría de incidentes en esta ocasión. Ahora hazme el favor de no pedirme que me saque de la manga, otro deus ex machina. No me gusta, y atrae más atención sobre nosotros de la que quiero. ¿De acuerdo?

Sentí la extrema irritación que subyacía directamente bajo la plácida declaración de Carl. Puede que no me echara la culpa de nada de lo que había sucedido, pero eso no significaba que no llegara a perjudicarme. Ahora iba a tener que trabajar el doble de duro para no joderla en el futuro. Supuse que, tarde o temprano, tal como habían ido las cosas hasta ahora, estaba perdido.

—De acuerdo —respondí.

—Bien. —Carl dio una palmada—. ¿Te gusta el helado? Hay un sitio aquí cerca que tiene el mejor helado cremoso de Los Ángeles. Vamos a comprar uno.

El helado era tan bueno como había asegurado Carl; primero salía en espiral de la espita, luego se recubría de chocolate que formaba un duro caparazón. Nos sentamos en el exterior de la heladería y vimos pasar a las patinadoras y las gaviotas.

—¿Sabes qué me gustaría saber de verdad? —dije.

Carl se estaba limpiando la barbilla, que le chorreaba chocolate.

—Seguro que me lo vas a decir.

—Lo haré. Me gustaría saber cómo conociste a nuestro oloroso amiguito del espacio. Y me gustaría saber cómo Joshua recibió su nombre.

—El almuerzo casi ha terminado —se escabulló Carl—. No creo que me dé tiempo de contarlo ahora mismo.

—Oh, vamos —insistí, arriesgándome a resultar un poco demasiado familiar—. Eres uno de los hombres más poderosos de esta mitad del continente. Si tienes una reunión, esperarán.

Carl dio un mordisco a su helado.

—Supongo que tienes razón. Muy bien, pues. Allá va.