Agente elusivo
Tom Stein es el agente más prometedor de Hollywood.
Entonces, ¿por qué actúa de forma tan rara?
por James van Doren
A primera vista, Tom Stein no parece el típico millonario de Hollywood. Tal vez es porque va empujando una garrafa de agua de veinticinco litros hasta su coche. La garrafa está llena, dice, de aguas sulfurosas de un lugar apartado en el desierto donde van los agentes de Lupo Associates cada vez que se sienten un poco estresados. El hecho de que Stein la vaya empujando hasta su coche dice dos cosas: primero, está estresado. Segundo, no tiene tiempo para sentirse estresado ahora mismo.
¿Y quién puede reprochárselo? La semana pasada, Stein dio el pelotazo más grande de su joven carrera como agente, cuando consiguió sacarse de la manga un contrato de 12,5 millones de dólares para su clienta Michelle Beck por el regreso de esta a la secuela de Tierra asesinada. Se pagan grandes sueldos a las actrices, pero no muchos y, desde luego, no tan pronto: el caché de Michelle estaba en unos escasos 650 000 dólares, una vigésima parte del siguiente, cuando interpretó un papel secundario en la recién terminada serie «La cola del escorpión». O, por expresarlo de otra manera, el diez por ciento de Stein es casi el doble del anterior caché de su clienta.
El éxito de Stein es otro ejemplo del capitalismo duro de Hollywood, pero la cuestión sigue siendo: ¿a qué precio? Pues poco después del truco de magia de Stein con Michelle Beck, sus amigos y colegas empezaron a advertir que el normalmente afable Stein se ha vuelto más esquivo y retraído. Y sus dientes han sufrido la conducta más extraña de todas: sin aviso, Stein los ha desviado a una agente subordinada, cuya inexperiencia y (según alegan algunos) incompetencia podrían enviar sus carreras al limbo cinematográfico. ¿Qué han hecho para merecer esto, se preguntan? ¿Y qué secreto reconcome a Tom Stein? ¿Ha terminado su carrera justo cuando empezaba?
(Sigue en la página 65)
El artículo en sí mismo habría sido gracioso si lo hubiera escrito otra persona. Van Doren, en ausencia de realidad, tejía un fascinante relato de estrés y paranoia que especulaba con todo, desde sexualidad conflictiva pasando por el consumo de drogas hasta un «conflicto edípico tardío» con mi padre agente: el hecho de que yo ganara mi primer millón, al parecer era un modo de «reclamar la corona de mi padre» en el campo elegido por mí, según había conseguido deducir el psicólogo Van Doren.
Siendo Espectáculo la revista de mierda que era, las citas sobre mí por parte de amigos y colegas eran inusitadamente breves: las citas atribuidas procedían principalmente de conocidos del instituto y residentes del dormitorio universitario que generalmente me describían como «amistoso» y «tenaz», nada de lo que preocuparse, puesto que era cierto, y blandamente no específico; esos tipos podrían haber estado describiendo el rescate de un perro san bernardo con las mismas palabras e idénticos resultados.
Las citas de fuentes no identificadas, había dos, no eran difíciles de dilucidar. La primera, el «miembro de Lupo Associates», era obviamente Ben Fleck. Ben, sin duda aprovechando la oportunidad para desquitarse, me describía como un «tiburón con Brylcreem» que era «enfermizamente dado al secretismo, hasta el punto de prohibir a sus ayudantes hablar incluso con otros agentes». Lo segundo me pareció divertido; lo primero, inexplicable: no me pongo nada en el pelo, mucho menos Brylcreem. Sospeché que Ben ni siquiera sabía lo que era el Brylcreem[3] Hice que Miranda le enviara un tubo con mis saludos.
La segunda era una «clienta importante» que describía a Amanda como una «mojigata chillona» y a mí mismo como a un «jodido señor del ego», y de ahí para arriba. Quedaba muy claro que Van Doren había conseguido más de lo que esperaba de Tea Reader, ya que al final incluso él advertía que parecía que esta clienta en concreto «libraba su propia vendetta personal contra el universo, y Tom Stein parece ser el objeto en movimiento más cercano».
Fuera como fuese, Van Doren aprovechó la rabia de Tea contra Amanda y la explotó, dándole una buena somanta a la pobre chica. Van Doren localizó a la estrella de culebrones mexicanos, quien se quejó, a través de un intérprete, de que Amanda no le había encontrado ningún papel en las grandes producciones de Hollywood. El actor que la socorrió en la maratón describía cómo se conocieron, lo que hizo parecer a Amanda a la vez enfermiza, por desmayarse, y luego excéntrica, por convertirse en agente del primer corredor que pasaba y le administró el boca a boca.
Ben Fleck reaparecía luego con su disfraz de miembro de Lupo Associates para hacer comentarios despectivos por el hecho de promocionar agentes del departamento de correos (Ben consiguió su puesto de trabajo por nepotismo, pues su padrastro era agente sénior antes de que la espichara, filete en mano, en Canter’s Deli), y mencionaba, oscuramente, que yo mismo había salido del departamento de correos. Obviamente, los tipos de los departamentos de correos cuidaban unos de otros, como los hermanos de las fraternidades o los templarios.
Amanda leyó el reportaje e irrumpió en mi despacho, lanzó el ejemplar de Espectáculo sobre la mesa y luego se desplomó en el sillón, hecha polvo.
—Quiero morirme —exclamó.
—Amanda, nadie lee Espectáculo —la consolé—. Y los que lo hacen suelen saber lo suficiente para darse cuenta de que está llena de mierda.
—Mi madre lee Espectáculo —apuntó Amanda.
—Bueno, vale, casi todo el mundo sabe que está llena de mierda —rectifiqué—. No te preocupes por eso. La semana que viene encontrarán más fotos de famosos desnudos y se olvidarán de esto. No te inquietes tanto.
—No estoy inquieta, estoy jodida —precisó Amanda, susurrando la palabra «jodida» como si le preocupara que fueran a castigarla. Me pregunté de nuevo cómo se las apañó para convertirse en agente—. Sé quién habló con Espectáculo. Sé quién es esa fuente que no nombra. Es esa zorra de Tea. —Vaciló en «zorra», y luego me dirigió una sonrisa amarga—. ¿Sabes?, le conseguí un papel en la nueva película de Will Ferrell. Un buen papel. Supongo que eso no importa.
—Lo siento, Amanda —dije—. No debí haberte soltado encima a Tea sin avisar. Tendría que haberte hecho saber que es una zorra de alto voltaje. Es culpa mía.
—No, no importa. Está bien. Sé algo que Tea no sabe.
—¿Qué?
—Que tiene un papel en una película de Will Ferrell.
—Amanda —exclamé, sorprendido—. Eres la leche. Y yo que empezaba a preocuparme por ti.
Amanda sonrió como una niña de cinco años que hubiera saboreado por primera vez lo que es ser traviesa y hubiera comprendido que es algo que se disfruta haciendo. Mucho.
Amanda acabó sobreponiéndose: el peor de sus problemas con Tea se terminó entonces. Mis problemas con mis clientes acababan de empezar. Durante la semana siguiente, estuve en el infierno de los agentes.
—Cuidado con el foco —avisó Barbara Creek.
El foco al que se refería era una enorme lámpara klieg que se encontraba en medio del plato donde se rodaba la serie de su hijo «¡Pesas arriba!». La caja del foco estaba hecha trizas y la lente rota y desperdigada por todo el suelo como si fueran joyas machacadas en un rincón, junto a las pesas y máquinas de ejercicio que componían el decorado del local del club deportivo de la serie.
—Supongo que ese foco no tendría que estar en el plato —dije.
—Pues claro que no —respondió Barbara, y entonces alzó la voz para que todos pudieran oírla—. ¡Está en el plato porque algún maldito idiota del sindicato que tenía que colgarlo no sabe hacer su maldito trabajo! ¡Y no tendría trabajo si su maldito trabajo no estuviera protegido por su maldito sindicato!
La voz de Barbara, grave y dominante en una conversación normal, reverberó por todo el plato como si fuera la réplica de un terremoto particularmente desagradable. Desde los rincones y los andamios, los miembros del equipo se la quedaron mirando con mala cara. Algo me dijo que este no iba a ser un rodaje sencillo.
—¿No debería venir alguien a recogerlo? —pregunté.
—Ni hablar —repuso Barbara—. Se queda aquí hasta que llegue el presidente del sindicato. Quiero que vea qué tipo de trabajo han estado haciendo los idiotas de barrenderos de su sindicato. —Una vez más Barbara alzó la voz para llegar a los asientos baratos—. Aquí nadie va a hacer nada hasta que llegue.
Eso era cierto. Había cuarenta personas en el plato, casi todos miembros del equipo, cruzados de brazos. El elenco parecía haber desaparecido, con la excepción de Chuck White, que interpretaba al mejor amigo de Rashaad Creek en el programa. Chuck hacía ejercicios en uno de los decorados.
—¿Cuánto tiempo llevas esperando? —pregunté.
—Seis largas e improductivas horas —respondió Barbara—. Y voy a seguir esperando, y todos van a seguir esperando, hasta que llegue el presidente del sindicato. Todo el que se marche antes de que llegue está despedido, con sindicato o sin sindicato.
Directamente detrás de Barbara, uno de los cámaras le hizo un corte de mangas.
—Pero no te he pedido que vinieras para hablar de los focos, Tom —dijo Barbara, acercándose a los asientos del público—. Quiero hablar contigo del futuro de la representación de Rashaad.
Seguí a Barbara.
—¿Ha habido algún problema? —pregunté.
Barbara se sentó en una de las gradas.
—No tanto como eso, Tom… Ven, siéntate un momento. —Dio unos golpecitos en el asiento contiguo—. Tengo que decirte que he oído algunas cosas muy preocupantes.
Me senté.
—Esto no tendrá algo que ver con ese artículo de Espectáculo, ¿no?
—Podría ser —asintió Barbara—. Sabes, ese periodista, Van Doren, nos llamó a Rashaad y a mí. Nos preguntó si habíamos advertido que estuvieras actuando de forma rara últimamente. Y entonces nos dijo que habías dejado a un montón de clientes. Como puedes imaginar, esto nos pareció muy preocupante. Yo lo encontré muy preocupante.
—Barbara —dije—, no tienes nada de qué preocuparte. Sí, he traspasado a varios de mis clientes menos importantes, pero desde luego no tengo ninguna intención de hacerlo con Rashaad. Va camino de la cima y pretendo seguir acompañándolo.
—Tom —preguntó Barbara—, ¿te estás drogando?
—¿Disculpa?
—¿Te estás drogando? —repitió—. Ese periodista mencionó algo de un centro de salud y tratamientos de azufre. A mí eso me suena a rehabilitación. Sabes lo que pienso de las drogas. No estoy dispuesta a tolerarlas cerca de mi hijo. Sabes que hice que todos los presentes en el plato pasaran por un análisis de orina antes de poder trabajar aquí. Si mostraran el más leve rastro de algo en su sistema, estarían automáticamente despedidos.
Después de que «¡Pesas arriba!» recibiera luz verde, Rashaad celebró una pequeña fiesta para él y treinta de sus amigos geográficamente más cercanos en el hotel Four Seasons de Beverly Hills. Uno de los «amigos» de Rashaad llegó con más cocaína de la que había en la escena final de Scarface. Pero claro, Rashaad no era el que tenía que hacer pis en un vasito.
—Estoy limpio, Barbara —le aseguré—. La última vez que fumé algo ilegal fue en mi primer año de universidad. No tienes que preocuparte por eso.
—Entonces ¿qué es lo que va mal, Tom? Yo… —Se interrumpió cuando alguien se nos acercó. Era el ayudante de producción del programa—. ¿Qué quieres, Jay?
—Barbara, tendríamos que seguir adelante. Otros cuarenta y cinco minutos y tendremos que empezar a pagarlo como horas extra. Y todavía no hemos rodado la mitad del episodio. Vamos a pasarnos aquí toda la noche si no empezamos ya.
—Entonces, nos pasaremos aquí toda la noche —repuso ella—. No va a pasar nada hasta que ese maldito tipo del sindicato saque su perezoso culo de Burbank.
—Barbara, tenemos que grabar este programa. Ya llevamos dos días de retraso.
—Me importa un rábano el retraso —le espetó Barbara, y tomó carrerilla—: Lo que sí me importa es que mi hijo esté siendo rehén de cretinos que no saben enroscar una bombilla. Y si esos chicos creen que van a cobrar horas extras, están seriamente equivocados, Jay. Hemos tenido que parar por su culpa. En todo caso, a estas alturas, tendrían que pagarme a mí.
Jay, el ayudante de producción, se encogió de hombros.
—Tú eres la jefa, Barbara.
—Exactamente —afirmó Barbara, mirando alrededor—. Yo soy la jefa. Todos haréis muy, muy bien en recordar quién firma vuestros malditos cheques. Ahora déjame en paz, Jay. Tengo que hablar de negocios.
Jay se largó. Barbara se volvió hacia mí.
—¿Ves lo que tengo que aguantar? Ahora sé por qué Roseanne era tan dura con su equipo. Hay que serlo. Esta gente no son más que un puñado de golfos perezosos. ¿Sabes? Ese foco ha estado a punto de matarme. Otros dos palmos y habría aterrizado en mi cabeza.
—Es horrible —manifesté.
—Bueno, ya está bien de este asunto —cortó ella—. ¿Cuál es tu problema, Tom? Te ocurre algo y nos tiene preocupados. ¿Cómo puedes ser el agente de mi hijo si te estás viniendo abajo?
—No me estoy viniendo abajo, Barbara. El artículo de Espectáculo no tiene nada que ver. Todo va bien. De verdad.
—¿Sí? Me extraña. He estado pensando dónde se encuentra mi hijo, y me pregunto seriamente si este lugar es donde debería estar en esta coyuntura de su carrera.
—Bueno, demonios, Barbara. Tiene su propio programa en una cadena nacional. Yo diría que eso está muy bien para un chico de veintitrés años.
—A los veintitrés años Eddie Murphy había hecho Límite 48 horas, Entre pillos anda el juego, y Superdetective en Hollywood —me soltó Barbara—, y su programa salía en una cadena de verdad.
—No todo el mundo puede tener la carrera de Eddie Murphy.
—¿Ves? Esto es lo que me preocupa —insistió Barbara—. Yo sí creo que Rashaad puede tener la carrera de Eddie. Tú crees que no.
—No he dicho eso. Pero ahora que lo mencionas, no creo que Rashaad quiera tener la carrera de Eddie Murphy. Incluye Noches de Harlem y Las aventuras de Pluto Nash, ya sabes.
—Pero estamos hablando de manera retórica, ¿no? —continuó Barbara—. Porque el hecho es que Rashaad ni siquiera ha aparecido en ninguna película. Todo lo que tiene es un programita en una cadena pequeñita.
Iba a responder cuando dieron un golpecito en la barandilla. Los dos nos volvimos para ver a Rashaad, con una camiseta con capucha, rodeado de sus lacayos. Al parecer alguien se había olvidado de decirle a Rashaad que el aspecto gánster había pasado a la historia cuando acribillaron a Notorius BIG en Los Ángeles.
—Qué tal, má —dijo Rashaad—. Los coleguis y yo nos piramos a papear algo. ¿Quieres que te traigamos algo o qué?
Rashaad terminó los estudios entre los cinco primeros de su colegio privado, con un nivel de aplicación verbal de 650. Se matriculó en inglés en la Universidad de California, Berkeley, antes de dejarlo en segundo curso para convertirse en comediante de monólogos. Entonces se llamaba Paul.
—Rashaad, cariño, ¿dónde están tus modales? —lo reprendió Barbara—. Saluda a Tom.
—Qué tal, Tom —dijo Rashaad—. ¿Cuál es la palabra?
—La palabra es «abrogar», Rashaad.
Era una broma privada entre nosotros, mi recordatorio para él de que me acordaba de sus calificaciones. Rashaad me preguntaba cuál era la palabra y yo le daba la más extraña que se me ocurría en el momento. Entonces él me daba la definición en jerga de la calle.
Pero esta vez pareció sorprendido y le dirigió una rápida mirada a su madre. Barbara negó casi imperceptiblemente con la cabeza. Él se volvió hacia mí.
—Me alegro de verte, Tom. Te pillaré luego.
Él y sus colegas se marcharon, seguidos envidiosamente por los ojos del equipo técnico atrapado. Lo estuve observando hasta que salió del estudio.
—Bien, Barbara —dije—. ¿A quién has encontrado para sustituirme?
—¿Qué?
—Después de que decidieras que ibas a darme la patada —continué—. Debes de tener a alguien en mente para llevar a la cúspide la carrera de tu hijo. No creo que me despidas sin tener a alguien más preparado ya.
—No he dicho que estuvieras despedido, Tom —protestó Barbara.
—«Abrogar: anular o rechazar» —dije—. Tu hijo sabe qué significa, naturalmente. Por eso se sorprendió tanto cuando utilicé esa palabra. Es curioso, porque no la usé porque significara nada…, fue la primera palabra que me vino a la cabeza. Pero su reacción me dice que no me has llamado para expresar tus preocupaciones por la carrera de tu hijo. Me has hecho venir para despedirme. ¿A que sí?
—Cuido lo mejor que puedo de los intereses de mi hijo —precisó Barbara—. No sé qué te está pasando en este momento, Tom, pero tienes que solucionar esos asuntos, y mi hijo no puede esperar a que lo hagas.
—¿De veras? ¿Le has preguntado a Rashaad si quiere despedirme? ¿O se lo dijiste después de tomar la decisión? Ya puestos, ¿le preguntaste si quería esperar al jefe del sindicato, o si quería que alguien viniera a barrer con una escoba? Es su programa, después de todo.
Barbara se puso hecha una furia.
—Yo soy la productora. Y soy su mánager. Esto forma parte de mi trabajo: cuidar de su programa y cuidar de él. No tengo que pedir disculpas por ello, Tom, ni a ti ni a nadie.
—Un día puede que tengas que disculparte ante él, Barbara. Pero estoy seguro de que no lo ves de ese modo.
Barbara me miró con mala cara pero no dijo nada.
—Bien —dije—, ¿a quién has encontrado para reemplazarme?
—A David Nolan, de RCA.
—No es malo.
—Eso ya lo sé, Tom —murmuró Barbara. Se levantó y se dirigió al plato. Empezó a gritarle al ayudante de producción antes incluso de abandonar la grada.
Me quedé allí sentado unos instantes, viéndola marcharse. Uno de los miembros del equipo se acercó.
—Hola —me saludó—. No le habrá estado hablando de cuándo podemos marcharnos, ¿no?
—No, lo siento —respondí—. Tan sólo he venido a que me despidieran.
—Vaya, es usted un tipo con suerte.
Se marchó.
—Eh —lo llamé.
El tipo se volvió.
—La próxima vez, no fallen.
Él hombre sonrió, me dirigió un saludo, y se perdió entre bambalinas.
Al día siguiente, camino del plato de «Costa del Pacífico», recibí una llamada al móvil. Era Joshua.
—Ralph y yo vamos a dar un paseo —dijo—. Ralph ha olido algo interesante en la parte trasera de tu casa y me preocupa que vaya solo. Es muy viejo.
—Joshua, piensa en lo que estás diciendo. Si a Ralph le da un chungo por ser viejo, no creo que puedas ir a la calle más cercana y parar al primer coche que pase. ¿Por qué no esperáis a que yo llegue a casa? Entonces podremos ir todos juntos.
—Porque estoy aburrido, y Ralph también, y tú ya no eres divertido —dijo Joshua—. Desde que salió ese artículo es como vivir con un recortable de cartón de una persona que fue interesante. ¿Recuerdas los viejos tiempos, cuando nos lo pasábamos bien? Fue hace sólo tres días. Chico, esos eran buenos tiempos, permíteme que te lo diga.
—Lo siento, Joshua. Pero necesito a esos tipos.
—Tom, te respeto y admiro enormemente, pero creo que tal vez tienes un poco confundidas tus prioridades —replicó Joshua—, representas a toda una cultura alienígena. Creo que no deberías molestarte por un actor de televisión.
Me detuve ante el plato y saludé al guardia de seguridad, que me dejó pasar.
—Gracias por el consejo, Joshua, pero ya estoy aquí. Al menos puedo intentarlo.
—Muy bien, vale —asintió Joshua—. Entonces procuraremos regresar antes de que llegues a casa.
—Joshua, no lo hagáis. Sólo serán un par de horas. De verdad.
—La la la la la la —dijo Joshua—. No te oigo. Adiós.
—Al menos llévate un teléfono —grité, pero ya había colgado. De todas formas, daba igual. No sabía cómo iba a poder llevar un teléfono. Probablemente la batería se perdería en su interior. Aparqué, bajé del coche y me encaminé hacia el plato.
En teoría «Costa del Pacífico» tenía lugar en Venice Beach, pero se filmaba en su mayor parte en Culver City. Un día a la semana, el equipo y los actores se apalancaban en Venice Beach para tomar planos de localización. Hoy era uno de esos días. Era un plato interesante, aunque sólo fuera porque la inmensa mayoría de los extras iban en bikini y con patines. En un extremo del plato, una reproducción de parte del paseo de Venice, un ayudante de dirección rodaba una toma con un par de patinadoras pechugonas: al parecer, patinar era más difícil de lo que aparentaba. En el otro extremo, Elliot Young tenía el guión en la mano y consultaba con el director, Don Bolling. La conversación se fue haciendo más inteligible a medida que me acercaba.
—No comprendo lo que hago aquí. —Elliot señaló una página del guión—. Mira, ¿ves? Corro detrás de la chica gritando: «¡Helen! ¡Helen!», ¿no? Pero Helen está muerta. La mataron en la escena del acuario de la página cinco. ¿No es un problema de continuidad?
—Elliot —le explicó Don—, sé que matan a Helen en la página cinco. El motivo por el que corres detrás de esta mujer gritando el nombre de Helen es porque piensas que es ella. Y resulta que no es Helen, sino su hermana gemela, que es idéntica. Cosa que sabrías si te hubieras molestado en leer el guión antes de empezar a rodar.
—Pero ¿no te parece que es confuso? —insistió Elliot—. Ya sabes, todo esto de la gemela idéntica.
Don dejó escapar un audible suspiro.
—Sí, lo creo. Ese es el tema, Elliot. Se llama giro del argumento.
—Bueno, vale —admitió Elliot—. Es un giro del argumento, pero ahora me cuesta trabajo seguir el argumento. Quiero que la gente pueda seguir lo que estoy haciendo cuando lo estoy haciendo.
—Muy bien, Elliot, ¿qué es lo que sugieres?
—Bueno, es obvio. Cuando persigue a la otra mujer, esta no debería parecerse a Helen. Así se aclara la confusión.
—Si hacemos eso —repuso Don—, entonces no tiene sentido que vayas corriendo por la calle llamándola Helen. Sería tan sólo otra mujer.
—Podrían seguir siendo hermanas —sugirió Elliot.
Don pareció alarmado.
—¿Qué?
—Hermanas. Podrían seguir siendo hermanas. Las hermanas se parecen un montón. Son parientes. Podrían seguir siendo gemelas, pero de las que no son iguales. ¿Cómo se llaman?
—Mellizas —intervine yo. Los dos se volvieron a mirarme. Saludé amablemente.
—Tom —dijo Don—, por favor, ayúdame en esto.
—Ni siquiera sé de qué va la cosa —repliqué—. Excepto que hay hermanas de por medio.
—En este episodio, una bióloga marina llamada Helen que está saliendo con Elliot es testigo de un golpe de la mafia y la matan —dijo Don.
—La lanzan donde las anguilas eléctricas —precisó Elliot.
—Eso es —afirmó Don—. Así que Elliot está abatido, y varios días más tarde ve a otra mujer que se parece a Helen. Así que, naturalmente, está confuso —Don recalcó la palabra para Elliot, que no le hizo ningún caso—, puesto que se supone que ella está muerta. Resulta que es su hermana gemela.
—Quien naturalmente se encuentra también con los asesinos de la mafia, así que él tiene que protegerla, y durante el proceso se enamora de ella —aventuré yo.
—¿Qué te parece eso, Elliot? —le dijo Don a su estrella—. Tu agente se ha enterado de lo que pasa y ni siquiera ha tenido que leer el guión. Te saca dos puntos de ventaja.
—¿No te parece confuso? —me preguntó Elliot.
—Es confuso —admití—. Pero es un tipo de confusión buena. Es el tipo de confusión que gusta a los espectadores, sobre todo cuando asumo que todo se explica en algún momento de la trama. ¿Tengo razón en eso, Don?
—Sucede no mucho después de la parte donde dejaste de leer el guión, Elliot —le recriminó Don.
—Bueno, pues ya está —declaré—. Todo sale bien para todos.
Desde el otro extremo del plato se oyó un gritito seguido de un golpe. Una de las patinadoras pechugonas había perdido el control y había chocado contra un operario de cámara. La colisión resultante consiguió desplazar de algún modo la parte superior de su bikini. La patinadora pareció momentáneamente aturrullada, sin saber si cubrirse los pezones o llevarse la mano al chichón que crecía velozmente en su frente, donde su cráneo había chocado con el del cámara. Su brazo derecho vaciló entre las dos posiciones, sin conseguir su propósito con ninguna de las dos de manera muy efectiva. Entre el dolor y el sofoco, pareció haberse olvidado de que tenía otro brazo que podía utilizar.
El operario de la Steadicam permanecía tirado en el suelo, fuera de combate. Ninguno de los miembros del equipo, predominantemente masculino, le prestaba la menor atención.
—Oh, mira —dijo Don—. Una auténtica crisis. —Se volvió hacia Elliot—. Cuando vuelva, me gustaría poder rodar esta escena. Por favor, intenta tener resueltos todos tus problemas filosóficos para entonces. Se dirigió al lugar del accidente, desviándose hacia la chica en vez de hacia el cámara.
—Un día emocionante —le comenté a Elliot.
Él se estaba mordiendo un pulgar mientras todavía miraba el guión.
—¿Estás seguro de que no va a haber ningún problema con esto? Sigo perdido.
—No pasará nada, Elliot. Deja de preocuparte por eso. Y deja de morderte el pulgar. Al que te hace la manicura le va a dar un patatús. Bueno, dijiste que querías charlar. Aquí estoy.
—Sí, bueno —asintió Elliot. Parecía distraído mientras nos encaminábamos hacia su tráiler.
Al entrar en el tráiler, me saludó un recortable de tamaño natural de Elliot con su atuendo de jugador de voleibol playero y gafas de sol. Sonreía mostrando toda la dentadura y empuñaba un frasco de colonia. Tuve un breve flashback de mi anterior conversación con Joshua.
—¿Quién es ese tipo tan guapo? —pregunté.
—Oh, eso —dijo Elliot. Se agachó para coger una botella de agua del frigorífico—. La productora piensa que deberíamos extendernos a otros mercados. Así que vamos a lanzar la colonia Costa del Pacífico.
—Bueno, si «Los vigilantes de la playa» lo hizo, también puedes hacerlo tú.
—Nuestra colonia es diferente a la de «Los vigilantes de la playa». Está hecha con feromonas humanas de verdad.
—Estás de guasa.
—No, tío, de-verdad. —Elliot rebuscó en el compartimento superior, cogió un frasco de colonia de muestra y me lo tendió—. Además, son mis feromonas.
Abrí el frasco y lo olfateé. Olía como imaginaba que lo haría Joshua si se quedaba demasiado tiempo al sol.
—Potente —comenté—. ¿Cómo consiguieron tus feromonas, si no te importa que lo pregunte?
—Me pusieron a correr en una cinta sin fin y luego recogieron mi sudor.
—Parece delicioso —dije.
Elliot se encogió de hombros.
—No fue tan malo. Me dejaron ver películas mientras hacía ejercicio. Escucha, creo que deberíamos ver a otra gente.
—¿Qué?
—Creo que deberíamos ver a otra gente.
—Elliot, no vamos en serio —dije, cerrando el frasco de colonia y dejándolo en la mesa cercana—. Joder, ni siquiera hemos salido juntos.
—Ya sabes a qué me refiero. He estado pensando mucho en mi futuro últimamente, y quiero explorar mis opciones. Ver qué más hay por ahí. Tom, sabes que hay un montón de rumores descabellados sobre ti en este momento.
—Magnífico —exclamé, sentándome en una silla—. La semana que todo el mundo lee Espectáculo es la semana que salgo en portada.
—¿Espectáculo?
—Sí, Elliot, acuérdate, el sitio donde leíste todos esos rumores descabellados.
—No he leído nada. Me he enterado por Ben.
Me erguí en el asiento.
—¿Quién?
—Ben —repitió Elliot.
—¿Ben Fleck? —pregunté.
—Sí. ¿Lo conoces?
—No puedo creerlo. Ben Fleck me está haciendo la cama.
—Dijo que se te había ido la chaveta últimamente —afirmó Elliot—. Que has estado pasando todos tus clientes a otros agentes por el estrés. Así que supuse que, si vas a hacerlo de todas formas, bien podría al menos quedarme en la misma compañía, donde ya me conocen.
—Elliot —dije—. No se me ha ido la chaveta. Estoy bien. Y sigo queriendo ser tu agente. Mira dónde estás ahora, Elliot. Te va bien. Lo que significa que lo he hecho bien. No lo eches a perder porque Ben Fleck te llama y te dice que se me ha ido la cabeza. Ni siquiera conoces a Ben, Elliot. Es un agente incompetente. Fíate de mí.
—Sí. —Elliot volvió a encogerse de hombros—. Bueno, dice que puede conseguirme una película, que estoy preparado para grandes papeles en el cine.
—Pues claro que te dice eso, Elliot. Sabe que eso es lo que quieres. Es lo que quiere todo el mundo.
—Bueno, ¿qué piensas tú? ¿Crees que estoy preparado para el cine?
—Claro, hombre —le aseguré, ignorando convenientemente mi plan anterior de mantenerlo estrictamente en la televisión durante la próxima temporada—. Pero seguirás necesitando una base firme. Acuérdate de lo que te dije de David Caruso. Dio el salto a la gran pantalla demasiado pronto. Tuvo dos fracasos de taquilla y pasaron diez años antes de que consiguiera «CSI Miami».
—Ya —asintió Elliot—. Mira, Tom, sé que piensas que no soy un científico nuclear, pero no soy tonto del todo. Tengo treinta y dos años. Sólo gano cincuenta mil dólares por episodio. Tengo otras cuatro temporadas en mi contrato. ¿Dónde me deja eso?
—¿Con cinco millones de dólares?
—Puedo ganar eso con una sola película, tío. Treinta y dos años es el momento culminante en el mundo del cine. Tengo que dar el salto ahora. Ben está preparado para apoyarme y creo que debería tenerlo en cuenta. Tienes razón: eso es lo que quiero. Lo siento, Tom.
Llamaron a la puerta.
—Estamos preparados, Elliot —lo avisó Don a través de la puerta—. Deja esos tests de Mensa[4] y vamos al plato.
—Elliot —dije yo—. Piénsatelo, ¿vale? No decidas nada ahora mismo.
—Tengo que irme —contestó Elliot—. ¿Sin resentimientos, Tom? Son sólo negocios.
Ahora me tocó a mí el turno de encogerme de hombros. Pude ver adonde iba todo esto.
—Claro, Elliot. Sin problemas.
—Magnífico —dijo él, y abrió la puerta—. ¿Sabes?, puedes quedarte con ese frasco de colonia.
—Gracias —respondí. Él sonrió y cerró la puerta. Cogí el frasco de colonia y lo miré durante un instante antes de lanzarlo contra la pared del tráiler. Se hizo añicos la mar de bien.
La secretaria administrativa de Ben, Mónica, me sonrió amablemente mientras me acercaba.
—Hola, Mónica —dije—. Ben no estará en este momento, ¿no?
—Está, pero con un posible cliente.
—¿Ah, sí? ¿Alguien que yo conozca?
—¿Conoces personalmente a alguna chica de Playboy? —preguntó Mónica.
—Me temo que no —contesté.
—Entonces no la conoces.
—Superaré la decepción.
—Ese es el espíritu —dijo Mónica—. ¿Quieres que le diga que te has pasado por aquí?
—No importa. Sólo será un momento.
Dejé atrás su mesa y entré en el despacho de Ben.
Ben estaba sentado a su mesa con la mencionada playmate en el sillón de invitados. Me sonrió ampliamente.
—Tom —dijo—. Qué sorpresa. ¿Conoces a Leigh? Es una playmate.
—Todavía no —trinó Leigh—. En noviembre.
—Es algo que los chicos estaremos esperando —afirmó Ben.
—Hola, Leigh —la saludé, estrechándole la mano—. Encantado de conocerte. Discúlpame un segundo, por favor.
Me di la vuelta, me incliné sobre la mesa, y le di un puñetazo a Ben en la nariz. Me volví de nuevo hacia Leigh, que permanecía sentada, aturdida, viendo a Ben gritar de pánico, cubriéndose la nariz sangrante con las manos. Me senté en el borde de la mesa de Ben y sonreí beatíficamente.
—¿Y bien? —le pregunté—. ¿Ya has encontrado agente?
Leigh salió corriendo del despacho. Me volví hacia Ben. Se había metido los dedos en los agujeros de la nariz para detener la hemorragia. —Cabrón —exclamó—. ¡Me has roto la nariz!
—Me hiciste la cama con Elliot Young, Ben. No me hace ninguna gracia. Tampoco me gustó lo que dijiste sobre mí en Espectáculo. Me cabreó mucho. Como no tienes ningún cliente que yo quiera, y no tengo planeado hablar con la prensa, tenía que hacer algo para nivelar la balanza. Creo que ya estamos a la par, ¿no?
—Estás jodidamente loco de remate —farfulló Ben—. Disfruta de tus últimos días como agente, gilipollas.
—Ben, déjame dejarte clara una cosa. Si alguna vez vuelves a meter la nariz en mis negocios, te machacaré con un martillo. No lo digo de forma figurada. Quiero decir literalmente que entraré en este despacho, cerraré la puerta, sacaré un martillo y te machacaré con él hasta que tus huesos parezcan grava. ¿Está claro?
—Estás como una puta cabra, Tom —insistió Ben.
—Ben, ¿está claro?
—Sí. —Ben me miró a través de sus incipientes cardenales—. Sí, está claro, joder. Sal de mi jodido despacho, Tom. Lárgate.
Me encaminé hasta la puerta. Una multitud esperaba al otro lado. Los miré.
—Dadle la enhorabuena a Ben —dije—. Es el orgulloso padre de una bonita hemorragia nasal.
Ben empezó a gritar llamando a Mónica. Recorrí la corta distancia que me separaba de mi despacho.
Miranda me siguió al interior.
—¿Estás bien? —preguntó.
—No —contesté—. Me duele una barbaridad. Creo que me he roto un dedo.
Miranda se colocó la carpeta bajo el brazo.
—Déjame ver —dijo. Extendió la mano. Le ofrecí la mía. Palpó mi dedo medio.
—Ay —protesté.
—No está roto. Ni siquiera es un esguince. Pero está claro que no sabes dar un puñetazo.
—Lo haré mejor la próxima vez.
Miranda me dio un fuerte pellizco en el dedo. Lancé un grito.
—No vuelvas a hacer algo así —me advirtió—, o te mataré. Me gusta mi trabajo, y no voy a permitir que lo pongas en peligro porque seas mi jefe. ¿Entendido?
—¡Sí! ¡Suéltame!
—Bien —dijo ella, recuperando la carpeta—. Mensajes. Ha llamado Jim van Doren.
—No jodas.
—No jodo. Dice que está trabajando en otro artículo y quería saber si esta vez te gustaría hacer alguna declaración.
—No quiero hacer ninguna declaración —afirmé—. Ya te he prometido que no le volveré a pegar a nadie.
—Ese es mi jefe —declaró Miranda—. Llamó Amanda. Dijo que quería que supieras que hizo que Tea «se arrastrara como la perra que es» por el papel en la película de Wili Ferrell. Dice que Tea y ella han llegado a un acuerdo y que no espera demasiados problemas más.
—Y yo que pensaba que ibas a tener que hacer un montón de señales con la mano —le recordé.
—Déjate de bromas. Creo que hemos creado a un monstruo. Llamó Carl. Quiere saber si estás disponible para almorzar mañana.
—¿Es una pregunta?
—Eso es lo que pensé que ibas a decir —contestó Miranda—; así que le comuniqué que estarías libre a las doce y media. Reúnete con él en su despacho.
—Comprendido.
—Ultimo mensaje —anunció Miranda—. Alguien de quien nunca he oído hablar, pero dice que te conoce. No mencionó su apellido.
—¿Joshua?
—Ese mismo. Un mensaje algo críptico. Dijo que comprenderías.
—¿Qué es?
—Dijo: «Ha pasado algo. Llegaré tarde».