—Cuando dije que quería salir de casa no era esto en lo que estaba pensando —rezongó Joshua.
Joshua, Ralph y yo nos encontrábamos en el borde del embalse de Big Dalton Canyon, una diminuta y apartada reserva de agua al pie de las colinas. Era día laborable, así que probablemente no habría nadie cerca. Yo llevaba una caña de pescar. No sabía si había peces en el embalse, pero imaginaba que hoy era un día tan bueno como cualquier otro para averiguarlo^
—¿En qué estabas pensando, Joshua? —pregunté.
—No lo sé —respondió él. Tenía un pseudópodo medio dentro medio fuera del agua, como si estuviera comprobando hasta qué punto estaba fría—. Estaba pensando tal vez en una película en un autocine.
—Había un autocine en Azusa —dije—. Pero no sé si todavía ponen películas. Creo que ahora lo han convertido en un mercadillo.
Joshua finalmente se deslizó hasta el agua, y flotó en la superficie como una mancha de aceite.
—Bueno, vamos a intentarlo, al menos. Y compremos un paquete grande de palomitas. Para que nos dé asco el sabor de la mantequilla artificial.
Lancé el sedal al agua.
—Como si supieras algo sobre el sabor de la mantequilla artificial.
—Eh —proclamó Joshua—. Estoy abierto a la experiencia. No he vomitado nunca. Podría ser divertido. ¿Podemos ir?
—Claro. Pero habrá que hacerlo después de que oscurezca. No quiero que te vea nadie.
—Si lo he entendido bien, la gente no va a los autocines a ver las películas —dijo Joshua—. Si no ven las películas, ¿qué posibilidad hay dé que nos vean a nosotros?
Ralph, que había estado caminando al borde del agua, le lanzó un ladrido a Joshua. Este se estremeció durante un segundo y luego le lanzó un puñado de agua a Ralph, que la recibió de pleno en el flanco. Retrocedió un poco, ladró de nuevo y luego cargó contra Joshua. Se estuvieron salpicando el uno al otro durante varios minutos. No había visto a Ralph tan feliz en años.
Ralph y Joshua se habían hecho amigos a principios de semana. El día en que apabullé a Tea, volví a casa y, al abrir la puerta, me encontré a Joshua y a Ralph peleándose por una de mis camisas en el pasillo. Ralph ganaba porque tenía dientes y zarpas; Joshua, como carecía de agarre en el suelo de madera pulida, resbalaba como un gran trozo de fruta gelatinosa. Ralph estuvo a punto de salir por la puerta arrastrando a Joshua. Cerré la puerta rápidamente.
—¿Qué estáis haciendo con mi camisa? —pregunté.
—Lo siento —se disculpó Joshua—. No era tu favorita, ¿verdad? Sólo estábamos jugando.
—¿Cómo ha entrado Ralph? —pregunté.
—Salí a la parte de atrás, y entonces apareció él y me siguió dentro —contestó Joshua—. ¿Podemos quedárnoslo?
Ralph, agotado, ladró una vez y se desplomó, feliz, en el suelo.
Envié a Ralph a casa esa noche, pero volvió casi de inmediato y se puso a buscar a Joshua. Era una escena incluso bonita: un perro y su compañero gelatinoso. Cuando Esteban vino a recogerlo otra vez, le dije que no me importaría cuidar de Ralph unos cuantos días. Esteban se marchó, con aspecto se sentirse visiblemente aliviado. No lo había vuelto a ver desde entonces. Tenía la vaga sospecha de que acababa de convertirme en dueño de un perro.
Personalmente habría pensado que ver un montón móvil de baba habría vuelto loca la mente perruna de Ralph, pero al verlo jugar con Joshua en el agua quedaba claro que lo estaba llevando bastante bien, mejor de lo que lo harían la mayor parte de los humanos. Se lo mencioné a Joshua.
—Eso es porque Ralph y yo hablamos el mismo idioma —dijo Joshua, regresando a la orilla con el perro.
—¿Qué quieres decir? No te he oído ladrar ni una sola vez.
—Estoy hablando de olores. Ralph está preparado para ese tipo de información, ¿sabes? Es un retriever. Tardé como una hora en descubrir a qué olores presta atención. Ahora tenemos un buen vocabulario común.
—Entonces, ¿puedes hablar con Ralph?
—Pues claro que no —masculló Joshua—. Es un perro, Tom.
—Pero acabas de decir que tienes un vocabulario común con él.
—Claro, igual que tú. Te he oído hablar con él. Comprende unas cuantas de las palabras que le dices. Eso no quiere decir que pudierais hablar de física nuclear. Pero yo hablo con él mejor que tú. Comprende los olores mejor que las palabras. Y como yo suelo hablar de esa forma, a mí me resulta más fácil comunicarme con él que a ti, ¿verdad, Ralph?
Ralph, de vuelta a la orilla, ladró.
—¿Qué dices, Ralph? ¿Que el pequeño Timmy se ha caído a un pozo y necesita ayuda?
Ralph volvió a ladrar.
—¡Buen chico! —exclamó Joshua—. Dale algo de comer, Tom.
—Ahora mismo, oh, ser globuloso —contesté. Rebusqué en la neverita que habíamos traído y saqué uno de los sándwiches que había preparado. Le di a Ralph un trozo del jamón que llevaba dentro. Él lo aceptó con gravedad y luego se tumbó junto a mí.
Joshua se acercó deslizándose y alzó un tentáculo.
—Eh, mira —dijo—. He encontrado una rana.
Dentro del tentáculo, un anfibio aterrorizado pataleaba, lentamente, a través de la masa que era Joshua.
—Joder, Joshua, estás matando a ese bicho. Dale un poco de aire.
Joshua creó una bolsa de aire y deslizó el tentáculo hasta la rana, que ahora estaba dentro de esta. Saltó un par de veces, tratando de escapar, antes de posarse y quedarse allí sentada tan pancha. Joshua le mostró la rana a Ralph, quien olisqueó el tentáculo ofrecido amablemente antes de tumbarse a echar una cabezada.
—Tenemos bichos de estos de donde yo vengo —comentó el yherajk.
—¿Ranas? —pregunté.
—Bueno, está claro que no son ranas exactamente. Tienen más patas, para empezar. Y son mucho, mucho más grandes. Pero el mismo concepto: anfibio, no muy listo, todo eso. Los usamos como vosotros usáis a los caballos y a otros animales grandes. Bestias de carga.
—Hi-ho, Silver.
—Eso lo he pillado —dijo Joshua.
—No me extraña.
—No intentaba matarla cuando la cogí, ¿sabes? Quería comprobar una cosa. Ver si podía controlarla como controlamos las ranas de casa.
—Me he perdido. ¿Qué quieres decir?
—En casa, nos metemos en sus cerebros —explicó Joshua—. Extendemos un tentáculo muy fino hasta el interior de sus cráneos, conectamos con su sistema nervioso, y las usamos para lo que haga falta.
Imaginé a Joshua encaramado en la cabeza de un caballo llenando de sí mismo las orejas del animal. Era una imagen perturbadora, por decirlo suavemente.
—Eso es terrible.
—¿Por qué?
—Da miedo —dije—. Invadir el cerebro de alguien para que haga lo que se te antoja. —Me estremecí involuntariamente—. Es como una violación mental o algo así.
—Tom, son ranas grandes —aclaró Joshua—. No es peor que arrear a un animal tonto para que haga lo que quieres que haga. De todas formas, no es que podamos manipular los cerebros de todo lo que se nos ponga por delante. Eso es un… —Se detuvo un segundo y agitó el tentáculo, como si quisiera dar a entender que estaba intentando pensar en una palabra; la rana se agitó, incómoda, en su interior—. Un pecado. Un pecado gordísimo. Como lo sería para vosotros el asesinato o el incesto.
—Qué alivio —respondí con sorna—. Porque, ya sabes, las personas nunca se matan unas a otras ni cometen incesto por aquí.
—No me eches a mí la culpa de las taras de tu propia especie —replicó Joshua—. Eh, mira. Mientras hablábamos, me he metido en la cabeza de este bicho. Ahora observa.
Acercó el tentáculo al suelo y lo deslizó hacia su interior. La rana se quedó allí, sin hacer gran cosa.
—¿Dónde está el tentáculo?
—La frase importante en este caso es «muy fino», Tom —dijo Joshua—. No vas a verlo. Allá vamos.
La rana permaneció allí un poco más. Después de un par de segundos, dio un saltito hacia delante. Luego se quedó quieta un poco más.
—Ahí lo tienes —dijo Joshua.
—¿Eso es todo?
—A ver qué haces tú, listillo.
—¿Hacer qué? La rana se ha movido. Cojonudo. Se habría movido de todas formas.
La rana se alzó sobre sus patas traseras y bailó una temblorosa samba. Sus patas delanteras se movieron al compás.
—Muy bien —exclamé—. Eso no es algo que se vea muy a menudo.
—Gracias —dijo Joshua. La rana hizo una torpe reverencia y luego dio una voltereta. No están diseñadas para andar a dos patas. Se quedó allí unos minutos, luego se acercó al agua y se marchó de un salto.
—¿Sigues controlándola? —pregunté. Me imaginé tentáculos microscópicos brotando de Joshua como el sedal de mi caña de pescar.
—No, la he dejado ir —contestó Joshua—. No me estaba saliendo muy bien. Su constitución es distinta aquí en la Tierra que en casa. Incluso conseguir esa voltereta fue un poco difícil. Estoy seguro de que si trabajara en el tema, lo resolvería. Pero es difícil hacerlo sobre la marcha.
—Tendrás que enseñarme a hacer eso —comenté.
—Tendrás que convertirte en una masa primero.
Me di una palmada en el estómago.
—Dame tiempo —dije—. Pasando a otro tema, no del todo sin relación, espero que no quisieras pescado para cenar. Parece que no pican.
—No creo que vayas a encontrar ninguno. Estoy bastante seguro de que no hay ningún pez por aquí.
—Yo también. Pero nunca se sabe.
—Bueno, cuando estuve dentro de la cabeza de la rana, no detecté ningún recuerdo de peces —dijo Joshua—. Si hubiera alguno aquí, la rana tendría algún tipo de registro. Por lo menos, creo que no he sentido ningún recuerdo de peces. Como decía, su constitución es diferente.
Me quedé mirando a Joshua un par de minutos. Luego empecé a recoger el sedal.
—¿Sabes? —apunté—. Odio cuando haces eso.
—¿Hacer qué?
—Soltar cosas de modo casual en la conversación —dije—. Oh, mira. ¡Aquí hay una rana! ¡Mira cómo la hago bailar igual que Danny Kaye! Por cierto, ¿sabías que también puedo leerle la mente? Me molesta de verdad.
—Lo siento. No intento ocultar nada. Podrías habérmelo preguntado antes…cuando estuvimos haciendo aquello de las preguntas y respuestas.
—No sabía qué preguntar. Mira, Joshua, no es que esté cabreado, pero tienes que entenderlo. Necesito saberlo todo sobre vosotros. En cuestión de cinco minutos me has mostrado que tu especie tiene la capacidad de meterse en la cabeza de alguien y de leer sus pensamientos…
—De algo, no de alguien —puntualizó Joshua.
—Eso es una distinción que no apreciará el noventa por ciento de la humanidad que no conoce la diferencia entre astrología y astronomía —precisé—. Es un poder que a mí me molesta inmensamente, y comprendo por completo lo que quieres decir. ¿Cómo demonios voy a hallar un modo de hacer que el resto del mundo lo entienda?
—Si te molesta, no lo haré.
—No entiendes el argumento, Joshua. No importa que decidas no hacerlo. Es el hecho de que puedes hacerlo. Es extraño y da miedo. Es algo con lo que vamos a tener que trabajar. Y ese es mi argumento. Sabes más sobre nosotros que nosotros sobre ti. Si eres consciente de que puedes hacer algo que a los humanos les resulta imposible, tienes que hacérmelo saber. No esperes a que yo te lo pregunte. Y no lo metas de tapadillo en una conversación. No podemos tener ninguna sorpresa. Yo no puedo.
—Estabas mintiendo hace un segundo —apuntó Joshua—. Sí que estás cabreado.
Empecé a negarlo, pero me detuve y le dirigí una sonrisa sombría.
—Lo siento, Joshua, tienes razón, estoy cabreado. Llevo pensando en esto desde hace más de una semana. Pero no tengo ni idea de qué hacer. Y me molesta de verdad.
—Una semana no es demasiado tiempo —dijo Joshua.
—No, no lo es. Pero a estas alturas debería tener al menos alguna idea —le contesté. Incluso una mala idea sería mejor que nada. Pero estoy en blanco. No sé si daré la talla.
—Si te hace sentirte mejor, seguiré respetándote por la mañana —bromeó Joshua.
Sonreí más ampliamente.
—Ese es el problema, ¿sabes? —continué—. Cuando era niño, recuerdo que vi una película de ciencia ficción de los años cincuenta. Unos tipos iban a Venus y descubrían que estaba poblado por mujeres. Una de las hermanas Gabor era la dirigente. Era el primer contacto de la humanidad con la vida en otro planeta, y todos eran señoras despampanantes. Y por supuesto los tipos de la Tierra no tenían ningún problema con ello. Sería mucho más sencillo si tuvierais ese aspecto.
—No sé si querría parecerme a una de las hermanas Gabor —contestó Joshua—. Aunque podría tener aspectos interesantes: «¡Habitantes de la Tierra! ¡Rendíos o abofetearemos a vuestros policías!».
—Tal vez no una de las hermanas Gabor, pero tampoco una masa amorfa. Si te parecieras a Ralph —señalé al perro dormido—, eso que tendríamos ganado. A todo el mundo le gustan los perros.
—Conocemos ese problema. Es uno de los motivos por los que acudimos a ti.
—Lo sé. Eso es lo que estoy diciendo. Pero a estas alturas debería tener alguna idea de cómo resolver esto. Pero las estoy pasando canutas. Sé que probablemente no debería decirte esto, pero es la verdad. De momento estoy atascado.
—Lo resolverás —afirmó Joshua—. Tal vez mientras tú lo haces tome lecciones de conducta canina. Como medida de refuerzo. Hay cosas peores que ser un perro, ¿verdad, Ralph?
Ralph abrió un ojo al oír mencionar su nombre.
Mi teléfono móvil sonó junto a la neverita. Suspiré y atendí la llamada.
—Miranda, ahora mismo estoy ocupado con un cliente —dije. Miranda era la única persona que tenía el número de ese móvil concreto (yo tenía dos), así que no me preocupaba quién pudiera estar al otro lado.
—Tom —Miranda parecía inquieta—, ¿te acuerdas de Jim van Doren?
—Sí —contesté. Durante la última semana Van Doren había llamado cada par de horas tratando de conseguir una entrevista conmigo. Acabé por decirle a Miranda que le dijera que, fuera lo que fuese, yo no estaba disponible en este momento—. ¿Qué pasa con él?
—¿Dónde estás? ¿En Los Angeles?
—Estoy en Glendora —dije—. A cuarenta y cinco minutos de la ciudad.
—Acaba de salir la edición de esta semana de Espectáculo —me informó Miranda—. Tienes que volver a Los Angeles y echarle un vistazo. Sales en portada. Y no te va a hacer ninguna gracia el reportaje.
—¿Por qué? ¿De qué trata?
—Esto es lo que pone en portada: «Tom Stein es el agente más prometedor de Hollywood. Entonces, ¿por qué actúa de forma tan rara?».