Observé mi oficina a través de la ventana.
—Dime que esa que veo ahí dentro no es Tea Reader —dije.
—Muy bien —asintió Miranda—. Esa que ves ahí dentro no es Tea Reader.
—Gracias por ajustarte a mi realidad.
—No hay de qué —replicó Miranda—. Es un honor y un privilegio.
Eché mano al pomo de la puerta, tomé aliento, y entré en mi despacho.
Al menos, Tea Reader era alucinantemente hermosa: medio hawaiana, medio húngara, metro ochenta y tantos, y con el tipo de proporciones naturales que la mayoría de las mujeres insisten en decir que existen sólo en las muñecas de plástico de un palmo de altura. El publicista de su compañía discográfica me confesó una vez, borracho perdido, que la compañía calculaba que al menos el cuarenta y cinco por ciento de las ventas de discos de Tea se debían a los chicos de entre trece y quince años, quienes los compraban por el interior del CD donde aparecía Tea surgiendo de las aguas del Pacífico, ataviada con una fina camiseta y la parte inferior de un tanguita, ambos de un tono pardo particularmente transparente.
Yo le confesé, borracho perdido también, que cuando la heredé de mi antiguo compañero de cubículo albergaba la esperanza, mal disimulada, de que fuera de esas actrices que se acuestan de vez en cuando con sus agentes. Luego llegué a conocerla. Aprendí a alegrarme de que no lo fuera.
—Hola, Tea —la saludé.
—Hola, Tom, miserable cabrón hijo de puta —dijo Tea.
—Siempre es un placer verte —respondí. Me acerqué a la mesa y me senté—. Veamos, ¿en qué puedo ayudarte?
—Puedes explicarme por qué de pronto parece que me representa aquella niñata histérica de allí.
Tea señaló el asiento del rincón más lejano, donde estaba sentada Amanda Hewson, llorando. Ante la mención de su existencia, Amanda dejó escapar un audible sollozo y levantó los pies, en un intento de enroscarse en posición fetal mientras seguía sentada. El sillón no se lo permitió.
—Amanda es una agente de pleno derecho en la compañía —dije—. Y bastante buena.
—Una mierda —replicó Tea. Amanda soltó otro sollozo. Tea puso los ojos dramáticamente en blanco y le gritó por encima del hombro—: ¿Quieres, por favor, cerrar la puñetera boca? Estoy intentando hablar con mi verdadero agente, y ya es bastante difícil hacerlo sin tener que chapotear en tus lágrimas.
Amanda se levantó de su asiento como una bandada de pájaros que escapan de unos matorrales e intentó salir de la habitación. Agarró la puerta, tiró, y se dio un golpe en la cara. Di un respingo: aquello iba a dejar marcas. Amanda gimió y corrió hacia su cubículo. Tea contempló la escena y se volvió de nuevo hacia mí. Tenía la expresión de la gata que se comió al canario y luego lo vomitó en los zapatos favoritos de su dueño.
—¿Dónde estábamos? —dijo.
—Eso no ha sido muy agradable.
—Yo te diré qué no ha sido muy agradable, Tom. No es agradable volver de Honolulú, donde he estado visitando a mi familia, y recibir un mensaje de «Mandy», diciéndome lo emocionada que está por trabajar conmigo.
Desde su siniestra postura en el sofá, Tea se enderezó, preternaruralmente pizpireta. Su voz se convirtió en la imitación exacta del tono de girlscout de Amanda.
—«¡Tengo tu álbum! ¡Me encanta escucharlo cuando estoy haciendo ejercicios!». —Tea se repantingó de nuevo—. Cojonudo. Añade eso a la mitad que se la están meneando con mi foto de la portada, guapa.
—Sólo son el cuarenta y cinco por ciento —la rectifiqué.
Tea entornó los ojos.
—¿Qué?
—El cuarenta y cinco por ciento se la menea. Cálculos de tu propia compañía. Tea, Amanda está trabajando conmigo. Es mi ayudante.
—Creí que tu ayudante era esa otra zorra —farfulló Tea, señalando con el pulgar hacia la mesa de Miranda—. Casi no me dejó entrar en tu despacho hoy. He estado a punto de soltarle un puñetazo.
Antes de sentar la cabeza y acabar la universidad, Miranda se había pasado una razonable porción de sus años adolescentes como miembro de una banda en la zona este de Los Angeles. Una noche, en una fiesta de la compañía, Miranda me mostró su colección de cicatrices, infligidas por navajas en un puñado de peleas callejeras. «Las otras chicas las tienen peores», dijo. Sospeché que Tea no era consciente de lo cerca que había estado de la muerte aquella mañana.
—Miranda es mi secretaria administrativa —le aclaré—. Amanda trabaja conmigo con algunos de mis clientes.
—Bueno, pues yo no quiero trabajar con ella.
—¿Por qué no?
—¿Hola? ¿Tom? ¿No has visto a la señorita Mandy aquí hoy? Qué jodido bebé llorón.
—¿Por qué se puso así, Tea?
—Ni idea —respondió ella—… Estábamos aquí sentadas, esperándote, y yo le estaba diciendo que por los cojones iba a ser mi agente.
—¿Cuánto tiempo llevabais aquí?
Tea se encogió de hombros.
—Media hora, cuarenta y cinco minutos.
—Ya veo —dije—. Y no crees que recibir una reprimenda durante tres cuartos de hora es un buen motivo para estar inquieto.
—Eh. —Tea se enderezó de nuevo y me señaló con un dedo—. Tú eres quien la puso en esa situación. No te cabrees conmigo porque me pasara un poco con ella.
—Cuarenta y cinco minutos no es un poco, Tea.
—¿Qué coño significa eso? A quien están jodiendo aquí es a mí. —Se derrumbó en el asiento, hosca.
Me empezó a doler la cabeza.
—Tea, ¿qué quieres de mí? —pregunté.
—Quiero que hagas tu puñetero trabajo. No te estoy pagando el diez por ciento para que puedas enviarme de rebote a Mandy, la agente adolescente. Se me ocurren unos diez agentes en la ciudad que se arrastrarían por representarme. No me estás haciendo ningún favor, Tom.
—¿De verdad? ¿Diez agentes?
—Como mínimo.
—Bien. Nómbrame a uno.
—¿Qué?
—Nómbrame a uno —dije—. Dame el nombre de uno de esos agentes.
—Joder, no —contestó Tea—. ¿Por qué tendría que decirte quién es tu competencia? Sigue nervioso.
—¿Nervioso? Demonios, Tea, quiero que los llames —insistí—. Si están tan ansiosos por representarte, te dejaré ir. No quiero que estés descontenta. Así que hagámoslo. Terminemos de una vez. A menos que estés hablando por hablar.
Eso fue más fuerte que ella.
—Alan Finley de RCA —dijo.
Llamé a Miranda, que se acercó a la puerta.
—¿Sí, Tom?
—Miranda, ¿quieres llamar a Alan Finley de Representación de Clientes Asociados y ponerlo por el altavoz cuando lo localices?
—Claro, Tom.
—Gracias —dije—. Oh, una cosa más. Después de localizar a Alan, ¿te importaría traerme el archivo de Tea?
—En absoluto —respondió Miranda—. ¿Quieres el archivo completo?
—Sólo los recortes, por favor, Miranda.
Miranda sonrió levemente y miró a Tea.
—Encantada, Tom. Tea. —Tea hizo una mueca mientras Miranda cerraba la puerta.
—Jodida zorra. ¿Has visto qué mirada me ha echado?
—Debe de habérseme pasado por alto.
La voz de Miranda sonó por el intercomunicador.
—Alan Finley de RCA, Tom —dijo, y dejó la línea abierta.
Sonó una voz masculina.
—¿Tom? ¿Estás ahí?
—Hola, Alan —dije—. ¿Cómo van las cosas en RCA últimamente?
—La tierra de la leche y la miel, Tom. Estamos regalando Bentleys en las fiestas. ¿Quieres uno?
Dos semanas antes, un memorando interno de RCA llegó a Variety; en él, el jefazo de RCA, Norm Jackson, ofrecía un Rolls Royce al agente que robara más carteras de clientes A a otras agencias en los próximos tres meses. Jackson declaró al principio que aquello no era más que una invención, y luego trató de camuflarlo diciendo que era un chiste interno. Nadie picó. Clientes de toda la vida se sintieron ofendidos ante la implicación de que no eran clientes de la lista A y empezaron a abandonar el barco. Los clientes en proceso de unirse a RCA dejaron de devolver las llamadas. Variety sugirió que el ganador del segundo puesto se quedara con el trabajo de Norm Jackson.
—Paso por ahora, Alan, pero espero que te acuerdes de mí durante las vacaciones —dije—. Escucha, tengo una pregunta que hacerte.
—Dispara.
—Tengo una clienta que digamos que recientemente se ha mostrado insatisfecha con la calidad de mi trabajo como representante. Está pensando en pasarse por allí.
—Vaya, no das muchas pistas, Tom —respondió Alan—. ¿Es Michelle Beck? Puedes enviarla ahora mismo. Conseguiré ese Rolls después de todo.
Yo me reí. Él se rio. Tea fulminó el altavoz con la mirada.
—Lo siento, Alan. La clienta es Tea Reader. La conoces.
—Claro. Compré su CD. Por la foto interior, principalmente.
Tea pareció a punto de decir algo, pero me llevé un dedo a los labios.
—Exacto —dije—. ¿Te interesa entonces? ¿Quieres quedártela?
—Joder, Tom, ¿hablas en serio?
—Claro, Alan. Serio como un ataque al corazón.
—No estará ella por ahí en este momento, ¿verdad?
—No —le aseguré. Eso, al menos, mantendría callada a Tea durante unos cuantos minutos—. Solos tú y yo. ¿La quieres?
—Cono, no, Tom —respondió Alan—. He oído decir que es una arpía.
Pareció como si hubieran abofeteado a Tea.
—He oído decir que volvió loco a su último agente. Lo conocías, ¿no?
—Sí —contesté—. Éramos compañeros de cubículo.
—Eso es. Se vino abajo como Northridge en un terremoto, o eso me han dicho. Se hizo de la secta Moon o de la cienciología o de algo parecido.
—Budista, en realidad.
—Casi lo mismo —dijo Alan—. No te ofendas, Tom. Tengo suficientes clientes que hacen que quiera volcarme en la religión, para así poder estar seguro de que hay un infierno donde mandarlos 1 todos. Podría pasarme horas mirando a Tea. Sin embargo, no querría estar en la misma habitación con ella. Desde luego, no me gustaría representarla. ¿Cómo te las arreglas, por cierto?
—Soy un santo, supongo —bromeé—. En fin, Alan, ¿conoces a alguien que quisiera llevarla?
—No por encima de mí. Creo que todo el mundo está perfectamente feliz dejándote representarla durante todo el tiempo que quieras, amigo. Te recordaré en mis oraciones, si eso te hace sentir mejor.
—Sin duda, sin duda —dije—. Gracias, Alan.
—Claro, Tom. Acuérdate de avisarme cuando Michelle se haya cansado de ti. A ella sí qué me la quedaría.
Colgó.
—Bien —comenté—. Ha sido muy instructivo.
—Vete el carajo —me espetó Tea, y se puso a mirar por la ventana lateral. Miranda entró, dejó caer un clasificador sobre mi mesa, y se marchó.
—¿Qué es eso? —preguntó Tea.
—Es tu archivo de recortes —dije—. Nuestro servicio de recortes escruta los periódicos, las revistas y los blogs en busca de referencias a nuestros clientes y nos las envían a nosotros. Así sabemos siempre qué es lo que piensa el público de la gente que representamos.
Separé los recortes en dos montones. Uno era muy pequeño. El otro no. Señalé el montón menor.
—¿Sabes qué es esto? —pregunté.
Tea echó un vistazo y se encogió de hombros.
—No.
—Son tus reseñas positivas —dije—. Hablan casi siempre del hecho de que tienes las medidas de una Barbie, aunque hay una que dice que eras lo mejor de esa película de Vince Vaughn en la que saliste, con la posterior admisión de que fue un ejemplo de manual de cómo ponerte verde a base de halagos.
Puse la palma abierta sobre el otro montón, mucho más grande.
—Este es tu montón de reseñas negativas —la informé—. Tenemos una porra en la oficina, ¿sabes? Apostamos sobre el grosor que tendrá este montón a final de año. Ahora mismo, apenas son diez centímetros. Pero todavía es pronto, y TMZ[2] te adora.
Tea parecía aburrida.
—¿Esto va a alguna parte?
Me rendí.
—Tea, he intentado encontrar un modo de decirlo con delicadeza. Hagámoslo sencillo: nadie en la ciudad te aprecia. Nadie. Eres monstruosamente difícil. A la gente no le gusta trabajar contigo. A la gente ni siquiera le gusta estar en la misma habitación contigo. Incluso los chicos de trece años que fantasean contigo saben lo suficiente para no apreciarte como persona. En el gran panteón de las zorras legendarias de Hollywood, estáis tú, Shannon Doherty y Sean Young.
—No soy como ellas —protestó Tea—. Yo todavía tengo una carrera.
—Pues claro. Y es a mí a quien tienes que dar las gracias por ello. Cualquier otro agente te habría dado la patada hace mucho tiempo. Estás buena, pero eso no es exactamente una cosa rara por estos andurriales. Tengo que luchar para conseguirte trabajo. Y cada vez que te consigo un contrato, me entero luego de cómo todo el mundo en el rodaje preferiría masticar cristal antes que volver a trabajar contigo. Todo el mundo. Hay servicios de catering que no quieren atender un plato donde estés tú. Mi estimación más favorable es que te quedan otros dieciocho meses antes de que nos quedemos sin gente que quiera trabajar contigo. Después de eso, tendrás que encontrar a algún amable magnate del petróleo de ochenta años con el que poder casarte y tirártelo hasta dejarlo en coma.
Tea estaba anonadada. Aquello no podía durar. No lo hizo.
—Vaya, Tom. Gracias por el voto de confianza.
—El voto de confianza no es para ti, Tea. Te estoy ofreciendo dos opciones. La primera es quedarte ahí sentada, callarte, y hacer lo que te digo. Puede que tengamos una oportunidad de salvar tu carrera si lo haces. La otra es que no te quedes sentada, no te calles y no hagas lo que te digo. En ese caso, te dejo y puedes salir pitando de este despacho. En realidad no me importa lo que hagas. Bueno, estoy mintiendo: preferiría que te fueras. Pero tú decides. ¿Qué va a ser?
Tea permaneció allí sentada con una mirada de puro odio inalterado. Era enervantemente excitante. La ignoré y continué.
—Muy bien, pues. Lo primero que vas a hacer es pedirle disculpas a Amanda.
—Joder, no —protestó Tea.
—Joder, sí —repliqué yo—, o no tenemos trato. Comprendo que tú no te dieras cuenta mientras la estabas insultando, pero puede que tú Amanda sea la única persona en toda la zona metropolitana de Los Angeles que te aprecie de modo genuino. Hay diecisiete millones de personas en la cuenca de Los Angeles, Tea. La necesitas.
—Un carajo la necesito —gruñó. Tea.
—Sí —la rebatí—. Tres palabras: «Tirarte-al-abuelo».
—Joder. Está bien.
—Gracias —dije—. Lo segundo que vas a hacer es confiar en mí. Amanda no parece gran cosa en este momento, pero va a dedicar más parte de su cerebro a ti que a sí misma. Trabaja con ella. Intenta ser amable. En la intimidad de tu casa, puedes apuñalar muñecas de tamaño natural vestidas como ella, eso a mí me da igual. Pero dale algo con lo que poder trabajar. ¿Comprendido?
—Bien —aceptó Tea. Odiaba todo esto.
—Magnífico. En marcha, pues.
—¿Qué, quieres que me disculpe ahora? —Estaba atónita.
—No hay mejor momento que el presente, Tea. Ella está en el edificio, tú estás en el edificio. Es más conveniente de esa forma.
Tea se levantó, me dirigió una última mirada asesina, y salió del despacho cerrando la puerta de golpe. Permanecí allí sentado unos buenos quince segundos, dejé escapar un tremendo suspiro de alivio y empecé a dar vueltas en mi sillón.
Miranda entró en el despacho. Traía algo en la mano.
—Tea se marchó con aspecto de estar a punto de reventar, Tom. Debes haberle montado un buen número.
—Oh, Dios —exclamé, dejando de girar. Me sentía agradablemente mareado—. Llevaba años queriendo hacerlo. No tienes ni idea de lo bien que me ha sentado.
—Claro que la tengo —dijo Miranda—. Dejaste el intercomunicador abierto.
Extendió la mano. En ella había un grabador digital de voz.
—¿Qué es esto? —pregunté.
—Un pequeño recuerdo de tu momento especial Tea —declaró Miranda—. Lo siento. No lo pude resistir.
Michelle apartó un trocito de pollo de la ensalada.
—Estoy pensando en teñirme el pelo —dijo, y se metió el pollo en la boca.
—El pelo azul sólo le sienta bien a Marge Simpson, Michelle.
Ella agitó la mano ante mí.
—Ja, ja, qué gracioso. No, me lo voy a teñir de castaño. Ya sabes, para el papel.
—¿De qué papel estamos hablando, si lo puedo preguntar?
—Malos recuerdos —dijo Michelle.
Ahora comprendí por qué estaba sentado en el Mondo Chicken de Tarzana. Michelle y yo nos habíamos conocido allí hacía años, cuando ella era una camarera llamada Nelly en busca de un agente, y yo era un agente nuevecito buscando echar un polvo. Resultó que Michelle fue la más decidida de los dos: yo nunca tuve sexo con ella, pero me consiguió como agente. Lo interpretó como un presagio afortunado (lo de conseguir el agente, no el no acostarse conmigo); desde entonces, cada vez que Michelle tenía una ocasión especial que recalcar o un anuncio que hacerme, lo hacía en el Mondo Chicken.
Hasta ahora eso había incluido seis decisiones cinematográficas, un doble funeral cuando sus padres murieron en un accidente de tráfico, tres compromisos (y sus correspondientes rupturas), dos epifanías religiosas, y la eutanasia de un perro. Había un montón de recuerdos entre nosotros, situados en un restaurante moderadamente caro del valle. El hecho de que Michelle decidiera hablarme de que quería hacer Malos recuerdos era muy mala señal. Significaba que estaba decidida, y que iba a haber poco que yo pudiera hacer para que cambiara de opinión.
Pero, naturalmente, tenía que intentarlo.
—Malos recuerdos ya está cogido, Michelle —le recordé—. Ellen Merlow ha firmado para el papel.
—Todavía no —respondió ella—. Llamé. Es sólo un acuerdo verbal. Creo que puedo lograr que cambien de opinión.
—¿Tiñéndote el pelo?
—Para empezar. Quiero decir que al menos indicaría que voy en serio. Y si me parezco más al personaje, tal vez puedan verme en el papel. El pelo castaño cambiaría todo mi aspecto. —Atacó de nuevo la ensalada.
Solté el tenedor y me froté el puente de la nariz.
—Michelle —dije—. Si tuvieras el pelo castaño, seguirías sin parecer una judía del este de Europa de cuarenta años. Parecerías una chica aria californiana de veinticinco años con el pelo teñido de castaño. Mírate, Michelle. Eres rubia. Natural. Tienes los ojos azules como Paul Newman. Y unas formas que ni siquiera se «inventaron» hasta finales de los noventa.
—Puedo engordar —sugirió ella.
—Vomitas de pánico cada vez que traen el postre.
—Dejé de hacer eso hace mucho tiempo, y lo sabes —protestó Michelle—. Ha sido un golpe bajo.
—Tienes razón. Lo siento.
Michelle se relajó.
—Incluso tomaré postre hoy —declaró—. Creo que tienen yogurt desnatado.
—No es sólo tu aspecto, Michelle. No te lo tomes a mal, pero todavía no estás preparada para el papel. Es un papel escrito para alguien mucho mayor.
Michelle me apuntó con el tenedor.
—Canción de verano estaba escrito para alguien mayor, ¿recuerdas? Cuando nos llegó el guión, trataba de una mujer de treinta años que seducía a aquellos dos hermanos adolescentes. Cuando me dieron el papel, lo convirtieron en una mujer de veintidós años. «Para eso existen las reescrituras», dijiste.
—Canción de verano era una comedia sobre dos chicos que perdían la virginidad —le recordé—. Malos recuerdos trata del antisemitismo y de la muerte de seis millones de personas. Creo que estarás de acuerdo en que hay una ligera diferencia en el tono.
—Bueno, claro —admitió Michelle—. Pero no veo qué tiene eso que ver con el personaje principal.
Suspiré.
—Déjame que lo intente de otra forma. ¿Por qué deseas tanto ese papel?
Michelle pareció perpleja.
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que qué tiene el papel que hace que te sientas tan apasionada al respecto. ¿Qué tiene el papel que te obsesiona tanto?
—Es un gran papel, Tom. Es muy dramático y lleno de sentimiento. Quiero hacer algo así. Ya sabes, con carga emocional. Creo que es hora de que Hollywood empiece a tomarme en serio.
—De acuerdo. Ahora dime qué sabes del Holocausto.
—Sé un montón —se picó Michelle—. ¿Cómo se puede no saber nada del Holocausto? Fue terrible, todo el mundo lo sabe. Vi La lista de Schindler. Lloré.
—Muy bien, llorar con La lista de Schindler es un buen comienzo. ¿Algo más?
—He estado pensando en ir a ese museo que hay sobre el odio —declaró—. Se me ha olvidado cómo se llama. Simón algo. ¿El Norton Simón?
—Simón Wiesenthal. El Norton Simón es un museo de arte.
—Sabía que era uno de los dos —dijo ella.
—¿Llegaste a leer ese libro de poesía que te regalé?
—¿El de ese tal Christmas?
—Krzysztof.
—Lo empecé, pero tuve que dejarlo —se excusó Michelle—. Por esa época fue cuando tuve que llevar a mi perro a que lo durmieran, y leer esos poemas me deprimía. Aún lloro cuando pienso en mi perro.
—Ya. Mira, Michelle, creo que es magnífico que quieras hacer papeles dramáticos. Estoy seguro de que estarás genial en ellos. Pero no creo que este sea el adecuado. Malos recuerdos no es sólo cuestión de técnica, es cuestión de conocimiento. Sé que crees que conoces el Holocausto y la vida de esa mujer, pero me parece que no es así. Si te enfrentaras a este papel sin saber nada más, te arrepentirías el resto de tu carrera. Melanie Griffith hizo una película llamada Resplandor en la oscuridad y en la conferencia de prensa dijo: «Murieron seis millones de judíos en el Holocausto. ¡Eso es un montón de gente!». No ayudó mucho a la película.
—Seis millones es un montón de gente —opinó Michelle—. No entiendo por qué se molestaron porque dijera eso.
—Lo sé, Michelle. Por eso creo que deberías pasar de ese papel.
Michelle me miró con furia y pareció estar preparándose para soltarme una buena filípica cuando los ojos se le pusieron en blanco. La boca se le quedó entreabierta. Dejó caer el tenedor en el plato. Yo me quedé allí plantado, presa del pánico: la había cabreado tanto que le había provocado un ataque. Estaba a punto de coger el móvil para llamar al 911 cuando volvió en sí.
—Eso está mejor —dijo.
—Jooooder, Michelle. ¿Qué ha sido eso?
—He estado yendo a un hipnoterapeuta —explicó—, para aprender a controlar mi estrés. Colocó una autosugestión en mi subconsciente y ahora cada vez que me enfado o me siento estresada, me marcho flotando durante un par de segundos. Me está ayudando mucho a enfrentarme a mis problemas.
—Esperemos que no tengas ningún problema cuando vayas por la 405 —dije.
—Bueno, normalmente me estreso en los atascos de tráfico, así que no hay problema —aclaró Michelle—. De todos modos no me estoy moviendo. Oye, antes me has cabreado.
—Ahora me doy cuenta.
—Se supone que eres mi agente, ¿sabes? Y eso significa ayudarme a conseguir los papeles que quiero.
—Sí, pero también soy tu amigo —repliqué—, y eso significa cuidar de ti. Y además, como agente tuyo, tengo que preocuparme por la longevidad de tu carrera. Si Malos recuerdos fuera un fracaso, no dejarías de hacer películas, pero la gente se lo pensaría dos veces antes de contratarte para otro drama. Y entonces te encasillarías haciendo secuelas de Canción de verano y Tierra asesinada. Muy beneficioso a corto plazo, pero no lo que creo que quieres hacer toda la vida.
—Ni siquiera quiero hacer esta secuela de Tierra asesinada —declaró Michelle, sombría—. ¿Hay algún modo de poder librarme de eso?
—Me temo que no. Hemos pasado ya la etapa del acuerdo oral. Además, te llevas doce millones más porcentajes. Ahora eres increíblemente rica. Disfrútalo.
Michelle hurgó en su comida.
—El único motivo por el que me dieron el papel en la primera película fue porque Brad quería acostarse conmigo.
—Había más que eso, Michelle —repuse, y en realidad era cierto: en aquella época su caché era más bien bajo—. Pero míralo de esta forma: ahora puedes joderlo tú. Al ritmo de doce millones.
Michelle se encogió de hombros y miró su plato.
—Lo único que digo es que me gustaría lograr hacer algo por mí misma, no porque alguien quiere meterme en su cama.
Recordé por qué había empezado yo a representar a Michelle. Me sentí increíblemente sucio.
—¿Lista para irnos? —dije.
Ella me miró.
—¿Qué?
—Vámonos.
Saqué la cartera y dejé sobre la mesa un par de billetes de veinte.
—Aún no he pedido el postre —protestó Michelle.
—Estoy seguro de que te lo habrías comido. Ahora quiero que me acompañes. Tengo una idea.
Al otro lado del centro comercial, frente a Mondo Chicken, había un Barnes & Noble. Entramos.
—¿Qué estamos haciendo? —preguntó Michelle.
—Conseguir material de investigación —contesté, y la senté en uno de los sillones del establecimiento mientras iba de compras. Elegí a Hannah Arendt, Primo Levi, Elie Wiesel y Simon Wiesenthal. Cogí Los verdugos voluntarios de Hitler, Negando el Holocausto, Shoah, y ¿Por qué no se oscurecieron los cielos? Fui a la zona de novelas gráficas y rebusqué entre los superhéroes hasta que encontré Maus. Al salir de la sección de ficción divisé La decisión de Sophie. La cogí. Tampoco le iría mal.
No me hice ilusiones: aquellos libros eran capaces de confundir a los estudiantes graduados, no digamos ya a Michelle, que era, en el mejor de los casos, un peso medio en el terreno de la inteligencia. No podía ni imaginarme qué iba a entender del concepto de «La banalidad del mal». Pero habíamos comido en Mondo Chicken y eso significaba algo. Se mataría leyendo todo esto. Y quién sabe, podría servir de algo. Cosas más extrañas han sucedido.
Veinte minutos más tarde, estábamos en caja mientras el asombrado cajero iba pasando nuestras compras.
—¿Quieres que me lea todo esto? —preguntó Michelle.
—Inténtalo —dije—. Empieza con Maus o La decisión de Sophie. Convénceme de que hablas en serio leyendo algunos de estos libros y yo haré todo lo que pueda para conseguirte ese papel. ¿Te parece justo?
Michelle soltó un gritito como la animadora que era y me dio un abrazo de oso y un beso en la mejilla. El cajero casi se desmayó de envidia.