Capítulo Cinco

—Muy bien —dije—. Llegó la hora de las preguntas y respuestas.

—Jamás —bromeó Joshua—. Tortúreme todo lo que quiera. Pero nunca le diré la localización de la base rebelde.

Joshua y yo estábamos sentados ante la mesa de mi comedor. Más exactamente, ante la mesa estaba sentado yo; Joshua estaba sentado en ella. Entre nosotros había una caja de cartón de Pizza Hut y los restos de una gran pizza de pepperoni. Joshua se había comido cuatro porciones. Estaban allí esparcidas, al azar, cerca del centro de su ser. Yo podía verlas desintegrándose lentamente en una bruma osmótica. Era vagamente perturbador.

—¿Te vas a comer el último trozo? —preguntó Joshua.

—No —respondí, empujando la caja hacia él—. Por favor.

—Magnífico —exclamó Joshua. Extendió un pseudópodo, lo dobló en torno al borde crujiente y lo atrajo hacia su cuerpo. El trozo quedó rodeado y se unió a sus hermanos—. Gracias. No había comido nada en todo el día. A Carl le pareció que podía resultarte inquietante ver comida pudriéndose en el interior de algo que parecía pegamento seco.

—Tenía razón.

—Por eso es el jefe —apuntó Joshua—. Muy bien. Estas son las reglas para la sesión de preguntas y respuestas: tú haces una pregunta, y luego yo hago otra.

—¿Tienes preguntas?

—Pues claro que tengo preguntas. Desde mi punto de vista, el alienígena eres tú.

—Muy bien.

—Nada de mentiras ni de evasivas —puntualizó Joshua—. Creo que podemos sentirnos bastante seguros con los secretos del otro, porque, en serio, ¿’a quién vamos a decírselo? ¿Te parece justo?

—Bastante justo.

—Bien. Tú primero.

—¿Qué eres?

Ya puestos, bien podía hacer primero la gran pregunta.

—Buena pregunta. Soy una colonia altamente avanzada y organizada de organismos unicelulares que trabajan juntos a nivel macrocelular.

—¿Y eso qué significa? —pregunté.

—Espera tu turno —replicó Joshua—. ¿Cómo conseguiste esta casa? Es un buen chollo.

Tenía razón. Era un buen chollo. Mucho mejor de lo que podía haberme permitido con mi sueldo (hasta hoy, quiero decir): una finca de cuatro dormitorios en una parcela de tres mil metros cuadrados que daba al valle y tenía detrás el Bosque Nacional de Los Angeles. De vez en cuando me despertaba y me encontraba un ciervo en el patio o un coyote rebuscando en la basura. Eso se hace pasar por naturaleza aquí en Los Angeles. Estaba por encima de la capa de contaminación, además. Son las ventajas de tener padres con posibles. Mi madre me la dejó después de que mi padre muriera y se retirara a Scottsdale, para estar más cerca del asilo de la abuela.

La única pega que se le podía hacer es que estaba en el valle equivocado, en San Gabriel, donde vivía la gente «real» (léase: la que no está en el negocio del cine). De vez en cuando alguno de los otros agentes se burlaba de mí por eso. Yo sonreía dulcemente y les preguntaba cuánto pagaban de alquiler por su condominio de una sola habitación en Van Nuys.

—He vivido aquí toda la vida —dije—. Mi madre me regaló la casa cuando se mudó. ¿Qué significa «colonia altamente avanzada y organizada de organismos unicelulares que trabajan juntos a nivel macrocelular»?

—Significa que cada una de las células de mi cuerpo es un organismo contenido en sí mismo, no especializado —respondió Joshua—. ¿Cómo decidiste convertirte en agente?

—Mi padre era agente… agente literario —precisé—. Cuando yo era niño, traía a sus clientes a cenar. Eran gente rara, pero divertida. Me parecía guay que mi padre conociera a gente tan extraña, así que decidí que quería ser agente. Debía de tener unos cinco años. No tenía ni idea de lo que hacía realmente un agente. Si eres un puñado de criaturas más pequeñas, ¿cómo consigues que todas se muevan y actúen como quieres que lo hagan?

—No lo sé —replicó Joshua—. ¿Sabes cómo haces latir tu corazón?

—Claro. Mi cerebro envía un mensaje a mi corazón para que siga latiendo.

—Bien, pero ¿conoces el proceso exacto?

—No.

—Yo tampoco —dijo Joshua—. ¿Tienes una consola de juegos?

—¿Qué? No. Tenía una Nintendo cuando era más joven, pero eso fue hace mucho tiempo. ¿Tienes órganos, como corazón o cerebro?

—No exactamente. Las células se turnan para ejecutar las funciones, según la necesidad. Ahora mismo, por ejemplo, las células de mi superficie están recopilando información sensorial. Otras células no ocupadas en otra cosa realizan funciones cognitivas. Las células alrededor de la pizza la están digiriendo. Como decía, no pienso en hacer esas cosas, simplemente se hacen. ¿Y tele por cable?

—HBO básico plus y el Canal Playboy.

—Pillín.

—También tenía Showtime, pero se estropeó. Nunca me ha dado por arreglarlo.

—Te creo —asintió Joshua—. Te creo, sí señor.

—¿Eres masculino o femenino?

—No soy ninguna de las dos cosas. Mis células se reproducen asexualmente. Los canales picantes no me afectan. ¿Tienes ordenador con conexión a Internet?

—Tengo un Mac y línea ADSL —dije—. ¿Por qué me preguntas por esas cosas?

—No sé si te has dado cuenta, pero soy un cubo gelatinoso. No es que vaya a salir mucho de casa. Los vecinos hablarían. Así que quiero asegurarme de que voy a poder estar entretenido. ¿Tienes algún animal en casa?

—Tenía un gato, pero se escapó hará unos dos años. Siempre digo que se escapó, pero creo que lo atropelló un coche o se lo comieron los coyotes. Los Escobedo, que viven al lado, tienen un retriever, Ralph, que de vez en cuando salta la valla y viene a hacer una visita. Pero no creo que tengas que preocuparte por él. Ralph tiene quince años. Podía chuparte con las encías, pero ya está. De todas formas, nunca entra en la casa. Entonces, si tu especie se reproduce asexualmente, eso significa que eres un clon de otro yherajk, ¿no?

—Estooooo… —Joshua pareció sospechosamente dispuesto a intentar escaquearse de responder—. No exactamente —dijo por fin—. Nuestras células son asexuales, pero tenemos un modo de crear nuevas… «almas» probablemente sea la mejor palabra para ello. Me resultaría muy difícil explicártelo.

—¿Por qué?

—No es tu turno.

—Estás respondiendo con evasivas.

—Oh. Bueno, en ese caso, digamos que es una especie de tabú social. Pedirme que hable sobre el tema sería como si yo te preguntara que describieras con detalles gráficos el encuentro sexual entre tus padres que originó tu concepción.

—Fue durante su luna de miel en Cancún —dije.

—¿En qué postura lo hicieron? ¿Cuántas veces? ¿Aulló mamá de placer?

Me puse colorado.

—Entiendo lo que quieres decir.

—Eso me parecía. Hablando del diablo… ¿tienes algún hermano o hermana?

—No. Mi madre tuvo complicaciones durante el embarazo y estuvo a punto de morir. Pensaron en adoptar durante un tiempo, pero al final no lo hicieron. ¿Puedes morir?

—Claro. De más formas que tú, además. Las células individuales de este conjunto mueren continuamente, como mueren las células de tu cuerpo. Todo el conjunto puede morir también: yo diría que tenemos menos tendencia a morir de forma aleatoria que vuestra especie, pero sucede. El alma puede morir también, aunque el conjunto sobreviva. ¿Tienes alguna relación?

—No. Tuve una novia en la agencia durante algún tiempo, pero le salió un trabajo en Nueva York hace unos seis meses. No era un asunto muy serio, de todas formas… más bien algo para relajar la tensión. ¿Cuánto tiempo vivís?

—Unos setenta años, como vosotros —respondió Joshua—. Más o menos. Es una pregunta muy complicada, en realidad. ¿Te gusta tu trabajo?

—La mayor parte del tiempo —contesté—. En realidad, no lo sé. Creo que soy bueno. Y no sé qué otra cosa haría si no me dedicara a esto. ¿Cómo es tu nave espacial?

—Estrecha. Apestosa. Mal iluminada. ¿Qué haces cuando no trabajas?

—Casi siempre estoy trabajando. Cuando no, leo mucho. Me viene de ser hijo de un agente literario. Cuando mi madre se mudó, convertí mi antigua habitación en biblioteca. Aparte de eso, no hago demasiadas cosas. Soy algo patético. ¿Cómo sabes tanto de nosotros?

—¿Qué quieres decir?

—Tu inglés es tan bueno como el mío. Sabes cosas sobre videojuegos y televisión por cable. Haces referencias a películas de terror de los años cincuenta. Parece que sabes más de nosotros que la mayoría de nosotros.

—No te ofendas, pero no es tan difícil ser más listo que la mayoría de vosotros —dijo Joshua—. Tu planeta lleva casi un siglo transmitiendo un montón de cosas. Os hemos estado prestando mucha atención. Se puede aprender inglés viendo comedias televisivas varios miles de veces.

—No sé qué pensar al respecto.

—Hay algunas lagunas —concedió Joshua—. Hasta que bajé aquí, teníamos la impresión de que «chachi piruli» se empleaba todavía. Son todas esas reposiciones de «La tribu de los Brady». El estúpido «Nick at Night[1]». Durante muchísimo tiempo no se nos ocurrió que no eran emisiones en directo. Creíamos que la repetición tenía algún significado ritual. Como si fueran textos religiosos o algo por el estilo.

—Cabría pensar que el hecho de que en «La tribu de los Brady» no envejecieran nunca sería una pista.

—No te lo tomes a mal —dijo Joshua—. Pero todos nos parecéis iguales. De cualquier forma, acabamos por darnos cuenta. Mi turno.

La sesión de preguntas y respuestas continuó durante otro par de horas, yo haciendo las preguntas más amplias y cósmicas y Joshua haciendo las más pequeñas y personales. Me enteré de que la nave espacial yherajk era un asteroide hueco que viajaba a velocidades inferiores a la de la luz, y que habían tardado décadas en llegar desde su planeta natal hasta aquí. Joshua se enteró de que mi color favorito era el verde. Yo me enteré de que la comunicación entre un yherajk y otro a menudo tomaba la forma de complejas «ideografías» feromónicas lanzadas al aire o transmitidas por contacto: el «hablante» era identificado por una molécula identificativa: su propio olor personal. Joshua se enteró de que yo prefería la música de baile eurotrash al rock and roll americano.

Sólo quedó una pregunta sin contestar: ¿Cómo recibió Joshua su nombre? Se negó a decírmelo.

—No es justo —protesté—. Dijimos que nada de mentiras ni de evasivas.

—Esta es la excepción que confirma la regla —contestó Joshua—. Además, es una historia que no debo contar yo. Tienes que preguntárselo a Carl. Ahora… —Ejecutó una maniobra que se parecía mucho al acto de estirarse después de estar mucho rato sentado—. ¿Dónde está ese ordenador tuyo? Necesito conectarme. Quiero ver cuánto spam tengo.

Lo guie hasta mi despacho, donde tenía el ordenador; él se deslizó hasta el asiento, se desparramó sobre el teclado, y disparó un tentáculo hacia el ratón. Me preocupó un poco que se le quedaran pegadas partes en el teclado. Pero cuando había bajado de la mesa camino del despacho, no había dejado ninguna marca de baba. Supuse que no habría problemas con mi teclado. Lo dejé conectarse y salí al porche trasero.

Mi patio estaba encajado en la falda de la montaña, con un denso bosque detrás. Se hallaba un poco más alto que los patios de las casas vecinas, algo que apreciaba enormemente cuando tenía trece años y Trish Escobedo, de la casa de al lado, se tumbaba a tomar el sol junto a la piscina. Me senté en mi silla de costumbre, que daba al patio trasero de los Escobedo; Trish estaba ahora casada y hacía casi doce años que no vivía allí, pero es difícil librarse de las viejas costumbres. De camino había sacado una cerveza del frigorífico; la abrí y me senté a contemplar las estrellas.

Me puse a pensar en Joshua y los yherajk. Joshua era un problema inmediato: muy agudo, muy divertido, muy líquido, y, empecé a sospechar, muy tendente al aburrimiento. Le di una semana antes de que se volviera loco encerrado en casa. Iba a tener que pensar algún modo de sacarlo de vez en cuando; no sabía cómo se comportaba un yherajk aburrido, pero no tenía ningunas ganas de descubrirlo. Prioridad número uno: excursiones para Joshua.

Los yherajk eran un problema menos inmediato pero infinitamente más complicado: grumos alienígenas que querían ser amigos de una humanidad que, si le preguntaban, probablemente preferiría ser amiga de algo que tuviera endoesqueleto. Lo único que podría haber sido peor era que los yherajk hubieran parecido insectos gigantes: eso habría convertido a la mitad de la humanidad que ya tenía miedo de las arañas y las cucarachas, en locas masas gimoteantes. Tal vez esa era la forma de abordar el tema: «Los yherajk: al menos no son insectos». Miré de nuevo a las estrellas y me pregunté si alguna de ellas sería la nave asteroide yherajk.

Oí un roce en la puerta lateral. Me acerqué a abrirla; Ralph, el retriever más viejo del mundo, estaba al otro lado, jadeando levemente. Su cola se agitaba y me miraba con una cansada sonrisa de perro como diciendo: «Me he vuelto a escapar. No está mal para un chucho viejo».

Me gustaba Ralph. El hijo más pequeño de los Escobedo, Richie, se había graduado en la universidad y se había mudado hacía unos dos años, y yo sospechaba que desde entonces Ralph no recibía demasiada atención; Esteban, que era dueño de una compañía de software, no tenía tiempo, y en seguida se notaba que Mary no era una persona a la que gustaran los perros. Le daban de comer, pero lo ignoraban.

Richie se pasaba de vez en cuando y traía a Ralph; era sólo unos pocos años más joven que yo, y durante un tiempo estuvo pensando en convertirse en agente, antes de ponerse nervioso y pasarse al derecho. Después de que Richie se marchara, Ralph siguió pasándose por casa. Creo que le recordaba las veces en que había alguien cerca para prestarle atención. No me importaba. Ralph no quería nada más que estar presente para alguien. Es como un montón de ancianos en ese aspecto. Tarde o temprano, Esteban o Mary se daban cuenta de que se había escapado y venían a buscarlo. Ralph me miraba con tristeza y los seguía de vuelta a su casa. Una semana más tarde se aburría y el ciclo volvía a repetirse.

Regresé al patio. Ralph me siguió y se sentó a mi lado cuando yo lo hice en la silla. Le acaricié suavemente la cabeza y regresé a mis pensamientos sobre la situación yherajk.

Por algún motivo, un recuerdo de la infancia me saltó a la memoria: mi padre, Daniel Stein, sentado a la mesa del comedor con Krzysztof Kordus, un poeta polaco que había estado en un campo de concentración en la segunda guerra mundial después de que lo pillaran, siendo católico, tratando de sacar judíos de Polonia. Más tarde emigró a América, y esperaba poder publicar sus poemas en inglés.

Acabé por leer aquellos poemas cuando estaba en la universidad. Eran terribles y hermosos: terribles en sus temas del Holocausto y la muerte, hermosos porque de algún modo conseguían encontrar momentos de esperanza en la oscuridad de aquella aterradora destrucción. Recuerdo que sentí la necesidad de salir al sol después de leerlos, llorando, porque por primera vez logré comprender lo que había sucedido.

Yo tenía parientes que habían muerto en el Holocausto: tías y tíos abuelos por parte de mi madre. Mi propia abuela había estado en un campo de trabajo cuando terminó la guerra. Pero nunca hablaba de ello cuando yo era niño, y luego sufrió una embolia que le quitó la capacidad de hablar. No fue hasta los poemas de Krzysztof que pude entender la historia.

La noche que Krzysztof y mi padre estaban sentados a la mesa, sin embargo, Krzysztof había recibido otra carta más rechazando su libro. Estaba allí sentado, abroncando a mi padre por no poder vender el libro y a los editores por no comprarlo.

—Tienes que entenderlo —le explicó mi padre—, casi nadie compra ya libros de poesía.

—No entiendo una mierda —replicó Krzysztof, golpeando la mesa—. Esto es lo que hago. Los poemas son tan buenos como cualquiera que puedas encontrar en una librería. Mejores. Tienes que poder convencer a alguien de que los publique, Daniel. Es lo que tú haces.

—Krzysztof —respondió mi padre—. La pura verdad es que nadie va a publicar esos poemas ahora mismo. Si fueras Elie Wiesel, podrías venderlos. Pero aquí no eres nadie. No eres conocido. Ningún editor va a tirar dinero publicando poemas que nadie va a leer.

Eso hizo que Krzysztof se lanzara durante otros diez minutos a despotricar sobre la estupidez de mi padre, y del pueblo americano en general, por no reconocer la genialidad cuando se le plantaba delante. Papá se quedó allí sentado tan tranquilo, esperando a que Krzysztof tomara aliento.

Cuando lo hizo, mi padre intervino.

—No escuchas lo que te estoy diciendo, Krzysztof. Sé que esos poemas son obras maestras. Eso no es discutible. El problema no son los poemas, eres tú. Nadie sabe quién eres.

—¿A quién le importo? —replicó Krzysztof—. Los poemas hablan por sí mismos.

—Eres un gran hombre, Krzysztof —dijo mi padre—; pero no sabes nada del público americano.

Y entonces mi padre le contó un plan que a partir de entonces sería conocido como El caballo de Troya.

El plan era sencillo. Para vender los poemas de Krzysztof, la gente tenía que saber primero quién era. Papá lo consiguió convenciendo a Krzysztof, después de muchas discusiones y protestas de humillación, para que cogiera una canción de cuna que había escrito décadas antes para su hija y la publicara como libro infantil. El libro, Los que sueñan y los que duermen, vendió millones de ejemplares, para horror de Krzysztof y deleite de mi padre.

Durante la gira publicitaria del libro, la historia del Holocausto de Krzysztof apareció en las páginas de todos los diarios de gran y pequeña tirada del país. A partir de ahí, mi padre pudo cerrar una película para televisión con la historia de Krzysztof para la TNT. Fue la película más vista ese mes por cable. Krzysztof se sintió avergonzado (lo interpretaba Tom Selleck), pero también se hizo rico y famoso.

—¿Ves? —dijo mi padre—. Ahora podemos vender tu libro de poemas.

Y lo hizo.

Yo necesitaba un caballo de Troya. Tenía que haber alguna puerta trasera por donde colar a los yherajk, como hizo mi padre con Krzysztof. Pero no tenía ni idea de cuál podría ser. Una cosa era vender un libro de poesía, otra completamente distinta presentar a un planeta el ser que llevaba un siglo esperando y temiendo.

Sonó el timbre de la puerta. Ralph me miró con tristeza. Sus dueños habían venido por él. Le acaricié ligeramente el flanco y luego fuimos juntos a abrir la puerta.