Capítulo Cuatro

Miranda estaba soportando las atenciones de Ben Fleck, otro agente júnior, cuando regresé. Me miró cuando me acerqué. La mirada tenía un doble significado. El primero era «¿Qué demonios ha pasado aquí?». El segundo era «Rescátame». Ben era un capullo de primera clase que llevaba dieciocho meses intentando meterse en las bragas de Miranda; habría sido un caso de acoso sexual si no fuera porque Ben era obviamente inepto en esa clase de asuntos.

—Miranda —dije—. ¿Puedes pasar, por favor, a mi despacho?

—Eh —protestó Ben—. En este momento estoy discutiendo sobre un cliente con Miranda.

—Ese cliente está en tus calzoncillos, Ben —repliqué yo—. Y nunca va a conseguir ese trabajo. ¿Miranda?

Le abrí la puerta mientras ella recogía la libreta y entraba en el despacho junto a mí.

—Gracias —dijo cuando cerré la puerta tras nosotros—. Aunque no deberías ser tan duro con Ben. Es simpático, a su estilo de patán lujurioso.

—Tonterías —repliqué—. No voy a dejar que se lleve algo que a mí no se me permite tocar.

—Pero Tom —protestó Miranda—, tú no eres ni patán ni lujurioso.

—Gracias, Miranda —dije, y me apoyé contra la mesa—. Pondré eso en mi lápida: «Aquí yace Thomas Stein. No era ni patán ni lujurioso».

—Basta de charlas —me cortó Miranda—. ¿Sigues teniendo empleo o tan sólo estás poniendo cara de héroe para tu dedicado personal?

—Miranda, ¿se dio alguien cuenta de adonde íbamos cuando nos dirigíamos a la reunión?

Miranda se sentó en la silla ante mi escritorio y pensó un momento.

—No que yo pueda decir. Saludaste a Drew Roberts cuando pasamos por su lado, pero no creo que se diera cuenta. Eres agente júnior. No se te devuelven los saludos.

—Bien. ¿Ha preguntado alguien más dónde he estado?

—¿En la oficina? No. Michelle volvió a llamar —Miranda bizqueó levemente al pronunciar la palabra «Michelle», indicando a su propia manera sutil que creía que Michelle era menos inteligente que el protozoo medio—, pero le dije que estabas en una reunión. Aparte de eso, mi atención fue monopolizada por Ben, que te aborrece y no preguntaría por ti aunque pudiera conseguir con ello un ascenso. ¿Por qué?

—Si alguien pregunta, salí a hacer un recado. ¿De acuerdo?

—Me estás matando —protestó Miranda—. Normalmente no amenazo a mis jefes, pero si no me dices qué ha pasado ahí dentro, puede que tenga que hacerte daño.

—No puedo, Miranda. Sabes que si pudiera decírselo a alguien, te lo diría a ti. —Le dirigí mi mejor mirada de me-siento-completamente-indefenso—. No puedo. ¿Puedes confiar en mí por ahora, por favor, y olvidar que esa reunión ha tenido lugar?

Miranda me miró un momento.

—De acuerdo, Tom —asintió por fin—. Pero si no vamos a hablar de la reunión que no tuvo lugar, ¿por qué me has traído aquí?

—Necesito que traigas los archivos de todos mis representados.

Dame también los nombres de los últimos agentes procedentes del departamento de correos y su cartera de clientes, si puedes. Miranda tomó nota en su libreta.

—Muy bien —dijo—. ¿Algo en particular que deba buscar en los nuevos agentes?

—Quiero alguien que sea tan nuevo que siga pudiendo hacer sus repartos con los ojos cerrados. Alguien que no sepa nada. Yo, hace unos tres años,

—Joven e ingenuo. Lo tengo, Tom. De hecho, creo que conozco a la persona.

—Magnífico. Dame una hora para revisar mis archivos y luego tráemelo de visita.

—Bien. ¿Algo más?

—Sí. Voy a necesitar una de esas garrafas de agua. Y una carretilla.

Miranda levantó la cabeza.

—¿Una garrafa de agua?

—Sí, una de esas garrafas. De las de veinticinco litros.

—Y una carretilla.

—Si puedes encontrar una. Las tienen en el departamento de correos, creo. Puedes hacer que la traiga el nuevo agente.

Noté que Miranda debatía consigo misma si preguntar o no para qué era la garrafa de agua. Finalmente decidió no hacerlo. ¡Qué profesional!

—¿Quieres la garrafa de agua vacía o llena?

—No importa —respondí.

—A mí sí. Tengo que cargar con el maldito trasto hasta el despacho.

—Vacía, por favor.

Miranda dejó de escribir.

—Vale —dijo—. Tendrás tus archivos dentro de un minuto.

Se levantó y cruzó los dos pasos que la separaban de mí. Dejé de apoyarme en la mesa y me erguí.

—Tom, puedes confiar en mi Nunca hablaré de esa reunión con nadie. Pero pasara lo que pasase ahí dentro, felicidades. Extendió la mano y me alborotó el pelo. Fue un gesto anticuado y maternal por parte de alguien que era mi secretaria y un año más joven que yo. Me hizo sonreír como un idiota.

Miranda dejó caer los archivos sobre mi mesa. Había llegado el momento de jugar al juego favorito de todo el mundo: deshacerse de los clientes.

—Esto va a ocupar todo tu tiempo a partir de ahora —me había advertido Carl, justo después de que yo me enrolara en el barco—. Vas a tener que trazar un plan y llevarlo a cabo. Vas a tener que ser también ayudante de Joshua. Lo cual me recuerda una cosa: tiene que alojarse contigo.

—¿Qué? —exclamé. Visiones de baba viscosa cubriendo mi tapicería saltaron libres en mi mente.

—Tom —intervino Joshua—, no es exactamente fácil ir y venir de aquí a la nave.

—Podemos resolver los detalles más tarde —dijo Carl, impaciente—. Pero lo que tienes que hacer, Tom, es repasar tu cartera de clientes y, lo más rápido que puedas, descargarte de tantos como sea posible. Joshua es ahora tu trabajo a tiempo completo.

Miré los archivos y sentí un extraño tintineo en la cabeza. Por un lado, esto era el sueño de un agente: ¡deshacerse de los clientes verdaderamente molestos! ¡Soltar el lastre! Todo agente que no dirigía una agencia tenía clientes de los que prefería librarse… y aquí me estaban diciendo que los largara. Por otro lado, como agente, sólo vales lo que vale tu cartera de clientes. Mejor tener malos clientes que ninguno en absoluto. Comprendía sin poder hacer otra cosa que mi nuevo «cliente» era una oportunidad que se da… Bueno, que nunca se había dado antes, ahora que lo pensaba. Emocionalmente, no obstante, sentía que estaba pilotando el 747 en ascenso que era mi carrera como agente y apuntaba al Pacífico, mientras todos los pasajeros, mis clientes, gritaban en sus asientos, las mascarillas de emergencia agitándose con las turbulencias.

«Basta de pensar», decidí. Cogí la primera carpeta.

Tony Blatz. Fuera. Iba cuesta abajo de todas formas, ya que era demasiado orgulloso para aceptar papeles como el que lo había hecho famoso.

Rashaad Creek. Dentro. Podía soportar a su madre, que estaba haciendo la mayor parte del trabajo pesado en esa relación, de todas formas. Los inquietantes tonos edípicos de la situación de Rashaad siempre me habían preocupado, pero ahora podía usarlos finalmente en mi provecho.

Elliot Young. Dentro. Elliot, bendito sea, no era el más inteligente de los chicarrones. Podía sentarme con él una tarde y convencerlo de que firmando por una temporada en la serie podía hacer que la transición a la pantalla grande fuera mucho más beneficiosa a la larga. Quién sabe, puede que incluso fuera verdad.

Tea Reader. Fuera. Gracias a Dios Todopoderoso.

Michelle Beck. Dentro. Naturalmente. Michelle Beck era mi seguro: cuando un cliente está en la gama de los doce millones por película, no se puede reprochar que un agente quiera pasar más tiempo concentrándose en ese cliente. Además, volando bajo el radar o no, dejar a Michelle después del cheque de hoy haría que alguien abriera los ojos. Michelle y yo estábamos unidos de por vida, o hasta que a ella le diera un berrinche y se buscara un nuevo representante. Si no me quedaba con ella, estaría, como solía decir mi padre, caminando sobre una gruesa alfombra de mierda. La ambivalencia que sentía sobre este hecho se tambaleaba.

La gente de segunda categoría era agua pasada. No importaba realmente quién fuera su agente, en realidad.

Estaba terminando mi repaso a los clientes cuando Miranda me llamó.

—Señor Stein —dijo. Yo podía contar con los dedos de una mano las veces que me había llamado «señor Stein», sin tener que usar ni el pulgar ni el índice—. Amanda Hewson está aquí.

—Hágala pasar, señorita Escalón, por favor.

Yo llamaba a Miranda «señorita Escalón» aún menos que ella a mí «señor Stein».

Miranda entró, seguida de una rubia desgarbada que parecía que no era lo bastante mayor para ver películas clasificadas R sin ir acompañada. Amanda Hewson había ascendido del departamento de correos hacía justo un mes. Sus dos clientes eran una antigua estrella de culebrones mexicanos que pretendía dar el salto a Hollywood, pero no quería aprender el idioma, y un actor que le administró los primeros auxilios cuando se desmayó en el kilómetro seis de la maratón de Los Angeles. Al parecer lo representaba por pura gratitud.

Era perfecta.

—Amanda —la saludé, indicando la silla que había delante de mi escritorio—. Por favor, siéntese.

Ella obedeció. La miré de la misma forma que Carl me había mirado a mí hoy. Era justo: la distancia, en términos de carrera, no era distinta.

Amanda echó un vistazo alrededor.

—Bonito despacho —dijo.

Mi despacho es un vertedero.

—Lo es, ¿verdad? —dije yo—. Amanda, ¿sabe por qué la he llamado?

—La verdad es que no —confesó ella—. La señorita Escalón —sin que Amanda la viera, Miranda se puso bizca: no parecía gustarle toda esta formalidad— dijo que era importante, pero no mencionó de qué se trataba.

La miré un poco más. Estaba poniéndola nerviosa. Giró la cabeza brevemente para ver si lo que yo estaba mirando era algo que tuviera detrás, y luego se volvió y se rio nerviosamente. Sus manos, apoyadas en el regazo, experimentaron un leve espasmo.

Miré a Miranda.

—¿Crees que es ella? —pregunté.

Ahora le tocó a Miranda el turno de mirar a Amanda. Tengo que admitir que la miró de manera bastante intimidante. Amanda pareció a punto de mearse en las bragas.

—Eso creo —afirmó Miranda—. Al menos, es mucho mejor que las otras posibilidades.

Yo no tenía ni idea de lo que estaba hablando Miranda. Pero claro, ella tampoco sabía de lo que estaba hablando yo. Improvisábamos sobre la marcha.

—Bien, Amanda —comencé—. ¿A qué universidad fue?

—A UCLA —respondió ella—. En Westwood —añadió. Después de decir eso pude ver el pensamiento que tomaba forma en su cabeza: «¡Imbécil! ¡Estamos en Los Angeles! ¡El SABE dónde está UCLA! ¡Soy una idiota!». El pánico puede resultar enternecedor cuando es real.

—¿Ah, sí? —dije—. Yo soy de Bruin. ¿Cómo la trata la vida acelerada del agente?

—Bien, realmente bien —contestó ella con obvio fervor—. Quiero decir, acabo de empezar, así que es un poco duro. Creo que pasarán unos cuantos meses antes de que me asiente.

Sonrió animosamente. Era tan nueva que no se daba cuenta de que admitir debilidad era un pecado mortal entre los agentes. Me pregunté cómo pasó el proceso de admisión. A mi lado, pude sentir oleadas de piedad emanar de Miranda. En ese momento comprendí por qué había sugerido que fuera ella: intentaba impedir que a esta inocentona joven se lo arrebataran todo sus colegas más sañudos.

—Bueno, espero que esté lo suficientemente asentada ya, Amanda —continué—. Los directivos de esta corporación —siempre me ha parecido que esa expresión sonaba melodramática, y tenía razón— me han ordenado que ponga en marcha un proyecto mentor piloto para nuestro agente más nuevo, una especie de ayuda para que vayan cogiendo velocidad más rápidamente. Ahora bien, tengo que recalcar que se trata sólo de un programa piloto y altamente experimental. De hecho, es un secreto…

Amanda puso los ojos como platos. Si yo hubiera estado sólo un diez por ciento menos acojonado, creo que podría haberme enamorado.

—… y tendrá que mantenerlo así. Es oficialmente no oficial. ¿Comprendido?

—Claro, señor Stein.

—Llámame Tom —dije—. Amanda, ¿qué piensas de Tea Reader?

Abrió los ojos todavía más. Pongamos un cinco por ciento menos acojonado.

Dos horas y un café de Starbucks cada uno más tarde, el Proyecto Mentor Oficialmente No Oficial estaba en marcha. Bajo mi «supervisión», Amanda se encargaría de las necesidades diarias de representación de Tea Reader, Tony Baltz y mis clientes morralla. Durante el primer mes, Amanda haría informes semanales detallados de «nuestros» clientes que yo leería y comentaría. Eso quedaría reducido a dos veces al mes el segundo mes, y a mensual a partir de entonces. Durante ese tiempo, todo el dinero ganado por representar a estos clientes se dividiría entre mentor y estudiante. Después de seis meses, con la aprobación del mentor, Amanda podría representar hasta a seis de esos clientes a tiempo completo, con todas las comisiones y beneficios para ella a partir de ese momento. Por mi parte, pensaba que Amanda abandonaría de todas formas a los clientes que no quisiera conservar después de seis meses.

Amanda era feliz porque incluso con una tasa de comisión reducida iba a ganar más dinero durante los próximos seis meses de lo que tendría con sus propios clientes, y recibiría una cartera de clientes automáticamente ampliada al final del período. Además, por supuesto, de mis valiosísimos servicios como mentor. Yo estaba feliz porque me descargaba de clientes. La única persona que tal vez no estuviera del todo feliz era Miranda, porque sabía que los informes que yo supuestamente iba a tener que leer y comentar quien iba a tener que leerlos y comentarlos era ella. Pero no dijo nada. Iba a tener que subirle el sueldo pronto.

Amanda se marchó en una nube de satisfacción y promesas de «ponerse a ello». Era como un presentador del Club Disney en el día de «Vamos a representar a alguien». Casi pude verla saltar al podio. Esperé que su primera experiencia con Tea Reader no le resultara demasiado traumática.

—Eso ha sido un truco sucio —me recriminó Miranda.

—¿Qué quieres decir? Mírala. ¿Cuáles son sus posibilidades de conseguir una cartera de clientes decente por su cuenta?

—Con ella no —dijo Miranda—. Conmigo. Ahora voy a tener que añadir cuidar de bebés a mi lista de cosas por hacer.

—Amanda no tendrá problemas —le aseguré—. Y de todas formas, creí que te caía bien.

—Me cae bien. Y no tendrá problemas. Con el tiempo. —Acercó su cara a la mía—. Pero a corto plazo, más vale que me meta a urbano, porque tendré que llevarla de la mano todo el rato. Me voy a buscar tu garrafa de agua.

Salió del despacho.

Iba a tener que subirle el sueldo muy pronto.

Llamé a la puerta de la sala de reuniones. Estaba vacía. Entré con la garrafa de agua y la carretilla, cerré la puerta y eché la llave.

—Tienes que estar bromeando —exclamó Joshua.

Había vuelto a meterse en el acuario, que se había quedado en la sala después de que nuestra reunión terminara. Yo me había encargado de buscar una forma de llevarlo desde la sala de reuniones a mi despacho sin llamar la atención. Carl no quiso decirme cómo había metido a Joshua en el edificio sin que nadie se diera cuenta. «Considéralo tu primer desafío», dijo. Si yo le estuviera cargando al primer extraterrestre conocido a un subordinado para que se ocupara de él, estaría un poco más preocupado.

—Te damos tres horas para que se te ocurra algo y esto es lo mejor que puedes hacer —rezongó Joshua—. Todavía no estoy asustado, pero ya llegaremos a ello.

—Lo siento. He tenido que improvisar.

Acerqué la garrafa y la dejé junto al acuario. Había calculado que un contenedor de veinticinco litros sería lo suficientemente grande para albergar a Joshua. Ahora no estaba tan seguro.

Tampoco lo estaba él. Sacó un tentáculo del acuario, lo posó sobre la garrafa y la sacudió, como para comprobar su capacidad.

—¿Cuánto tardaremos en llegar a tu casa?

—Probablemente una hora, tal vez más —dije—. Vivo en La Cañada, La 495 estará petada, pero cuando lleguemos a la 210 deberíamos ir muy rápidos. ¿Será un problema?

—En absoluto —contestó Joshua—. ¿Quién no disfruta estando apretujado en una garrafa de plástico de veinticinco litros durante una hora?

—No tienes que quedarte dentro de la garrafa cuando estemos en el coche —le advertí—. Cuando salgamos de aquí, podrás expandirte.

Este cambio de planes era tan nuevo para mí como para él. Había dado por hecho que permanecería en la garrafa todo el viaje.

Pero la tapicería de mi coche era un precio pequeño que pagar por la paz interplanetaria. Aunque tendría que acordarme de comprar uno de esos ambientadores de pino.

—Gracias, pero no, ni hablar —se opuso Joshua—. La conversación donde intentas explicarle a un agente de tráfico por qué llevas ochenta kilos de gelatina en el asiento de pasajeros es algo que creo que los dos deberíamos intentar evitar.

Me eché a reír.

—Lo siento —me excusé—. Me sorprende un poco que sepas lo que es un agente de tráfico.

—¿Por qué? —se extrañó Joshua—. Lleváis lanzando información al espacio desde hace décadas.

Agitó de nuevo el tentáculo y luego suspiró. Debió de hacerlo como afectación puramente sónica, porque no tenía pulmones con los que exhalar.

—Muy bien, allá voy —dijo, y empezó a meterse dentro de la garrafa.

Estuvo peligrosamente a punto de rebosarla. En los últimos segundos me asaltó un pensamiento: «Voy a necesitar otra garrafa». No se me ocurrió cuestionar la lógica de ese pensamiento. Era gelatinoso, debería poder dividirse. Quedó claro cuando rebosó unos tres milímetros la boca de la garrafa.

—¿Cómodo? —pregunté.

—Recuérdame que te meta en una maleta de tamaño medio y que te haga la misma pregunta —refunfuñó Joshua. Su voz sonaba apagada, como a lata, sin duda debido a la diminuta cantidad de espacio que tenía para vibrar.

—Lo siento. Oye, ¿necesitas tener esto abierto? Estaba pensando que sería mejor ponerle la tapa.

—¿Estás chalado? Déjalo abierto.

—Vale. No lo sabía. Supongo que necesitas respirar.

—No es eso —dijo Joshua—. Soy claustrofóbica.

—¿De verdad?

—Mira, sólo porque proceda de una especie alienígena altamente avanzada no significa que no pueda ser intensamente neurótico. ¿Podemos irnos ya? Es que siento que me están entrando ganas de gritar.

Hice girar la carretilla, la empujé hasta la puerta, la abrí y salí al pasillo. Todavía era bastante temprano, así que la oficina estaba abarrotada. Me preocupaba que alguien pudiera preguntarme por qué empujaba una garrafa de agua de veinticinco litros hasta que recordé que me hallaba en la segunda planta, el dominio de los agentes veteranos. Un agente sénior asumiría de modo natural que mi trabajo era acarrear garrafas de agua. Probablemente estaría a salvo hasta que llegara al vestíbulo.

Y ahí fue de hecho donde me vieron. Cuando pasaba el mostrador de recepción camino del aparcamiento, un tipo que había allí se volvió.

—¿Tom Stein? —preguntó.

La orden «sigue adelante» salió de mi cerebro una décima de segundo después de que el reflejo «mira alrededor» entrara en acción. Pero entonces, claro, ya era demasiado tarde: ya me había detenido y había mirado hacia atrás.

—¿Sí?

El hombre cruzó corriendo la corta distancia que nos separaba y extendió la mano.

—Me alegra encontrarlo aquí —dijo mientras nos estrechábamos la mano—. Su secretaria me dijo que ya se había marchado.

—Lo había hecho. Pero tuve que pararme por el camino para recoger algo.

—Ya lo veo —asintió, mirando la garrafa de agua—. Supongo que ha agotado los suministros de la oficina.

—¿Quién es usted?

—Lo siento. Jim van Doren. Escribo para Espectáculo.

Espectáculo era una revista escrita con un tonillo retorcido y sabelotodo que implicaba que la gente que la hacía venía de almorzar con los jefes de las compañías cinematográficas, que no podían esperar para contarles los últimos chismes. Nadie que yo conociera conocía a alguien que hubiera hablado jamás con nadie de la revista. Nadie sabía cómo se escribía la revista. Nadie sabía quién pagaba por leerla. Los blogs tendrían que haber acabado ya con ella, pero seguía en marcha.

Van Doren tenía más o menos mi edad, rubio, camino de la alopecia, algo rechoncho. Algo parecido a lo que les pasa a los antiguos chicos de las fraternidades de la USC tres meses después de darse cuenta de que sus días universitarios no van a volver nunca.

—Van Doren —repetí—. Ninguna relación con Charles, supongo.

—¿El tipo de Quiz Show? Ojalá —dijo Van Doren—. Su padre ganó un premio Pulitzer, ya sabe. No me importaría tener uno.

—Probablemente tendría que trabajar para una revista que no dedicara seis páginas a un artículo ilustrado sobre el pomo falso en Internet —apunté—. Ese donde las cabezas de las grandes estrellas se pegaban con Photoshop sobre fotos de mujeres que tenían relaciones sexuales con perros y botellas de cristal, ¿recuerda? El que hizo que todos los estudios de la ciudad los demandaran.

—No tuve nada que ver con ese artículo.

—Me alegro por usted —dije yo—. Michelle Beck es clienta mía. No le hizo ni pizca de gracia la foto donde recibía a George Clooney por la puerta de atrás mientras le comía los bajos a Lindsay Lohan. Como agente suyo, podría pedirme que le partiera la nariz de su parte. Naturalmente, también me cobraría mi diez por ciento.

Eché a andar hacia la puerta del vestíbulo.

Van Doren, que no entendió la indirecta, me siguió.

—Lo cierto, Tom, es que sabía que es usted el agente de Michelle Beck. He venido por eso. Me he enterado de que le ha conseguido doce millones y medio por Tierra resucitada. No está mal.

Abrí la puerta del vestíbulo con una mano y la mantuve abierta con el pie mientras hacía pasar la carretilla.

—La agencia no ha hecho público ningún comunicado a la prensa, mucho menos a Espectáculo —apunté—. ¿Dónde se ha enterado de eso?

Van Doren agarró la puerta y la sostuvo mientras yo acababa de pasar.

—Me enteré por el despacho de Brad Turnow —respondió él—. Enviaron por fax un anuncio a la prensa, y su recepcionista me dio la cifra cuando llamé para ampliar detalles.

Tomé nota mentalmente de decirle a Brad que despidiera a su recepcionista.

—No puedo comentar los asuntos de mis clientes —le hice saber—. Si está buscando algo, no lo va a encontrar conmigo.

—No vengo por Michelle Beck —aclaró Van Doren—. Esperaba escribir un artículo sobre usted.

—¿Sobre mí? —pregunté—. Venga ya, Van Doren. No soy tan* interesante. Y no hay fotos mías en la red donde se me vea practicando el sexo con nadie.

—Mire, sabemos que perdimos un montón de puntos con ese artículo —reconoció Van Doren. Esta declaración estaba al mismo nivel de la del capitán del Titanic cuando dijo: «Creo que tenemos una pequeña vía de agua»—. Estamos intentando deshacernos de ese tipo de cosas. Hacer auténtico periodismo. El artículo en el que estoy trabajando, por ejemplo, es «Los diez agentes más prometedores de Hollywood».

—¿Ha encontrado diez agentes que quieran hablar con usted? —empujé la carretilla hacia mi coche, un Honda Prelude.

—Hasta ahora tengo seis —afirmó—, incluyendo a uno de los que trabajan aquí: Ben Fleck. ¿Lo conoce?

—Lo conozco. No lo llamaría uno de los diez agentes más prometedores de Hollywood.

Van Doren hizo una mueca.

—Sí, lo sé —admitió—. Sinceramente, ninguno de los agentes jóvenes que son buenos de verdad quieren hablar. Por eso espero lograr algo con usted. ¡Doce millones y medio! Yo diría que eso lo convierte en el agente más prometedor de todo Hollywood en este momento, sin discusión. Es el tipo del dinero, en todos los sentidos del término. Este artículo es material de portada, Tom. ¿Necesita ayuda para meter eso en el maletero? —Señaló el garrafón de agua.

No quería a aquel tipo a mi lado.

—No, gracias —dije—. Lo pondré delante.

—Bueno, traiga —insistió al tiempo que rodeaba la carretilla—. La sujetaré mientras usted abre la puerta.

¿Qué podía hacer yo? Le di la carretilla y fui a abrir la puerta del asiento de pasajeros. Al abrirla, me di cuenta de que estaba en el lado equivocado: Van Doren tendría que meter la garrafa. Sentí un leve retortijón de pánico.

Van Doren se dio cuenta también.

—Yo la cojo —dijo, y dio la vuelta para hacerlo—. Supongo que no tendrá un tapón para esto; si pilla un bache se le va a mojar toda la tapicería.

—No —respondí.

Van Doren se encogió de hombros.

—Es su coche.

Extendió la mano y cogió la garrafa. La hizo tambalearse levemente, provocando un pico de miedo en mi sensible disparador de pánico, se volvió y la colocó en el asiento de pasajeros. Cuando se incorporó, tenía la cara roja e hinchada.

—No estoy en forma —dijo—. Tom, no se lo tome a mal, pero esa agua huele un poco mal. Espero que no esté pensando en bebería.

—No. Es de un manantial de azufre y la acaba de traer uno de nuestros agentes. Se calienta y se baña uno en ella. Es bueno para la piel. Pero bastante apestosa.

—No tiene que jurarlo —asintió Van Doren. Se apoyó contra la puerta, bloqueando de manera muy efectiva mi capacidad para cerrarla—. Bien, Tom, ¿qué le parece? Creo que daría un perfil magnífico. De hecho, si todo sale bien, podría persuadir a mis editores para que sacaran del artículo a los otros nueve agentes más prometedores. Un artículo de portada, Tom.

En un día normal en mi vida habría querido estar en la portada de Espectáculo tanto como pasar la lengua por un rallador de queso. Hoy, con un alienígena en el asiento de pasajeros de mi coche y sin ninguna pista de cuál iba a ser mi futuro en la agencia, quería estarlo todavía menos.

—Gracias, pero paso —respondí—. No me van mucho las candilejas. Las dejo para mis clientes.

—¿Oye lo que está diciendo? Habla con expresiones perfectas para citarlas. Vamos.

Decidí mentir.

—Llego tarde a cenar con mis padres —dije, señalando la puerta.

Reacio, él se apartó.

—Y preocupado por la familia, además. Está pidiendo a gritos que lo hagan famoso, Tom.

Sonreí, pensé en decir algo, me lo pensé mejor.

—No lo creo, Van Doren. Haga famoso a Ben.

Cerré Ja puerta y me dirigí al lado del conductor.

—Piénselo, Tom —insistió Van Doren mientras yo subía al coche—. Estaré disponible cuando quiera hablar.

«¿Eso es una promesa o una amenaza?», me pregunté. Me despedí con un gesto, arranqué el Prelude, y salí pitando de allí.

La Patrulla de Tráfico de California me puso una multa por exceso de velocidad.

—Esa poli no era lo que esperaba —comentó Joshua—. Ni Ponch ni John tenían pechos. Voy a tener que revisar mis expectativas.

«No me digas».