—Tom —me saludó Roland Lanois al salir de su despacho—. Qué inesperado placer. —Su entonación recalcó «inesperado» un poco más que «placer».
—Roland —lo saludé a mi vez—. Lamento la visita tan repentina. Pero tengo una propuesta que puede que te interese y pensé que querrías oírla inmediatamente.
—Me temo que has escogido un mal momento para pasarte por aquí —dijo Roland—. Tengo una reunión a las cinco, y ya son menos cuarto.
—Sólo necesito cinco minutos. Terminaré mucho antes de las cinco.
Roland sonrió.
—Tom, eres tan distinto a los demás agentes que hasta me creo que sólo necesitas cinco minutos. Adelante, pues. —Señaló su despacho con una mano—. El reloj empieza a contar.
—He conseguido un trato para ti con el material de Kordus —dije después de que Roland cerrara la puerta tras nosotros.
—Excelente —exclamó Roland, sentándose tras su escritorio—. Espero que el precio no sea demasiado alto. Haremos esta historia con un presupuesto mínimo.
—Oh, creo que podrás permitírtelo —dije—. Podrás tener los derechos para usar cualquier escrito de Krzysztof sin ningún coste Roland permaneció sentado, en silencio,
—Eso es increíblemente generoso —declaró por fin. Su entonación recalcó «increíblemente» más que «generoso».
—He hablado con la familia Kordus. Les enseñé el guión. Les encantó. Es más, conocen bien tu obra y confían en que harás un trabajo brillante. Piensan que si darte los derechos gratis ayuda a que este guión llegue a la pantalla, merece la pena. Esperan que los royalties adicionales del libro que se generarán por usar la obra poética como base de la película compensen cualquier pérdida que puedan tener por darte permiso para utilizarla. Ven las cosas a largo plazo. Naturalmente, querrán tu permiso para usar imágenes de la película para ayudar a promocionar las reediciones del libro.
—Sí, por supuesto —asintió Roland—. Por supuesto. Tom, estaríamos encantados de hacerlo. Y tienes que darle las gracias a la familia Kordus de mi parte, efusivamente. Es un verdadero regalo.
—Bueno, sí y no —comenté—. Hay una cosa que tienes que hacer por mí primero.
—¿Cuál es?
—Concédele a Michelle Beck otra prueba para Malos recuerdos.
—Umhmmmm. Eso podría ser difícil.
—¿Por qué?
—Bueno, para empezar, tengo entendido que está en coma. —Lo estaba. Ha mejorado.
—¿Mejorado? —Roland parpadeó—. ¿Cómo se mejora de un coma?
—La llevamos a una clínica exclusiva donde probamos una terapia experimental. Está bien, de verdad.
—Terapia experimental.
—Muy experimental. No creerías cuánto.
Roland continuó vacilando.
—Si tú lo dices… No obstante, tenemos el problema mucho más acuciante de que Avika Spiegelman está absolutamente en contra de Michelle para este papel. No creo que haya nada que pueda hacerse para que cambie de opinión. Y sin su consentimiento estoy atado de pies y manos.
—Deja que Michelle se ocupe de eso —le sugerí—. Todo lo que tienes que hacer es conseguir que Avika venga para presenciar otra prueba.
—No vendrá si sabe que es Michelle quien va a hacerla.
—Sorpréndela —insistí.
—Prefiero no hacerlo —se resistió Roland—. Tom, no comprendes lo cerca que estoy de perder este proyecto. Si la señora Spiegelman aparece y ve a Michelle aquí, estaré verdaderamente jodido.
—Roland, estás verdaderamente jodido de todas formas —apunté—. No tienes actriz. Ninguna de las estrellas que podrían sacar esta película adelante está disponible. Tienes menos de dos semanas para cerrar el reparto, si no me equivoco. Si la pifias ahora, sólo perderás algo que de todos modos ya habías perdido. De hecho, esta es tu última oportunidad para salvar el proyecto. Todo lo que Michelle quiere es una segunda prueba, Roland. Nada más. No tienes nada que perder.
—Excepto posiblemente mi reputación profesional. Puede que resulte más barato pagar por los derechos de Kordus.
—Muy bien, Roland —dije—. Me obligas a sacar la artillería pesada.
—No puedo esperar, Tom. ¿Vas a sugerir a Pamela Anderson para un papel secundario?
—¿Cuánto te costará producir la película de Kordus?
—¿La película de Kordus? —repitió Roland—. Hice un presupuesto preliminar no hace mucho. Mi primera estimación fueron unos ocho millones. Probablemente menos si la filmo completamente en Polonia.
—¿Cómo la vas a financiar?
—Todavía estoy pensando en eso. Tengo un buen acuerdo con la BBC, que financiará un par de millones por adelantado a cambio de los derechos de emisión en el Reino Unido. La CBC pagará poco menos de un millón por los derechos para Canadá. Puede que consiga sacarle algo a los franceses si contrato a suficiente personal francés para que trabaje en la película. Miramax o Fine Line podrían poner unos cuantos millones, aunque con este tipo de cosas tienden a comprar los derechos de distribución al final en vez de al principio.
—Pero al final, te quedas corto en un par de millones de dólares —recapitulé.
—Ese es el drama de hacer pequeñas películas serias —asintió Roland.
—Ahí va la artillería pesada —anuncié—. Consigue toda la financiación que puedas de tus fuentes habituales, y lo que te falte para los ocho millones lo cubrirá Michelle. Lo que sea.
—¿Y si consigo menos financiación de la que espero para el proyecto de Kordus? ¿O ninguna?
—Entonces Michelle pondrá los ocho millones íntegros —afirmé—. Aunque supongo que es razonable esperar que hagas el esfuerzo para conseguir la financiación habitual. Pero no importa lo que pase, conseguirás los ocho millones de Michelle si es necesario. Es firme.
—Y todo lo que tengo que hacer es concederle a Michelle otra prueba.
—Eso es. Si Michelle te deslumbra, entonces haces Malos recuerdos y luego la historia de Kordus. Si no, puedes ponerte a trabajar directamente con la película de Kordus. Nada de perder el tiempo. Sales ganando de todas formas.
—Joder, Tom —exclamó Roland—. Sí que has sabido aprovechar tus cinco minutos.
—Ya me conoces. Siempre directo a los gestos dramáticos.
—¿Cuándo quieres hacer la prueba? —preguntó Roland.
—Dame tres días. Necesito ese tiempo para preparar a Michelle.
—Tom —apuntó él—. Agradezco tu ofrecimiento, y el de Michelle también. Pero tengo que decirte que sospecho que tres días no va a ser tiempo suficiente para que Michelle llegue al nivel que necesita para convencer a Avika Spiegelman.
—Creo que te sorprenderás —le aseguré—. El accidente de Michelle ha cambiado un montón de cosas. En algunos aspectos, es una persona completamente distinta.
—Sigo sin saber por qué voy a Arizona —dijo Michelle.
—Vas porque yo te he pedido que vayas.
—Recuérdame que no te escuche cuando me pidas que salte por un precipicio.
—Arizona no está tan mal —dije—. Tiene lugares maravillosos.
—¿Vamos a visitar alguno? —preguntó Michelle.
—No. Pero puedes mirar por la ventana.
Nuestro vuelo chárter descendía hacia el Aeropuerto Internacional Sky Harbor.
—Déjame probar una táctica diferente —insistió Michelle—. ¿Por qué quieres que vaya a Arizona?
—Porque hay alguien allí a quien quiero que conozcas. Alguien que pienso que marcará la diferencia en tu prueba de mañana.
—Oh, sí, eso. La que me diste tanto tiempo para preparar. Gracias.
—Dijiste que todavía conservabas los recuerdos de Michelle del guión y su prueba.
—Así es. Pero, Tom, que ella lo leyera no significa que lo comprendiera. No es lo mismo leer que mirar a la página y esperar que las frases se enfoquen. Michelle era una persona agradable, pero realmente picaba demasiado alto.
Nuestro reactor se deslizaba ahora por la pista. Aterrizamos con un golpecito y mucho chirriar de neumáticos.
—Gracias a Dios —exclamó Michelle—. Me da miedo volar.
—Nunca tuviste miedo a volar antes —dije yo—. Y no te dio miedo cuando caímos a la atmósfera dentro de un cubo a Mach 20.
—Bienvenido a mi nuevo yo. Y confío mucho más en la tecnología yherajk que en la vuestra. Ahora sácame cagando leches de este avión. Tengo que besar el suelo.
Un conductor nos esperaba en una limusina cuando salimos del avión. Atravesamos rápidamente la multitud, antes de que alguien pudiera reconocer a Michelle, entramos en la limusina y nos pusimos en camino en cuestión de minutos.
Subí la mampara de separación entre el conductor y nosotros casi inmediatamente.
—¿Cómo eres de flexible? —pregunté.
—¿Por qué? —preguntó a su vez Michelle—. ¿Quieres un revolcón en la parte trasera de una limusina?
—No —respondí—. Lo que quiero decir es si puedes generar tentáculos o pseudópodos.
—Claro. No es como cuando estaba dentro de Ralph y me hallaba atrapado en su aparato digestivo. Tengo toda la cabeza de Michelle para realizar la transformación. Mira.
Los ojos de Michelle se abultaron de repente, cayeron de las órbitas y empezaron a balancearse.
—Eso es lo más repugnante que he visto en mi vida —comenté—. Ahora ya sabes lo que voy a hacer en Halloween.
—¿Puedes hacer los tentáculos más pequeños?
—Claro —respondió Michelle—. Puedo hacerlos invisibles, si quieres.
—Me gustaría —asentí—. Creo que tal vez los necesites allá a donde vamos.
—¿Adonde vamos? —preguntó Michelle de nuevo.
—Llegaremos en seguida.
Menos de media hora más tarde, estábamos allí.
—El Hogar de Retiro Beth Israel. —Michelle leyó la placa de piedra delante de las instalaciones—. Tom, soy consciente de que Hollywood deja de contratar actrices a partir de cierta edad, pero esto es ridículo.
—Ja ja ja —me reí—. Ven conmigo.
Entramos. La enfermera de recepción no perdió el tiempo mirándome y prefirió observar a Michelle.
—¿No es usted Michelle Beck? —preguntó.
—No soy Michelle Beck —respondió Michelle—. Pero la interpreto en la televisión.
—Disculpe —intervine, atrayendo hacia mí la atención de la enfermera—. Concerté una cita para ver a Sarah Rosenthal. Soy Tom Stein, su nieto.
—Lo siento —se disculpó la enfermera, saliendo del estupor que le provocó la visión de la estrella—. Naturalmente. Acaba de despertarse de la siesta, así que debería estar bastante consciente. Es bueno que la visite. Hemos oído hablar mucho de usted. Su madre viene con bastante frecuencia, ya sabe.
—Lo sabía —asentí—. Ya que estaba en la ciudad, pensé que podría venir también a hacer una visita.
—Es muy amable por su parte —manifestó la enfermera. Miró a Michelle—. ¿Están ustedes juntos?
—Para el primer diez por ciento, sí —respondió Michelle. La enfermera pareció levemente confusa. Sin que lo viera, pisé los dedos del pie de Michelle con fuerza.
—Sí, estamos juntos —asentí.
—Síganme. —La enfermera se levantó y nos acompañó hacia el pasillo.
Sarah Rosenthal, mi abuela, estaba en su silla de ruedas, mirando por la ventana. La enfermera llamó con los nudillos a la puerta abierta para llamar su atención. Mi abuela se volvió, me reconoció, y mostró una gran sonrisa. Tenía los dientes puestos. Me acerqué a darle un abrazo. La enfermera se excusó. Michelle se quedó en la puerta, atenta pero insegura.
—No sabía que tu abuela estaba viva todavía —dijo.
—Lo está —respondí, agachándome y cogiendo la mano de mi abuela—. Pero no la veo a menudo. Se retiró aquí cuando yo estaba todavía en la escuela primaria. Nos veíamos en vacaciones y durante el verano, pero no mucho más. La abuela era muy independiente. Sufrió una embolia poco después de la muerte de mi padre y se quedó sin habla. Mi madre se vino a vivir aquí para estar más cerca de ella.
Mi abuela miró a Michelle y le indicó que pasara. Michelle entró, la abuela extendió la otra mano y Michelle le dio la suya. La abuela se la estrechó como gesto de bienvenida y luego la soltó. Entonces me miró.
—¿Qué está haciendo? —preguntó Michelle.
—Está buscando un anillo de compromiso —dije—. La abuela me está pinchando para que me case desde que tenía trece años. —Me volví hacia mi abuela—. Michelle es sólo una clienta, abuela. Pero te alegrará saber que ahora tengo una novia muy guapa. Muy guapa.
—Es un poco como yo —le aseguró Michelle a mi abuela.
—La traeré la próxima vez. ¿De acuerdo?
La abuela asintió, y después palmeó la mano de Michelle, como diciendo: «Estoy segura de que eres una chica muy simpática de todas formas».
—Michelle —dije—, ¿quieres cerrar la puerta?
Michelle fue a cerrar la puerta.
—¿Quieres decirme ahora qué estamos haciendo aquí?
—Mi abuela no nació en Estados Unidos —expliqué—. Nació y vivió la primera parte de su vida en Alemania. Era una adolescente cuando Hitler llegó al poder. Estaba recién casada cuando ella y la mayoría de su familia fueron enviados a los campos.
—Dios mío —exclamó Michelle—. Lo siento muchísimo.
—La abuela vino a Estados Unidos después de la guerra, se volvió a casar, y tuvo una hija más tarde. Mi madre. Y ahora llegamos al final de lo que sé de la historia. —Miré a Michelle—. La abuela nunca quiso contarle mucho a mi madre de su vida antes de venir a Estados Unidos, y naturalmente mi madre nunca habló mucho del tema conmigo. Espero poder conseguir que comparta sus experiencias contigo.
—Ahora comprendo.
Mi abuela me miró, confundida.
—Abuela, no me he vuelto loco —le aseguré—. Sé que no puedes hablar. Esto es difícil de explicar, pero Michelle tiene un modo de hablar sin hablar. Sé que tus recuerdos son dolorosos, y que no los compartes por algún motivo. Pero Michelle quiere saber cuáles son tus recuerdos, si quieres compartirlos. Le ayudará a comprender muchas cosas sobre nuestras vidas y nuestra historia. Significaría mucho para mí si permites compartir tus recuerdos con ella.
Michelle se hincó sobre una rodilla y cogió de nuevo la otra mano de la abuela.
—¿Ve lo que estoy haciendo ahora? —dijo Michelle, sujetando la mano suavemente—. Esto es todo lo que tengo que hacer. Usted quédese sentada un momento. Ni siquiera tendrá que pensar en esas cosas, si no quiere, Sarah. Todo lo que tenemos que hacer es estar aquí sentadas juntas.
Mi abuela miró a Michelle y luego a mí. Sonrió, soltó suavemente su mano de la mía, se la llevó a la sien, e hizo un gesto como de atornillar algo.
Me eché a reír.
—Lo sé. Parece que estamos chalados los dos. Nos encerrarán a ambos tarde o temprano. Pero mientras tanto, ¿quieres ayudarnos?
Mi abuela nos miró. Palmeó la mano de Michelle. Entonces me tocó en el hombro y señaló la puerta. La miré, sorprendido.
—Creo que está diciendo que está dispuesta a hacerlo, pero que no te quiere delante —dijo Michelle—. Tal vez tenía un motivo para no contaros la historia ni a tu madre ni a ti, Tom. No quiere correr el riesgo de que la oigas.
La abuela asintió vigorosamente con la cabeza y palmeó de nuevo la mano de Michelle.
—Sal, anda —dijo Michelle.
Me levanté.
—¿Cuánto tiempo necesitarás? —le pregunté a Michelle.
—Una hora, tal vez dos —contestó—. Si puedes conseguirlo, preferiría que no nos molestaran. Quiero hacerlo todo de una vez.
—Haré lo que pueda.
—Gracias, Tom. —Michelle alzó la cabeza para mirarme un instante, y luego se volvió hacia la abuela—. Ahora vete. Sarah y yo vamos a tener una conversación.
Dos veces vino una enfermera a comprobar cómo iba todo. Dos veces la envié de vuelta, en la segunda ocasión sobornándola con la promesa de un autógrafo de Michelle. La enfermera dejó su carpeta y su bolígrafo para que me asegurara de cumplir la promesa. Esperé que no contuviera información confidencial sobre ninguno de los otros internos del hogar de retiro.
Tres horas después de que empezara, Michelle abrió la puerta de la habitación de mi abuela y salió. Me tocó el brazo, como ausente, y luego se apoyó contra la pared del pasillo. Parecía agotada.
—Toma —dije, tendiéndole la carpeta—. Le prometí a la enfermera un autógrafo si se marchaba.
Michelle cogió la carpeta y se la quedó mirando como si fuera una especie de animal extraño.
—Michelle, ¿estás bien?
—Estoy bien —contestó. Cogió el boli de la parte superior de la carpeta y garabateó su nombre en la hoja de papel—. Estoy muy cansada.
—¿Cómo está la abuela?
—Se quedó dormida en su silla —respondió Michelle, devolviéndome la carpeta—. Deberías pedirle a la enfermera que la acueste.
—Lo haré. ¿Conseguiste lo que necesitabas?
Por primera vez, Michelle me miró directamente. Sus ojos chispeaban. Eran los ojos de una persona que ha caminado sobre las brasas del infierno y ha salido de ellas, pero no indemne, no sin heridas.
—Tu abuela es una mujer notable, Tom —dijo—. Recuerda eso. No lo olvides nunca.
Entonces guardó silencio. No volvimos a hablar en todo el día.
—¿Qué demonios está haciendo ella aquí? —preguntó Avika Spiegelman, refiriéndose a Michelle.
Roland había seguido mi consejo de sorprender a Avika diciendo que había encontrado una actriz «interesante» que pensaba que podría servir para el papel. La penetrante mirada que estaba dirigiéndole ahora a Roland me hizo comprender por qué este se había mostrado reacio a seguir mi plan desde el principio.
—No llegamos a hacer una lectura completa la primera vez —declaró Roland, defendiendo su terreno con aplomo—. Me pareció que la señorita Beck se merecía esta nueva oportunidad antes de descartarla definitivamente.
—Roland, se desmayó en la última prueba —refunfuñó Avika—. Y menos mal que lo hizo, ya que era claramente incapaz de seguir adelante. No puedo creer que esté desperdiciando el tiempo con ella otra vez, considerando el poco que le queda para perder los derechos.
Michelle, que estaba sentada delante de la cámara de vídeo, igual que había hecho en la última prueba, tenía una sonrisita en la cara que no indicaba que se estuviera tomando en serio los comentarios de Avika. Sentado como estaba en el sofá, yo veía la panorámica entera: la sonrisa de Michelle, el aplomo de Roland, la ira de Avika. Iba a ser una prueba divertida.
—Vaya, yo también me alegro de volver a verla, señora Spiegelman —la saludó con sarcasmo Michelle.
Avika la miró con frialdad.
—¿No se suponía que estaba en coma?
—Lo superé —respondió Michelle—. Cosa que, al parecer, es más de lo que usted puede decir.
—¿Tiene pensado volver a desmayarse? —preguntó Avika.
—No lo haré si usted no lo hace. ¿Trato hecho?
—Creo que no —replicó Avika, y se volvió hacia Roland—. Me marcho, Roland.
Se dio la vuelta para irse.
—Zorra —le espetó Michelle.
Avika se detuvo. Se dio la vuelta muy despacito.
—¿Qué acaba de decir? —le escupió a Michelle.
—Me ha oído perfectamente —respondió Michelle, acomodada en su silla con aire de suprema relajación—. La he llamado zorra. Iba a llamarla zorra engreída, pero luego pensé: ¿por qué darle la cortesía de un adjetivo? Es sólo una zorra, simple y llanamente.
Pareció como si la parte superior de la cabeza de Avika fuera a explotar. Se volvió hacia mí.
—Tom, ¿deja siempre que sus clientes insulten a la gente que puede darles los papeles que quieren?
—Eh, yo sólo estoy aquí como espectador.
—Nunca llamaría zorra a nadie que fuera a darme un papel —intervino Michelle—. Está claro que usted no tiene ninguna intención de darme el papel. De manera que el único motivo por el que la llamo zorra es porque está claro que lo es.
—No tengo ninguna necesidad de que me insulten —farfulló Avika.
—Bueno, necesita que alguien la insulte —replicó Michelle—. Y parece que soy la única aquí con suficiente interés en usted para hacerlo. Es algo triste, en realidad.
—Escuche, mierdecilla —replicó Avika—. Ni siquiera se merece leer este papel, mucho menos interpretarlo.
—Bueno, entonces estamos a la par, porque usted no se merece tomar esa decisión.
—Soy su sobrina —protestó Avika.
—Es su prima tercera por parte de tía bisabuela —puntualizó Michelle—. Lo he comprobado. Y su única cualificación es que está emparentada muy de lejos. Todo lo que le interesan son las apariencias. No encajo en su idea de quién era su santa tía, así que me deja fuera.
—No se parece en nada a mi tía —apuntó Avika.
—Yo diría que me parezco mucho a ella. Su tía se pasó toda la vida luchando contra estúpidos ignorantes que decidieron que el mundo era de una forma y que no podía ser de otra manera. Por lo que puedo ver, usted está haciendo lo mismo ahora. Me parezco más a su tía que usted.
—¿Cómo se atreve a decir eso? —masculló entre dientes Avika—. Ni siquiera sabe actuar.
Michelle sonrió.
—Tampoco sabía su tía, zorra.
Roland, que había estado observando la discusión entre Michelle y Avika con una expresión de horror cada vez mayor, me miró con una cara que podía traducirse más o menos como «sácame de aquí». Me encogí de hombros. Ahora no había otra cosa que hacer sino coger al toro por los cuernos.
Michelle se levantó, cogió el guión, y se acercó a Avika.
—Voy a decirle una cosa, Avika —continuó—. Admito que puedo estar equivocada en que sea usted una zorra. Estoy completamente convencida de que lo es, pero entra dentro del reino de lo posible que me equivoque. Pero el único modo en que puede demostrarlo es admitir que puede que usted sea la equivocada respecto a que yo no puedo hacer el papel.
Michelle le lanzó el guión al pecho.
—La única forma de hacer eso es dejarme leer. Vamos, Avika, no puede hacerle ningún daño.
—No tengo nada que demostrarle —replicó Avika, cogiendo el guión.
—Claro que sí —contestó Michelle, dándose la vuelta y regresando a su asiento—. Porque hay una diferencia entre usted y yo, Avika. Verá, no me importa una mierda que crea que no sé actuar. Pero está claro que le molesta que yo piense que es una zorra.
—Eso es lo que usted cree —replicó Avika.
—¿De veras? —Michelle se sentó—. Entonces, ¿por qué sigue aquí?
Avika abrió la boca. Roland, un hombre cabal, parecía querer encogerse en posición fetal.
—Vamos, señores —dijo Michelle—. O cagamos o dejamos libre el váter. Háganme la prueba o no, pero tomemos una decisión.
Roland intervino antes de que Avika pudiera murmurar otra palabra.
—¿Qué escena le gustaría, señorita Beck?
—La que quieran —respondió Michelle—. He memorizado todo el guión esta vez.
—¿Todo el guión? —repitió Roland.
—Claro, ¿por qué no? —afirmó Michelle, y me miró con picardía—. Elvis lo hizo.
Avika abrió el guión y leyó:
—«¿Cómo te atreves a decirme lo que puedo y lo que no puedo hacer? Eres mi esposa, no mi dueña».
—«Soy el instrumento de tu señor, Josef —dio la réplica Michelle, y las palabras surgieron de ella con tal intensidad que nos pilló a todos por sorpresa—. Ve a la Judenrat y dale la espalda a tu pueblo y a tu Dios. Y dame la espalda a mí. Porque soy tu esposa, Josef. Pero coopera con los alemanes y no estaremos casados. Estarás tan muerto para mí ahora como lo estarás pronto a manos de los alemanes».
Se produjo un silencio total. Todos nos quedamos mudos de asombro. Incluso yo.
Michelle sonrió dulcemente.
—He captado su atención, ¿eh?
Avika abrió el guión al azar y leyó una línea tras otra. Cada línea fue replicada por ese tipo de sorprendente muestra de capacidad interpretativa que uno llega a ver sólo una o dos veces en la vida. Era asombroso. Era imposible. Era la experiencia interpretativa más increíble que yo había visto jamás. Y era sólo una prueba de lectura. Todos empezamos a preguntarnos qué iba a suceder cuando Michelle empezara a actuar delante de las cámaras.
Después de una hora, Avika arrojó el guión a sus pies.
—Nunca lo hubiera creído posible —dijo simplemente.
—Lo sé —respondió Michelle, igual de simplemente—. Y le doy las gracias, Avika, amiga mía, por permitirme demostrárselo.
Avika se echó a llorar y se dirigió hacia Michelle. Michelle se echó a llorar también y se encontró con Avika a medio camino. Se abrazaron en el centro de la habitación, llorando histéricamente. Roland y yo nos miramos el uno al otro. Los dos teníamos unas enormes sonrisas de satisfacción en el rostro.
Teníamos un trato.