Capítulo Dos

Salí del cuarto de baño con treinta segundos de sobra, y empecé a caminar animosamente hacia la sala de reuniones. Miranda trotaba detrás de mí.

—¿De qué va la reunión? —pregunté, saludando con la cabeza a Drew Roberts cuando pasé ante su despacho.

—No lo dijo —contestó Miranda.

—¿Sabemos quién más asiste a la reunión?

—No lo dijo.

La sala de reuniones de la segunda planta está al lado del despacho de Carl, en el extremo más estrecho del edificio de nuestra agencia, que tiene vagamente forma de huevo. El edificio en sí había sido citado en Architectural Digest, que lo describía como una «colisión cuádruple entre Frank Gehry, Le Corbusier, Jay Ward y la bacteria de la salmonela». Es injusto con la bacteria de la salmonela. Mi despacho se halla en el arco más grande del huevo en la primera planta, junto con los despachos de todos los demás agentes asociados. Después de hoy, un despacho en el arco pequeño de la segunda planta parecía más probable en el futuro. Iba tarareando el tema de Los Jefferson cuando Miranda y yo llegamos a la puerta de la sala de reuniones y la atravesamos.

En la sala de reuniones estaban Carl, un acuario, y un montón de sillas vacías.

—Tom —me saludó Carl—. Me alegro de que hayas venido.

—Gracias, Carl —respondí—. Me alegro de que hayas pedido una reunión.

Me volví hacia la mesa para considerar lo que era probablemente la decisión más importante de la reunión: dónde sentarme.

Si te sientas demasiado cerca del jefe, te tildarán de pelota obsequioso. Cosa que no está tan mal. Pero también significa que corres el riesgo de privar a un agente más veterano de su posición por derecho en la mesa. Cosa que puede ser muy negativa. Carreras prometedoras han acabado brutalmente por descuidar dónde te sientas.

Por otra parte, si te sientas demasiado lejos, es una señal de que quieres esconderte, que no has conseguido buenos papeles y un montón de dinero para tus clientes: así te conviertes en una rémora para la agencia. Los agentes huelen el miedo como los tiburones huelen los cachorros de foca heridos en el océano. Pronto te quitarán todos tus clientes. No tendrás otra cosa que hacer sino mirar las paredes de tu despacho y beber anticongelante hasta quedarte ciego.

Me senté hacia la mitad de la mesa, un poco más cerca que lejos de Carl. Qué demonios. Me lo había ganado.

—¿Por qué te sientas tan lejos? —preguntó este.

Parpadeé.

—Estaba dejando sitio para los otros asistentes a la reunión —respondí. ¿Se había enterado ya del acuerdo para Michelle Beck? ¿Cómo lo hace? ¿Tenía mi teléfono intervenido? Miré frenéticamente a Miranda, que estaba de pie detrás de mí, la libreta preparada. Me dirigió una mirada que decía: «A mí no me preguntes. Sólo estoy aquí para tomar notas taquigráficas».

—Es muy considerado por tu parte, Tom —repuso Carl—, pero no va a venir nadie más. De hecho, si no te importa, preferiría que la señorita Escalón nos dejara también a solas.

Ese tendría que haber sido el momento en que yo le decía desenfadadamente a mi ayudante que se marchara y me volvía con tranquilidad hacia Carl, dispuesto para nuestro toma y daca profesional. Lo que acabé haciendo fue mirarlo aturdido. Por fortuna, Miranda conocía el percal.

—Caballeros —dijo ella, excusándose. Al salir, me clavó el tacón de su zapato en el dedo gordo del pie y me trajo de vuelta a la realidad. Me levanté, buscando un sitio donde sentarme.

—¿Por qué no te sientas aquí? —me propuso Carl, y señaló una silla al otro lado de la mesa, junto al acuario.

—Magnífico. Gracias —asentí. Me dirigí al otro lado de la mesa y me senté. Miré a Carl. Él me miró. Tenía una pequeña sonrisa en el rostro.

Hay leyendas en el mundo de los agentes. Está Lew Wasserman, el mejor agente de su época, que se pasó al otro lado del negocio del cine y se hizo rico con Universal Pictures. Está Mike Ovitz, que se pasó al otro lado y la pifió, de manera humillante, en Disney.

Y luego está Carl Lupo, mi jefe, que se pasó al otro lado, hizo que Century Pictures pasara de ser una empresa de películas de terror de segunda fila a convertirse en el mayor estudio de Hollywood en menos de una década y luego, en la cúspide de su reinado, volvió a la agencia. Nadie sabe por qué. Es un misterio para todo el mundo.

—Lo siento —dije.

—¿Qué? —exclamó Carl. Entonces, casi inmediatamente, se echó a reír—. Relájate, Tom. Sólo quiero tener una pequeña charla. Hace mucho tiempo que no hablamos.

La última vez que Carl y yo tuvimos una conversación en un encuentro que no fuera estrictamente una reunión había sido tres años antes. Yo acababa de pasar del departamento de correos a la planta de la agencia, donde compartía un cubículo con otro recién salido de correos. Mi cartera de clientes la formaban un antiguo ídolo adolescente, treintañero ya y habitual en las sesiones de intervención, y una animadora de la UCLA de veintidós años, bonita pero sin seso, llamada Shelly Beckwith. Carl se pasó por allí, nos estrechó la mano a mí y a mi colega, e intercambió cortesías con nosotros durante no más de dos minutos y treinta segundos antes de pasar al siguiente cubículo para hacer exactamente lo mismo.

Desde entonces, el antiguo ídolo adolescente se ahogó en su propia saliva, mi compañero de cubículo alegó estrés y dejó la agencia para convertirse en monje budista en Big Bear, Shelley Beckwith se convirtió en Michelle Beck y tuvo suerte con dos éxitos seguidos, y yo conseguí un despacho. Es un mundo extraño.

—¿Cómo van las cosas con las negociaciones de Michelle Beck? —preguntó Carl.

—Lo cierto es que ya han terminado —respondí—. Nos llevamos doce y medio, caché y porcentaje, y eso sin contar el merchandising.

—Me alegro de oírlo —dijo Carl—. Davis pensaba que te toparías con un muro en los ocho millones y medio, ya sabes. Le dije que lo superarías al menos en tres y medio. Has superado la previsión más alta en medio millón de dólares.

—Siempre me alegra superarme, Carl.

—Sí, bueno, Brad no es buen negociador, de todas formas. Le eché encima a Alien Green, nada menos, por veinte millones. Cómo va a obtener beneficios esa película ahora es algo que escapa a mi raciocinio.

Decidí no decir nada en este punto.

—Oh, bueno, supongo que no es nuestro problema —decidió Carl—. Dime, Tom, ¿te gusta la ciencia ficción?

—¿La ciencia ficción? —repetí—. Claro. La guerra de las galaxias y Star Trek sobre todo, como a todo el mundo. He visto un par de episodios de la nueva Galáctica, Estrella de Combate. Y hubo una época, cuando tenía catorce años, en que leía todos los libros de Robert Heinlein a los que podía echarle el ojo. Pero ha pasado tiempo desde la última vez que leí alguno. Vi Tierra asesinada en la premier. Creo que eso me hizo abandonar el género durante una temporada.

¿Qué te gustan más, las películas con alienígenas malos o con alienígenas buenos?

—No lo sé —respondí—. La verdad es que no lo había pensado.

—Hazlo ahora, por favor —insistió Carl—. Dame ese gusto, si no te importa.

Carl podría haber dicho: «Por favor, ábrete las tripas y sazona tus intestinos con champiñones. Dame ese gusto, si no te importa», y cualquiera en la agencia lo habría hecho. Es repulsivo lo que puede llegar a hacer el peloteo.

—Supongo que si tuviera que tomar la decisión, diría que los alienígenas malos —respondí—. Quedan mejor en las películas. Pon un alienígena malo y tienes películas como Alien, Independence Day, Predator, Stargate, Brigadas del espacio. Con los alienígenas buenos, ¿qué te encuentras? ¿Nuestros maravillosos aliados? No hay color.

—Bueno —repuso Carl—, tenemos E. T. y Encuentros en La tercera fase.

—Acepto lo de E. T. —admití—. Pero no me vale Encuentros en la tercera fase. Esos aliens eran monos, sí, pero eso no significa que no fueran malignos. Cuando salieron del sistema solar, probablemente hicieron brochetas con Richard Dreyfuss. Y de todas formas nadie sabe qué pasa en esa película. Spielberg debía de estar a dieta de Frosties de peyote cuando escribió el guión.

—Las películas de Star Trek tienen alienígenas buenos. Y las de La guerra de las galaxias.

—Las películas de Star Trek tienen también alienígenas malos, como los klingons, y esos tipos con los cables en la cabeza.

—El Borg —apuntó Carl.

—Cierto. Y en La guerra de las galaxias nadie era de la Tierra, así que técnicamente todos eran alienígenas.

—Interesante —admitió Carl. Había unido las yemas de los dedos en actitud pensativa. Al parecer, la revelación de que todo el mundo en La guerra de las galaxias tenía pasaporte de otro planeta lo había transfigurado como si se tratara de un koan particularmente problemático.

—Si no te importa que pregunte, Carl, ¿por qué estamos hablando de esto? ¿Estamos preparando el reparto para una película de ciencia ficción? Aparte de Tierra resucitada, quiero decir.

—No exactamente —respondió Carl, separando las manos y apoyando las palmas sobre la mesa—. Tuve una conversación con un amigo mío sobre el tema y quise otra opinión al respecto. Tu parecer sobre la cuestión, por cierto, es igual que el suyo. Piensa que la gente se siente más cómoda con los alienígenas como seres hostiles en vez de como grupo con intenciones amistosas.

—Bueno, no creo que la mayoría de la gente piense realmente en los alienígenas de un modo u otro —contesté—. Quiero decir, estamos hablando de películas. Por mucho que me guste el cine, no es lo mismo.

—¿De verdad? —De pronto volvió a unir los dedos—. Entonces, ¿si unos alienígenas cayeran del cielo, la gente podría aceptar que son amistosos?

Volví a mirarlo. Recordé haber tenido una conversación como esta antes, una vez. La diferencia fue que aquella conversación tuvo lugar en mis días de estudiante, completamente colocado, en una habitación repleta de luces y espumillones de Navidad, tumbado en un puf. La conversación que tenía ahora era con uno de los pocos hombres del planeta que podía hacer que el presidente de Estados Unidos le devolviera la llamada en cuestión de dos minutos (compartieron habitación en Yale). Tener esta conversación con Carl era profundamente incongruente, como escuchar a tu abuelo hablar de las características del último kayak deportivo de moda.

—Tal vez —aventuré. En caso de duda, ándate por las ramas.

—Hmmmm —meditó Carl—. Bien, Tom, háblame de tus clientes.

Tengo un hombrecillo en el cerebro. Le gusta dejarse llevar por el pánico en situaciones como estas. Miraba alrededor, nervioso. Le di una patada para devolverlo a su agujero y empecé a repasar la lista.

Primero y principal, obviamente, estaba Michelle: hermosa, de moda, y lo suficientemente lista como para darse cuenta de que lo más tonto que podía hacer en este momento de su vida era no tomar el dinero y correr. Culpa mía.

Luego estaba Elliot Young, el joven actor macizorro de «Costa del Pacífico» en la ABC. «Costa del Pacífico» era la segunda serie más vista en su franja horaria de los miércoles a las nueve y la sexagésimo tercera en lo que iba de año. Pero gracias al prieto culo de jugador de voleibol de Elliot y la disposición de la ABC para que se bajara los pantalones cortos para resolver crímenes al menos una vez por episodio, estaba arrasando en la categoría de televidentes femeninas entre dieciocho y treinta y cuatro años. La ABC estaba vendiendo un montón de espacio para anuncios de tratamientos de vulvovaginitis y productos femeninos con «alas». Todo el mundo estaba contento. Elliot estaba pensando en pasarse al ‘cine, pero claro, quién no lo hace.

Rashaad Creek, cómico urbano, originario de las duras calles de Marin County, donde te pegan un tiro en el culo por servir vino tinto con pescado. Rashaad no es tan neurótico como la mayoría de los cómicos, lo que significa que en general no es tan gracioso. Sin embargo, gracias a unos cuantos contratos bien colocados, vendimos el piloto de su «¡Pesas arriba!» a Comedy Central. La floreciente carrera de Rashaad era controlada como un halcón por su imponente mánager, que también era, casualmente, su madre. Hagamos aquí una pausa para estremecernos.

La desgraciadamente llamada Tea Reader (pronúnciese Ti-a), cantante-convertida-en-actriz que heredé de mi antiguo compañero de cubículo después de que su cerebro se volviera del revés. Tea, por lo que puedo deducir, contribuyó a una buena parte de su estrés: es notoriamente difícil y dada a berrinches desproporcionados con su récord de grabaciones (tres singles de un álbum, colocados en los puestos 19, 13 y 24 respectivamente, un papel secundario femenino en una peli de Vince Vaughn, y una serie de anuncios para Mentos). Estaba a punto (decía) de cumplir los treinta, lo que la convertía en una candidata perfecta para presentar su propio programa de entrevistas o un informativo comercial. Tea llamaba una vez por semana y amenazaba con buscarse otro representante. Ojalá.

Tony Baltz, actor de carácter que fue nominado hace una década al Oscar al mejor actor secundario, y que desde entonces se ha negado a considerar nada que no sea un papel principal. Cosa que es una lástima, porque el mercado de papeles principales para tipos calvos, gordos y cincuentones está ya casi todo copado por James Gandolfini. Ocasionalmente conseguíamos meterlo en alguna película para la tele.

El resto de mis clientes era una colección de estrellas acabadas, fracasados, eternas promesas y gente que estuvo alguna vez a punto de conseguirlo, la categoría que suele llenar la mitad inferior de la lista de baile de todos los agentes novatos. Alguien tiene que interpretar al segundo lancero a la izquierda y alguien tiene que representarlo. Sea como sea, al repasar mi lista con Carl me di cuenta de que si no fuera por la presencia de Michelle, mi lista de clientes sería de las que te convierten en agente júnior de por vida. Decidí no sacarlo a colación.

—Bien, resumiendo —apuntó Carl después de que yo terminara—. Una superestrella, dos de medianos a mediocres, dos marginales, y un puñado de don nadies.

Pensé en tratar de suavizar esa valoración, pero entonces advertí que no tenía sentido. Me encogí de hombros.

—Supongo que así es, Carl. No es peor que la cartera de ningún otro agente júnior.

—Oh, no, no era una crítica —puntualizó Carl—. Eres un buen agente, Tom. Te preocupas por tu gente y les consigues trabajo, y, como demuestra el día de hoy, puedes obtener para ellos lo que quieren y algo más. Eres un chico listo. Te irá bien en este negocio.

—Gracias, Carl.

—Vale —dijo él. Retiró un poco la silla y apoyó los pies en la mesa—. Tom, ¿a cuántos de tus clientes crees que puedes permitirte perder?

—¿Qué?

—¿A cuántos puedes perder? —Carl hizo un gesto con la mano—. Ya sabes, pasárselos a otros agentes, dejarlos por completo, lo que sea.

El hombrecillo de mi cabeza se había escapado de su agujero y corría frenéticamente, como si estuviera ardiendo.

—¡A ninguno! —exclamé—. Quiero decir, con el debido respeto, Carl, que no puedo perder a ninguno de ellos. No es justo para ellos, para empezar, pero además, los necesito. A Michelle le va bien ahora, pero créeme, eso no va a durar eternamente. No me puedes pedir que me ampute de rodillas para abajo.

Me aparté un poco de la mesa.

—Jesús, Carl —continué—. ¿Qué está pasando aquí? Primero la ciencia ficción, ahora mis clientes… Nada de todo esto tiene mucho sentido. Me estoy poniendo un poco nervioso. Si tienes alguna mala noticia que darme, deja de marear la perdiz y vamos al grano.

Carl me miró durante los quince segundos más largos de mi vida. Luego quitó los pies de encima de la mesa y acercó su silla.

—Tienes razón, Tom —asintió—. No estoy llevando esto muy bien. Te pido disculpas. Déjame intentarlo de nuevo.

Cerró los ojos, tomó aliento, y me miró fijamente de nuevo. Pensé que mi espina dorsal iba a licuarse.

—Tom —anunció—, tengo un cliente. Es un cliente muy importante, Tom, probablemente el cliente más importante que ninguna agencia tendrá jamás. Al menos no puedo imaginarme a ningún otro cliente que sea más importante que este. Este cliente considera que tiene un problema de imagen muy serio, y debería añadir que estoy de acuerdo con él en eso. Tiene un proyecto especial que quiere preparar, algo que requiere el manejo más delicado que puedas imaginar.

»Necesito a alguien que me ayude a hacer despegar este proyecto, alguien en quien pueda confiar. Alguien que pueda hacer por mí el trabajo sin mi supervisión constante, y que pueda mantener su ego bajo control por el bien del proyecto.

»Espero que hagas eso por mí, Tom. Si dices que no, no afectará en lo más mínimo a tu trabajo en la agencia: podrás salir de este despacho y de esta reunión como si no hubiera tenido lugar. Pero si dices que sí, eso significará que te has comprometido, no importa lo que haga falta durante el tiempo que haga falta. ¿Me ayudarás?

El hombrecillo en mi cabeza golpeaba ahora la parte interior de mis globos oculares. «Di NO —me decía el hombrecillo—. Di no y luego vámonos a TGI Fridays a cogernos una buena borrachera».

—Desde luego —dije. El hombrecillo en mi cabeza empezó a llorar desconsoladamente.

Carl extendió la mano, cubrió la mía como si fuera un ratón de ordenador y la estrechó vigorosamente.

—Sabía que podría contar contigo —declaró—. Gracias. Creo que te gustará esto.

—Eso espero —respondí—. Estoy aquí para lo que gustes. ¿Quién es el cliente? ¿Es Tony?

Antonio Marantz había sido sorprendido acariciando a un extra menor de edad en el plato del último Morocco Joe. Era una situación mala empeorada por el hecho de que el menor de dieciséis años con quien estaba tonteando el «soltero de oro» de la revista People era casualmente un chico, y además hijo del director. Después de que lograran quitar los dedos del director de la garganta de Tony el asunto se silenció. El director recibió un aumento de sueldo de un millón de dólares. El chico recibió una beca del sindicato de directores como meritorio en el biopic del almirante Cook que iban a rodar en Groenlandia durante los próximos seis meses. Tony recibió una severa reprimenda sobre el efecto que tontear con chicos menores tendría en el caché de su próximo papel. El equipo de rodaje recibió favores menores pero interesantes. Todos fueron comprados: el asunto no apareció en las columnas de chismorreo. Pero nunca se sabe. Estas cosas siempre salen a flote.

—No, no es Tony —dijo Carl—. Nuestro cliente está aquí.

—¿En el edificio?

—No —insistió Carl, dando un golpecito en el acuario que había entre nosotros—. Aquí.

—No te entiendo, Carl. Estás hablando de un acuario.

—Mira dentro del acuario —comentó Carl.

Por primera vez desde que entré en la habitación, eché un buen vistazo al acuario. Era rectangular y no resultaba ni especialmente grande ni tampoco pequeño: tenía el tamaño del acuario habitual que se ve en cualquier casa. Lo único notable en él era la ausencia de peces, rocas, filtros borboteantes, o cofrecitos del tesoro de plástico. Estaba lleno por completo de un líquido que era claro pero un poco brumoso, como si no hubieran cambiado el agua del acuario desde hacía un mes. Me levanté, miré por encima de la tapa, y eché una buena ojeada. Y olí. Miré a Carl por encima del acuario.

—¿Qué es esto, gelatina de atún?

—No exactamente —respondió Carl, y entonces se dirigió al acuario—: Joshua, por favor, saluda a Tom.

La materia del acuario vibró.

—Hola, Tom —dijo el grumo del acuario—. Encantado de conocerte.