Capítulo Diecisiete

Carl abrió la puerta y se nos quedó mirando.

—Más vale que esto sea bueno —dijo.

Todavía no eran las cuatro de la madrugada.

—Lo es —le aseguré.

Carl se abrochó la bata y se apartó de la puerta.

—Bien. Dejad de estar ahí plantados en mi puerta, entonces. La policía de por aquí arresta a todo el que no está dentro de una casa o en un coche.

Joshua, Miranda y yo entramos en la casa. Carl se había dirigido a la cocina. Cuando lo alcanzamos, estaba poniendo café en un filtro.

—Todo lo que puedo decir es que tenéis suerte de que Elise esté en Sacramento —dijo—. Ella os habría rociado de pimienta primero y os habría interrogado después.

Colocó el filtro en la cafetera y pulsó el interruptor para empezar a preparar el café. Se dio la vuelta y finalmente me echó un buen vistazo.

—Dios, Tom —exclamó—. ¿Quién te ha hecho eso?

—Fui yo —admitió Miranda.

—Ha sido rápido —comentó Carl—. La mayoría de las parejas no llegan a la fase de zurrarse hasta después de la boda.

—Carl —lo reconvine yo.

—Muy bien. ¿Qué ocurre?

—Necesitamos guía moral —declaré.

Carl se echó a reír.

—Tom, yo soy agente —subrayó. Dejó de reír cuando se dio cuenta de que nadie más lo hacía—. Continúa —dijo a regañadientes.

Expliqué lo que había sucedido durante la noche: averiguar el estado de Michelle, mi sugerencia de cambiar de cuerpo, la negativa de Joshua. Joshua y yo habíamos discutido durante otra hora acerca de ese asunto, deteniéndonos sólo lo suficiente para que la enfermera nos echara de la habitación, y me cayera un rapapolvo por meter un perro en la UCI. Joshua y yo continuamos la discusión en el aparcamiento, y ninguno de los dos cedió ante el otro, hasta que Miranda sugirió que lo consultáramos con Carl. Miranda pretendía que lo hiciéramos por la mañana, pero Joshua y yo decidimos que había que hacerlo en ese mismo momento. Fuimos en coche hasta la casa de Carl, Joshua iba detrás con Miranda para impedir que nos matáramos el uno al otro.

Al final de mi relato, el café estaba preparado. Carl cogió tres tazas, las sirvió, y nos dio una a mí y otra a Miranda. Después de un momento de vacilación, cogió un cuenco, lo llenó de café, y lo colocó delante de Joshua—. Es un interesante debate filosófico —afirmó—. Pero no estoy seguro de qué es lo que queréis de mí.

—Fácil —contestó Joshua—. Queremos que tomes partido. Preferiría que tomaras el mío.

—Joshua, esto no es una apuesta en un bar —replicó Carl, irritado—. No es cuestión de tomar partido. Y si me pusiera de parte de Tom, dudo que hicieras lo que te pide de todas formas.

—Tienes razón —admitió Joshua—. Supongo que te hemos despertado para nada. Deberíamos marcharnos. Gracias por el café.

—Siéntate, Joshua —dijo Carl.

—Eh —protestó Joshua—. Eso no tiene gracia.

—Tom —continuó Carl, volviéndose hacia mí—. Eres consciente de que si Joshua tiene razón respecto a cómo murió Michelle, también la tiene en su postura de no querer traerla de vuelta.

—¿Por qué? Carl, Michelle ya no está. No necesita su cuerpo. Y nosotros podemos usado. Sabes que esto tiene sentido.

A mi lado, Miranda se estremeció y dejó el café en la encimera.

—¿Algo va mal? —preguntó Carl.

—Lo siento —contestó Miranda—. Comprendo adonde quiere llegar Tom, pero la idea de tener a Joshua dentro del cuerpo de Michelle me da escalofríos. No me puedo sacar de la cabeza la idea de Michelle como un zombi. Me parece mal en lo más profundo —me miró, y luego apartó la mirada—. Lo siento, Tom. Pero así es como lo siento.

—Sigue con esa sensación —la apoyó Joshua.

—Oh, cállate —le espeté.

—Cristo —exclamó Carl—. Vosotros dos sois peores que los niños en el asiento trasero del coche. Tom, si Michelle quiso morir, entonces déjala morir. A toda ella. El cuerpo de Michelle es Michelle. Al contrario que el pueblo de Joshua, nuestras almas, si las tenemos, parecen estar permanentemente unidas a nuestro cuerpo. Michelle tiene derecho a morir, no a ser manejada como una marioneta.

—Sí. Cierto. Gracias —dijo Joshua.

—De nada —replicó Carl, y tomó un sorbo de café—. Pero tampoco estoy de tu parte.

—¿Qué quieres decir?

—Joshua, déjame que te haga una pregunta. ¿Qué harías si descubrieras que Michelle quería vivir en realidad?

—No quería —insistió Joshua—. Vi su recuerdo de arrancarse las pajitas. Fue un acto consciente. No pudo haber sucedido por accidente.

—Es posible. Pero eso no tiene nada que ver con la pregunta que te estoy haciendo.

—Claro que sí. Porque es lo que sucedió.

—Bien —admitió Carl—. Hipotéticamente, entonces. Si te encontraras con una situación que fuera casi un duplicado de nuestra situación con Michelle, con la única variante de que la persona en coma hubiera querido vivir, ¿habitarías su cuerpo, si te lo pidiera alguien en la situación de Tom?

—No, porque esa hipotética persona seguiría teniendo graves daños cerebrales, lo que significaría que no podría controlar nunca su cuerpo.

—Supongamos que pudiera encontrarse una solución a eso.

—Es mucho suponer.

—Esa es la magia de lo hipotético, Joshua —manifestó Carl—. Puedes hacer que los supuestos sean tan grandes como sea necesario. Ahora deja de darme largas y contesta a la pregunta.

—No sé qué haría —reconoció Joshua—. Aunque la situación cumpliera con todas las condiciones que describes, sigue habiendo una gran zona gris. Es imposible que yo pudiera tomar la decisión y sentirme absolutamente seguro de estar haciendo lo moralmente correcto. Si me equivocara, los yherajk me considerarían un asesino.

—¿Aunque nosotros te hubiéramos instado a hacerlo? —preguntó Carl.

—Carl, con el debido respeto, no eres un yherajk —replicó Joshua—. No comprendes del todo las implicaciones de lo que estarías pidiendo. No forma parte de tu marco de referencia.

—Pero tú llevas en tu interior mis pensamientos y recuerdos —afirmó Carl—. Son pensamientos humanos. Deberías saber si comprendo o no las implicaciones, al menos.

—Sí, pero yo no soy humano. Existe la posibilidad de que pudiera malinterpretar lo que veo, igual que tú podrías malinterpretarnos a nosotros.

—¿Admites que podría haber una posibilidad de error?

—Bueno, Carl, nadie es perfecto.

—Así que, teóricamente, si hubiera algún modo de que pudieras saber si es moralmente aceptable, y pudieras, de algún modo, controlar el cuerpo, y si Michelle hubiera querido vivir, podrías habitar su cuerpo.

—Sí —admitió Joshua—. Dame también una pandereta y una flauta de caña, y cantaré Yankee Doodle mientras lo hago.

—Bueno, pues entonces tus problemas están resueltos.

Joshua se volvió hacia mí.

—Tom, ¿has entendido esa lógica?

—Para nada —dije—. Has conseguido perdernos a los dos, Carl.

—Yo lo entiendo —intervino Miranda.

—Ah —comentó Carl—. La chica inteligente habla por fin. ¿Quieres por favor iluminar a nuestros muchachos, Miranda?

—Joshua, acabas de decir lo que necesitas para sentirte cómodo con lo que Tom te pide que hagas —explicó Miranda—. Ahora todo lo que tienes que hacer es hacerlo.

—No he dicho nada de eso.

—Claro que sí. Pusiste tres condiciones: que sepas que es moral, que sepas que es técnicamente posible, y que sepas que Michelle quería vivir.

—Pero estamos hablando de manera hipotética —replicó Joshua—. No sé por qué tengo que insistir en ello, pero Michelle se suicidó. Quería morir.

—Eso no lo sabemos —dijo Carl.

—Carl, vi sus últimos recuerdos.

—Pero dijiste hace unos instantes que había un potencial de error. Dijiste que había una posibilidad de que pudieras malinterpretar emociones y motivaciones.

—Quitarte el suministro de aire a ti mismo es una acción bastante directa, Carl —replicó Joshua.

—La acción lo es. Lo que me interesa aquí es la emoción que subyace tras la acción. Joshua, la gente actúa como si se estuviera suicidando constantemente. Pero muchos de ellos no quieren morir en realidad. Sólo quieren llamar la atención. O no comprenden realmente que morir significa morirse. Los adolescentes intentan matarse todo el tiempo porque quieren ver cómo reacciona la gente cuando ya no estén. No comprenden que no estarán allí para ver la reacción.

—Michelle no era una adolescente —repuso Joshua.

—No, pero era una estrella de cine, que en la escala de madurez está bastante cerca —afirmó Carl—. Tenía veinticinco años, valía millones, y nadie le dijo nunca que no.

Me señaló.

—Tom no pudo decirle que no. Sólo intentó conseguirle un papel para el que no servía porque no quería decirle que no.

Aproveché ese momento para prestar especial atención a mi taza de café. Podía ver adonde quería llegar Carl, pero eso no hacía que la última frase fuera menos dolorosa.

—Cuando alguien por fin le dijo que no, se puso de mal humor y se deprimió, y decidió montar un numerito. Pero eso no significa que realmente quisiera morir —insistió Carl. Dejó su taza de café sobre la encimera—. Ahora bien, si Michelle quería morir, entonces deberíamos dejarla morir. Pero si quería vivir, entonces, en cierto modo, podemos hacer que eso suceda. El tema es que no sabemos lo que quería. Sólo tenemos tu versión de los hechos.

—Entonces estamos en una situación sin salida —decidió Joshua—. Porque soy el único que puede entrar en su cerebro.

—No, no lo eres. Sólo eres el único de este planeta.

Joshua y yo intercambiamos de nuevo una mirada. El hieratismo de Carl estaba empezando a molestarme.

—¿Qué estás diciendo? —le pregunté.

—Necesitamos una segunda opinión —respondió—. Afortunadamente, tenemos toda una nave espacial llena de ellas.

—No quiero ponerme de parte de Joshua en esto, pero si no podemos fiarnos de él respecto al suicidio de Michelle, no veo cómo la opinión de otro yherajk vaya a servir de algo.

—No necesitamos a un yherajk para tener esa opinión —replicó Carl—. Necesitamos uno que actúe como conductor. Los yherajk pueden conectar con nuestros sistemas nerviosos. Eso es obvio, puesto que Joshua examinó a Michelle y mis recuerdos fueron descargados a toda la comunidad de la nave. Ahora sólo tenemos que hacerlo al revés, dejar que un humano mire el recuerdo. Y tengo al yherajk adecuado para ello.

De pronto se hizo la luz en mi cabeza.

—Gwedif —dije.

—Bingo —respondió Carl—. Lo ha hecho antes, y resulta que es el único yherajk que no participó en la gestación de Joshua. Tal como están las cosas, es la parte más objetiva.

—No me estoy enterando de nada —protestó Miranda.

—Te lo explicaré más tarde —dije—. Te lo prometo.

—Estoy esperando oír cómo vais a meter a un alienígena por todo el sistema de seguridad del hospital Valle de Pomona —comentó Joshua—. Nos hemos quedado sin cuerpos de perros.

—Si Mahoma no va a la montaña, la montaña irá a Mahoma —dijo Carl—. No podemos traer a Gwedif hasta Michelle. Así que llevaremos a Michelle hasta Gwedif.

—¿A la nave espacial? —pregunté.

—Claro —Joshua hizo una mueca irónica—. Eso será muchísimo más fácil.

—Joshua, es la única forma —insistió Carl—. Piénsalo. Supón que descubrimos que estabas equivocado. Eso resuelve uno de nuestros problemas. Pero luego tenemos otros dos temas que tratar: intentar encontrar un modo de que puedas habitar con éxito el cuerpo de Michelle, y asegurarnos de que sea moralmente adecuado. Tenemos que consultar con los otros yherajk cada una de estas cuestiones. Michelle tiene que ir a la Ionar.

—¿Y cómo sugieres que llevemos a Michelle hasta allí? —preguntó Joshua—. Ni siquiera podremos sacarla del hospital. Hay periodistas cubriendo todas las salidas, Carl. Se darán cuenta si intentamos trasladar a Michelle.

—Deja que yo me preocupe de sacar a Michelle del hospital. Tú dedícate a organizar el resto del viaje.

Joshua permaneció allí sentado un momento, reflexionando.

—Muy bien —accedió por fin—. Sigo teniendo problemas con esto, pero me pondré en contacto con la Ionar. Veremos qué tienen que decir allí arriba.

Se dirigió al estudio de Carl.

—¿Adonde va? —preguntó Miranda.

—Al ordenador —contestó Carl—. Abrí una cuenta de correo para él y la Ionar. Es una forma de comunicarse que no levanta sospechas.

—¿Cómo se conecta la Ionari? —pregunté yo.

—Bueno, es una llamada de larga distancia tremenda.

La respuesta de la Ionar fue breve. «Idiotas —decía—. Teníais que resolver los problemas, no crearlos. Traedla aquí».

Así es como se saca de un hospital a una de las estrellas más populares de Estados Unidos sin que nadie se dé cuenta.

Primero, filtras la noticia de que van a trasladar a tu actriz. Esto es tan sencillo como hacer que el doctor adecuado mencione casualmente el hecho a un miembro del personal de enfermería. A partir de ahí la noticia se esparce por el aire como un virus. Del personal, lógicamente, salta a la prensa: a pesar de todos los esfuerzos de Mike Mizuhara, algunos de los miembros del hospital estaban untados por los tabloides. No sólo el personal de servicio; les sorprendería lo que es capaz de hacer un cirujano cardíaco que gana trescientos mil dólares al año por unos cuantos miles de pavos más. Era hora de dejar que ese descarado interés trabajara para nosotros.

A las nueve de la noche, una ambulancia aparca en la entrada de urgencias del Valle de Pomona. Casi en el mismo momento en que se detiene, meten a alguien en una camilla. La camilla queda efectivamente bloqueada a la vista por un puñado de rudos celadores y doctores… Sólo unos breves atisbos de cabello rubio dan una pista a los que miran (y graban) de quién podría tratarse. La ambulancia arranca, tras mucho golpe de puertas, destello de luces y ulular de sirenas, y es seguida por una caravana de coches a los que los periodistas se han subido a toda prisa. Dos de esos coches se dan un leve topetazo cuando salen del aparcamiento; ninguno de los conductores se para y corren detrás de la veloz ambulancia.

Esa es la ambulancia señuelo.

Unos veinte minutos más tarde, un helicóptero médico se oye en las alturas y aterriza dramáticamente en el aparcamiento del Valle de Pomona, ya que el hospital no tiene helipuerto. Las puertas de la entrada de urgencias se abren de par en par y una camilla se dirige veloz al helicóptero, con celadores y médicos acompañándola a la carrera. Por el camino, el brazo de una mujer resbala de la camilla y queda colgando, el tubo intravenoso agitándose con el traqueteo del viaje de la camilla. Cuando esta se acerca al helicóptero, las puertas laterales se abren; con un movimiento increíblemente veloz, suben la camilla al helicóptero y las puertas se cierran.

El helicóptero despega mientras los celadores corren agachados de vuelta al hospital. Su destino final es indicado, tal vez, por las letras que lleva en la cola: centro médico cedros del Sinaí. Esta vez, un contingente más pequeño de coches sale corriendo del aparcamiento; los conductores manejan sus escáneres en un intento de localizar la frecuencia del helicóptero, o gritan por el móvil intentando contactar con el editor cuyo trabajo es ocuparse de los escáneres.

Ese es el helicóptero médico señuelo.

La siguiente ambulancia llega diez minutos más tarde. Esta vez no hay prisas locas: la prensa ya ha salido de su madriguera, así que ahora Michelle puede ser trasladada a su destino a salvo, con seguridad, a velocidades sensatas. Sólo dos celadores y un médico acompañan a la camilla hasta la ambulancia. En cuestión de minutos está dentro; el doctor habla brevemente con los enfermeros, luego se marcha mientras estos suben al vehículo y arrancan, sin luces, sin sirenas, y se dirigen con normalidad hacia la autopista 10. Sólo los sigue un coche con un periodista listo y experimentado. La paciencia es una virtud.

Esa es la segunda ambulancia señuelo.

La ambulancia de verdad llega, con las luces destellando pero sin sirena, cuando la otra ambulancia se marcha. Los celadores y el doctor, que están a punto de entrar en el hospital, se dan la vuelta. Dentro de esta ambulancia hay un hombre que parece sufrir un infarto; el médico hace una valoración rápida mientras los enfermeros sacan al paciente y lo meten rápidamente por la puerta de urgencias. Cuando la puerta se abre por un lado, se abre también por el otro, y otra camilla sale del hospital y la meten en la parte trasera de la ambulancia, así de fácil. Sólo hay dos celadores esta vez: Miranda y yo. Subimos a la ambulancia con la camilla. Los enfermeros cierran la puerta detrás de nosotros.

Mike Mizuhara y el doctor Adams, naturalmente, se mostraron absolutamente en contra de trasladar a Michelle. A estas alturas sabían que no iba a recuperarse nunca del coma y nos presionaban para que los dejáramos hacerla sentirse cómoda y terminar el proceso que había comenzado en el hospital. El doctor Adams en concreto se molestó por mi decisión de trasladar a Michelle. Cedió solamente después de que le prometiera que podría consultar de forma permanente con los médicos que continuarían con sus cuidados. Era mentira, por supuesto, ya que los «médicos» que continuarían con sus cuidados estaban orbitando a setenta y cinco mil kilómetros de la Tierra y no eran médicos en el sentido convencional de la palabra. Pero no era algo de lo que yo pudiera discutir sin una larga explicación, o sin que el doctor Adams me enviara inmediatamente a observación psiquiátrica.

La ambulancia arrancó y se dirigió al este por la 10. Tres kilómetros más tarde salió de la autopista, llegó a la parte trasera de un supermercado Albertson’s y se detuvo. Allí fue donde se bajaron los enfermeros. Sus coches estaban aparcados en aquel punto. No eran enfermeros, eran actores sin trabajo con entrenamiento médico de urgencias. Dónde encontró Carl a dos actores con esa combinación de talentos en menos de un día es algo de lo que no tengo ni la más remota idea. Por eso es el jefe.

Resulta que uno de ellos, una mujer, vaciló en dejar a Michelle. Se tomó su tiempo en comprobar que el respirador funcionaba y en asegurarse de que sabíamos qué hacer si se estropeaba. Le aseguré que estaría bien.

—Ted y yo estuvimos hablando por el camino —dijo—. A los dos nos gustaría llevarla hasta donde va. No se lo diremos a nadie. Sólo queremos asegurarnos de que llegará de una pieza.

—La creo, y se lo agradezco —contesté—. Pero no es posible.

Ella suspiró y miró a Michelle.

—Mírela —dijo—. ¿Sabe? Hace una semana habría dado cualquier cosa por estar donde estaba ella. Ahora, apuesto a que ella haría lo que fuera por estar donde estoy yo. Es gracioso, ¿no? Gracioso de irónico, no de partirse de risa.

—Lo es. ¿Cómo se llama usted?

—Shelia. Thompson.

—Shelia, si no le importa que se lo pregunte, ¿qué sacan Ted y usted de esto?

—No sé qué saca Ted —respondió—. Nunca lo había visto antes. Yo saco un papel en un episodio piloto. No tengo que presentarme a ninguna audición, no tengo que hacer cola, no tengo que reunir doscientos dólares: directa al plato. He leído el piloto. Es una serie de médicos, nada menos. No está mal. Puede que incluso tenga una oportunidad de ser emitida por alguna cadena. Me pareció una decisión inteligente.

—¿Sigue pensando lo mismo?

Ella se encogió de hombros.

—Siento que estoy pisoteando a Michelle Beck para lograrlo. No es lo que esperaba. Espero no parecerle desagradecida.

—No lo parece —le aseguré—. Escuche, nunca hago esto, pero ¿tiene agente?

—No.

—Dentro de una semana llámeme a Lupo Associates. Me llamo Tom Stein.

—Lo llamaré, pero no para conseguir ningún papel —dijo Shelia—. Quiero saber qué ha sido de Michelle. Me va a estar reconcomiendo hasta que lo averigüe. Y si descubro que ha muerto, voy a sentirme responsable en parte. Así que confío en que me lo diga. ¿Le parece justo?

—Me parece justo —dije, y le estreché la mano—. Trate de no preocuparse, Shelia. Michelle se pondrá bien. De verdad.

Ella sonrió débilmente y se dirigió a su coche.

Miranda se quedó en la parte trasera de la ambulancia con Michelle y yo me puse al volante. Joshua ya estaba allí, pues había viajado en el asiento de delante con los actores-enfermeros.

—Yo pensaba que estas cosas serían más espaciosas aquí delante —protestó—. Pero no. Me he pasado la última hora apretujado en el hueco para los pies. La enfermera tuvo que sentarse sobre sus propias piernas.

—Acabo de conocerla. Parecía simpática.

—Lo era —asintió Joshua—. El otro tipo, sin embargo, era un auténtico capullo. No dejaba de hablar de lo buen actor que es, y no paraba de tirarle los tejos a la mujer. Estuve a punto de desgarrarle la garganta con los dientes. Sólo el hecho de que estaba conduciendo me lo ha impedido.

—Menos mal que te contienes —dije, poniendo en marcha la ambulancia.

—Gracias. Uno de nosotros tiene que hacerlo.

—¿Qué se supone que significa eso?

—Tom —dijo Joshua—. Si no podemos recuperar a Michelle, ¿qué vas a hacer? No puedes llevarla de vuelta al Valle de Pomona, ¿sabes? Y no puedes dejarla en ningún otro sitio. Si muere, la gente querrá conocer las circunstancias. ¿Qué vas a hacer? No tienes ningún plan de contingencia.

—¿De qué estás hablando? —exclamé mientras salía del aparcamiento del Albertson’s y me dirigía a la 10—. Claro que tengo un plan de contingencia.

—¿De veras? ¿Y por qué no compartes ese plan con tu público, Tom?

—Por supuesto —asentí—. Si esto no funciona, me quedaré sin ideas. Habremos fracasado. Los yherajk tendrán que volverse. Como compensación, podéis llevarnos con vosotros.

—Me gusta. Es desesperado y burdo, pero tiene cierto encanto patético.

—Gracias —dije—. Se me acaba de ocurrir.

—Me pregunto qué pensará Miranda.

—Shhh. Quiero que sea una sorpresa.

Llegamos a la 10 y nos dirigimos por el este hacia la 15, en dirección a Baker.

—No veo nada —dije.

—Esa es la cuestión, Tom —apuntó Joshua—. Si no puedes ver nada, nadie más puede ver nada. Ahora cierra el pico y gira a la izquierda… ahora. —Giré a la izquierda y nos metimos en un camino sin asfaltar que habría pasado de largo si Joshua no lo hubiera señalado. La ambulancia botó y se deslizó hacia las roderas que Habían dejado años de furgonetas de rancheros.

—¿Podrías intentar conducir con un poco más de cuidado? —gritó Miranda desde atrás—. No quiero pensar lo que le está haciendo este viaje a Michelle.

—No es exactamente una carretera pavimentada, Miranda —le respondí a gritos—. Dejamos atrás la civilización hace una media hora. Conduzco con todo el cuidado posible.

La ambulancia dio un bote tremendo cuando pillé un bache que no estaba allí dos segundos antes.

—Creo que acabo de cargarme los amortiguadores —le dije a Joshua.

—¡Tom! ¡Con cuidado! —gritó Miranda.

—¡Lo siento! ¿Hemos llegado ya? —le pregunté a Joshua.

—No —respondió.

—¿Hemos llegado ya?

—No.

—¿Hemos llegado ya?

—No.

—¿Hemos llegado ya?

—Sí —dijo Joshua—. Para el vehículo.

Paré la ambulancia.

—Gracias a Dios —exclamó Miranda desde la parte de atrás. —No veo nada —dije otra vez.

—Eso ya lo has dicho —contestó Joshua.

—Bueno, sigue siendo cierto.

—No hay nada que ver. No han llegado todavía.

—¿Cuándo llegarán?

—¿Qué hora es? —preguntó Joshua.

Miré mi reloj.

Hubo un golpe muy fuerte. El suelo se estremeció. Una oleada de polvo roció la ambulancia.

—Acaba de pasar la medianoche —respondí.

—Bien, pues entonces deberían estar aquí —dijo Joshua—. Y aquí están.

El cubo era exactamente tal como lo había descrito Carl: negro, sin adornos, anodino en todos los aspectos, excepto en que había caído del cielo en mitad de ninguna parte.

Miranda dejó de atender a Michelle el tiempo suficiente para asomarse desde atrás.

—¿Ese es nuestro transporte? —preguntó.

—No parece gran cosa, lo sé —contestó Joshua—. Pero alcanza una velocidad increíble.

—¿Conduzco hasta el interior? —pregunté.

—Sí.

Arranqué la ambulancia y avancé despacio, cubriendo los cincuenta metros que la separaban del cubo. Nos metimos dentro.

—¿Cuándo partimos? —dije.

—En un momentito, espero. Déjame bajar. Tengo que ayudar a pilotar esa cosa.

Abrí la puerta y bajé, seguido de Joshua, quien se dirigió a la grada del otro lado del cubo, donde estaban los pilotos. Una porción de la grada descendió permitiéndole subir. Volví a la ambulancia y abrí las puertas. Miranda me miró.

Señalé a Michelle.

—¿Cómo está?

—Bien, supongo —contestó Miranda—. No se ha movido ni hecho nada desde que la metimos en la ambulancia, así que supongo que, tal como están las cosas, eso es bueno.

—¿Cómo estás tú?

—Estoy bien. La verdad es que creo que este cubo es una ayuda. Si tuviera forma de nave espacial, creo que estaría más asustada. ¿Cuánto tiempo vamos a estar fuera?

—No lo sé —dije—. Carl estuvo fuera menos de un día cuando fue.

—Tendríamos que haber traído bocadillos —dijo Miranda—. Tengo hambre.

—Tengo chicle.

—Eh —dijo Miranda—. ¿Has oído eso?

Me detuve a escuchar. No muy lejos, y acercándose, se oía el sonido de un coche.

—¡Joshua! —grité, apartándome de la ambulancia—. ¡Tenemos que largarnos! ¡Ahora mismo!

El lado del cubo se abrió. Un sucio Escort blanco atravesó la abertura derrapando. Iba directo hacia mí. Me quedé quieto, lo cual no fue probablemente lo más inteligente que pude haber hecho.

El conductor del Escort pisó los frenos justo a tiempo de evitar aplastarme como a un insecto. Entonces paró el motor, se quitó el cinturón de seguridad, y bajó del coche. Se oyó un pequeño sonido rechinante cuando el cinturón regresó a su sitio.

—Lo siento —se disculpó el conductor—. No esperaba que hubiera nadie de pie delante de mi coche.

—¿Qué cono estás haciendo aquí? —le pregunté.

—Conseguir mi reportaje —respondió—. ¿Cuál es tu excusa?

Era Van Doren, naturalmente.