La filtración, naturalmente, fue tan inevitable como imposible de rastrear. Poco después del cambio de turno de las dos de la madrugada, uno de los celadores o los enfermeros o los médicos cogió el teléfono para despertar a amigos y parientes porque, después de todo, ¿cuántas veces la estrella femenina más maciza de Estados Unidos viene a tu hospital en coma? A las tres treinta y cinco de la madrugada, uno de esos amigos o parientes llamó a la KOST-FM y solicitó que pusieran Me lo dicen tus ojos, el tema central de Canción de verano, porque se había enterado de que Michelle Beck había muerto. Después de que sonara la canción, otro oyente llamó para decir que no, que no estaba muerta, sino en coma, y que se había enterado de que las córneas de Michelle estaban destinadas a Marlee Matlin, quien, después de todo, era sorda.
Daba la casualidad de que la KOST era la emisora de radio matutina favorita de Curt McLachlan, el director de noticias de la KABC, quien estaba, a las tres treinta y cinco, subiéndose al coche para ir al trabajo. Lo primero que hizo fue quitar Me lo dicen tus ojos, porque era, según cualquier baremo objetivo, la peor canción pop de la década. Lo segundo que hizo fue ponerse al teléfono desde el coche con su homólogo de «Buenos días América», quien, a las seis treinta y siete, hora de la costa Este, estaba a sólo unos pocos minutos de salir en antena. El nuevo director de noticias de la GMA llamó a los del archivo para que buscaran fragmentos de películas de Michelle, y a una pobre becaria adormilada de diecinueve años, que llevaba dos días trabajando como una esclava, para que preparara una nota de prensa que los presentadores leerían en antena. Cuando McLachlan dejó de hablar con «Buenos días América», sacó de un profundo sueño a su propio editor de noticias y le dijo que preparara todo lo que pudiera encontrar al respecto. Volvió a encender la radio a tiempo de oír lo de las córneas para Marlee Matlin. Esto provocó otra ronda de llamadas telefónicas.
La noticia de la muerte y/o el coma de Michelle llegó a las ondas a las 7.35, las 4.03 hora del Pacífico. Los tipos de GMA tuvieron la caradura de recalcar que la noticia era de «fuentes radiofónicas» sin confirmar. Apenas importó. Los editores de los periódicos y las revistas de cotilleos de toda la costa Este de Estados Unidos dejaron a medias sus desayunos y llamaron a los periodistas a casa exigiéndoles que verificaran la noticia. Era la muerte de la estrella joven con más potencial desde que Heath Ledger la palmó.
Mi teléfono sonó por primera vez a las 4.13 de la madrugada. Era la columnista de cotilleos del New York Daily News buscando una confirmación. Le colgué y desconecté el teléfono. Menos de un minuto después sonó mi móvil. Lo apagué, y entonces me di cuenta de que mi otro teléfono estaba perdido en el bosque donde lo había dejado Joshua. Volví a conectar el teléfono de mi casa, que inmediatamente empezó a sonar. Levanté el receptor, lo dejé caer en la horquilla, y luego lo levanté casi instantáneamente, antes de que tuviera oportunidad de volver a sonar. Llamé a Miranda, le pedí disculpas por despertarla, y le dije que se reuniera conmigo en la oficina. Luego llamé a Carl, quien, qué casualidad, estaba ya despierto y al teléfono.
—Tengo al New York Times en llamada en espera, Tom —dijo—. Dicen que no pudieron contactar contigo directamente.
—Desconecté el teléfono —respondí. Mi propio sistema de llamada en espera zumbaba como loco, haciendo que el teléfono sonara como un contador Geiger.
—Bien hecho. Estos tipos son un coñazo. Les estoy dando largas por ahora. ¿Qué quieres que hagamos?
—Iba a hacerte la misma pregunta.
—Ahora mismo, no haremos nada —decidió Carl—. Tengo que llamar a Mike y asegurarme de que están preparados para el asalto; va a ser antes de lo que esperábamos. Pero tendrás que hacer una declaración. Que sea a mediodía y sin ningún comentario hasta entonces. ¿Piensas ir a la oficina ahora?
—Lo pensaba, sí.
—No lo hagas. El hecho de que estés en la oficina a las cuatro y media de la mañana tan sólo confirmará la situación. Ve a la hora habitual. Y estate preparado para los periodistas. Te veré a las ocho, Tom —dijo Carl, y colgó, supongo que para darle un par de voces al periodista que tuvo la temeridad de despertarlo a esas horas. Llamé a Miranda cuando salía por la puerta; pareció agradecida por el aplazamiento.
En el Valle de Pomona, el asalto vaticinado por Carl había empezado ya. La centralita del hospital estaba bloqueada por los periodistas que llamaban a todos los hospitales de la zona de Los Ángeles para averiguar en cuál de ellos estaba ingresada Michelle. Luego estaban las llamadas de los fans preguntando lo mismo. Y luego los fans y los periodistas que habían descubierto que el Valle de Pomona era, de hecho, el hospital que buscaban; los periodistas invocaban la Primera Enmienda, y los fans su derecho a tener noticias de su estrella favorita. Luego siguieron las llamadas de los fans y los periodistas que se hacían pasar por familiares. Como Michelle no tenía familiares vivos, no llegaron muy lejos.
Al César lo que es del César; Mike Mizuhara cumplió su palabra. Mandó sellar la UCI; todos los que salían del ascensor o llegaban por la escalera eran recibidos por un policía local de Pomona que tenía una lista impresa. En la lista estaba el nombre y, más importante, la fotografía de todos los médicos, enfermeras y miembros del personal que tenían acceso a la cuarta planta. Todo el que aparecía en la cuarta planta sin permiso era rápida y eficazmente arrestado por intruso.
A las ocho de la mañana, más de una docena de personas que se habían hecho pasar por médicos, enfermeras o personal estaban en la trena. Un par de ellos, de los tabloides, trataron de sobornar a los agentes. A los policías no les hizo gracia: eran profesionales íntegros, y además, Mike Mizuhara les había informado de que todo soborno sería igualado e incrementado en un diez por ciento; más tarde me enteré de que Carl, que había patrocinado esta idea, acabó soltando casi veinticinco mil dólares. Los supuestos sobornadores acabaron en la trena como todos los demás, y el dinero confiscado como prueba.
Un videoaficionado, esperando vender la cinta a los programas de cotilleo vespertinos, simplemente se metió en el ascensor y, cuando la puerta se abrió en la cuarta planta, echó a correr pasillo abajo, gritando y agitando la cámara de vídeo desenfrenadamente con la esperanza de que un par de fotogramas mostraran luego a Michelle en la cama. Todavía se sorprendió más cuando el policía le disparó con un táser. Le devolvieron la cámara tras el intento, pero fue al calabozo de todas formas.
Cuando quedó claro que nadie podía llegar a la cuarta planta, se llevaron a cabo medidas más drásticas: cuatro personas fueron arrestadas cuando intentaron disparar las alarmas antiincendio para provocar una evacuación; tres por dispararla y una por pegarle fuego a la edición matutina del Inland Daily Bulletin y agitarla delante del detector de humo. Un celador le hizo un placaje y se dio un cabezazo en el suelo. Le trataron la conmoción cerebral en el acto y luego lo trasladaron a la enfermería de la cárcel local.
Como sugirió Carl, fui al trabajo a la hora habitual. Me llevé a Joshua conmigo, a insistencia suya.
—Quiero hacer algo por ti —anunció, aunque no quiso explicar qué. Por el camino, fui cambiando de emisora de radio. Casi todas hablaban de Michelle; en una de ellas, el DJ lamentaba el hecho de que la posible muerte de Michelle reducía el número de personas en la Tierra que se merecían un polvo. En otra emisora, un oyente admitió orgulloso que había subido la foto falsa del trío entre Michelle, George Clooney y Lindsay Lohan a una lista de correo pornográfica de Internet como «tributo».
La entrada de Lupo Associates estaba repleta de periodistas, cámaras y técnicos de sonido. Al aparcar vi a Jim Van Doren rondando alrededor de la multitud mientras buscaba mi coche en el aparcamiento; lo localizó y echó a andar hacia él. Algunos de los cámaras más avispados lo siguieron. En cuestión de segundos una estampida corría hacia mi coche.
—Oh, mierda —exclamé.
—Déjame salir del coche —dijo Joshua—. Y luego sígueme. Prepárate para echar a correr.
Bajé del coche y lo dejé salir. Joshua saltó al suelo y se abalanzó hacia la multitud, rugiendo y mostrando los dientes. Se produjo el caos cuando los chicos de la prensa huyeron, dando alaridos, del ataque frontal de Joshua; de repente se abrió milagrosamente un camino entre ellos. Eché a correr. Los periodistas, divididos entre la posibilidad de ser mordidos por un perro furioso y conseguir su reportaje, me hicieron preguntas a gritos mientras huían; los técnicos de sonido giraron desesperadamente sus micrófonos hacia mí para captar mi respuesta. Al menos uno de los micrófonos chocó con un camarógrafo. Oí un golpe cuando una cámara de setenta y cinco mil dólares se estampó contra el suelo, pero no me quedé a mirar.
Joshua rugió por última vez y luego corrió hacia la entrada de la agencia, para llegar al mismo tiempo que yo. En la puerta nos recibió Miranda, quien la abrió lo suficiente para dejarnos pasar y luego la volvió a cerrar en cuanto estuvimos dentro.
Me di la vuelta, esperando ver a los periodistas apretujados contra el cristal, gritando preguntas. En cambio, el tumulto se había producido en el aparcamiento. Al parecer, el camarógrafo que había sido golpeado por el micrófono había decidido descontar el coste de los daños de la piel del operario. Un par de personas trataban de separarlos; el resto, atraído por la mêlée, se contentaba con empezar a jalear. Había algo profundamente satisfactorio en ver a algunos de los periodistas mejor pagados del país empujándose, tirándose de los pelos, y dándose rodillazos en la entrepierna.
—Tom, tendrías que haber sido una estrella de cine —dijo Miranda—. Tú sí que sabes hacer una entrada cojonuda.
—No soy yo quien lo ha hecho —repliqué, mirando a la multitud—. Puedes darle las gracias a mi peludo amigo aquí presente.
Apartado del tumulto, Jim van Doren se apoyaba contra un coche. Observó la pelea, luego se volvió a mirarme. Entonces saludó. Qué gracioso.
—¿Hiciste eso, Joshua? —dijo Miranda con esa voz que se usa con los perros—. ¡Qué buen perro!
Joshua ladró feliz.
Hablé con la prensa a mediodía, como habíamos planeado. Carl había traído en helicóptero a Mike Mizuhara y al doctor Adams desde el Valle de Pomona. Los cuatro nos encontrábamos en el estrado que habían levantado en la entrada de la agencia. A un lado se hallaba Miranda, acariciando a Joshua, que estaba sentado muy atento, esperando que algún periodista se pasara de la raya. Me dijeron que la rueda de prensa se transmitiría en directo en tres de los canales locales y también en el canal E! Por algún motivo, esto me pareció profundamente irritante.
Justo a mediodía, subí al estrado, di un par de golpecitos al micrófono para asegurarme de que estaba encendido, y saqué mi declaración preparada.
—Buenas tardes —dije, porque treinta segundos después de mediodía, ya era por la tarde—. Desde esta mañana temprano, los medios de comunicación han difundido rumores referidos al estado de mi representada Michelle Beck. Ha llegado el momento de contestar a estos rumores con hechos.
»Primero, y más importante: Michelle Beck no está muerta ni cerca de la muerte. Los rumores sobre su fallecimiento han sido difundidos de manera irresponsable. Pongámosles fin aquí.
»Segundo: ayer, alrededor de las cuatro de la tarde, la señorita Beck sufrió un accidente durante los trabajos de preproducción de Tierra resucitada. El accidente le produjo asfixia; primero se le administró aire en el lugar del accidente y la señorita Beck fue trasladada más tarde al hospital Valle de Pomona, donde permanece ahora.
»La señorita Beck no ha recuperado la consciencia desde el accidente, ni se sabe cuándo lo hará. Cuando yo termine esta declaración, el doctor Adams, que atendió a Michelle en el momento de su ingreso, y el doctor Mizuhara, jefe de personal del Valle de Pomona, les darán un breve informe médico sobre el estado de la señorita Beck y responderán las preguntas referidas a su estado de salud.
»Los que la conocemos rezamos por su recuperación y esperamos que sus fans en todo el mundo lo hagan también. Sin embargo, les pedimos que no intenten visitarla. Necesita descanso y tranquilidad. El hospital Valle de Pomona y el Departamento de Policía de Pomona no dudarán en arrestar y presentar cargos contra cualquier intento no autorizado de visitar a la señorita Beck. Por favor, respeten esta petición. Es por el bien de la señorita Beck.
»El hospital también me ha solicitado que pida a los fans y admiradores que dejen de enviar flores y cestas de frutas; sus salas de espera están abarrotadas y a partir de ahora serán arrojadas a la basura. Si piensan que deben hacer algo, por favor envíen un cheque a la obra social del hospital Valle de Pomona. Sé que Michelle lo preferiría a las flores… Estas personas la están ayudando y se merecen todo nuestro apoyo.
Doblé el papel con la declaración e inquirí si había alguna pregunta. Obviamente, las había.
—¿Qué le pasará a Michelle si no sale del coma? —preguntó el periodista de Entertainment Weekly—. ¿-Continuará enchufada a un respirador o acabarán por desconectarla?
—Todavía no hemos pensado en eso —contesté—. Ni los doctores del Pomona nos han podido dar ninguna indicación de hacia dónde van las cosas. Hasta que conozcamos un poco mejor su evolución, sería prematuro pensar en eso.
—¿Quién tomaría la decisión? —preguntó el presentador de «Inside Story»—. ¿Sus padres o algún otro pariente?
—Los padres de Michelle fallecieron hace un par de años —respondí—, y no tiene más familiares. Cuando llegué al hospital, me dijeron que yo era la persona a quien había confiado las decisiones de sus posibles emergencias médicas. Así que supongo que si hay que tomar esa decisión, tendré que ser yo quien lo haga.
—¿Cree que es apropiado que la tome usted?
Todas las cabezas se volvieron. Era Jim van Doren, por supuesto.
—¿Disculpe?
—Decía que si le parece apropiado que sea usted quien tome esa decisión. Sí, es su agente, pero recientemente ha habido algunas dudas sobre su trabajo y la forma en que ha tratado a algunos de sus clientes. ¿De verdad piensa que es aconsejable que sea usted quien tome esta decisión de vida o muerte?
A un lado, pude oír a Joshua gruñendo por lo bajini. Supe cómo se sentía.
—Escuche —repliqué—. Nunca pedí ser la persona a quien Michelle diera esta responsabilidad. El doctor Adams y el doctor Mizuhara podrán contarle cuánto me sorprendí cuando me enteré de ello. ¿Habría querido esta responsabilidad? No. ¿La rechazaré ahora? No.
—Muy bien —asintió Van Doren—. ¿Y es usted el beneficiario de sus bienes?
—¿Qué?
—Estaba pensando que si es usted la persona a quien ella confía su vida, probablemente sea también la persona que se beneficiará de su muerte. Acaba de cobrar doce millones y medio de dólares por Tierra resucitada; eso es mucho dinero: ¿Es usted, pues, el beneficiario? ¿O será eso también una sorpresa?
La multitud de periodistas estalló en un murmullo. Me quedé allí, parpadeando, aturdido porque Van Doren fuese capaz de decir como quien no quiere la cosa que yo era un asesino demente. Por otro lado, me estaba volviendo loco, y si hubiera estado a mi alcance, probablemente lo habría matado allí mismo. Van Doren permaneció de pie, con una sonrisita que decía «te pillé».
Yo todavía estaba agarrando los lados del atril cuando Carl me dio un golpecito en el hombro y amablemente me sacó de allí. Miranda se acercó y me acompañó. Joshua me miró preocupado. Oí a Carl hablando con los periodistas.
—Intentemos no perder de vista la situación —estaba diciendo. Me di media vuelta y entré en el edificio.
Entré en tromba en mi despacho y me dirigí al armario. Miranda entró un segundo después, seguida de Joshua.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó Miranda.
—Tony Baltz me regaló un juego de palos de golf la Navidad pasada —dije, rebuscando—. Voy a coger uno y a partirle la cabeza a Van Doren. ¿Qué te parece? ¿Un hierro cinco? ¿O tal vez el nueve? O el putter, justo entre los ojos.
—No creo que eso te sirva de mucho —apuntó Miranda.
—Oh, ya lo creo —afirmé. Salí con el hierro siete en la mano.
Me hará sentirme muchísimo mejor.
—Sólo durante un minuto. Pero tengo que advertirte que la cárcel es un coñazo insufrible.
Me eché a llorar. Nadie se sorprendió más que yo. Miranda se me acercó rápidamente y me abrazó, devolviendo el favor del día anterior, cuando hice lo mismo por ella.
—Lo siento —dije—. Es que no todos los días me acusan de asesinar a un cliente.
—Oh, cierra el pico —me hizo callar Miranda amablemente, sosteniendo mi cara con la mano—. No la mataste, ¿no?
—Pues claro que no.
—Pues eso. No dejes que te afecte, Tom. Has hecho más por Michelle que nadie. Eres un buen hombre, Tom. Todo el mundo lo sabe. Yo lo sé. Eres un buen hombre.
Besé a Miranda. Nadie se sorprendió más que yo.
—Lo siento —me disculpé—. No sé en qué estoy pensando.
—Oh, cállate —dijo Miranda, y me besó a su vez.
Después de un par de minutos de besuqueo, Joshua gimió, cosa que creo viene a ser el equivalente perruno a aclararse la garganta para recordar a los demás que estás delante.
—Tenemos espectadores —dije.
—Es un perro —contestó Miranda—. No le importa.
—Te sorprenderías.
La situación volvió a la normalidad un segundo más tarde, cuando llamaron con los nudillos. Miranda y yo nos separamos cuando Carl entraba por la puerta.
—Tengo a Mike y a Adams en el estrado ahora mismo —anunció—. ¿Te encuentras bien?
—Estoy bastante jodido, pero por lo demás, estoy bien —respondí.
—Prepárate para estar un poco más jodido —dijo Carl-L Brad Turnow viene de camino.
Mi cerebro zumbó un segundo antes de que me diera cuenta de que estaba hablando del productor de Tierra resucitada.
—Oh, Dios, qué coñazo —exclamé.
Miranda me miró primero a mí y luego a Carl.
—¿Qué quiere Brad? —preguntó.
—Que le devolvamos su dinero —dije.
—Su estrella está en coma —confirmó Carl—. Va a hacer que otra interprete el papel. Pensará que, puesto que Michelle está postrada en cama, es justo que recupere su dinero.
—Qué capullo —soltó Miranda.
—¿Quieres ayuda? —preguntó Carl—. Podemos acorralarlo.
—No. Tranquilo. Puedo encargarme de él.
—Eso es lo que quería oír —asintió Carl—. Dale un par de patadas en el trasero. Estará aquí a la una y cuarto. Eso os deja aproximadamente una hora para besuquearos.
Creo que me ruboricé; Miranda, que está hecha de un material más duro, simplemente sonrió.
—Señor Lupo, con el debido respeto a su cargo, esto no es asunto suyo —le soltó.
—Al contrario —respondió Carl, sonriendo—. No he llegado a donde estoy por no haberme dado cuenta de este tipo de cosas. Vamos, Joshua —llamó al perro—. Sea asunto mío o no, sé cuando no me quieren en un sitio.
—Es terrible lo que le ha sucedido a Michelle —comentó Brad, expresando lo obvio.
—Sí que lo es —contesté.
—Dios mío, odiaría que eso me pasara a mí.
Mis ojos se dirigieron al reloj de mi teléfono. Desde hacía ya cinco minutos, Brad había estado encontrando nuevas y no demasiado emocionantes formas de recalcar la cuestión de que Michelle estaba en un mundo de dolor. Le di otro minuto más antes de sodomizarlo con un palo de golf.
La cuestión era si echarían de menos a Brad. En el fondo, lo dudaba. Hasta Tierra asesinada, Brad fue claramente un productor de segunda fila que hacía películas cutres de ciencia ficción y de aventuras que pasaban sin pena ni gloria por los cines y que luego sacaban unos pocos beneficios en la segunda oportunidad del mercado del vídeo; el tipo de películas que haces cuando vas hacia arriba o hacia abajo en la cadena alimenticia de Hollywood, pero nunca cuando estás cerca de la cumbre. Tierra asesinada fue la excepción porque, por una vez, Brad tuvo la suerte de conseguir una estrella que estaba lanzada hacia la estratosfera. Esa estrella era Michelle, naturalmente; el estudio calculaba que su presencia en la película añadió cincuenta y cinco millones de dólares a las ganancias del mercado nacional, que fueron de ochenta y cinco millones. Después de haber visto Tierra asesinada, yo personalmente atribuía a Michelle el mérito de otros diez millones o así.
Pero con una película de éxito en su currículum, Brad era ahora un productor a medio camino buscando ascender un poco más en la escalera. Tierra resucitada iba a conseguirlo, o eso pensaba él. Ahora que Michelle había caído y su producción se había visto frenada de pronto, camino de la nada, Brad quería hacer todo lo posible antes de que el asunto descarrilara y lo enviara de vuelta a las filas de las productoras de películas de vídeo. Lo cual significaba conseguir a otra persona para el papel y tratar de recuperar sus pérdidas.
Si yo estuviera en su situación, probablemente intentaría hacer algo parecido. Naturalmente, tampoco le habría pagado doce millones a Michelle. Fuera como fuese, podía comprenderlo. El problema era que estaba a punto de intentar fastidiar a mi clienta. Lo comprendiera o no, era algo que no iba a permitir.
—Mira, voy a decirte por qué estoy aquí —dijo por fin Brad.
—Lo agradecería —contesté.
—Lo que le ha sucedido a Michelle es terrible —afirmó de nuevo. Por debajo de la mesa agarré el hierro siete—. Pero también supone un problema para Tierra resucitada. Tom, estamos a punto de empezar a rodar y no podemos esperar mucho más tiempo. De hecho, ya tenemos a los equipos de efectos especiales trabajando en algunas escenas, y la segunda unidad ya está rodando.
Permanecí allí sentado, en silencio, esperando que Brad continuara. Quería que yo me mostrara abiertamente comprensivo con su situación, cosa que no estaba dispuesto a hacer. Después de unos pocos segundos de esperar a que yo dijera algo, continuó:
—El verdadero problema es Alien Green —declaró Brad—. En nuestro contrato, nos comprometimos a una fecha de inicio, y si nos pasamos esa fecha en más de una semana, puede marcharse con el sueldo completo. Es lo que hay. Son veinte millones, nada menos. La fecha de inicio es dentro de diez días, Tom. Aunque Michelle salga hoy del coma, no va a estar preparada para empezar dentro de diez días. Lo sabes.
Seguí sin decir nada. ¿Por qué ponérselo fácil?
Finalmente, Brad dijo lo que había venido a decir.
—Tenemos que sustituir a Michelle, Tom. Lo siento, pero no podemos esperar.
—El motivo por el que le pagaste doce millones de dólares es porque pensabas que era indispensable —dije—. No veo en qué ha cambiado eso. Es mucho más indispensable que Alien Green. Es la única persona que habrá aparecido en las dos películas.
—Era indispensable —recalcó el tiempo verbal Brad—. No me malinterpretes, Tom, quiero que aparezca en la película. ¡Pero está en coma! Y todo el mundo lo sabe.
Aquí viene el subtexto: como todo el mundo sabe que Michelle está en coma, nadie espera ya que aparezca en la secuela. Puede utilizarse como excusa para sustituirla sin que nadie se queje. Parece un razonamiento bastante justo, aunque deja sin responder la pregunta de quién iría a ver la secuela si el motivo por el que dos tercios del público que fue a ver la original no estaba ya presente en la película.
—Si vas a sustituirla, ya debéis de tener a alguien preparado, Brad.
—Lo tenemos.
—Vaya. Ha sido rápido. Michelle no lleva en coma ni un día.
Brad se ruborizó.
—Ya te dije que estamos un poco presionados.
—Sí que lo has dicho. ¿Quién es?
—Charlene Mayfield —dijo Brad—. ¿Has oído hablar de ella?
Había oído algo. Charlene era un clon de Michelle, lo cual no es decir mucho, ya que las rubias pechugonas son bastante endémicas en esta zona. Charlene hacía de camarera en una de esas sitcom que funcionan como chivos expiatorios contra otras cadenas con mejor programación y son canceladas después de seis o trece episodios; si no estás dentro del negocio, probablemente no tendrías ni idea de quién es.
—Va a estar genial —aseguró Brad—. Creo que podrá meterse en el papel. No es que pudiera sustituir realmente a Michelle, por supuesto —añadió apresuradamente.
—Por supuesto,
—Bueno —continuó Brad—. ¿Hay algún problema? ¿Comprendes el punto en que nos encontramos?
—No, no tengo ningún problema. Tenéis un calendario apretado, lo comprendo.
Brad sonrió.
—Me alegro mucho de oírlo, Tom. Sabía que lo entenderías.
—Gracias.
—Hay otro asunto —dijo Brad.
—Dispara.
—Es sobre el caché de Michelle.
—¿Qué pasa con eso?
—Bueno, puesto que Michelle ya no está en la película, está la cuestión del reembolso del dinero.
—¿Qué cuestión? Ya me has enviado el cheque. Ya lo he pasado a nuestros contables para que lo procesen. Ha sido desembolsado, así que no veo qué cuestión puede haber al respecto.
—Bueno, se trata de eso —dijo Brad, incómodo—. Creo que ya ves adonde queremos llegar.
—Me temo que no. Será mejor que me lo aclares, Brad.
Él se agitó, incómodo. Fue divertido verlo.
—Mira —dijo—. Nos gustaría que devolvierais el dinero.
—Oh, ¿eso es todo? Demonios. Es fácil. La respuesta es no.
—¿Qué?
—No.
—¿No?
—¿Qué parte de esa palabra de dos letras no comprendes, Brad? —pregunté—. ¿Es la vocal, o la consonante?
—Maldición, Tom. Esto no es ninguna broma. No puedes esperar que perdamos doce millones de dólares.
—Puedo —repliqué—. Claro que puedo. Contratasteis a Michelle para un trabajo. Ahora, aunque no es por culpa suya, habéis decidido que queréis a otra para el papel. Por mí, vale. Pero como Michelle no ha hecho nada para que la despidan, no veo cómo podéis reclamarle su caché.
—Joder. ¡La chica está en coma!
—Sí que lo está. Un coma producido por la negligencia de uno de los miembros de vuestro equipo.
—Eso no es verdad —protestó Brad—. Esa mujer trabajaba para Featured Creatures.
—Que trabaja para vosotros —repliqué—. Tú los contrataste, Brad. La línea legal de responsabilidad llega hasta ti.
—Creo que eso podría ser discutible.
—Podríais intentarlo —lo desafié—. Tardaría unos dos años en llegar a juicio. Mientras tanto, estoy seguro de que nuestro departamento legal podría retrasar el comienzo de vuestra producción un par de semanas. Tal vez un mes, si es necesario.
—Eres un auténtico hijo de puta.
—Eh, no soy yo quien está intentando joder a alguien que está en coma.
Brad decidió probar otra táctica.
—Tom, mira, no es cuestión de que no quiera hacer las cosas de manera correcta con Michelle. Sabes que no es esa mi intención.
—Me alegro de oírlo, Brad.
—Pero vamos a pagar a dos actrices por el mismo papel. Necesitamos equilibrar un poco la economía.
—Entonces, ¿le vas a pagar a Charlene Mayfield doce millones de dólares? —pregunté.
—Por supuesto que no. Pero le pagamos bastante.
—¿Cuánto?
—Bueno, no puedo comentarlo.
—Hmmmm —reflexioné. Llamé a Miranda por el interfono—. Miranda, ¿cuánto va a ganar Charlene Mayfield por Tierra resucitada? —pregunté.
—Doscientos setenta y cinco mil dólares —dijo Miranda—. Según su agente, a quien acabo de llamar.
—¿De veras? —pregunté—. ¿Sabemos si se lleva algún punto en bruto?
—Por supuesto que no —afirmó Miranda—. Aunque al parecer se lleva un punto neto.
Los puntos netos son un porcentaje del beneficio que obtiene la película, si llega a librarse de los números rojos; los puntos brutos, sin embargo, son un porcentaje directo de la recaudación de la película en taquilla. Como la contabilidad de los estudios es tal que incluso una película que recauda doscientos cincuenta millones de dólares en las taquillas del mercado nacional puede meterse claramente en números rojos, los puntos netos se dan rara vez: son lo que te ofrecen si eres crédulo, estúpido, o el guionista.
—Un punto entero del neto —dije, mirando directamente a Brad.
—Así es —afirmó Miranda—. Con eso podrá comprar una caja o dos de Cola light.
Le di las gracias y corté la comunicación.
—Vaya, Brad, doscientos setenta y cinco mil dólares. Qué generoso. Es casi tanto como vas a pagar por el catering de tu segunda unidad. Menos mal que hice que Miranda escuchara la conversación y averiguara su caché.
—Ha sido un truco sucio.
—En absoluto, se llama mirar por el bien de mi clienta.
—¿Es por tu porcentaje? —quiso saber Brad—. Porque si es eso, estoy dispuesto a llegar a un acuerdo. ¿Y si te dijera que puedes quedarte tu diez por ciento? Sin preguntas.
Me froté la frente. Eran apenas la una y media y ya estaba cansado.
—Mira, Brad —respondí—. ¿Y si nos dejamos de chorradas? Porque tengo un día muy, muy malo, y tú lo estás empeorando.
Brad parpadeó.
—De acuerdo.
—Bien —dije—. El hecho es que no vas a recuperar los doce millones. Tal como yo lo veo, ya que sois vosotros los que le habéis provocado indirectamente el coma, es lo menos que podéis hacer. Es posible que si vamos a juicio, puedas recuperar el dinero. Pero mientras tanto habrás hundido toda la producción de la película. ¿Qué presupuesto tiene? ¿Ochenta millones? ¿Noventa?
—Ochenta y tres millones, contando los cachés. —Brad estuvo a punto de escupir la última palabra.
—Ochenta y tres millones contra doce es siempre una mala apuesta, Brad. Y eso sin contar el dinero que vais a tirar por el agujero de los abogados. Nuestros abogados pertenecen a la empresa. No les pagamos ningún extra. Y, naturalmente, ni siquiera estamos hablando de los pleitos que os lanzaremos a la cara por negligencia y violación de contrato. Por no mencionar los pleitos que te pondrán el estudio y otros inversores si hundes la producción. No te confundas, Brad, te van a joder vivo. No podrás sentarte en un año.
Brad se irritó, exactamente lo que yo quería que ocurriera. Lo había llevado a la zona sensible en que los machos se sienten amenazados y hacen estúpidas declaraciones de macho para sentir que todavía tienen las pelotas colgando. Esperé a que Brad se palpara los testículos.
En efecto, lo hizo.
—No me amenaces, gilipollas —se enfureció Brad—. Si quieres pelea en los tribunales, la tendrás. Pasarás tanto tiempo haciendo declaraciones juradas que te olvidarás de cómo es el sol. No creas que no tengo lo que hay que tener para ganar esto.
—No dudo de que puedas intentarlo, Brad. Pero déjame que te pinte el escenario. Vas a juicio para arrebatarle el dinero a una actriz a quien tu propia negligencia ha conseguido poner en coma. Te cargas la película en la que estás trabajando. Digamos que de algún modo consigues ganar. Bien. Recuperas tus doce millones y vuelves a tu oficina dispuesto a hacer otra película… y nadie trabajará contigo. Brad frunció el entrecejo.
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que nadie volverá a trabajar contigo. Los actores no querrán hacerlo, porque has dado claras señales de que no te importan una mierda. Los agentes no querrán tampoco, porque nunca estarán seguros de que no quieras pegársela a sus clientes. Ni los estudios, porque habrás dejado claro que valoras tu orgullo por encima de su dinero. Actitud que no les va a gustar. Nunca volverás a trabajar en esta ciudad. Nunca.
Parecía que a Brad le habían dado una patada en las pelotas. Cosa que, en cierto modo, era cierta.
—Eso no lo sabes con seguridad.
Me incliné hacia delante, sobre el escritorio, hasta acercarme a la cara de Brad.
—Ponme a prueba —susurré.
Me eché atrás en mi sillón. Brad se quedó allí sentado, aturdido, durante un largo minuto. Entonces se levantó de la silla, dio un par de vueltas al despacho, se sentó, y se puso a mordisquearse el pulgar.
—¡Joder! —exclamó por fin.
Se acabó. Yo había ganado.
Ahora era el momento de volver a ponerlo de nuestro lado.
—Brad —dije—. En realidad no quieres recuperar el dinero. Crees que lo estás haciendo ahora mismo porque eres tacaño y te puede el pánico. Pero son migajas. A la larga, parecerás una buena persona dejando que Michelle se lo quede.
Brad hizo una mueca.
—No sé por qué, pero lo dudo.
—Qué poca fe —dije—. Escucha esto: hoy, como puede que sepas, o quizá no, me han acusado, como quien no quiere la cosa, de preparar el accidente de mí clienta.
—Lo vi en el despacho, justo antes de llamar. Qué gilipollas.
—No tienes ni idea. ¿Y si decimos que convoqué esta reunión en un ataque de pánico, y te supliqué que recuperaras los doce millones? De esa forma, desde mi punto de vista, cualquier sospecha sobre mí se disiparía, porque no tendría ningún motivo financiero para eliminar a mi clienta.
Brad me miró con extrañeza.
—Esto te beneficia a ti, pero estoy esperando a ver cómo me beneficia a mí.
—Te beneficia, Brad, porque te niegas, enfurecido, a aceptar que te devolvamos el dinero. ¿Cómo me atrevo a suponer que sólo porque Michelle está en coma querrías que te devolvieran el dinero? Podemos decir que, además de rechazar el dinero, exigiste que si Michelle no se recuperaba, yo donara el dinero a la investigación de traumas cerebrales. Digamos algo así como subvencionar una cátedra en la Facultad de Medicina de la UCLA.
—¿Qué habías pensado hacer con el dinero, si no te importa que te lo pregunte?
Hice un gesto hacia el cielo con las manos.
—Maldición, Brad. No tengo la menor idea de si me ha dejado el dinero. Aunque lo haya hecho, no lo quiero ni en pintura. Si me lo diera, eso es probablemente lo que haría con él. Sí, eso es lo que haría. Pero mi argumento es que la idea fue cosa tuya. Quedarías bien porque te pondrías de parte de Michelle.
—Y tú te quitarías las sospechas de encima.
—Hay un beneficio añadido, sí.
Brad se lo pensó.
—¿Y dirás que esto es lo que ha pasado?
—No, Brad. Esto es realmente lo que ha pasado. Al menos, tal como yo lo recuerdo.
Brad sonrió, aunque estoy seguro que le dolió hacerlo.
—Eres increíble, Tom. Muy bien, quédate los doce.
—Y sus puntos brutos.
—Oh, vamos, Tom. Deja de acosarme.
—Te diré una cosa. Olvidaré nuestros doce puntos brutos si le das seis a Charlene Mayfield.
—¿Y a ti qué más te da? Ni siquiera es clienta tuya.
—Brad, tonto del culo. No se los doy yo. Se los das tú. Recuerda el concepto: Hacer que Brad parezca bueno.
—Oh. De acuerdo.
—Magnífico —dije, me eché hacia atrás y cerré los ojos. Me estaba empezando a doler la cabeza. Cuando volví a abrirlos, Brad seguía allí sentado, con aspecto pensativo.
—¿Tienes algo en mente, Brad?
—¿Hmmm? No, sólo estaba pensando en el accidente. Es terrible, ¿sabes?
—Lo sé. Ya hemos hablado de esto.
—No. Estaba pensando en por qué le hacíamos la máscara.
—Ibais a hacer explotar su cabeza, o algo por el estilo, creo.
—Bueno, en realidad no era eso —puntualizó Brad—. Era para esa escena de la película donde el líder alienígena está intentando tomar el control del cuerpo de Michelle… íbamos a hacer que le metiera los tentáculos en la boca y las orejas para llegar a su cerebro. Verdaderamente repugnante, por supuesto: los ojos saltones y la boca enorme y todo eso. Obviamente, no podíamos hacer ninguno de esos efectos con la auténtica cara de Michelle.
—Me alegra que lo reconozcas, Brad.
—Podríamos haber utilizado efectos digitales, pero esas cosas son caras si quieres hacerlas bien —dijo, aparentemente ajeno al hecho de que su máscara de látex, de hecho, le acababa de costar doce millones de dólares. Sonrió de pronto, con tristeza—. Sabes, me habría venido bien ese líder alienígena en este momento.
—¿Qué quieres decir?
—Oh, nada —contestó Brad sin darle importancia—. Estaba divagando. Si nuestro líder alienígena fuera real, entonces no habría importado si Michelle estaba en coma o no. Le habría sacado el cerebro, se habría colado dentro, y habría hecho el papel él mismo. Nadie se habría dado cuenta. Michelle no es exactamente Meryl Streep. Me habría ahorrado dinero, al menos.
Brad vio la expresión de mi rostro.
—Joder, Tom —exclamó—. Lo siento. Probablemente no ha sido lo más agradable que he dicho en todo el día. Lamento haberte molestado. ¿Estás bien?
—Estoy bien —respondí—. Lo siento, Brad. Yo también estaba divagando.