Capítulo Catorce

Esto era lo que sabíamos.

Michelle y Miranda llegaron a las tres y cuarto al taller de Featured Creatures, Inc., una de las empresas de efectos especiales que trabajaban en Tierra resucitada. Miranda dijo que Michelle y ella apenas hablaron camino de Pomona, o durante el breve almuerzo que compartieron en el drive-in de El Loco Taco antes de partir. Michelle contestaba las preguntas que le hacía, pero eso era todo; después de unos diez minutos, Miranda dejó de intentar conversar y sintonizó en la radio una emisora de hits musicales.

En Featured Creatures los recibió Judy Martin, la especialista que iba a recubrir de látex la cara de Michelle. Miranda dijo que Martin parecía un poco abstraída desde el principio. Resulta que su marido había elegido ese día para anunciarle que iba a divorciarse de ella y que iba a casarse con Helen, su hermana menor, que, por si lo quería saber, era de quien había estado enamorado siempre. Martin se había pasado la mayor parte del día al teléfono con su abogado, su traidora hermana, su madre y el concesionario Ford donde su marido y ella acababan de comprar conjuntamente un Explorer. Quería devolverlo.

Martin hizo atravesar a Michelle y Miranda todo el taller hasta llegar a una habitación donde iba a aplicar el látex. La habitación, bastante pequeña por cierto, estaba llena de arriba a abajo con partes de cuerpos de monstruos, motores para los modelos de criaturas, y dos latas de cinco litros de látex. En un rincón había lo que parecía una silla de dentista, donde Michelle tenía que sentarse mientras le aplicaban el látex en la cara. Michelle ya estaba sentada cuando el intercomunicador del taller llamó al busca de Judy diciendo que la llamaban por teléfono. Era el concesionario Ford. Martin cogió el teléfono de la habitación, pulsó el botón de encendido e inmediatamente empezó a gritarle al receptor. Miranda miró a Michelle y puso los ojos en blanco. Michelle estaba allí sentada, con la mirada perdida.

Diez minutos más tarde, Martin colgó el teléfono, gritó una obscenidad a nadie en concreto, y se dirigió a la silla para preparar a Michelle. Mientras lo hacía, se dirigió a Miranda.

—Va a tener usted que salir —dijo—. Aquí va a molestar.

—Prefiero quedarme —respondió Miranda.

—No me importa. Márchese.

Miranda se puso roja, una advertencia para quienquiera que causara esa reacción. Pero antes de poder dar rienda suelta a su ira, intervino Michelle.

—Quiero que se quede —dijo.

—Esto no es una reunión —respondió Martin.

—¿Qué le parece esto? —le espetó Miranda—. Usted se queda. Nosotras nos marchamos. Le explicamos a los productores que nos hemos ido por su culpa. Los productores despiden a su compañía.

Y entonces su compañía la despide a usted.

En este punto, jura Miranda, Martin rugió. Miranda cogió un taburete de una de las mesas de trabajo y tomó asiento. Michelle extendió la mano para coger la de Miranda. Miranda se la dio.

Unos cinco minutos más tarde, mientras Martin aplicaba el látex, Miranda volvió a hablar.

—¿Cómo va a respirar? —le preguntó a Martin.

—¿Qué? —dijo Martin, acariciando a Michelle con una especie de cuchillo helado.

—Está a punto de cubrirle la nariz con látex —apuntó Miranda—. Cuando lo haga, Michelle no podrá respirar. ¿No debería hacer algo al respecto?

—No me diga cómo tengo que hacer mi maldito trabajo —gruñó Martin, pero fue a buscar un par de pajitas para que Michelle pudiera respirar. Mientras le cubrían la nariz y los ojos de látex, Michelle apretó con fuerza la mano de Miranda. Miranda le devolvió el apretón.

Cuando acabó, Martin dio un paso atrás y se volvió hacia Miranda.

—Eso tardará unas tres horas en secar —dijo—. No puede moverse hasta entonces.

—¿Adonde va usted? —preguntó Miranda.

—Tengo que hacer algunas llamadas.

—Debería quedarse aquí —insistió Miranda.

—¿Por qué? —replicó Martin—. Usted está aquí, ¿no? —Miró de nuevo a Michelle—. ¿Sabe? Es la actriz favorita de mi marido. Menudo gilipollas.

Y se marchó.

Durante la media hora siguiente, Miranda se fue dando cuenta de que el burrito de pollo que había comido en El Loco Taco estaba haciendo barbaridades en su aparato digestivo. Al principio lo ignoró, pero casi media hora más tarde Miranda sintió que la línea entre la incomodidad y la peritonitis se había vuelto fina como un pañuelo de papel.

—Michelle, tengo que buscar un cuarto de baño —dijo.

La presión de Michelle sobre la mano de Miranda se volvió de pronto tensa como un torniquete.

—Iré lo más rápido que pueda —le aseguró Miranda, liberó la mano y se fue a buscar un cuarto de baño.

Estaba al fondo de la zona de recepción. De camino, vio a Martin en una oficina, gritando por otro teléfono. Pensó en pedirle que volviera a atender a Michelle. Entonces Martin agarró el teléfono y lo arrojó con furia al otro lado de la habitación. Miranda decidió no decirle nada. En el cuarto de baño, Miranda descubrió exactamente lo que le había hecho el burrito; tardó unos diez minutos en terminar.

Miranda volvía a la habitación del látex cuando vio a Martin delante de la puerta abierta. Al acercarse, Martin oyó sus pasos, se dio la vuelta y gritó:

—¡No es culpa mía!

—¿De qué está hablando? —dijo Miranda. Entonces miró hacia la habitación y lo vio.

Michelle se había levantado de la silla y estaba tendida en el suelo, por segunda vez ese día. En esta ocasión, sin embargo, las cosas eran mucho peor. Había partes de criaturas por todo el suelo. Una lata de látex se había volcado y su contenido se estaba desparramando. Miranda alzó la cabeza y vio el caos de un grupo de estantes: se habían derrumbado. Dirigió la mirada al suelo y vio una mancha roja en la base de la lata de látex. Entonces advirtió el charquito de sangre cerca de la cabeza de Michelle.

—Oh, mierda —dijo, y apartó a Martin para acercarse a Michelle.

Michelle estaba tendida boca abajo; Miranda comprobó rápidamente si tenía algún hueso roto, y después le dio la vuelta. Fue entonces cuando vio que las pajitas para respirar se habían caído y el látex se había cerrado sobre la nariz de Michelle, que se estaba asfixiando.

Miranda hundió inmediatamente los dedos en el látex y empezó a arrancarlo de la cara de Michelle. Cuando lo hubo sacado todo, Michelle tenía los labios azules. Miranda se arrodilló entre el látex y la sangre, metió una mano bajo el cuello de Michelle para levantarla, y empezó a hacerle el boca a boca.

—¡No tenía que moverse! —se defendió Martin.

—Mierda —exclamó Miranda, y comprobó el pulso de Michelle. Estaba allí, débil y rápido—. Llame al 911.

—¿Por qué no la estaba vigilando? —quiso saber Martin—. Esto no es culpa mía.

Miranda se lanzó contra Martin, la agarró y la empujó contra la pared.

—Quiero que haga dos cosas —le ordenó a la aterrorizada Martin—. Primero, cierre el pico. Segundo, quiero que coja el teléfono, llame al 911, y haga que venga una ambulancia, ya. Hágalo, o le juro que le arrancaré el puto corazón. Hágalo. ¡Ahora!

La soltó. Martin se la quedó mirando un instante, luego cogió el teléfono y llamó al 911. Miranda volvió a arrodillarse y continuó con el boca a boca durante otros diez minutos, hasta que llegaron los enfermeros y se llevaron a Michelle.

Lo que no sabíamos es lo que sucedió entre el momento en que Miranda se marchó y su vuelta. La secuencia más lógica de acontecimientos era que Michelle, claustrofóbica, se levantó de la silla en plena crisis de pánico y chocó accidentalmente con los estantes, perdió el conocimiento al golpearla alguna de las cosas que cayeron, y luego se asfixió cuando el látex le cubrió la nariz. Era el escenario que la policía de Pomona, al examinar la escena e interrogar a Miranda y a Judy Martin, determinó.

Había un pequeño problema. Miranda dijo que no recordaba haber visto las pajitas para respirar en torno a Michelle cuando le estaba haciendo el boca a boca. Esto podía no significar nada, por supuesto; cuando estás ocupada intentando salvarle la vida a alguien, no tienes tiempo para darte cuenta de todas las minucias que te rodean. Pero también podía significar que las pajitas se cayeron antes. Y eso abría otras posibilidades.

Para Miranda, a quien los enfermeros tuvieron que contener físicamente para que no matara a Judy Martin, la respuesta era sencilla: los chapuceros preparativos de Martin habían permitido que las pajitas se cayeran. Michelle, frenética, las buscó, se levantó para pedir ayuda, chocó con los estantes, y algo la golpeó. Yo también pensaba que Miranda tal vez sospechaba que la propia Martin le había quitado las pajitas, una venganza contra la actriz favorita de un marido que le había dado la patada, pero eso era un poco inverosímil para mí.

Mis propias sospechas eran también inverosímiles, pero no lo suficiente para mi propia tranquilidad. Yo pensaba que Michelle, en su estado depresivo, podría haberse quitado las pajitas ella misma, en un intento de suicidio melodramático pero no del todo bien pensado. O bien esperaba que Miranda volviera y la asaltó el pánico cuando no llegó, o a la mitad se dio cuenta de que la asfixia es una forma desagradable de morir. Fuera como fuese, en aquel momento se levantó de la silla.

Y fue entonces cuando su autosugestión entró en acción y la dejó fuera de combate justo a tiempo para chocar con los estantes. Lo único bueno que podía ver en este escenario era que ya estaba inconsciente cuando la golpeó la lata de látex. No habría sentido ningún dolor.

No importaba cómo lo pintaras, Michelle estaba en una cama de hospital con un respirador metido por la garganta.

Llegué una hora después de que llamara Miranda. Cuando anuncié en el plato que tenía que llevarme a Joshua, tuve que enfrentarme a todo tipo de amenazas y súplicas por parte del equipo. Les dije que si podían hacer la escena exactamente en cinco minutos, esperaría. Mientras tanto, llamé al despacho de Carl y le dije a Marcella que le pidiera que me llamara lo antes posible. Aparte de eso, no había nadie más a quien llamar: Michelle era hija única, y sus padres habían muerto. No estaba casada. Por lo que sabía, yo era la persona del planeta más cercana a ella. En ese momento, me pareció la cosa más triste que había oído.

Joshua clavó la escena en una toma e inmediatamente saltó hacia mi Honda; echamos a correr sin decir adiós y cogimos la 210, llegamos a la 10 por la 605, y luego nos pilló el atasco de la hora punta durante cuarenta y cinco minutos. Carl llamó. Lo informé de la situación y dijo que haría algunas llamadas telefónicas. Yo no tenía ni idea de lo que quiso decir, pero me hizo sentirme mejor. Acabé por salir de la 10 y me dirigí al hospital Valle de Pomona por calles secundarias, más rápido que si hubiera seguido por la autopista.

Comprendí el poder de la llamada telefónica de Carl cuando vi a un hombre con traje esperándome en la zona de urgencias.

—¿Toril Stein? —preguntó.

—Sí —contesté.

—Soy Mike Mizuhara —se presentó, extendiendo la mano. Se la estreché—. Jefe de personal del Valle de Pomona.

—¿Dónde está Michelle? —pregunté.

—Ahora mismo está en la UCI. Lo llevaré con ella inmediatamente. Pero tenemos que hacer algo con su perro. —Señaló a Joshua.

—¿Qué? Oh, lo siento. Casi me había olvidado que venía conmigo.

—No hay problema —insistió Mizuhara—. ¿Por qué no lo llevamos a mi despacho? Puede esperar allí.

Nos encaminamos hacia su despacho.

—¿Ha llegado ya la prensa? —pregunté. Me había sorprendido no ver a ningún periodista en la sala de urgencias; las noticias de este tipo de cosas corren rápidamente.

—No hay prensa por ahora —afirmó Mizuhara—. Los enfermeros no sabían de quién se trataba porque tenía un puñado de… ¿látex?, cubriéndole la cara cuando llegó. Los médicos que la atendieron, o bien no la reconocieron o no les importó quién era cuando se pusieron manos a la obra. Luego recibí una llamada de Carl. La hemos registrado de momento bajo el nombre de Jane Doe. Llegó justo después del cambio de turno. El próximo cambio es a las dos de la madrugada. Con suerte, podremos mantener esto en secreto hasta mañana. Para entonces, nuestros encargados de prensa estarán preparados. Carl también quería hacerle saber que vendrá hacia aquí en cuanto pueda. Nos ha pedido que dejemos un espacio para su helicóptero en nuestro aparcamiento.

—Carl es sorprendente.

—Sí que lo es —asintió Mizuhara—. Pero claro, estoy en deuda con él. Le dio trabajo a mi hijo en Century Pictures justo antes de marcharse. Ahora mi hijo es vicepresidente de desarrollos. Nunca pensé que conseguiría trabajo. Carl puede contar conmigo cuando quiera. Este es el despacho.

Abrió la puerta. Metí a Joshua dentro. Joshua me dirigió una mirada significativa y supe que quería decirme algo. Le pedí a Mizuhara que me diera un minuto para tranquilizar a mi perro y me agaché.

—¿Qué? —pregunté.

—Trata de conseguir que pueda ver a Michelle en algún momento —me susurró Joshua—. Puedo analizarla si quieres. Averiguar qué ha pasado de verdad.

—Gracias, Joshua —dije, y me levanté para irme.

—¿Estará bien aquí? —preguntó Mizuhara.

—Claro. No se preocupe. Está bien entrenado. Vamos a ver a Michelle.

Michelle estaba en la tercera planta, en una sala privada de la UCI. Miranda esperaba en el pasillo; corrió hacia mí cuando me vio llegar.

—Oh, Tom —exclamó—. Lo siento muchísimo. Es culpa mía. Lo siento.

—Shhh —le hice callar—. No es culpa de nadie. Tranquila.

—La verdad es que la señorita Escalón le salvó la vida —intervino Mizuhara—. Por lo que tengo entendido, su boca a boca mantuvo a la señorita Beck con vida hasta que llegaron los enfermeros.

—¿Has oído eso? —le dije a Miranda—. Le has salvado la vida con toda seguridad. Creo que eso se merece otro aumento, ¿no?

Miranda soltó una risita y luego empezó a llorar de nuevo. La abracé.

Me pasé unos cuantos minutos con Miranda, escuchando su versión de los hechos, y entonces fui con Mizuhara a ver a Michelle. Era la única paciente de una habitación semiprivada con tres camas. Tenía la cabeza vendada. En la habitación sólo se oían un monitor cardíaco y un respirador inspirando y espirando. Era algo terrible.

La puerta se abrió y entró un hombre alto con una bata blanca.

—Tom, le presento al doctor Paul Adams —dijo Mizuhara—. Es quien ha atendido a Michelle.

Nos estrechamos la mano.

—¿Cómo está? —pregunté.

—No está bien —dijo Adams—. No sabemos cuánto tiempo estuvo sin oxígeno, pero pensamos que llegó al límite…, cinco o seis minutos. Su actividad cardíaca es buena, pero no hemos podido conseguir que respire por su cuenta. Su actividad cerebral es muy baja; es muy probable que haya sufrido daños permanentes. Ahora mismo está en coma. Creo que podemos esperar que salga en algún momento, y entonces podremos juzgar el grado de sus lesiones cerebrales.

—¿En algún momento? —repetí—. ¿Qué significa eso?

—Es difícil decirlo —contestó Adams—. Podría salir hoy mismo o podrían pasar semanas. Depende. La conmoción cerebral que tiene —señaló el vendaje— no ayuda nada, aunque ahora mismo es el menor de sus problemas: fue superficial. En una situación normal se habría quedado sin sentido, pero se habría recuperado sólo con un chichón y tal vez un par de puntos. El verdadero problema es la falta de oxígeno en el cerebro. Si no le importa que le pregunte, ¿qué demonios estaba haciendo con toda la cara cubierta de látex?

—Le estaban haciendo una máscara para una película —expliqué.

—De modo que es así como lo hacen —dijo Adams—. Bueno, no soy ningún experto en estas cosas, pero creo que podrían buscar otro método a partir de ahora. Esa máscara ha estado a punto de matarla.

—Doctor Adams, puede que le resulte ofensivo, pero espero que no acuda a la prensa con esta historia.

—Tiene razón, resulta ofensivo —asintió Adams—. Pero comprendo su preocupación. Todo el personal que trabajó conmigo comprende que es más importante que la señorita Beck se recupere a que aparezca en el National Enquirer con un tubo por la garganta.

—Gracias —dije.

—No hay de qué —respondió él, y volvió a mirar a Michelle—. No espere mucho de ella durante el próximo par de días. Pero si puede, háblele. Que oiga voces familiares. A menudo eso ayuda. Si tiene familia, debería contactar con ellos y ver si pueden venir también.

—Me temo que no tiene familia —les informé—. Aunque tiene un perro. ¿Podría traerlo para que la viera?

—Preferiría que no —dijo Adams—. Es una cuestión de higiene. Tampoco creo que la ley lo permita. A menos que sea un perro guía, claro.

Nos estrechamos de nuevo las manos y se marchó.

—Tengo que acompañar al doctor Adams —indicó Mizuhara—. Carl está al llegar y queremos estar allí para recibirlo.

Nos estrechamos la mano, y salió tras él.

Me quedé en la habitación, mirando a Michelle. Miranda estaba en el pasillo, sintiéndose culpable por la situación, pero si se le podía achacar a alguien la culpa, supongo que tendría que ser a mí. Si la hubiera acompañado yo en vez de Miranda, tal vez esto no habría sucedido. Michelle y yo estaríamos camino de Mondo Chicken, ella para meditar con su ensalada oriental y yo haciendo todo lo posible para animarla. Se me ocurrió que si no había nadie más íntimo de Michelle que yo, eso quería decir que lo contrario también era cierto. No se me ocurría nadie de quien fuera más íntimo. Excepto Miranda, posiblemente, a quien había conseguido meter también en este lío.

Suspiré y apoyé la cabeza contra la pared. Había conseguido cagarla a base de bien.

Después de unos minutos, llamaron a la puerta. Miranda asomó la cabeza.

—Carl está aquí —anunció.

Salí y vi a Carl, Mizuhara y Adams charlando. Carl se volvió hacia mí al verme.

—Tom —me saludó, poniéndome una mano en el hombro—. Lo siento mucho. Pero has hecho bien en llamarme. Mike y yo nos conocemos desde hace tiempo.

—Eso he oído —asentí—. Los Ángeles es un pañuelo.

—Sí que lo es —afirmó Carl—. Tom, Mike y yo estábamos intentando decidir qué hacer a continuación. Mi primera inclinación era trasladar a Michelle a otro hospital más cercano, tal vez el Cedros del Sinaí, pero Mike y el doctor Adams piensan que está mejor aquí.

—Si es cuestión de calidad de atención… —empezó a decir el doctor Adams.

—No, no, en absoluto —respondió Carl—. Pero en las próximas veinticuatro horas van a enfrentarse con cosas con las que nunca antes han tenido que tratar. Fotógrafos haciéndose pasar por personal de mantenimiento y enfermeros, fans haciendo guardia, periodistas intentando entrevistar a todo el mundo, incluido el personal de la cafetería. Un lío.

—Hemos conseguido mantenerlo oculto hasta ahora —declaró Mizuhara—. Y creo que el doctor Adams estará de acuerdo conmigo cuando digo que lo mejor para la paciente es la continuidad de cuidados. Además, no estoy de acuerdo con trasladarla ahora. En este momento se encuentra estable, pero aún no está fuera de peligro.

—Probablemente causaríamos más problemas trasladándola que dejándola aquí —apuntó Adam.

—¿Tom? —preguntó Carl—. ¿Qué quieres hacer?

—No creo que esté cualificado para responder a eso.

Los tres me miraron durante un momento. De repente me sentí muy incómodo.

—¿Qué? —pregunté.

—No lo sabes, ¿no? —dijo Carl.

—¿Saber qué? —respondí mirando a Carl, luego a Adams, y luego a Mizuhara.

—Tom, hemos pedido información a su seguro —informó Mizuhara—. Discretamente, por supuesto; yo mismo me encargué de hacerlo. La mayoría de la gente tiene designado a alguien que tiene derecho a tomar decisiones médicas por ellos si son incapaces de tomarlas por sí mismos. Normalmente es un pariente o un cónyuge o un viejo amigo.

—Ya —dije. Yo mismo había rellenado formularios de seguro en mi momento; si me pasaba algo, mi madre tendría que decidir si desenchufarme o no.

—Bueno, la señorita Beck no tiene ninguno —afirmó Mizuhara.

—Vaya —murmuré—. ¿Y…?

—Tom —intervino Carl—, la persona a quien Michelle autorizó para que tomara decisiones médicas por ella eres tú.

Busqué una silla y me senté.

—¿De verdad no lo sabía? —preguntó Adams.

Negué con la cabeza.

—No. No, no lo sabía.

—Lo siento —dijo Adams—. Es una responsabilidad.

—Tom —insistió Carl—. ¿Qué quieres hacer?

Me cubrí la cara con las manos y me quedé allí sentado uno* minutos, abrumado de culpa y de pesar. Para empezar, consideraba que mis acciones habían llevado a Michelle a ese hospital; ahora me pedían que tomara decisiones que podrían afectar al resto de su vida. Iba a necesitar dar un buen grito cuando todo aquello terminara.

Pero no en aquel momento. Bajé las manos hasta mi regazo.

—La dejaremos aquí —dije. Ahora sólo tenía que decidir el resto.